sábado, 22 de marzo de 2014

Amor a los hombres y a Dios.

Alguien podría extrañarse de que al tratar del camino hacia la plenitud humana se hable tanto del amor a los hombres y tan poco o nada del amor a Dios y a Jesús. Para aclarar esta dificultad hay que distinguir entre dos clases de amor: el amor de unión e identificación y el amor de entrega.
 El amor de que se ha venido hablando hasta ahora ha sido el segundo, el amor de entrega, que puede llamarse también interés activo por el bienestar y el crecimiento personal de los seres humanos y solidaridad eficaz con ellos. De ese amor es modelo la actividad del Hijo del hombre, que plasma su misión mesiánica.
 Es claro que esa clase de amor no puede darse respecto al Padre ni a Jesús, que no pueden ser promocionados por el hombre. Pero hay más: el hombre no tiene que entregarse a Dios, es Dios quien, por medio de Jesús, se entrega al hombre con su presencia en el don del Espíritu: es decir, el Padre se da a Jesús comunicándole la plenitud de su ser, Jesús se entrega por los hombres y a los hombres, para comunicarles ese ser (el Espíritu) en la medida en que sean capaces de recibirlo (Me 1,8 parr.: «el os bautizará con Espíritu Santo»; cf. Jn 1,16: ««de su plenitud todos nosotros hemos recibido: un amor que responde a su amor»); la labor del cristiano es seguir comunicando el Espíritu‑vida, mediante su actividad de amor a los demás hombres.
 Pero hay otra clase de amor, que es el que crea la relación entre el cristiano por una parte y el Padre y Jesús por otra: es el amor, no de entrega, sino de unión e identificación: la unión con el Padre y Jesús está dada con la presencia de su Espíritu en el hombre, experiencia íntima que funda la identidad cristiana; a partir de ahí, la identificación con Jesús y, a través de él, con el Padre es una labor progresiva que marca el crecimiento espiritual del cristiano. Marcos la llama «estar con Jesús» (3,15; 4,36), y Juan, «dar la adhesión al Hijo del hombre, al que el Padre, Dios, ha marcado con su sello» (Jn 6,27). Cuanto más se vaya pareciendo a ellos, más identificado estará el hombre con ellos; y la manera de parecerse es precisamente ejercer en el mundo una actividad de amor que prolongue la suya.
 De hecho, la relación con Dios que los evangelios proponen no es la de subordinación u obediencia, conceptos tan propios de la antigua Ley, sino la filial. No se trata de ser siervos obedientes de Dios, sino hijos suyos, de parecerse al Padre, de ser como él amando como él ama y actuando como él actúa (Mt 5,48: .Sed buenos del todo, como es bueno vuestro Padre del cielo»), según el modelo que aparece en Jesús. El amor del hombre a Dios, la íntima identificación en él, no cesa nunca y ha de ir creciendo mediante la entrega a procurar el bien de los demás y comunicarles vida; Juan lo expresa en el prólogo de su evangelio al decir «los hizo capaces de hacerse hijos de Dios» (1,12), gozosa labor que resume la vida del cristiano.  
 Se realiza así un cambio de paradigma: en el AT, la atención del hombre estaba centrada en Dios y a él estaba principalmente dedicado su ser (Dt 6,5: «Amarás a Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas»). En los evangelios, el cristiano ha de entregarse a los hombres y por ellos, siguiendo el ejemplo de Jesús, sabiendo que esa es la manera de demostrar el amor a Dios. De ahí el tenor del mandamiento nuevo de Jesús según Juan: «Igual que yo os he amado, amaos también vosotros unos a otros» (13,34), que en los sinópticos se expresa con la fórmula «mantenerse despiertos» (Me 13,34.35.37 parr.) 36, es decir, mantener, como Jesús, la disposición a amar hasta el fin, sin arredrarse por la dificultad. El cristiano no ha de entregarse a Dios, ha de amar entregándose a los demás con Dios y desde Dios.

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