La
tarea específica de la teología fundamental es entender e interpretar la
credibilidad de la autorrevelación de Dios, verificada definitivamente a
través de Jesucristo. Esta autocomunicación divina en la historia humana
alcanzó su clímax con el misterio pascual y el envío del Espíritu Santo.
Incuestionablemente,
los teólogos fundamentales deben dirigir su atención también a otros asuntos.
Sin embargo, dos puntos primordiales, que
dan a su disciplina su carácter básico son la revelación y la resurrección,
entendidas ambas, no sólo dogmática, sino también apologéticamente. De modo
particular la naturaleza y credibilidad de la autorrevelación de Dios y la
resurrección de Cristo de entre los muertos son iluminadas por el tema del
amor.
1.
REVELACIÓN. Dios se ha manifestado en y a través del universo creado. El acto
de la creación puede con razón ser considerado como el signo primordial
que manifiesta la benevolencia divina. El amor es una complacencia que quiere y
trabaja por el bien de los otros. El Dios revelado en el acto de la creación es
un Dios que da su beneplácito a los seres humanos y a su mundo, y con poder
divino eficaz dice: "Yo quiero que existáis".
Aun
reconociendo la revelación de Dios comunicada a través de las obras y señales
de la naturaleza (p.ej., Gén 9,12-17; Job 38-39; Sal 19,1-6; Sab 13,1-9), el AT
da prioridad, sin embargo, a la automanifestación de Dios en la historia
humana. Dios intervino de manera especial al elegir un pueblo, sacarlo de la
cautividad y guiar así su historia, revelándoles cada vez más claramente su
amor divino. Un antiguo credo que confiesa las poderosas hazañas del Señor
reveladas en la experiencia del éxodo y en la conquista de Canaán (Dt 26,510)
no habla explícitamente del amor divino, pero presenta con toda claridad un
Dios cuya constante preocupación ha bendecido continuamente al pueblo.
La
propia vida de Oseas dramatiza el amor salvador y compasivo de Dios a Israel. El
profeta es testigo de un amor muy personal del Señor, marido que no abandonará
a su pueblo prostituido (Os 1,2-3,5). El segundo Isaías describe a Dios
"gimiendo como mujer en parto" (Is 42
14) o como una mujer que ha dado a luz y llevado consigo a Israel (Is 46,3-4;
49,15). Los profetas, entre otros, se sienten obligados a describir a Dios como
madre, padre o esposa (p.ej., Dt 32,6). No pueden hacer de otro modo, desde el
momento en que han experimentado a Dios como el que ama, salva y se ha volcado
en ellos con ternura.
El
Vaticano II se inspira tanto en el AT como en el NT al describir la revelación
de Dios, que, "por la abundancia de su amor", nos habla como a amigos
y nos invita a su divina amistad (DV 2). Esta autocomunicación de Dios (DV 6)
no es actividad que busca su satisfacción, sino nuestra salvación mediante una
estructura sacramental de palabras y obras (DV 2). Las palabras iluminan y
expresan el valor revelador y salvador de las obras, que de otro modo podrían
quedarse en meros acontecimientos anónimos y sin sentido.
El
punto culminante de la autocomunicación divina llegó con Jesucristo y los
acontecimientos de su vida, muerte y resurrección. En la Redemptor hominis, carta
encíclica de 1979, que, como su segunda encíclica de 1980 (Dives in
misericordia), tiene mucho que enseñar sobre la revelación, Juan Pablo II
habla de "la revelación de amor" de Dios, que es también
"descrita como misericordia". Y añade: "En la historia humana
esta revelación ha tomado una forma y un nombre: Jesucristo" (Redemptor
hominis 9). La esencia de la autocomunicación divina en Cristo se ha
formulado diciendo: "Dios es amor" (1Jn 4,8.16).
No
es que la revelación del amor de Dios estuviera ausente en el AT. Ya hemos
visto antes cómo los profetas, entre otros, dan testimonio del intenso amor
personal de Dios a Israel. Semejante evidencia contradice el antiguo dicho: Dios
ha revelado su justicia en el AT y su amor en el NT.
Lo
que Cristo trae, sin embargo, es, en primer lugar, la presencia visible,
tangible y audible del "Emanuel, el Dios con nosotros" (Mt 1,23). En
segundo lugar, Dios es revelado ahora como tripersonal. El Padre es conocido
como la fuente última de la vida y el amor divinos. El Hijo es la presencia
perceptible de ese amor. El Espíritu Santo es experimentado como el don de amor
(Rom 5,5), que nos impulsa a la realización escatológica.
Los
evangelios sinópticos hablan poco de "amor" cuando presentan el
ministerio de Jesús. Lucas, por ejemplo, no introduce el lenguaje del amor ni
siquiera en la más intensa expresión del amor misericordioso de Dios al
perdido y pecador: la parábola del hijo pródigo. Lo que los sinópticos
describen es una autorrevelación de amor en palabras y obras, en gran parte
implícita, pero extraordinariamente real. Jesús obedeció a su Padre, sirvió
a los demás, sufrió por ellos, los curó, se entregó con generosidad sin
límites y, finalmente, murió en una cruz entre dos malhechores a los que
ofreció su compasión y misericordia divinas. Jesús fue el amor personificado.
Su crucifixión, sin embargo, dejó la pregunta abierta: ¿Es este amor
obediente, en última instancia, autodestructivo y está condenado al fracaso
del vacío (Flp 2,8)?
2.
RESURRECCIÓN. La resurrección del Jesús crucificado reveló "el amor del
Padre que es más poderoso que la muerte" (Dives in misericordia 8).
El diálogo de amor entre Jesús y su Padre, interrumpido (al menos en lo que
respecta a la humanidad de Jesús) por el silencio de la muerte, es reanudado
ahora de una manera plena y definitiva. Para usar la frecuente imagen del NT,
Jesús es exaltado al cielo y está sentado a la derecha del Padre (p.ej., He
2,33; Rom 8,34; Col 3,1).
El
misterio pascual se puede examinar e interpretar
en claves diversas: por ejemplo, como el punto culminante de la redención
humana, como el fundamento de la fe cristiana y como la base de todas nuestras
esperanzas. Ninguna aproximación puede esperar jamás penetrar el misterio. Sin
embargo, la revelación eficaz y definitiva del amor de Dios es quizá la clave
más apropiada para interpretar la resurrección del Jesús crucificado.
No
es casual que en el evangelio de Juan, desde el capítulo 11, a medida que el
misterio pascual se acerca, el lenguaje del amor desempeñe un papel cada vez
más destacado. La última cena y los discursos de despedida de Jesús comienzan
(Jn 13,1) y terminan (Jn 17,26) con ese lenguaje. En realidad, la oración final
de Jesús, que interpreta la finalidad y el propósito de su muerte inminente y
de su resurrección, concluye con una petición al Padre en favor de. los
discípulos, "que el amor que tú me tienes esté en ellos, y yo también
esté en ellos" (Jn 17,26).
Al
resucitar de entre los muertos, Jesús funda finalmente su comunidad de amor, la
Iglesia, que será descrita con imágenes nupciales (Ef 5,21-33; Ap 21,2-9).
Durante su vida terrena, Jesús ha sido el signo visible y el símbolo viviente
de su Padre -tema expresado clásicamente en las palabras de Jesús a Felipe,
"el que me ha visto a mí ha visto al Padre" (Jn 14,9)-. Con su muerte
y resurrección, Jesús mismo ya nunca será visto de modo directo e inmediato.
Su comunidad pasa a ser de lleno el signo visible y vivo de su deseo de salvar y
de traer a la casa del Padre a todos los hombres y mujeres de todos los tiempos
y lugares. A pesar de sus inexcusables fracasos, los cristianos, fortalecidos
por el Espíritu Santo, siguen siendo el signo especial, para el mundo entero,
de la presencia y poder del Señor
resucitado.
Para
concluir, la amorosa automanifestación de Dios llegó a su punto culminante con
la resurrección de Jesús crucificado. La resurrección, se puede decir
también, reveló la Iglesia, la nueva comunidad de amor de Dios, que vive
esperando la aparición final de nuestro salvador (Tlt 2,13) cuando su gloria
divina sea plenamente revelada (1 Pe 4,13).
BIBL.:
BALTHASAR H.U. von, Sólo el amor es digno de fe, Sígueme, Salamanca
19903; FISICHELLA R., H. U. van Balthasar. Amore e credibilitá cristiana, Roma
1981.
G.
O'Collins
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