miércoles, 5 de febrero de 2014

Belarmino, San Roberto: Sobre las siete palabras pronunciadas por Cristo en la Cruz (Prefacio)


Prefacio
Obsérvenme, ahora, por cuarto año, preparándome para la muerte. Habiéndome retirado de los negocios del mundo a un lugar de reposo, me entrego a la meditación de las Sagradas Escrituras, y a escribir los pensamientos que se me ocurren en mis meditaciones, para que si ya no puedo ser de uso por la palabra de boca, o la composición de voluminosas obras, pueda por lo menos ser útil a mis hermanos por medio de estos piadosos librillos. Mientras reflexionaba entonces sobre cuál sería el tema más elegible tanto para prepararme para la muerte como para asistir a otros a vivir bien, se me ocurrió la Muerte de Nuestro Señor, junto con el último sermón que el Redentor del mundo predicó desde la Cruz, como desde un elevado púlpito, a la raza humana. Este sermón consiste de siete cortas pero profundas sentencias, y en estas siete palabras está contenido todo lo que Nuestro Señor manifestó cuando dijo: «Mirad que subimos a Jerusalén, y se cumplirá todo lo que los Profetas escribieron sobre el Hijo del Hombre»[1] . Todo lo que los Profetas predijeron sobre Cristo puede ser reducido a cuatro títulos: sus sermones a la gente; su oración al Padre; los grandes tormentos que soportó; y las sublimes y admirables obras que realizó. Todo esto fue verificado de manera admirable en la Vida de Cristo, pues Nuestro Señor no podía ser más diligente al predicar al pueblo. Predicaba en el Templo, en las sinagogas, en los campos, en los desiertos, en las casas, más aún, predicaba incluso desde una embarcación a la gente que estaba en la orilla. Era su costumbre pasar noches en oración a Dios, pues así dice el Evangelista: «Y se pasó la noche en la oración de Dios» [2] . Sus admirables obras al expulsar demonios, curar enfermos, multiplicar panes, calmar tormentas, han de ser leídas en cada página de los Evangelios[3]. Aún así, fueron muchas las injurias que fueron acumuladas sobre Él, como respuesta al bien que había hecho. Consistían éstas no sólo en palabras insolentes, sino también en apedrearlo[4] y despeñarlo[5]. En una palabra, todas estas cosas verdaderamente se consumaron en la Cruz. Su prédica desde la Cruz fue tan poderosa que «toda la multitud se volvió golpeándose el pecho»[6], y no sólo los corazones de los hombres, sino incluso las rocas fueron quebrantadas en pedazos. Él oró en la Cruz, como dice el Apóstol, «con poderoso clamor y lágrimas», siendo así «escuchado por su actitud reverente»[7]. Sufrió tanto en la Cruz, en comparación con lo que había sufrido el resto de su vida, que el sufrimiento parece pertenecer sólo a su Pasión. Finalmente, nunca obró mayores signos y prodigios que cuando estando en la Cruz parecía reducido a la más grande debilidad y flaqueza. Entonces no sólo manifestó signos del cielo, los cuales los judíos habían pedido hasta el fastidio, sino que un poco después manifestó el más grande de todos los signos.
Pues luego de estar muerto y enterrado, se levantó de entre los muertos por su propia fuerza, llamando a su Cuerpo a la vida, incluso a una vida inmortal. Verdaderamente entonces podremos decir que en la Cruz se consumó todo lo que estaba escrito por los Profetas en relación al Hijo del Hombre.
Pero antes de empezar a escribir sobre las palabras que Nuestro Señor manifestó desde la Cruz, parece apropiado que deba decir algo de la Cruz misma, que fue el Púlpito del Predicador, altar del Sacerdote Víctima, campo del Combatiente, el taller del que obra maravillas. Los antiguos estaban de acuerdo al decir que la Cruz estaba hecha de tres trozos de madera: uno vertical, a lo largo del cual era puesto el cuerpo del crucificado; uno horizontal, al que estaban sujetas las manos; y el tercero estaba unido a la parte baja de la cruz, sobre el cual descansaban los pies del acusado, pero sujetos por medio de clavos para impedir su movimiento. Los antiguos Padres de la Iglesia concuerdan con esta opinión, como San Justino[8] y San Ireneo[9]. Estos autores, más aún, indican claramente que cada pie descansaba en la tabla, y no que un pie estaba puesto encima del otro. Por tanto, se sigue que Cristo fue clavado a la Cruz con cuatro clavos, y no tres, como muchos imaginan, quienes en las pinturas representan a Cristo, Nuestro Señor, clavado a la Cruz con un pie sobre el otro. San Gregorio de Tours[10], claramente dice lo contrario, y confirma su opinión apelando a antiguos grabados. Yo, por mi parte, he visto en la Librería Real en París algunos manuscritos muy antiguos de los Evangelios, los cuales contenían muchos grabados de Cristo Crucificado y todos lo representaban con cuatro clavos.
San Agustín[11]] y San Gregorio de Nisa[12] dicen que el madero vertical de la Cruz se proyectaba un poco del madero vertical. Parecería que el Apóstol insinúa lo mismo, pues en su Epístola a los Efesios, San Pablo escribe: «que podáis comprender con todos los santos cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad»[13]. Eso es claramente una descripción de la figura de la Cruz, que tenía cuatro extremos: anchura en la parte horizontal, longitud en la parte vertical, altura en aquella parte de la Cruz que sobresalía y se proyectaba de la parte horizontal, y profundidad en la parte que estaba enterrada en la tierra. Nuestro Señor no soportó los tormentos de la Cruz por casualidad, o contra su voluntad, pues Él había escogido este tipo de muerte desde toda la eternidad, como enseña San Agustín 14 por el testimonio del Apóstol: «Jesús de Nazaret, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por manos de los impíos» 15 . Y así Cristo, desde el principio de su prédica, dijo a Nicodemo: «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga por Él vida eterna»[16]. Muchas veces habló a sus Apóstoles sobre su Cruz, alentándolos a imitarlo a Él: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame»[17].
Sólo Nuestro Señor sabe la razón que lo indujo a escoger este tipo de muerte. Los santos Padres, sin embargo, han pensado en algunas razones místicas, y las han dejado para nosotros en sus escritos. San Ireneo, en su trabajo al que nos hemos ya referido, dice que las palabras «Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos» fueron escritas sobre aquella parte de la Cruz donde ambos brazos se encuentran, para darnos a entender que las dos naciones, judíos y gentiles, que hasta aquel tiempo se habían rechazado una a la otra, fueron luego unidas en un solo cuerpo bajo una sola Cabeza: Cristo. San Gregorio de Nisa, en su sermón sobre la Resurrección, dice que la parte de la Cruz que miraba hacia el cielo manifiesta que el cielo ha de ser abierto por la Cruz como por una llave; que la parte que estaba enterrada en la tierra manifiesta que el infierno fue despojado por Cristo cuando Él descendió ahí; y que los dos brazos de la Cruz que se estiraban hacia el este y el oeste manifiestan la regeneración del mundo entero por la Sangre de Cristo. San Jerónimo, en la Epístola a los Efesios, San Agustín 18, en su Epístola a Honorato, San Bernardo, en el quinto libro de su obra «Sobre la Consideración», enseñan que el misterio principal de la Cruz fue levemente tocado por el Apóstol en las palabras «cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad»[19]. El significado primario de estas palabras apunta a los atributos de Dios, la altura significa su poder, la profundidad su sabiduría, la anchura su bondad, la longitud su eternidad. Hacen referencia también a las virtudes de Cristo en su Pasión: la anchura su caridad, la longitud su paciencia, la altura su obediencia, la profundidad su humildad. Significan, más aún, las virtudes que son necesarias para aquellos que son salvados a través de Cristo. La profundidad de la Cruz significa la fe, la altura la esperanza, la anchura la caridad, la longitud la perseverancia. De esto sacamos que sólo la caridad, la reina de las virtudes, encuentra un sitio en cualquier lugar, en Dios, en Cristo, y en nosotros. De las otras virtudes, algunas son propias a Dios, otras a Cristo, y otras a nosotros. En consecuencia, no es maravilloso que en sus últimas palabras desde la Cruz, que ahora vamos a explicar, Cristo diese el primer lugar a palabras de caridad.
Empezaremos por tanto explicando las primeras tres palabras que fueron dichas por Cristo a la hora sexta, antes que el sol fuera oscurecido y las tinieblas cubrieran la tierra. Consideraremos luego este eclipse del sol, y finalmente llegaremos a la explicación de todas las demás palabras de Nuestro Señor, que fueron dichas alrededor de la hora nona [20] , cuando la oscuridad estaba desapareciendo y la Muerte de Cristo estaba a la mano.

[1] Lc 18,31.
[2] Lc 6,12.
[3] Mt 8; Mc 4; Lc 6; Jn 6.
[4] Jn 8.
[5]Lc 4.
[6] Lc 23,48.
[7] Hb 5,7.
[8] En “Dial. cum Thyphon,” lib. v.
[9] “Advers. haeres. Valent.”
[10] “Lib. de Gloria Martyr.” c. vi.
[11] Epist i.
[12] Serm. i “De Ressur.”
[13] Ef 3,18.
[14] Epist. 120.
[15] Hch 2,23.
[16] Jn 3,14-15.
[17] Mt 16,24.
[18] Epist. 120.
[19] Ef 3,18.
[20] Mt 27. Inic

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