domingo, 21 de agosto de 2016

LA BUENA FAMA Y EL HONOR A LA LUZ DE LA CARIDAD

Definiciones: El respeto y la estima consisten en el aprecio o reconocimiento interno del mérito o valor personal. La gloria u honores el reconocimiento externo de los merecimientos. El buen nombre o buena fama negativamente está en no merecer reproche ante la opinión pública; y positivamente, en la estimación general, que puede crecer hasta provocar la admiración unánime y loselogios. Lo opuesto es la ignominia, la deshonra, el descrédito.
1. El honor humano a la luz de la gloria y del amor divinos
El honor y la gloria sempiterna que Dios posee en sí mismo
es el origen de todo honor divino y humano. El Padre se vuelve hacia su Hijo para decirle en una palabra eterna e infinitamente gloriosa de amor toda su gloria y honor. Puesto que en su Hijo expresa toda su esencia, tiene que ver en Él el reflejo perfecto de su infinita gloria y honor. La gloria a que fue y será sublimado el Hijo en la resurrección y en la parusía, no es sino la revelación y prolongación de la gloria "que tuvo en el Padre, desde toda la eternidad" (Ioh 17, 5). A su vez, toda la gloria y alabanza que por Cristo se da al Padre, no es más que el eco de la respuesta de amor que retumba en la eternidad y que pro
cede del Hijo al "Padre de la gloria" (Eph 1, 17) en el Espíritu Santo, en el Espíritu de la gloria.
La eterna gloria de Dios es la gloria y el amor de la vida y del amor trinitario. No fueron los serafines quienes cantaron primero el trisagio: Dios ya se lo había dirigido a sí mismo, a su gloria, en su triple vida y amor: el Padre glorifica al Hijo, el Hijo al Padre, en el Espíritu Santo, el Padre y el Hijo al Espíritu Santo. Viviendo en el recíproco amor, viven en la recíproca gloria. Dios es amor; por eso es Él la gloria del amor, el júbilo glorioso del amor. La gloria es la irradiación del amor.
Se dignó Dios hacer a las criaturas particioneras de su amor, y por lo mismo también de su gloria. Siendo el Dios santísimo la plenitud de la gloria, tiene que hacer depender la participación eterna en su amorosa gloria del amoroso y glorioso reconocimiento — o adoración — de la misma. Creó Dios el mundo, y en especial todo espíritu personal, para su gloria, puesto que los creó de la exuberancia de su propia gloria. Sobre las obras de su creación deja Dios caer un rayo de su gloria, pero para que la reflejen. "Los cielos pregonan la gloria del Eterno" (Ps 18, 1). Brillará nuestra propia gloria, pero sólo al resplandor del amor divino. Nuestra verdadera gloria proviene de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios, y de haber sido bañados por la gracia, y de un modo inconcebible en los esplendores del amor y de la gloria de Dios (cf. Ioh 17, 22). Y el fundamento de la misma estriba en poder llegar a ser aceptos a la voluntad de Dios, nuestro Padre y nuestro soberano, es decir, en que' Dios se digne aceptar el servicio de nuestra obediencia y de nuestro filial amor. De donde hemos de deducir que toda nuestra gloria se cifra en hacer refundir hacia Dios solo toda nuestra grandeza, en no tener a honra más que el amoroso servicio de su voluntad: "Si alguno me sirve, mi padre le honrará" (Ioh 12, 26).
Las relaciones amorosas que con Dios nos ligan son gloriosas relaciones. La gracia deposita ya en nosotros la eterna gloria, introduciendo en nuestro ser más profundo el eterno esplendor del Ser divino. Con la gracia recibimos, pues, la gloria de Dios, la verdadera gloria divina; por eso podemos y debemos poner toda nuestra existencia al servicio del amor y de la gloria de Dios. Nuestro amor temporal brillará eternamente en la magnificencia de la gloria de Dios. "Los justos brillarán con esplendor de cielo" (Dan 12, 3 ; cf. Mt 13, 43 ; Sap 3, 7).
Al amor sigue la gloria, como a la luz el resplandor, como el brillo al sol. Honramos a quien amamos, y queremos verlo también por otros honrado. Ala inversa, a quien no podemos honrar, tampoco llegamos a amarlo. Concluyamos que nuestra gloria y nuestro honor no lo podemos encontrar sino en la irradiación del amor, en el servicio del amor.
2. El respeto cristiano de sí mismo y del prójimo
Condición y fundamento del honor y de la gloria es el respeto de sí mismo y del prójimo. Quien no sabe respetarse a sí mismo, no puede aspirar a la gloria. Quien no respeta a los demás, tampoco sabrá honrarlos con sinceridad; 'nadie esperará tampoco ser honrado por aquellos a quienes no respeta. Pero el respeto consigo mismo no consiste en una vana apreciación de sí mismo, sino en un sentimiento de humildad y de gratitud con Dios. Respetarse a sí mismo, a la manera cristiana, no es dirigirse a sí mismo un monólogo de admiración, ni replegarse sobre sí; es, por el contrario, compartir con Dios el glorioso amor con que Él nos ama. No somos más que un rayito de gloria y de amor divino; quien no lo reconozca jubiloso,. no hace más que robarle a Dios la gloria, que es como decir que no le devuelve la gloria que Él depositó en nosotros. Quien así obra, por más que se repliegue sobre sí no dará con su verdadero "yo".
"¡Qué crimen!, y ¡qué rusticidad, que el hombre no comprenda, ni sienta, ni quiera nada de la grandeza que lleva en sí! ¡Qué insensibilidad de corazón! Qué esclavitud de alma! ¡No hacer caso de toda una filiación de Dios, de toda una fraternidad con el Hijo de Dios, de toda una comunidad con el Espíritu Santo, de toda una sociedad con los Santos, de toda una herencia de vida eterna!". De entre los teólogos modernos, es tal vez HIRSCHER el que mejor ha explicado cómo el honor y el respeto es una de las fuerzas fundamentales del reino de Dios : "Cuantos tuvieron o tienen el auténtico sentimiento de su dignidad se hicieron o se hacen santos"Él, empero, considera el respeto que el cristiano se debe a sí mismo desde el ángulo de la humildad y del respeto que al prójimo se debe.
El respeto de sí mismo, a la manera cristiana, no tiene nada que ver con el orgullo, así como la humildad cristiana está lejos del propio envilecimiento. La humildad no es otra cosa que referir a Dios, con alegre agradecimiento, cuanto bien puede haber en nosotros; no es otra cosa que regocijarse con poder honrar a nuestro prójimo en Dios; en fin, no es otra cosa que reconocer con profundo dolor que el mal no proviene sino de nosotros mismos. De ahí que la sinceridad de la humildad y del respeto de sí mismo está en mirar sin apasionamiento el bien que de Dios hemos recibido y en confesar sin reservas nuestras propias faltas y defectos. Se respeta de veras a sí mismo quien tiene la firme voluntad de no conducirse nunca como vil esclavo, sino la de poner todas sus facultades al humilde pero honroso servicio de la gloria de Dios; la de hacerse digno, merced a la divina gracia, del eterno honor y de la eterna gloria, en una palabra, la de no abandonar nunca la dignidad de hijo de Dios; mas todo sin perder de vista los límites de las propias facultades y posibilidades, ni los de la propia dignidad.
El cristiano que se respeta de veras, lo demuestra en el respeto con que trata al prójimo. Nuestro primer cuidado no ha de ser observar las faltas del prójimo, sino las nuestras; y el respeto que le debemos ha de ser mucho más absoluto e imparcial que el que a nosotros nos debemos (cf. Phil 2, 3 ; 1 Petr 3, 7).
Enraizado el respeto de sí mismo y del prójimo en el amor y en la gloria de Dios, y sostenido por el espíritu de adoración, se librará de la idolatría del hombre, así como también de la indiferencia o de todo cálculo interesado.
Los principales pecados contra el sagrado respeto de sí mismo son : el desconocimiento de su verdadero valor ante Dios, el menosprecio de los dones de Dios recibidos, el propio envilecimiento, por los pensamientos, las palabras y las obras. El dejarse llevar de la vanidad, del loco orgullo o de la soberbia, y querer conquistar el respeto por ridículas exterioridades, por la hermosura del cuerpo, por la fuerza, por la riqueza, o aun tal vez por la desobediencia a los preceptos de Dios, no es solamente un proceder que va contra la humildad, sino una degradación y una falta contra el verdadero respeto debido a sí mismo. El orgullo y el descarrío de las costumbres son los que más propiamente destruyen esta necesaria virtud.
Además, todo desdén exterior por el prójimo socava los fundamentos sobrenaturales del respeto y veneración. Las faltas morales disminuyen indudablemente el respeto a sí mismo y a los demás, pero no lo destruyen completamente, toda vez que Dios, en su misericordia, sigue llamando siempre a la gloria de la eterna vida al hombre formado a su imagen y semejanza. Las sospechas infundadas y los juicios temerarios acerca de las cualidades del prójimo rebajan o destruyen completamente a nuestros ojos sus méritos; obedecen a un sentimiento de menosprecio, de falta de caridad y, por lo mismo, son, de suyo, pecado grave. El juicio temerario contra persona determinada y en materia grave es pecado grave, puesto que destruye el fundamento indispensable de la caridad y ofende la misma justicia. "No juzguéis y no seréis juzgados" (Lc 6, 37).
Si los recelos y sospechas no carecen del todo de fundamento y no llegan a juicio temerario, son, por lo común, simples pecados veniales, a causa de la imperfección del acto. Lo contrario habría que decir cuando se propalan sin motivo esas falsas o poco fundadas sospechas, o cuando se sospechan enormes crímenes de una persona conocida como honrada y decente.
No hay ningún pecado en recelar o sospechar de otro cuando hay motivos y no se adelanta uno a formular juicios ligeros.
Si es muy poco conforme con la caridad y la prudencia el alimentar una general desconfianza de los hombres — sobre todoostentándola —, no está, sin embargo, por demás guardar una sabia discreción, la cual cede en bien de la misma caridad. Adviértase que los padres de familia y los superiores podrían pecar no sólo por demasiada confianza en sus súbditos, sino también por injustas desconfianzas. Su deber está en demostrar suma confianza, pero al mismo tiempo, conociendo la humana flaqueza y considerando las circunstancias, han de estar siempre con el ojo avizor para evitar cualquier peligro o pecado.
3. La gloria y el honor en el respeto y veneración debidos
Dios se dignó hacer visible en el mundo la magnificencia de su amor y de su gloria. Y antes de llevarnos a brillar eternamente en su gloria, quiere que lo glorifiquemos visiblemente en la tierra. Además, el recóndito sentimiento de respeto y veneración pide la demostración exterior en palabras y en actos. Y aún las pruebas de respeto que damos al hombre han de ser un testimonio de alabanza a nuestro Creador y Redentor.
Se testimonia el honor por el trato adornado de cristiana cortesía, que es lo opuesto de aquella descortesía que puede ir hasta lagrosería, por el aplauso de reconocimiento, dirigido a la persona misma, por los elogios y las buenas palabras en favor de los ausentes. Y no han de ser únicamente las palabras las que manifiesten ese respeto y veneración, sino toda la conducta. Aún al ofrecer al pobre una limosna, se le ha de mostrar el respeto y estima que como miembro de Jesucristo se merece (cf. Iac, 2, 2-6). Las muestras de respeto, al garantizar y patentizar el aprecio interior, tienen gran importancia religiosa, social y pedagógica:
1.° Lo que al cristiano le interesa en el honor humano es el reflejo del honor de Dios. Nuestro honor está en la compañía de lossantos. El culto completo del amor y de la gloria de Dios no encierra únicamente el culto religioso que tributamos a los santos del cielo; de él forma parte también el honor, matizado de religión, que rendimos a los "santos" de la Iglesia militante, a los miembros del cuerpo místico, a los bautizados, a quienes baña la gloria y el amor de Dios. El honor tributado a uno de los miembros alcanza a todo el cuerpo. Cristo es la gloria común de todos, pues en todo hemos de glorificar a Cristo nuestro Señor.
2.° El honor es asimismo un bien de gran alcance social. Una sociedad en la que no se conociera el honor y la gloria, en la que sus miembros poco se preocuparan por el honor de los demás, sería una sociedad sin la consistencia visible de la caridad, y de valores sin quilates. Para bien de la sociedad es necesario que cada miembro reciba el honor que merece, pues sólo así podrá prosperar y desarrollarse. "Lejos está el cristiano de aspirar al incienso de los aplausos; pero sí necesita recibir un estímulo para seguir trabajando en la obra común y tener suficiente autoridad para apremiar y estimular a los demás, como insinúa el apóstol san PABLO en 2 Cor 5 ; 6, 10. 11. 12". "Quien lleva vida libre de crímenes y delitos, labra su propio bien; si además pone a salvo su honor, practica una obra de misericordia con el prójimo, pues si la buena vida es personalmente necesaria, el buen nombre lo es para los demás". Quien desprecia "no sólo imprudente sino también cruelmente" la buena fama, es, según san AGUSTÍN"asesino de las almas", y de nada le servirá decir que le basta tener pura su conciencia ante Dios. "Cuanto mayor es el número de hombres que llevan una vida manchada, tanto más tolerable parece el contagio, tanto menos horror inspira". En regiones de infieles, el velar por el honor es un deber misionero y apostólico (1 Petr 2, 12; 3, 16; 4, 15 s; 1 Thes 4, 12; Rom 12, 17; Phil 4, 5).
3.° Desde el punto de vista pedagógico, es de suma importancia la guarda del honor y las mutuas pruebas de respeto.
La vida llevada con honor, así como los homenajes que de los demás recibimos por el bien que realizarnos, constituyen un estímulo moral, en ningún modo despreciable. Es una gran ventaja moral el que todos los hombres de bien se esfuercen por conservar la buena fama y el honor, pues ello será un poderoso motivo auxiliar para aquellas personas aún no formadas, cuando los motivos fundamentales de la vida cristiana resultan demasiado difíciles. "Puede suceder que, en los momentos en que la pasión desencadenada ha saltado todos los diques, el temor de la vergüenza sea la última barrera que detenga al hombre ante una indignidad de la que después tendría que arrepentirse".
Quien ha perdido el honor y poco caso hace de que la sociedad lo desprecie, poco le falta para prostituirse realmente y darse a una vida infame. El sentimiento del honor y del respeto a sí propio, que es como su fundamento, puede, "del mismo modo que el sentimiento del pudor, obrar como una protección y como un impulso de mayor efecto".
Así como Dios nos sale al encuentro con su gloria, apenas principiamos nuestra conversión y nos cubre con los rayos de su gracia, así debemos ayudar al hombre caído a recobrar su dignidad, dándole muestras de respeto y honor. No hay ser al que no podamosprevenir con el respeto y aprecio que se merece como imagen de Dios y oveja buscada por el Salvador; ni será raro el caso de que debamos anticiparnos a tributar honores a quien no los merece por el momento, pero los merecerá mañana por su bondad moral.
Huelga notar que no hemos de proceder como si el hombre perverso mereciera de nuestra parte los mismos honores que el virtuoso. Las muestras de respeto y la guarda del honor ajeno han de ser un estímulo para el bien y un alejamiento del mal.
No puede el educador renunciar a la fuerza poderosa del sentimiento por el honor auténtico. Los castigos y reprensiones deben despertar ese pundonor, no ahogarlo. El tributar las naturales muestras de respeto a todo hijo de Dios es una poderosa fuerza educadora.
4. Las normas del honor cristiano
Buscar, recibir y tributar el honor debido son actos que no están exentos de peligros; preciso es, pues, para no descarriarse, proceder conforme a las normas del verdadero honor cristiano. Primeramente ha de tener como fundamento la honorabilidad, en la que se refleje la santidad y la gloria de Dios; y en segundo lugar, el honor del cristiano ha de venir ungido con los resplandores de la cruz de Cristo.
a) El verdadero fundamento del honor
Quien busca el honor ha de presentar como requisito fundamental un auténtico valor interior; y al rendir honores a los demás, lo ha de hacer impulsado por una verdadera estima. Los principales fundamentos del honor son tres:
1) El motivo más poderoso y universal del respeto y del honor es la semejanza natural y sobrenatural del hombre con Dios. No se basa, pues, en el espíritu cristiano aquel honor y consideración que sólo se apoya sobre secundarias ventajas, como son la hermosura y la gracia, la fuerza bruta o la riqueza, como si esto pesara más que la inalienable dignidad de la persona, o aún más que la altísima dignidad de hijo de Dios. Sólo por ser hijo de la divina gracia merece el hombre sumo honor y respeto. Pero sobre esta realidad no podemos nunca dictar el fallo definitivo. Por lo demás, al pecador, a quien Dios, en su infinita misericordia, llama siempre al honor de la divina amistad, hay que recordarle la incomparable dignidad a que está destinado. Imposible es, empero, conseguirlo por una actitud despectiva. Sus pecados pueden merecer todo el desprecio ; pero a él hay que testimoniarle el mismo infinito amor reverencial que le profesa el Salvador, para despertarle así el sentimiento del honor y llevarlo hasta él.
2) Otro de los principales fundamentos del honor es la vida conforme con las exigencias de la moral, la cual constituye la verdadera honorabilidad; pero más que todo, la vida consagrada a Dios y a su servicio. Los santos que están en el cielo, cuya magnífica corona es la gloria de Dios (cf. Apoc 4, 10), merecen especial honor por su perfecta fidelidad en el amoroso servicio de Dios. Pero el "regio sacerdocio" de los "santos" de la tierra merece también una gloria especial. Sería quebrantar el recto orden del honor tributar igual gloria al malvado y al hombre ejemplar, al infiel o al renegado y al hijo fiel de la santa Iglesia. El hombre "religioso" es el que merece realmente el honor de sus semejantes. Es aquel que pone su gloria en la obediencia a la voluntad de Dios a quien Él declarará digno de la gloria eterna y aun de la temporal.
3) También las diversas profesiones merecen un honor especial, por razón del auténtico servicio que prestan a la comunidad. Y quienes están colocados en alta posición, deben buscar su fama en el servicio de todos. Es realmente honorable la sociedad cuando sus miembros buscan y alcanzan el honor en el servicio de la misma. Cada estado y profesión ha de procurar su honor, pero contentándose con el que normalmente le corresponde en el conjunto.
Especial honor merece el cargo de superior, puesto que personifica el glorioso dominio de Dios. La legítima autoridad temporal es acreedora a nuestros honores (Rom 13, 7; 1 Petr 2, 17; Eccli 10, 20 ss), mucho más la autoridad eclesiástica y sacerdotal, a quien Dios santificó para el servicio de su gloria (Eccli 7, 31.33; Lc 10, 16; 1 Thes 5, 12 s ; 1 Tim 5, 17 ss). Honrar a los padreses una de las más graves recomendaciones de la sagrada Escritura; con razón, puesto que ellos participan de modo especial en la gloria de la creación y del dominio de Dios. (Cf. Ex 20, 12; Lev 19, 3 ; 20, 9; Deut 5, 16; 27, 16 ; Tob 4, 2 ss; Prov 20, 20; 30, 17; Eccli 3, 5-18; Mt 15, 4; Mc 7, 10.) Por último, los ancianos merecen especiales respetos, a causa de su dignidad y de la experiencia que tienen de la vida (Lev 19, 32; Prov 16, 31; 1 Tim 5, 1 s).
El honor que a los superiores tributamos, por el puesto que ocupan, se dirige directamente a Dios, el supremo Señor. No puede, pues, rehusarse el testimonio del respeto y veneración al representante de la autoridad, aunque no se muestre del todo digno; pero siempre será verdad que la autoridad que sirve con honor a la comunidad, glorifica más a Dios, a quien representa, y es acreedora a mayor honor.
b) El honor bajo el signo de la cruz
Para que el concepto humano del honor pueda figurar entre las virtudes cristianas, tiene, en cierto modo, que ser bautizado y crucificado. Y si el honor trae peligros, no es motivo para negarle la entrada. Quien reprime o elimina el instinto natural del honor fomenta su indignidad su ambición. Para que sea sano ese sentimiento ha de ir en pos del Crucificado :
1) En primer lugar, ha de merecerse el honor con el sudor de la frente y cargando con el peso del trabajo. El sano sentimiento del honor rechaza todo honor inmerecido. Más que por recibir honores nos hemos de preocupar por merecerlos mediante las acciones gloriosas. "No es la gloria la que ha de engendrar los méritos gloriosos; pretenderlo sería tanto como exigir que el reflejo diera a la luz su resplandor. ¡Un perfecto contrasentido !"
2) El honor ha de ir penetrado no sólo por los rayos de la caridad, sino también por el espíritu de sacrificio, inspirado en el amor.Por caridad hemos de renunciar, a veces, a los honores, y defender y proteger el honor de los demás, aun a costa de personales sacrificios, o sacrificar el nuestro con propia desventaja, y es cuando no existen los méritos correspondientes, siendo entonces causa de escándalo el aceptar los homenajes. El honor debe ser siempre el atributo de los servicios prestados a la sociedad.
3) Por el reino de Dios, hemos de estar dispuestos a ser afrentados y avergonzados por los malos y aun a soportar las inevitables incomprensiones de los buenos. Nada nos han de importar los más lisonjeros honores a trueque de alcanzar la gloria de seguir al Crucificado. Cristo, piedra de tropiezo rechazada por los edificadores incrédulos, es "la gloria de los creyentes" (1 Petr 2, 7). Nuestro honor de cristianos no está garantizado sino por el anonadamiento de Cristo en la cruz (cf. Phil 2, 7 ss). En la cruz está la fuente viva de nuestra eterna y verdadera gloria (Gal 6, 14; 1 Cor 2, 2). "El que se gloría, gloríese en el Señor" (1 Cor 1, 31).
Quien se apoya demasiado en los aplausos del mundo, desconoce la verdadera gloria, la cual está en seguir a Cristo, que se hizo esclavo, y en prodigarse en bien de sus hermanos (cf. Ioh 12, 26; Lc 22, 27; Mt 23, 8 ss). Mayor honor conquista el que recibe una injuria por ser fiel servidor de Cristo, que con todas las alabanzas del mundo. "Bienaventurados vosotros si, por el nombre de Cristo, sois ultrajados, porque el Espíritu de la gloria, que es el Espíritu de Dios, reposa sobre vosotros" (1 Petr 4, 14; cf. Mt 5, II).
Quien conoce la incomparable dicha que procura la gloria de Dios se siente inmensamente libre frente a los honores del mundo. Mas ello no es razón para que nos despreocupemos del honor, pues debiendo contribuir con él al reino de Dios (2 Cor 3, 9). debemos trabajar infatigablemente para que nuestro servicio no sea sin honra. Para ello resulta indispensable gozar de cierto prestigio personal.

4) La gloria divina brilla, pues, sobre nosotros: por nuestro servicio y por nuestro buen ejemplo, hemos de hacerla brillar también ante los hombres, "para que viendo nuestras buenas obras, glorifiquen al Padre celestial" (Mt 5, 14 ss; cf. Eph 5, 8 ss; 1 Petr 2, 12); con todo, hemos de guardarnos de obrar el bien por el solo honor que nos granjea. Cuando no está interesada más que nuestra propia gloria y satisfacción, hemos de hacer el bien sólo "en secreto", para que la vana gloria no lo vuelva infructuoso (Mt 6, 1 ss). Porque el motivo fundamental de nuestras buenas obras no ha de ser nunca el conquistar el aplauso de los hombres. Pero si sabemos colocar el honor al pie de la cruz, nos servirá de estimulante poderoso, que hemos de enlazar con el motivo fundamental del amor.

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