martes, 19 de abril de 2016

Vincent Van Gogh le hizo descubrir el Evangelio a su amigo Paul Gauguin

La teología de los girasoles

Una historia de amistad, de recíproca admiración, pero también de rivalidad, entre Vincent Van Gogh y Paul Gauguin, está en el centro de una exposición inaugurada recientemente en el Museo de Van Gogh, de Ámsterdam. Con este motivo, reproducimos un interesante artículo de Claude-Henri Rocquet –publicado en el diario La Croix– que desvela un desconocido fundamental aspecto del fascinante Van Gogh, que se plasma en toda su pintura.
 

De joven, Vincent Van Gogh no soñaba en llegar a ser pastor como su padre y su abuelo. En Londres, después de haber trabajado en una galería de arte –es el oficio de otra rama de su familia–, será asistente de un pastor metodista. El momento en el que sube a la cátedra, por primera vez, le ilumina. Allí está su verdadera vida. Pronto, las cartas a su hermano menor, Théo, se llenan de consejos espirituales.
Será pastor. La familia le paga los estudios necesarios. Él no destaca. No por incapacidad, sino por impaciencia. ¿Qué otra cosa es ser pastor sino consagrar la vida completamente al anuncio del Evangelio, no sólo con la palabra, sino con el don de sí, con el amor del prójimo? ¿Es necesario para esto tanto saber y tantos estudios?
Se marcha, sin otro mandato que san Pablo. Lo vemos con los mineros del Borinage, cerca de la frontera francesa. Vive como el más miserable. Habría muerto allí, rápido, de penuria, si su padre no lo hubiese convencido de regresar a una vida más normal. Allí lo recuerdan como un santo.
Si cede, es también porque en él ha nacido también otra llamada, otra vocación: aprende a dibujar con un manual. Dibuja lo que ve, la existencia en las minas, la pobre y luminosa humanidad. Millet y Rembrandt son sus faros, junto con Shakespeare. Con la Biblia. Espigadoras de carbón en las descargas, aquellas mujeres curvadas bajo los sacos, se diría que cargan la cruz.
En Arlés, cuando Vincent se hace pintor, acoge a Gauguin en la casa amarilla, luminosa; este tiempo lo tendrá siempre presente. «Daudet, de Goncourt, la Biblia, enardecen a este cerebro de holandés», escribe Gauguin; y: «En medio de todo eso hay una gran ternura o, mejor dicho, un altruismo de Evangelio».
Vincent le habla del Borinage, del minero mutilado por el grisú, abandonado por el médico, a quien ayuda, durante días y noches: «Cuando el herido, salvado al fin, vuelve a bajar a la mina, a trabajar de nuevo, habrías podido ver –decía Vincent– el rostro de Jesús mártir, que lleva sobre la frente la aureola, los signos de la corona de espinas, cicatrices rojas sobre el amarillo térreo de la frente de un minero». Cristo resucitado y que desciende a los infiernos. Pero Vincent, que fue el buen Samaritano, ¿no es también el Cristo a los ojos de su amigo? Sin saberlo, ¿no ha reclamado en Gauguin la memoria de Cristo?
Van Gogh se había alejado de las formas y prácticas religiosas, pero el amor de Cristo no lo dejó nunca. «La Biblia es el Cristo, porque el Antiguo Testamento tiende hacia este vértice», escribe a Émile Bernard. «Cristo ha afirmado, como certeza principal, la vida eterna, el infinito del tiempo, el nada de la muerte. Él ha vivido serenamente, de artista más grande que el resto de los artistas, desdeñando el mármol y la arcilla y el color, trabajando en carne viviente. Este artista extraordinario hacía de los hombres vivos, hombres inmortales. Es importante esto, sobre todo porque es la verdad».
Si rechaza representar a Cristo –pinta y destruye un Cristo en el huerto de los olivos– no es tanto, como dice, por falta del modelo, sino porque debía esperar, en sí mismo, este modelo interior. No por deseo de realidad, sino de verdad. Pero no puede renunciar a pintar el Evangelio: copia a Delacroix y a Rembrandt.
No sustituyó su apostolado de juventud por un apostolado de la pintura, una pintura pía. Pintar es su religión, su ascesis, el don y sacrificio de sí. La Pasión, que es su vida, es su imitación de Cristo. Se le ocurrió pintar temas religiosos –una Naturaleza muerta según la Biblia, La Iglesia de A’uvers…–, pero toda su pintura está inspirada, tocada por lo sobrenatural. Las Noches estrelladas son éxtasis. Los Girasoles son un salmo, un cántico. Los Campos de grano con cuervos, una crucifixión, una eucaristía.
Gauguin había estudiado teología. Su hostilidad contra la Iglesia era violenta; pero pinta La Visión después del sermón, quizá después de haber leído aquella carta de Van Gogh a Bernard. Pinta una Cena, una Anunciación. Pinta El Cristo amarillo. Se pinta frente a la imagen del Crucificado, se pinta a sí mismo en Cristo. De dónde venimos… es una pintura metafísica. Sus ídolos de Oceanía, con Apollinaire, habrían podido decir: «Son los Cristos inferiores de las oscuras esperanzas».
Cuando para tantos espíritus las religiones obstaculizaban el camino espiritual, el Espíritu trazó caminos extraordinarios, a través de los pintores, los poetas. Con Rimbaud, Gauguin y Van Gogh.

Claude-Henri Rocquet
Tomado de La Croi

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