miércoles, 25 de febrero de 2015

LA CREATIVIDAD COMO MEDIACIÓN DE LA SALVACIÓN EN AMÉRICA LATINA



Jorge Costadoat

La inculturación del Evangelio en América latina topa con el hecho de que la identidad cultural latinoamericana experimenta el influjo cultural de la modernidad occidental. El presente trabajo tiene por objeto despejar el camino a una inculturación del Evangelio mediante la validación de la categoría de creatividad como categoría mediadora de la salvación. Entre otras definiciones posibles, la creatividad caracteriza singularmente a la modernidad. La creatividad es una aspecto distintivo de la libertad del sujeto moderno1. El empalme de la creatividad moderna con el concepto cristiano de creatividad, discernida su compatibilidad, puede ayudar a verificar el Evangelio en un continente que hasta ahora ha podido ser muy poco protagonista de su historia y donde los esfuerzos liberacionistas de los últimos tiempos han sido incapaces de inventar la sociedad alternativa que prometen.


I . América latina ante la modernidad


Antes de entrar de lleno en la fundamentación de la creatividad como categoría teológica, es preciso describir el problema que lo requiere. Más que nunca en su historia, América latina se ve obligada a definirse ante la modernidad.

1.- La creatividad en la modernidad
América latina, mezcla o suma de elementos culturales europeos, indígenas, africanos y cristianos en particular, está expuesta de hecho a la poderosa influencia de la modernidad que la conmueve en lo más profundo de su identidad, ofreciéndole oportunidades que no puede dejar pasar sin amenazar gravemente su futuro, pero amenazándola gravemente en el presente con sus mismas ofertas de progreso. La versión tradicional y a menudo arcaica de la fe cristiana no representa para América latina un recurso fácil para salir del paso ante los desafíos históricos actuales. La modernidad disputa a América latina el campo de la salvación que desde sus orígenes estaba reservado a las creencias indígenas y a la fe en Cristo.
¿Cuál es el poder secreto de la modernidad? Si hay un punto clave en que la modernidad difiere de la mentalidad antigua es que la modernidad consiste en la emergencia radical de la subjetividad. Esto no significa que la antigüedad desconociera la subjetividad; sabemos que la subjetividad moderna remonta su origen al mismo cristianismo. Pero en la modernidad la exaltación de la subjetividad ha alcanzado su máximo despliegue. La historia de la modernidad es en breve la historia del desarrollo de la libertad. En la modernidad la libertad ha sido concebida como una magnitud infinita, en virtud de la cual el sujeto se halla ante el mundo como ante un tablero desplegado delante de su mirada2. Si en Kant la antinomia entre libertad y naturaleza parece irresoluble, Hegel supera esta antinomia al afirmar que el Espíritu subjetivo alcanza la objetividad por sucesivas mediaciones entre el sujeto y la substancia, entre el deseo y la racionalidad, entre la representación y la volición, entre la voluntad subjetiva y la voluntad objetiva, hasta la mediación más concreta entre la libertad subjetiva y el Estado. Pero, si en Hegel la concepción de la realidad como sujeto alcanza el máximo desarrollo, también en él es posible avizorar el fracaso de la libertad, pues su osadía en adivinar el futuro histórico entronca de lleno con la ilusión ideológica de los progresismos de todo tipo. En fin, si Sartre no cae en la trampa hegeliana, desarrolla la infinitud de la libertad respecto de la naturaleza hasta su aniquilación. La idea de la precedencia de la existencia a la esencia lleva a concebir al hombre como creador absoluto de sí mismo, es decir, al desquiciamiento del sentido de la libertad.
Otros autores modernos relativizan la concepción de la libertad como una infinitud independiente y rectora de la naturaleza. Pero aún en el caso de Zubiri que arraiga al hombre en el mundo, sea por el origen psicofísico de su carácter de agente, sea como autor que modifica el mundo con su acción libre, sea como actor que representa el rol que el mundo que lo cobija le impone, la idea de que el hombre es en gran medida producto de su creatividad se impone en la modernidad3.
El poder secreto de la modernidad, la subjetividad, la capacidad de crear autónomamente las mejores condiciones de la vida humana, ¿hasta qué punto representa una auténtica “salvación”? No es posible menospreciar tantos logros, pero tampoco se puede hacer vista gorda del precio. En los casos en que se ha atribuido a la libertad humana una capacidad creadora ex nihilo, los costos han sido muy altos. Para implantar la revolución cultural Mao exigió renunciar a la milenaria tradición china. Los intentos modernizadores latinoamericanos marxistas o neoliberales que sucesivamente han aspirado al poder político también han pretendido hacer tabula rasa del sistema socio-económico precedente. En todos estos casos, los daños y los sufrimientos infligidos a inocentes han sido enormes.
Aún cuando la ciencia y la técnica modernas ofrezcan fabulosas soluciones a la vida humana, no hay que engañarse. Los grandes problemas de la humanidad no han sido resueltos. Es más, la promesa moderna de su solución ha sido siempre argumento para posponer el desarrollo de las mayorías pobres o para conculcar la libertad de los que no se pueden defender. El mundo moderno no es sinónimo de puro progreso. Tampoco su idea de progreso es sinónimo de realización humana auténtica. Al no atacar en su raíz los males “trascendentes” del pecado y de la muerte, el progreso moderno representa una solución superficial. Si es imperativo reconocer el éxito de la creatividad humana en el mundo desarrollado, si esta creatividad desafía a los pueblos pobres del planeta a asumir su propio protagonismo histórico con imaginación y no sólo con quejas y críticas, este desafío es todavía mayor cuando el Occidente moderno ha sido la causa precisa de la explotación, la marginación y la destrucción humana en América latina.
La postmodernidad no representa una verdadera alternativa a la modernidad, pues no parece ser más que una inflexión en el curso de la misma modernidad. Paradójicamente, la postmodernidad pareciera establecer vínculos poderosos con la premodernidad, en favor de la versión menos solidaria de sociedad4. La modernidad aparece en el siglo XXI como una locomotora capaz de arrastrar los carros más diversos. Los intentos de clonación humana y la posibilidad de modificación de la carga genética de la humanidad, amén de otra innovaciones como el despliegue de la informática son un mentís muy serio en contra de los que auguran el fin de la modernidad y el paso a una nueva era. Señales de fracaso del mundo moderno se las encuentra por todas partes. Pero la modernidad no se ve agotada, su creatividad parece desbocada. América latina se encuentra de hecho, guste o no, para su bien o para su mal, en un proceso de modernización. La evangelización del continente no puede pasar este dato por alto.

2.- Identidad y modernización en América latina
A diferencia del mundo desarrollado, en América latina ha sido muy difícil la emergencia de un sujeto libre y creativo. En América latina incluso las principales ideas han venido de fuera. Los quinientos años de dependencia externa y de dominación de unos latinoamericanos sobre otros ha urgido a pensar el futuro en términos de liberación más que de creatividad.
La liberación que aquí se busca se nutre de tradiciones culturales diversas. El iluminismo moderno requiere la liberación del continente, desde los movimientos de emancipación del siglo XIX hasta los últimos intentos neoliberales por uncir la política a la carreta del libre mercado, incluidos por cierto los ensayos socializantes del siglo pasado. El cristianismo, que remotamente inspira el surgimiento de la libertad ilustrada, constituye la motivación próxima de la reciente teología de la liberación. Por último, nadie puede desconocer que los movimientos de resistencia y emancipación indigenistas, desde los tiempos de la conquista hasta nuestros días, representan la aspiración libertaria presente en todo ser humano sometido y oprimido. Pero el tema de la liberación en América Latina es complejo, además, porque no es posible decir a ciencia cierta quién es el sujeto latinoamericano. Hay muchas maneras de ser latinoamericano y en todas partes sucede que no siempre es externo el agente de opresión del continente.
¿Cómo se ha configurado la identidad latinoamericana? Es este un tema disputado entre los autores. Jorge Larraín5 recuerda que una primera síntesis cultural, en tiempos de la conquista y colonización española, consistió en el encuentro asimétrico entre la cultura hispánica y las culturas indígenas autóctonas. Entre los siglos XVI y XVII habría cuajado un primer polo de identidad cultural, representada por el mestizo, caracterizado por la pérdida de libertad y del sentido de identidad de los indígenas, facilitada por la concepción fatalista que éstos tenían de la historia y provocada directamente por su dominación forzada y por la idea de inferioridad que los mismos españoles habrían hecho prevalecer sobre ellos. La fe católica entonces, aun cuando suscitó importantes debates sobre la dignidad humana de los aborígenes y mitigó su esclavitud, aseguró también ideológicamente el predominio ibérico sobre América Latina.
El movimiento independentista de comienzos del siglo XIX, constituyó un segundo momento importante. La Ilustración francesa, el liberalismo británico y el positivismo comptiano influyeron en los criollos, los que terminaron por arremeter contra el patrón cultural anterior. En contra de España, se luchó por la libertad de comercio y de conciencia. Las nuevas repúblicas abolieron la esclavitud y establecieron la libertad educacional y religiosa. Los nuevos criterios científicos traerían “orden y progreso”. Pero las repúblicas criollas, despreciando la raíz indígena de la cultura latinoamericana como bárbara, pretendieron civilizar el continente de acuerdo al paradigma de la razón ilustrada. Como botón de muestra, varios fueron los intentos de mejorar la raza mediante inmigrantes europeos. Según Larraín, “una tensión recurrente ha subsistido entre el polo indoibérico y el polo positivista, porque el modelo racionalista más reciente nunca pudo reemplazar totalmente a la matriz cultural original”6.
Entre las dos guerras mundiales del siglo XX, en tiempos de la depresión económica, diversos estudios sobre el carácter del latinoamericano subrayan que América Latina es diferente. Despierta una nueva sensibilidad frente al tema. En contra del expansionismo norteamericano, una serie de autores revaloró la identidad mestiza. Otros, no exaltaron la mezcla, sino lo autóctono y, entre éstos, unos han propugnado la pureza racial indígena mientras otros la asimilación a la cultura nacional. No faltaron desde entonces las descripciones negativas del carácter del latinoamericano (resentido, doble, flojo), probablemente influidas por las ideas que los europeos tienen sobre él. Vinculado al movimiento anterior, surgió también el hispanismo que postula que sin España y la fe católica Iberoamérica no habría existido, pues ha sido el factor hispánico, a pesar de todo, el que ha permitido conservar las culturas nativas. El hispanismo se ha afirmado en contra de la tendencia a buscar fuera la propia identidad, tendencia que habría irrumpido en el continente con las luchas de la Independencia.
Como vemos, la cuestión de la liberación remite al de la identidad latinoamericana. Pero esta, a su vez, no sólo invita a mirar el pasado sino también al futuro. El tema de la identidad remite al de la modernidad. Frente a la modernidad, América latina se cierra o se abre. Ambas opciones están preñadas de consecuencias.
Sobre la relación del tema de la identidad y de la modernidad en América Latina, Larraín distingue dos posiciones: las teorías optimistas y las teorías pesimistas respecto a la modernidad. Teorías optimistas son aquellas que intentaron la modernización los años 50 y las actuales teorías neoliberales, las cuales tienen en común definir a América Latina en “transición a una modernidad cuyo modelo o paradigma es sacado de las sociedades europeas y norteamericana. El proceso de modernización se concibe como una necesidad histórica y, aunque existen obstáculos, a la larga como prácticamente inevitable”7. Si las teorías de modernización de los años ’50 veían obstáculos en razones culturales como el conservadurismo, la resistencia al cambio de los campesinos, los valores tradicionales anticapitalistas, etc., “las teorías neoliberales, en cambio, ven principalmente los obstáculos en las políticas económicas equivocadas que siguieron los gobiernos latinoamericanos desde los años 30 y propiciadas por Cepal desde los 50”8. Para las teorías optimistas, empero, todo obstáculo es superable.
Por otra parte, se han dado “las teorías más bien pesimistas o negativas con respecto a la modernidad, que dudan que América Latina se haya modernizado o que realmente pueda modernizarse o que sea bueno que se modernice en el sentido de las teorías anteriores. Entre las corrientes pesimistas más importantes sobresalen las que destacan problemas telúricos, de autenticidad y de identidad cultural como base para la duda” 9. Autores como Véliz, Burns y Morandé aducen criterios de identidad cultural como óbices de modernización. Para Morandé la identidad cultural latinoamericana se fraguó entre el siglo XVI y el XVII como mestizaje de lo hispano y lo indígena, y posee un “sustrato católico” resistente a la racionalidad instrumental de la modernidad que socava esta identidad. Burns lamenta el triunfo de la modernidad, buscado derechamente por las elites latinoamericanas, sobre la cultura popular. Este triunfo se ha traducido en un grave empeoramiento en la calidad de la vida del pueblo. Véliz, a diferencia de los anteriores, culpa a la cultura latinoamericana misma de no haber acogido la modernidad y, en consecuencia, de los males que los latinoamericanos suelen atribuir a los extranjeros, a los países desarrollados, a las estructuras o a las políticas equivocadas, en vez de adjudicarlos al legado cultural del barroco español.
Paz, Fuentes y Morse, en cambio, señalan problemas de autenticidad: las modernizaciones en América latina no han sido enteramente genuinas por una dificultad fundamental para adoptar el patrón europeo. Paz piensa que nuestra dificultad está en haber carecido, junto con toda la hispanidad, de la Ilustración del siglo XVIII. Mientras otros pueblos se abrieron a la crítica y la racionalización, España nos encerró en las jaulas conceptuales de la neoescolástica. Según Fuentes, provenimos de la contrarreforma española que cerró sus murallas a la modernidad. Y, sin embargo, así como solemos reaccionar violentamente contra la tradición en vista de asumir acríticamente la última versión de lo moderno, cultivamos también una enorme paciencia cultural que nos mantiene unidos a nuestro pasado. Morse opina que en América Latina nunca pudo internalizarse completamente el proceso weberiano del desencantamiento. La modernidad no ha podido doblegar la reacción latinoamericana a las revoluciones religiosa y científica, reacción que impide la implantación del utilitarismo y el individualismo europeos.
En suma, el problema de las teorías optimistas radica en promover la modernización, aunque esta implique claudicar de la identidad latinoamericana. El problema de las teorías pesimistas, en cambio, está en plantear una falsa disyuntiva: modernización o identidad. A nuestro parecer, América latina, en sus diversas expresiones culturales y partir de sus sujetos, debiera integrar la modernidad al menos en algunos aspectos de importancia. De hecho, el desafío no es nuevo. Entre nosotros se ha dado un tipo de “modernidad periférica”, una modernidad a nuestro modo10. La única alternativa, creemos, consiste en cultivar una actitud protagónica, en una la palabra, creativa, la que supone admitir la mutabilidad de la cultura latinoamericana y asumir críticamente las exigencias de la modernidad.
Es precisamente en este terreno en que nos planteamos el desafío de desarrollar un concepto cristiano de creatividad como mediación de la salvación escatológica. La fe cristiana ofrece pistas valiosas tanto para criticar la concepción moderna de la libertad y de la creatividad, como para pensar la identidad plural latinoamericana. De este modo esperamos sugerir una inculturación del Evangelio en América latina en situación de modernización.

II. La creatividad cristiana

La creatividad no es una virtud exclusiva de la modernidad. Remotamente la libertad y creatividad modernas deben su origen al judeo-cristianismo11. Lo que no significa, empero, que el cristianismo ni tampoco la teología hayan asumido suficientemente el aporte histórico de la libertad y de la creatividad modernas. Pensemos, por ejemplo, en la dificultad que ha tenido la Iglesia para admitir la democracia.
Por otra parte, la explicitación del concepto cristiano de creatividad tiene todavía mucho que enseñar al concepto secular de creatividad porque, en la medida que se lo halla en Cristo, sitúa a la creatividad en su origen y la encamina a su fin. A continuación intentaremos lo prometido al principio, esto es, fundamentar el concepto de creatividad como una mediación de la salvación cristiana, en cuanto categoría que puede facilitar un empalme con la modernización a que está sometida América latina.

1.- Dificultades de la categoría de creatividad
No es posible desarrollar la idea de la creatividad cristiana sin decir una palabra sobre los prejuicios que impiden acogerla como mediación de la salvación y sobre los peligros reales en que se puede incurrir al asimilársela fácilmente con el concepto moderno de creatividad. Las dificultades son de distinta índole.
a) Dificultad religiosa
No debiera constituir mediación de salvación alguna una categoría que no hunda sus raíces en la revelación. ¿Tiene la creatividad arraigo en la revelación? Esta pregunta plantea una dificultad principal. Ante de responderla, sin embargo, conviene tener presente que la Escritura y la Tradición de la Iglesia no excluyen que la salvación pueda expresarse en términos no religiosos, sino seculares, pero la aceptación de esta posibilidad enfrenta prejuicios no fáciles de remover.
Es difícil probar que la creatividad pueda ser mediación de la revelación porque el lenguaje soteriológico del Nuevo Testamento y que predomina en la teología hasta hoy día, es un lenguaje religioso en sentido estricto. Las palabras redención, reconciliación, expiación, justificación, etc., tuvieron en el antiguo Israel un origen común y corriente, y tal vez para los contemporáneos al Nuevo Testamento todavía conserven su sabor secular, pero al convertirse el cristianismo en religión e Iglesia estos términos han adquirido una tonalidad religiosa inconfundible. De paso, inadvertidamente, la salvación se ha reducido a un bien religioso, es decir, ha llegado a ser sospechoso imaginar la obtención de la salvación por otras vías que las institucionales, como ser, las que subrayan la importancia de la voluntad y de la inteligencia.
Otra dificultad proviene del antiguo gnosticismo que recicla hasta nuestros días entre los cristianos la expectativa del desprendimiento de la creación como condición de acceso al mundo espiritual superior. En esta perspectiva la creatividad podría ser incluso un pecado. Pero aún no siendo pecado, el tránsito permanente que el cristianismo propone de este mundo al otro, como del exilio a la tierra prometida, mueve a pensar que este mundo no tiene sentido. La Escritura no autoriza esta interpretación. Pero el pesimismo que infiltra al cristianismo histórico mueve a separar la salvación de la creación, como movió a Marción a separar el Nuevo del Antiguo Testamento.
Pero, ¿es posible hablar de una redención religiosa alternativa al esfuerzo secular por crear las condiciones de su propia salvación? ¿Puede la Iglesia eximirse de la fatigosa búsqueda de la verdad y de la libertad a la que son convocados todos los hombres por parejo? Parece que no. La originalidad del cristianismo no está en su carácter religioso, sino en afirmar la completa iniciativa divina en la salvación del hombre. Sin embargo, la colaboración humana en la obra salvífica es decisiva dado que el Creador es el salvador de un creador. La resurrección de Cristo implica la salvación de la creación, la salvación del trabajo de un ser inerme como el hombre por abrirse un espacio y ser señor de un mundo que sin él no tendría razón de ser suficiente. Ninguna categoría religiosa puede decir la salvación cristiana si su aplicación descarta de plano la obra de la inteligencia del hombre y el sudor de su frente.
Por el contrario, al reconocerse a la creatividad como una mediación soteriológica, la salvación cristiana recupera la universalidad que le es característica y obliga a la Iglesia a recomprender su sacramentalidad. Si en Cristo ha tenido lugar la salvación de toda la humanidad, es imperativo investigar cuáles son las mediaciones extraeclesiales de la salvación como condición fundamental de la acción misionera de la Iglesia hacia los otros y consigo misma. Al ser la creatividad una variación del amor -la más universal de todas las categorías soteriológicas-, el llamado de Cristo a la humanidad entera a acoger el reinado de Dios no releva a ninguno, tampoco a la Iglesia, de inventarlo.
Con todo, no se puede descartar que el intento de declarar a la creatividad mediación de la salvación parezca un empeño racionalista, sea porque no es obvio que el hombre pueda ser factor de su propia redención, sea porque la creatividad invoca precisamente la validez de la razón en el encuentro con Cristo y en la construcción de un mundo mejor.
b) Dificultad racional
La elaboración conceptual de la creatividad como mediación de la salvación debe sortear, además, la dificultad, por no decir la trampa, del racionalismo. No es posible identificar sin más la creatividad cristiana con el esfuerzo humano por crear un mundo mejor. La creatividad cristiana es una realidad escatológica.
Sucede con este ensayo lo mismo que con todo intento de inculturación del Evangelio: corre el peligro de reducir la salvación a una categoría cultural que permite comprender mejor su contenido, permaneciendo sin embargo impermeable a ser evangelizada por la novedad cristiana. Con la unión hipostática pudo explicarse finalmente en Calcedonia que la salvación dependía de que Jesucristo fuera uno y el mismo en dos naturalezas, pero la humanidad del Cristo griego no logró nunca evitar la abstracción ni que los sufrimientos de Cristo parecieran un trámite. Los intentos por empalmar la praxis marxista con la praxis cristiana de los años sesenta, devolvieron a esta toda su fuerza profética, pero a menudo al precio de la búsqueda de la reconciliación con los enemigos a la que el cristianismo nunca puede renunciar. De un modo semejante, la creatividad cristiana pudiera caer en la ingenuidad de identificar cualquier progreso intrahistórico con el crecimiento del reino, olvidando que este es gracia y que sólo llega mediante la cruz. Pero, aún cuando no se trate de ingenuidad, será muy difícil acertar con una salvación que, por depender del sacrificio de Cristo, supere absolutamente los cálculos de la razón, y, sin embargo, no sea irracional, sino sensata.
La inculturación del Evangelio es difícil, pero indispensable. Porque es indispensable, la teología contemporánea ha sido indulgente con la helenización del cristianismo. Sin cierta espiritualización del cristianismo habría sido imposible hacer inteligible, y eficaz, a Cristo en el mundo griego. Sin apropiar el carácter dialéctico de la historia, el discurso evangelizador de la Iglesia latinoamericana no habría sido relevante para los pobres ni le habría dado mártires tampoco. El intento de entender la salvación como creatividad comparte la dificultad de todo intento de inculturación del Evangelio, pero también su necesidad.
Hasta hace poco se dijo en América latina que aquí no se trata de dar razón de la fe ante el ateísmo, sino ante la idolatría12; ante la modernidad sino ante la injusticia13. Estos planteamientos se han demostrado insuficientes toda vez que la modernidad es, por una parte, causa de la pobreza y opresión latinoamericanas y, por otra, condición imprescindible de la superación de estos mismos males. El intento de este trabajo de despejar el camino al encuentro del Evangelio con la modernidad en América latina es consciente de la enormidad del desafío, a la vez que rechaza las propuestas de evangelización anticulturales14.
2.- La creatividad entre otras mediaciones de la salvación
La salvación depende de Cristo, es la otra cara de la cristología. Jesucristo es el Mediador de la salvación. Si históricamente la experiencia de salvación de la Iglesia naciente guió a la misma Iglesia a la identidad más profunda de Jesús Mesías de Israel e Hijo de Dios, de Cristo dependía en última instancia la experiencia y el modo de la salvación cristiana. Si en el mundo de hoy es posible en principio experimentar la salvación cristiana, es porque Cristo es también hoy el Mediador de la salvación. Surge entonces la pregunta por el “cómo”. ¿Cómo puede Jesucristo ser el salvador de este mundo cada vez más plural, intercomunicado e injusto, pero de modo que este mundo se entere de ello y participe en su propia salvación? La posibilidad de experiencia de salvación exige en la actualidad una noción de Cristo suficientemente inteligible y universal. La participación de la humanidad en la gesta liberadora de Jesucristo no puede ser una mera aspiración razonable. Ella es la condición de libertad precisa que especifica a la salvación como cristiana y como verdadera. La lógica de la Encarnación exige la salvación del hombre con el hombre. Aquí, sin embargo, no trataremos acerca de la identidad de Jesucristo más de lo que sea necesario para asegurar que la creatividad puede ser una categoría válida para hablar de la salvación en el mundo de hoy.
Según Bernard Sesboüé, la salvación ha podido decirse de muchas maneras15. Sus mediaciones reciben varios nombres. Al concentrarse la salvación en un acontecimiento histórico -la vida, muerte y resurrección de Jesús-, los relatos de este evento pueden ser tantos como sus testigos y las categorías que conceptualizan los relatos pueden incluso pertenecer a otros horizontes culturales. El Nuevo Testamento dispone de varias categorías para hablar de la salvación. También la teología ha acuñado algunas de ellas en base a otros esquemas culturales. En suma, unas, las mediaciones descendentes enfatizan el dato fundamental que es Dios el que salva a un hombre que no puede salvarse a sí mismo: la revelación o iluminación, la redención, la liberación, la divinización y la justificación. Otras, la mediaciones ascendentes enfatizan que Dios no impone al hombre la salvación, sino que requiere su aceptación y colaboración: el sacrificio, la expiación dolorosa y la propiciación, la satisfacción y la sustitución. La reconciliación como categoría de la salvación es especialmente rica, pues tiene algo de ésta y de aquélla.
Todas estas categorías son parciales. Ninguna agota el misterio de la salvación con exclusividad. Dicen un aspecto de la salvación y en esa medida son indispensables. Pero por lo mismo son también complementarias. Unas a otras se influyen, se corrigen y se enriquecen recíprocamente. La tradición cristiana, sin embargo, ha conocido desviaciones lamentables del concepto de salvación subyacente a un mismo término. En el segundo milenio del cristianismo, especialmente en el catolicismo de los últimos siglos, se ha destacado a tal punto la colaboración del hombre en su propia salvación que la categoría de sacrificio, por ejemplo, ha llevado a dudar de la misericordia de Dios y de la gratuidad de su salvación. La teoría de la satisfacción de San Anselmo, aunque no lo intente directamente, ha dado pie a imaginar a Dios como una divinidad ofendida y justiciera cuya ira a causa del pecado de los hombres debía ser aplacada con el sacrificio penal de Jesús. No extraña, en consecuencia, que ordinariamente nadie establezca una distinción tajante entre el sacrificio de Cristo y los sacrificios de los aztecas u otros de esta laya, siendo que el sacrificio de Cristo constituye la abolición de los sacrificios religiosos arcaicos y de los sacrificios humanos seculares a que son sometidas generaciones completas en pos del progreso.
Las categorías de la salvación son varias y podrían ser muchas más. Los teólogos del siglo XX han adoptado la categoría de solidaridad para hablar de la sustitución vicaria de Cristo, expresión esta rara a los oídos contemporáneos. La idea de la salvación como comunicación o autocomunicación de Dios en Cristo a la humanidad empalma de lleno con el sentir del hombre moderno, pero tal vez sea demasiado existencial para dialogar con las familias religiosas más tradicionales o las religiones tribales. También se ha recuperado el sentido sacramental de la mediación de Cristo y de la Iglesia, pero este logro permanece válido sólo para los ya cristianos y no para todos. Ante el desafío misionero inclaudicable del cristianismo, nada puede ser más estéril que el apego estrecho a algunos esquemas culturales, términos, actividades o cosas que han mediado la salvación cristiana en el pasado y en algunas sociedades, pero que hoy en vez de revelar el sentido de la salvación cristiana lo ocultan. Si se quiere explicar al mundo de hoy qué significa que Jesucristo es el salvador estamos obligados a rastrear en este mismo mundo la salvación cristiana en los actos y las palabras que mejor la designan, aunque lo hagan sólo aproximadamente. De lo contrario, el paso de los siglos no dejará a la Iglesia otro espacio para proclamar la salvación que el mercado, cada vez más disputado, del esoterismo. En occidente, la pura expresión “salvación” despierta sospechas no sólo de esoterismo sino también de alienación social o psicológica.
Ubicar la creatividad entre las categorías ascendentes de la salvación, de acuerdo a la clasificación de B. Sesboüé, nos ayudará a precavernos de exagerar la importancia de la colaboración humana en la propia salvación. El caso de la teoría anselmiana de la satisfacción ilustra bien el peligro típico de las mediaciones ascendentes. El término creatividad como tal no existe en la Biblia. Pero dice relación estrecha con la libertad de los hijos de Dios, don precioso del cristianismo, y, en última instancia, con el carácter creador del Dios trino.
3.- La libertad de Cristo
La creatividad cristiana hunde sus raíces en la libertad de Cristo. La libertad de Cristo, a su vez, no se reduce a la libertad del Jesús pre-pascual sino que es por excelencia la libertad del Cristo resucitado y, en última instancia, remite a las relaciones intratrinitarias. En este apartado nos abocamos al aspecto estrictamente cristológico, dejando para el siguiente el más propiamente trinitario.
El Misterio Pascual constituye el quicio de la libertad de Cristo, en cuanto cúspide de la historia de la libertad de Jesús y en cuanto principio de la liberación del mundo de todo tipo de esclavitud. La resurrección de Jesús representa el éxito de la creación, hasta entonces amenazada por el fracaso total, y el comienzo, en cuanto a nosotros, del conocimiento de la libertad cristiana que aún está por verificar este triunfo como una nueva creación en todas las criaturas. El éxito de Cristo resucitado revela el deseo de Dios de revertir el curso de la historia humana en la dirección contraria a las esclavitudes del pecado y de la muerte, pero no automáticamente sino mediante el concurso de la propia libertad humana. Desde entonces la Providencia divina abre un espacio a nuestra creatividad, entre el fatalismo histórico que obliga a la resignación y la ilusión desmesurada de los que piensan que el hombre es pura creación de sí mismo. Al margen de la libertad de Cristo la libertad humana carece de sentido y colapsa.
  1. La historia de la libertad de Jesús
La historia de la libertad de Jesús es ardua. Su principio, según aconseja considerar el constantinopolitano III, no ha podido eludir la génesis psicofísica de la libertad de cualquier ser humano. Tomó tiempo en fraguarse en Jesús la capacidad de elegir entre diversas alternativas (libre arbitrio) y su capacidad de elegirse y de aceptar ser elegido para cumplir con sus deseos más profundos (libertad de autodeterminación). Concomitante a esta génesis psicofísica de su libertad, como resultado pero también como supuesto de ella, tomó tiempo el ejercicio de la libertad humana que alcanzó su cúspide en su entrega en la cruz, como su decisión más libre y más querida.
La libertad es el rasgo más típico de la personalidad de Jesús de Nazaret16. Jesús se muestra libre frente a su entorno social, frente a su familia y frente a las castas religiosas. De un modo desafiante, se relaciona con los marginados de su época: publicanos, prostitutas y pobres en general. No tiene miedo a las autoridades políticas, socava su poder. Rechaza a Herodes y es independiente de los celotas. Enseña la Ley como si él mismo fuera el legislador. Cura enfermos y perdona pecados. Su muerte –hasta donde es posible explicarla- fue inevitable: Jesús exasperó el orden religioso, a las autoridades políticas y al mismo pueblo. Su proyecto histórico del reinado de Dios, la interpelación a la creación de un mundo radicalmente distinto reflejado en la fantasía de sus parábolas y en la obligación de definirse ante ellas, no cabía en las categorías tradicionales, pero por otra parte representaba por comparación una crítica de todo régimen opresivo. En su resurrección se revela que Dios aprueba su historia en libertad y que para liberar al hombre Dios no necesita la fuerza, sino que lo consigue por el Espíritu que mueve a la libertad. El perdón de Jesús a sus adversarios es su acto más libre y el más creativo, por cuanto genera una relación que se rige por una lógica absolutamente contraria a la lógica de los malhechores.
La palabra que resume mejor la impresión que Jesús produjo en sus contemporáneos es autoridad, cuya más cercana traducción a nuestra época es libertad. Jesús es un “hombre libre”. ¿Con qué autoridad anuncia el reinado de Dios? Los datos del Nuevo Testamento permiten inferir que con aquella que proviene de su identidad, la de su relación filial con Dios a quien Jesús llama Padre de un modo singular. “En esta lucha por cambiar el sentido de nuestra historia, de forma que no sea ya condescendencia cobarde con el destino, sino creación con riesgo de la propia vida, se revela hijo de Dios”17.
En virtud de la misión escatológica y universal única e irrepetible, Jesús llegó a desplegar su identidad única e irrepetible de Hijo de Dios, aunque esta constituyera el supuesto último de la primera18. La identificación de la persona de Jesús con su misión es tan estrecha que su “papel” en el drama de la humanidad no ha podido ser intercambiado por ningún otro. Sin embargo, es preciso excluir en el Jesús pre-pascual la omnisciencia. La integridad de la humanidad de Jesús exige que Jesús no lo supiera todo desde un comienzo sino que llegara a saberlo con esfuerzo y libremente. Para que su misión fuera meritoria era necesario que la perfección de su conocimiento se adecuara a la kénosis. No es que Jesús haya elucidado sólo progresivamente la conciencia de su mesianismo y de su identidad divina o que en algún momento especial de su vida haya caído en su cuenta. Descartada la visión beatífica o el mero progreso de su autoconciencia, Jesús ha conocido a priori y desde siempre su identidad, aunque haya especificado a posteriori este conocimiento por la comprensión de las Escrituras. Así como Jesús ha gozado de una amplia gama de conocimientos (profético, obedencial, místico) atingentes a su acción salvífica, ha podido también ignorar muchas cosas, el día del juicio entre otras (Mc 13,32).
Según H. U. von Balthasar, así como la conciencia de la identidad soteriológica de Jesús es im-pre-pensable, lo mismo hay que decir de su libertad. Jesús no cumple su misión en virtud de una decisión divina y ajena que él nada más ratifica a lo largo de su existencia, sino que lo hace en virtud de una decisión personal. A este propósito, conviene tener en cuenta lo que sucede de un modo analógico con la inspiración artística: "Nunca un artista es más libre que cuando no tiene (ya) que elegir vacilando entre distintas posibilidades creadoras, sino que está (como) 'poseído' por la verdadera idea que por fin se le ofrece y sigue sus órdenes imperiosas; si su inspiración es auténtica, nunca llevará más claramente su obra un sello tan personal"19. Para captar y dar forma a su misión, Jesús no obedece a ningún poder extraño: “El Espíritu Santo que le inspira es no sólo el Espíritu del Padre (con el que el Hijo es 'uno’) sino también su propio Espíritu. Y si su misión es im-pre-pensable, lo es igualmente respecto a su propio y libre haber-captado-desde-siempre su misión”20. Su misión desde siempre era la suya. No en el sentido que estaba ya lista y prefabricada y que él nada más le tocaba montarla, "sino que era suya en el sentido de que él debía configurarla por sí mismo y con toda su libre responsabilidad e incluso en el sentido de que en un aspecto verdadero debía inventarla"21.
Jesús recibe su misión del Padre por el Espíritu. El no capta su propia voluntad como Dios, sino como la voluntad de su Padre y asimilando la voluntad de su Padre capta su propia identidad de Hijo eterno. Por esto, al no contemplar al Padre en visión beatífica, es que Jesús puede experimentar la tentación. No como desconfianza en su misión o como indiferencia a quererla o no quererla. Es extraña a su libertad la capacidad de pecar. Jesús se mantiene en su misión. Pero debe buscar en libertad las particularidades que la realizan, dándose la posibilidad de considerar la "evitación del 'camino de abajo', de la humillación y del fracaso terreno como un atajo hacia la meta o como algo humanamente digno de ser tenido en cuenta o incluso como algo atrayente"22. El mérito de su obra tiene que ver con su obediencia a su Padre en esta particular situación de tener que evaluar "los valores parciales que se le ofrecen a la luz de la totalidad de su misión, de la voluntad del Padre"23, pero que sólo brillan en el interior de su libre y plena disponibilidad, indicándole seguir siempre el camino más difícil, camino que no le es posible cumplir por anticipado. De este modo Jesús se constituye para nosotros en modelo de paciencia, de esperanza y de fe.
  1. Estructura escatológica de la libertad de Cristo
La libertad de Cristo es por excelencia la libertad del resucitado. Esta supone el camino hasta la Pascua, pero sólo a partir de la Pascua Cristo experimenta en sí mismo la derrota del pecado y la muerte, y sólo desde entonces es posible para nosotros conocer su libertad como triunfo sobre el cosmos hasta doblegar todas las dominaciones y fuerzas del mal. En cierto sentido, la historia de Jesucristo está incompleta mientras su libertad no sea también nuestra libertad, mientras nosotros, alentados por la promesa de la resurrección futura y ungidos por el Espíritu del hombre libre, no nos atrevamos a hacer nuestra propia historia en esperanza y con creatividad. Por el contrario, la libertad de Cristo se frustra con nuestra falta de originalidad, cuando nos domina el fatalismo o cuando preferimos evadirnos de la historia.
El misterio pascual es el quicio de la libertad de Cristo. La libertad del resucitado no se reduce a nuestra experiencia de liberación, pero fuera de nuestra experiencia de la Pascua la libertad de Cristo es inverificable e ininteligible. La misma expresión “libertad de Cristo” implica un feliz doble sentido. Ella alude a la libertad de Jesucristo, pero también a la libertad de los cristianos, dos tipos de sujetos distintos, pero una misma libertad que en el caso de Cristo es propia y alcanzada, y en el caso nuestro recibida y por recibir hasta que Cristo sea todo en todos (cf. 1 Cor 15, 28). La historia está abierta. La creatividad de Dios no se agota en la historia de Jesús, sino que continúa en los cristianos en la medida que éstos median la libertad de Cristo como hijos en el Hijo (Rom cf. 8,21; Gal 4, 4-7). La libertad de Cristo está aún por ser conocida en su capacidad creadora. Si el monofisismo antiguo se prolonga hasta nuestros días haciéndonos creer que la trascendencia de la libertad de Jesucristo se afirma por sobre su historicidad y de la nuestra, si el nestorianismo, por el contrario, nos mueve a pensar que para salvaguardar el carácter histórico de la libertad humana hay que postular su independencia de Dios –dos formas de creer que Dios compite contra la humanidad, supuesto teórico corriente de buena parte del ateísmo contemporáneo-, el misterio de la Encarnación, en cambio, obliga a pensar en una competencia de Dios con la humanidad hasta el final de la historia.
La libertad de Cristo tiene una estructura escatológica. Cristo es la causa eficiente, pero también la causa final de la libertad cristiana y de la esperanza que abre la historia a muchas posibilidades. Recogemos aquí el aporte de Paul Ricoeur24. Ricouer hace suyas las críticas de Moltmann y Buber en contra de las religiones epifánicas. Infiltrada del dinamismo de las religiones epifánicas, la cristología helénica concibe la Encarnación como el principio de la manifestación en lo temporal del ser eterno y eternamente presente, en perjuicio de la idea judeo-cristiana del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, del Dios que viene para todos, del Dios que promete la resurrección para el futuro. La versión griega del Dios de los cristianos, en cambio, naturaliza al Dios de la historia y, al hacer de la resurrección la garantía de la presencia de Dios en el mundo, legitima la historia tal cual y acaba en la idolatría.
Ricoeur piensa la libertad en la clave de la esperanza. Ella “es el sentido de mi existencia a la luz de la resurrección, es decir, reubicada en el movimiento que hemos llamado el futuro de la resurrección de Cristo. En este sentido, una hermenéutica de la libertad religiosa es una interpretación de la libertad conforme a la interpretación de la resurrección en términos de promesa y esperanza”25. Ricoeur despliega “la libertad según la esperanza” en los planos psicológico, ético y político. La libertad remite a una decisión que no se puede reducir al instante actual (existencialismo), sino que, abierta al futuro, se caracteriza como “pasión por lo posible” (Kierkegaard) que, en vez de articularse en una ética del eterno presente, se expresa como imaginación creadora de lo posible. En cuanto el ejercicio de la libertad se orienta por la promesa, antes que por la Ley, la nueva ética puede llamarse ética del “envío”. A diferencia de la ética existencial centrada en la interioridad personal, la ética del “envío” se estructura a partir de las implicaciones comunitarias, políticas y cósmicas de la decisión libre. “Una libertad abierta a la nueva creación está menos centrada en la subjetividad, en la autenticidad personal, que en la justicia social y política; llama a una reconciliación, que exige ella misma inscribirse en la recapitulación de todas las cosas”26.
Por último, la libertad según la esperanza, en cuanto cristológicamente determinada, se cualifica por el “a pesar de…” y el “cuanto más…” (Rom 5, 12-20). La libertad es esperanza contra la muerte, porque ella implica el “cuanto más” de la resurrección. La libertad de Cristo incluye esta lógica del excedente y del exceso que, por una parte es locura de la cruz y, por otra, sabiduría de la resurrección. “Esta sabiduría se expresa en una economía de la sobreabundancia, que es necesario descifrar en la vida cotidiana, en el trabajo y el ocio, en la política y en la historia universal. Ser libre es sentir y saber que se pertenece a esta economía, estar ‘como en casa’ en esta economía”27.
Sin embargo, si el valor de la concepción de la libertad cristiana de Ricouer estriba en subrayar el “todavía no” de la resurrección, se echa de menos la valoración del “ya” de la liberación del pecado y de la muerte. Para los católicos la gracia de la libertad proveniente del Misterio Pascual no es un don meramente futuro y extrínseco, sino uno que nos sana por dentro para hacernos nuevamente cargo de la historia. La concepción escatológica de la libertad de Ricoeur legitima a la creatividad por su capacidad de anticipación imaginativa de lo posible. Pero esta creatividad es huera si sus frutos no son válidos ya en el presente, aunque el juicio último de esta validez quede reservado a la parusía.

4.- Libertad de Dios
Que la creatividad constituya una de las mediaciones de la salvación tiene su fundamento último en Dios mismo, en su libertad. La creatividad cristiana se articula cristológicamente porque, en última instancia, la Trinidad es libertad en el amor y por amor crea libremente el mundo y libremente lo redime. Venimos de un Dios creativo y volvemos creativamente a Dios.
La libertad es una característica distintiva de Dios trino y un don típicamente suyo. En la concepción del Dios absoluto unipersonal del teísmo, Dios parece oponerse a la autonomía humana. Este ha sido el marco de precomprensión de la incomprensión entre la fe y la cultura moderna28. Si este Dios uno es pensado como amor, por otra parte, su relación con el mundo no es libre ni gratuita sino forzosa: la creación resulta ser una conditio sine qua non para que Dios llegue a ser Dios. Esta es la tesis de las teologías de “Dios en proceso”, las que fallan al no reconocer la trascendencia de Dios29. La concepción de Dios trino constituye el supuesto fundamental de la idea de una creación libre, gratuita, no necesaria. Por cierto, Dios no puede no amar a sus criaturas, ellas tampoco son superfluas para Dios, pues Dios es fiel a su creación y no quiere para ella más que su salvación, pero la revelación enseña que Dios no necesita de las criaturas para ser Dios, sino que son ellas las que necesitan a Dios para ser lo que son.
Fuera de la interpretación trinitaria del mundo, von Balthasar recuerda dos falsas visiones del mundo30. La visión atea no concibe el mundo más que como material crudo para la acción humana. Así el mundo no tiene otro valor que el que le da la actividad humana, es decir, un valor inconsistente. Pero también el teísmo acaba en el desprecio del mundo, cuando no reconoce nada valioso fuera del único absoluto.
La afirmación de la trascendencia de Dios frente a su creación constituye derechamente un definición de su valor: la libertad de Dios es la condición de posibilidad del valor y del sentido de toda actividad humana libre y creativa. Las palabras del Génesis lo repiten como letanía: “y vio Dios que era bueno” (Gen 1, 3.10.13.18.21.25.31). El mal no pertenece a Dios, nada tiene que ver con lo que Dios crea, no proviene de él ni por emanación ni por venganza. Su origen es la pretensión humana de desarrollarse al margen de los planes del creador. Por el árbol de la ciencia del bien y del mal, Adán quiso ser creador como Dios, pero independientemente de Dios (cf., Gén 3, 1-24). Caín no soportó que Dios prefiriera las ofrendas de los frutos de Abel y no las suyas. No soportó la libertad de Dios frente a las obras humanas, y mató a su hermano. Pero Dios también fue libre para no castigar a Caín como habría sido “normal” hacerlo, sino que asumió su cuidado (cf. Gén 4, 1-16). Dios se complace con las obras de los hombres, pero no con cualquiera. Detesta las obras humanas no gratuitas, las obras no libres sino interesadas, porque arruinan el motivo que él ha dado a la libertad humana y a su creación. Dios ha entregado a la creatividad del hombre el cultivo de su creación (cf. Gén 2, 19 y 3, 23), pero la creatividad humana fracasa cuando se intenta como autocreación absoluta.
La creación es inherente al misterio de la Trinidad, pero no fuerza a la Trinidad. La creación extrae su realidad de Dios trino, pues está en la Trinidad la posibilidad de crear una realidad no divina, pero consistente. Fuera de la Trinidad no hay creación posible, para la creación la Trinidad es condición absoluta. La creación se ubica en el amor ad extra del amor ad intra entre las personas divinas. En el amor del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, posibilitado por el Espíritu, hay el espacio y la capacidad, y esta capacidad ha sido ejercida, para amar creando y crear amando criaturas que no son divinas pero que fuera de Dios no podrían subsistir. Dios trino es inherente a la creación, aunque no del mismo modo como la creación es inherente a la Trinidad.
Más precisamente, la ubicación de la creación en la Trinidad se cumple cristológicamente. Dice la carta a los Efesios: “Dios nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad” (Ef 1, 4-5). La misma idea la encontramos desarrollada de otro modo en la carta a los Colosenses: “El es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas… todo fue creado por él y para él, él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia” (Col 1, 15-17). Dios crea por Cristo, en orden a Cristo. Todo subsiste en Cristo. Cristo tiene la primacía en la creación, pero también en la redención: “El es también la Cabeza del Cuerpo, de la Iglesia: El es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que sea él el primero en todo, pues Dios tuvo a bien hacer residir en él toda la plenitud, y reconciliar por él y para él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, lo que hay en la tierra y en los cielos” (Col 1, 18-20). La meta de Dios al crear es Cristo y la Iglesia. La creación es vista como don de Dios que comienza en Cristo y se completa en Cristo por su resurrección de entre los muertos, y en su Iglesia, como obra de reconciliación de todo el universo con Dios.
De un modo aún más exacto, este plan de Dios para la creación se verifica a partir de la Encarnación. Si la creación es obra de la Palabra y subsiste en virtud de la Palabra (cf. Jn 1, 3), todo estaba ordenado por Dios a su suprema autocomunicación en Jesucristo (cf., Ef 1, 4-5), mediante el cual alcanzamos la plenitud de la gracia y de la verdad (cf. Jn 1, 17), lo que se cumplió una vez que “la Palabra se hizo carne” (Jn 1, 14). Fuera de la Encarnación no sabríamos bien quién es Dios ni tampoco qué es exactamente el mundo. Sabemos que Dios es trino porque hemos conocido al Hijo y el Hijo, por el Espíritu, nos ha revelado al Padre. Pero también el sentido de la creación se revela en la Encarnación. Según Rahner, la Encarnación es la meta y la condición de posibilidad de la creación, pero no al revés31. Sólo Jesucristo es la autocomunicación plena del Padre en el espacio y en el tiempo (cf. Jn 14, 9). Para Rahner la creación es manifestación menor de Dios. Ella no puede manifestar perfectamente a Dios porque no existe identidad entre el creador y la criatura. Si en la Encarnación la identidad de Cristo con Dios es perfecta, esta explica la creación y no viceversa.
En virtud de la Encarnación hemos llegado a saber que la resurrección constituye la verdad última de la creación. El modo de ser hombre de Jesús resucitado rectifica hondamente la distorsión de la creación introducida por Adán, el hombre terreno (cf., 1 Cor 15, 45-49). La resurrección no anula, sino que restituye al máximo grado el encargo divino hecho a Adán de cultivar la tierra y ser señor de ella. Jesús el Señor comparte su señorío con los cristianos (cf. 1 Co 3, 18-23). En su muerte ha tenido lugar la cancelación del modo adamítico de ser hombre, el del hombre autosuficiente, en tanto Cristo “no retuvo ávidamente el ser igual a Dios” sino que humillándose ha llegado a ser Señor “en los cielos, en la tierra y en los abismos” (cf., Fil 2, 6-11). En la perspectiva cristiana la libertad no es una magnitud neutra, pues “así como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos” (Ro 5, 19).
Desde entonces, la determinación cristológica del ejercicio de la libertad significa que el hombre no puede hacer consigo mismo a su antojo. No de cualquier manera el hombre es causa sui. Jesús, el hombre pro nobis , y no Adán, es la única manera de ser hombre en plenitud y el único modelo de humanidad auténtica (cf., 1 Co 15, 49). Si Caín mató a su hermano, Jesucristo el Hijo de Dios crea una nueva hermandad al compartir con nosotros su filiación trascendente para que nos amemos unos a otros como hijos de un mismo Padre (1 Jn 3, 1-14). Desde entonces el pecado consiste en no reconocer a Jesús como el Hijo ni a los demás como hermanos (1 Jn 3, 14-4, 21). Dios es amor (1 Jn 4, 8). El amor de Dios es el fundamento último de la nueva actividad humana destinada a crear un orden fraterno en Cristo.
La conducción de la historia de Cristo resucitado hasta su fin lo llamamos Providencia, así como hablamos de “destino” para referirnos a la elección de sus criaturas para ser hijos en el Hijo (cf., Ef 1, 3-6; Rom 8, 14-17). Destinado el hombre a reproducir la imagen del Hijo, no es por ello menos libre sino más libre. La Providencia no exime al hombre de inventar un mundo mejor, sino que desafía a su creatividad a hacerlo y lo hace por el Espíritu. Libertad humana y Providencia divina no se excluyen, sino que se requieren recíproca y necesariamente hasta el final de la historia. La Trinidad se ha involucrado en la creación. Entre la Trinidad y la creación tiene lugar una relación perijorética y dinámica. El gemido de la creación con dolores de parto por “la gloriosa manifestación de los hijos de Dios” (Rom 8, 19-20), es también el gemido del Espíritu que intercede por nosotros y viene en ayuda de nuestra flaqueza (cf. Rom 8, 26). Los fracasos históricos, todo el mal del mundo no desmiente el triunfo del Cristo cósmico por hacer de este mundo el reino de Dios, “porque nuestra salvación es en esperanza” (Rom 8, 24).

5.- Creatividad cristiana
La creatividad cristiana depende de la libertad de Cristo. Al provenir del Misterio Pascual, la creatividad cristiana supera la tendencia a la desilusión histórica, pero también la ilusión moderna de la autocreación. Los cristianos sueñan y se ponen a la obra de un mundo que es radicalmente nuevo en cuanto anticipan el don del reinado escatológico de Dios.
  1. Liberación de la praxis cristiana
Ha sido mérito de la teología de la liberación destacar la necesidad de la participación de los cristianos en su propia liberación. La liberación constituye una acción de Dios que se verifica como salvación histórica, es decir, como acción que implica activa y libremente a los sujetos que son rescatados de la opresión. La teología de la liberación ha hecho prevalecer esta tesis en un contexto social y eclesial en el cual la fe cristiana ha movido a la resignación ante el sufrimiento y la injusticia. En este contexto la fe cristiana ha sido acusada, además, de haber sancionando ideológicamente un dominación secular del continente -puesto que el cristianismo ha sido la religión implantada por los conquistadores-, aprovechando a este propósito el fatalismo originario de los aborígenes.
En cuanto depende de Cristo, Jon Sobrino piensa que la experiencia religiosa latinoamericana se ha caracterizado por una devoción popular centrada en la cruz y por una disociación del Cristo de la fe respecto de Jesús de Nazaret obrada por la evangelización oficial32. Por una parte, en el Cristo sufriente los indígenas vencidos “se reconocieron y de él aprendieron paciencia y resignación para poder sobrevivir con un mínimo de sentido en la cruz que les fue impuesta”33. Por otra, las imágenes de Cristo resultante de la predicación de un “Cristo sin Jesús” han sido todas alienantes. Entre estas, la de un Cristo “abstracto”: un Cristo sublime que poco tiene que ver con el Jesús de los Evangelios; el “Cristo-amor” que inspira beneficencia, pero olvida su amor a la justicia y su parcialidad con los pobres; “el Cristo-poder” como de quien se impone de arriba hacia abajo, sin la humildad y el servicio de Jesús. También la de un Cristo “reconciliador” , símbolo de la reconciliación trascendente de Dios, pero al que se sustrae su fuerza profética y escatológica, su predicación de bienaventuranzas a los pobres y su oposición los ricos, cuya cruz pareciera no obedecer a razones históricas ni tener nada que ver con los actuales pueblos oprimidos. En fin, la de un Cristo “absolutamente absoluto” que no hace referencia al reino de Dios ni al Dios del reino, un Cristo que no es mediador. Todo esto explica que "siglos de fe en Cristo no han sido capaces de enfrentar la miseria de la realidad y ni siquiera de sospechar que algo hay de escandaloso en la coexistencia de injusta miseria y fe cristiana en el continente"34.
Sobrino celebra, por todo lo anterior, que en los últimos años ha tenido lugar en América latina un “hecho cristológico mayor”: “el tradicional Cristo sufriente ha sido visto no ya sólo como símbolo de sufrimiento con el cual poder identificarse, sino también y específicamente como símbolo de protesta contra su sufrimiento, y, sobre todo, como símbolo de liberación”35. Esto ha sido posible mediante la predicación y el seguimiento del Jesús de Nazaret de los Evangelios. Sobrino, en contra de las imágenes tradicionales de Cristo, promueve la nueva imagen de Cristo liberador. Esta nueva fe en Cristo se nutre de la buena nueva anunciada por Jesús a los pobres, corresponde a una nueva forma de vivir la fe en Cristo consistente en “seguimiento de Jesús” y, por último, “ese Cristo y esa fe son también conflictivos. Jesús está en favor de unos, los oprimidos, y en contra de otros, los opresores”36. Para Sobrino, la praxis cristiana se caracteriza por ser conflictiva.
Aun cuando el análisis que Sobrino hace de la fe en Cristo ofrezca varios interrogantes37, es preciso reconocer que su cristología representa muy bien los intentos de la teología de la liberación por liberar a la praxis cristiana de las trabas teológicas/ideológicas que todavía impiden a los cristianos latinoamericanos luchar por un mundo más justo.
La articulación de la cristología a partir de la historia de Jesús, que además postula que el conocimiento de Cristo proviene de su seguimiento, representa, sin embargo, una dificultad que debe ser enmendada. Ante todo, corresponde distinguir la praxis del Jesús pre-pascual y la praxis de los cristianos. No son lo mismo, primero, porque la libertad del Jesús pre-pascual y la del Cristo resucitado son distintas y, segundo, porque la libertad de los cristianos proviene de la Pascua aunque tenga por modelo al Jesús pre-pascual. Por esta razón el seguimiento de Cristo no es reductible a la imitación de Jesús de Nazaret. La praxis cristiana se inspira en la praxis histórica de Jesús de Nazaret, pero extrae su posibilidad, en última instancia, del hecho escatológico de la muerte y resurrección de Cristo por medio del cual Dios sana en su raíz la praxis histórica. Fuera de este evento escatológico, el mero seguimiento de Jesús fácilmente desemboca en praxis de autojustificación. Fuera de este evento escatológico el carácter conflictivo del seguimiento de Cristo puede perpetuarse indefinidamente en el tiempo.
Si la teología de la liberación ha podido liberar a la praxis cristiana del fatalismo y la resignación, lo ha hecho al menos rozando el peligro contrario. Sobre el peligro de una praxis cristiana autojustificante, cabe detenerse en la última obra de Antonio González, Teología de la praxis evangélica38. González rompe con la teología de la liberación allí donde esta “no prestó suficiente atención a las estructuras últimas del pecado, y por eso mismo tampoco pudo responder con radicalidad a las formas sociales e históricas del mismo”39. Pero González recupera la centralidad de la praxis y la opción por los pobres, tópicos distintivos de la teología de la liberación, para estructurar con ellos una teología todavía más radical.
Para Antonio González la justificación es absolutamente necesaria a toda praxis, trátese de la justicia de las actividades concretas elegidas como de la justificación del hecho de tener que ser justas todas y cada una de ellas, sea ésta una justificación religiosa o una justificación ilustrada. La justificación religiosa nos dice, en breve, que una determinada praxis “merece la pena”, a pesar de las penurias de la vida y de la muerte ineludible, incluso si en lo inmediato se salga perdiendo. Este planteamiento justificador, A. González lo llama “esquema de la ley”, porque él establece una correspondencia entre nuestras acciones y sus resultados. Dios u otros poderes aseguran que esta ley se cumple. “El esquema de la ley garantiza que, finalmente, al justo le irá bien, mientras que al injusto, en último término, le irá mal”40. La Ilustración, que en cierto sentido “se propuso eliminar el esquema de la ley para volver a una simple justificación racional y ética de nuestra praxis”, tampoco logra zafarse de él, pues la Ilustración no puede evitar “renunciar a una justificación de nuestra acción en virtud de sus resultados”41. También la Ilustración recurre a Dios o a la Razón como garantes de la correspondencia de nuestras acciones con resultados que las premian o castigan. Tanto en un sistema como en otro, el rico aparece como justo y el pobre evidencia culpabilidad. El “esquema de la ley” es universal.
Sin embargo, en la religión de Israel, aunque en ella persista el esquema de la ley bajo diversas modalidades de retribución y de castigo, despunta el principio de la justificación gratuita por la fe. Si el garante del esquema de la ley ama a los pobres y perdona los pecados de su pueblo, Dios puede ser causa de un orden de mundo radicalmente alternativo. Pero el esquema de la ley sólo es abolido por Jesucristo: “Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados” (2 Co 5, 19)42. Si es Dios mismo el que ha colgado del madero, si Dios ha padecido la maldición de la ley, si el que debía comportarse como garante del esquema de la ley es un Dios crucificado, el esquema de la ley no justifica a nadie sino que constituye precisamente la causa de perdición de la que Dios en Cristo ha querido liberarnos. Desde entonces, “ante la cruz de Cristo tenemos que optar. Si optamos por el esquema de la ley, estamos declarando a Cristo maldito y estamos haciendo inútil lo sucedido en la cruz (Gal 3, 1-4; 4, 9-11). Pero si Dios estaba en Cristo, algo nuevo ha sucedido, declarando inútil la justificación por la ley y abriendo para todos un nuevo camino de justificación”43. Desde entonces, los que el esquema de la ley mandaba despreciar, las víctimas y los pecadores, son respectivamente rehabilitados y perdonados; lo que exige de los cristianos hacia ellos un trato exactamente contrario al que el esquema de la ley les daba. La nueva praxis no tiene por objeto ganarse el favor de Dios. Sólo “una vez que estamos libres del pecado fundamental de la humanidad, somos capaces de una recompensa (2 Co 8,1-2; 9, 11)”44. Si perdonamos, perdonamos con el perdón con que Dios nos ha perdonado. “Liberados del esquema de la ley, la retribución y la venganza ya no son la lógica interna de nuestra praxis”45. Antonio González remata estas ideas con una crítica velada a los esfuerzos liberacionistas latinoamericanos: “sin personas internamente liberadas del esquema de la ley, son posibles muchos proyectos sociales y políticos, pero no es posible una auténtica reconciliación de la humanidad”46.
Según A. González, la liberación del esquema de la ley ocurrida en la muerte y la resurrección de Cristo alcanza a nuestra praxis mediante la fe. El carácter paulino del planteamiento de A. González es evidente. “La afirmación central del cristianismo a este respecto consiste en sostener que la justificación por la fe ha sustituido a la justificación por el esquema de la ley”47. Pero la fe no es en ningún caso merecimiento nuestro. “La justificación es algo que sucede extra nos, en la muerte y resurrección de Jesucristo”48. La fe de Cristo precede nuestra fe y la hace posible: “los creyentes en Cristo reciben por su fe la justificación que proviene de la fe de Cristo (Gal 2,16)”49. La nueva praxis es obra del Espíritu. El Espíritu nos hace participar en la relación de Jesús con su Padre. “Por el Espíritu, somos unidos a Cristo, y nuestra praxis va adquiriendo el mismo principio orientador que la praxis misma de Cristo”50. En última instancia, la praxis que proviene de la fe se verifica en el amor, pero no en cualquier amor, sino en aquel que constituye una “auténtica entrega gratuita (agápe)”51. Así, la fe significa por sí misma, “y no como una consecuencia ética posterior, una profunda alteración de todas aquellas instituciones económicas, sociales, políticas y religiosas que se fundan en el esquema de la ley”52. A fin de cuentas es el amor, y no la mera libertad de elección o la capacidad de autodeterminación, lo que cualifica a la libertad de los que han sido hechos hijos de Dios gracias a Jesucristo (Gal 2, 4; 5,1). “Los cristianos han sido liberados para amar”53.
En resumen, no basta con deducir el concepto de libertad cristiana de una cristología centrada en el seguimiento del Jesús pre-pascual, en vistas a superar una experiencia cristiana alienante. Si la experiencia de libertad cristiana no proviene de la fe en Cristo muerto y resucitado, si la praxis cristiana no es sanada en su raíz de su orientación a la justificación, el seguimiento de Jesús de Nazaret puede abrigar la ilusión de cambiar la historia en términos muy semejantes a como la libertad moderna inútilmente pretende crear las condiciones de su propia posibilidad, o recaer en la perpetuación de un conflicto que no tiene salida humana. En la obra de Antonio González, sin embargo, echamos de menos un despliegue mayor de la articulación racional de ese amor gratuito que pone en práctica la fe en la justificación obrada por Dios. En este libro descata una de las mediaciones descendentes de la salvación, la de la justificación, pero la salvación cristiana se verifica en varias otras categorías y ninguna puede hacerlo con perjuicio del aspecto ascendente.
  1. La libertad como creatividad
Lo que ha dado origen a este trabajo es la pregunta por la posibilidad de la inculturación del Evangelio en América latina, un continente que, bajo el influjo de la modernidad, experimenta una transformación histórica profunda y decisiva. Al efecto, nos ha parecido necesario probar que la creatividad cristiana es una mediación de la salvación escatológica con el propósito de empalmar, de un modo crítico, el empeño del sujeto latinoamericano por ser protagonista de su historia con la creatividad de la modernidad. A continuación formulamos algunas conclusiones principales, atando los cabos sueltos de los desarrollos anteriores.
  1. Posibilidad de integración de la modernidad en América Latina
En América latina, dado su origen y trayecto histórico, se ha pensado el futuro en términos de liberación. La teología de la liberación, como teología de la historia que es, ha postulado que la salvación escatológica para ser tal debe verificarse en la historia del continente como liberación de los grandes males de la pobreza y la opresión. Que éstos sean los males objeto de la liberación que se espera, no cabe duda que lo son. Su raíz remota es el pecado personal. Sin embargo, en América latina no ha habido claridad sobre el modo de la liberación principalmente porque no hay claridad sobre si la modernidad, causa próxima de aquellos males pero paradójicamente también condición de su superación, constituye o no una cultura integrable a la identidad latinoamericana.
La integración de la modernidad a la identidad latinoamericana se presenta, por cierto, como un asunto complejo. En primer lugar, a causa de la enorme pluralidad de esta identidad. Pero también porque entre nosotros la modernidad ha penetrado ya desde antiguo algunas sociedades, reproduciendo en ellas sus dinamismos de explotación y de exclusión tanto como favoreciendo a estas mismas sociedades con los beneficios de un progreso del cual no es posible prescindir sin arriesgar gravemente el futuro. América latina es requerida desde fuera, desde una modernidad en proceso de globalización, pero también desde dentro, en razón de sus propias necesidades históricas, a tomar una postura protagónica ante su futuro. En este sentido la categoría de "liberación" como mediación de la salvación escatológica queda corta para expresar la necesidad de fondo que nos urge. Sin perjuicio de la necesidad auténtica de liberación que persiste y a veces se agudiza en el continente, creemos que la salvación cristiana debe ser mediada sobre todo por la "creatividad", por la invención (aunque no ex nihilo, como lo intentó Sendero Luminoso o lo pretende hoy el neoliberalismo) de las alternativas posibles. Sólo así, imaginamos, el sujeto latinoamericano podrá ejercer a cabalidad su vocación a ser verdaderamente agente de su historia.
Mencionamos aquí un asunto complicado. ¿Qué da sustento racional a las propuestas de cambio social de la teología de la liberación? ¿Se basta la teología a sí misma para establecer que la sociedad debe cambiar en ésta o aquélla dirección? ¿Es inherente a una tal teología de la historia integrar como mediación indispensable el aporte de las ciencias para respaldar las propuestas de esos cambios? Si se afirma que la mediación de las ciencias sociales es inherente a la teología de la liberación, se afirma en consecuencia que la modernidad es parte de la solución del problema. Si, por el contrario, se excluye la mediación socio-analítica como soporte racional de las propuestas de cambio social de la teología, no podrá descartarse a priori que la modernidad sea integrable en América Latina, pues se trataría de un asunto que supera su competencia.
Sin embargo, aun en el caso que la mediación moderna científica y técnica no sea inherente a la teología en su empeño de una sociedad alternativa, la teología puede sugerir un enlace con ella. Y a nuestro parecer debe hacerlo, de modo que la praxis humana que hace la historia se articule bajo el influjo de la fe, en vez de hacerlo con prescindencia de la fe.
  1. Asimilación crítica de la modernidad
La perspectiva teológica no impide, antes bien obliga a la comunicación entre los pueblos y las culturas. Si la fe en Dios Redentor suscita la capacidad de escandalizarse ante el sufrimiento injusto de millones de latinoamericanos, la fe en Dios Creador exige descubrir en la modernidad valores que remontan a Él mismo para bien de la humanidad en su conjunto. La fe en Dios en América Latina no debiera impulsar un corte con la modernidad, sino una apertura a la modernidad, de modo de aprovechar lo que la libertad y la creatividad modernas aportan al sujeto latinoamericano a quien Dios también ha puesto a la cabeza del mundo como otro creador. Pero, ¿puede el sujeto latinoamericano asumir la praxis moderna sin más? ¿Cómo podría este sujeto, para ser verdadero protagonista de su historia y no más víctima suya, emprender una praxis moderna y al mismo tiempo esquivar sus aberraciones? El empalme con la modernidad no puede ser fácil, no puede sino ser crítico.
La fe cristiana ofrece a todo sujeto histórico la posibilidad de engastar su libertad en la libertad escatológica de Cristo, de modo que su praxis extraiga del Hijo encarnado, Jesús muerto y resucitado, tanto su razón de esperanza trascendente como la liberación del pecado que la extravía. Si la praxis creativa del sujeto moderno se justifica como una actividad incesante en pro de un progreso lineal e ilimitado, la praxis cristiana, en cambio, verifica la originalidad de Cristo mediante la inauguración de una sociedad gratuita y alternativa en la que "los primeros son los últimos y los últimos los primeros". Advertimos que se trata de dos praxis que responden a dos lógicas distintas, pero no necesaria sino circunstancialmente opuestas. Discernido el factor que impide el empalme de una y otra, creemos que es posible la inclusión de una en la otra.
En cuanto la lógica de la razón coincide con el "esquema de la ley" no hay inclusión posible de la modernidad en la praxis cristiana en general. Sin embargo, a la praxis moderna subyace un aspecto de racionalidad creada por Dios que no puede descartarse de raíz en nombre de su desviación pecaminosa. A saber, la obligación que Dios ha compartido con el hombre de encargarse racionalmente y en justicia de la historia y del mundo. En este sentido, la lógica de la fe y la lógica de toda razón son contrarias a propósito del pecado, pero su heterogeneidad de naturalezas remite a una unidad de principio que obliga a una articulación dinámica y virtuosa. Más precisamente, para alcanzar la plenitud de su despliegue la praxis racional ha de articularse críticamente con la lógica de la fe. Pues, la lógica de la fe, lógica de gratuidad, lógica de Dios a favor de los impotentes se opone a la lógica de la autocreación o autoconstrucción de los que aparentemente no necesitan a Dios para abrirse paso en la vida; pero para manifestarse históricamente la lógica de la fe requiere de la racionalidad humana en cuanto tal.
Para ser racional, la praxis cristiana latinoamericana no puede sino dejarse guiar interiormente por las exigencias universales de la razón humana, entre las cuales prima el cultivo de las ciencias y la búsqueda de la justicia entre las naciones. Pero, además, por extraer de la fe su razón de ser última, la praxis cristiana incluye una lucha por erradicar la injusticia que no es irracional sino sensata, si dirigida en contra de la autonomía excluyente de la racionalidad moderna, se rige ulteriormente por el don y la tarea de la reconciliación escatológica. La praxis de seguimiento de Cristo en América Latina, un continente que padece la expansión de la sociedad moderna occidental, no ha de ser conflictiva porque rechaza los resultados de la racionalidad moderna sin distinción, sino en la medida que esta racionalidad sea la racionalidad de las potencias que en vez de procurar la paz mediante la creación de un mundo igualitario y pacífico, oprime y descarta a los impotentes.
  1. Configuración latinoamericana de la modernidad
La fe cristiana estimula en América Latina una actitud y una praxis protagónica que, sin embargo, no se agota en la receptividad crítica de la modernidad, sino que también exige de sus sujetos transformar, humanizar y configurar la modernidad de acuerdo a la originalidad cultural de cada pueblo y las nuevas inspiraciones del Espíritu. La historia está abierta. Las culturas están abiertas. La modernidad es asumible, corregible y perfectible. ¿Por qué no creer que la fe cristiana impulsa el surgimiento de una modernidad latinoamericana? ¿Cómo no imaginar que toda la inventiva y fantasía ya presentes y actuantes en la pluralidad de culturas latinoamericanas no puedan moldear nuevas formas de democracia y economías modernas pero más igualitarias?
La fe cristiana reclama una creatividad de largo aliento porque se orienta por la "imposibilidad" del Reino, es decir, por un Reino cuya originalidad sólo es posible como un don escatológico. La praxis cristiana verifica una esperanza que es lucha histórica contra la muerte y anticipación de una vida tan plena que no hay imágenes suficientes para contarla. Las dos lógicas arriba descritas debieran articularse en una praxis no sólo conflictiva, sino también constructiva. Tal articulación puede operar por la inclusión crítica de la lógica de la fe, que avanza "desde el futuro hacia el presente", en la lógica de la razón, que en el caso particular de la razón moderna avanza "desde el presente hacia el futuro"54, todo en favor de la creación de un mundo alternativo.
En última instancia, llegado el momento de elegir las mediaciones racionales de la praxis se presentan entre nosotros dos vías no excluyentes entre sí, aunque una parezca más evangélica que la otra. No es posible descartar la racionalidad de la vía "desde arriba", cuya imagen más nítida es la del Estado y del poder, aunque en este caso la exigencia de discernimiento sea tan necesaria como distinguir el mesianismo cristiano de las expectativas mesiánicas corrientes anteriores y posteriores a Cristo. La edificación de una sociedad alternativa que articule la identidad latinoamericana con la cultura moderna requiere de la vía "desde arriba", tal como toda sociedad humana necesita de la organización racional del poder por medio de la investidura de autoridades y de la formulación de leyes que procuren el bien común que la sociedad humana aspira conseguir. La política está llamada a ser una forma no menor de la caridad. Sin embargo, en la historia del cristianismo hemos conocido una versión "desde abajo" de la praxis humana, a saber, la de las relaciones interpersonales y la de las pequeñas comunidades que no imperan la convivencia humana por la fuerza sino que la tejen mediante la caridad espontánea y la solidaridad que nos urge a encargarnos unos de otros. Esta vía es superior a la anterior, no porque la primera no tenga nada que ver con Cristo, puesto que el Cristo cósmico otorga razón de ser a la organización política de cualquier sociedad humana; tampoco porque la vía "desde arriba" a menudo desvía su objetivo en perjuicio de los pobres, puesto que también en las pequeñas comunidades se reproducen las prácticas del abuso del poder; sino porque la creatividad buscada en América Latina, una creatividad auténticamente liberadora, si ha de hallarse en algún lugar mejor que en otro, ese lugar será donde se cuente con la creatividad de los mismos pobres, donde sean ellos los sujetos auténticos de su propia historia.

Jorge Costadoat S.J.

1Aunque en sentido estricto no sean asimilables, para facilitar las cosas opto en este artículo por implicar la razón moderna en el concepto de libertad. La creatividad es evidentemente no sólo característica de la libertad moderna sino también de la razón.

2Paul Ricoeur “Liberté”, en Encyclopaedia Universalis. IX. Paris: Encyclopaedia Universalis France, 1971, p. 984ss.

3Xavier Zubiri Sobre el hombre, Madrid, 1986, p. 592.
4Jorge Larraín Modernidad, razón e identidad en América Latina, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1996, pp. 14 y 247.
5Op. cit., pp. 131ss.
6Op. cit., p. 149.
7Op. cit., p. 224.
8Op. cit., p. 224.
9Op. cit., p. 224.
10Op. cit., p. 14, 234-235.
11Cf., Congregación para la Doctrina de la Fe Instrucción sobre libertad cristiana y liberación, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano, 1986, nº 5.
12Juan Luis Segundo Nuestra idea de Dios, en la colección Teología Abierta (tomo II), Cristiandad, Madrid, 1983, pp. 22 y 69. 22 y 69.
13Cf., Gustavo Gutiérrez “Teología desde el reverso de la historia”, en La fuerza histórica de los pobres, Sígueme, Salamanca, 1982.
14J. Comblin no sólo rechaza la inculturación en la sociedad posmoderna, sociedad funcional a la actual fase del capitalismo mundial, sino también a lo largo de toda la historia de la Iglesia. No se entiende, sin embargo, cómo hacia el final de una obra reciente promueve la política como una tarea esencial a la libertad cristiana (Vocación a la libertad, San Pablo, Madrid, 1999).
15Cf., Bernard Sesboüé, Jesucristo el único mediador, Tomos I y II, Secretariado Trinitario, Salamanca, 1988.
16Cf., Chritian Duquoc, Jesús, hombre libre, Ed. Sígueme, Salamanca, 1992, p. 36.
17Op. cit., p. 118.
18H. U. von Balthasar, “La misión como criterio del conocimiento y de la libertad de Jesús”, Teodramática 3, Ediciones Encuentro, Madrid, 1993, pp. 180-189. 180-189.
19Op. cit., p. 186.
20Op. cit., p. 186.
21Op. cit., p. 186.
22Op. cit., p. 188.
23Op. cit., p. 188.
24Paul Ricoeur Política, sociedad e historicidad, Editorial Docencia, Buenos Aires, 1986, pp. 193-214.
25Op. cit., pp. 196-197.
26Op. cit., pp. 199.
27Op. cit., p. 200.
28Walter Kasper, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca, 1990, p. 331-356.
29John O’Donnell, The Mystery of the Triune God, Heythrop Monographs, 1988, p. 168.
30Hans Urs von Balthasar, Theodramatik II, 1, Einsiedeln: Johannes, 1978, p. 262.
31Karl Rahner Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona, 1979, p. 265-266.
32Jon Sobrino, Jesucristo Liberador, Ed. Trotta, Madrid, 1991, pp. 25-33.
33Op. cit, p. 26.
34Op. cit. p. 33.
35Op. cit. p. 26.
36Op. cit. p. 27.
37Hay otros análisis de la fe en Cristo en América latina que en vez de plantear una ruptura con la fe popular proponen injertar el anuncio de Jesucristo liberador en la tradicional fe en Cristo Salvador (J.C. Scannone, Evangelización, cultura y teología, Ed. Guadalupe, Buenos Aires, 1990, pp. 237-239).
38Antonio González, Teología de la praxis evangélica. Ensayo de una teología fundamental, Sal Terrae, Santander, 1999.
39Op. cit., p. 13.
40Op. cit., p. 140.
41Op. cit., p. 167.
42Cf., op. cit., p. 278-279.
43Op. cit., p. 284.
44Op. cit., p. 310
45Op. cit., p. 310.
46Op. cit., p. 310.
47Op. cit., p. 328.
48Op. cit., p. 340.
49Op. cit., p. 340.
50Op. cit., p. 351.
51Op. cit., p. 354.
52Op. cit., p. 357.
53Op. cit., p. 372.
54Cf. Jürgen Moltman, Cristo para nosotros hoy, Madrid, Trotta, 1997, 75-89.

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