martes, 2 de junio de 2015

El concilio Vaticano II

Punto de llegada o de partida

El concilio Vaticano II significó un punto de referencia para los creyentes católicos inmersos en un mundo que evolucionaba vertiginosamente hacia un modo de vivir ajeno a la religión.
El papa Juan XXIII inauguró el concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962, con asistencia de 2 860 padres conciliares procedentes de 141 países. Estuvieron también presentes 101 representantes de otras Iglesias no católicas en calidad de observadores.
En la etapa preparatoria se habían enviado consultas al episcopado solicitando su opinión sobre los temas que se deberían estudiar. Se recibieron cerca de 2 000 sugerencias, que varias comisiones romanas se encargaron de agrupar por materias y de organizar en esquemas que luego serían sometidos al examen de los padres conciliares.
Ya desde el primer momento se percibieron entre los asistentes dos corrientes enfrentadas: la de los adictos a las doctrinas y actitudes tradicionales, dispuestos a secundar las posiciones de la curia romana, y la de los renovadores, deseosos de buscar soluciones nuevas para los nuevos problemas. El primer asalto concluyó con la victoria de estos últimos, que rechazaron un esquema presentado desde el punto de vista de la curia. El episodio revelaba claramente que los padres conciliares no se limitarían a otorgar su asentimiento a los documentos que les fueran presentando. Se anunciaban vivas discusiones. Por lo demás, no hacía sino repetirse la situación vivida ya en todos los concilios anteriores.

Desarrollo del concilio

Las deliberaciones se desarrollaron a lo largo de cuatro etapas. La primera discurrió desde el 11 de octubre al 8 de diciembre de 1962. El 3 de junio de 1963 fallecía Juan XXIII, lo que implicaba la suspensión del concilio. Fue convocado nuevamente por su sucesor, Pablo VI. La segunda etapa se desarrolló desde el 29 de septiembre al 4 de diciembre de 1963. La tercera, del 14 de septiembre al 21 de noviembre de 1964. La cuarta y última, desde el 14 de septiembre al 8 de diciembre de 1965.

Doctrina conciliar

Los padres conciliares -todos los obispos de la Iglesia católica de todo el mundo- aprobaron tres constituciones dogmáticas, es decir, documentos en los que el elemento predominante es el doctrinal: sobre la sagrada liturgia (5 de diciembre de 1963), sobre la Iglesia (21 de noviembre de 1964), sobre la divina revelación (18 de noviembre de 1965) y una constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual (7 de diciembre de 1965).
Se aprobaron también nueve decretos, más orientados a cuestiones y soluciones prácticas, sobre el ministerio pastoral de los obispos, el ministerio y vida de los presbíteros, la formación sacerdotal, la adecuada renovación de la vida religiosa, el apostolado de los seglares, las Iglesias orientales católicas, la actividad misionera de la Iglesia, el ecumenismo y los medios de comunicación social.
Hubo, finalmente, tres declaraciones que enunciaban los puntos de vista y la actitud de la Iglesia sobre la libertad religiosa, la educación cristiana de la juventud y las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.
A pesar de la expectación que los temas del celibato sacerdotal y del acceso de las mujeres al sacerdocio suscitaban en amplios sectores de la opinión pública, no se abordaron en el concilio por indicación expresa de los dos papas que lo presidieron.
Al convocar el concilio, Juan XXIII se había propuesto como meta poner al día (aggiornare) la Iglesia. Finalizada la gran asamblea, el papa Pablo VI declaraba que se había impuesto una "nueva psicología en la Iglesia". Se había alcanzado el objetivo.

La "nueva" teología del concilio Vaticano II

El concilio Vaticano II no se limitó a repetir las antiguas enseñanzas. Tampoco demolió el viejo edificio doctrinal para alzar sobre sus ruinas otro nuevo. Una vez más, como había acontecido ya muchas veces en la historia de la Iglesia, se intentó dar respuesta, desde los postulados irrenunciables de la fe, a los nuevos problemas, adecuar las verdades inmutables del cristianismo a la sensibilidad y las necesidades de los nuevos tiempos.
Hubo un aspecto en que estuvieron de acuerdo, ya de entrada, todos los asistentes: se renunciaba al antiguo esquema de formular verdades dogmáticas y, a continuación, lanzar el anatema contra quienes no las aceptaran. No habría condenas ni excomuniones. Se buscaría una exposición de los temas en clave positiva. Emergía ya aquí una señal de los nuevos tiempos.
De las innumerables enseñanzas aportadas en los 16 documentos conciliares pueden reseñarse como más novedosas (por ser también las más conflictivas) las siguientes:

Naturaleza y misión de la Iglesia

De la Iglesia se han dado en la Escritura, el magisterio y la teología numerosas definiciones. De acuerdo con su significación hebrea (qahal) y griega (ekklesía), la Iglesia es, en el sentido activo de los términos, una convocatoria, una llamada dirigida a todos los hombres para que acepten el Evangelio. En sentido pasivo, indica la reunión de cuantos aceptan esta llamada. Es también el cuerpo (místico) y la esposa de Cristo, el templo del Espíritu Santo, el pueblo de Dios de la nueva alianza, la comunidad de todos los bautizados, el conjunto de cuantos confiesan a Jesucristo, el reino (imperfecto) de Dios en la Tierra, la madre y maestra de los fieles. El concilio hizo suyas todas estas definiciones y amplió algunas de ellas. Pero añadió también una nueva, de gran calado teológico y sociológico: la Iglesia es "como un sacramento, una señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad del género humano" (Constitución sobre la Iglesia, n.º 1).
En cuanto sacramento, la Iglesia es, a través de todas sus actividades, el instrumento visible de la salvación invisible. Es la manifestación concreta y la realización histórica del designio salvífico de Dios llevado a cabo en Jesucristo. Esta cualidad de sacramento la convierte, según la teología católica, en medio o instrumento a través del cual Dios comunica su gracia a los hombres, es decir, los salva. Quedaban así superadas las fórmulas excesivamente jerárquicas y jurídicas.
De este mismo concepto de sacramento se deduce que la Iglesia tiene una función esencialmente misionera, está abierta a todos los hombres de todas las razas y culturas, a los que ha de hacer llegar la llamada y la invitación del Evangelio. Su mensaje tiene como destinatarios -y, por consiguiente, como interlocutores- no sólo a los católicos, sino a todos los cristianos, los no cristianos y los ateos. Pero a la vez el concilio se cuida también de precisar el alcance del antiguo axioma: "Fuera de la Iglesia no hay salvación", surgido en otro tiempo y en otro contexto. También quienes desconocen el evangelio de Cristo y no admiten a la Iglesia pueden conseguir la salvación eterna, si buscan con sinceridad a Dios y se esfuerzan por cumplir los deberes que les dicta su conciencia. Dios no está sujeto a la Iglesia. La Iglesia es simplemente un instrumento en el plan salvífico de Dios.

El Colegio Episcopal

Uno de los temas que mayor tensión suscitaron se centraba en torno a la aclaración de las relaciones del episcopado con el Papa. Todos los obispos reconocían la supremacía del pontífice romano. Pero también se sabían pastores puestos por el Espíritu Santo, sucesores legítimos de los apóstoles y garantes, por consiguiente, de la sucesión apostólica y de la verdadera doctrina. Las deliberaciones alcanzaron su formulación definitiva en el Decreto sobre el ministerio pastoral de los obispos y en las secciones de la Constitución dogmática sobre la Iglesia que abordan su estructura jerárquica. En estos documentos se declara que el Colegio Episcopal, es decir, los obispos de todo el mundo, con el obispo de Roma como cabeza, es el sucesor del Colegio Apostólico. Los obispos rigen sus diócesis con potestad propia, no delegada por el Papa. "No deben ser tenidos como vicarios del Papa." En el espinoso tema de la infalibilidad se llegó a esta conclusión: "La infalibilidad prometida a la Iglesia reside también en el cuerpo de los obispos cuando ejercen el supremo magisterio juntamente con el sucesor de Pedro" (Constitución sobre la Iglesia, n.º 25). En este mismo pasaje se señala que "cuando el Romano Pontífice, o con él el cuerpo episcopal, definen una doctrina, lo hacen siempre de acuerdo con la revelación, a la cual deben sujetarse y conformarse todos". Es decir, una doctrina no es verdadera porque el Papa (y los obipos) la defina, sino que la define porque es verdadera (ya antes de la definición). La función de la definición es conferir seguridad y claridad, y excluir de toda controversia posterior la verdad así revelada y definida.

La libertad religiosa

Fue en este punto donde el choque de las opiniones alcanzó la máxima tensión. Para algunos (en general, los obispos y teólogos procedentes de países tradicionalmente católicos) el principio de la libertad religiosa era radicalmente inaceptable. El hombre no goza de libertad en esta materia. Tiene el inexcusable deber moral de elegir la religión (objetivamente) verdadera. Concederle libertad de elección significaría poner en el mismo nivel a todas las religiones. La proposición sería incluso herética, puesto que había sido explícitamente condenada por Gregorio XVI (en 1832 y 1834) y por Pío IX en el Syllabus (1864). Para otros, residentes en lugares de población mayoritaria no católica y, sobre todo, en los países expuestos en aquellos mismos momentos a una implacable persecución -los países sometidos al marxismo ateo-, el principio de la libertad religiosa era radicalmente irrenunciable. El hombre goza de libertad para elegir la religión (subjetivamente) verdadera o incluso para no optar por ninguna. No aceptarlo así significaría que el ofrecimiento de diálogo dirigido por el concilio a otras confesiones y a los no creyentes era hipócrita. Además, situaría a la Iglesia en la incómoda posición de institución retrógrada e intolerante a los ojos de la comunidad internacional. En la Declaración de la ONU de 1948 sobre los derechos humanos se incluía entre ellos la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión.
A la hora de formular su doctrina, los padres conciliares tenían plena conciencia de que se estaban dirigiendo a un nuevo tipo de hombre, en el contexto de una cultura y una sociedad nuevas. "Los hombres de nuestro tiempo tienen más clara conciencia de la dignidad de la persona humana y exigen que el hombre, en sus actuaciones, goce y use de su propio criterio y libertad responsable, no bajo coacción" (Declaración sobre la libertad religiosa, n.º 1). Esta postura contaba con un sólido argumento dogmático a su favor. La Iglesia ha proclamado siempre que la aceptación de la fe es un acto libre que a nadie le puede ser impuesto. Sin libertad, la aceptación es nula. Pero se trata siempre de una libertad responsable. Al reconocerle al hombre la libertad de religión, el concilio no le exonera de su responsabilidad. Le incumbe el deber de indagar antes de elegir. No puede éticamente elegir lo que le plazca, sino lo que juzgue verdadero. Así lo entiende ya con toda claridad el subtítulo de la "Declaración": "El derecho de la persona y de las comunidades a la libertad social y civil en materia religiosa". Lo que el concilio se propone es situar la libertad humana, también en el ámbito de la religión, fuera del alcance de las imposiciones y las coacciones de los poderes políticos, económicos o ideológicos de cualquier signo.




Hacia la reunificación de las Iglesias cristianas


"Que todos sean uno... La gloria que me has dado, yo se la he dado a ellos, para que sean uno como nosotros somos uno... y así el mundo conozca que tú me enviaste" (Evangelio de Juan 17,21-23).
Cristo ha querido y fundado una sola Iglesia. Por tanto, las escisiones son contrarias a su voluntad y tienden a restar credibilidad a su mensaje como enviado de Dios. A pesar de ello, las divisiones han sido un fenómeno permanente en la historia de la Iglesia desde sus primeros días. Ya en el siglo V se registró la presencia de numerosas Iglesias (monofisita, apostólica armenia, ortodoxa etíope, siria de Oriente, siria de Malabar -cristianos de Santo Tomás-, patriarcado sirio de Alejandría). Pero fueron sobre todo el cisma de Oriente (1054) y la separación de las Iglesias de la Reforma (a partir del año 1520) las que introdujeron una enorme fractura en la cristiandad, escindida, hasta el día de hoy, en tres grandes bloques. A pesar de la enorme gravedad del problema y de su evidente contradicción con los designios de Jesús, hasta fechas relativamente recientes las autoridades jerárquicas de los diferentes grupos no contemplaban entre sus prioridades el restablecimiento de la unidad. Por supuesto, en el plano teórico nunca se renunció a ella. Pero cada Iglesia entendía la reunificación en términos poco menos que de rendición del adversario, de conversión y renuncia a las ideas "erróneas" de los otros, sin ceder ni un palmo en las posiciones propias, consideradas irrenunciables. Tampoco los teólogos consideraban que su labor consistiera en explorar posibles vías de armonización entre las opiniones contrapuestas. Tendían, más bien, a subrayar los errores y las desviaciones de los contrarios, deformándolas a veces, en el ardor de la polémica, hasta límites caricaturescos, y presentando como obstáculos insalvables para el restablecimiento de la unidad diferencias sin importancia en el campo de la liturgia o del calendario eclesiástico. Fue la época de los desencuentros, las controversias, las persecuciones y las guerras de religión.
Fue en el espacio protestante, en el que la fragmentación había alcanzado mayores cotas, donde surgieron las primeras tentativas de reunificación. En 1846 se fundaba la Alianza Evangélica Universal y, en 1855, la Alianza Universal de Uniones Cristianas de Jóvenes. El movimiento recibió un fuerte impulso en 1910, cuando, con ocasión de la celebración de una Conferencia Universal de las Misiones, en Edimburgo, las jóvenes Iglesias de África y Asia, ajenas a los conflictos que habían enfrentado en el pasado a las Iglesias europeas y americanas, solicitaron que se pusiera fin al triste espectáculo de las luchas entre los misioneros de las distintas confesiones. Reclamaron que, por encima de las divisiones, se anunciara en los países de misión un mensaje con un denominador común.

El Consejo Ecuménico de las Iglesias

Tras varias tentativas y reuniones, entre las que destacan la Constitución del Consejo Internacional de Misiones (1921), la primera Conferencia del Cristianismo Práctico ("Vida y Acción", Estocolmo, 1925) y la primera Conferencia sobre Cuestiones Doctrinales ("Fe y Constitución", Lausana, 1927), y superado el paréntesis de la segunda guerra mundial, en 1948 se creó en Amsterdam el Consejo Ecumémico de las Iglesias (CEI), del que formaban parte las grandes Iglesias de la Reforma y de la Ortodoxia. Entre los grandes pioneros de la iniciativa figuran el arzobispo luterano sueco N. Söderblom, el arzobispo de la Iglesia ortodoxa griega Germanos y el teólogo reformista francés W. Monod.
El CEI no tiene autoridad sobre las Iglesias que lo componen. Es más bien un lugar de encuentro y de intercambio de opiniones. Sus decisiones no son obligatorias, aunque en la práctica ejercen una profunda influencia sobre sus miembros. El Consejo se autodefine como una "unión fraterna de Iglesias que confiesan a Jesucristo como Dios y salvador según las Escrituras e intentan dar una respuesta conjunta a su común vocación, para la gloria del único Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo".

El ecumenismo católico

En un primer momento, la actitud de la jerarquía católica fue displicente. El gran cambio oficial se produjo con ocasión del concilio Vaticano II. Entre sus objetivos, Juan XXIII mencionaba una "invitación a la búsqueda de la unidad dirigida a las comunidades separadas". En el curso de las deliberaciones conciliares, la Iglesia católica y la ortodoxa levantaron los lamentables anatemas de 1054 que habían originado la grande y milenaria separación. El Decreto sobre el ecumenismo de 21 de noviembre de 1964 declara en sus primeras palabras que "promover la restauración de la unidad entre todos los cristianos es uno de los fines principales que se ha propuesto el sacrosanto concilio Vaticano II" (n.º 1), y exhorta a los católicos a "adquirir mejor conocimiento de la doctrina y de la historia de la vida espiritual y cultural, de la psicología religiosa y de la cultura peculiares de los hermanos (separados)" (n.º 9). Se creó un grupo mixto de representantes del CEI y del Vaticano para analizar las posibilidades de entendimiento. Pablo VI entendía que el ecumenismo era "la empresa más importante de su ministerio pontificio", y en 1969 hizo una visita a la sede del CEI. Se han multiplicado los encuentros, conferencias y publicaciones. Se han conseguido importantes aproximaciones en la interpretación de los textos sagrados. Han sido también notables los progresos en los temas capitales de la salvación por la sola gracia. En el concilio parecen haberse abierto importantes vías de entendimiento para la intelección de la infalibilidad del Papa (sujeta a la Revelación) y de la naturaleza del Colegio Episcopal (véase el tema anterior).
No se ha avanzado tanto como las esperanzas iniciales prometían, pero tal vez se haya conseguido algo importante: también aquí se ha instalado un nuevo clima de mutua comprensión y respeto. Los desconocimientos y enfrentamientos de antaño han cedido el puesto a los encuentros fraternos de los papas con las máximas jerarquías ortodoxas y reformistas en ambientes de cordialidad. Las actitudes de rechazo y condena se transforman ahora en peticiones de perdón por los errores propios.

La Iglesia cristiana, una historia de dogmas y divisiones


49

Primer concilio en Jerusalén, bajo la presidencia de Pedro
Siglo IV

Cisma bizantino o de Oriente, generado en apariencia por cuestiones dogmáticas, pero en realidad por las rivalidades políticas entre las capitales de Constantinopla y Roma, y las antipatías entre griegos y latinos
Concilio de Nicea (año 325). Se acepta el Credo, también llamado Símbolo de los apóstoles
Concilio de Constantinopla (año 381), convocado por Dámaso I para combatir las numerosas herejías que seguían proliferando en Oriente
1215

Concilio de Letrán. Contra la herejía de los albigenses
1274

Concilio de Lión: se intentó la reunificación de las Iglesias romana y griega
1378-1417

Gran cisma de Occidente. División en el seno de la Iglesia cristiana romana con motivo de la elección de Urbano VI como Papa
1414

Concilio de Constanza: para poner término al cisma de Occidente
Siglo XVI

Cisma protestante
Concilio de Trento (1545-1563), contra la Reforma impulsada por el protestantismo
1869-1870

Concilio Vaticano I; contra el modernismo; definió la infalibilidad del Papa
1965-1968

Concilio Vaticano II, para la puesta al día del papel de la Iglesia católica en el mundo contemporáneo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.