Alguien podría extrañarse
de que al tratar del camino hacia la plenitud humana se
hable tanto del amor a los hombres y tan poco o nada del
amor a Dios y a Jesús. Para aclarar esta dificultad hay
que distinguir entre dos clases de amor: el amor de unión
e identificación y el amor de entrega.
El amor de que se ha venido hablando hasta ahora
ha sido el segundo, el amor de entrega, que puede
llamarse también interés activo por el bienestar y el
crecimiento personal de los seres humanos y solidaridad
eficaz con ellos. De ese amor es modelo la actividad del
Hijo del hombre, que plasma su misión mesiánica.
Es claro que esa clase de amor no puede darse
respecto al Padre ni a Jesús, que no pueden ser
promocionados por el hombre. Pero hay más: el hombre no
tiene que entregarse a Dios, es Dios quien, por medio de
Jesús, se entrega al hombre con su presencia en el don
del Espíritu: es decir, el Padre se da a Jesús comunicándole
la plenitud de su ser, Jesús se entrega por los hombres
y a los hombres, para comunicarles ese ser (el Espíritu)
en la medida en que sean capaces de recibirlo (Me 1,8
parr.: «el os bautizará con Espíritu Santo»; cf. Jn
1,16: ««de su plenitud todos nosotros hemos recibido:
un amor que responde a su amor»); la labor del
cristiano es seguir comunicando el Espíritu‑vida,
mediante su actividad de amor a los demás hombres.
Pero hay otra clase de amor, que es el que crea la
relación entre el cristiano por una parte y el Padre y
Jesús por otra: es el amor, no de entrega, sino de unión
e identificación: la unión con el Padre y Jesús está
dada con la presencia de su Espíritu en el hombre,
experiencia íntima que funda la identidad cristiana; a
partir de ahí, la identificación con Jesús y, a través
de él, con el Padre es una labor progresiva que marca
el crecimiento espiritual del cristiano. Marcos la llama
«estar con Jesús» (3,15; 4,36), y Juan, «dar la
adhesión al Hijo del hombre, al que el Padre, Dios, ha
marcado con su sello» (Jn 6,27). Cuanto más se vaya
pareciendo a ellos, más identificado estará el hombre
con ellos; y la manera de parecerse es precisamente
ejercer en el mundo una actividad de amor que prolongue
la suya.
De hecho, la relación con Dios que los evangelios
proponen no es la de subordinación u obediencia,
conceptos tan propios de la antigua Ley, sino la filial.
No se trata de ser siervos obedientes de Dios, sino
hijos suyos, de parecerse al Padre, de ser como él
amando como él ama y actuando como él actúa (Mt 5,48:
.Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del
cielo»), según el modelo que aparece en Jesús. El
amor del hombre a Dios, la íntima identificación en él,
no cesa nunca y ha de ir creciendo mediante la entrega a
procurar el bien de los demás y comunicarles vida; Juan
lo expresa en el prólogo de su evangelio al decir «los
hizo capaces de hacerse hijos de Dios» (1,12), gozosa
labor que resume la vida del cristiano.
Se realiza así un cambio de paradigma: en el AT,
la atención del hombre estaba centrada en Dios y a él
estaba principalmente dedicado su ser (Dt 6,5: «Amarás
a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas
tus fuerzas»). En los evangelios, el cristiano ha de
entregarse a los hombres y por ellos, siguiendo el
ejemplo de Jesús, sabiendo que esa es la manera de
demostrar el amor a Dios. De ahí el tenor del
mandamiento nuevo de Jesús según Juan: «Igual que yo
os he amado, amaos también vosotros unos a otros»
(13,34), que en los sinópticos se expresa con la fórmula
«mantenerse despiertos» (Me 13,34.35.37 parr.) 36, es
decir, mantener, como Jesús, la disposición a amar
hasta el fin, sin arredrarse por la dificultad. El
cristiano no ha de entregarse a Dios, ha de amar entregándose
a los demás con Dios y desde Dios.
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