sábado, 26 de septiembre de 2015

La prudencia. Notas doctrinales tomistas (Thomas Deman)




 La prudencia. Notas doctrinales tomistas (Thomas Deman)

Título: La prudencia. Notas doctrinales tomistas 
Autor: Thomas Deman 
Editorial: Gaudete 
Páginas: 172 
Precio aprox.: 15,50 € 
ISBN: 978-84-939550-2-1 
Año edición: 2012 
Lo puedes adquirir en Editorial Gaudete
El libro que presento se titula «La Prudencia. Notas doctrinales tomistas» y su autor es el dominicoThomas Deman (1899-1954), sucesor del P. Ramírez, O.P., en la cátedra de Friburgo. No es un tratado sobre la prudencia, sino un estudio breve (172 páginas), que con la claridad y profundidad de buen tomista examina los elementos cruciales de esta virtud, y también indica las causas de su decadencia en nuestro mundo actual. La virtud de la prudencia no está de moda. Se ha convertido en sinónimo de cautela, casi de cobardía. Un hombre prudente nos parece un hombre timorato que, por sistema, evita los riesgos. Eso se debe a la exageración del papel de la conciencia que caracteriza la modernidad.
Pero la virtud de la prudencia –la Biblia lo dice con frecuencia– ha de regir siempre y en todo la vida del hombre. ¡Hasta la reina de las virtudes, la caridad, debe sujetarse a la prudencia! Ésta debe regirla en sus actos para que sean realmente virtuosos. Santo Tomás enseña que la virtud de la prudencia no es una de tantas virtudes que perfeccionan la vida moral de un hombre. Para él la prudencia es nada más y nada menos que «la virtud más necesaria para la vida del hombre». No dice «una virtud muy necesaria». Dice «¡la virtud más necesaria!» Tanto, que si no somos prudentes, no podemos decir que llevamos una vida cristiana, una vida moral, ni menos moralmente buena.
Acerca de la prudencia hay mucha ignorancia. Entre otras causas, porque apenas se predica sobre ella. Pero lo peor no es la ignorancia, el no saber lo que cada cual debiera conocer. Lo peor es la ignorancia que se hace a sí misma irremediable. La ignorancia tranquila, en la que el hombre no sabe, y no le importa nada no saber. La ignorancia confundida, que ignora la prudencia porque ha recibido de della una idea falsa. O la arrogante –ésta es la peor–, la del que piensa erróneamente que ya sabe lo suficiente, o incluso que va sobrado. Hace ya varios siglos que predomina la ignorancia de la prudencia. Vayan ustedes a contarle a alguien lo importante que es ser prudente. ¡Si todo el mundo piensa que es prudente! ¡Prudentísimo!… «¿Cómo voy a ser imprudente? Si hago las cosas del modo en que las hago, es porque me parece que es el modo mejor». Esto mismo un ilustrado lo dirá más breve y finamente: «Yo sigo mi conciencia». Ahí tienen. Ahí está la madre del cordero: si ya tenemos la conciencia para guiarnos, ¿qué papel le queda a la prudencia? Pues poca cosa, la verdad.
Los antiguos cristianos, hasta terminada incluso la Edad Media, nunca se les ocurrió pensar así; nunca estimaron que la conciencia pudiera hacer superflua a la prudencia. Es a comienzos de la Edad moderna cuando aparece por primera vez esta primacía absoluta de la conciencia, que se ha convertido en la piedra de toque del pensamiento cristiano moderno y del no cristiano. «Ante todo hay que respetar los sagrados derechos de la conciencia», nos decimos. Lo cual está muy bien, siempre que tengamos claro aquello de que hay que formar rectamente la conciencia. Un pequeño detalle.
Si hojeamos cualquier manual de teología moral de menos de cuatrocientos años, comprobaremos que en casi todos la sacralidad de la conciencia aparece como fundamento. Lo cual es una verdad a medias. Todos suelen citar en esto a Santo Tomás de Aquino para apoyarse en él –que ya debe estar el hombre fastidiado, con tantos apoyándose en él–. Él afirmaba que no se puede obrar lícitamente contra la conciencia: decía, por ejemplo, que si uno no cree en conciencia que Jesús sea Dios, no puede hacer un acto de adoración a Jesucristo, pues estaría pecando. Lo que no se suele recordar al hacer esa cita es que también enseña Santo Tomás que la persona que no adora a Jesús porque no le cree Dios, también está pecando por no creer. O sea, que peca si sigue su conciencia y peca si no la sigue.
Con ello el Doctor Común nos indica que el juicio de la conciencia no es el último, sino que debe ajustarse a la virtud de la prudencia, de modo que sea conforme a la verdad de las cosas. La cuestión está propuesta en la tradición moral católica con gran claridad; pero, como digo, una turba de teólogos eruditos y, en seguida, el pueblo en masa han absolutizado la conciencia como regla moral decisiva, y prácticamente única. Y esto al paso de los siglos ha ido a más.
Por eso es muy necesario que el P. Deman nos recuerde que la única manera de preservar el nobilísimo papel de la conciencia es, precisamente, encuadrarla dentro de la misión de la prudencia: aplicar a la acción concreta las verdades morales inmutables. Es verdad que la prudencia, sobre todo, hay que practicarla. Pero malamente la practicaremos si con ignorancia tranquila, confundida o arrogante no sabemos lo que es. El Padre Deman se dedicó a estudiar la fisonomía auténtica de la virtud de la prudencia en la doctrina de la Iglesia, y detectó el momento en el que los teólogos cristianos, al parecer un tanto fatigados, concibieron y parieron la poco feliz idea de que, ya que lo que tenían que hacer los cristianos era obrar bien, lo mejor era que prescindieran del laborioso trabajo de decidir cómo se aplicaba en cada caso la ley moral. Que mejor era pedir a Dios piadosamente que les diera luz, y seguidamente obrar en conciencia. O bien aconsejaban otra solución: que acudieran al cura para que les dijera cómo habían de obrar –y no es que no convenga acudir por sistema al cura para preguntarle, pero no para que tome las decisiones por nosotros–.
¿Y a los curas quién les aconsejaba en los problemas morales? Para eso estaban los teólogos moralistas, que con su mejor voluntad escribían gruesos libracos, con innumerables «casos de conciencia», en los que ofrecían a los curas soluciones sencillas, que igual valían para el esquimal del polo norte que para el que vivía en la Patagonia chilena. Con una y con otra solución, se consiguió progresivamente con gran eficacia debilitar el prudente juicio práctico de los cristianos. Y mientras las circunstancias sociales y religiosas fueron más o menos estables, la cosa parecía funcionar más o menos bien, pero cuando empezó a haber un mayor desbarajuste, y el libre examen no se quedó recluido en los luteranos, resulta que echamos mucho en falta cristianos con una sólida virtud de la prudencia, que a la hora de tomar decisiones, no se dejen llevar por el mundo, por las modas ideológicas o por sus inclinaciones y gustos personales.
Ya se ve, pues, que este –a diferencia de tantísimos otros– es un libro necesario. Se lee con gran provecho, porque enseña la verdad, y nos abre perspectivas novedosas y esperanzadoras para nuestra vida cristiana. Dios, en su infinita sabiduría, previó el tipo de circunstancias cambiantes en las que todos los cristianos habían de obrar con verdadero acierto. Y al infundirnos su gracia, nos infundió también la virtud sobrenatural de la prudencia –grandiosa virtud–, que, perfeccionando y elevando la prudencia natural, nos potencia para lograr la verdad práctica, la verdad moral, sostenidos por la gracia y ayudados por la enseñanza de la Iglesia. El Señor no nos destinó al miedo, a la confusión, al escrúpulo: nos comunicó un espíritu de verdad, de paz y de prudencia. Todas las virtudes, todas, también la virtud reina, la caridad, deben ser regidas en su ejercicio por la virtud de la prudencia. El Padre Deman se propuso en este libro, restaurar entre los cristianos el conocimiento, el aprecio, el prestigio de la virtud de la prudencia. Su intento no es un reto simplemente conveniente, es algo urgente, que nos apremia a todos.
Este libro, publicado por la editorial Gaudete, se encuentra en cualquier librería y también en internet, en http://gaudete.org/

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