Antes
y después de Jesús...
Valor literario y religioso
de lo antiguo.
Hay que reconocer el alto valor literario
y religioso del AT, lo que podemos trasladar a muchas de las
tradiciones y ritos que todavía tenemos en nuestra actual Iglesia
católica, apostólica y romana. Como monumento literario, puede
decirse que la fuerza expresiva de muchos de estas costumbres y ritos,
sus libros, en particular de los profetas, el salterio y los demás
libros poéticos, ha sido fuente continua de inspiración para los
escritores del NT y para la literatura de los países occidentales.
Algunas experiencias históricas de Israel, como el éxodo, la pascua,
el cordero, sirven de permanente expresión simbólica a las
realidades cristianas. Lo mismo podemos decir de muchas costumbres y
tradiciones cristianas, que en su día tuvieron su razón de ser, pero
que hoy se han quedado obsoletas e incluso llegan a "poner en
compromiso" el Evangelio cristiano. Lo que vamos a decir a
continuación de la vigencia del Antiguo Testamento lo podemos
trasladar muchas veces a algunas tradiciones y costumbres arraigadas
en nuestra Iglesia, que lo único que hacen es oscurecer el mensaje de
Jesús y hacerlo "difícil" e "incomprensible" para
muchos cristianos y para muchas personas "abiertas" que
están buscando el camino de la vida.
Nadie puede negar tampoco el
extraordinario valor religioso de muchos salmos y otros pasajes del AT,
como expresión del deseo de Dios y de la oración de Israel, o de
muchas figuras, como ejemplo de fe y de fidelidad a Dios. Sin embargo,
una cosa es el indiscutible valor del AT en la historia de la religión
y como expresión literaria, y otra su vigencia para el cristiano.
El hecho
diferenciador.
Si se quiere determinar cuál es en último
término el hecho diferenciador de uno y otro testamento, hay que
decir que es la nueva relación con Dios, inaugurada por Jesús, y la
nueva responsabilidad del hombre, encomendada por él.
La relación con Dios en el AT
puede llamarse «exterior»: el hombre tenía que «buscar a Dios»
(Sal 69,7; 105,4; Prov 26,5) o «clamar a Dios» (Sal 141,1; 142,2),
que aparecía así como lejano; Dios imponía su voluntad «desde
fuera», expresándola en un código escrito; había que ir a
encontrarlo en un lugar sagrado (el templo) y, para muchos, distante;
requería un culto basado en ritos y ceremonias que sólo se
ejecutaban en ese lugar; establecía mediadores (el sacerdocio), para
salvar el abismo entre hombre y Dios; exigía la observancia de reglas
de pureza, de la que dependían su favor y su desfavor. El israelita
sentía la distancia que lo separaba de su Dios, que se le presentaba
bajo dos aspectos: como Dios tierno y como Dios terrible. Era el Dios
que pedía todo el hombre para sí: «Amarás al Señor tu Dios con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas» (Dt 6,4-5)
y para su servicio (Jos 22,5).
Jesús inaugura una nueva
relación, no ya «exterior», sino «interior», basada en la
comunicación al hombre del Espíritu de Dios, que es vida, fuerza y
amor divinos, bendición y sello que marca al hombre, haciéndolo hijo
de Dios y poniéndolo en plena sintonía con Jesús y el Padre.
Este hecho cambia completamente
la posición del hombre respecto a Dios. Ya no hace falta «buscar a
Dios», porque, en Jesús, él ha venido a
buscar al hombre para comunicarle vida, estableciendo con él una
relación personal e inmediata.
No hay ley impuesta desde
fuera, sino la identidad de actitud y de acción propia de los hijos.
No hay que encontrar a Dios en un templo, porque el templo donde
habita la gloria es Jesús y los que de él han recibido el Espíritu.
El culto ritual que disminuía al hombre ante Dios queda sustituido
por la semejanza con el Padre, mediante la práctica en la vida del
amor a los demás. Ya no hay distancia entre Dios y el hombre, y Dios
se presenta como Padre, sin ambigüedad alguna: ha desaparecido el
temor (1 Jn 4,17-1-3) y la actitud del hombre ante Dios es de libertad
confianza (Heb 4,16; 1 Jn 3,21).
Este cambio trascendental
aparece en el «nuevo mandamiento», que sustituye a los antiguos. Tal
como lo formula el evangelista Juan, no aparece en él el nombre de
Dios ni se pide amor para el Padre ni para Jesús: «Igual que yo os
he amado, amaos también vosotros unos a otros» Jn 13,34). Es que el
amor de entrega a Dios que se formulaba en el primero de los antiguos
mandamientos ha sido invertido: es Dios el que se entrega al hombre, y
toca al hombre aceptar este don e identificarse con el Padre y con Jesús.
El nuevo amor a Dios no es entrega, sino identificación; se realiza
en la semejanza creciente con el Padre con la práctica de un amor
como el de Jesús. Dios no absorbe al hombre; al contrario, lo acompaña
y lo potencia para que actúe en el mundo como corresponde a un hijo
suyo.
Aparece así el «hombre nuevo»,
dotado del Espíritu de Dios, que tiene experiencia del amor de Dios (Rom
5,5) y, por ello, se sabe perdonado y salvado (Ef 2,8). Es el hombre
que sigue a Jesús, por la adhesión personal a él y a su programa.
El encargo de Dios o de Jesús
a los hombres nuevos es la creación de una sociedad nueva, universal,
fraterna, justa, es decir, la construcción del reino de Dios. Dios da
al hombre su plena responsabilidad. Cambia así la actitud del hombre
ante el mundo; ya no se trata de ajustarse a los cánones de una
sociedad constituida, sino de ir creando la nueva relación humana
fraterna, de continuar la obra de Dios, sin conformarse con la
realidad en que vive la humanidad. El Dios justo es el que no soporta
la injusticia, y así ha de ser la comunidad cristiana. Su actitud ha
de ser la de un pacífico pero eficaz inconformismo, con ella misma,
en cuanto aún no llega al ideal de Jesús, y con la sociedad humana,
mientras persistan en ella la injusticia y la infelicidad.
La nueva realidad cambia también
la naturaleza de la oración. Como todo hecho cristiano, la oración
tiene su raíz en el Espíritu de Dios, la fuerza de vida y amor que
Jesús comunica. Su presencia en el hombre establece la unión
permanente con Jesús y el Padre. La oración de unión no requiere más
que tomar conciencia de la presencia del Señor en los suyos, y
expresa el amor de identificación con él. La oración de petición,
por su parte, nace también del Espíritu: es la expresión del amor a
la humanidad, que pide ayuda para que se realicen sus deseos.
Sólo teniendo presente a Jesús
y su evangelio puede el cristiano leer con fruto el Antiguo
Testamento. Como los evangelistas y demás autores del Nuevo, ha de
leerlo selectivamente, sabiendo que no es palabra definitiva de Dios,
sino que describe etapas del desarrollo religioso de un pueblo que no
llegó a ver el rostro de Dios, es decir, a tener experiencia de su
verdadero ser (Ex 33,18-23). De no hacerlo así, la lectura del AT
puede deformar la imagen de Dios y hacer volver a categorías
superadas y a una espiritualidad precristiana.
El lenguaje violento que emplea
el AT, el gran temor a Dios de muchas de nuestras tradiciones
cristianas, la distancia entre hombre y Dios que en reflejan podrían
satisfacer ciertas tendencias anímicas de algunos lectores
cristianos. Sería alarmante, pues significaría que no se ha
asimilado el espíritu de Jesús. Se estarían escuchando voces que no
son la del Hijo.
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