domingo, 27 de septiembre de 2015

LA FUNDAMENTACIÓN TEOLÓGICA DEL DERECHO CANÓNICO

Por muy liberadora que pueda ser la pertenencia a la comunidad eclesial, la reacción normal del fiel frente al Derecho canónico es, en ciertos aspectos, semejante a la del ciudadano frente al derecho estatal.
La experiencia fenomenológica común del derecho se caracteriza, en su substancia, por dos percepciones diferentes y contrastantes. La percepción de lo jurídico tampoco es unívoca en la Iglesia y presenta, al menos desde la perspectiva fenomenológica, no pocas analogías con la experiencia común y ambivalente del derecho de cualquier sociedad humana.
1.1 La ambivalencia de la experiencia del derecho
En efecto, por una parte, el ciudadano y el hombre en general perciben el derecho como una realidad externa, como expresión humana de una voluntad heterónoma, que limita la libertad y la autonomía de la persona. El derecho es considerado como la manifestación concreta de la fuerza coercitiva de un sistema de poder organizado o incluso como expresión del arbitrio del más fuerte.
En consecuencia, el derecho aparece como una realidad que puede ser manipulada, determinada por la ideología de quien tiene en sus manos el poder, cuando no como un conjunto no unitario de normas heterogéneas y con frecuencia antinómicas.
Por otra parte, el mismo derecho se revela al hombre como un instrumento indispensable para garantizar, precisamente a través de la imposición de determinados límites a la libertad individual, el orden y la paz en la convivencia civil. Desde esta segunda perspectiva el derecho se manifiesta al hombre como un factor social de fundamental importancia, que permite al individuo y a la colectividad planificar, de modo confiado, su futuro civil. Eso es lo que hace que la ley sea cultivada como elemento de equilibrio y como expresión humana de una justicia superior, que transciende los intereses individuales.
La superposición de las dos visiones, negativa la primera y positiva la segunda, explica la razón de que la experiencia fenomenológica del derecho pueda ser definida como paradójica.
La situación del christifidelis frente al Derecho canónico es en algunos aspectos semejante y, por ello, asimismo paradójica.
También en la Iglesia la experiencia del derecho eclesial se presenta, antes que nada, como negativa: la confesión de la fe en Cristo, Redentor del hombre, que constituye una fuerte provocación a la libertad personal, está limitada en sus manifestaciones concretas por la norma canónica; así, también el derecho divino, que encuentra en la profecía y en el carisma, dos expresiones particulares, puede afirmar históricamente toda su fuerza vinculante sólo a través de la interpretación y de la expresión positiva que le confiere el derecho humano. Por el contrario, es menos inmediata la experiencia positiva del Derecho canónico como conjunto de normas que garantizan la permanencia de la identidad de la Iglesia y la unidad del símbolo de la fe, inseparables de la acción del Espíritu Santo, a través de la tutela de la verdad substancial del Sacramento y de la Palabra de Dios.
El Derecho canónico garantiza la objetividad y la verdad de la experiencia eclesial, porque, a través de la tutela del valor indispensable de la fidelidad a la comunión para la realización de la Iglesia, educa a cada fiel, para que supere la tentación del individualismo, y a las Iglesias particulares, para que superen la tentación paralela del particularismo. Este dato efectivo, que constituye la esencia del carácter positivo del Derecho canónico, no es captado, sin embargo, de modo inmediato, ni reconocido como tal por el fiel.
De este modo, la preeminencia, al menos a nivel fenomenológico-existencial, de los aspectos negativos de la experiencia paradójica del Derecho canónico ha provocado con frecuencia, desde los orígenes de la Iglesia, la aparición de muchos movimientos espiritualistas. Éstos, exasperando la tensión entrecaritas y ius, así como las tensiones entre lo contingente y lo transcendente, entre lo particular y lo universal, entre lo histórico y lo escatológico y, finalmente, entre lo institucional y lo carismático, anticiparon, en lo que respecta a su substancia, los conflictos que explotaron luego con la Reforma protestante y cristalizaron en la contraposición establecida por Lutero, a nivel soteriológico, entre ley y evangelio, contraposición que, en el postconcilio, ha vuelto a aparecer en el campo católico bajo la forma de una manifiesta dicotomía entre Derecho canónico y sacramento, así como entre estructuras jurídicas y pastorales.
1.2 La influencia del espiritualismo eclesiológico y del positivismo jurídico sobre la concepción del derecho eclesial
La contraposición entre ley y evangelio, que tiene su origen en el implacable dualismo eclesiológico entre ecclesia abscondita o spiritualis y ecclesia universalis o visibilis, impide a la teología protestante reconocer al Derecho canónico —considerado por lo general como un elemento humano del que la realidad eclesial no puede prescindir del todo— cualquier valor salvífico.
Más aún, al haber expulsado Lutero al Derecho canónico del contenido de la fe por haber negado todo vínculo entre el elemento jurídico de la Iglesia y el dogma, la problemática abierta en torno a esta dimensión de la experiencia cristiana terminó por desembocar, a través del redescubrimiento de los propios orígenes y de la conciencia eclesial suscitada por el romanticismo en el protestantismo alemán, en la negación radical de R. Sohm: «La fragilidad de la fe humana ha creído poder garantizar la permanencia de la Iglesia de Cristo por medios humanos con las columnas y las vigas de madera de un ordenamiento jurídico humano... El Derecho canónico se ha mostrado así por doquier como un ataque a la esencia espiritual de la Iglesia... La naturaleza de la Iglesia es espiritual, la del derecho es mundana. La naturaleza del Derecho canónico está en contradicción con la naturaleza de la Iglesia» 1. Siguiendo la misma estela, aunque mucho más tarde, también será caracterizado de manera análoga el derecho de la Iglesia en el campo católico. En efecto, ya antes de su opción por la Iglesia evangélica, Joseph Klein definió el Derecho canónico como una «realidad externa» a la Iglesia, al contrario que la liturgia2. En cuanto tal, constituye una amenaza para la libertad de la fe.
  1. R. Sohm, Kirchenrecht, 1. Die geschichtlichen Grundlagen, Leipzig 1892 (1923 2, Neudruck: Darmstadt 1970), 700.
  2. Cfr. J. Klein, Skandalon. Uni das Wessen des Katholizismus, Tübingen 1958, 194 y 119.
En el campo protestante, la reacción a un desafío tan radical fue inmediata. En un primer momento, K. Barth, invirtiendo la fórmula luterana «ley y evangelio», intenta hacer volver al derecho, tanto el secular como el canónico, al contenido de la fe como elemento propuesto y juzgado por la Revelación. Sin embargo, el intento resulta insatisfactorio a causa de su aversión al derecho natural y a la filosofía, que le impiden a Barth conjugar, como ocurría en la cultura medieval, el derecho divino con el natural y humano. En efecto, este último sigue siendo una realidad puramente humana, respecto a la que el derecho divino es totalmente transcendente. Tampoco los intentos más recientes, como los de E. Wolf y H. Dombois (que serán retomados aún después), resuelven el problema. Efectivamente, en éstos el derecho divino constituye sólo una idea (en el sentido platónico del término) respecto al humano, que se estructura con la ayuda exterior de la enseñanza bíblica (biblische Weisung) de origen calvinista y, en consecuencia, se limitan, de hecho, a desplazar simplemente el dualismo de Lutero del plano eclesiológico al jurídico, dejándolo, no obstante, inalterado en su substancia. La razón última de ello reside en el hecho de que estos intentos, aunque presentan el gran mérito de afrontar el problema desde un punto de vista declaradamente teológico, son deudores todos ellos —aunque en tiempos y modos diferentes— de un doble error de método. Hoy, como ayer ocurriera con Sohm, esta doble inadvertencia metodológica es resultado de un espiritualismo eclesiológico y de un positivismo jurídico 3.
El espiritualismo eclesiológico, que concibe la Iglesia esencialmente como obra exclusiva del Espíritu Santo, impide que estos intentos de teología del Derecho canónico lleguen a resultados convincentes, porque los mantiene encerrados, inexorablemente, en la visión protestante del derecho divino. Este último, desde Lutero hasta nuestros días, es entendido «... en un sentido tan espiritualizado, que no se ve cómo puede ser vinculante para la iglesia histórica. La teología protestante no consigue establecer una relación vinculante entre la iglesia y el cristiano, sino sólo una relación directa entre Dios y la conciencia del hombre» 4. En efecto, el Derecho canónico, ya en la visión de Lutero, que reconoce al ius divinum de la ecclesia spiritualis una fuerza soteriológica, en su función de principio de orden de
  1. Es el juicio concorde de A. Rouco Varela-E. Corecco, Sacramento e diritto: antinomia nella Chiesa?, Milano 1971, 16.
  2. E. Corecco, Teología del Derecho canónico, en: Nuevo Diccionario de Teología, II, Madrid 1982, 1828-1870, aquí 1852.
la ecclesia visibilis, sigue siendo, inexorablemente, derecho humano y, como tal, incapaz de vincular a la conciencia del cristiano: el Derecho canónico se requiere únicamente en virtud de razones dictadas por la necesidad sociológica de regular la vida comunitaria de los cristianos, como si fueran simples ciudadanos y no miembros vivos del cuerpo místico que es la Iglesia.
El positivismo jurídico, para el que no hay otro derecho más que el concebido, unívocamente, por la experiencia jurídica del Estado, impide, por su parte, que estos intentos se liberen, a nivel científico, de la concepción monista del derecho y, por ello, que reivindiquen, no sólo en abstracto, la autonomía de la Iglesia frente al Estado, sino que la concreten en una autonomía del Derecho canónico respecto al estatal. Sin la convicción del hecho de que el Derecho canónico no es asimilable al derecho secular, pero, a pesar de ello, es un derecho sui generis, cualquier tentativa teórica de volver a dar una legitimación teológica al Derecho canónico está destinada a dejar sin una respuesta convincente la pregunta fundamental: ¿le hace falta a la Iglesia, en virtud de las exigencias internas de su ser teológico y de su misión salvífica, real y necesariamente el Derecho canónico?
1.3 La necesidad de un diálogo crítico con la filosofía del derecho
El doble error de método señalado en el parágrafo precedente no es exclusivo, ciertamente, de la teología protestante. También en la tradición católica –caracterizada por una profunda unidad entre la analogia fidei y la analogia entis–5 se hicieron, y posiblemente todavía hoy se sigan haciendo, amplias concesiones tanto al espiritualismo teológico como al positivismo jurídico. De hecho, aunque la canonística católica no haya cesado nunca de afirmarse como ciencia autónoma en las confrontaciones con el derecho estatal, jamás ha logrado dar una definición teológica del su propio objectum formale quod. Sibien la canonística moderna, como la medieval, define aún el Derecho canónico recurriendo a la categoría de lo iustum o del objectum virtutis iustitiae, en las teorías generales de los siglos XIX y XX, elaboradas por las escuelas canonísticas más autorizadas (desde la del Ius Publicum Ecclesiasticum a las modernas Escuela laica italiana y Escuela de Nava-
5. Sobre cómo ya para santo Tomás la primera analogía contiene la segunda como su elemento fundamental, cfr. H.U. von Balthasar, La teologia di Karl Barth, Milano 1985, 278; sobre la importancia de esta característica para aclarar la relación entre filosofía y teología, cfr. G. Söhngen, La sabiduría de /a teología por el camino de la ciencia, en: My Sal, 1/2, Madrid 1969, 995-1070,
rra), siempre vuelve a aparecer, aunque con vestidos muy diferentes, el principio iusnaturalista ubi societas ibi ius. Este último, dada su procedencia teológica, es incapaz de facilitar por sí solo una comprensión teológica específica del derecho eclesial. Por otra parte, precisamente porque la fe no supone una amenaza ni para la razón ni para la filosofía, sino que, al contrario, las defiende de la pretensión absolutista de la gnosis 6, la teología del Derecho canónico no puede olvidar la filosofía del derecho. La una necesita a la otra y viceversa. Eso significa que la canonística como ciencia debe recurrir al variado usus philosophiae de la teología, sin considerarla, no obstante, como su domina en el intento de legitimar la existencia de un derecho en la Iglesia. Semejante debilidad se agravaría ulteriormente allí donde, bajo la influencia del clima antijurídico del inmediato postconcilio, se considere que se puede resolver la cuestión sustituyendo simplemente la filosofía por la sociología. En este último caso se termina por reducir el Derecho canónico a un elemento sólo extrínseco, porque es requerido exclusivamente por una exigencia de funcionamiento o de convivencia societaria o eclesial.
Si se quiere evitar, por una parte, cualquier solución de tipo iusnaturalista y, por otra, reducir el derecho de la Iglesia a un simple reglamento o Código de la circulación de su acción pastoral 7, es preciso que la teología del Derecho canónico evite escindir el misterio de la Iglesia en un elemento interno, de naturaleza teológica, y otro externo, de naturaleza jurídica, para recuperar, con ayuda de la filosofía, el complejo carácter unitario, estructural y ético de la realidad eclesial. La teología del Derecho canónico, en diálogo crítico con la filosofía del derecho, debe demostrar que la dimensión jurídica —en cuanto tal— está presente ya en los elementos estructurales sobre los que Cristo ha querido fundar la Iglesia; o bien que el precepto jurídico está contenido ya en los elementos estructurales de la economía de la Salvación, sin perder por ello nada de su carácter jurídico.
Dicho de otro modo, la naturaleza teológica y el carácter jurídico del Derecho canónico son inseparables entre sí. Si la primera fundamenta la especificidad inalienable del derecho de la Iglesia (expresada, por ejemplo, en el papel de la costumbre en la elaboración de la norma jurídica, o de la equidad canónica en la realización de la justicia), el segundo permite cap-
  1. Cfr. J. Ratzinger, Natura e compito della teologia, Milano 1993, 30-31.
  2. Sobre el carácter teológico-pastoral del derecho canónico, cfr. L. Gerosa, Diritto ecclesiale e pastorale, Torino 1991, sobre todo 3-8.
tar cómo, en cualquier expresión subsisten elementos que recuerdan la peculiaridad de tal derecho (el orden entre las relaciones humanas en una comunidad o la interacción entre libertad y vínculos, por ejemplo), los cuales son comunes a cualquier noción de derecho.
El diálogo entre la teología del Derecho canónico y la filosofía del derecho permite, en consecuencia, a la canonística evitar con mayor facilidad, por un lado, el así llamado peligro de la «juridización» de la fe y de la Iglesia y, por otro, el de la «teologización» evanescente de las normas canónicas 8. La auténtica superación de la antinomia entre sacramento y derecho no excluye sino que crea nuevas posibilidades de relaciones recíprocas entre Derecho canónico y otros tipos de derecho. Francisco Suárez (1548-1617) lo había intuido cuando, en otro contexto cultural, sintetizó de manera genial el origen unitario del derecho en la fórmula «ius divinum, sive naturale sive positivum», recogida después por el CIC/1917 en el primer parágrafo del can. 27. Según esa fórmula, «el derecho civil humano tiene como ascendente al derecho divino natural, mientras que el Derecho canónico encuentra su fuente inmediata de procedencia en el derecho divino positivo. En virtud de la dependencia ontológica del derecho civil humano respecto al derecho natural, santo Tomás había afirmado que el legislador humano puede vincular a sus súbditos no sólo externamente, sino también en conciencia. Desde la dependencia ontológica específica de la ley canónica respecto al ius divinum positivum, que sólo puede ser conocida por la fe, el doctor eximius llega a concluir que el legislador eclesiástico tiene también el poder de exigir además a sus propios súbditos la realización de actos humanos sólo internos. Con esta afirmación, Suárez ha extraído todas las conclusiones posibles de la aportación de la interiorización del derecho, proporcionada por la tradición bíblica, y aparecida ya de modo evidente en el noveno y en el décimo mandamientos del Decálogo» 9.
  1. Cfr. P. Krämer, Theologische Grundlagen der kirchlichen Rechts nach dem CIC 1983, en: A1kKR 153 (1984), 384-398; G. Luf, Rechtsphilosophische Grundlagen des Kirchenrechts, en: HdbkathKR, 24-32.
  2. E. Corecco,11 valore della norma disciplinare in rapporto alla salvezza nella tradizione occidentale, en: Jncontro fra canon d'Oriente e d'Occidente. Atti del Congresso Internazinale, edición a cargo de R. Coppola, Bari 1994, vol. 2, 275-292, aquí 285-286.
2.1 La perspectiva abierta por la ciencia jurídica protestante
En el campo protestante, el problema de la teología del derecho eclesial se agudizó inmediatamente después de la segunda guerra mundial, cuando en Alemania se intentaba encontrar un emplazamiento jurídico a las Iglesias en el interior de las nuevas relaciones político-constitucionales. Los principales intentos hay que atribuirlos, sin embargo, no a teólogos, sino a juristas, entre los que hemos de mencionar a J. Heckel, E. Wolf y H. Dombois. Su respuesta a la pregunta sobre la existencia y la función de un derecho de la Iglesia puede ser resumida esquemáticamente así.
En el intento de superar el callejón sin salida al que había llegado el programa «Justificación y ley» de Karl Barth, en el que la sustitución de la analogia entispor la analogía fidei había conducido a la despiadada eliminación del derecho natural, estos autores captan —aunque otorgándole valores diferentes— la importancia metodológica de plantear el problema de la existencia del Derecho canónico al mismo tiempo que el de la existencia y función de la Iglesia. El derecho de la Iglesia como problema teológico no surge después del nacimiento de ésta, sino que existe ya antes de ella y con ella, porque ese derecho es, en última instancia, un postulado y una necesidad de todo el proceso de la historia de la salvación. En cuanto tal, el derecho de la Iglesia es una realidad autónoma y diferente de todo tipo de derecho humano y constituye el límite formal del Derecho canónico, que, en sus contenidos materiales, sigue siendo también puramente humano.
Lo que no está claro es en virtud de qué principio teológico postula este derecho de la Iglesia, como derecho divino, la existencia de un verdadero y propio derecho eclesial, es decir, el Derecho canónico de una Iglesia particular. En efecto, por una parte, el derecho de la Iglesia, como derecho divino, está tan radicalmente espiritualizado, que hace prácticamente imposible reconocerle al mismo una eficacia jurídica concreta y real; por otra parte, el derecho de la Iglesia como Derecho canónico de una Iglesia particular está concebido de un modo tan humano, que pone radicalmente en cuestión, a pesar de su calificación de eclesial, la existencia de su nexo —aunque sólo fuera puramente extrínseco— con la Iglesia abscondita y con el derecho divino. Por consiguiente, sigue siendo más que legítimo preguntarse si el contenido normativo de la «ley espiritual de la caridad» de Heckel, de la «indicación bíblica» de Wolf o del «derecho de la gracia» de Dombois, corresponden aún a la noción tradicional de derecho 10. Por otra parte, al ser el derecho divino totalmente transcendente respecto al derecho eclesial, resulta una vez más imposible establecer cualquier relación jurídicamente vinculante entre la Iglesia y el cristiano, que tenga un significado positivo también para la relación entre Dios y la conciencia del hombre. Sin una recuperación de los elementos fundamentales de la doctrina católica sobre las relaciones entre el orden natural y el sobrenatural 11, seguirán estando en la sombra esa relación Iglesia-cristiano y su dimensión jurídica y, en consecuencia, la función del Derecho canónico será siempre, inevitablemente, sólo negativa, por ser expresión de una existencia justificada, exclusivamente, en la naturaleza pecaminosa del hombre.
La teología católica, consciente de esta dificultad, ha concebido su primera respuesta al problema de los fundamentos teológicos del Derecho canónico, planteado por los juristas protestantes de la segunda posguerra, también en el interior de la temática más amplia de la justificación, cristalizada por Lutero en el binomio ley y evangelio, y por la tradición católica en el binomio ley y gracia. Sólo en una segunda batida se ha logrado abrir nuevas vías metodológicas a la canonística en su conjunto.
2.2 Derecho canónico y justificación en la teología católica
a) La gracia como fundamento de la ley canónica (G. Söhngen)
La obra Gesetz und Evangelium (Freiburg-München 1957) de G. Söhngen representa uno de los raros y más logrados intentos de análisis del tema ley y evangelio desde el punto de vista católico. Según el teólogo alemán, la conjunción «y» no significa aquí «también», puesto que ni para la teología protestante ni para la teología católica es idéntica la naturaleza de los dos términos del binomio. «La esencia de la ley reside en su carácter imperativo, mientras que la del evangelio y la de la gracia reside en una participación de Dios en el corazón del hombre. Por eso no existe una analogía nominum en virtud de la cual se pueda decir que la ley es también
  1. Para un amplio análisis de la contribución de la teología protestante a la fundamentación teológica del derecho de la Iglesia, cfr. E. Corecco, Théologie du Droit canon. Réflexions méthodologiques, en: Théologie et Droit canon, Fribourg 1990, 3-94, aquí 48-67; A. Ronco Varela, Evangelische Kirchenrechtstheologie heute. Möglichkeiten und Grenzen eines Dialogs, en: AfkKR 140 (1970), 106-136.
  2. La inagotable riqueza de esta tradición ha sido magistralmente ilustrada por H. De Lubac, El misterio de lo sobrenatural, Encuentro, Madrid 1991.
evangelio y que el evangelio es también ley, sino sólo una analogia relationis (K. Barth), establecida sobre el hecho de que el imperativo de la nueva ley —que no es ley sólo a causa de su ser ley— tiene como fundamento la gracia y la caridad» 12. La novedad de la nueva ley —subrayada ya por la fórmula de santo Tomás de Aquino: «Lex nova est ipsa gratia» (S. Th. I-II, q. 106, a. 1)— es tal, que no es posible establecer otra analogía que la de relación entre ella y la ley antigua de Moisés. Mientras que esta última estaba sólo extrinsecus posita, la nova lex evangelii ha sido intrinsecus data 13, como plenitud de la caridad. Por eso la existencia del Derecho canónico no puede ser justificada —como hizo Lutero— del mismo modo que la ley mosaica, esto es, sólo como dique o límite contra la concupiscencia humana. El Derecho canónico no se justifica sólo por el pecado, sino que pertenece de manera positiva a la experiencia cristiana, como signo de la gracia. Es esta última la que incluye la ley y no viceversa, porque del mismo modo que la fuerza pedagógica del dogma no produce la salvación, tampoco de la fuerza formal imperativa de las normas jurídicas de la Iglesia proviene la salvación 14. Sin embargo, estas últimas, como ya había subrayado la canonística medieval cuando se atrevió a identificar la «aequitas canonica» con Dios mismo, remiten siempre —aunque en diferentes grados de intensidad— a principios contenidos en la Revelación y, por tanto, en el Evangelio en última instancia. En este sentido, el Derecho canónico ni produce la salvación, ni comunica la gracia, sino que, por su misma naturaleza, está al servicio de esta realidad metajurídica, en la que encuentra su propio fundamento último.
b) La escatología como elemento constitutivo del carácter jurídico de la Iglesia (K. Rahner)
Que el derecho divino no está presente en el Derecho canónico únicamente como horizonte formal, del que provienen indicaciones parenéticas, sino asimismo como substrato ontológico, es un tema desarrollado ulteriormente en la teología de K. Rahner, aun cuando este último no se ha enfrentado nunca directamente y con cierta amplitud al problema del derecho en la Iglesia. El nexo ontológico entre el derecho divino y el Derecho canónico ha sido puesto de relieve por K. Rahner, de modo particular, en sus
  1. E. Corecco, Teología del Derecho canónico, o.c., 1853.
  2. G. Söhngen, Gesetz und Evangelium, en: Lthk, vol. 4, col. 831-835, aquí col. 833.
  3. Cfr. G. Söhngen, Grundfragen einer Rechtstheologie, München 1962, 28.
reflexiones teológicas sobre el oficio o ministerio eclesiástico 15. Y no le falta razón, porque aunque este último no sea el punto de partida más apto para desarrollar una teología del Derecho canónico, ocupa ciertamente un lugar de primer plano en la canonística católica.
Sin ministerio sería imposible que existiera la Iglesia, y sin ella la presencia definitiva y escatológica de Cristo en el mundo y en la historia. El ministerio en la Iglesia, a diferencia del veterotestamentario, es definitivo, porque ha sido dado para que, tanto el cristiano como el no cristiano, puedan constatar dónde se autorrealiza la Iglesia. El ministerio eclesial encuentra su raíz teológica en la función de mostrar la presencia escatológica de la Iglesia, y con ella postula el Derecho canónico como su expresión necesaria. En efecto, la dimensión escatológica de la Iglesia debe mostrar al mundo –en conformidad con el principio de la Encarnación– su carácter escatológico o definitivo para la salvación. Los únicos tipos de instituciones humanas que pueden mostrar este carácter definitivo comunitario y esta irrevocabilidad histórico-humana son el ministerio, en su función de responsabilidad, y el derecho, como expresión vinculante del ministerio. De ahí que el Derecho canónico pueda ser considerado –siempre según K. Rahner– como la expresión imperativa de lo que es indicativo y constituye la esencia de la Iglesia 16. Desde esta perspectiva posee, al mismo tiempo, un carácter de servicio y una relatividad específica o particular.
La razón teológica por la que el ministerio neotestamentario tiene absolutamente necesidad de una forma jurídica no la explica Rahner sino a través del recurso a la estructura societaria de la Iglesia, que, al ser una comunidad de salvación (Heilsgesellschaft), posee necesariamente una estructura jurídica 17. Pero eso significa presuponer como premisa mayor del silogismo, con el que se justifica la existencia del derecho eclesial, el axioma ubi societas ibi est ius,que es de origen iusnaturalista y, como tal, incapaz en último extremo de fundamentar teológicamente el Derecho canónico.
  1. Cfr. sobre todo los dos capítulos «Die ekklesiologisches Grundlegung der Pastoraltheologie» (117-215) y «Die disziplin der Kirche» (333-343) del Handbuch der Pastoraltheologie. Praktische Theologie der Kirche in ihrer Gegenwart, ed. por F.X. Arnold-K. Rahner-V. Schurr-L.M. Weber, vol. I, Freiburg-Basel-Wien 1964; cfr. también: K. Rahner, Der theologische Ansatzpunkt, für die Bestimmung des Wessens des Amtspriestertums, en: Idem, Schriften zur Theologie, vol. IX, Einsiedeln-Zürich-Köln 19722, 366-372; Idem, La Iglesia y los sacramentos, Herder, Barcelona 1964, 103-115.
  2. Cfr. Handbuch der Pastoraltheologie, o.c., 136-137 y 336.
  3. Cfr. ibid., 334.
c) El Derecho canónico como función del concepto de Iglesia (H. Barion)
Si, para el jurista protestante R. Sohm, fe y derecho divergen de manera radical, para el canonista católico H. Barion esas mismas realidades convergen hasta coincidir, al menos, en dos niveles: antes que nada, en la posibilidad que tiene la fe de asumir una forma jurídica sin sacrificar su esencia, y, en segundo lugar, en el hecho de que la Iglesia no está dividida en dos realidades independientes entre sí, porque la, así llamada, Iglesia del derecho no es sino la legítima realización de la Iglesia de Cristo.
El primer punto de convergencia es ilustrado por H. Barion a través del análisis de la estructura de un dogma; este último es una afirmación de fe anunciada de forma jurídica y por ello, desde la perspectiva formal, es una norma jurídica (Rechtssatz) que prescribe, de forma jurídicamente vinculante, un contenido de fe. Este último, en cuanto tal, representa un elemento del derecho divino, que al haber sido formalizado como dogma contribuye a definir jurídicamente a la Iglesia. En este sentido: «La fe determina el concepto de Iglesia y este último determina el Derecho canónico» 18.
El segundo punto de convergencia entre fe y derecho es una consecuencia lógica del principio más veces afirmado por Han Barion: «el Derecho canónico es una función del concepto de Iglesia» 19. Efectivamente, ese principio no significa que el derecho eclesial sea una función de un concepto de Iglesia elegido de manera arbitraria, sino que representa un elemento necesario de la estructura invariable de la Iglesia, arraigado en el ordenamiento divino de la Iglesia de Cristo y que tiene la función de garantizar a la misma Iglesia permanecer fiel a su origen divino. Esta función del Derecho canónico está estrictamente ligada a la constitución jerárquica de la Iglesia, porque —como le gusta repetir al canonista alemán— la jerarquía se funda sobre el derecho divino y, a su vez, produce el Derecho canónico. Este último, en cuanto derecho divino, se funda en la Revelación y, en cuanto derecho eclesial, se funda en la jerarquía; ambos elementos, tomados en su conjunto, constituyen la Iglesia, que, como tal, es Iglesia del derecho. El Derecho canónico en vigor no es, pues, otra cosa que un desarrollo —aunque sea con la mediación de la jerarquía— de la fundación de la Iglesia por parte de Cristo 20.
  1. H. Barion, Rudolph Sohm und die Grundlegung des Kirchenrechts, Tübingen 1931, 26.
  2. Ibid. 13.
  3. H. Barion, Sacra Hierarchia. Die Führungsordnung der Katholischen Kirche, en: Tymbos für W. Ahlmann, Berlin 1951, 18-45, aquí 18.
Dos son los puntos débiles metodológicos de fondo de este intento de fundamentar teológicamente la existencia del Derecho canónico: por una parte, la consideración exclusivamente formal de dos realidades complejas y vitales como la fe y la Iglesia; por otra, el recurso a la voluntad fundacional de Cristo, que habría querido que su Iglesia estuviera dotada de una estructura jurídica 21. Ambos puntos débiles metodológicos están estrechamente ligados a una concepción de Iglesia como societas inaegualis, substancialmente inconciliable con la eclesiología del concilio Vaticano II.
2.3 Las nuevas vías metodológicas del Derecho canónico
Si pasamos revista a la producción canonística de la segunda mitad del siglo pasado hasta la promulgación del Código pío-benedictino en 1917, se puede constatar fácilmente que también los grandes canonistas, en vez de ocuparse del problema de la justificación teológica del Derecho canónico, se orientaron de manera preferente hacia el estudio sistemático de las fuentes y, en menor medida, hacia la elaboración de una teoría general del Derecho canónico. Las grandes obras histórico-sistemáticas de Hinschius, Wernz, Scherer y Sägmüller representan el resultado más importante de este trabajo. La canonística posterior a la primera codificación canónica se agotó, sin embargo, generalmente, en la realización de un análisis exegético-manualista de las normas del Código, con mayor frecuencia indiferente tanto a la exigencia de su fundamentación teológica, como a la necesidad de definir el propio método de trabajo científico.
Durante todo este tiempo, y en algunos sectores de la canonística hasta la víspera del concilio Vaticano II, el único punto de referencia desde el punto de vista metodológico –como se verá mejor en lo que sigue– fue la escuela romana del Ius Publicum Ecclesiasticum (IPE). Fue, efectivamente, esta última la que aplicó por vez primera de modo sistemático a la Iglesia la categoría, de procedencia iusnaturalista, de societas perfecta, en virtud de la cual puede decir una institución humana que posee todos los medios jurídicos para alcanzar de modo autónomo su propio fin. Si bien resulta innegable la fuerza apologética de semejante operación cultural, destinada a defender la
21. Para una crítica más amplia, cfr. P. Krämer, Theologische Grundlegung des kirchlichen Rechts. Die rechtstheologische Auseinandersetzung zwischen H. Barion und J. Klein im Licht des 11. Vatikanischen Konzils, Trier 1977, 47-62; H.J. Pottmeyer, Konzil oder CIC/1917? Die Konzilskritik des Kanonisten Hans Barion, en: Ministerium Iustitiae.Festschrift für H. Heinemann, edit. por A. Gabriels-H.J.F. Reinhardt, Essen 1985, 51-65.
libertad de la Iglesia frente a la autoafirmación del Estado liberal, como única sociedad soberana, también resulta fácilmente intuible su debilidad en orden a la fundamentación teológica de una estructura jurídica en la Iglesia. En última instancia, la única razón teológica que justifica la ecuación Ecclesiam esse societatem perfectam es un acto de la voluntad de Cristo entendido de manera nominalista: la Iglesia es una sociedad jurídicamente perfecta porque Cristo la ha querido así.
En el período preconciliar y conciliar, tanto por la disminución de la exigencia apologética como por el influjo del debate entre protestantes y católicos sobre la fundamentación teológica del derecho, diversos autores y escuelas canonísticas abandonaron la perspectiva filosófica y la orientación voluntarista del método del IPE, para empezar a recorrer nuevas vías metodológicas. Con todo, en la segunda mitad del siglo pasado se registró una sola excepción: la del sistema canónico del historiador del derecho y canonista G. Phillips (1804-1872).
a) La categoría bíblica del «Regnum Christi» (G. Phillips)
George Phillips pone en la base de todo su sistema canónico la ecuación «Ecclesia esse Regnum Christi» 22. Aunque en el plano metodológico no se puede negar la existencia de un cierto paralelismo entre esta tesis y la tesis central de la doctrina dominante del IPE, la línea argumentativa del canonista alemán (Iglesia = Reino de Cristo = Estructura jurídico-constitucional) presenta, ciertamente, una gran ventaja en orden a la fundamentación teológica del Derecho canónico: el eje en torno al que gira todo el sistema –la noción de Reino de Dios– es un concepto de procedencia bíblica y no filosófica.
Con la convicción de que el Derecho canónico es una realidad totalmente determinada por la noción de Iglesia y de que esta última ha sido fundada por Cristo como Reino de Dios en la tierra, el canonista germano fundamenta, en primer lugar, la juridicidad de la constitución de la Iglesia: no existe, en efecto, reino que no tenga una constitución monárquica y jurídica, por eso también la Iglesia, que es el reino fundado por Cristo, tiene su constitución monárquica y su derecho. En segundo lugar, la misma categoría de Regnum Christi permite ilustrar y comprender mejor la unidad y
22. Lo deduce inmediatamente de la introducción (3-14) al primer volumen de su famoso Kirchenrecht: G. Phillips, Kirchenrechts, vol. 1-4, Regensburg 1845-1851. Los aspectos constitucionales de la ecuación están desarrollados en la primera parte (1-287) del II volumen, en cuyo centro figura la cuestión de la unidad del poder eclesiástico (126-148).
el carácter indivisible del poder eclesiástico. Todo poder ha sido conferido por Dios a través del primado, por eso no sólo es imposible dividir o separar radicalmente el Ordo de la lurisdictio, sino que el Derecho canónico, en cuanto derecho de la Iglesia, se fundamenta en esta unidad.
Aunque desde hace tiempo se habla en la teología católica de un episcopado monárquico, resulta bastante evidente que existe un salto lógico tanto en la pretensión de poder deducir una estructura monárquica de la Iglesia a partir de la realidad teológica del Reino de Dios, como en la afirmación de que la misma tenga una naturaleza jurídica 23. Por otra parte, identificar la Iglesia con el Reino de Dios es teológicamente incorrecto y no corresponde a la doctrina eclesiológica del concilio Vaticano II. A pesar de estos graves límites, la obra de Phillips constituye sin duda, desde el punto de vista metodológico, un importante progreso, no tanto por haber situado en el centro de su pensamiento canonístico una categoría bíblica, sino más bien por haber identificado —aunque sea a partir de un aspecto parcial de la persona de Cristo— en la misma cristología el locus theologicus más apropiado para fundamentar teológicamente el Derecho canónico.
b) El concepto de «ordenamiento jurídico primario» (Canonística laica italiana)
Entre los primeros y más importantes intentos, posteriores a la promulgación del CIC/1917, encaminados a desarrollar una metodología diferente respecto a la dominante del IPE, hemos de incluir, a buen seguro, el de la canonística laica italiana, aun cuando esta no haya abandonado nunca del todo ni la categoría de societas perfecta, ni la instancia jurídico-apologética encaminada a reivindicar la autonomía del Derecho canónico respecto al estatal. La producción científica se distancia, de hecho, netamente respecto a la manualística de la primera mitad de este siglo, en el que la concentración sobre el estudio analítico del Código pío-benedictino había impedido dedicar tiempo y espacio a las cuestiones relativas a la fundamentación teológica y filosófica del derecho de la Iglesia.
Dos fueron los factores histórico-culturales que impulsaron a la escuela de los canonistas laicos italianos a comprometerse en la renovación métodológica de su propia disciplina: en primer lugar, salvar la enseñanza de su propia materia en las cátedras de derecho eclesiástico de las facultades
23. Cfr. A. Rouco Varela-E. Corecco, Sacramento e diritto: antinomia nella Chiesa?, o.c., 38.
estatales de jurisprudencia, en las que cada vez se volvía más aguda la exigencia de demostrar el carácter científico de la canonística como ciencia jurídica; en segundo lugar, el clima positivista dominante en estas facultades exigía necesariamente realizar un esfuerzo encaminado a la fundamentación del Derecho canónico a partir del sistema canónico mismo, sin tener que asumir, evidentemente, de modo teórico la doctrina pura del derecho, elaborada por H. Kelsen. A partir de estos factores histórico-culturales la fundamentación científica del Derecho canónico de la escuela canonista laica italiana se ha desarrollado en torno a dos temas centrales: el del carácter jurídico o juridicidad del Derecho canónico y el de la calidad jurídica de la ciencia canónica24.
La prueba de la juridicidad del Derecho canónico fue elaborada científicamente a partir del concepto de ordenamiento jurídico primario, que, aparentemente, no deriva de ningún presupuesto filosófico previo, aunque, de hecho, es fruto del positivismo jurídico dieciochesco. La calidad jurídica de la canonística, por otra parte, se deduce del examen lógico-jurídico de las normas canónicas, que demuestra la intrínseca unidad jurídica de tal ordenamiento. La habilidad teórica y el rigor científico con que los canonistas laicos italianos elaboraron estos dos temas disminuye cuando se trata de dar cuenta de la naturaleza específica del Derecho canónico respecto al del estado. En este punto no sólo se ven obligados a constatar la incapacidad epistemológica de su método de trabajo científico, sino a remitir el problema de la fundamentación teológica del Derecho canónico a la teología, declarándolo simplemente de naturaleza para-jurídica, por estar totalmente informado por la categoría de la salus animarum como fin último del ordenamiento canónico mismo 25. Esta grave limitación epistemológica de la escuela canonista laica italiana no ha sido superada ni siquiera con la sustitución posterior de la categoría de la salus animarum por la de del bonum commune ecclesiae, porque ese concepto no es de procedencia teológica sino socio-filosófica. Sabiendo esto, a finales de los años sesenta, otra escuela de canonistas laicos –la de Navarra– intenta superar esta limitación epistemológica de la escuela laica italiana, salvando al mismo tiempo su
  1. Para una reseña crítica de las diferentes contribuciones de la canonística laica italiana, cfr. por ejemplo: P. Fedele, Il problema dello studio e dell'insegnamento del diritto canonico e del diritto ecclesiastico in Italia, en: Archivio di Diritto ecclesiastico 1 (1939), 50-74; A. Rouco-Varela, Allgemeine Rechtslehre oder Theologie des kanonischen Rechtes? Erwägungen zum heutigen Stand einer theologischen Grundlegung des kanonischen Rechtes, en: AtkKR 138 (1969), 95-113.
  2. Cfr. E. Corecco, Teología del Derecho canónico, o.c., 1858 y, sobre todo, A. De La Hera, Introducción a la ciencia del derecho canónico, Madrid 1967, 23-76 y 223-248.
enorme bagaje técnico jurídico, mediante una reelaboración nacida de una nueva inspiración eclesiológica y pastoral.
c) La categoría eclesiológica de «Pueblo de Dios» (Escuela de Navarra)
La Escuela de Navarra, objetivamente más homogénea que la denominada canonística laica italiana 26, se caracteriza por una doble confrontación teórica: la relacionada con la propuesta del concilio Vaticano II de estudiar el Derecho canónico a la luz del misterio de la Iglesia (OT 16, 5) y la relacionada con la aplicación sistemática del concepto de ordenamiento jurídico primario, elaborado por los canonistas laicos italianos, al Derecho canónico.
En virtud de la primera confrontación, la Escuela de Navarra redescubre en la Iglesia las dimensiones del carácter social y de la justicia y, por consiguiente, la posibilidad de reivindicar para la canonística la tarea de la reflexión sub specie fidei sobre la estructura jurídica del misterio de la Iglesia; en virtud de la segunda confrontación le es posible realizar a la misma escuela un desarrollo ulterior de la reflexión sobre la juridicidad del Derecho canónico.
La categoría central, en la primera confrontación, es la de Pueblo de Dios, aplicada por la Lumen gentium a la Iglesia estructurada orgánica y comunitariamente. La dimensión jurídica de la Iglesia no es por ello una superestructura o una simple conveniencia, sino una necesidad sin la cual no sería comprensible la misma Iglesia, tal como fue fundada por el mismo Jesucristo. Con otras palabras, el Derecho canónico es el principio de orden social que el Fundador quiso para su Iglesia; el primero no es posible sin la segunda, y viceversa, porque existe simultaneidad entre orden jurídico y sociedad eclesial. De este modo se accede a la hipótesis de que la «voluntad fundacional de Cristo es la norma fundamental de la producción jurídica en la Iglesia y de la juridicidad de cada una de sus normas, sin ser una norma extraña al Derecho canónico, puesto que el Derecho divino es Derecho en la Iglesia en cuanto la informa, constituye y determina como sociedad jurídica o, si se quiere, como ordenamiento jurídico» 27. Y aquí esta-
  1. No es infrecuente, incluso entre los cuatro principales representantes de la Escuela (P. Lombardía, J. Hervada, P.J. Viladrich, A. De La Hera), el reenvío explícito de un autor a otro. Para una reseña comparada de sus principales tesis, cfr. C.R.M. Redaelli, 11 concetto di diritto de la Chiesa ne/la riflessione canonistica tra Concilio e Codice, Milano 1991, 163-224.
  2. Cfr. A. De La Hera, Introducción a la ciencia del derecho canónico, ac., 217.
lla la segunda confrontación teorética operada por la Escuela de Navarra. Antes de examinar esta última confrontación, de naturaleza más técnica, no podemos evitar, sin embargo, observar cómo la infraestructura teológica asegurada por la Escuela de Navarra a la ciencia canónica, por una parte, peca en última instancia –y no sin un cierto paralelismo con la moderna doctrina protestante– de voluntarismo y, por otra, se queda simplemente en un límite formal, en cuyo interior debe moverse la canonística para no derivar en soluciones técnico-jurídicas inconciliables con la eclesiología del concilio Vaticano II.
En la segunda confrontación, en cambio, la Escuela de Navarra recibe de los canonistas laicos italianos –de manera crítica y capaz de plantear nuevas soluciones– los temas del ordenamiento primario y de la juridicidad del Derecho canónico. El concepto de ordenamiento se aplica a la estructura jurídica de la Iglesia con conciencia de que el ordenamiento canónico no es la totalidad de la estructura de la Iglesia, sino sólo el conjunto de sus factores jurídicos considerados en su intrínseca conexión con los factores no jurídicos que, junto con los primeros, constituyen el Pueblo de Dios. En este sentido, el ordenamiento canónico no es otra cosa que la Iglesia considerada sub ratione iuris; dicho de otro modo: el ordenamiento canónico representa el concepto jurídico de la Iglesia, en el que, sin embargo, el elemento fundamental no está constituido por las normas, sino por las relaciones jurídicas. En consecuencia, la unidad de este ordenamiento jurídico no hay que buscarla en la unicidad de la fuente –el derecho divino con sus normas a las que hay que dotar de rango positivo-, sino en la unidad del cuerpo social que estas regulan. De este modo intenta superar la Escuela de Navarra tanto las limitaciones de la canonística tradicional, que, concentrada exclusivamente en las normas, no consigue dar plena razón de la unidad de la estructura jurídica eclesial, como las de la canonística laica italiana, que, a través de una noción particular de «positivización» del derecho divino, corre el riesgo de infravalorar su papel constitucional y fundacional en relación con la misma Iglesia. A pesar de ello, y precisamente a este mismo nivel, la dependencia de la Escuela de Navarra respecto a la ciencia jurídica secular se vuelve más evidente, como también demuestra el hecho de que su creador –Pedro Lombardía– haya podido señalar la elaboración de los derechos fundamentales del cristiano como el problema central del derecho constitucional de la Iglesia, porque, en última instancia, el Derecho canónico mismo, en su conjunto, no es otra cosa sino el principio del orden social exigido por las tensiones existentes asimismo en la vida de la Iglesia 28. Resulta evidente el uso de un concepto monista de derecho y, de hecho, desde la perspectiva epistemológica, la Escuela de Navarra concibe el Derecho canónico, no como ciencia teológica, sino jurídica, aun cuando su objeto sea un derecho caracterizable como ius sacrum.
d) El Derecho canónico como consecuencia metafísica del principio de la encarnación (W. Bertrams)
El jesuita alemán W. Bertrams ha elaborado, durante los largos años de enseñanza profesados en la Pontificia Universidad Gregoriana, ya en vísperas del concilio Vaticano II, un sistema canónico profundamente unitario, en el que el desarrollo lógico de la canonística como ciencia postula, necesariamente, una fundamentación ontológica del mismo Derecho canónico. Por esta razón, el punto de partida por él elegido, para justificar la existencia de un derecho de la Iglesia, es distinto y más claramente teológico que el de la escuela laica italiana. La tesis central de este nuevo sistema es la siguiente: la Iglesia, en cuanto continuación de la Encarnación de Jesucristo, es una sociedad humana elevada a la esfera del orden sobrenatural 29.
Si bien la idea central de esta tesis de la elevación era ya conocida desde hace tiempo por la tradición canónica católica, desde el punto de vista metodológico-sistemático ha sido desarrollada de un modo nuevo por Bertrams a partir del así llamado principio de la Encarnación. Según este principio, la estructura metafísica interna en la Iglesia, como en cualquier otra sociedad humana, no puede actualizarse sin la mediación de una estructura socio jurídica externa. Con otras palabras, así como el alma no puede manifestarse en el hombre sin la mediación del cuerpo, tampoco el elemento sobrenatural de la Iglesia puede verificarse históricamente sin la mediación de una estructura eclesial externa.
Por último, y en virtud de este mismo principio de la Encarnación, Bertrams atribuye de modo riguroso el munus sanctificandi al poder de orden y los docendi y regendi al poder de jurisdicción. Al hacer esto, olvida, por una parte, que tanto la enseñanza como el gobierno están ligados, en la Iglesia, al sacramento del orden, y, por otra, que la misma santificación no
  1. Cfr. P. Lombardía, Escritos de Derecho Canónico, vol. 1-3, Pamplona 1973-1974, sobre todo: vol. 2, 457-477; vol. 3, 121-133 y 471-501.
  2. Esta tesis ha sido elaborada sobre todo en estos escritos: W. Bertrams: Die Eigennatur des Kirchenrechts, en: Gregorianum 27 (1946), 527-566; Idem, Grundlegung und Grenzung des kanonischen Rechts, en: Gregorianum 29 (1948), 588-593; Idem, Vom Ethos des Kirchenrechts, en: Stimmen der Zeit 158 (1955/56), 268-283; Vom Sinn des Kirchenrechts, en: W. Bertrams, Quaestiones funda-mentales iuris canonici, Roma 1969, 47-60.
está separada del ejercicio de la potestas iurisdictionis. El riesgo de caer nuevamente en el dualismo entre orden sacramental y orden socio-jurídico permanece, a fin de cuentas, inalterado, a pesar del notable esfuerzo desarrollado por fundamentar ontológicamente la estructura jurídica de la Iglesia 30. A propósito de esta fundamentación ontológica es preciso observar aún lo que sigue.
La distinción entre estructura interna y externa de una sociedad, como instrumento conceptual para superar la contraposición entre sociedad y comunidad, es un principio fundamental de la teoría socio-filosófica de G. Grundlach, que Bertrams aplica a la Iglesia para fundamentar la existencia de su derecho. Desde esta perspectiva, la estructura jurídica de la Iglesia se impone, efectivamente, por el hecho, universalmente reconocido gracias a la antropología filosófica, de que la estructura interna del hombre tiende necesariamente a expresarse en el exterior a través de formas sociales, como confirma el axioma clásico: «In foro externo nihil est quod non apparet» 31.
Estas formas sociales-externas, antropológicamente fundamentadas, no constituyen simplemente la condición formal requerida para el ejercicio del derecho –postulado ya ontológicamente, para Bertrams, por la estructura interna de la economía de la salvación y, por consiguiente, de la Iglesia–, sino que crean el mismo derecho, dándole un contenido real. En efecto, según el canonista de la Gregoriana, los derechos fundamentales –arraigados en el bautismo– no sólo quedan suspendidos en su ejercicio, sino que hasta dejan de existir en el momento en que el fiel se coloca fuera del ordenamiento jurídico externo de la Iglesia 32.
Además del hecho de que los argumentos propuestos por Bertrams, para establecer un vínculo ontológico entre Iglesia y derecho, son, a fin de cuentas, de naturaleza filosófica y no teológica, su sistema se presta fácilmente a interpretaciones de carácter extrínseco. Para evitar este peligro, otros autores que se sitúan en la misma línea de pensamiento, en particular A. Stickler y H. Heimer133, han intentado situar la raíz última del carácter social de la Iglesia
  1. Éste es el claro juicio emitido por K. Mörsdorf, Schriften zum kanonischen Recht, edit. por W. Aymans-K. Th. Geringer-H. Schmitz, Paderborn 1989, 214.
  2. Cfr. W. Bertrams, De natura iuridica fori interni Ecclesiae, en: Periodica, 40 (1951), 307-340.
  3. Cfr. W. Bertrams, Die Eigennatur des Kirchenrecht, en: o.c., 536-547.
  4. Cfr. A.M. Stickler, Das Mysterium der Kirche in Kirchenrecht, en: Das Mysterium der Kirche in der Sicht der theologischen Disziplinen, edit. por F. Holböck-Th. Sartory, Salzburg 1962, vol. II, 571-647; H. Heimerl, Aspecto cristológico del Derecho Canónico, en: Ius Canonicum 6 (1966), 25-51; Das Kirchenrecht in neuen Kirchenbild, en:Ecclesia et lus, Festgabe für A. Schenermann zum 60. Geburstag, edición a cargo de K. Siepen-J. Weitzel-P. Wirth, München-Padeborn-Wien 1968, 1-24.
en el misterio mismo de la Encarnación del Hijo de Dios. Para Stickler, Jesucristo, al encarnarse, asumió la naturaleza humana en todas sus dimensiones, incluida la socio-comunitaria, que se realiza también jurídicamente en la Iglesia. Para Heimerl, el carácter jurídico de la Iglesia está postulado por el hecho de que ésta, en cuanto momento histórico en que se aplica la salvación, sigue siendo soteriológicamente mediadora de la intervención de Cristo en virtud también de su imperatividad normativa. Ninguno de los dos parece darse cuenta de que su fundamentación teológica del Derecho canónico se detiene en el umbral de la juridicidad, porque si bien es verdad que el misterio de la encarnación postula la visibilidad de la Iglesia y su unidad como «única realidad compleja, que esta integrada de un elemento humano y otro divino» (LG 8, 1), no se ha dicho aún de manera explícita si y por qué esa visibilidad postula necesariamente su juridicidad 34.
e) El Derecho canónico como necesidad sociológica (P. Huizing)
No es posible comprender el pensamiento del autor holandés P. Huizing sobre los fundamentos y la naturaleza del derecho en la Iglesia al margen del programa de desteologización del Derecho canónico y de desjuridización de la teología, lanzado por cierta corriente de la canonística postconciliar desde la tribuna internacional de la revista Concilium 35. Los objetivos principales de este programa son la inmediata reforma del Código de Derecho Canónico y la puesta al día pastoral de todas las leyes de la Iglesia, por lo que no cabe esperar de él una contribución teorética profunda adecuadamente articulada. Por lo demás, las contribuciones de los diferentes autores son muy heterogéneas y encaminadas a fines prácticos muy diversificados. Con todo, no resulta difícil encontrar en ellos algunos denominadores comunes en orden a su concepción del Derecho canónico y de su razón de ser.
Los rasgos más sobresalientes del esfuerzo encaminado a desteologizar el Derecho canónico, comunes a los diferentes autores de esta corriente de la canonística postconciliar, pueden ser resumidos de este modo.
El Derecho canónico, en cuanto ciencia, hace referencia a la teología, aunque sea diferente de ella y, en cambio, en cuanto ordenamiento eclesial, hace referencia a los sacramentos. Estas referencias del Derecho canónico
  1. Concuerdan en este juicio E. Corecco, Teología del Derecho canónico, o.c., 1861 y A. Rouco-Varela, Allgemeine Rechtslehrer oder Theologie des kanonischen Rechts, o.c., 111.
  2. Cfr. N. Edelby-J. Jiménez-P. Huizing, Derecho canónico y teología (Presentación), en: Concilium (1965), 3-6.
lo hacen particularmente mutable y adaptable a las exigencias eclesiales del tiempo. Precisamente por ser tal, el Derecho canónico tiene un marcado carácter de servicio y una función eminentemente pastoral en orden a la misión de la Iglesia. Esta función pastoral y de servicio no puede ser eficaz si el contenido normativo de la ley canónica no es aceptado por todos en la Iglesia 36.
La importancia decisiva de la recepción, para establecer en la Iglesia el carácter vinculante de una norma jurídica, revela el fundamento del Derecho canónico mismo: la Iglesia, como cualquier otra sociedad, «no puede prescindir de reglas obligatorias, reconocidas y observadas por todos los interesados», porque «cualquier comunidad que pretendiera subsistir sin un ordenamiento vinculante, terminaría por suicidarse» 37. Sin embargo, argumentando de este modo aparece claro que la razón última de la existencia del Derecho canónico es, únicamente, una exigencia de tipo sociológico y, consiguientemente, ese derecho es un reglamento puramente externo, positivo y humano, incapaz de determinar intrínseca y estructuralmente la vida eclesial. Las normas jurídicas tienen para esta última sólo un significado de reglas éticas u ordenadoras, porque la fuerza vinculante de la norma canónica no se deriva del fundamento metafísico-teológico, sino de su capacidad de allanar los posibles conflictos entre conciencia individual y pertenencia eclesial, entre carisma e institución.
f) Palabra y Sacramento como elementos fundamentales de la estructura jurídica de la Iglesia (K. Mörsdorf)
Ya antes del concilio Vaticano II38, y sobre todo en virtud de su decisión de medirse hasta el fondo –aunque a una distancia de más de cincuenta años– con la crítica radical de Sohm al Derecho canónico, K. Mörsdorf (1909-1989) se dio cuenta, con una extrema perspicacia, de que, para con-
  1. Cfr. P. Huizing, La reforma del Derecho canónico, en: Concilium 8 (1965), 101-129, sobre todo p. 115; Idem, El ordenamiento eclesiástico, en: MySal, IV/2, Madrid 1975, 160-184, aquí sobre todo 172, 173-175 y 178-183; 1dem, Teologia pastorale dell'ordinamento canonico, en: Gregorianum 51 (1970), 113-128.
  2. Cfr. P. Huizing, Teologia pastorale, o.c., 119 e Idem, El ordenamiento eclesiástico, o.c., 161.
  3. En efecto, en orden cronológico, los principales ensayos de Klaus Mörsdorf sobre este argumento son todos ellos anteriores o contemporáneos al Concilio: Zur Grundlegung des Rechtes der Kir-che, en: Münchener Theologische Zeitschrift 3 (1952), 329-348; Altkanonisches «Sakramentrecht»? Eine Auseinandersetzung mit den Anschauungen Rudolf Sohms über die inneren Grundlagen des Decretum Gratiani, en: Studia Gratiana 1 (1953), 485-502; Kirchenrecht, en: Lthk, vol. VI (1961), 245-250;Wort und Sakrament als Bauelemente der Kirchenverfassung, en: AfkKR 134 (1965), 72-79.
seguir proporcionar la prueba teológica de la necesidad de la existencia de un orden jurídico eclesial, la canonística debía evitar todo espiritualismo o extrinsecismo eclesiológico, así como toda solución de tipo iusnaturalista. Debía demostrar que la dimensión jurídica está presente ya en los elementos estructurales sobre los que Cristo quiso fundar la Iglesia; o bien que el precepto jurídico está contenido ya en los elementos estructurales de la economía de la Salvación. Como afirma en la introducción al primer volumen de su ya famoso manual: «La estructura jurídica de la Iglesia se fundamenta en su origen divino en el Hombre-Dios y en el santo señorío por El ejercido en ella» 39.
Precisamente a partir de esta convicción de que con el Derecho canónico está en juego la comprensión misma del misterio de la Iglesia, K. Mörsdorf supera los numerosos intentos –válidos aunque no convincentes de todo– de fundamentar cristológicamente la existencia del Derecho canónico, y consigue relacionarlo establemente con la teología. El puente eclesiológico establecido por Mörsdorf entre el misterio de la encarnación –como principio determinante de la estructura de la Iglesia– y el ordenamiento jurídico eclesial se apoya en dos pilares: la Palabra y el Sacramento.
Estos últimos son elementos constitutivos primarios y no derivados de la Iglesia. En efecto, como afirma explícitamente el canonista de Munich: «Palabra y Sacramento son dos elementos diferentes, aunque recíprocamente ligados, de la construcción de la Iglesia visible» 40.
Ambos –en cuanto palabra y signo– son, al mismo tiempo, formas primordiales de comunicación humana y por ello tienen una estructura ontológica capaz de expresar un precepto jurídicamente vinculante.
Efectivamente, en cualquier tradición humana, y no sólo bíblica, a través de la palabra y el símbolo han aparecido hechos jurídicamente relevantes. Asumiéndolos para comunicar al hombre la salvación, Cristo les ha conferido un valor sobrenatural y una incidencia soteriológica, capaces de vincular al fiel no sólo moral sino también jurídicamente. «La palabra se convierte en kerygma y el símbolo en signo sacramental de la presencia de Dios» 41. Al encarnarse, Jesucristo ha dado a la palabra y al sacramento un valor definitivo para la existencia humana, porque ha imprimido en ellos «una dimensión generadora y conservadora de comunidad» 42.
  1. K. Mörsdorf, Lb, vol. I, 13.
  2. K. Mörsdorf, Zur Grunuilegung des Rechtes der Kirche, o.c., 330.
  3. E. Corecco, Teología del Derecho canónico, o.c., 1862.
  4. K. Mörsdorf, Lb, vol. I, 14.
Esta fuerza, intrínseca y vinculante, hace de la Palabra de Cristo un elemento esencial de la construcción de la Iglesia visible, elemento que tiene una fuerza jurídica propia. Esta última no se fundamenta, sin embargo, en la capacidad que tiene la Palabra de ser comprendida por quien la escucha, sino en el motivo formal que le viene del hecho de que quien la pronuncia es el mismo Hijo de Dios: locutio Dei attestans. Con otras palabras: «El anuncio de la Palabra de la Iglesia tiene carácter jurídico porque ésta obra por mandato del Señor. El Señor ha planteado la petición de Dios de un modo que el interpelado está obligado a la obediencia, no sólo en virtud del intrínseco carácter razonable de la Palabra, sino también por la razón formal de que el anunciador de la Palabra es el Hijo de Dios. Este exige el reconocimiento con la explícita apelación al hecho de ser el enviado del Padre. Cuando le impugnan los fariseos, afirmando que su testimonio no es verdadero porque da testimonio de sí mismo, el Señor objeta a partir de la regla del derecho israelítico según la cual el testimonio de dos hombres tiene valor de prueba, y remite por ello al Padre, que lo ha enviado, como segundo testigo» 43. Así entendido, queda fuera de duda el carácter jurídico de esta dimensión de exigencia (Geltungsanspruch) de la Palabra del Señor. Cristo la hace derivar de la propia misión recibida del Padre, que le permite despertar en sus oyentes la impresión de estar frente a alguien capaz de hablar «...sicut potestatem habens» (Mt 7, 29). Los Apóstoles, en cambio, la hacen derivar del hecho de haber sido elegidos personalmente por Cristo como representantes jurídicamente constituidos con plenos poderes (rechtliche Bevollmächtigung). Consecuentemente, también la Palabra de los obispos requiere obediencia y posee carácter jurídico en virtud de haber sido pronunciada en nombre y por cuenta del Señor. La misma fuerza, intrínseca y vinculante, posee el signo sacramental. Así pues, K. Mörsdorf capta y desarrolla la dimensión jurídica del sacramento en su analogía con el símbolo jurídico (Rechtssymbole). Tanto el sacramento como el símbolo son signos sensibles que producen de manera eficaz una realidad invisible.
El símbolo produce esta realidad invisible, porque, tanto en la tradición cultural universal (aunque sobre todo en la oriental) como en la tradición bíblica, ha sido considerado siempre como un tipo de comunicación humana que tiene un efecto invisible, aunque socialmente reconocido como fuente de derechos y deberes y, por consiguiente, como hecho jurídica-
43. Ibid., p.14.
mente vinculante 44. Pertenece a esta simbología jurídica, por ejemplo, el acto de compraventa en el derecho germánico, según el cual la disponibilidad material del bien era necesaria para la titularidad del correspondiente derecho de propiedad. Muchos elementos de esta simbología jurídica se han quedado en la Iglesia, especialmente en su liturgia. Basta con pensar en la imposición de las manos en la administración del orden sagrado, que tiene un origen evidente en la cultura jurídica oriental.
El sacramento, en cambio, produce también una realidad invisible, que es fuente de derechos y deberes, y, por consiguiente, jurídicamente relevante, mas lo hace, no en virtud de un reconocimiento por parte de la asociación humana a cuya tradición pertenece tal símbolo jurídico, sino gracias al hecho de que el sujeto último que realiza tal signo es Cristo mismo, que, al instituirlo, le ha impreso un significado propio y una eficacia propia.
Fijándose en el estricto parentesco que existe entre símbolo jurídico y sacramento, el canonista de Munich consigue, al mismo tiempo, fundamentar la juridicidad del orden sacramental de la Iglesia y su especificidad, en cuanto ius sacrum, respecto al derecho estatal. Es más, precisamente porque la Palabra y el Sacramento obligan, no en virtud de su contenido subjetivamente percibido, sino por el hecho de que el sujeto último que las pronuncia y los celebra es Cristo, ambos poseen un carácter formal jurídico, que confiere al Derecho canónico una fuerza vinculante mayor que la del derecho estatal, porque está más profundamente arraigada en la normativa del ius divinum positivum.
Eso no significa, naturalmente, que, para K. Mörsdorf, todo el Derecho canónico en su conjunto deba ser considerado como ius divinum. En efecto, todo cuanto Dios efectúa a través de la Palabra y el Sacramento es, a un tiempo, don (Gabe) –cuya eficacia salvífica depende de la aceptación en la fe por parte del hombre– y tarea (Aufgabe), que se realiza en la decisión libre y personal de este último. Por consiguiente, en la estructura jurídica de la Iglesia es posible –de modo análogo a cuanto sucede en el sacramento, donde se distingue entre el signo exterior y el efecto interno de la gracia causado por el primero– distinguir entre un orden constitutivo, basado en la Iglesia como signo sacramental de salvación, independiente en última instancia de la voluntad del hombre, y un orden operativo, en el que lo que se
44. La capacidad que tiene el símbolo de suscitar responsabilidad y solidaridad, valores fundamentales de la cultura jurídica, también ha sido puesta de relieve por los análisis más recientes de la experiencia simbólica realizados por la ciencia de las religiones, por la filosofía y por la antropología; cfr., por ejemplo, J. Vidal, Sacro, símbolo, creativitá,Milano 1992, 34 y 82-85.
fundamenta en el primero puede encontrar su desarrollo fructífero y eficaz gracias a la libre adhesión del hombre45. Ambos órdenes son distintos, pero no separables, porque no son otra cosa que las dos caras de la misma realidad: la Iglesia, que, como enseñará el concilio Vaticano II, es «una realitas complexa» (LG 8, 1).
Una vez más resulta evidente que, para Mörsdorf, la especificidad del Derecho canónico está completamente informada por la naturaleza sacramental de la Iglesia. Por esta razón no puede concebir la ciencia canónica sino como «una disciplina teológica con método jurídico» 46. ¿Es esto legítimo? Se le ha reconocido a K. Mörsdorf el enorme mérito de haber encontrado un locus theologicus preciso al Derecho canónico y haber desarrollado una fundamentación teológica segura y convincente, por otra parte –precisamente porque el método de toda ciencia debe ser definido por su objeto– no es posible dejar de preguntarse si es, efectivamente, posible aplicar el método jurídico a una realidad teológica. Sólo a la luz de la enseñanza del concilio Vaticano II sobre la Iglesia como communio podrán elaborar los discípulos de Mörsdorf una respuesta a esta pregunta. El concepto de communio es el que, efectivamente, define mejor el tipo de agregación social generada sobre todo por la Palabra y el Sacramento, aunque también por la fuerza congregadora del carisma. Por esa razón, sólo después de haber identificado en la realización de la communio el telos específico del derecho de la Iglesia, diferente del fin último del ordenamiento jurídico del Estado, le será posible a la Escuela de Munich, fundada por el mismo Mörsdorf, clarificar con mayor precisión y seguridad su propia metodología y epistemología.

3. Desarrollos sistemáticos de la fundamentación teológica
del Derecho canónico a la luz del concilio Vaticano II
La rápida reseña de los principales intentos de fundamentación del Derecho canónico, elaborados en el campo católico, ha demostrado claramente que o el derecho eclesial es entendido como una realidad no extrínseca, sino que pertenece a la esencia misma de la Iglesia, o bien no tiene ningún nexo con el misterio de esta última y su función salvífica. Ahora
  1. Cfr. L. Mörsdorf, Lb, vol. I, 16-21 y sobre todo p. 17.
  2. Ibid., 36.
bien, como enseña el concilio Vaticano II, la naturaleza de este misterio es sacramental (LG 1), por lo que ésta —en todos sus aspectos y, por consiguiente, también en el jurídico— es cognoscible, en última instancia, sólo a través de la fe.
Eso no significa atribuir al Derecho canónico un valor salvífico semejante al que posee la Palabra de Dios y los Sacramentos, sino explicar cómo la Iglesia tiene necesidad de este derecho para ser ella misma, para permanecer en el tiempo y en el espacio como sacramento de salvación de todos los hombres. Antes de mostrar cómo, en la base de la eclesiología conciliar, el Derecho canónico no es otra cosa sino la dimensión estructural implícita de la comunión eclesial, es necesario, no obstante, propedéuticamente, señalar los principios que legitiman la existencia de un derecho semejante.
3.1 Principios de legitimación de un derecho eclesial
Ha sido mérito de P. Krämer haber señalado y desarrollado la importancia propedéutica de estos principios para comprender, correctamente, la enseñanza de la Escuela de Munich sobre el estatuto ontológico, epistemológico y metodológico del Derecho canónico 47. Los principios de un Derecho canónico teológicamente fundamentado son tres: comunidad eclesial, libertad religiosa y vínculo en la fe.
a) Comunidad eclesial
Sería un esfuerzo malgastado buscar en la Biblia una enseñanza explícita sobre el significado del derecho para el Pueblo de Dios. Con todo, como sucede con frecuencia también en otros temas no tratados expressis verbis por la Sagrada Escritura, ésta proyecta en su conjunto una luz clarificadora sobre el significado teológico de tal noción, y además, en la terminología bíblica, el Acontecimiento mismo puede ser una Palabra 48.
A pesar de que, con frecuencia, las superposiciones legalísticas de los rabinos habían ofuscado el carácter esencial de la ley hebraica, no es difícil
  1. Los principales escritos dedicados a este tema por el canonista de Eichstätt son: P. Krämer, Theologische Grundlegung des kirchlichen Rechts, o.c.; Idem, Kirchenrecht 1. Wort-Sakrament-Charisma, Stuttgart-Berlin-Köln 1992, 23-27.
  2. Cfr. por ejemplo, J. Ratzinger, L'interpretazione biblica in conflitto. Problemi del fondamento ed orientamento dell'esegesi contemporanea, en: I. de la Potterie y otros,L'esegesi cristiana oggi, C. Monferrato 1992, 93-125, especialmente p. 120.
advertir cómo, en los escritos del Antiguo Testamento, la voluntad salvífica de Dios hacia el hombre se describe normalmente con expresiones jurídicas 49.Es más, se acepta unánimemente que «la más preciosa contribución proporcionada por el pensamiento jurídico veterotestamentario ha sido presentar a Dios como fuente inmediata y personal del derecho» 50. Si bien, por una parte, esta inmediatez del origen divino del derecho ha terminado por acentuar unilateralmente el carácter voluntarista, hasta el punto de identificar la práctica de la ley con la obediencia a la voluntad de Dios, por otra, no significa que el Antiguo Testamento haya querido reducir a una relación jurídica la que existe entre Dios y el hombre. El carácter jurídico de la voluntad divina, manifestado por el discurso veterotestamentario sobre el derecho, pretende simplemente indicar que en ella no hay ningún elemento arbitrario o abusivo, sino que más bien se fundamenta precisamente en ella la dignidad de la persona humana. El hombre ha sido puesto por Dios en el centro de la creación y de su designio de salvación, por lo que el hombre no carece de derecho frente a Dios, puesto que, en realidad, tiene «una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana» (GS 16).
En los escritos neotestamentarios la ley hebraica está, en parte, confirmada (Mt 7, 12) y, en parte, relativizada en su función (Ga 3, 24-25), pero siempre y en cada caso completada y profundizada en su significado (Mt 5, 17), sobre todo gracias al subrayado del amor o comunión como criterio último que debe informar las relaciones del hombre con Dios y con sus semejantes 51. De modo particular, en la Nueva Alianza, libertad y ordenamiento (comunidad) son dos realidades escatológicas y como tales relativas entre sí: «El eschaton se hace histórico y se socializa, a la vez, como libertad ordenada y como ordenamiento libre» 52. Con otras palabras, el ordenamiento de la comunidad, en cuanto arraigado en el ius divinum, está al servicio de la libertad, y esta misma constituye el dinamismo del ordenamiento jurídico.
  1. Cfr., por ejemplo, Ex 20, 2-17; Dt 17, 14-20; Jr 1, 17; 30, 18; Lv 20, 2-5; Pr 1, 3. Para una visión de conjunto del concepto bíblico de derecho, cfr. A. Stiegler, Der kirchliche Rechtsbegriff. Elemente und Phasen einer Erkenntnisgeschichte, München 1958, 31-70.
  2. E. Corecco, Derecho, en: Diccionario Teológico Interdisciplinar, I, Salamanca 1982, 109-151, aquí 117.
  3. Cfr. Mt 12, 28-34 y 1 Jn 4, 7; para un análisis del significado neotestamentario del amor, cfr. C. Spicq, Art. en: Lexique théologique du Nouveau Testament, Fribourg 1991, 18-23.
  4. H. Schürmann, Die neubundliche Begründung von Ordnung und Recht in der Kirche, en: Idem, Studien zur neutestamentlichen Ethik, Stuttgart 1990, 247-268, aquí 264.
De estos datos bíblicos sobre el significado teológico del derecho se puede deducir un primer principio de legitimación de un derecho eclesial teológicamente fundamentado: un derecho eclesial es legítimo sólo si se refiere a la comunidad eclesial y si saca a la luz los elementos que la constituyen como comunidad salvífica fundada por Jesucristo; ese mismo derecho no es legítimo si pretende determinar de modo jurídicamente vinculante la relación inmediata del hombre con Dios, como si fuera posible hacer entrar tal relación en normas jurídicas 53.
b) Libertad religiosa
El axioma agustiniano «credere non potest horno, nisi volens» 54 ha encontrado una solemne confirmación en la declaración conciliar sobre la libertad religiosa: «Uno de los capítulos principales de la doctrina católica, contenido en la palabra de Dios y predicado constantemente por los Padres, es que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios, y que, por tanto, nadie debe ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado por Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios, que se revela a sí mismo, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe. Está, por consiguiente, en total acuerdo con la índole de la fe el excluir cualquier género de coacción por parte de los hombres en materia religiosa. Y por ello, el régimen de libertad religiosa contribuye no poco a fomentar aquel estado de cosas en que los hombres puedan fácilmente ser invitados a la fe cristiana, abrazarla por su propia determinación y profesarla activamente en toda la ordenación de la vida» (DH 10).
Con esto los padres conciliares querían afirmar, sobre todo, el derecho a la libertad religiosa en toda sociedad civil, un derecho arraigado en la dignidad de la persona humana y conforme con la revelación cristiana. Tal derecho, sin embargo, no ha de ser limitado a la libre aceptación de la fe, como pudiera deducirse del contexto dedicado a las misiones en el que lo había insertado el Código pío-benedictino. El derecho a la libertad religiosa ha de ser referido al ejercicio de la fe en su globalidad: no sólo es libre el
  1. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, o.c., vol. I, 24.
  2. Cfr. PL. 43, 315 (Contra litteras Petiliani). Desde entonces, bajo formas diferentes, siempre ha estado presente en la tradición canónica, cfr. CIC/1917 can. 1351: Ad amplexandam fidem catholicam nemo invitus cogatur.
acto de fe, sino también su modo de configurar la vida del hombre55. En efecto, los padres del Concilio afirman nuevamente: «La dignidad humana requiere, por tanto, que el hombre actúe según su conciencia y libre elección, es decir, movido e inducido por convicción interna personal y no bajo la presión de un ciego impulso interior o de la mera coacción externa» (GS 17).
De esta clara enseñanza del concilio Vaticano II se deduce un segundo principio de legitimación de un derecho eclesial teológicamente fundamentado: un derecho eclesial es legítimo sólo en la medida en que respeta el derecho a la libertad religiosa; ese mismo derecho eclesial no es legítimo en caso de lesionar o abolir el derecho a la libertad religiosa 56.
c) Vínculo en la fe
Las investigaciones exegéticas y semánticas sobre los términos griegos –leuqer–a (libertad) y parrhs–a (franqueza), aptos para expresar la noción de libertad, han demostrado ampliamente, que precisamente en su acepción jurídica, la libertad es un concepto que lleva al ser más que al hacer 57. Libertad, plena pertenencia, filiación (Ga 4, 5) y posesión de derechos son términos sinónimos en el lenguaje teológico. Por esa razón no es posible hablar en la Iglesia de libertad prescindiendo del vínculo de la fe. El ordenamiento eclesial de la libertad está completamente destinado a hacer posible que la Palabra y el Sacramento comuniquen en la fe la participación en el ser divino de modo auténtico e íntegro 58. En este ordenamiento, al principio de la libertad y responsabilidad personal en el acto de fe corresponde la obligación de «buscar la verdad», de «adherirse a la verdad conocida» y de «ordenar toda la vida siguiendo las exigencias de la verdad» (DH 2, 2).
Tanto la enunciación formal o la proclamación definitiva de las verdades de la fe, contenidas en el depositum fidei de la Iglesia católica, como la obligación de prestar el propio asentimiento personal a estos credenda, tienen un valor normativo y son de naturaleza jurídica. Eso no significa, sin embargo, que la fe, acto libre por excelencia, tenga que ser considerada en la Iglesia, que es comunidad de fe, como una realidad jurídica rígida. No se
  1. Cfr. H. Schmitz, Tendenzen nachkonziliaren Gesetzgebung, Trier 1979, 31.
  2. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, o.c., vol. I, 25.
  3. Cfr. sobre todo: D. Nestle, Eleutheria. Studien zum Wessen der Freiheit bei den Griechen und in Neuen Testament. Teil 1 Die Griechen, Tübingen 1967; H. Schlier, parrhs-a, en: Grande Lessico del N.T., IX, Brescia 1974, 877-932.
  4. Cfr. J. Ratzinger, Loi de l'Église et liberté du chrétien, en: Studia Moralia 22 (1984) 171-188.
debe a casualidad que los Padres del Concilio hablen de progreso en la «inteligencia de la fe» (GS 62, 2) y en la comprensión de la «sagrada tradición» (DV 8, 2), e incluso de una «"jerarquía" en las verdades» (UR 11, 3). Este proceso es profundamente dinámico, porque lo guía el Espíritu Santo a través de dos dones, de naturaleza carismática, que ha hecho a la Iglesia: el de la infalibilidad (LG 25, 3) y el del sensus fidei (LG 12, 1).
De todo esto se deriva un tercer principio de legitimación de un derecho eclesial teológicamente fundado: un derecho eclesial será legítimo si sirve al mismo tiempo a la realización de una transmisión íntegra de las verdades de fe y a una adhesión a éstas libre y viva; ese derecho será, en cambio, ilegítimo si pretende llevar a cabo la protección de la fe con una normativa rígida y tan abstracta que desconozca el papel de la oportuna y libre decisión en la fe59.
Comunidad, libertad y vínculo legitiman la existencia de un derecho eclesial, porque a ellos se refiere cualquier noción de derecho. Con todo, haber mostrado la aplicabilidad de estos principios a la Iglesia no supone aún haber demostrado la necesidad de un Derecho canónico. Para hacer esto es preciso analizar más de cerca el concepto de Iglesia teniendo presente, como sugiere A. Rouco Varela –discípulo de K. Mörsdorf–, que, al tratarse de un misterio no se puede concentrar la propia atención únicamente en un aspecto particular –como, por ejemplo, el de Pueblo de Dios o el de Cuerpo místico de Cristo–, sino que es necesario proceder de manera progresiva teniendo presentes todos los nexos esenciales de que éste está constituido 60. Después será necesario, aunque sea brevemente, evaluar el significado teológico específico de cada uno de estos nexos en el proceso de formación del orden jurídico-eclesial, que encuentra en la communio su propio fin último.
3.2 Fuentes de la estructura jurídica de la Iglesia como «communio»
El concilio Vaticano II se había puesto como tarea principal volver a decir al mundo cómo se ve la Iglesia a sí misma y cómo concibe su misión entre los hombres. Para llevar a cabo esta tarea partieron los Padres conciliares de una visión «sacramental» 61 del misterio eclesial: «La Iglesia es en
  1. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, o.c., 27.
  2. A. Rouco Varela, Le Statut ontologique et epistémologique du droit canonique. Notes pour une théologie du droit canonique, en: RSPhTh 57 (1973), 203-227.
  3. Cfr. LG 9, 3; 48, 2; AG 1, 1 y el estudio de O. Semmelroth, La Iglesia como sacramento de salvación, en: MySal, IV/1, Madrid 1977, 171-188.
Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano» (LG 1). En esta visión está ya presente, de modo implícito, la visión de la Iglesia como «communio cum Deo et hominibus», que será la idea central y fundamental de los documentos del Concilio y convertirá la eclesiología de comunión en el «fundamento para el orden de la Iglesia y, sobre todo, para una correcta relación entre unidad y pluralidad en la Iglesia» 62.
Precisamente por ser central y fundamental, el concepto de koinwn–a es apto para reasumir y manifestar todos los significados teológicos y jurídicos de las diferentes imágenes con que el concilio Vaticano II describe el misterio de la Iglesia. Es más, dado que este último vivit iure divino, estudiar las fuentes a partir de las cuales se estructura jurídicamente la Iglesia como communio significa clarificar las relaciones entre comunión eclesial y Derecho canónico y, por ende, profundizar ulteriormente en el discurso sobre los fundamentos teológicos de este último.
a) Los principales elementos de la noción conciliar de Iglesia y su significado para el Derecho canónico
Al final del segundo capítulo de la constitución dogmática Lumen gentium sintetizan los Padres conciliares en una sola frase las imágenes bíblicas que han usado para describir el misterio de la Iglesia: «Así, pues, la Iglesia ora y trabaja para que la totalidad del mundo se integre en el Pueblo de Dios, Cuerpo del Señor y Templo del Espíritu Santo, y en Cristo, Cabeza de todos, se rinda al Creador universal y Padre todo honor y gloria» (LG 17). La perspectiva trinitaria de esta descripción del misterio de la Iglesia no hace sino acentuar el carácter complementario y de recíproca integración de las tres imágenes bíblicas usadas: Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo 63.
Con el redescubrimiento de la imagen bíblica de Pueblo de Dios, los Padres conciliares –sobre todo en LG 9– pretenden poner de manifiesto tres características fundamentales de la Iglesia: su estar constituida no por una deliberación humana, sino por una selección o elección de Dios (LG 6, 3 y 4); su carácter de comunidad, puesto que Dios conduce a los hombres a la salvación, no de modo individual, sino reuniéndolos en su pueblo (LG 4, 2);
  1. Cfr. Sínodo de Obispos, Relatio finalis. Exeunte coetu secundo (7 dic 1985), II, C, 1, en: EV, 9, n. 1800.
  2. Cfr. Aymans-Mörsdorf, Kan R I, 21.
su orientación dinámica en cuanto Pueblo que camina entre lo que Dios ha hecho ya para la salvación del hombre y lo que aún no se ha manifestado (LG 5, 2; 8, 4). En consecuencia, no resulta difícil captar, en las recíprocas relaciones existentes entre todos aquellos que pertenecen a la Iglesia como Pueblo de Dios, aspectos de naturaleza jurídica: la corresponsabilidad de todos en la misión de la Iglesia (LG 31, 1); su igualdad en la dignidad y en la acción (LG 32, 3); sus derechos y deberes en la edificación de la Iglesia (LG 37, 1).
La aplicación simultánea de la imagen paulina de Cuerpo místico de Cristo permite a los Padres conciliares poner inmediatamente en guardia frente a posibles interpretaciones unilaterales: el Pueblo de Dios existe sólo como Cuerpo místico de Cristo (LG 7, 3 y 4), porque sólo en Jesucristo encuentra la historia de la salvación su cumplimiento y su forma radicalmente nueva. La Iglesia, en cuanto tal, es una realidad sacramental, y por eso visible e invisible a un mismo tiempo, de la íntima unión con Dios y con los otros hombres (LG 1). Eso, desde el punto de vista canonístico, significa al menos dos cosas: en primer lugar, el carácter social y visible de la Iglesia es de naturaleza sacramental y, por consiguiente, no cualificable a partir de parámetros seculares, como había hecho, no obstante, Roberto Belarmino al comparar –en reacción a la reforma protestante– la visibilidad de la Iglesia con la de la República de Venecia; y, en segundo lugar, la comunidad eclesial está estructurada jerárquicamente, porque la diversidad de los oficios depende de la variedad de los dones otorgados por el Espíritu Santo y «entre estos dones resalta la gracia de los Apóstoles, a cuya autoridad el mismo Espíritu subordina incluso los carismáticos» (LG 7, 3).
Por último, en numerosos pasajes –como, por ejemplo, LG 4, 1; SC 2; AG 7, 2 y PO 1– los Padres conciliares definen a la Iglesia como «Templo del Espíritu Santo», porque si «la Cabeza de este cuerpo es Cristo» (LG 7, 4), la función que en el mismo cuerpo desempeña el Espíritu Santo es comparable a «la función que ejerce el principio de vida o alma en el cuerpo humano» (LG 7, 7). Eso significa que el Espíritu Santo instruye y dirige a la Iglesia «con diversos dones jerárquicos y carismáticos» (LG 4, 1), por lo que también los fieles, a quienes han sido otorgados los segundos, tienen el derecho y el deber de ejercitarlos para el bien de toda la comunidad eclesial (AA 3, 3), para la edificación de la Iglesia como realidad de comunión.
Con esta última noción resumen y sintetizan los Padres conciliares todos los diferentes aspectos del misterio de la Iglesia, ilustrados con la recuperación de las imágenes bíblicas acabadas de analizar. En efecto, a pesar del uso polivalente del término neotestamentario koinwn–a, cuyo significado principal era el de «posesión común de un bien» o «participación en un interés común» 64, es posible señalar fácilmente dos acepciones fundamentales de la noción conciliar de communio: la primera designa de manera genérica las relaciones humanas comunitarias (communio inter personas o communio fraterna); la segunda indica la realidad sacramental, y por ello cualitativamente distinta, de las relaciones eclesiales; tanto a nivel eclesiológico como al de la antropología teológica.
Son diversos los significados canonísticos de esta segunda acepción de la noción conciliar de communio. Antes de pasarles revista resulta, sin embargo, indispensable ilustrar cómo Palabra, Sacramento y Carisma concurren en la estructuración jurídica de esta «una realitas complexa» (LG 8, 1), que es la Iglesia como comunión, porque los tres constituyen sus fuentes primarias.
b) Palabra y Sacramento en la edificación de la comunión eclesial
La prioridad sistemática y substancial devuelta por K. Mörsdorf, incluso antes del concilio Vaticano II, a la Palabra y al Sacramento en orden a la edificación de la Iglesia, también en sus aspectos jurídicos, ha sido reforzada tanto por el redescubrimiento de la reciprocidad estructural entre estos dos instrumentos originarios de la comunicación eclesial de la salvación, como por el registro de la complementariedad entre la raíz escatológica y la pneumatológica de la unidad operativa entre Palabra y Sacramento en la edificación de la Iglesia como communio.
En efecto, después del concilio Vaticano II, por un lado, la relación Palabra-Sacramento ha de ser definida en el interior de un abanico de posiciones que van desde la de O. Semmelroth, según el cual la Palabra ha de ser comprendida como cuasi-sacramento, a la de K. Rahner, según el cual el Sacramento ha de ser considerado como «el más alto tipo de eficacia de la Palabra expresada» 65. De todos modos, hay un dato en el que todos están de acuerdo: Palabra y Sacramento son dos entidades distintas, pero recíprocamente ordenadas, y por eso deben ser consideradas como dos principios, estrictamente unidos y dependientes entre sí, del único proceso –cristológico
  1. J. Hamer, L'Église est une communion, Paris 1962, 176. Para un análisis canonístico de esta noción conciliar, cfr. O. Saier, Communio in der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils. Eine rechtsbegriffliche Untersuchung, München 1973, sobre todo 1-24.
  2. A este respecto, cfr. el breve aunque preciso artículo de G. Koch, Wort und Sakrament, en: LKD, 559-560, donde recoge lo esencial de su ensayo precedente: Wort und Sakrament als Wirkweisen der Kirche, en: G. Koch u. a., Gegennwärtig in Wort und Sakrament, Freiburg 1976, 48-83.
y pneumatológico– de la formación de la Iglesia como lugar de salvación para el hombre 66. Por otro lado, precisamente dentro de esta perspectiva se vuelve cada vez más claro que si el origen cristológico de la Palabra y el Sacramento –como ha demostrado ampliamente K. Mörsdorf– imprime una fuerza jurídicamente vinculante al común carácter simbólico comunicativo, la explicitación del valor jurídico de este último no suprime, sin embargo, la intrínseca dinamicidad, propia de cada signo comunicativo. Podría encontrarse una confirmación de esto en la, aún no suficientemente explorada, dimensión espiritual o pneumatológica de la unidad entre Palabra y Sacramento. Esta dimensión había sido, por lo menos, intuida como complemento inevitable del origen cristológico de la unidad entre Palabra y Sacramento por Söhngen allí donde, de una manera muy sugestiva, afirma: «El Sacramento es completado por la Palabra con la plenitud de una espiritualidad más eficaz y la Palabra es completada por el Sacramento con la plenitud de una eficacia más espiritual» 67.Con todo, el mismo autor no dice, desgraciadamente, si esta espiritualidad eficaz de la Palabra y esta eficacia espiritual del Sacramento tienen una relevancia eclesiológica precisa y distinta de la que posee la dimensión cristológica de la misma unidad entre Palabra y Sacramento. Por consiguiente, para comprender hasta el fondo el significado jurídico de ambos es necesario analizar, siquiera sea de modo breve, la dimensión pneumatológica de la Palabra y del Sacramento así como su respectiva apertura al carisma.
Como ya hemos visto, K. Mörsdorf, lejos de considerar el Derecho canónico como basado únicamente en el Sacramento, recupera e ilustra ante todo la dimensión jurídica de la Palabra, olvidada completamente, en cambio, por el autor luterano Rudolph Sohm. Para el canonista de Munich, el carácter jurídico de la Palabra de Jesucristo deriva de la propia misión recibida del Padre, que le permite despertar en sus oyentes la impresión de estar frente a alguien capaz de hablar «... sicut potestatem habens» (Mt 7, 29). Los Apóstoles, en cambio, la derivan del hecho de haber sido elegidos personalmente por Cristo como representantes jurídicamente constituidos con plenos poderes (rechtliche Bevollmächtigung). En consecuencia, también la Palabra de los obispos requiere obediencia y posee carácter jurídico
  1. Cfr. W. Kasper, Wort und Sakrament, en: Glaube und Geschichte, Mainz 1970, 285-310 (existe edición española de parte de esta obra: Fe e Historia, Sígueme, Salamanca, 1974).
  2. «Vom Wort wird das Sakrament mit der Fülle mächtiger Geistgkeit und vom Sakrament wird das Wort mit der Fülle geistlicher Wirksamkeit erfüllt» (G. Söhngen, Symbol und Wirklichkeit im Kultmysterium, Bonn 1937, 18).
por la siguiente razón: es pronunciada en nombre y por cuenta del Señor68. Sin embargo, en la eclesiología del concilio Vaticano II se vuelve claro que esa Palabra está ligada por un doble vínculo: la missio o misión formal (formale Sendung) recibida de Cristo a través de los apóstoles y de sus sucesores, así como el nexus communiones (c. 749 § 2), para profesar, custodiar y anunciar la veritatem revelatam. Este servicio apostólico a la Palabra de Dios, que se realiza «Spiritu Sancto assistente» (c. 747, § 1), concierne por tanto a toda la Iglesia. La encargada de este munus es la communio eclesial en cuanto tal y por eso se estructura como interacción recíproca entre el magisterio apostólico y el sensus fidei de todos los fieles ó9. Eso significa que, precisamente allí donde el munus docendi expresa más claramente su dimensión jurídica, manifiesta también su propia dimensión pneumatológica. La razón última de esta concomitancia ha de ser buscada, probablemente, en la analogía, ya subrayada otras veces por la exégesis católica, entre Palabra carismática y Palabra apostólica70. A la luz de esa analogía, el derecho a la obediencia (der Anspruch auf Glaubengehorsam) de la Palabra, de Dios y de la Iglesia, se presenta como la derivación de un acontecimiento, la revelación de la verdad, que es un acontecimiento dialógico-personal (ein personal-dialogisches Geschehen) y, como tal, no separable de la experiencia de la communio de origen sacramental 71. Consecuentemente, la objetivación de la fe en esta verdad, realizada a través de la enunciación formal y la proclamación definitiva por parte de la autoridad eclesiástica del así llamado depositum fidei, es, por supuesto, una limitación de naturaleza jurídica, pero está totalmente ordenada a realizar eficazmente la «personalem et actuosam adhaesionem fidei» (GS 7, 3). Esta última es una gracia y, como tal, está en una relación de estrecho parentesco con el carisma.
De modo análogo, también la dimensión jurídica del Sacramento, a la luz de la eclesiología de comunión del concilio Vaticano II, se presenta como estrictamente conectada con la pneumatológica, si se adoptan como punto de vista las dos recuperaciones más importantes de la teología sacramental conciliar: el redescubrimiento eclesiológico de la dimensión comu-
  1. Cfr. K. Mörsdorf, Derecho canónico, en: Conceptos Fundamentales de Teología, I, Madrid 1979, 312-322, aquí 317-318.
  2. Cfr. W. Aymans, Begriff, Aufgabe und Träger des Lehramts, en: HdbkathKR, 533-540.
  3. Cfr. H. Schlier, Palabra, en: Conceptos Fundamentales de Teología, III, Madrid 1979, 241-262, aquí 259-261.
  4. Cfr. P. Krämer, Theologisches Grundlegung des kirchlichen Rechts, o.c., 125.
nitaria de los sacramentos y la convicción antropológica de su ser signos capaces de generar una nueva solidaridad. Ambos concurren a hacer más comprensible y convincente la intuición de K. Mörsdorf que, como ya hemos visto, capta y desarrolla la dimensión jurídica del Sacramento en su analogía con el símbolo jurídico (Rechtssymbole). En efecto, enfocando el estricto parentesco que existe entre símbolo jurídico y sacramento, el canonista de Munich logra, al mismo tiempo, fundamentar la juridicidad del orden sacramental de la Iglesia y su especificidad, en cuanto ius sacrum, respecto al derecho estatal. Esta especificidad, sin embargo, no es reducible exclusivamente al hecho de que, en cualquier pueblo, un símbolo es jurídicamente vinculante sólo en la medida en que es reconocido como tal por la tradición cultural del mismo pueblo, mientras que el signo sacramental es jurídicamente vinculante para el Pueblo de Dios sólo por haber sido instituido por Cristo, que es la definitiva posibilidad de salvación ofrecida por Dios al hombre. Y es que también la realidad social o comunitaria generada por el símbolo jurídico y la generada por el sacramento son distintas, es decir, están regidas y ordenadas por principios distintos, porque la solidaridad nacida de la celebración de los sacramentos no es puramente humana o natural. Se trata de la communio fidelium,en la que se realiza la salvación traída por Cristo y comunicada a los hombres por los sacramentos como «la realización concreta de lo que la Iglesia es como tal y en su conjunto» 72. Pero la Iglesia —como enseña el concilio Vaticano II— no es una sociedad humana como las otras, sino que forma «unam realitatem complexam, quae humano et divino coalescit elemento» (LG 8, 1). Por consiguiente, precisamente en virtud de esta recíproca inmanencia entre Iglesia y sacramentos, estos últimos reflejan la especificidad de la comunidad eclesial también como actos jurídicos, y viceversa. Eso significa que no existe cesura entre la dimensión jurídica de la Iglesia y la de los sacramentos, ni siquiera allí donde ésta debería ser menos evidente de lo que pueda ser en el caso del bautismo, fundamento de todo derecho y deber del fiel, o en el caso de la Eucaristía fons et culmen de toda la vida eclesial, hasta el punto de que la Iglesia misma puede ser definida substancialmente como una communio eucharistica.
La constatación de que la dimensión pneumatológica de la Palabra y del Sacramento no limita, sino que dilata y refuerza su capacidad de producir relaciones jurídicas en el interior de la Iglesia como communio, abre el ca-
72. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1986, 54.
mino tanto a la recuperación del papel eclesiológico constitucional del carisma, como al descubrimiento de su dimensión jurídica. Para lo primero, a nivel del Derecho canónico, resulta decisivo el hecho de que la enseñanza conciliar sobre los carismas pone de relieve cómo el ministerio no es la fuente de donde brotan todas las cuestiones de orden constitucional; para lo segundo, en cambio, tiene una gran importancia la comparación con la consuetudo canonica,considerada desde siempre como fuente del derecho en la Iglesia.
c) El papel eclesiológico-constitucional del «Charisma»
Considerándolo en su conjunto, el concilio Vaticano II hace un uso sobrio de los términos charisma y charismaticus73Paradójicamente, sin embargo, tal sobriedad no proyecta sombra alguna sobre los carismas, sino que termina más bien por poner de relieve tanto su naturaleza específica en relación con los otros dones del Espíritu Santo, como su decisivo papel eclesiológico.
De una lectura atenta de LG 12, 2, donde está ampliamente difundido el sentido neotestamentario de carisma, se desprende claramente que los Padres del concilio Vaticano II querían enfocar su naturaleza específica a través de cinco aserciones: a) los carismas son «gracias especiales» (gratias speciales), b) dispensadas libremente por el Espíritu Santo «entre los fieles de todo orden», c) con los cuales «los hace aptos y prontos» (aptos et promptos) para asumir diferentes funciones al servicio de una «mayor expansión de la Iglesia»; d) estos mismos carismas se distinguen entre «extraordinarios» y «más simples o ampliamente difundidos», e) pero todos indistintamente están sometidos al «juicio de la autoridad en la Iglesia» en todo lo que respecta a su carácter genuino y, en caso de que resultaran ser tales, no pueden ser extinguidos.
En LG 4, 1 se afirma: «El (el Espíritu Santo) introduce a la Iglesia en la plenitud de la verdad (cfr. Jn 16, 13), la unifica en la comunión y en el ministerio, la provee y dirige con diversos dones jerárquicos y carismáticos...». En este texto se subraya cómo la unidad misteriosa de la comunión eclesial es realizada por el Espíritu Santo a través de dos tipos diferentes de
73. El término charisma aparece once veces (LG 12, 2; 25, 3; 30; 50, 1; DV 8, 2; AA 3, 3-4; 30, 11; AG 23, 1; 28, 1; PO 4, 2; 9, 3), mientras que el adjetivo derivadocharismaticus sólo tres veces (LG 4, 1; 7, 3; AG 4); para un análisis detallado de estos textos cfr. G. Rambaldi, Uso e significato di «Charisma» en Vaticano //. Analisi e confronto di due passi conciliad sui carismi, en: Gregorianum 66 (1975), 141-162.
dones concedidos, simultánea y constantemente, a la Iglesia: los jerárquicos y los carismáticos. Semejante verdad dogmática, si, por una parte, impide oponer el carisma al ministerio y, consecuentemente, reducir la Iglesia, unilateralmente, a una comunidad carismática, por otra, impide también reducir, asimismo unilateralmente, el misterio eclesial a una estructura piramidal centrada en la jerarquía. Tanto los dones jerárquicos como los carismáticos provienen del mismo Espíritu de Cristo y pueden ser considerados ambos, aunque siguiendo modalidades diversas, como estructuras o funciones «ex institutione divina» (LG 22, 1 y LG 32, 1).
Finalmente, al leer AA 3, 3-4 el canonista queda impresionado de inmediato por la importancia que otorgan los Padres conciliares al «derecho y deber de cada creyente» de ejercitar el carisma recibido del Espíritu Santo. Sin mellar lo más mínimo la importancia canonística de semejante aserción, no es posible evitar observar, a pesar de todo, que tal «derecho y deber» es una implicación necesaria del principio general de orden constitucional afirmado por LG 12, 2 y según el cual los carismas pueden ser conferidos a toda clase de fieles. En el pasaje del Decreto sobre el apostolado de los laicos, aún más que en el correspondiente a la constitución dogmática sobre la Iglesia, la autenticidad de tal interpretación está confirmada por la referencia explícita al derecho a seguir el propio carisma, que ha de ser ejercitado «en comunión con los hermanos en Cristo y, sobre todo, con los propios pastores».
De estos tres textos conciliares se pueden deducir asimismo líneas de demarcación entre 1as cuales es posible precisar el papel eclesiológicoconstitucional del Carisma: 1) el Carisma es una gracia especial, diferente de la Palabra y del Sacramento, pero también está orientado estructuralmente a la edificación de la communio eclesial; 2) en cuanto tal, el Carisma no es reducible ni a un talento personal, ni a un don del Espíritu Santo otorgado indistintamente a través del bautismo; 3) su relación de complementariedad con el misterio demuestra, por una parte, que el Carisma pertenece a la Constitución de la Iglesia y, por otra, desenmascara la falsedad de la oposición, de origen romántico-protestante, entre Carisma e Institución. A partir de estos principios, y en particular del último, resulta más fácil comprender la razón de que en la teología dogmática contemporánea sea ya un dato adquirido con certeza que en la Iglesia la Constitución es una categoría o entidad mayor que la Institución. Por ejemplo, el teólogo H. U. von Balthasar, en plena sintonía con una dilatada tradición dogmática, llega a definir la Institución eclesial como una especie de «kenotische Verfassung»,
esto es, como una reducción kenótica del misterio de la Iglesia, apta para impedir –a través de la lógica de la obediencia eclesial que garantiza la permanencia de la «Memoria Christi»– una privatización de la experiencia eclesial 74.
Para calibrar toda la importancia canonística de esta definición balthasariana de la Institución eclesial, es, sin embargo, importante caer en la cuenta de que la ecuación entre Institución y sacramento del orden es falsa, porque cada sacramento y, por tanto, también el bautismo, que confiere el sacerdocio común y el sensus fidei, es en la Iglesia un elemento institucional. En consecuencia, la Institución eclesial no es reducible al sacerdocio ministerial. A ella pertenece también el sacerdocio común que, junto con el sensus fidei, constituye el fundamento de la participación de todos los fieles en la misión de la Iglesia en el mundo. Una prueba irrefutable de ello es el hecho de que el sacramento del bautismo, considerado desde siempre como la ianua sacramentorum,constituye el criterio de diferenciación entre la cualidad institucional de religión cristiana –propia de muchas sectas fundadas exclusivamente sobre la fe en Cristo a través de la Palabra– y la cualidad constitucional-institucional de eclesialidad que, para ser tal, exige por lo menos el espesor sacramental del bautismo 75. Y precisamente en el bautismo aflora, paradigmáticamente, el valor jurídico de todos los sacramentos y, por consiguiente, también de la Palabra, la cual, aunque no sea siempre anunciada en concomitancia con la celebración de los sacramentos, tiene siempre a pesar de todo, al menos en las palabras de la forma sintética y definitoria de todo sacramento, la función de producir el efecto soteriológico y socio jurídico del signo simbólico sacramental.
La concepción del bautismo como elemento portador, no sólo de la Constitución, sino también de la Institución eclesial, permite medir fácilmente cómo la relación fiel-Iglesia no es idéntica, ni homóloga a la de ciudadano-Estado. Efectivamente, en la Iglesia como realidad de comunión, contrariamente a cuanto acaece en el Estado moderno, ninguna relación intereclesial se realiza siguiendo la dialéctica persona-institución, sino como relación entre Institución e Institución, es decir, entre persona y persona. Y la razón es la siguiente: mientras que las funciones en el Estado están caracterizadas por una especie de hipostatización, los ministerios no existen en la Iglesia a modo de realidades con sentido en sí mismas, esto es, como
  1. Cfr. Pneunta und Institution. Skizzen zur Theologie, vol. 1V, Einsiedeln 1974, 129-130 y 229-233.
  2. Cfr. E. Corecco, Battesirno, en: Digesto delle Discipline Pubblicistiche, editado por R. Sacco y otros, vol. II (1987), 213-216.
abstracciones institucionales en relación con los sacramentos. Existen como componente ontológico de las personas bautizadas y, eventualmente, de las personas ordenadas con el sacramento del orden 76.
Por esa razón, si por institución se entiende las estructuras estables y constitutivas de una realidad social, es preciso convenir que esta estructura es conferida a la Iglesia por el Sacramento y por la Palabra, que se compenetran recíprocamente, dando origen, entre otras cosas, a la figura central del sujeto canónico que es el christifidelis, subyacente e inmanente en los tres estados de vida eclesial y, por tanto, en las personas de los laicos, de los sacerdotes y de los religiosos. La Iglesia como Institución no coincide por ello simplemente con la organización de los poderes públicos, es decir, de la autoridad. La institución eclesial se realiza siempre en torno a los dos polos del bautismo y del orden sagrado, convergentes, junto con los otros sacramentos, en la Eucaristía, en la que se manifiesta también el principio estructural de la Constitución de la Iglesia. Efectivamente, en la Eucaristía está representada toda la Iglesia, porque este sacramento es, al mismo tiempo, la fons et origo además del culmen de toda la vida de la Iglesia, como afirma el Vaticano II (SC 10). En ella llega por eso a su consumación el proceso de integración entre Institución y Constitución iniciado en el bautismo, como initium et exordium de todos los grados de la comunión eclesial.
De cuanto hasta aquí llevamos expuesto puede extraerse la siguiente conclusión, válida tanto para la teología dogmática como para el Derecho canónico: en la Iglesia, la Institución consiste substancialmente en los desarrollos jurídico-estructurales asumidos históricamente tanto por el sacerdocio común, como por el sacerdocio ministerial; la Constitución, en cambio, no tiene una forma fija (starre Grösse), porque, además de con la Palabra y el Sacramento, debe contar asimismo con un tercer elemento primario: el Carisma 77. Incluye por eso todos los elementos estructuralmente necesarios para la existencia misma de la Iglesia, para la individuación de su identidad como sujeto jurídico. Esta conclusión puede ser comprendida
  1. Para un estudio comparado de las dos nociones de Institución y Constitución en el derecho estatal y en el canónico, cfr. L. Gerosa, Carisma e diritto nella Chiesa. Rifiessioni canonistiche sul «carisma originario» dei nuovi movimenti ecclesiali, Milano 1989, 108-179.
  2. El hecho de que la Constitución de la Iglesia no sea una magnitud rígida se demuestra por el hecho de que no está garantizada por un tribunal supremo, sino simplemente por la asistencia del Espíritu Santo, prometido por Cristo: cfr. K. Mörsdorf, Kirchenverfassung. 1. Katholische K., en: Lthk, vol. VI (Freiburg im Br. 1961), 274-277, aquí 274-275.
más fácilmente a través de sus consecuencias jurídicas, si el canonista no olvida que ambos aspectos de la realidad eclesial, o sea, la Constitución y la Institución, están sujetas a la intervención constante del Espíritu Santo cuyo opus proprium es la construcción de la communio, en la que el hombre puede volver a encontrar plenamente su libertad 78. Precisamente por esta doble ascendencia pneumatológica de la communio, al canonista le producen una igual preocupación dos convicciones diferentes y opuestas: «... la posición que niega e infravalora la función eclesial del Derecho canónico para subrayar la importancia de los carismas, y la que exalta el elemento jurídico, porque tanto una como otra... parecen unilaterales. Ambas coinciden, en definitiva, en concebir el derecho de la Iglesia como algo que sólo tiene sentido a la luz del dato institucional y en ver el dinamismo carismático como algo que, en virtud de su vitalidad, queda al margen del derecho» 79.
Desde esta justa perspectiva, jurídico no es, pues, sinónimo de institucional, las dos categorías de Institución y Constitución tienen en la Iglesia un significado diferente del que asumen en el ordenamiento jurídico del Estado moderno.
Si se piensa, a continuación, en el hecho de que ni siquiera las constituciones estatales modernas se presentan tan exhaustivas como parecería pretender la tradición jurídica liberal —desde que existen derechos fundamentales (como el derecho a la vida, por ejemplo) que, por tener carácter constitucional no están formalizados de manera positiva en los documentos institucionales—, se pone de manifiesto cómo, para definir mejor la Institución y la Constitución en la Iglesia, le resulta necesario al canonista separarse de la referencia constante a los modelos estatales. En efecto, la Iglesia, a diferencia del Estado moderno, no sólo carece de una Constitución formal, sino que su Constitución material contiene un elemento estructurante que no permite identificar a la Constitución con la Institución. Este elemento estructurante es el Carisma que, al ser dado por el Espíritu Santo a la Iglesia para edificar la comunión a través de la realización del equilibrio fecundo de la bipolaridad institucional (clérigos y laicos) que la caracteriza, desempeña un papel eclesiológico de charnela entre Institución
  1. Cfr. J. Ratzinger, El Espíritu Santo como «communio». Para una relación entre pneumatología y espiritualidad en Agustín, en: C. Heitmann - H. Mühlen (eds.),Experiencia y teología del Espíritu Santo, Salamanca 1978, 301-319.
  2. P. Lombardía, Carismi e Chiesa istituzionale, en: Studi in onore di PietroAgostino d'Avack, vol. 11, Milano 1976, 957-988, aquí 965.
y Constitución; papel que revela toda su fuerza constituyente en relación con la construcción de la communio. El Carisma, reclamando para la Institución la prioridad absoluta del Espíritu y relativizando el poder de cualquier elemento u órgano de la Constitución jerárquica de la Iglesia, a fin de que ninguno de ellos se vuelva absolutamente autárquico, vivifica a la misma Institución y le ayuda a superar el escollo de la competitividad propia de todo tipo de poder, que en la Iglesia se ha traducido siempre en la preeminencia de la jerarquía sobre los laicos y de los laicos sobre la jerarquía.
Desde el punto de vista jurídico este particular papel eclesiológico del Carisma tiene, ciertamente, su peso específico, mesurable a través de su capacidad de ser –al menos en su forma más lograda, o sea, en el así llamado «carisma originario» o «carisma fundacional»–, junto con la Palabra y el Sacramento, fuente de relaciones de comunión jurídicamente vinculantes.
d) Carisma, persona y comunidad
El análisis del fenómeno asociativo generado por un carisma originario o fundacional 80 permite señalar cuatro características suyas fundamentales en orden a la comunión eclesial: 1) la capacidad del carisma para hacer participar de una forma particular en el seguimiento de Cristo, en el que se le da al fiel la posibilidad de vivir el misterio eclesial en su totalidad y universalidad; 2) la capacidad del carisma para traducir pastoralmente la communio fidelium en una experiencia de fraternidad, que tiene como eje la auctoritas; 3) la capacidad del carisma para hacer que el fiel se abra –a través de esta fraternidad– a lacommunio ecclesiarum y a la misión; 4) la capacidad de hacer operativa la unidad entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, poniendo de relieve la recíproca ordenación de la dimensión jurídica y de la dimensión pneumatológica de la Palabra y del Sacramento.
Las cuatro características, aunque no se sitúan al mismo nivel que los efectos ontológicos del bautismo, tienen que ser consideradas, evidentemente, como elementos estructurantes o expresivos de la fuerza estructurante del carisma originario. Esos elementos, en el interior del fenómeno asociativo generado por este último, no son simples reglas de costumbre, sino que poseen un carácter vinculante, y desempeñan un papel esencial en la determinación de la naturaleza y la finalidad del grupo o movimiento eclesial. Este carácter vinculante ¿es de naturaleza jurídica? Para responder a la pregunta es preciso establecer una comparación entre carisma y con-
80. Para un análisis de este tipo, cfr. L. Gerosa, Carisma e diritto pella Chiesa, o.c., 79-90.
suetudo, que, a su vez, es una especie de carisma comunitario81 y, por ello, una forma de participación directa del Pueblo de Dios en la aedificatio Ecclesiae. Eso significa, a nivel jurídico, que la costumbre es una especie del género fuentes del derecho.
Como tal, la consuetudo representa o bien un instrumento de conocimiento jurídico, o bien un modo típico de elaboración del derecho, diferente a la ley. La doctrina sobre esta última consideración es discorde. Lo que está en discusión no es tanto el hecho de que la consuetudo sea un procedimiento idóneo para elaborar reglas de conducta, como saber si tales reglas son realmente de naturaleza jurídica.
Evidentemente, la solución dada a la cuestión está estrictamente ligada a la noción de derecho con que se trabaje y, por consiguiente, a la penosa quaestiode la definición del Derecho canónico. Entre las muchas respuestas aparecidas, la más convincente, por lo menos en base a la teoría general, parece ser por eso aquella que, para resolver el problema de la diferencia específica entre las así llamadas reglas de costumbre y las normas consuetudinarias de naturaleza jurídica, propone un criterio de orden general, distinguiendo entre reglas extrínsecas (no necesarias para la existencia del grupo particular) y reglas que inciden en la estructura, la naturaleza y las finalidades mismas de ese grupo o asociación. Mientras que las primeras no son sino reglas de costumbre, las segundas son normas jurídicas, denominadas técnicamente consuetudo 82 .
Aplicando ese criterio a la realidad eclesial aparece claro que sólo las reglas de conducta que expresan de modo concreto la fuerza estructurante del carisma originario, base del movimiento o de la asociación en cuestión, son de naturaleza jurídica. Como tales, documentan de modo inequívoco la capacidad que tiene el carisma de ser fuente del derecho, bien en el sentido estricto del procedimiento de formación de normas jurídicas, o bien en el sentido, más amplio, de instrumento de conocimiento jurídico. Si tales reglas son estructurantes en el interior del fenómeno asociativo generado por el carisma originario, lo son porque, en virtud de su propia naturaleza, tienen una incidencia profunda a nivel de la realización concreta de la communio eclesial en cuanto tal. Con otras palabras, su valor jurídico se mani-
  1. Cfr. R. Bertolino, Sensus fidel et coutume dais le droit de 1'Église. en: Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie 33 (1986), 227-243; L. Gerosa, Carisma e diritto Hella Chiesa, o.c., 180-203.
  2. Ésta es la solución elaborada por N. Bobbio en un ensayo juvenil sobre la «costumbre como hecho normativo», muy lejano a sus recientes posiciones kelsianas, y retomada en: N. Bobbio, Consuetudine, en: EDD, vol. IX (Milano 1961), 426-443.
fiesta también en su capacidad de actuar conjuntamente con todo el sistema jurídico al que pertenecen, manifestando su naturaleza específica.
Al tratarse aquí del sistema canónico, los elementos estructurantes del carisma deben actuar con los otros elementos de la communio como principio formal de todo el ordenamiento jurídico de la Iglesia. Y de hecho, a través de estos elementos estructurados, muestra el carisma toda su propia fuerza creadora de derecho, puesto que, gracias a ellos, conjuga lo institucional o comunitario con lo personal, lo eclesial u objetivo con lo subjetivo, siguiendo la lógica de la inmanencia recíproca que caracteriza a la communio en cada uno de sus niveles, estructural y antropológico.
Esta fuerza estructurante del carisma manifiesta su valor jurídico, especialmente, en la interacción entre persona y communio, típica de la experiencia eclesial. Dicho de otro modo, las reglas de conducta generadas por el carisma originario son de naturaleza jurídica porque permiten al fiel, que participa de la realidad de la comunión eclesial generada por tal carisma, superar la dialéctica entre persona y comunidad, redescubriendo el estructural carácter relacional de su persona como una determinación ontológica de la existencia humana, dilatada y hecha manifiesta por el sacramento del bautismo, según el principio escolástico: «Gratia non destruit, sed supponit et perficit naturam». Ahora bien, precisamente en virtud de su estructural carácter relacional, la persona se ha convertido en una noción central de la denominada experiencia jurídica. Y, por consiguiente, si es verdad, como lo muestra la enorme literatura canonística relacionada con el tema 83, que el Derecho canónico no puede desatender la noción de persona así entendida, es asimismo verdad que el canonista puede ser ayudado a clarificar los problemas relacionados con ella prestando atención al papel del carisma en la superación de la dialéctica entre persona y comunidad, gracias especialmente a su capacidad de suscitar una trama de relaciones en la que el bonum privatum y el bonum publicumson recíprocamente inmanentes y por eso están totalmente ordenados al bonum communionis ecclesiarum.
Todo eso significa que, como de manera amplia y de modos diferentes documenta la historia de la Iglesia, el Carisma, como elemento primario de la Constitución eclesial, tiene su dimensión jurídica, con su propia fuerza vinculante, y –en cuanto tal– es fuente de producción jurídica en sentido
83. Consúltese, por ejemplo, los dos ensayos siguientes: S. Cotta, Persona. 1. Filosofía del diritto, y C. Mirabelli, Persona fisica. Diritto canonico, en: EDD, vol. XXXIII (Milano 1983), 159-169 y 230-234.
lato. Precisamente por ser tal, éste puede contestar y provocar a la Institución eclesial, tanto cuando le es otorgado a fieles que ejercen el sacerdocio ministerial, como cuando es otorgado a fieles que ejercen sólo el sacerdocio común, sean éstos hombres o mujeres. Y en ambos casos su provocación demuestra su propia autenticidad y su propia capacidad de construir la Iglesia a través de la realización de una efectiva interacción entre los aspectos personales y los comunitarios de la experiencia cristiana, donde la libertad del espíritu se conjuga siempre con la obediencia eclesial a la verdad de fe. Sin esa interacción y sin una adecuada distinción de sus elementos jurídicos con respecto a los meramente morales, la communio Ecclesiae se desliza inevitablemente o hacia el autoritarismo clerical o hacia el subjetivismo democrático.
3.3 Conclusión: «communio Ecclesiae» y Derecho canónico
En la eclesiología de comunión del concilio Vaticano II, estructura eclesial visible y comunidad espiritual no son dos dimensiones o unidades diferentes, sino que forman la Iglesia como «una realidad compleja, que está integrada de un elemento humano y otro divino» (LG 8, 1). Los Padres conciliares, en plena sintonía con su idea de Iglesia, en vez de la expresión unan realitatem complexam, hubieran podido usar también aquí el término bíblico-patrístico decommunio, haciendo aún más claro que, en la Iglesia, derecho y comunión no son dos elementos opuestos, sino contemporáneos e inseparables de su estructura constitucional 84. Las fuentes de esta última –como hemos ilustrado ampliamente en el parágrafo precedente– son tres: Palabra, Sacramento y Carisma, aunque este último está siempre y únicamente al servicio de los dos primeros. Eso significa que, en la Iglesia, institucional y jurídico no son términos sinónimos, aunque todo lo que es jurídico está al servicio de la comunión eclesial. En efecto, como justamente observa E. Corecco, la communioes «... la modalidad específica con la que, en el interior de la comunidad eclesial, se vuelven jurídicamente vinculantes o bien las relaciones intersubjetivas, o bien las existentes a un nivel más estructural entre las Iglesias particulares y la universal. La realidad de la communio tiene por eso una fuerza vinculante que supera los límites tendencialmente sólo místicos de la sobornost oriental» 85
  1. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht 1, o. c., 30.
  2. Teología del Derecho canónico, o.c., 1866.
La verdad de esta aserción está subrayada con claridad en el n. 2 de la Nota explicativa praevia de la Lumen gentium, donde se precisa cómo ha de ser entendido el concepto clave de toda la eclesiología conciliar: el sentido del término communio no es el de «un afecto indefinido, sino el de una realidad orgánica, que exige una forma jurídica y que, a la vez, está animada por la caridad» 86. Se trata, pues, de una realidad dotada de un claro valor jurídico-constitucional, sintetizable en el principio de la así llamada communio Ecclesiae et ecclesiarum, aunque la expresión aparezca una sola vez (AG 19, 3) en los textos conciliares. Este principio —como se verá de modo detallado en el último capítulo de este manual—encuentra su locus theologicus en LG 23, 1, donde definen los Padres del Concilio la relación entre la Iglesia universal y las Iglesias particulares: «... in quibus et ex quibus una et unica Ecclesia catholica exsistit» 87. En su acepción católica comunión significa por ello dos cosas de gran importancia, no sólo para el derecho constitucional de la Iglesia, sino también para todo el Derecho canónico: a nivel estructural (o sea, el de la communio ecclesiarum) está vigente en la Iglesia una recíproca inmanencia entre lo universal y lo particular; a nivel antropológico (o sea, el de la communio fidelium) se registra también una análoga inmanencia recíproca entre el cuerpo místico de la Iglesia y el fiel cristiano. La identidad metafísica y jurídica de este último procede del hecho «de que el hombre, en virtud del bautismo, ha sido insertado estructuralmente, y no sólo desde el punto de vista ético, en Cristo. El cristiano representa a Cristo puesto que en él está presente todo Cristo con su Cuerpo místico. Por eso no puede ser concebido el cristiano como una entidad individual contrapuesta a la colectiva, sino como sujeto al que toda la comunidad de los cristianos —de una manera misteriosa, pero real— le es inmanente» 88.
Concluyendo, a la luz de la eclesiología de comunión elaborada por el concilio Vaticano II resulta claro que el fin último del Derecho canónico no es simplemente el de garantizar el bonum commune Ecclesiae, sino el de realizar la communio Ecclesiae. Después del concilio Vaticano II ya no es
  1. Para un amplio comentario a esta precisión fundamental conciliar cfr. J. Ratzinger, Erläuternde Vorbemerkung, en: Lthk-Vat II, vol. 1, 350-359, especialmente p. 353.
  2. Para un estudio del significado constitucional de esta fórmula, cfr. W. Aymans, Die Communio Ecclesiarum als Gestaltgesetz der einen Kirche, en: AfkKR 139 (1970), 69-90, aquí 85 (existe traducción italiana).
  3. E. Corecco, I diritti fondamentali del cristiano nella Chiesa e nella Societä. Aspetti metodologici della questione, en: Actes IV CIDC, 1207-1234, aquí 1224.
posible aplicar de modo mecánico y acrítico al Derecho canónico la definición escolástica del derecho como objectum virtutis iustitiae 89. En efecto, ahora está claro que el derecho en la Iglesia no se define simplemente por el carácter formalmente vinculante de la humana iustitia legalis (tanto conmutativa como distributiva), sino a partir de un tipo superior de justicia, la comunión eclesial, icono del amor y de la justicia inscritos en el misterio trinitario: «Mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado» (Jn 5, 30). Dado que el carácter social eclesial no nace de un dinamismo natural, sino de la gracia (Palabra, Sacramento y Carisma), la communio representa la realidad estructural en la que se encarna la gracia con su fuerza últimamente vinculante. En consecuencia, con la noción de derecho no queda definido en la Iglesia el objeto de la virtud de la justicia, sino el objeto de la «communio Ecclesiae et ecclesiarum» 90. Con otras palabras, la comunión eclesial «in omnibus institutionibus canonici applicetur et hoc modo totum ordinem canonicum informet» 91. Esta representa por eso el estatuto ontológico del derecho de la Iglesia y, como tal, el principio formal del Derecho canónico 92. Eso significa que, por una parte, cada elemento del sistema jurídico de la Iglesia está informado por este principio y, por otra, que el mismo estatuto epistemológico y metodológico de la ciencia canónica —como se verá en el parágrafo quinto del capítulo siguiente— no puede prescindir de este dato de hecho.
Semejante concepción del Derecho canónico supera de un solo envite toda discusión formalista que apunte a contraponer o separar la forma del contenido de la Iglesia en las distintas disciplinas teológicas, puesto que en la teología el contenido es la forma interior que informa, es decir, da forma y une cada elemento suyo exterior o forma exterior93, de suerte que en ella sólo puede haber plena concordancia entre forma y contenido.
  1. Cfr. Tomás de Aquino, S. Th. II-1I, q. 57, a. 1.
  2. Ésta es la conclusión de E. Corecco, Theologie des Kichenrechts, en: HdbkathKR, 12-24, aquí 23.
  3. H. Müller, Utrum «communio» sit principium formale-canonicum novae codificationis luris Canonici Ecclesiae Latinae?, en: Periodica 74 (1985), 85-108, aquí 107.
  4. Cfr. E. Corecco, Teología del Derecho canónico. o.c., 1866.
  5. Cfr. H.U. von Balthasar, Gloria, una estética teológica, II, Madrid 1986, 23.

Aymans, W., Die Communio Ecclesiarum als Gestaltgesetz der einem Kirche, in: AfkKR 139 (1970), 69-90 (edición italiana: La «communio ecclesiarum» lege costitutiva dell'unica Chiesa, en: Diritto canonico e comuniones ecclesiale, Torino 1993, 1-30).
Bertolino, R., Sensus fidei et coutume dans le droit de l'Église. en: Freiburger Zeitschrift für Philosophie und Theologie 33 (1986), 227-243.
Corecco, E., Teología del Derecho canónico, en: Nuevo Diccionario de Teología, II, Madrid 1828-1870.
Gerosa, L., Carisma e diritto nella Chiesa. Riflessini canonistiche sul «carisma originario» dei nuovi movimenti ecclesiali, Milano 1989.
Krämer, P., Theologische Grundlegung des kirchlichen Rechts. Die rechtstheologische Auseinandersetzung zwischen H. Barion und J. Klein im Licht des II. Vatikanischen Konzils, Trier 1977.
Mörsdorf, K., Schriften zum kanonischen Recht, ed. por W. Aymans-K. Th-Geringer-H. Schmitz, Paderborn 1989.
Rouco Varela, A., Evangelische Kirchenrechtstheologie heute. Möglichkeiten und Grenzen eines Dialogs, en: AfkKR 140 (1970), 106-136.
Saier, O., Communio in der Lehre des Zweiten Vatikanischen Konzils. Eine rechtsbegriffliche Untersuchung, München 1973.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.