El
amor a la Iglesia es un valor tradicional de la espiritualidad cristiana, no muy
subrayado sin embargo en la eclesiología reciente. Su fundamento es el amor del
mismo Cristo a la Iglesia, por la que «se entregó», a la que alimentó y por
la que se desvivió. De hecho, la relación entre Cristo y la Iglesia constituye
el misterio fundacional del amor esponsal (Ef 5,25. 27.32). Todas las
enseñanzas del Nuevo Testamento acerca del amor a los hermanos son
implícitamente un mandato de amar a los miembros de la Iglesia (por ejemplo,
1Jn 2,10-11; 3,11-18). No es menester decir que los cristianos tienen que amar a
Cristo, que es la cabeza de la Iglesia (>Cuerpo de Cristo).
No
obstante, el amor a la Iglesia es a menudo problemático. Hay por supuesto
muchas razones para ello: los pecados y los errores hacen el amor difícil; una
enseñanza magisterial inoportuna o mal presentada puede provocar rencor o
rechazo; a algunos la doctrina de la Iglesia, especialmente en cuestiones
morales, les parece impertinente y destructora de la libertad; las instituciones
(>Institución) pueden parecer opresivas y, a veces, no sólo desprovistas de
calor humano, sino positivamente indignas de ser amadas; la burocracia de la
Iglesia -buena parte de ella necesaria- aparece para muchos fría e indiferente.
La organización patriarcal plantea a algunas -o mejor a muchas- mujeres serias
dificultades (>Feminismo e Iglesia).
Pero
tenemos que amar a la Iglesia real, a sus instituciones concretas, a la
comunión de los creyentes -clérigos y laicos-, que son pecadores
necesitados continuamente de salvación. Existe siempre el peligro de querer
amar una Iglesia abstracta en lugar del conjunto real de los creyentes
pecadores, con el papa como centro de unidad, María como madre y Cristo como
cabeza.
La
Iglesia es santa, y la Iglesia es también en cierto sentido pecadora (>Santa).
No obstante, H. Küng observa con razón que «no podemos considerar que todo lo
que es imperfecto en la Iglesia, erróneo o está mal orientado sea sin más
pecado. (...) Muchas de las cosas que encontramos en la Iglesia y en su historia
no pueden atribuirse a ninguna persona en concreto» 1. Junto a la belleza de la
Iglesia en sus miembros y en sus instituciones, están también la ambigüedad y
errores de ambos. Los defectos de la Iglesia provocan una rabia y una
desconfianza que para algunas personas es difícil de superar. A pesar del dicho
de que «el amor es ciego», en este contexto quizá fuera más exacto decir que
sólo el amor puede ver de verdad. La bondad y belleza de la Iglesia en sus
miembros e instituciones sólo puede verse por medio del amor, un amor que ha de
estar marcado a menudo por la comprensión y la compasión, un amor iluminado
por la fe.
Hay
en la tradición de la eclesiología temas que apuntan al amor a la Iglesia:
esposa, >madre, >reina, cuerpo de Cristo, >pueblo de Dios, >templo y
>mártir. Los grandes maestros de la fe han insistido en el amor a la
Iglesia. Podrían tomarse dos ejemplos, uno antiguo y otro moderno. San Agustín
decía: «Tenemos el Espíritu Santo si amamos a la Iglesia; amamos a la Iglesia
si permanecemos en su unidad y en su caridad» 2. Pío XII, por su parte,
acababa la encíclica Mystici Corporis con una larga sección sobre el
amor a la Iglesia 3.
La
segunda parte del siglo XX nos ha ofrecido algunos ejemplos claros de amor a la
Iglesia. En la década de 1950, por ejemplo, Y. >Congar y H. >De Lubac
sufrieron, entre otros, hostilidades y persecuciones por parte de las
autoridades eclesiásticas después de la encíclica Humani generes (1950,
>Pío XII). Después, el primero de ellos, escribió un libro titulado Esta
es la Iglesia que amo 4. El segundo desarrolló poderosamente la idea de la
maternidad y el esplendor de la Iglesia 5; en una entrevista realizada poco
antes de su muerte, De Lubac decía: «No basta aprender a sufrir por la
Iglesia; es menester también aprender a sufrir desde la Iglesia». A. >Bugnini
encontró fuerte oposición a la reforma litúrgica, que supo dirigir con tanta
maestría, y al final fue relegado a un semi-exilio en Irán. Antes de morir,
dijo de sí mismo: «He servido a la Iglesia, he amado a la Iglesia, he sufrido
por la Iglesia» 6. En su Meditación sobre la muerte, Pablo VI
exclamaba: «Podría decir que he amado siempre a la Iglesia (...) y me parece
que he vivido para ella, y para nada más» 7. Juan XXIII manifestaba ideas
similares recordando el día de su ordenación sacerdotal 8.
Los
problemas del >disenso y la necesidad de una crítica apropiada de la Iglesia
desde dentro plantean ambos la cuestión del amor a la Iglesia (>Aconsejar en
la Iglesia). Allí donde el amor no se hace explícito y patente, las
expresiones negativas acerca de la Iglesia, aun cuando parezcan necesarias, no
llegan a dar realmente fruto. La
obligación del amor a la Iglesia aparece prescrita, en fin, en el derecho
canónico en el caso de los neófitos (CIC 789).
NOTAS:
1
La Iglesia, Herder, Barcelona
1969, 382, 381-410.
2
Tr. in Joan. 32, 8: PL 35, 1646, citado por JUAN PABLO II, Augustinum
hipponensem: AAS 79 (1987) 156, n.' 157: PPC, Madrid 1986, 40; cf Tr. in
Joan. 32, 8: CCL 36, 304.
3
AAS 35 (1943) 237-248.
4
Sígueme, Salamanca 1969.
5
El esplendor de la Iglesia (1953); La maternidad de la Iglesia (1971);
cf Ecclesia Mater en Meditación sobre la Iglesia, Encuentro,
Madrid 1980, 189-220; El eterno femenino, Sígueme, Salamanca 1968.
6
Recopilado por: G. PASQUALETTI, en A. BUGNINI, La reforma litúrgica
1948-1975, BAC, Madrid 1999, 101.
7
Citado en C. M. MARTINI, Algunos años después, San Pablo, Bogotá 1990.
8
Diario del alma, San Pablo, Madrid 20001, 242ss.; además:
C. SCHóNBORN, Amar a la Iglesia, BAC, Madrid 1997 (Ejercicios
espirituales).
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