SUMARIO: I. La alianza en la experiencia común. II.
La alianza en la religión cristiana: 1. Desde la Biblia; 2. Desde la tradición.
III. Conexiones antropológicas. IV. La propuesta catequética: 1. ¿Qué significa
«catequizar» sobre la alianza?; 2. Modelos; 3. Itinerarios.
I. La alianza en la experiencia común
Modernamente, alianza reclama la idea de una relación vinculante entre
personas o entre instituciones, para objetivos militares, políticos o económicos
comunes; un pacto que implica una reciprocidad de derechos y deberes. Este es el
significado fuerte de alianza, tan antiguo como el mundo y bajo todos los
cielos. Más en general, con evidente prolongación semántica, viene a significar
todo tipo de acuerdo, de concordato, de unión entre entidades diversas, pero
interesadas por el mismo objetivo.
No es difícil descubrir ciertas características antropológicas
culturales de fondo, cuya comprensión facilita la confrontación y, por
consiguiente,
la identificación de alianza en sentido cristiano:
a) La alianza a menudo nace frente a necesidades urgentes de
defensa, y se traduce en fuerza tangible de protección en la confrontación del
más débil. En esta perspectiva, la alianza manifiesta la necesidad de
relaciones positivas que exigen a la persona salir de sí misma y encontrarse
con otra por razones de seguridad, de estabilidad, de salvación.
b) Una alianza, cuanto más comprometida es, tanto más nace de
un acuerdo prolongado entre las partes, con concreción de cláusulas precisas
y, normalmente, con un acto solemne y público final de intercambio de los
instrumentos propios de la alianza. Una alianza puede surgir también en
secreto, pero lo que ella produce no está carente de efectos visibles.
c) Una alianza no es moralmente indiferente; puede pretender
objetivos buenos, bajo forma de solidaridad y ayuda frente a injustos
agresores o para combatir procesos de miseria y de hambre; o puede buscar
objetivos malvados, como, por ejemplo, acuerdos criminales, de mafia, de
colaboración para la guerra o el control egoísta de los recursos energéticos.
d) Es innegable que en este último siglo, las diferentes
alianzas entre las naciones han dejado un recuerdo triste de hostilidad, que
ha desembocado a menudo en la guerra. De aquí que la misma palabra usada en el
lenguaje eclesiástico —no mucho menos de cuanto parece— puede resonar como un
eco desagradable o, al menos, puramente secularizada. Conviene tener en cuenta
esto en la comunicación de la fe.
II. La alianza en la religión cristiana
En el corazón de la eucaristía, el acto cultual más alto de los cristianos, se
proclama que la sangre de Cristo es para «la alianza nueva y eterna».
El cristianismo se propone como original religión de alianza, cuyas partes son
dos: Dios y el hombre (pueblo); la Revelación hace de cuadro de referencia;
documento primario es la Biblia, cuyo contenido puede definirse como «historia
de alianza», o mejor, historia de una única alianza en diversas fases del
tiempo.
1. DESDE LA
BIBLIA. Recordando debidamente que la investigación científica señala más
sus resultados y deja a un lado los diversos puntos todavía inciertos, podemos
afirmar que la lectura de la Biblia, a través del prisma de la alianza, nos
manifiesta un rico escenario lingüístico, conceptual, ritual y existencial,
hasta el punto de llegar a ser una de las categorías centrales de la Revelación.
Seguimos aquí una exposición lógica, que favorece el itinerario catequético.
a) Una elemental
experiencia humana asumida por Dios. El mundo de la Biblia, como todo mundo
humano, conoce la experiencia del berit, principal término hebreo para
decir alianza, relación de solidaridad entre dos contrayentes: individuos
(Gén 21,32), cónyuges (Ez 16,8), pueblos (Jos 9), soberanos o súbditos (2Sam
5,3); para resolver disputas de propiedad, de vecindad, de proyectos en
contraste entre ellos (Gén 21,32; 31,44; 2Sam 3,12-19). Antes que categoría
religiosa, la alianza es una profunda experiencia humana de relación constructiva a muchísimos niveles privados y públicos, individuales y
colectivos, no por juego, sino para regir el peso de la vida.
Por este motivo tan existencialmente significativo y universal, la alianza no
podía dejar de ser asumida por Dios, según el principio de la pedagogía divina,
como símbolo y paradigma de su relación con el hombre, obviamente según las
características específicas de tal proporción, única en sí misma.
Como primera cualidad, se trata de una relación entre partes infinitamente
desiguales (lo dicen suficientemente la teofanía de la zarza ardiente [Ex
3,13-15], y el mismo relato de la alianza sinaítica [Ex 24]); se trata de una
relación totalmente no preestablecida, una relación querida con libre elección
por parte de Dios, según su lógica. Una lógica no caprichosa, sino motivada por
una elección de amor (Dt 4,37). En su base está sobre todo el hesed de
Dios, su total benevolencia, a la que acompaña su emet, su total
fidelidad (Ex 20,6; 34,6). Es fundamental este tejido indisoluble de amor,
libertad, fidelidad en el proceder de Dios, para penetrar correctamente en
el misterio de la alianza bíblica. Desde esta óptica, el análisis de los
textos lleva a especificar que berit, más que contrato bilateral, es un
juramento de Dios de elegirse el pueblo como aliado, por lo que es fácil el paso
de alianza a testimonio o testamento de Dios. Y es precisamente
testamento, antiguo y nuevo, como viene a llamarse la Biblia entera. En la
misma línea se sitúa el término griego diatheke en los evangelios y en
las cartas de los apóstoles (Mt 26,28; Gál 3,15-18).
Un último e importante hecho: la alianza, que es exclusiva acción de Dios, no se
lleva a cabo sin la mediación de hombres, líderes del pueblo: Moisés en el Sinaí
(Ex 19s.), Josué en Siquén (Jos 24), hasta alcanzar el valor pleno con Jesús, el
«mediador de una nueva alianza» (Heb 9,15). El significado no carece de
importancia en la comunicación de la fe: para realizarse, la alianza de Dios se
vale de sus servidores o ministros, los cuales, por su parte, se presentan como
aliados por excelencia con Dios y a la vez solidarios con el pueblo,
testigos ejemplares y creíbles en primera persona de cuanto anuncian a los
demás.
b) Con una multiplicidad de signos. Siendo un acto unilateral de Dios,
por designio del mismo Dios, la alianza requiere, no obstante, el tú del
hombre; o, más exactamente, el tú de un pueblo, porque es un pueblo, una
comunidad orgánica, lo que nace de la relación que se establece entre individuos
que viven juntos una relación inaudita con Dios. Tal vínculo trascendente se
apoya en algunos signos a modo de sacramento, esto es, en ciertas
experiencias humanas que, mejor que toda explicación lógica, revelan esa
inefable relación de Dios con el hombre, entre Dios y el hombre. Experiencias
que, como es previsible, manifiestan de manera natural, más plenamente, una
relación orientada al amor, a la libertad y a la fidelidad.
La analogía padre-hijo es acertada para resaltar actitudes personales de
amor, devoción y obediencia (Dt); la analogía del matrimonio, donde se
entretejen la elección del otro, el amor, el compromiso nada fácil de la fidelidad,
tiene un potencial mucho
más directo para hablar de alianza. Este es el paradigma preferido por los
profetas, como Oseas y Jeremías; existe también la analogía del pastor
con el rebaño, capaz de poner de relieve la devoción y protección del primero
hacia el segundo (Ez 34); por fin, formalmente privilegiada es la analogía de
relación entre rey-súbdito, o también entre el rey fuerte y los reyes
vasallos, como aparece ya en los tratados de alianza hititas, en el siglo XII
a.C. Este esquema es el que prevalece en el Pentateuco y en los libros
históricos. Es conocida su secuencia formal: nominación de los contrayentes,
Yavé e Israel; títulos merecidos del gran Rey: se señalan la liberación de
Egipto y el don de la tierra; cláusulas de la alianza: compromiso de protección
por parte de Dios y la correspondiente obediencia total del pueblo a la voluntad
divina, expresada en la ley (decálogo); sigue una serie de bendiciones y
maldiciones que dependen de la fidelidad o infidelidad, obviamente, de Israel (cf
Ex 19-24). Ciertamente, la analogía real evidencia al máximo el poder de Dios y
su voluntad de salvar al pueblo, aliándose con él en un pacto cuanto más solemne
mejor.
En un proceso de comunicación de la fe, todas estas experiencias no sólo sirven
para comprender la alianza de Dios con su pueblo, sino que, asumidas por su
Espíritu, llegan a ser signo sacramental, como ocurre en el sacramento del
matrimonio, en el ministerio ordenado, en la relación entre padres e hijos.
c) En la plena responsabilidad del hombre. El
concepto de gratuidad de la alianza no disminuye del todo aquello que es el
efecto principal: la
masa de gente llega a ser comunión de personas, pueblo de Dios, que es
gratificado con una incomparable relación salvífica y, a la vez, revestido de
una vital e ineludible responsabilidad, en el sentido de que es llamado a
responder y corresponder libremente a la iniciativa de Dios y a la nueva
situación en que viene a encontrarse. Tres son los grandes caminos:
— El primero es la ley, exactamente el decálogo, que expresa, con la
solemnidad de la formulación jurídica, la palabra de Dios, convirtiéndose en su
voluntad. Pero no se trata sólo de preceptos formales corrientes, sino de
imperativos que se motivan o nacen de una precisa indicación de gracia o don por
parte de Dios: «Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de Egipto, de la casa
de la esclavitud. No tendrás otro Dios fuera de mí...» (Ex 20,2-17). Será esta,
por tanto, la paradoja bíblica, que consiste en que toda iniciativa de Dios se
traduce en ley, pero al mismo tiempo toda ley del pueblo depende y se motiva
siempre con la iniciativa de Dios. Tendremos, pues, un numeroso despliegue de
preceptos en nombre de la alianza (código elohísta [Ex 20,22-23; 33]; código de
santidad [Lev 17-26]; código yavista [Ex 34]; código deuteronómico [Dt 12-26],
pero a la vez, con sorprendente anacronismo, todos estos cuerpos legales, cuanto
más diferentes son en tiempo y contenido, mejor encuentran su sentido e
inspiración en la alianza sinaítica, matriz histórica de toda otra alianza. El
pentateuco es la prueba literaria más clara de esta unificadora intuición
teológica. En la época de Jesús, la ley era vivida en el judaísmo con
este sentimiento de fidelidad analítica y total a Dios, con una visible señal en
la carne, la circuncisión. Por desgracia, no era respetada de la misma manera la
libre iniciativa de gracia. Un hecho evidente: el mismo enviado de Dios como
mecías, Jesucristo, viene a ser contestado y rechazado. Aquí surge el conflicto
entre ley y evangelio. Es una contribución esencial de la teología de la alianza
el hacer comprender que la ley, toda ley, la de Dios sobre todo, se sitúa en el
misterio de la gracia que antecede y hace posible la obediencia de la fe. Por
ello, la escucha de la Palabra, que anuncia las grandes acciones de Dios con el
hombre, permite y garantiza a este la fidelidad a Dios en la libertad de hijo.
— El segundo gran camino de respuesta al Dios de la alianza es el culto
en cuanto memorial que actualiza la relación divina. Las fiestas, con su
liturgia de origen agrario y de inspiración mítica, que gracias a la alianza se
hacen historia, se convierten en fiestas de alianza en algún aspecto: la pascua
es la fiesta por excelencia que renueva la alianza primordial nacida en el Éxodo
(Ex 12); Pentecostés vendrá a recordar el mismo don de la ley sobre el Sinaí (Dt
16,9), etc. El sábado (Dt 5,12-15) y después el domingo se convierten en signos
sacramentales semanales, donde se expresa, se celebra y se vive la alianza de
Dios con su pueblo. El acto cultual supera así la pura interpretación
ritualista, formal; no pertenece en primer lugar a la iniciativa del hombre,
como sucedía en el mundo cananeo, sino que es correspondencia moral a la acción
de Dios (cf Jer 7).
— Finalmente, el tercer gran camino es el corazón. El corazón es inmanente por sí a
la relación que Dios con su hesed o benevolencia establece con el pueblo.
Los profetas, que no son meros intérpretes, lo ponen de manifiesto, acuñando la
conocida fórmula de la alianza: «Tú serás mi pueblo, Yo seré tu Dios»; o
también: «Pueblo mío-Dios mío». Pero la comprensión de esta realidad requiere
una correspondiente interiorización de la relación por parte del pueblo, ya que
no se manifiesta de manera evidente y satisfactoria. Aparece ante todo un pueblo
de dura cerviz, que cumple la alianza con hipocresía, alejamiento del corazón,
apego a otros dioses, opresión a los pobres... El cambio de esta situación
tendrá lugar sólo en el tiempo de la alianza nueva o renovada, gracias al don de
un corazón nuevo.
Desde esta perspectiva, la afianza, con todo su séquito de ritualismo y de
práctica, sin negar la validez de estos signos, exige que sean practicados
dentro de una relación que pertenece al misterio del corazón, al corazón
de Dios hacia el hombre y del hombre hacia Dios; corazón que significa
interioridad, participación afectiva, fidelidad y coherencia práctica, relación
interpersonal de intensa subjetividad que nace del amor.
d) Una alianza en la historia de ayer, de hoy y de mañana. La alianza de
Dios penetra en las vicisitudes de Israel y de la comunidad cristiana,
atraviesa la historia de manera que esta llega a ser, en cierto modo, historia
de alianzas rotas y renovadas. Descubrimos que la descripción bíblica de vez en
cuando está condicionada al subyacente desarrollo teológico. Una es la
concepción de alianza
durante el antiguo período del pueblo en el desierto, otra la que corresponde al
tiempo del maduro pensamiento profético, otra también la que tiene lugar en la
revelación de Jesús y los apóstoles. Dejando aquí a un lado el seguimiento de
tál desarrollo, manifestamos que la Biblia nos permite situar la alianza en tres
ciclos: en el presente histórico de Israel y de la Iglesia, en el momento
originario de la creación y en el futuro escatológico de la conclusión.
— En su presente histórico, Israel ve la afirmación de la alianza
en la
experiencia del éxodo y del Sinaí (Ex 1-24), como acto constitutivo,
fundante de
su misma identidad como pueblo. Verdaderamente Israel ha nacido en
estado de
alianza y no puede autoconcebirse y vivir fuera de tal relación, tanto
más
cuanto que esta no viene motivada por la grandeza o los méritos de
Israel (Dt
7,7; 9,4). Necesariamente la alianza, como pura gracia, pertenece a las
promesas
de Dios y, por tanto, es considerada por el pueblo anticipada y
ejemplarmente
vivida en los vínculos de alianza que Dios ha establecido con los
padres,
Abrahán sobre todo, testimonio supremo de acogida en la fe (Gén 15; 17;
Rom 4).
Mirando hacia delante, la alianza sinaítica se prolonga actualizándose
en las
sucesivas vicisitudes de la conquista y asentamiento en la tierra:
alianza de
Josué en Siquén (Jos 24), de David (2Sam 23,7; 2Sam 7), de Josías (2Re
23), de
Esdras y Nehemías (Neh 9). Gracias a la predicación de los profetas,
implícitamente Isaías y Miqueas y explícitamente Oseas y Jeremías, el
motivo de
la alianza recibe una perfección teológica cada vez mayor, proveniente
de la importancia del Deuteronomio y de la escuela deuteronomista, que
considera este libro como el libro de la alianza, a la que hay que hacer
referencia para obtener el sentido justo y los criterios de valoración de la
práctica concreta.
Esta presencia vital y permanente de la alianza de Dios en el pueblo, en
el angustioso tiempo del exilio de Babilonia, agudizó la conciencia del pueblo
por su infidelidad a Dios. A esto responde una doble tradición, sacerdotal y
profética. La primera se funda en el pasado, analizando las raíces del designio
de Dios; la segunda mira hacia el futuro, a los remedios innovadores de Dios.
— La tradición de los sacerdotes, recordando la inagotable paciencia de Dios y
confiando en ella, se propone relanzar la certeza de la alianza basándola en un
horizonte de motivaciones aún más universal y radical. La alianza de Dios
precede a Moisés y a los padres, está a la base del mundo salvado del
diluvio: la alianza con Noé (Gén 9,8-17) es la que trae la grandísima novedad de
que no sólo los hijos de Sem-Abrahán son objeto de la relación con Dios. El CCE
afirma que «la alianza con Noé después del diluvio expresa el principio de la
economía divina con las "naciones", es decir, con los hombres agrupados, "según
sus países, cada uno según su lengua, y según su familia, sus clanes" (Gén
10,5)... La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las
naciones hasta la proclamación universal del Evangelio» (CCE 56, 58).
Del mundo salvado por Noé al mundo creado por Abrahán es fácil hacer una misma
lectura en clave de
alianza. Si no aparece el término formal berit, fácilmente se descubren
ciertos rasgos típicos de un pacto: el don de la vida en el jardín del paraíso,
la cláusula del precepto de respetar, los resultados negativos, las maldiciones
en las que incurre la primera pareja (Gén 2-3). Se insinúa que no sólo la
realidad histórica de Israel o de las naciones, sino la realidad del hombre en
sí mismo y del cosmos que le rodea es objeto de un pacto con Dios, a cuya
condición feliz desea retornar finalmente (cf Rom 8,19-22).
Pero es cierto que la repetición constante de ritos de alianza, cuando esta por
naturaleza tiene un carácter inviolable y por tanto inmutable, es testimonio de
un aspecto altamente dramático: desde el principio, la historia de la
alianza es también historia de transgresiones a ella por parte del pueblo, que
no pierde por ello sus beneficios y aboga sobre él la ira de Dios (Ex 32,10).
Baste el hecho de que al día siguiente de la solemne alianza sinaítica, Israel
olvida al único Dios y adora el becerro de oro (Ex 32-34), hecho que continúa en
los becerros de oro de Jeroboán durante la posesión de la tierra (1Re 12,28). La
denuncia profética se hace vehemente (Jer 11,1-4) y el gran teólogo que preside
los libros que van del Dt al 2Re relaciona la tremenda desventura del exilio con
la alianza traicionada (cf 2Re 17,7-23). No es irrelevante, catequéticamente
hablando, recoger de esta historia de errores una sencilla advertencia para
vivir la alianza con una vigilancia responsable.
— Sin embargo, es cierto que Dios, libre en dar, se mantiene fiel al juramento de la
alianza. Lo que no se logra hoy, se alcanzará mañana: el amor de Dios por su
pueblo da a la alianza una posibilidad de futuro, en el reino mesiánico.
Con una excelente pedagogía, como indican los profetas, Dios hace de la alianza,
enredada todavía en un lenguaje político militar, una alianza de amor, grabada
en el alma; un amor que va de Dios al pueblo para que pueda retornar a Dios.
Este es el sentido que nos ofrece Oseas (2,20), donde la relación entre las
partes asume ante todo el lenguaje de una profunda intimidad: «Pueblo mío-Dios
mío» (2,25). Pero para que este actuar no resulte falso, Dios reedifica el
corazón mismo del hombre, dotándolo de un espíritu nuevo. Son portavoces de ello
Jer 31,31-34 y Ez 16,59-63; 36,24-28. A estos anuncios se refieren como
cumplimiento las afirmaciones de Heb 8,6-13.
e) Una alianza
nueva y eterna. ¿Y la persona de
Jesús? ¿Qué aporta el Nuevo Testamento? No hay muchas cosas que decir respecto
al pasado: se asiste más bien a una cierta merma en el uso de la categoría, pero
se llega a la raíz de su sentido y a una cláusula verdaderamente resolutoria.
Por medio está la muerte sacrificial y victoriosa de Jesús, en cuyo contexto,
durante la última cena, Jesús pronuncia por primera y última vez el término
alianza: «Tomad y bebed... Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi
sangre, que es derramada por vosotros» (Lc 22,20; cf Mt 26,27; Mc 14,24; 1Cor
11,25). La referencia está netamente relacionada con la sangre de la alianza
sinaítica (cf Ex 24,8). Pero con el matiz fundamental de que se trata de una
alianza verdaderamente nueva, o sea, correspondiente al designio de Dios. De tal
novedad, en estrecha e iluminadora confrontación con la antigua alianza,
se mueve sobre todo la Carta a los hebreos, que usa el término 17 veces. Jesús
es la alianza personificada: en él se expresa la fidelidad de Dios y al mismo
tiempo la fidelidad del hombre, para siempre. Gracias a él el hombre recibe el
corazón de una nueva criatura y el don del Espíritu (cf Heb 8,10). También en la
última cena Jesús afirma: «Os aseguro que ya no beberé más de este fruto de la
vid hasta el día en que beba un vino nuevo en el reino de Dios» (Mc 14,25). Con
estas palabras revela que la nueva alianza no es un acontecimiento
estático, sino que viene a ser una incesante oferta que interpela a toda
persona, aun a aquellas que no lo saben, hasta que el Reino llegue en plenitud.
Entonces llegará a puerto esta singular relación de Dios con el hombre, sembrada
en la creación, hecha visible en el pueblo de Israel, debilitada y rota por el
pecado y finalmente, en Cristo, convertida en el gran proyecto realizado (cf Ef
1,4-6).
Entonces, efectivamente, «Dios será todo en todas las cosas» (1Cor 15,28).
Debemos tenerlo muy presente en la comunicación de la fe: la novedad de
la alianza neotestamentaria está en la novedad de la persona de
Jesucristo dentro de un único gran designio de alianza que va desde la creación
hasta la manifestación escatológica.
En síntesis: El hombre bíblico comprende su
relación con Dios como un vínculo de unidad, convenido libremente por Dios por
amor hacia Israel, y acogido y suscrito por
ellos en términos de fe y de práctica de vida. Este vínculo no es fruto de una
especulación abstracta, sino que nace de convincentes y concretas intervenciones
histórico-salvíficas de Dios, que se sitúan como signos de la alianza. Esta
sufre continuas renovaciones con relación a las múltiples situaciones de
necesidad del pueblo, motivadas por las muchas roturas debidas a la infidelidad.
Hasta la venida última del Señor Jesús.
Esto nos permite precisar una verdad, tomada de Juan Pablo II, de particular
incidencia en la catequesis: en verdad para Dios la alianza es siempre la misma,
esto es, única y jamás revocada, ni siquiera en los momentos más oscuros. La
novedad está en el hecho de que con Jesús se manifiesta el milagro de la
fidelidad estable del hombre (Jesús y cuantos están en él) a Dios, que siempre
permanece fiel.
2. DESDE LA
TRADICIÓN. La finalidad
catequética de nuestro argumento nos legitima recoger el pensamiento de la
Iglesia, tomándolo directamente del Catecismo de la Iglesia católica
(CCE), que Juan Pablo II considera «instrumento válido y legítimo al servicio de
la comunión eclesial y como norma segura para la enseñanza de la fe» (FD 4).
Y en verdad, más que otros catecismos existentes, el CCE llama la atención sobre
la alianza noventa veces. Y limitándose sobre todo, como es su estilo, a
acumular datos más que a profundizar sobre ellos, este catecismo nos ofrece una
cierta sistematización teológica. En efecto, podemos examinar seis núcleos de
contenido:
a) Alianza como acontecimiento
bíblico. Se recogen los puntos más importantes
vistos arriba sobre el binomio alianza y creación (alianza de Noé, alianza de
Abrahán, alianza sinaítica, alianza escatológica). Especial relieve adquiere la
afirmación de valor perenne que mantiene el Antiguo Testamento (121); el corazón
creado a imagen de Dios es el lugar de la alianza (2563); las naciones son
invitadas a la alianza (58).
b) Alianza como acontecimiento cristológico y espiritual.
Cristo representa la definitiva alianza con Dios
(73), gracias al sacrificio pascual (613) y al ejercicio de su sacerdocio
(662; 1348). La respuesta de la fe, sostenida por el Espíritu Santo, es vista
como compromiso y adhesión a la alianza (1102).
c) Alianza como acontecimiento sacramental.
La liturgia, todos los sacramentos, especialmente
la eucaristía y el matrimonio, los demás signos sacramentales (el canto, el
sábado, los lugares de culto, el pan y el vino, el altar, otros símbolos...)
son relacionados y contemplados dentro del misterio de la alianza (Parte II).
d) Alianza como hecho ético.
El decálogo y, más en general, la ley, se
consideran vinculados y reciben pleno significado dentro de la alianza
(2060-2063).
e) La oración como alianza.
«La plegaria cristiana es una relación de alianza
entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del
Espíritu Santo y de nosotros, enteramente dirigida al Padre, en unión con la
voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre» (2564). En particular, la
súplica del perdón de los pecados («perdónanos y perdona nuestras ofensas») es
una crucial exigencia del misterio de la alianza a la que sólo
Dios puede responder (2841).
f) Alianza como acontecimiento eclesial.
Manifestándose Dios por ella como Padre del
pueblo, gracias a la alianza la Iglesia se constituye en pueblo de Dios.
Necesita reconocer con claridad que ha sido una elección que tuvo por objeto
Israel, por lo cual se debe hablar de «alianza jamás revocada» (121; 839-840).
«Todo esto sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta,
que iba a realizar en Cristo..., es decir, el Nuevo Testamento en su sangre
convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles, para que se
unieran, no según la carne, sino en el Espíritu» (781).
III. Conexiones antropológicas
La densidad existencial de la alianza ha estado presente en todo lo tratado
hasta aquí, y la hemos explicitado frecuentemente. Ahora queremos hacer ver en
síntesis la incidencia que la religión de alianza ofrece sobre el misterio del
hombre; o con otras palabras, iluminar sobre qué aspecto, qué antropología
subyace a la hora de asumir la alianza, para poder valorarla en el discurso
catequético.
a) Es claramente una experiencia
de relación.
La religión hebreo-cristiana no es una religión de arriba
abajo (en cuanto que la iniciativa de Dios domine todo), ni tampoco de abajo
arriba, sino experiencia de encuentro entre lo alto y lo bajo, como entre
partes, diversas entre sí, en condición netamente asimétrica, pero mutuamente
necesarias para que el acto religioso se cumpla auténticamente. El diálogo, la reciprocidad, el hablarse y
hacerse, la mutua respuesta, son elementos constitutivos. Los innumerables
modelos de que se sirve la Biblia para hablar de la alianza de Dios (matrimonio,
paternidad, servicio del pastor, pacto político) no son sólo triquiñuelas
didácticas, sino que adquieren valor simbólico; son en sí mismos gérmenes de
verdad de la alianza, semillas del pacto.
b) Superando así la tentación de un deductivismo ideológico,
es necesario anotar el sentido de la alianza dentro de la revelación
bíblica. Aparece pronto que se trata de una relación donde la
bilateralidad o alteridad de las partes se apoya sobre la unilateralidad de
una elección de amor que se debe total y únicamente al misterio de Dios,
dentro del cual la alianza se sitúa como misterio. Esto lleva consigo
un cruce de cualidades que dan el perfil justo de esta antropología de
relación. La primera es una cualidad amorosa: Dios hace alianza por
amor al hombre. Lo correspondiente en la respuesta del hombre es el amor,
plasmado sobre la misma grandeza de Dios. «Pueblo mío-Dios mío». Desde esta
óptica, el concepto de alianza pierde necesariamente todo colorido militaresco,
mercantil o burocrático. Las alianzas humanas, desde la Alianza Atlántica a
las compañías de seguros, adquieren un concepto lejano, limitado y equívoco.
Sólo una genuina relación amorosa –enseñan los profetas– es la que más se
acerca a la alianza bíblica. El lugar de la alianza es el corazón.
c) Una tercera cualidad, que nace de la matriz del amor,
consiste en el principio de libertad conjugado con
el principio de fidelidad y de responsabilidad. El aliado, por
naturaleza, no es esclavo ni siquiera de Dios. La Biblia en esto es inflexible.
Resuena nítida la propuesta de Dios en la víspera del encuentro en el Sinaí: «Si
escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza...»
(Ex 19,5). Quien no pacta libremente con Dios o
quien no logra hacer surgir de la alianza un estilo de libertad, la capacidad de
elegir aquello que vive, no se corresponde al hombre de la alianza. Ciertamente
se trata de una libertad que opta por el amor en fidelidad. Esta es la exigencia
quizás más fuerte, teniendo en cuenta la ininterrumpida secuencia de
infidelidades de tantos sujetos históricos con los que Dios hizo alianza. Hacía
falta llegar a Jesús para recuperar la posibilidad real de fidelidad. Solamente
en él, para siempre.
La fidelidad siempre asume el gran compromiso de la responsabilidad, entendida
en el sentido de corresponder con hechos y palabras a los hechos y palabras de
Dios. La religión de la alianza bíblica jamás produce en el corazón del creyente
una especie de narcótico sagrado, sino que introduce en él un dinamismo
operativo imparable.
En efecto, el estatuto de la alianza es altamente ético. Antes que de ritos, el
hombre de la alianza se nutre de obediencia a la ley de Dios, expresada todavía
hoy en el decálogo, interpretado a la luz del mandamiento del doble amor. Pero
—es bueno reconocerlo— no se trata de imperativos kantianos, autojustificándose,
de cara a uno mismo, sino más bien de imperativos tanto más rigurosos cuanto más
motivados por los indicativos de gracia manifestados en el actuar salvífico de Dios.
d) Esto conlleva comprender bien que la alianza de Dios,
encuentro entre dos amores, el de Dios y el nuestro, no es fruto de una
especulación filosófica ni se propone como átomos fragmentados, sino que se
manifiesta entre los pliegues de la historia de un pueblo, en el que se
advierte un proyecto progresivo, avivado por una pedagogía de la
sabiduría. Quien penetra en la alianza bíblica entra en una alianza que se
realiza continuamente, acepta formar parte de una humanidad en construcción.
Pero con una novedad de valor absoluto: dentro de la alianza-proyecto, una
mediación capital define y garantiza la verdad y el cumplimiento de la
alianza. Es Jesucristo, por el cual la alianza de Dios, nunca revocada, llega
a ser nueva y eterna. La renovación del hombre que aporta el hombre
nuevo Jesús, gracias al don del Espíritu Santo, confiere naturalmente el modo
de pensar y de vivir la alianza. Nadie va a Dios y él no viene a nosotros,
cristianos y no cristianos, sino por la mediación de Jesús, en su modo de
vivir la alianza. Quien acepta la religión de alianza acepta situar su vida
dentro de una triple correlación: el misterio de Dios, el misterio del hombre,
el misterio de Cristo, imagen perfecta de la perfecta relación o alianza entre
Dios y el hombre.
e) Lo que impresiona en la alianza bíblica es el carácter
social. El tú al que Dios dirige el diálogo de alianza somos
nosotros, un pueblo bien organizado, el pueblo de Dios. No existe
en verdad ninguna masificación, como en las alianzas humanas, donde se colocan
en primer puesto los que
cuentan. Aquí ciertamente los últimos, «el pobre,
la viuda, el forastero» se convierten en centinelas de la alianza (cf Dt
24,17; 27,19). La ejemplaridad, la socialización, la solidaridad, e incluso la
apertura a los no correligionarios, son compromisos típicos de la alianza,
consiguiendo un estilo de comunión profunda donde Jesús sitúa a la Iglesia
gracias a su sacrificio de la nueva alianza (cf 1Cor 10,14-18).
f) Finalmente, reconociendo que la alianza de Dios,
iniciada ayer, continúa en el tiempo, la memoria de las acciones positivas de
Dios hacia nosotros se convierte en factor de subsistencia de la alianza. Una
alianza sin tal memoria es una alianza que desaparece. La liturgia, los
sacramentos, en especial la eucaristía, son continuos signos
rememorativos (memorial de la alianza), celebraciones que ofrecen actual, en
acto hoy, el don de ayer y de siempre, que convierten en aliado de Dios a
quien recibe tales signos. La alianza bíblica exige una antropología del rito,
de la celebración, de la plegaria.
IV. La propuesta catequética
La comunicación de la fe es indispensable para poder conocer y acoger los dones
de Dios. También el misterio de la alianza, tan rico en implicaciones teológicas
y humanas, quiere pasar a través de la relación del catequista y sus
destinatarios, relación que, nunca como ahora, aparece como signo sacramental de
la misma alianza que trata de comunicar.
Distinguimos tres aspectos: el significado, los modelos y los itinerarios.
1. ¿QUÉ SIGNIFICA «CATEQUIZAR» SOBRE LA ALIANZA?
a) A la búsqueda de
un criterio organizador. No
se puede decir que los catecismos actuales dan un relieve particular a la
alianza, salvo excepciones, como el CCE.
El Directório general para la catequesis (DGC), de 1997, como el
Directorio general de pastoral catequética (DCG) de 1971, tras afirmar el
clásico pensamiento de que «el Hijo de Dios penetra en la historia de los
hombres, asume la vida y la muerte humana y realiza la nueva y definitiva
alianza entre Dios y los hombres» (DGC 41), no hace ninguna otra indicación
explícita de la alianza como categoría organizadora de los contenidos
catequéticos, salvo en el n. 135. Acusamos en esto también a CT y EN. Se podría
decir que los documentos del magisterio no subrayan la alianza; vale como
contenido para hablar de ella en su momento, pero no, sobre todo, como
categoría pedagógica para hablar de cualquier otro contenido. ¿No será acaso
un déficit esta visión tan marginal?
Por otra parte, si traducimos alianza por una relación religiosa
significativa más universal, se podría demostrar que en el DGC emergen muchas
resonancias de la alianza: la catequesis, como continuación de la pedagogía de
Dios (139), debe llevarse a cabo como relación interpersonal y en un proceso de
diálogo (143), donde el catequista juega el papel de mediador (156)... Se
legitima así, a nuestro parecer, un doble riel en la comunicación de la fe:
catequizar sobre la alianza es catequizar según la alianza.
b) Catequizar sobre el misterio de la alianza. Se puede afirmar que un
camino de fe que no considere el
tema de la alianza descuida un aspecto constitutivo del hecho cristiano. Esto
plantea considerar seriamente el tesoro de revelación que nos es inmanente. Vía
obligada y primaria es la Sagrada Escritura, los libros de la antigua y la nueva
alianza. Todo lo dicho anteriormente (II) viene bien para señalar el marco de
referencia sustancial en su sentido profundo y en sus articulaciones históricas.
Obviamente, en relación con la condición de los destinatarios.
c) Catequizar sobre la fe según la alianza, esto
es, tomándola como regla omnímoda. Sabemos que ha sido un deseo surgido entre
los estudiosos de la Biblia, antes que entre los catequetas. En la investigación
de lo que podría definirse el centro de la Escritura, W. Eichrodt
construyó una catedral de la fe, su teología del Antiguo Testamento, en torno al
motivo generador de la alianza. Ha quedado prácticamente solo, porque la
categoría de la alianza en sentido técnico, usada por ejemplo en el Pentateuco,
no aparece expresamente en los profetas del siglo VIII a.C., aparece ausente en
los sapienciales, y en el mismo Nuevo Testamento viene suplantada por el tema
del reino de Dios (sinópticos), o la justificación por la gracia (Pablo). A esto
se añade el innegable cambio de sensibilidad frente a ese mismo concepto.
Creemos que se podría dar un paso adelante para no perder el valor relevante y
extenso de la alianza bíblica, tratando a la vez de enunciar su significado de
un modo más adecuado a la cultura del hombre de hoy y más en relación con la
totalidad del discurso de la fe. Exponemos aquí algunos
puntos a título de ejemplo:
—
Al presentar los datos de la fe, se subrayará,
con la fuerza que dimana del misterio de la alianza, que la fe es ante todo
relación amorosa y responsable entre Dios y la persona, relación entre
personas vivas. Esto conlleva hablar de Dios (Jesucristo) subrayando
las categorías de amor, libertad, promesa, fidelidad, juicio... Pero requiere a
la vez hablar del hombre en su intrínseca estructura relacional hacia lo
alto y hacia los demás, de su vocación al conocimiento de la verdad y de la vida
como don objetivo, el rechazo a toda referencia narcisista, la apertura a la
socialización y la solidaridad con los débiles.
— Desde la óptica de la alianza se hace un criterio hermenéutico estable
que sirve de confrontación con las diversas experiencias de relación que vive
una persona: familiar, social, económica... Surge un juicio cristiano de crítica
(ciertas alianzas humanas serían denunciadas como idólatras por los profetas),
pero capaz de discernir también muchas analogías positivas (el amor familiar
sobre todo) que son anuncio, invocación, indicación de la alianza divina.
— Hablar de fe para quien participa en la alianza significa
reconocer la dualidad dialogal entre Dios y el hombre, dualidad a veces
dialéctica, leal en aceptar las diferencias, pero decidida a reconocer y hacer
comunión.
— Siempre a partir de la alianza, don y tarea, el
evangelio y la ley forman un binomio estructural para enunciar y llevar a cabo
el programa cristiano de vida.
— Un último elemento al que hay que prestar atención: la
alianza bíblica requiere una precisión de lenguaje y de actitud. En
vez de Antiguo y Nuevo Testamento se debería hablar de primera y
segunda alianza, o de una única alianza en dos fases, antes de Jesús
y con Jesús. El Antiguo Testamento y el pueblo judío se reconocerán como
factores constitutivos de la única alianza jamás revocada.
2. MODELOS.
Prestemos atención a dos catecismos que han elaborado muy a fondo la
comunicación de la fe según el esquema de la alianza:
a) L'Alleanza di Dio con gli uomini. Catechismo degli adulti,
Conferencia episcopal francesa, EDB, Bolonia
1991 (trad. italiana). El título quiere expresar claramente que la fe
cristiana no se funda en una idea vaga de Dios, sino en la intervención de
Dios en la historia de los hombres. Por eso, en todo el catecismo se habla de
la alianza, como «el hilo conductor de todo el libro y siempre posible de
descubrir» (p. 6). En realidad, la alianza se convierte en una categoría
evocadora, más que fundante, sobre la que se agregan nominalmente seis grandes
núcleos: Dios de la alianza, la nueva alianza en Jesucristo, la Iglesia pueblo
de la nueva alianza, los sacramentos de la nueva alianza, la ley de vida de la
nueva alianza y el cumplimiento de la alianza en el reino de Dios.
b) Con vosotros está. Catecismo para preadolescentes,
Conferencia episcopal española.
Comisión episcopal de enseñanza y catequesis. Secretariado nacional de
catequesis, Madrid 1976. Este catecismo asume la alianza, y otras grandes
experiencias bíblicas, como posibilidades privilegiadas de encuentro con
Cristo, porque encuentran en magnífica relación el
mundo de la fe y el
mundo del preadolescente: «La alianza no es sólo una experiencia bíblica, sino
que corresponde también a la experiencia social... Expresa la necesidad que el
hombre tiene de estar con otros» (Manual del educador, 1. Guía
doctrinal, 106). Específicamente, se considera a la alianza en su raíz
semántica de estar con, entendida globalmente como un compartir, de parte
de Dios y del hombre, el mismo proyecto, basado en amar fielmente a Dios y a los
otros (106-111). En el volumen I del texto, se desarrolla el contenido con
notables estímulos didácticos (pp. 31-40) y orientado a la programación de los
distintos niveles escolares, para aquellos momentos en los que el estudio
plantea la relación con los demás.
3. ITINERARIOS.
a) Objetivo y contenido común. Lo que se
pretende es ayudar a comprender que la fe cristiana consiste en una relación
interpersonal entre Dios y el hombre, que se configura en una bipolaridad
existencial de gracia de Dios y de deber ser del hombre. Tal
relación tiene su paradigma completo e indispensable en el misterio de
Jesucristo y su expresión visible en el pueblo de Dios, judío y cristiano.
Concretamente, el motivo de la alianza requiere el desarrollo del contenido en
cuatro núcleos: el acontecimiento de la alianza en la historia bíblica hasta
Jesús; los signos sacramentales que la celebran y actualizan; la responsabilidad
ética que nace de la confluencia entre evangelio y ley; el principio de comunión
y, por tanto, de solidaridad como espiritualidad y estilo de conducta.
b) Es necesario elaborar también itinerarios para
cada una de las edades. Un test al comienzo puede ayudar a conocer
dos cosas: el significado que la alianza bíblica tiene o no tiene para los
interlocutores y las experiencias de relación que pueden hacer de enganche.
Puede servir de ayuda el apoyarse en estudios que versen sobre datos
psicológicos y sociales relativos a la experiencia de la relación, necesidad de
ayuda recíproca, respuesta moral... en la evolución del sujeto. Es sugerente el
esquema que propone E. Erikson sobre los ocho períodos del desarrollo
psicosocial, cada uno bajo el signo de la ambivalencia. En tales estadios se
considera importante el influjo del contexto social, vivido concretamente en las
relaciones, en el bien o el mal, con los otros: padres, profesores, otras
figuras sociales entre las cuales podríamos colocar al pastor, al catequista.
Sería importante analizar cómo el motivo de la alianza con Dios se manifiesta en
el existencial primero de la confianza (o desconfianza) y, sucesivamente, en la
autonomía, la iniciativa, el compromiso, la identidad, la intimidad, la
capacidad generativa, la integridad. La aplicación pedagógico-didáctica no es
automática ni resulta omnicomprensiva, pero ofrece a la propuesta de fe una
mejor incidencia educativa.
c) Nos parece oportuno como dinámica expositiva seguir en todas las
edades tres órdenes de consideración: histórico (los hechos narrados),
intencional (el mensaje inmanente) y operativo (las aplicaciones a la vida).
— Para los preadolescentes el tema debería incluir, desde el punto de
vista histórico, la narración tal como viene dada en la Biblia (la alianza en la
historia de los hebreos y de Jesús);
desde el punto de vista intencional, se debería poner de relieve el significado
de confianza positiva que Dios trata de dar a la vida de cada uno, una confianza
aún más aceptable por estar unida a un juramento de fidelidad; en términos
operativos, se anuncia que el mandato, la ley, radican sobre algo que los
precede y motiva, o sea, las grandes muestras de amor por parte de Dios.
— Para los jóvenes, la consideración histórica se enriquece a base de un
análisis crítico respecto al origen y evolución del concepto de alianza y de los
textos que hablan de ella; en cuanto a la intencionalidad, merece la pena
profundizar en el núcleo teológico de la alianza, que podríamos hoy traducir
así: la religión bíblica es relación interpersonal en la que se entrecruzan dos
libertades, la de Dios y la del hombre, unidas por el vínculo de un amor fiel,
de Dios que da y del hombre que responde; desde el punto de vista operativo,
conviene pararse a considerar la ética como responsabilidad y solidaridad en el
marco innovador y fascinante de la alianza.
— Para los adultos, el tema de la alianza se expone bajo el perfil propio
del adulto, maduro. Puede formar parte del contenido del itinerario todo cuanto
se viene diciendo en estas páginas. Especialmente, desde el punto de vista
histórico, conviene tener en cuenta lo específico de la alianza de Jesucristo
(«nueva y eterna») y, al mismo tiempo, la estrecha relación con la única alianza
de Dios a partir del pueblo hebreo (Antiguo Testamento); desde el punto de vista
intencional, el punto central debe ser el existencial divino y humano de la
relación como amor y del amor como relación. Luego se puede
especificar el binomio señorío de Dios y promoción del hombre, donde lo
absoluto de Dios, parte fundante de la alianza, se manifiesta en el cuidado y
crecimiento del hombre, parte asociada; y viceversa, donde la promoción del
hombre se inspira radicalmente en el señorío de Dios y con él realiza; a nivel
operativo, se profundiza en los componentes sacramentales (alianza que se
celebra) y en los éticos (alianza que se vive) y, a la vez, en aquel estilo de
vida que se deriva de la espiritualidad de la alianza.
BIBL.: BEAUCAMP
E., Les grandes thémes de L' Aliance, Cerf, París 1988; COMISIÓN
EPISCOPAL DE ENSEÑANZA Y CATEQUESIS, Con vosotros está. Catecismo para
preadolescentes, Secretariado nacional de catequesis, Madrid 1976; CROATTO
J. S., Alianza y experiencia salvífica en la Biblia, San Pablo, Buenos
Aires 1964; GIUSSANI L., L'Alleanza, Jaca Book, Milán 1970; L'HOUR J.,
La morale de 1'Alliance, Gabalda, París 1966; LOHFINK N., L' Alleanza mai
revocata. Riflessioni esegetiche per il dialogo tra cristiani ed ebrei,
Queriniana, Brescia 1991; MACCARTHY, Treaty and Covenant, PIB, Roma 1978;
MARTIMORT A. G., 1 segni della nuova
alleanza, San Paolo, Roma 1966;
MESTERS C., Biblia. Livro da alianga, Paulus, Sáo Paulo 1986; PLASTARAS
J., Creación y alianza, Santander 1967; SALA A., Alianza, en
FLORISTÁN C.-TAMAYO J. J. (eds.), Conceptos fundamentales del cristianismo,
Trotta, Madrid 1993.
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