lunes, 12 de noviembre de 2012

LA ADORACIÓN DEL HOMBRE.

Habiendo adorado todo lo demás en la faz de la tierra y en los cielos, el hombre no dudó en honrarse a sí mismo con dicha adoración. El salvaje de mente sencilla no hace una distinción clara entre bestias, hombres y dioses. 

El hombre primitivo consideraba sobrehumanas todas las personas fuera de lo común, y tanto temía a estos seres que los reverenciaba; hasta cierto punto, literalmente los adoraba. Aún el nacimiento de mellizos se consideraba sumamente afortunado o sumamente desafortunado. Los lunáticos, los epilépticos y los retardados frecuentemente eran adorados por sus semejantes de mente normal, quienes creían que dichos seres anormales estaban habitados por los dioses. También eran adorados los sacerdotes, los reyes y los profetas; los hombres santos de la antigüedad se consideraban inspirados por las deidades. 

Los caciques tribales morían y se los deificaba. Más tarde, las almas distinguidas morían y se las santificaba. La evolución sin ayuda no originó nunca dioses que fueran más elevados que los espíritus de los humanos muertos glorificados, exaltados y evolucionados. En la evolución primitiva la religión crea sus propios dioses. En el curso de la revelación los Dioses formulan la religión. La religión evolutiva crea sus dioses a imagen y semejanza del hombre mortal; la religión reveladora trata de transformar y evolucionar al hombre mortal a imagen y semejanza de Dios. 

Los dioses fantasmas, que se supone tienen origen humano, deben ser distinguidos de los dioses de la naturaleza, porque la adoración de la naturaleza desarrolló un panteón —espíritus de la naturaleza elevados a la posición de dioses. Los cultos de la naturaleza continuaron desarrollándose paralelamente con los cultos a los fantasmas que aparecieron más recientemente, y cada uno ejerció una influencia sobre el otro. Muchos sistemas religiosos comprendían un concepto dual de la deidad: dioses de la naturaleza y dioses fantasmas. En algunas teologías estos conceptos están entrelazados en forma muy confusa, tal como se ilustra en Thor, un héroe fantasma que también era el amo del relámpago. 

Pero la adoración del hombre por el hombre alcanzó su máximo cuando los gobernantes temporales requerían tal veneración de sus súbditos que, para sustanciar dichas demandas, declaraban haber descendido de la deidad.

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