miércoles, 17 de agosto de 2016

La educación sentimental

Por J.R. Ayllón


Enfadarse es algo muy sencillo, al alcance de cualquiera. Pero enfadarse con la persona que lo merece, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso no tiene nada de sencillo.
Aristóteles


26. Inteligencia y sentimientos

La interioridad humana está permanentemente ocupada por un batallón de deseos cuyo cumplimiento o frustración experimentamos en forma de sentimientos positivos o negativos. Los sentimientos constituyen, por tanto, un índice de autorrealización personal. Nos mueven y conmueven desde dentro, y por eso los llamamos afectos, emociones y pasiones. Los sentimientos son estados de ánimo que repercuten de forma constante en nuestra conducta externa. Pueden ser pasajeros y elementales como una pequeña alegría o un enfado sin importancia, complejos como la felicidad o la depresión, y violentos como las pasiones. La gama de los sentimientos es amplia y enmarañada, quizá por eso mal conocida, pero cualquier visión de la vida que minimice su valor pecará de irreal y miope. Por propia experiencia sabemos que a veces nuestros sentimientos pesan en nuestra conducta más que nuestras razones. Erasmo ironizó sobre este punto en un célebre texto:

Júpiter nos otorga mucha más pasión que razón, en una proporción aproximada de veinticuatro a uno. Él ha erigido dos irritables tiranos para oponerse al poder solitario de la razón: la ira y la lujuria. La vida ordinaria del hombre evidencia claramente la impotencia de la razón para oponerse a las fuerzas combinadas de estos dos tiranos. Ante ella, la razón hace lo único que puede, repetir fórmulas virtuosas, mientras que las otras dos se desgañitan de modo cada vez más ruidoso y agresivo, empujando a la razón a seguirlas hasta que, agotada, se rinde y se entrega.

De lo dicho se desprende que, en cierto modo, tenemos dos inteligencias: la racional y la sentimental o emocional, y nuestra conducta está determinada por ambas. Si muchas concepciones antropológicas han propuesto un ideal de razón liberada de los impulsos sentimentales, lo realmente razonable será la armonía entre cabeza y corazón, su integración inteligente. Por eso se ha escrito desde antiguo sobre la necesidad de una educación sentimental. En estas páginas hablaremos de ella y emplearemos los términos "sentimiento" y "emoción" de forma indistinta, como lo hace Daniel Goleman en su célebre libro Inteligencia emocional.

La educación tradicional ha puesto casi toda su confianza en el coeficiente intelectual (CI), pero es frecuente encontrarse con personas de elevado CI que no saben manejarse en la vida, mientras que otras con modesto o bajo coeficiente triunfan en su vida familiar y profesional. ¿Por qué esa inesperada diferencia? La tesis de Goleman, psicólogo de Harward, identifica el éxito en la vida con un conjunto de habilidades que denomina inteligencia emocional, y que incluye el conocimiento de uno mismo y de los demás, el autocontrol y la capacidad de motivarse. Porque saber que un ingeniero ha logrado graduarse con unas notas excelentes equivale a saber que su inteligencia matemática es excelente, pero nada nos dice sobre su forma de reaccionar ante los problemas que le surjan en la vida.

De forma parecida al aprendizaje de una asignatura, la vida emocional constituye un ámbito que puede dominarse con menor o mayor pericia. Y el grado de dominio emocional que alcance cada persona marcará la diferencia entre quien lleva una vida equilibrada y quien, con un nivel intelectual similar, hace de su vida un fracaso. La evidencia dice que alcanzan una vida lograda las personas que saben gobernar sus emociones e interpretar los sentimientos de los demás: desde el noviazgo hasta las relaciones que aseguran el éxito de una organización. Toda la educación sentimental se podría resumir en cuatro puntos:

* Conocimiento y control de las propias emociones.
* Reconocimiento y comprensión de las emociones ajenas.
* Capacidad de motivarse a uno mismo.
* Control de las relaciones interpersonales.

27. Conocimiento propio

No es nada fácil conocerse a uno mismo. La sabiduría griega propondrá ese conocimiento como meta suprema de la vida. "Conócete a tí mismo" es lo que Sócrates procura para sí y para quienes le escuchan. "Que me conozca, Señor, y que Te conozca" es el resumen de todos los intereses agustinianos.

Cuenta Goleman que un samurai pidió a un anciano maestro zen que le explicara el cielo y el infierno. Pero le monje le replicó con desprecio:

-No eres más que un patán, y no puedo perder el tiempo con tus tonterías.
El samurai, herido en su honor, desenvainó su espada y exclamó:
-Tu impertinencia te costará la vida.
-¡Eso es el infierno! -replicó entonces el maestro.
Sorprendido por la exactitud del maestro al juzgar la cólera que le estaba atenazando, el samurai envainó la espada y se postró ante él, agradecido.
-¡Y eso es el cielo! -concluyó entonces el anciano.

Esta historia ilustra a la perfección la diferencia entre estar atrapado por una pasión -la ira en este caso- y darse cuenta de que se está atrapado. Por eso el "conócete a ti mismo" constituye la piedra angular de la inteligencia emocional. Para actuar bien conviene conocerse bien. No se trata de desarrollar un morboso afán de introspección, sino de procurar no vivir con uno mismo como un desconocido. Nuestra conciencia emocional y el análisis ponderado de la realidad nos ayudarán, entre otras cosas, a combatir la inestabilidad de ánimo del que sueña con fantasías, del que se sobrevalora y del que se subestima. Además, porque todos tendemos a disculparnos más o menos, parte importante del conocimiento propio es advertir ese sutil autoengaño y admitir la completa responsabilidad que tenemos en la mayoría de nuestras acciones u omisiones.

Con perspicacia ha escrito Susana Tammaro que el conocimiento propio es doloroso, pues una parte de nuestro corazón está en la sombra. Y "contra ese doloroso descubrimiento se oponen en nuestro interior muchas defensas: el orgullo, la presunción de ser amos inapelables de nuestra vida, la convicción de que basta con la razón para arreglarlo todo. El orgullo es quizá el obstáculo más grnade: por eso es preciso valentía y humildad para examinarse con hondura".

Parte de la educación sentimental consiste en aprender a expresar con palabras los propios sentimientos, a no percibirlos como un manojo desconcertante de tensiones sin nombre, que nos hacen sentirnos extrañamante mal. En el libro Educar los sentimientos, Alfonso Aguiló nos ofrece una esclarecedora relación de defectos relacionados con la educación de los sentimientos:

- Timidez, apocamiento, temor a las relaciones sociales.
- Susceptibilidad, tendencia exagerada a sentirse ofendido.
- Tendencia a dar vueltas en exceso a los problemas y preocupaciones.
- Perfeccionismo, rigidez, insatisfacción.
- Pesimismo, tristeza, mal humor.
- Hábito de mentir, engañar o la simular.
- Gusto por incordiar, fastidiar y llevar la contraria.
- Exceso de autoindulgencia y descontrol en la comida, la bebida y otros placeres.
- Tendencia a refugiarse en la fantasía y a la vida perezosa.
- Excesiva dependencia emocional de los demás.
- Charlatanería y frivolidad.
- Resistencia a aceptar las exigencias razonables de la autoridad.
- Tendencia al capricho, las manías o la extravagancia.
- Falta de fortaleza ante las contrariedades inevitables de la vida.
- No saber perder o no saber ganar.
- Dificultad para comprender a los demás y hacernos comprender por ellos.
- Dificultad para trabajar en equipo.

La imagen que uno tiene de sí mismo condiciona su conducta. Hay deportistas y equipos que saltan derrotados al terreno de juego porque se consideran muy inferiores al rival. Si me considero incapaz de hacer algo, me resultará extraordinariamente costoso hacerlo. En cambio, el conocimiento propio propicia la madurez y la estabilidad de carácter. El que se conoce bien no se altera fácilmente por una opinión favorable o desfavorable sobre su persona, por un pequeño triunfo o un fracaso, por una buena o mala noticia. Al contrario, se enfrenta a sus defectos con realismo e inteligencia, aprendiendo de cada error, evitando su repetición, conociendo sus limitaciones y posibilidades.

La percepción que cada uno tiene de sí mismo depende mucho de la que tengan los demás. De ahí la importancia de sentirse valorado y querido por quienes nos rodean. También por eso, gran parte de los trastornos afectivos tienen su origen en una deficiente comunicación con las personas más cercanas. Para evitar esos problemas, o para intentar subsanarlos, es preciso establecer buenas relaciones personales, sobre todo en la familia, entre amigos, con los vecinos y colegas de trabajo. Por eso, la educación de los sentimientos reviste a veces tanta dificultad, y supone un auténtico reto de ingenio y de paciencia, un verdadero arte. Lo que está claro es que la forma más segura de lograr un cambio real en los sentimientos es por medio de la acción. Si la reflexión no nos lleva a la acción, no cambiaremos. Aristóteles decía que no nos interesa tanto saber en qué consiste la salud como estar sanos, ni saber en qué consiste el bien como obrar bien. Pero obrar bien, a su vez, no consiste en realizar actos aislados, sino en repetir actos hasta lograr la consolidación de hábitos.

28. Control y descontrol de los sentimientos

"Que nuestros afectos no nos den la muerte, pero que tampoco mueran", escribió Donne". La prensa y la televisión nos acosan con noticias alarmantes sobre la inseguridad y la degradación de la vida urbana, casi siempre por la irrupción violenta de sentimientos hipertrofiados y descontrolados. Esa creciente pérdida de control sobre las emociones propias es una de las señas de identidad de nuestras modernas sociedades. Se pone así de manifiesto un peligroso grado de torpeza emocional, que a su vez refleja un serio punto débil de la familia y la sociedad entera.

Por fortuna, el sentimiento inclina hacia una determinada conducta, pero no anula la libertad para escoger otra distinta. Por eso, puedo sentir miedo y actuar con valentía, o sentir odio y perdonar, o estar interiormente nervioso y actuar reflexivamente. Lo expresan de forma magnífica unos versos de Juan Ramón Jiménez:

Yo no soy yo. Soy este
Que va a mi lado sin yo verlo,
Que, a veces, voy a ver,
Y que, a veces, olvido.
El que calla, sereno, cuando hablo,
El que perdona, dulce, cuando odio,
El que pasea por donde no estoy,
El que quedará en pie cuando yo muera.

Si a veces podemos obrar cegados por la pasión, no es menos cierto que hay pasiones que aumentan la lucidez del que las padece. Las pasiones de muchos personajes de Shakespeare, lejos de nublar su inteligencia, la dotan de diabólica clarividencia. Hamlet prepara con frialdad y de forma minuciosa su venganza. Macbeth o Ricardo III -lo mismo que cualquier dictador o terrorista profesional- tienen una refinada capacidad para calcular fríamente los pros y los contras de sus ambiciosos planes criminales. Se diría incluso que poseen una gran facilidad técnica de autocontrol. No tienen ofuscada la razón, de forma que no obran sin darse cuenta. Su libertad no está destronada o sojuzgada como en el caso del hombre al que la ira le hace perder la cabeza.

La vida está sembrada de altibajos sentimentales, pero nosotros debemos controlar los sentimientos para que no conviertan nuestra existencia en una montaña rusa emocional. Igual que el fondo de nuestra mente está poblado por un murmullo de pensamientos, también constatamos la existencia de un murmullo emocional. Y todo lo que hacemos en la vida, desde trabajar a diario a jugar con un hijo, no son más que intentos de sentirnos mejor. El arte de sentirse bien constituye una habilidad vital fundamental, quizá el más importante de los recursos psicológicos.

No tenemos poder sobre la aparición y el tipo de las emociones, pero sí tenemos cierta posibilidad de controlar su tiempo de permanencia y su intensidad. El problema no estriba en eludir -por ejemplo- la tristeza, sino en impedir que nos invada por completo y se convierta en depresión. ¿Cómo conseguirlo? La tristeza es un sentimiento que nos sumerge en la soledad y el desamparo. Sus causas pueden ser grandes o pequeñas, objetivas y subjetivas. Y sus consecuencias nos aíslan y nos hacen ver negra la realidad. Más o menos motivada o inmotivada, la tristeza es un sentimiento que debe ser superado, que no debe instalarse de forma crónica en nosotros, pues su modo natural de operar es invasor, en oleadas que ocupan lugares cada vez más amplios y profundos de nuestra vida emocional. Para ello, convendrá abordar los pensamientos que se esconden en el mismo núcleo de lo que nos entristece, cuestionar su validez y considerar alternativas más positivas. Al fin y al cabo, la vida es algo más que un libro de reclamaciones. No se trata de negar que la vida es dura, sino de afirmar que también es luminosa y bella. Si sólo consideramos la cara negativa de nuestra existencia, acabaremos como Hamlet, obsesionados y aplastados por "los mil naturales conflictos que constituyen la herencia de la carne".

La tristeza motivada por fracasos y decepciones se debe combatir aceptando serenamente el contratiempo, evaluando sus dimensiones y sacando conclusiones. Si el error es nuestro, deberíamos aprender a hacer las paces con nosotros mismos. En ambas situaciones se esfuman los fantasmas negativos y se pueden descubrir enseñanzas útiles. Hacer frente a los pensamientos y sentimientos negativos va disipando los estados de ánimo pesimistas, y ese esfuerzo sostenido acaba cristalizando en un hábito. Cuando alguien hace del fracaso una ocasión habitual de endurecer y templar su personalidad, realiza entonces un descubrimiento de valor incalculable. En resumen: una de las claves de la buena educación sentimental es aprender a asumir el fracaso.

Otra estrategia eficaz para el alejamiento de las ideas tristes es la distracción, sin cometer la torpeza de caer en otras dependencias, como los teleadictos que necesitan dosis maratonianas ante el televisor. Otros remedios probados son el cambio de perspectiva con el que juzgamos nuestro problema; el no caer en el victimismo y la autocompasión; pensar que muchas personas sobrellevan bien situaciones peores; buscar el desahogo en personas realistas y prudentes.

En ocasiones, la tristeza, el pesimismo o la irritabilidad podrán ser efectos del cansancio orgánico motivado por un excesivo trabajo o cierto insomnio. La solución pasa por advertir la causa y descansar. Un descanso que quizá no deba consistir en no hacer nada, sino en ocuparse en una afición o en un pequeño trabajo doméstico que nos distraiga. Sin olvidar que somos sociales por naturaleza, y que hacer algo por los demás es una excelente terapia contra la pesadez de dar vueltas a las propias preocupaciones.

Otro sentimiento frecuente y difícil de controlar es el enfado. "Siempre tendremos razones para estar enfadados, pero esas razones rara vez serán buenas", dijo Benjamin Franklin. De hecho, somos muy capaces de enfadarnos por mil pequeñeces, y roer en nuestra cabeza los profundos motivos que nos han llevado al enojo. Un monólogo interno se encarga de alimentar y justificar ese enojo. Pero, cada vez que obramos así, nos equivocamos. Cuantas más vueltas demos al asunto, más justificaciones encontraremos para seguir enfadados. Sólo podremos salir de ese circulo vicioso tomando un punto de vista diferente, encuadrando la situación en un marco distinto y positivo.

A veces, cuando la conducta de alguien nos resulta molesta, una forma de abortar nuestro progresivo enfado es conocer los motivos reales de esa conducta, que en muchos casos son razonables. Sin embargo, nuestra irritabilidad puede cerrar los oídos y negarse a escuchar explicaciones o disculpas. Entonces es el momento de poner en práctica la táctica del enfriamiento. Los psicólogos afirman que las distracciones son un recurso eficaz para modificar nuestro estado de ánimo por la sencilla razón de que es difícil seguir enfadado cuando uno se lo está pasando bien. El truco consiste en darnos permiso para que el enfado vaya enfriándose mientras pasamos un buen rato. En este sentido es útil el ejercicio físico, desde una larga caminata hasta la práctica de cualquier deporte. El poder sedante de la distracción consiste en poner fin a la cadena de pensamientos irritantes.

Se piensa que a veces es mejor dar rienda suelta al enfado. Y eso es correcto precisamente a veces. Porque lo normal es que descargar la ira sea contraproducente, pues nos lleva a decir o hacer cosas de las que nos arrepentimos poco después. En los momentos de indignación es fácil tomar decisiones o lanzar palabras que producen heridas de difícil curación. Y entonces nos encontramos con que algo muy valioso quizá se haya roto para siempre: un afecto, una confianza, una relación necesaria. Esto le puede suceder a un padre con su hijo, a un profesor con un alumno, a un médico con un paciente, a un sacerdote con un feligrés, a un abogado con un cliente... Uno se puede librar de su cólera descargándola a gritos, pero suele ser más eficaz tratar de calmarse y entablar un diálogo orientado a resolver el problema. Un maestro tibetano aconsejaba sobre el enfado: "Ni lo reprimas ni te dejes arrastar por él".

29. Aprender a motivarse

Hay personas inteligentes que son muy perezosas, y personas de pocas luces muy diligentes y constantes. La diferencia de conducta está en la motivación. Hace falta un motivo para poner en marcha la voluntad, un algo que permita obtener satisfacción donde otros no encuentran ilusión ninguna. Por otra parte, la confianza de una persona en sus propias capacidades otorga a su conducta una gran seguridad. De forma similar, quienes se sienten eficaces se recuperan pronto de sus fracasos, pues tienen motivos para olvidarlos y rectificar.

Está claro que la vida humana es, como mínimo, una carrera de obstáculos. Ningún recién nacido sabe andar, mucho menos correr, y en absoluto es capaz de saltar una valla o un foso. Pero lo podrá aprender con los años. Un adulto puede considerarse incapaz de saltar esos obstáculos, pero también puede intentar su superación hasta conseguirlo de forma habitual y con soltura. En un caso se dejará dominar por el pesimismo, y en el otro ha elegido el optimismo. El optimismo realista, no el ingenuo, es la mejor actitud ante la vida, y es imprescindible en la tarea educativa, porque educar es creer firmemente en la capacidad que tiene el hombre de mejorar a otros y mejorarse a sí mismo.

Todo el mundo sufre reveses que desmoralizan, y eso es inevitable. La cuestión es saber por qué unas personas salen pronto de esa situación mientras otras quedan atrapadas en ella. Como hemos visto, hay dos formas básicas de explicar y afrontar los contratiempos. El estilo pesimista busca explicaciones de tipo personal con carácter permanente: es culpa mía y voy a ser siempre un fracasado. Para el optimista, por el contrario, hay cosas que no dependen de mí, los fracasos no afectan a todas las parcelas de la vida, y, en cualquier caso, no hay mal que cien años dure.

¿Qué es lo que determina esas lecturas tan diferentes de la realidad? Los psicólogos ven decisiva la educación en edades muy tempranas. Dicen que un niño pequeño tiende a ser naturalmente optimista, y por eso no hay depresiones ni suicidios cuando se tienen cinco o seis años. Pero, conforme va creciendo, el niño comprende los puntos de vista de sus padres, y el optimismo o pesimismo de éstos es percibido y asimilado como si fuera la propia estructura de la realidad.

Otro factor decisivo es el modo en que los adultos -padres, familiares y profesores- aprueban o critican el comportamiento del niño o del joven. No es lo mismo reprochar acciones concretas y coyunturales que lanzar una enmienda a la totalidad. Si a un niño o a una niña se le dice "has dicho una mentira", o "en esta evaluación no has estudiado Matemáticas", le parecerá que estas deficiencias son superables. En cambio, si habitualmente se le dice "eres un mentiroso, un desastre en los estudios y un negado para las Matemáticas", lo entenderá como algo permanente y muy difícil de evitar.

La educación sentimental que padres y educadores deberían enseñar, puede resumirse en una sabia sentencia: "Tener valentía para cambiar lo que se puede cambiar, serenidad para aceptar lo que no se puede cambiar, y sabiduría para distinguir lo uno de lo otro". A veces, las dificultades existen más en nuestra cabeza que en la realidad, y las imaginamos insalvables. Antes de volar por encima de la velocidad del sonido, bastantes científicos aseguraban que esa barrera era infranqueable. Otros decían que cuando un avión alcanzara el Mach 1, sufriría tal impacto en su fuselaje que reventaría. Hasta que el 14 de octubre de 1947, el piloto Chuck Yeager rompió la famosa barrera del sonido y descubrió la verdad. En su biografía anotó:

¡Parecía un sueño!. Me encontraba volando a una velocidad supersónica y aquello iba tan suave que mi abuela hubiera podido ir sentada detrás tomándose una limonada. Fue entonces cuando comprendí que la verdadera barrera no estaba en el sonido, ni en el cielo, sino en nuestra cabeza, en nuestro desconocimiento.

Podemos experimentar como murallas infranqueables ciertos defectos, circunstancias o limitaciones de diverso tipo. Sin embargo, es muy probable que la realidad sea distinta, y que esas barreras sean superables precisamente por nosotros. Esa superación quizá no sea fácil, pero tampoco tan difícil. El camino de las virtudes y de los valores es imaginado por muchas personas como frío, triste y aburrido, cuando lo cierto es que la mejora personal hace el camino de la vida menos fatigoso, más alegre y más interesante. "Si el semblante de la virtud pudiera verse, enamoraría a todos", dijo Platón.

30. Capacidad de relación

Hay personas cuya torpeza para relacionarse proviene de una escasa educación en todo lo referente a las normas de comportamiento social. Esas carencias suelen provocar el miedo a no saber manejarse con soltura y a cometer errores que parecen extraordinariamente ridículos. La única solución asequible es esforzarse por cultivar cuestiones básicas para la buena convivencia diaria. Alfonso Aguiló señala varias:

* Iniciar o mantener con soltura una conversación circunstancial, para no ser de esos que a las dos palabras tienen que despedirse porque han agotado su conversación y no saben qué más decir.

* Mostrar interés por lo que nos dicen, y hablar sin apartar la mirada.

* Saber decir que no, o dar por terminada una conversación o una llamada telefónica que se alrgar demasiado.

* Darse cuenta de que el interlocutor lleva tiempo emitiendo discretas señales de su deseo de cambiar de tema, o de terminar la conversación o la visita.

* No invadir el espacio personal de los demás (no acercarse fisicamente demasiado al hablar; no entrar en temas o lugares que requieren andarse con mucha prudencia y respeto; evitar preguntas molestas o inoportunas, etc.)

* Pedir perdón cuando sea necesario, dar las gracias, pedir las cosas por favor, etc. Es más importante de lo que parece.


En cierto modo, la faceta más importante de la inteligencia interpersonal es la capacidad de formar una familia. El análisis de las discrepancias que han conducido masivamente al divorcio y a la separación constituye un argumento de peso sobre el papel decisivo que desempeña la inteligencia emocional en la estabilidad de la pareja. Cuenta Daniel Goleman que John Gottman, psicólogo de la Universidad de Washington, después de rastreaar los altibajos de más de docientas parejas, pudo predecir con una exactitud del 94% qué parejas de las estudiadas terminarían separándose.

Según Gottman, las críticas destructivas son la primera señal de alarma. En un matrimonio compenetrado, la esposa y el marido tienen libertad para formular abiertamente sus quejas. Pero comenten una grave equivocación cuando, en medio del fragor del enfado, formulan una queja de modo destructivo, en forma de ataque golbal al carácter del cónyuge. Si Tom y Linda quedan para ir al cine en la librería de la esquina, puede suceder que Lynda y su hija lleguen a la hora convenida y tengan que esperar a Tom. "¿Dónde se habrá metido? Si alguien sabe cómo estropear algo, ése es tu padre", se queja Lynda. A los pocos minutos aparece Tom, contento por haberse encontrado con un viejo amigo y excusándose por el retraso. Pero su mujer le contesta en estos términos: "muy bien; ya tendremos ocasión de discutir tu sorprendente habilidad para echar al traste todos los planes. Eres un egoísta y un desconsiderado".

Esta queja es algo más que una simple protesta, es un atentado contra la personalidad del otro, una crítica dirigida a la persona y no a sus actos. Parecen veredictos concluyentes de culpabilidad, condenas inapelables. Este tipo de críticas personales tienen un impacto emocional mucho más corrosivo que una queja razonada, pues dejan a quien la recibe avergonzado, ofendido y humillado. Un insulto encerrado en una sola palabra puede tener el mismo efecto, y también un gesto de desprecio. En el camino que conduce hasta el divorcio, cada una de estas situaciones sienta las bases para la siguiente, en una escala de deterioro creciente.

Las respuestas del cónyuge ofendido de esta manera oscilan entre la discusión y el silencio. Lo más común es devolver el ataque airadamente. El silencio y la expresión pétrea envía un contundente mensaje que combina el distanciamiento, la superioridad y el rechazo. Si esta pauta llega a ser habitual, tiene un efecto devastador sobre la relación, porque aborta toda posibilidad de resolver la desavenencias.

Cuando el juicio al otro cónyuge se parece a un prejuicio -por ejemplo: "siempre soy la víctima de sus enfados injustos"-, en cada discusión se confirma y se refuerza el prejuicio, y el miembro de la pareja que se siente víctima acecha constantemente todo lo que hace el otro para ratificar su propia opinión de que está siendo atacado, ignorado o menospreciado.

Estas actitudes hostiles pueden provocar lo que Gottman denomina desbordamiento emocional: una desazón que arrastra consigo a quienes se ven superados por la negatividad de su pareja y por su propia respuesta ante ella. Está claro que todas las parejas atraviesan por crisis similares. El problema comienza cuando uno de los cónyuges se siente continuamente desbordado y se mantiene constantemente en guardia, se vuelve susceptible y reacciona de forma desproporcionada ante lo que falsamente considera una provocación. Cuando el cónyuge que se siente desbordado interpreta todo lo que hace el otro desde una óptica absolutamente negativa se llega al punto más crítico de una relación de pareja. Entonces parece que los problemas son imposibles de resolver y los dos empiezan a vivir vidas paralelas, en aislamiento completo. El último paso, afirma Gottman, suele ser la separación o el divorcio.

Cierro estas líneas con la extraordinaria cita de su inicio: "Enfadarse es algo muy sencillo, al alcance de cualquiera. Pero enfadarse con la persona que lo merece, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso no tiene nada de sencillo". Por eso, la educación sentimental será siempre una importante asignatura pendiente.

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