En
el Sofista (258 b) elabora Platón un sutil pensamiento en torno a la
categoría de alteridad (heterotes), donde el no-ser deja de ser la nada
o el no-ser absoluto, lo contrario o enemigo del ser (ouk enantíon
ekeíno semaínousa), y pasa a ser lo
otro del ser, lo diferente de él (mónon héteron ekeínou), haciendo así
de alguna manera que el no-ser sea y que todos los entes, en cuanto realidades
distintas a todas las otras, participen de lo otro, de la alteridad, de la
diferencia. Sin embargo, cuando el mismo Platón tiene que habérselas en
concreto con los otros humanos distintos a los griegos, es decir, con los
extranjeros (a todos los cuales, especialm9nte a los persas, denomina >bárbaros
conforme al verbo barbará, que designa lo inculto e ininteligible,
por ende lo irracional y amenazante), no manifiesta sin embargo reparo alguno en
postular la violencia y en promover la guerra contra ellos; y de este modo, en
la República (373 d), justifica abiertamente la violencia bélica e
incluso la anexión de los pueblos circunvecinos alegando razones económicas, a
saber, la obtención de pasto y aperos suficientes, e incluso, en el Menexeno
(239 b), llega a exaltar la guerra contra los mismos griegos por causa de la
libertad de estos y contra los persas o bárbaros por causa de todos los
griegos.
Así
que el gran Platón no se privó de reforzar la idea helénica de que extranjero
terminara siendo sinónimo de inhumano, y eso por no hablar, claro está, de la
opinión que le merecen a Platón los esclavos. Nada extrañará que el cultísimo
Cicerón, en su Actio in Verrem (2, 3, 9-23), llegara a utilizar el término
bárbaro como sinónimo de monstruoso y cruel. Y el famoso > derecho
romano tampoco se queda atrás en su arte de impartir iustitia: las Pandectas
(28, 5 y 6) de Justiniano llegan a describir al extranjero como aquel a
quien se le niega el pan y el agua (peregrinus
fit is cui aqua et igni interdictum est).
Aterra
pensar en el origen del derecho de que tanto se presume, cuando sus fundamentos
vienen tan torcidos, y cuando los juristas continúan, todavía hoy, sin querer
sacar la cabeza por encima del código surgido al calor de la costumbre y se
reducen a la condición de burócratas codicilistas, como resulta por desgracia
demasiado frecuente. Y colorín colorado. A partir de entonces, hasta hoy, la
humanidad, máquina de impartir sumo derecho y suma injuria, no ha cesado en
nuestros días de barbarizar ni, por ende, de excluir/recluir; y eso para no
hablar tampoco de los infiernos ajurídicos omnipresentes, tales como Auschwitz,
Bosnia, Ruanda, etc.
I.
LA MALA CARA DE LA ALTERIDAD: IDENTIDAD DESIDENTIFICADORA Y DIFERENCIA
INDIFERENCIADORA. Así pues, también los hijos de Platón forman una estirpe
bifronte, aunque se reclamen de una misma herencia: desde entonces los unos se
acogen a un platonismo más bien teórico-retórico, amigo de la diferencia, y
los otros a un platonismo violento, desarraigador, nada demófilo. Precisamente
entre estos últimos abundan los mecanismos donde la alteridad no se percibe
correctamente, y de los cuales vamos a mencionar simplemente dos.
Por
el primero, cuando la alteridad se entiende como alteración, cuando lo
ajeno es visto como enajenación, cuando la diferencia es contemplada
cual deficiencia, entonces la deficiencia propicia xenofobia y victimación,
en la medida en que buscando afirmar el yo se niega al tú a fin de apropiarse
de él, según el frenético mecanismo de mímesis de apropiación: a partir de
dicho momento los antagonistas aparecen como dos manos que tienden al mismo
sitio, no pudiendo menos de enfrentarse. A la base de este mecanismo se
encuentra una terrible propensión, a saber, el deseo mimético que es deseo del
otro, o incluso deseo del deseo del otro: < Es siempre el escándalo el que
llama a la desmitificación, y la desmitificación, lejos de poner fin al escándalo,
lo propaga por todas partes y lo universaliza. Toda cultura contemporánea
consiste precisamente en eso»1.
Por
el segundo torcido entendimiento de la alteridad, y junto al anteriormente
citado mecanismo mimético, se encuentra otro mecanismo que me lleva a habitar
en la inhóspita (sin huésped) diferencia bajo formato de indiferencia y, por
ende, a vivir la diferencia como in-diferencia: ciertamente no podría
negarse que existan los demás, reconozco incluso que son distintos a mí, pero,
precisamente porque lo son, inhibo del todo mi preocupación respecto de su
personal alteridad; en consecuencia, sólo otro rostro como el mío me interesaría,
mas, no habiéndolo, me recluyo en mi individualidad separada. Es así como el
otro deviene para mí lo anónimo, lo sin nombre, lo innominado, lo innombrado e
innombrable, el noser indiferenciado y, por tanto, una presa fácil para
descargar sobre ella los golpes: ¿quién no lo sabe?
Helos
ya ahí a los demás, vistos cual jauría indiferenciada, venganza interminable,
diferida, victimatoria, sustitutoria de todos contra uno y de uno contra todos,
en la competencia, en la rivalidad, en la envidia, en el homicidio colectivo. Y
luego vuelta a empezar: inversión supuestamente benéfica de la también
supuesta omnipotencia maléfica, atribuida al chivo expiatorio, sacrificio que
funda toda comunidad humana indiferenciada, derramando sangre inocente para su
ulterior re-establecimiento y para su restablecimiento, en la cual toda decisión
es asumida conforme a su etimología, esto es, conforme al decidere que
se traduce en un degollar a la víctima, la inacabable decisión/degüello por
parte del Herodes que ordena cortar la cabeza del Bautista para satisfacer el
deseo violento de aquella Salomé. En suma, el resultado en ambos mecanismos
torcidos resulta ser la indiferenciación violenta: en última instancia, daño
causado a la víctima que no sabe siquiera que lo es, por lo cual el mal vendría
a ser la ejecución absolutamente arbitraria de la 'violencia colectiva que los
hombres no se atreven a confesarse. Por eso la sociedad indiferenciada/alterada
se abre con un crimen fundacional, continúa después con la violencia, y carece
finalmente de salida.
II.
EL ROSTRO TENSO DE LA ALTERIDAD. Ahora bien, una cosa es la denuncia que
terminamos de hacer de los mecanismos en donde se maltrata la alteridad (lo que
hemos denominado mala cara de la misma), y otra cosa muy distinta la ignorancia
de las dificultades inherentes a la convivencia con la alteridad, ya sea con la
alteridad que inhabita en el complejo interior de cada uno de nosotros, ya sea
con la alteridad de las demás personas de nuestro entorno, a su vez tan
complejas como nosotros mismos; dificultades que ocasionalmente pueden llegar a
producirnos un gran sufrimiento. Aseguraba Freud que el sufrimiento nos amenaza
por tres flancos: el del propio cuerpo, el del mundo exterior, y el de las
relaciones humanas. Según el psiquiatra vienés, ante los dos primeros flancos,
el de la finitud caduca de nuestro propio cuerpo y el de la magnitud
omniabarcante del cosmos exterior, poco podemos hacer, a no ser reconocerles con
el contrapunto de nuestra expresión de finitud. Sin embargo podríamos eliminar
el sufrimiento derivado de las relaciones humanas, regulándolas en la familia,
en la sociedad, y en el Estado. De todos modos, también esta hipotética
regulación parécele a Freud llamada a frustrarse, pues -siendo el hombre un
animal no sólo natural sino además cultural- la necesidad de vivir en sociedad
exige de él la ineludible renuncia a la satisfacción de los instintos y su
correspondiente sublimación, ocasionando de tal modo una inevitable frustración
cultural que le resulta inherente a toda vida societaria. ¿Cómo iba a ser de
otro modo, se pregunta Freud, si la libido y la agresividad instintiva de que
dispone el yo para la satisfacción directa del instinto sexual es desviada de
sus fines naturales y sublimada en el trabajo y en la creación cultural,
necesarias a la vida societaria?
Por
si eso fuera poco, la sociedad controla al individuo, al originar en su interior
el sentimiento de culpabilidad ligado al super-yo, a través de la conciencia
moral, que introyecta la agresividad y la vuelve contra el propio ego. De este
modo, lo que al principio comenzó siendo renuncia a los instintos por miedo a
la agresión de la autoridad exterior, termina instaurándose imperiosamente
mediante la autoridad interior de la conciencia moral que mantiene controlados
los instintos mediante el sentimiento de culpa. Consecuentemente toda
convivencia con la alteridad genera malestar y resulta frustrante en diverso
grado, porque al fin y al cabo -la mayor parte de las veces-, diciendo buscar el
rostro del otro sólo trataríamos de encontrar el eco de la propia filautía:
«De Stendhal a Proust, el héroe enamorado experimenta una pasión que, dando
la razón a Spinoza, describe mucho más evidentemente el estado de su propia
subjetividad que a ese prójimo al que pretende, sin embargo, amar hasta el
punto de sacrificar y engullir todo en ello. La pasión nace del deseo, de la
imaginación, de la timidez, de la admiración, de la audacia de aquel que ama;
crece tanto más cuanto su objeto permanece lejano, indisponible, ausente, no
aparece, e incluso no es. A la recíproca, la pasión cesa tan pronto como su
objeto se vuelve por primera vez visible como tal: cuando ella se muestra o se
ofrece al fin, el principio de realidad que pone en práctica desactiva una pasión
que, precisamente, se alimentaba de su sola irrealidad (Flaubert)»2. Reconocer
esas dificultades significa reconocer el rostro tenso de la realidad
relacional.
III.
LA ALTERIDAD CON ROSTRO HUMANO: EL ENCUENTRO. En el principio fue la realidad
relacionada. Ocioso preguntarse, así las cosas, si fue antes el huevo o la
gallina, el individuo aislado preciso para la formación de la pareja, o la
pareja relacionada a partir de la cual surgiría el individuo; sea como fuere, y
sin pretender entrar en el asunto, hoy por hoy tan insoluble como apasionante,
del supuesto origen humano a partir de la Venus mitocondrial, el caso es que una
vez concebidas las personas helas ahí ya entonces realidades relacionales: de
la relación han venido, de la relación vienen, a la relación van. Hay >persona
porque hay >relación (aunque sea relación no consciente); hay relación
porque hay persona (aunque sea persona no consciente). La relación es un >entre,
un diá-logo constituyente desde el principio hasta el final: «La índole
peculiar del nosotros se manifiesta porque, en sus miembros, existe o
surge de tiempo en tiempo una relación esencial; es decir, que en el nosotros
rige la inmediatez óntica que constituye el supuesto decisivo de la relación
yo-tú. El nosotros encierra el tú potencial. Sólo hombres capaces de
hablarse realmente de tú pueden decir verdaderamente de sí nosotros»3. Cuando
en el entre relacional la personalización vence sobre la cosificación
es cuando se produce (por así decirlo con M. Buber) el roce con la eternidad4,
la comunificación perfecta, nada menos que el nosotros verdadero. Y en
caso contrario, acaece el nosotros falso, el nos-otros perverso.
IV
RELACIÓN: COMUNICACIÓN, ENCUENTRO. Así pues, el entre relacional
presenta una naturaleza intencional o in-tensional, pues desde él se pone de
manifiesto que el vivir del >yo consiste en un con-vivir, en un tender, en un
vivir polarmente tensionado, en un entregarse de una u otra forma al otro polo
relacional (el polo del tú, el noema) a partir del cual esculpe el suyo propio
(el polo del yo, la noesis), al tiempo que -por idéntico motivo- el otro polo
descubre por su parte su propia identidad gracias al polo distinto al suyo. >Autonomía
abierta, pues, donde el >sí mismo no se ensimisma, la persona ejercita por
ende la libre afirmación de su ser como apertura constitutiva desde el inicio:
biológica, fisiológica, psicológica, anímica, humanamente en suma.
Socialidad dialogante desde el primer instante, toda su existencia, pues,
consiste en estar siendo desde la ek-sistencia (desde el existir a partir
de), desde la ex-centricidad (desde el tener su centro a partir de los
otros), de suerte que alcanza su condición de centro propio en la
intercomunicación con otros centros humanos que, por su parte, la constituyen a
ella misma desde sus respectivas centralidades.
Siendo-en-el-mundo,
la realidad personal se evidencia como entidad relacionada, circunstanciada; de
ahí que la célebre frase orteguiana «yo soy yo y mis circunstancias» no deba
interpretarse como un yo cerrado o clausurado, que en un segundo momento hubiera
de abrirse a las circunstancias foráneas, como si se tratase de un yo
antecedente y separado, al que luego se le añadirían, desde el exterior, unas
circunstancias consecuentes que nada hubieran tenido que ver conmigo, sino que,
muy al contrario, lo que dicha frase indica es que la estructura original y
originaria del yo es serlo como un yo que no podría ser pensado jamás como tal
yo sin sus peculiares circunstancias, esto es, como un yo-y-mis-circunstancias,
desde el inicio mismo de mi propio y más íntimo yo. De ahí también que en el
caso de la relación personal prevalezca sobre cualesquiera otras modalidades
relacionales la permanente dialéctica del perderse-encontrarse, del engagement-dégagement
(E. Mounier), del dar(se)-recibirse, del desposeerse-poseerse, hasta el
extremo de poderse afirmar sin vacilación que en la relación humana sólo se
posee aquello que se da y que únicamente posee quien da, pues (antítesis de
las garras y de la mano prensil) cuando son auténticamente humanas, las manos
transforman tanto más cuanto más vacías se quedan.
En
resumen, no busque nadie la humanidad en el egocentrismo, en el aislacionismo,
en el solipsismo, sino la identidad a través de la alteridad, la identidad en
la alterificación (en el hacerse alter), el yo en el tú de la relación diádica
(M. Nédoncelle), o el yo en el ,'yo-y-tú (M. Buber). En esa dialéctica, donde
el ipse es idem a través del alter, el uni-verso se hace multi-verso,
vocación renacentista de convivio cósmico.
Quien
dice, pues, persona dice al mismo tiempo que quiebra el solipsismo epistemológico
y que también quiebra el egoísmo ético (como lo enseña E. Lévinas); o sea,
entrega, projimidad. Y dice por tanto, a la par, encuentro, ad-venimiento,
acontecimiento, experiencias vitalistas situadas en los estratos profundos del
ser personal, buenas vibraciones, buena noticia. En todo caso, la relación que
genera encuentro no es una mera relación noética, epistemológica,
raciocinante, incorpórea, espectral o ectoplasmática, sino una muy humana
forma de ser a la que, por humana, le interesa lo mejor; es decir, donde
conocimiento e interés brotan al unísono adviniendo desde los estratos
profundos de la persona, mas no sólo en el sentido en que Jürgen Habermas lo
ha mostrado, sino en el sentido de un conocimiento personal interesado, esto es,
situado en el intersticio relacional del ínter-esse, cual comunidad
presencializada en cada uno de los miembros que la componen.
Interesado,
es decir, en este nuestro caso, des-ínter-esado, por cuanto que su esse,
su existir, su vivir, consiste en un des, en un des-vivirse por el
otro, cuya suerte está ya ínter, entre nosotros dos. En resumen, desvivirse
interrelacionándose es lo que, por paradoja, constituye al desinterés en
algo real y verdaderamente interesante. Ahora bien, conviene considerar que el
modo de ejercicio de la pasividad no es, en absoluto, el de la mera inacción,
sino, muy por el contrario, el apasionamiento combatiente y compasivo que se
ejerce en la com-pasión, en la mística activa; de tal modo que el comparecer
deviene ahora compadecer, se muestra como un desde «ahora mismo» según afirma
Lévinas, un ahora que acoge y sostiene (maintenant: main tenant). Su praxis
consiste en hacerse cargo del otro en la larga avenida de la vida, que va de
Jerusalén a Jericó, en las rutas transitadas desde siempre por la entera
humanidad.
Así
que la pasividad del soy amado luego existo no se parece en nada a la
indiferencia del mero y abúlico desinterés (des-ínter-es: lo que es-fuera-del-entre),
sino que, muy por el contrario, la acogida amable, solícita e interesada (ínter-esada)
deviene por antonomasia la pregunta por el hermano, pregunta por ende no
meramente retórica (entendida como mera piedad del pensamiento), sino pregunta
fácticamente ejercida, interesada, ínter-esada, y ello hasta tal extremo que,
en lugar de indiferente, yo quedo ya como rehén del otro, ligado intrínsecamente
a su destino. Así pues, pregunta que se compromete activa y vitalmente en la
respuesta, pregunta donde la palabra que pregunta (Wort) se encarna cual
respuesta (Antwort), y la respuesta cual operante responsabilidad (Uerantwortlichkeit)
por el otro (Ferdinand Ebner). No podría ser el ser quien nos diera
a conocer la verdad de la palabra, sino la palabra quien nos revelara la verdad
del ser. La palabra es la que salva al mundo. En ella adviene al humano
conciencia de cuanto existe, de las cosas y de los acontecimientos, de Dios y de
sí mismo. Tampoco es el propio ego el que se autoestablece o autoafirma,
poniendo así el orden y el ser de las cosas, en la línea que va de Descartes a
Fichte, sino que es la palabra que nos viene del tú en quien creemos la que nos
asegura la existencia de cuanto existe. He aquí al respecto, para ratificarlo,
estas palabras del pensador judío Emmanuel Lévinas: «De hecho se trata de
decir la identidad misma del yo humano a partir de la responsabilidad, es decir,
a partir de esa posición o de esa deposición del yo soberano en la conciencia
de sí, deposición que, precisamente, es su responsabilidad para con el otro.
La responsabilidad es lo que, de manera exclusiva, me incumbe y que humanamente
no puedo rechazar. Esa carga constituye una suprema dignidad del único. Yo no
soy intercambiable, soy yo en la sola medida en que soy responsable. Yo puedo
sustituir a todos, pero nadie puede sustituirme a mí. Tal es mi identidad
inalienable de sujeto. En ese sentido preciso es en el que Dostoievski dice:
"Todos somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que
todos los otros"» 5. Y si eso es así, entonces también lo es que los
derechos de los demás son derechos de ellos sobre mí, mientras que mis
derechos son deberes hacia ellos.
Dicho
aún más místicamente, pero no más falsamente: la pasividad del personalismo
comunitario se afianza cuando se troca en activa respuesta
esponsal uno-para-el-otro, si tenemos en cuenta que tanto el término «respuesta»
como el término «esposo/a» vienen ambos de spondeo: responder,
responder por el otro, co-responderle solidariamente, responsabilizarse y co-responsabilizarse.
Y cuando llega el día del último viaje y está para partir la nave del último
responso es cuando ha sonado la hora definitiva, pues -ya lo decíamos
arriba- sólo al final del trayecto puede darse la postrera respuesta al nombre
del hombre; ojalá que sea en el nombre del Padre.
Todo
lo cual -donación sin reducción- supone una novedad tan radical en el orden
sapiencial, que su ejercicio constituiría la más grande de las revoluciones de
que pudiera darse noticia. Así que, si el personalismo comunitario no
existiera, habría que inventarlo, en lugar de desaprenderlo, siguiendo la vía
de los ilustrados que en el mundo han sido. Es el rostro del otro
desprotegido el que me convierte en su rehén: «Esa realidad sobre la cual yo
no tengo ningún dominio es una piel que no está protegida por nada. Desnudez
que rechaza todo atributo y que no viste ningún ropaje. Es la parte más
inaccesible del cuerpo y la más vulnerable. Trasparencia y pobreza. Muy alto,
el rostro se me escapa al despojarme de su propia esencia plástica, y siendo
muy débil me inhibe cuando miro sus ojos desarmados. Si está preparado,
sobrepasa mi poder. Sin defensa, queda expuesto y me infunde vergüenza por mi
frialdad o mi serenidad. Me resiste y me requiere, no soy en primer término su
espectador, sino que soy alguien que le está obligado. La responsabilidad
respecto del otro precede a la contemplación. El encuentro inicial es ético,
el aspecto estético viene después. A merced mía, ofreciéndoseme,
infinitamente frágil, desgarrado como un llanto suspendido, el rostro me llama
en su ayuda, y hay algo imperioso en esta imploración: su miseria no me da lástima;
al ordenarme que acuda en su ayuda, esa miseria me hace violencia. La humilde
desnudez del rostro reclama, como algo que le es debido, mi solicitud y hasta se
podría decir, si no temiera uno que este término hubiera sucumbido al ridículo,
mi caridad. En efecto, mi compañía no le basta a la otra persona cuando esta
se me revela de afuera; lo ético me cae de arriba y, a pesar de mí mismo, mi
ser se encamina hacia otro»6.
Sea
como fuere, Emmanuel Lévinas expresa precisamente la complejidad del rostro del
otro mediante el término autrui, exclusivamente aplicable a una persona,
pero no a cosas (al contrario de lo que ocurre con la expresión genérica e
impersonal l'autre, el otro, cualquier otro, que admite el il y a, el hay
indiferenciado, la illeité, la
illeidad o mera alteridad que no me altera). Tenga en cuenta el lector culto que
autrui proviene del término latino alter huic, para este otro,
término que únicamente se da en singular diferenciado, que no admite ni
género ni artículo y que sólo puede ser traducido en dativo (alterui, dativo
de alter), en cuanto que este otro, cet autre, este prójimo, esta
altruidad, este concreto y específico, para mí constituye ahora mi verdadera
relación de altruismo.
El
>rostro del >otro, en todo caso, resulta una realidad demasiado compleja,
un revoltijo de signos y de símbolos, un rostro que tiene la naturaleza de unas
arenas movedizas. Oigamos, en fin, al judío prematuramente desaparecido, Franz
Rosenzweig, ratificando esa absoluta irreductibilidad de cada otro para mí:
«El estoico ama al prójimo, el spinozista ama al prójimo por
esto: porque se sabe hermanado al hombre en general, a todos los hombres,
o al mundo en general, a todas las cosas. Frente a este 'amor que arranca de la
esencia, de lo universal, está el otro, el que surge del suceso, es decir, de
lo más singular de todo lo que hay. Este singular camina paso a paso de un
singular al próximo singular, de un prójimo al próximo prójimo, y renuncia
al amor al lejano antes de que pueda ser amor al prójimo. Así, el concepto de
orden de este mundo no es lo universal, ni el arché ni el telos, ni la
unidad natural ni la histórica, sino lo particular, el acontecimiento, no
comienzo o fin, sino centro del mundo. Tanto desde el comienzo como desde
el fin del mundo es infinito; desde el comienzo, infinito en el espacio;
hacia el fin, infinito en el tiempo. Sólo desde
el centro aparece en el mundo ilimitado un limitado hogar, un palmo de tierra
entre cuatro clavijas de tienda de campaña que pueden ir fijándose siempre
más y más allá. Sólo vistos desde aquí, el principio y el fin se
convierten, de conceptos-límite de la infinitud, en mojones de nuestra
posesión del mundo; el comienzo en creación, el fin en
redención»7.
En
resumen, amar es lo que importa: < La caridad hace presente el don, presenta
el presente como un don. Hace don al presente y don del presente en el
presente» 8. Ni Prometeo ni Narciso entendieron, a este respecto, la lección
que les suministró el aparentemente indocto pero realmente apasionado en
lúcida ingenuidad hermanito Francisco de Asís.
NOTAS:
1 R. GIRARD, Des choses cachées depuis la fondation du monde, Grasset,
París 1978, 449. - 2 J. L. MARIGN, El conocimiento de la caridad, Communio
(Madrid, octubre de 1994) 384. -3 M. BUBER, Qué es el hombre, FCE,
México 1949 105-106. - 4 ID, Yo y Tú, 61. -5 E. LÉvINAs, Ética
e Infinito, Visor, Madrid 1991, 85-96. - 6 A. FINKIELKRAUT, La
sabiduría del amor, Gedisa, Barcelona 1986, 27. -7 F. ROSENzWEIG, El
nuevo pensamiento, Visor, Madrid 1989, 3. - 8 J. L. MARION, El
conocimiento de la caridad, 384.
VER:
Diferencia, Identidad
personal, Mismidad, Otro, Reconocimiento.
BIBL.:
BUBER M., Yo y tú, Caparrós, Madrid 1993; DIAZ C., La
intencionalidad en la fenomenología de Husserl, Zero, Bilbao 1971; GIRARD
R., La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1983; LÉvINAs
E., Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme,
Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme,
Salamanca 1987; ID, Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid 1993;
MORENO C., La intención comunicativa. Ontología e intersubjetividad en
la fenomenología de Husserl, Thémata, Sevilla 1989; MORENO VILLA
M., El hombre como persona, Caparrós, Madrid 1995.
C.
Díaz
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