domingo, 21 de agosto de 2016

FIDELIDAD. TEOLOGÍA MORAL.

LA FIDELIDAD, IRRADIACIÓN DEL AMOR
1. Esencia y requisitos de la fidelidad
La fidelidad es una propiedad esencial de la caridad. El amor tiende, por esencia, al establecimiento de la sociedad. Pero no puede establecerse ni mantenerse una sociedad personal sino mediante la lealtad, la esperanza de la reciprocidad constante en el amor y la guarda de la fidelidad en todas las pruebas y sacrificios.
Así como la veracidad establece el acuerdo entre nuestros gestos y palabras y nuestra íntima persuasión, y entre ésta y la verdad eterna, del mismo modo la fidelidad exige que a las palabras de nuestros labios y a la expresión de todo nuestro ser correspondan los hechos. La fidelidad es, pues, la expresión de la veracidad, primero, porque, al prometer, hemos de tener la intención de cumplir lo que manifiestan nuestras palabras, y segundo, porque hemos de hacer verdadera nuestra promesa, realizándola. Desde este punto de vista, lo característico de la fidelidad está en el factor de constancia y firmeza de la voluntad en cumplir lo prometido.
El modelo y fundamento de toda fidelidad es el Dios fidelísimo. No se sacia el salmista de ponderar la fidelidad de Dios, la cual es el fundamento de nuestra esperanza. "Se levanta hasta los cielos, ¡oh Yahveh!, tu misericordia, y hasta las nubes tu fidelidad" (Ps 35, 6; 56, 11; cf. Ps 33, 4). El pacto con Israel se presenta como pacto de divina fidelidad (Deut 7, 9 ; Os 2, 20 ; Ps 88). La fidelidad de Dios se muestra en su paciencia y en sus juicios sobre Israel, pero sobre todo en la posibilidad que le ofrece siempre a ese pueblo infiel de volver al amor y fidelidad. Pero si Dios es fiel en sus promesas, también lo es en sus amenazas : "Sale la verdad de mi boca y es irrevocable mi palabra" (Is 45, 23). El nombre solemne y victorioso con que se designa a Cristo en el misterioso Apocalipsis es éste: "El fiel y veraz" (Apoc 19, 11). Por la incomprensible fidelidad de Dios esperamos la gracia de laperseverancia final, de nuestra contrafidelidad hasta la muerte (cf. 1 Cor 10, 13; 1 Thes 5, 24; 2 Thes 3, 3).
Aunque en el concepto de fidelidad entra esencialmente el de firmeza, lealtad y constancia personal, no es éste, sin embargo, el que debe ofrecerse primero a nuestra mente cuando hablamos de fidelidad. En su sentido pleno, expresa la fidelidad una relación amorosa y personal con otro o con la comunidad. De ahí hemos de concluir que la fidelidad, al mismo tiempo que expresión de veracidad y de constancia, es propiedad inseparable del amor. Cuanto más íntima es la relación personal, más profundo ha de ser el sello de la fidelidad : tal en la fidelidad de los amigos, de los prometidos, de los esposos, de los padres y de los hijos. No essolamente a sí mismo y a su palabra a quien se debe fidelidad : como el amor, es cualidad que mira a otro.
Pero ha de observarse que el amor divino no presupone dádivas, porque es el origen primero de toda dádiva; todo procede de la riqueza intrínseca del divino amor. El amor que Dios ha depositado en nosotros es tan gratuito, que no presupone condiciones de parte del hombre que lo necesita. No así la fidelidad; ésta exige la reciprocidad de las relaciones. No hay base para la fidelidad en la amistad, cuando el otro no quiere ser mi amigo. No hay fidelidad de prometidos, cuando la persona amada no hace caso del amor. Todo amor profundo, aunque no fuera más que inicial, incluye esencialmente por lo menos la voluntad de ser fiel. Hasta que se tiene esta voluntad no principia el verdadero amor.
Cuando las declaraciones amorosas de un joven no van caracterizadas por la voluntad de la lealtad y la constancia, no son más que mentira y engaño para la joven cortejada. Pues el verdadero amor personal es un amor que por esencia tiende a la constancia; de lo contrario, no es auténtico amor. Si el amor entre los amigos fuera revocable en cualquier momento, sería un amor superficial y fingido.
Pero si la fidelidad, o por lo menos la voluntad de guardarla, es propiedad del amor como tal, no es, con todo, el amor unilateral el que crea el deber específico de la misma. La fidelidad tiene, como la veracidad, y precisamente por su reciprocidad, una semejanza con la justicia, a la que aventaja en profundidad, a no ser que ésta se base también en una fidelidad que alcance la misma hondura personal.
El deber de la fidelidad nace desde el momento en que el promisario acepta las promesas hechas de palabra, o por signos o acciones.
El joven que aún no ha hecho ninguna promesa formal de matrimonio a una joven, pero la pidió formalmente, debe saber que toda palabra acción que despierte en ella la esperanza del matrimonio, entraña el deber de la lealtad y fidelidad. Pero es evidente que hay gran diferencia entre la fidelidad que impone esta situación y la fidelidad conyugal.
El sí dado en el sacramento, y que impone la fidelidad conyugal, es incondicional e irrevocable; las demás promesas o acciones que piden fidelidad, son por su naturaleza, en cierto modo, condicionales, ora se hagan con condiciones expresas, ora con las condiciones implícitas generalmente presupuestas, que es lo que más generalmente sucede. Así, el amor y fidelidad que a una joven le ofrece un enamorado, se entiende que es a condición de verse correspondido con igual moneda, y de que ella se muestre digna de ellos.
La fidelidad es la garantía de nuestra rectitud en las relaciones con el prójimo. Pero advirtamos que el motivo último que exige, y, en cierto modo, compromete una conducta consecuente y fiel, no son simplemente nuestras promesas o los actos que pueden pasar por tales, sino nuestra calidad de imágenes de Dios y las pruebas de amorosa fidelidad que hayamos recibido.
Así pues, la acción amorosa de Dios sobre nosotros nos fuerza a la fidelidad; a la fidelidad, en primer lugar con nuestro Creador, que nos ha dado todo el ser. El amor de Cristo redentor nos solicita con su gracia a mostrarle nuestra fidelidad y gratitud con su seguimiento. El amor de que somos objeto, el mismo ser que hemos recibido, empeña y compromete esencialmente nuestra fidelidad con nuestro Señor y nuestro Padre.
2. La fidelidad, exigencia de los sacramentos
Conforme a lo dicho, son sobre todo los sacramentos los que establecen una profunda y esencial relación de fidelidad entre Cristo y el cristiano, y entre el cristiano y la Iglesia y todos sus miembros. La válida recepción de los santos sacramentos es como la voz recreadora de Cristo que nos habla por la Iglesia y solicita nuestra fidelidad; pero dicha recepción es, por parte nuestra, larespuesta que ofrece fidelidad a Cristo y a la Iglesia; y es respuesta que no se extingue con el sonido de las palabras, sino que, para ligarnos siempre, se prolonga en el ser divino que los sacramentos depositan en nosotros.
Las promesas formales hechas en el bautismo expresan elocuentemente las nuevas relaciones que se establecen entre Cristo y el bautizado, y que imponen la fidelidad. El carácter y la gracia bautismales, con el lenguaje mudo de su propio ser, nos inculcan la fidelidad en el servicio de Cristo y de la Iglesia. Con la recepción de la confirmación se ahonda y extiende aquel pacto de fidelidad, que ahora es necesario mantener mediante un servicio activo en el reino de Dios.
La promesa verbal de servicio y obediencia a Cristo y a la Iglesia emitida .por el que es ordenado sacerdote, no es más que el eco sensible de lo que exige esencialmente el "carácter" sacerdotal libremente recibido, el cual dedica, por sí, al servicio del sumo sacerdote, Cristo nuestro Señor, y de su esposa sacerdotal, la Iglesia.
El que viola gravemente las promesas bautismales o sacerdotales, no sólo falta a la palabra, sino que se pone en contradicción con su propio ser y abandona su bandera, a pesar de llevar grabada al fuego la marca que lo obliga a la fidelidad. Si las infidelidades del que ha sido agraciado con las prendas de la divina fidelidad no provocan el repudio definitivo, se debe a que ladivina fidelidad está muy por encima de lo que son capaces de pensar los hombres, pues Dios no se arrepiente de sus dones, ni se cansa de llamar a conversión y a un nuevo pacto, mediante sus continuados dones, y el constante suministro de su gracia, fruto de su fidelísimo amor.
Precisamente el sacramento de penitencia es el sacramento de la excesiva "fidelidad" de Dios, que no abandona nunca la voluntad de salvar a su servidor infiel, rehabilitándolo siempre y reanudando sin cansarse los lazos de la fidelidad. El "buen propósito" de la penitencia renueva la jura de bandera y dobla la obligación de la fidelidad, en razón de la gratitud debida a Cristo por su fidelidad, a pesar de la infidelidad nuestra.
Toda comunión es "prenda de la futura gloria", prenda de que Dios, por su fidelidad, ha de completar lo que principió en el santo bautismo y fomenta y afianza por medio de este divino sacramento. Por eso al comulgar se ha de jurar amorosa fidelidad, renovando las promesas bautismales. La sagrada comunión es al mismo tiempo defensa y ahondamiento de la obligación de fidelidad impuesta por el bautismo.
El sacramento de la extremaunción se propone poner el sello definitivo a la fidelidad del cristiano y alcanzarle la gracia de la perseverancia, asociando sus padecimientos y su muerte a los de Cristo. El verdadero cristiano, bautizado para participar en la muerte de Cristo, al recibir la extramaunción, busca la fuerza para conformarse completa y definitivamente con el sacrificio del Calvario. Hay que observar, además, que todos los sacramentos exigen e imponen la fidelidad hasta la muerte, por tener todos su fuente en la muerte del Salvador y estar todos ordenados a anunciar cultualmente la muerte redentora.
La fidelidad conyugal a que obliga todo matrimonio, pero sobre todo el de los cristianos, no puede reducirse a las simples exigencias de la justicia; esta fidelidad es algo superior a la justicia, algo más profundo. Pues aquí no se trata de la simple equivalencia material, sino de la unión irrevocable del "yo" entre ambos contrayentes. El "sí" sacramental no es el sí de un contrato cualquiera, sino el de una solemne promesa de fidelidad matrimonial, aureolada con los fulgores de la religión. La mutua donación del sí que los liga ante Cristo y ante la Iglesia es causa instrumental y eco de su vínculo sacramental, sellado por Cristo,y que invoca la fidelidad que reina entre Cristo y su Iglesia. Por eso la infidelidad conyugal es más que una injusticia — lo es ciertamente y en forma clamorosa —; allí hay un ultraje a la fidelidad de Cristo, con la cual cubre Él no sólo a la Iglesia, sino también todo matrimonio (cf. Eph 5, 21 ss).
Quien ha hecho voto a Dios de su virginidad contrae con el Salvador un pacto de fidelidad superior al del matrimonio. El celibato eclesiástico no ha de considerarse como un simple requisito legal — porque la virginidad, en cuanto consejo evangélico, no puede plegarse a una imposición legal —, el celibato es un pacto de fidelidad concluido entre Cristo y el sacerdote, a impulsos de un amor perfectamente libre.
La guarda fiel de la virginidad religiosa supone siempre toda una cadena de divinas gracias que Dios, por su parte, nunca romperá, y a las que el alma corresponde con fidelidad, siguiendo el divino llamamiento. Por eso el deber de la fidelidad no lo impone únicamente la emisión de la solemne promesa, sino, sobre todo, la realidad de aquellas gracias del divino llamamiento, que van sucediéndose unas a otras, y la percepción de ese llamamiento. Con los votos, sancionados por Dios y por la Iglesia, se formaliza el compromiso de amor con Dios y se establece un pacto de fidelidad, que más compromete a Dios, pero cuya obligación más pesa sobre el hombre.
El pacto de fidelidad, contraído el día del bautismo entre Dios y el bautizado — entre Cristo y su Iglesia —, envuelve en sus resplandores el sacramento del matrimonio y el estado de virginidad; mas no debería limitarse a esto, sino que debería extenderse proporcionalmente a todas las relaciones humanas en que ha de intervenir la fidelidad, como las relaciones entrepadres e hijos, entre novios, entre amigos, patronos y dependientes, entre contratantes; así la fidelidad con los hombres sería una irradiación y prolongación de la fidelidad con Dios.
Tal era el concepto que de la fidelidad feudal se tenía en la Edad Media, penetrada de cristianismo; concepto verdaderamente humano y personal, inmensamente más elevado que el que interviene en el moderno contrato de salario. Si la amorosa lealtad no interviene en las relaciones entre el patrono y el asalariado, ambos se rebajarán por igual ; para dignificarse y humanizarse han de inspirarse en sentimientos de lealtad, considerando las mutuas responsabilidades que los ligan, por trabajar ambos en una misma obra. No basta pagar el salario conforme a la estricta justicia: debe ir realzado por un trato personal inspirado en los sentimientos de la lealtad.
3. Promesa y propósito
La fidelidad, en sentido estricto, exige el cumplimiento de lo que se ha prometido. No obliga, por consiguiente, la fidelidad, cuando sólo se ha tenido la intención o propósito de dar alguna cosa; lo más que puede haber entonces es una obligación de lealtad "consigo mismo", mientras no haya razonable motivo para cambiar de propósito. No da la simple promesa ningún título legal para exigir nada; a menos que el defraudar la esperanza cause algún perjuicio; pero quien ha dado "su palabra" — (fidem dare) — debe cumplirla, por fidelidad.
La promesa causa obligación jurídica solamente cuando dicha obligación se expresa formalmente de palabra o en circunstancias que equivalen a una formulación expresa, como sucede siempre en todo contrato, y cuando hay mutua promesa bajo compromiso especial. No porque intervenga la justicia cesa la obligación de la fidelidad, antes se corrobora la obligación.
La promesa obliga según el sentido y alcance que le da el que la hace y la recibe. La promesa retractada no impone ya la obligación de la fidelidad. Se hace inválida la promesa cuando su cumplimiento no tiene ya utilidad, o es inmoral, por violar obligaciones superiores.
Con excepción de las obligaciones de fidelidad fundadas en la naturaleza o en los sacramentos, cesa la obligación impuesta por una promesa, cuando la parte contraria quebranta la fidelidad en puntos esenciales. El amor y la fidelidad que deben los padres a sus hijos no deja de obligarlos por el hecho de que éstos les sean infieles; a imitación de la fidelidad de Dios, que perdura a pesar del pecado, deben poner todo su afán y cariño en hacer revivir en ellos esos sentimientos de fidelidad.
El que es infiel pierde el "derecho" estricto a la fidelidad de la otra parte. Pero adviértase que el cónyuge inocente no queda desligado de la obligación de la fidelidad, por el hecho de que el consorte le haya sido infiel y haya perdido, por tanto, el derecho a la absoluta intimidad conyugal. La lealtad en el amor no mira entonces a lo que es de estricta justicia, sino a superar la infidelidad del otro, mirando por el bien de la familia y por el alma del delincuente. Aun cuando el caso fuese desesperado y fuese imposible remediarlo exteriormente, el cónyuge inocente se acordará siempre del lazo sacramental que con el otro lo une, y mostrará su fidelidad, pidiendo a Dios por su salvación.
4. La fidelidad y la confianza
La fidelidad funda y reclama la confianza de la otra parte. La verdad y la veracidad piden la "fe". Podemos y debemos confiar, siempre que haya fidelidad en quien promete. A las promesas de un Dios fidelísimo corresponde la confianza divina y teologal ; la fidelidad humana no puede fundar más que una confianza también humana siempre dudosa, por lo mismo. Desconfiar y recelarde la palabra y de la fidelidad de otro sin razón es una injuria a la veracidad, a la fidelidad y a la caridad, que destruye, por la base, las condiciones para los pactos de fidelidad. Pero sería también ir contra la prudencia poner su confianza en una persona que no la merece. Sólo el hombre que procede conforme a la veracidad y la lealtad, acierta con una conducta prudente y equidistante de la credulidad y de la fe ciega, por una parte, y de la desconfianza y el recelo, por otra. Aunque no pocas veces el demostrar confianza en otro despierta en él la veracidad y la fidelidad.
5. Gravedad de la obligación que impone la fidelidad
Esta cuestión coincide casi exactamente con la que tratamos anteriormente sobre la obligación de la verdad y veracidad. La fidelidad es un bien tan apreciable que, hablando en general, puede decirse que obliga gravemente. Ello no obstante, si se trata de promesas de poca importancia, sobre todo si no está comprometida la caridad, puede admitirse que la obligación no es más que leve. En la promesa unilateral no hay, por lo común, obligación grave, ya se atienda a la intención del promitente, ya a la esperanza del promisario.

Pueden darse casos en que por razón de la caridad, una promesa obligue gravemente, aun cuando el promitente no haya entendido obligarse así. Por ejemplo, cuando el incumplimiento de una promesa a un niño pueda causarle tal desilusión respecto de sus padres o educadores, que arruine, en su corazón, las bases indispensables para la confianza.

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