sábado, 7 de octubre de 2017

CORRIDAS PAPALES.



Tal vez pudo parecer sorprendente lo expuesto en el artículo “Curas Toreros” sobre las aficiones clericales a las corridas de toros y los correspondientes desencuentros con las autoridades eclesiásticas. De su lectura pudo deducirse que tal afición solo arraigaba entre curas de pueblo, novicios o seminaristas.

Mas a pesar de lo sorprendente que pudiera parecer y como contradicción a las prácticas imperantes en la Santa Iglesia Católica, que decretaron varias prohibiciones papales contra las corridas de toros, intentando su total abolición en los reinos cristianos, también en la cuna de la Curia Romana se realizaron muchas corridas o cazas de toros, como así se las conocía en Italia, “en donde se corrían también, pero enmaromados y con perros, y aún hoy se observa en Italia;…”, según cita D. Nicolás Fernández de Moratín en su “Carta Histórica”(1775).

Ese mismo autor, en igual obra, sigue diciendo: “y no pudo ser menos que con este desorden y atropellamiento, la fatalidad que acaeció en Roma el año 1332, cuando murieron en las astas de los toros muchos plebeyos, diez y nueve caballeros romanos, y otros nueve fueron heridos; desgracia que no se verifica en España siendo el ganado mucho más bravo. Por este suceso se prohibieron en Italia ese año”.

Las fiestas a que se refiere Moratín se dieron en tiempos del Papa Juan XXII (1316-1334), el que instituyó el famoso “Tribunal de la Santa Rota” de Roma, aunque es de justicia señalar que éste Papa nunca estuvo en Roma, ya que su papado transcurrió enteramente en la sede de Aviñón (Francia), que fue la sede papal mientras duró el llamado “Cisma de Occidente”.

A pesar de lo que dice Moratín, el desorden imperante en la mayoría de los festejos, romanos y españoles, provocaba que más de un clérigo denunciase los desmanes que se producían en dichos eventos, como lo reseña el Padre Pedro de Guzmán en su obra ”Bienes del honesto trabajo y daños de ociosidad”, de 1.614, cuando dice: “Es desgracia corriente tirar al toro una vara y clavarse en la cabeza o pecho del que está en el tablado”.

Por diversos autores tenemos conocimiento de varias celebraciones de corridas de toros en el mismísimo Vaticano.

Una de las ocasiones en que estas fiestas taurinas se celebraron en Roma fue en tiempos del Papa español Alfonso Borja, conocido como Calixto III (1455-1458), miembro de una influyente familia de Xátiva y gran aficionado a la música de campanas, hasta el punto de ordenar, siendo Papa, que todos los días del año, a las doce de la mañana, todas las campanas debían hacer sonar su broncínea melodía. Ese “talante festivo” del Pontífice, unido a su raíz hispana, nos lleva a presumir que también es probable que ordenara la celebración de algún festejo taurino con motivo de la canonización, recién elegido papa, de su paisano san Vicente Ferrer, en 1.455.

Igualmente existen referencias de celebraciones taurinas en tiempos del Papa Inocencio VIII (1484-1492), quien al parecer ayudó a Cristóbal Colón en el descubrimiento de América, y se sabe que celebró solemnemente la “toma de Granada” (por cuya gesta concedió a los reyes Isabel y Fernando el título de “Católica majestad“, tras cuya distinción fueron conocidos como “Reyes Católico“). Suponemos que, con motivo de esas dos efemérides, las corridas de toros formarían parte de los festejos programados.

Tras la etapa de venalidad y nepotismo de Inocencio VIII, accede al solio pontificio otro español, nacido en Xátiva, de la famosa familia Borja o Borjias para más señas, de nombre Rodrigo, que tomó el apelativo papal de Alejandro VI (de 1492-1503, fue elegido Papa siendo obispo de Cartagena-Murcia 1482-1492). Su vida disoluta y su ambición no tuvieron límites y de su relación licenciosa con una tal Vannozza Catanei le nacieron varios hijos, entre ellos César y Lucrecia, con la que el vulgo decía que, tras una relación incestuosa con su padre, tuvo un hijo conocido como “el infante romano”. Decir en su favor, a fe de no parecer ser un verdugón, que fue el que abrió la “puerta Santa” del Vaticano y encargó a Miguel Ángel la famosísima escultura de la Piedad.

Durante su pontificado se celebraron varias corridas de toros en el Vaticano y en una de ellas murieron dos hombres. Al parecer uno de los que destacó como torero de gran habilidad fue su propio hijo César (nombrado por su padre Obispo de Pamplona a los 16 años, y en él se inspiró Maquiavelo para escribir su obra “El Príncipe”), de cuyas hazañas se levantaron algunas estelas reseñando sus proezas, como la que relataba lo ocurrido en la corrida del 24 de junio de 1.500, celebrada detrás de la Basílica de San Pedro y que “…se enfrentó a pié con un trapo y una espada corta a cinco toros, llegando a separar la cabeza de uno de ellos de un solo golpe”.

Esas fiestas del “cacce di tori“, como se las conocía en Italia, las continuó el sucesor de Alejandro VI, el antiespañol Julio II (1503-1513). Este mecenas de las artes, como la mayoría de los papas del Renacimiento (fue el que encargó la construcción de la actual Basílica de San Pedro y a Miguel Ángel el fresco de “El Juicio Final”), también con tres hijas ilegítimas, siguió con la costumbre de celebrar corridas de toros a pesar de que:“… ni el odio profundo que sentía a los Borjias -a quienes combatió ferozmente-, ni su antipatía a España impidieron la continuación de una costumbre tenida por genuinamente española e introducida por los Borjias”.

Otro evento conocido fue el acaecido el lunes de Carnaval de 1.519, y lo refiere el padre Julián Pereda, jesuita, que lo toma de la “Historia de los Papas” de J. Pastor y dice: “…se celebraba una gran corrida en la Plaza de San Pedro (la actual plaza se construyó posteriormente, entre 1656 a 1665, obra del escultor Bernini), a vista de León X (1513-1521, el que creó el “Monte de Piedad” para préstamos y el que excomulgó a Lutero),en la que por cierto murieron tres pobres hombres. Les costeó el Papa los espléndidos trajes a los toreros y se echaban de menos los tiempos del Cardenal Petrucchi que, por uno solo de estos trajes para los toreros, solía pagar hasta 4.000 ducados; corridas y más corridas se siguieron celebrando en años sucesivos, aunque no siempre, ni mucho menos, a la manera española, sino despeñando los toros por el Testaccio (un monte artificial hecho con los cascotes de las ánforas de barro que allí se rompían durante siglos, y que en su mayoría procedían de España, conteniendo aceites, vinos y la famosa “garum” de Cartagena y Mazarrón, una pasta de pescado macerado en salmuera, famosísima desde los tiempos de la dominación romana), y esperando los jinetes armados que los despedazaban en su loca huída con tan poco garbo como sobrada crueldad”. Otro tanto ocurrió en la corrida celebrada en el Capitolio, en tiempos de ese mismo Papa León X, en el carnaval del año 1.520, donde murieron dos hombres.

A este respecto, sobre las formas anárquicas de celebrarlos, nos dice el Padre Regatillo en “Casos de derecho Canónico, II” que: “innumerables gentes se apiñaban en la típica plaza de Navona para contemplar la lidia, sin que hubiera barrera ni más valla que la que ofrecían los cuerpos inermes de la multitud, se comprenderá lo brutal y condenable de tales espectáculos”.

Tras la pausa impuesta por el Saqueo de Roma, en 1.527, las fiestas de carnaval volvieron a celebrarse en el año 1536, con la participación popular, en la que: “se despeñaron por el Testaccio carros cargados con cerdos y unas corridas de toros en la que se despeñaron trece toros, que luego fueron despedazados a mandoble por caballeros que los esperaban en la caída”.

Otra fiesta de cacce di tori fue la que dispuso el Papa Paulo III en 1539 (el que convocó el Concilio de Trento, uno de los más importantes de la Iglesia Católica, y el que aprobó la fundación de los Jesuitas), para celebrar los esponsales de Octavio Farnese con Margarita de Austria, más conocida como Margarita de Parma, hija natural del Emperador Carlos V, que como podrán suponer estuvieron revestidas de la mayor suntuosidad y adornamiento.

Muchas corridas más se siguieron celebrando en años sucesivos en las que no faltaron, junto a las corridas de toros, carreras por la vía del Corso, a las que asistió como espectador Julio III (1550-1555), el que, por temor a perder las prerrogativas papales, clausuró el Concilio de Trento.

“En 1556, el poeta francés J. du Bellay todavía pudo contemplar una corrida de toros en el carnaval romano, lo que le motivó para escribir tres sonetos, que reunió en su libro Regrets, donde cantó la suerte de la suiza…” según dice Flores Arroyuelo.

Once años después, de la muerte de Julio III, llegarían las famosas prohibiciones pontificias a las corridas de toros. El primero en intentarlo fue Pío V, quién ordenó al Gobernador de Roma que las prohibiese, bajo pena de muerte a quienes no acatasen la orden.

A decir verdad ni la Bula Salute Gregis de Pío V en 1567, ni la Exponis Nobis de Gregorio XIII en 1575, ni el Breve Nuper Siquidem de Sixto V en 1586, surtieron verdadero efecto en España, por diversas razones. Más eso pertenece ya a otro asunto, que tal vez desarrollaremos en otra ocasión.
Plácido González

BIBLIOGRAFIA
– Luis del Campo, “Pamplona y Toros. Siglo XVII”
– Vargas Ponce, “Disertación sobre las corridas de toros”
– Luis del Campo “La Iglesia y los Toros”
– Julio Caro Baroja “El estío Festivo”
– Francisco Flores Arroyuelo, “Correr los toros en España”
– P. Julián Pereda, S.J. “Los toros ante la Iglesia y la Moral”
– Urbano Esteban Pellón, “El Toro Solar”
– Padre José M.March, S.J., “Razón y Fé”
– Julio Gutiérrez Marqués, “Tauromaquia en tres tiempos”

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