lunes, 1 de junio de 2015

Las genealogías hebreas

La herencia de la promesa

Dijo Yahvé a Abraham: "Alza tus ojos y mira desde el lugar en donde estás hacia el norte, el mediodía, el oriente y el poniente. Pues bien, toda la tierra que ves te la daré a ti y a tu descendencia por siempre. Haré tu descendencia como el polvo de la tierra: tal que si alguien puede contar el polvo de la tierra, también podrá contar tu descendencia" (Génesis, 13,14-17).
Las listas genealógicas bíblicas no son, ni pretenden ser, rigurosos documentos históricos, a modo de registros notariales. Se trata más bien de recursos literarios que se proponen aglutinar en torno a determinados personajes y sus descendientes elementos dispersos de las tradiciones del pasado, o explicar las relaciones y afinidades no sólo de sangre, sino también laborales, comerciales, artesanales, lingüísticas, etc., entre los grupos humanos del entorno étnico, cultural y político de la Biblia.
Así, por ejemplo, de Yúbal se dice que es "el padre de todos los flautistas y arpistas"; de Túbal Caín que lo es de "cuantos trabajan el hierro y el cobre", y de Yabal, "de todos los ganaderos". En el caso concreto de los levitas, sus genealogías, cuidadosamente anotadas, sirven para testificar que ejercen legítimamente las funciones sacerdotales y los servicios del Templo. La secuencia genealógica del capítulo 16 del Libro primero de las Crónicas incluye, entre los descendientes de Leví, a los cantores del Templo para justificar su actividad en el santuario, aunque su origen más probable no es levítico, sino que se remonta a los grupos corales de músicos profesionales de los santuarios antiguos.

La descendencia de Abraham

Ser descendientes directos de Abraham era para los judíos de capital importancia, porque su inclusión en este árbol genealógico los convertía en herederos y dueños legítimos de la tierra prometida por Dios al patriarca. De ahí la proliferación de listas genealógicas en diversos pasajes bíblicos.
Pero el texto bíblico da a entender que esta descendencia trascendía los aspectos meramente biológicos. En efecto, Abraham tuvo a su primer hijo, Ismael, a los 86 años de edad, y al segundo, Isaac, cuando era centenario y tanto él como su esposa, Sara, habían superado ampliamente la edad de la fertilidad natural. Se trataba, pues, de una paternidad que desbordaba las posibilidades de la realidad física y se inscribía en la esfera de lo sobrenatural.
Tampoco la herencia de la tierra prometida se transmitía según las estrictas normas de la primogenitura. Ismael era el primer hijo de Abraham, pero la promesa pasó al segundo, Isaac. La razón aducida por el apóstol Pablo para justificar este traspaso de los derechos hereditarios de Ismael a Isaac (el primero era hijo de la esclava egipcia Agar y el segundo, de la esposa libre, Sara) es de índole teológica, pero carece de validez jurídica. En el derecho mesopotámico, por el que se regían las relaciones conyugales de Abraham y de sus descendientes inmediatos, la esposa estéril podía adoptar como hijos propios, a todos los efectos, a los tenidos por su marido -con su consentimiento- de una esclava. De hecho, en la historia de Jacob no se establece la más mínima diferencia entre los hijos de esposas libres (Lía y Raquel) y los nacidos de esclavas (Bilhá y Zilpá): todos ellos son, por igual, los fundadores de las doce tribus de Israel.
Estos datos relativizan el valor sacro de la descendencia física y señalan que el elemento fundamental de pertenencia al pueblo elegido no es el aportado por "la carne y la sangre". No es el rito de la circuncisión, sino la participación en la fe la que convierte a los hombres en "hijos de Abraham y herederos de las promesas". Una de las antepasadas inmediatas del rey David, el auténtico fundador del Estado de Israel, no era hebrea, sino una mujer moabita que abrazó la fe judía. Es esta fe la que hace que Abraham sea el padre de todos los creyentes.

Cuadro de las genealogías bíblicas

Para los hebreos, la descendencia genealógica y la posesión de la tierra eran los dos factores esenciales de garantía de los pactos divinos.

Moisés, el libertador



El cohesionador del pueblo israelita


En la historia de Israel Moisés es el caudillo que libera a su pueblo de la esclavitud de Egipto y le conduce, a través del desierto, a la libertad. Es también el gran legislador, cuyo Decálogo ha sido, durante milenios, uno de los pilares básicos de la ética de la cultura occidental.
El segundo gran capítulo de la historia de Israel gira en torno a la figura de Moisés. A través de su persona y de su obra las tribus hebreas toman conciencia de su unidad como grupo diferenciado de todos los pueblos de su entorno.
Moisés es un nombre netamente egipcio (como Tutmés o Ramsés). Una buena parte de su actividad discurrió en tierras egipcias, casi con entera seguridad en el decurso del siglo XIII a.C.
Durante su juventud, las tribus hebreas asentadas en el país del Nilo atravesaban una época calamitosa. Puede asumirse con probabilidad que sus antepasados nómadas se habían instalado en Egipto en condiciones ventajosas, como integrantes de los contingentes de guerreros semitas hicsos que, apoyados en sus veloces carros, hasta entonces nunca utilizados como arma de guerra, se apoderaron de Egipto en los siglos XVII y XVI a.C. No es, por tanto, sorprendente que, en estas circunstancias, algunos hebreos llegaran a desempeñar altos cargos en las cortes faraónicas de las dinastías semitas XV y XVI (léase la bella historia de José en los capítulos 37-50 del libro del Génesis).

Moisés, el libertador

Cuando, a mediados del siglo XVI a.C., una insurrección de la población autóctona expulsó a los hicsos, la situación de los hebreos experimentó un dramático empeoramiento. Los grupos semitas fueron reducidos a la esclavitud y una draconiana legislación, que incluía la orden de matar a todos los varones hebreos recién nacidos, ponía en peligro de exterminio a corto plazo a toda la estirpe. Ése fue el instante preciso en que Moisés recibió la misión de salvar a su pueblo.
Estaba magníficamente preparado para tan ardua empresa. En su persona confluían tres culturas: la hebrea, asimilada en el seno del hogar; la egipcia, adquirida en la corte del faraón, donde tal vez tuvo noticia de las enseñanzas monoteístas que un siglo antes había difundido el faraón Akenatón, y la nómada de la tribu madianita de los quenitas, con los que convivió largos años ejerciendo el oficio de pastor. Probablemente fue aquí donde, a través de su yerno, el sacerdote Jetró, llegó al conocimiento del nombre de Yahvé, que la Biblia describe bajo la forma de una teofanía, en el episodio de la zarza ardiendo (Éxodo, 3).
A partir de entonces, Moisés y su pueblo no adoran, como habían hecho sus antepasados, a un ser divino genérico (elohim: Dios o Dioses). Yahvé es el nombre de un Dios específico, vivo y personal, del Dios de Israel.
Tras varios enfrentamientos con las autoridades egipcias (las "plagas de Egipto" narradas en el libro del Éxodo, 5-12), Moisés consiguió liberar a los hebreos de su humillante esclavitud y conducirlos, a través del mar Rojo, hasta las puertas de la tierra prometida. Fueron para ello precisas largas jornadas por el desierto, en las que sin duda le sirvieron de gran ayuda los conocimientos adquiridos acerca de las rutas, los puntos de agua y los recursos de la estepa, durante sus años de formación como escriba especializado en los asuntos asiáticos.

La marcha por el desierto

La experiencia de aquellos "cuarenta años" de marcha por el desierto ha forjado uno de los rasgos esenciales de la autocomprensión de Israel. En la posterior interpretación profética, la estancia en el desierto fue la época dorada de la fidelidad del pueblo hebreo, cuando las tribus nómadas adoraban exclusivamente a Yahvé, en contraposición a la crasa idolatría surgida en la estela de la opulencia de la vida sedentaria. La austeridad del desierto es, por lo tanto, uno de los ideales de la espiritualidad judía.
Fue así mismo el tiempo en que la presencia de Dios adquirió formas tangibles a través del arca de la alianza, depositada en una tienda situada en el centro del campamento. En ella habitaba Yahvé, sentado entre dos queburines, y desde ella hablaba con Moisés "como un hombre habla con su amigo". Esta presencia divina cobraba también forma palpable en la nube -interpretada como el carro en el que Dios se desplaza- que se ponía delante del pueblo y dirigía su marcha, y en la columna de fuego que alumbraba su camino cuando avanzaban de noche (Éxodo, 21-22).

Moisés, el legislador

El desierto fue, ante todo y sobre todo, el grandioso escenario en el que la Biblia presenta la promulgación del Decálogo en el monte Sinaí, en medio de un formidable despliegue de las fuerzas de la naturaleza (Éxodo, 19 y 20). Es muy probable que durante los años de aprendizaje en las escuelas egipcias el escriba Moisés tuviera conocimiento de las diversas legislaciones (Código de Hammurabi, leyes sumerias, asirias, hititas y, por supuesto, egipcias) por las que se regían las civilizaciones antiguas y que aprovechara algunos elementos para su Decálogo.
La Ley mosaica (la Torah) tiene una función muy superior a la de mera fijación escrita de las normas que regulan la convivencia de un grupo humano. Esta Ley es la materialización concreta de las cláusulas que Israel debe cumplir para mantener en vigor su alianza con Yahvé. Su observancia es condición para la existencia misma del pueblo de Israel. De nada sirven los sacrificios si no se cumple la Ley. El culto y los sacrificios pueden cesar -y de hecho han cesado durante milenios. Pero la Ley permanece por siempre y su cumplimiento es exigible en todo tiempo y lugar. Para los cristianos, Jesús no vino a abolir la Ley, sino a darle su perfección y su sentido último y definitivo.

El Éxodo

Según los datos aportados por la Biblia, los israelitas que huyeron de Egipto bajo la dirección de Moisés vagaron durante cuarenta años, es decir, durante una generación, por el desierto, antes de asentarse en Palestina. De esta afirmación se desprende que la gran mayoría de los hombres adultos, entre ellos el propio Moisés, que salieron de Egipto murieron durante la travesía, sin poder poner pie en la anhelada tierra prometida.

Historicidad

Sobre los desplazamientos concretos de aquellos contingentes humanos por los amplios espacios esteparios de la península del Sinaí existe muy escasa información documental histórica y geográfica. Muchos de los lugares mencionados en la Biblia son hoy de dudosa o imposible identificación. Es incluso probable que se hayan registrado varios éxodos o fugas de grupos de esclavos, prisioneros de guerra y desarraigados que escaparon, por diversas rutas y en diversas épocas, del dominio egipcio. En cualquier caso, el principal de todos ellos fue el dirigido por Moisés. Tal vez en torno a él haya acumulado la Biblia recuerdos antiquísimos de migraciones de otros grupos, lo que explicaría la complejidad del relato, las marchas y contramarchas a veces incomprensibles de la masa de fugitivos.

Codornices

Tal vez pueda localizarse a lo largo de este trayecto el episodio de las codornices que, según la Biblia, proporcionaron alimento a la masa de caminantes. Estas aves surcan, en efecto, en grandes bandadas, y volando a muy baja altura, las costas de estas regiones durante la época de las migraciones de primavera y otoño.

Maná

En cuanto al maná, que también fue una de las principales fuentes de alimentación del pueblo en su marcha por el desierto, se trata probablemente de las excrecencias de las hojas del tamarisco mannífero producidas por la picadura de la cochinilla. Al caer en tierra, adquieren un aspecto granuloso, a modo de escarcha, de color ambarino y sabor azucarado.

Aguas amargas

Respecto al agua amarga de Mará que Moisés transformó en agua dulce en "el desierto del Sur", son varias las posibles localizaciones.

Nación y religión

La significación de la marcha del pueblo de Israel por el desierto desborda ampliamente los detalles históricos y geográficos y se sitúa en su función de forja de la unidad nacional enucleada en torno a la religión monoteísta yahvista. Fue durante aquel período de peregrinación, y a lo largo de las etapas por el desierto, cuando la masa amorfa de individuos que huyeron, bajo la dirección de Moisés, de la tiranía de los faraones se transformó en un pueblo con conciencia de unidad y de identidad netamente diferenciadas -precisamente por su fe- del resto de las poblaciones de su entorno.

Teología del desierto

La teología israelita posterior idealizó aquella época y la describió como la edad dorada en la que existía la más pura comunicación, sin sombras, entre el pueblo y su Dios. Los profetas de la época del cautiverio de Babilonia pintaban el retorno a la tierra prometida como un nuevo éxodo, grandioso y triunfal. Bajo esta misma imagen del éxodo se espera también la llegada de los días mesiánicos escatológicos del triunfo definitivo de Dios y de su pueblo sobre todos sus enemigos.

Simbología del desierto

El desierto ha pasado a ser, en fin, tanto en la literatura profana como en la religiosa, el gran símbolo de las etapas existenciales de silencio y soledad a través de las cuales las grandes figuras de la historia se han purificado, han comprendido el sentido y la misión de sus vidas y han escalado las más altas cumbres de la autenticidad.

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