jueves, 27 de marzo de 2014

Asunto de dinero.

Lo que lógicamente quiere todo funcionario es ganar dinero.
Y tener el dinero asegurado mediante una retribución estable. ¿Cómo funciona este asunto entre los clérigos? Lo primero que se debe recordar a este respecto es que el Nuevo Testamento reconoce el derecho que tiene el ministro de la comunidad a vivir de su ministerio (1 Cor 9, 13-14; Mt 10, 10; Lc 10, 7). Pero al mismo tiempo hay que recordar también los numerosos textos en que San Pablo afirma que él renuncia a este derecho para no crear dificultades al Evangelio (1 Cor 9, 12; 1 Tes 2, 9; 4, 10 ss; 2 Tes 3, 6-12; 1 Cor 4, 12; 9, 4-1 8; 2 Cor 1 1, 7-12; Hech 20, 3-35; cf. Hech 18, 1-4). Esta abundancia de documentación demuestra que este asunto era importante para Pablo. Y, en el fondo, nos viene a decir que el mismo Pablo reconocía que el derecho a vivir del ministerio puede ser un obstáculo para la comunicación del Evangelio. De ahí, la opción de vivir de un trabajo secular. Por eso, parece que, en las comunidades primitivas, los ministros de las iglesias locales continuaban ejerciendo su profesión, como es el caso de Priscila y Aquila, "fabricantes de tiendas de campaña" (Hech 18, 3).
Sin duda alguna, este estado de cosas se mantuvo así durante mucho tiempo.
En la Alta Edad Media, los clérigos, que no disfrutaban de un beneficio suficiente, trabajaban como todo el mundo. En el año 1139, el segundo concilio de Letrán manda que "los presbíteros, clérigos, monjes, peregrinos, comerciantes y campesinos, que se dedicaban a la agricultura, y llevaban al campo semillas y ovejas, estén seguros en todo tiempo" (can. 2. Conc. Oec. Decr., ed. J. Alberigo, p. 175). La misma legislación se encuentra en el Concilio de Clermont (año 1130, can. 8. Mansi 21, 439) y en el de Reims (año 1131, can. 10. Mansi 21, 460). Por tanto, es claro que todavía en el siglo XII, los clérigos (al menos muchos de ellos) se ganaban la vida con el sudor de su frente.
Pero algunos años más tarde, en 1179, el III Concilio de Letrán modificó sustancialmente esta situación.
En efecto, este concilio decretó que "el obispo, si ordena a alguno de diácono o de presbítero sin un beneficio cierto del cual perciba lo necesario para la vida, le proporcione lo necesario, hasta que en alguna iglesia se le asigne el dinero conveniente para la milicia clerical; a no ser que quien es ordenado goce de una herencia suficiente para vivir" (can. 5. Conc. Oec. Decr., p. 190). En realidad, lo que aquí se legisla es más importante de lo que parece a primera vista. Porque esta ley vino a modificar y sustituir lo que había decretado el Concilio de Calcedonia, que en su canon 6 declaró inválidas las llamadas "ordenaciones absolutas", es decir, aquellas ordenaciones en las que un sujeto era ordenado sin ser elegido y aceptado por una comunidad concreta. En el fondo, esto quería decir que solamente se consideraba ministro verdadero y válido de la Iglesia aquel que era llamado y aceptado por una comunidad. Y la comunidad, lógicamente, era la que lo mantenía. Pues bien, este principio, esencialmente comunitario, fue sustituido, en el III Concilio de Letrán, por el principio económico de la conveniente sustentación del clérigo por parte del obispo.
De esta manera, la comunidad cristiana quedó marginada. Y en su lugar, se estableció el principio según el cual los clérigos pasaron a depender económicamente de la institución eclesiástica.
o sea, pasaron a ser funcionarios de la Iglesia. De lo cual se siguieron dos consecuencias prácticamente inevitables. En primer lugar, en el estamento clerical entraron muchos individuos que lo que querían era vivir sin trabajar, con la consiguiente degeneración de costumbres entre los funcionarios eclesiásticos. En segundo lugar, al depender los clérigos económicamente de los obispos, éstos ejercieron un control mucho más fuerte sobre el clero. Porque, inconscientemente, las relaciones entre el obispo y los clérigos no eran ya relaciones basadas únicamente en la fe, sino que, además de eso, eran relaciones económicas, por más que ni siquiera se pensara en ese asunto. Y como la relación económica es lo que más radicalmente pervierte toda relación evangélica (cf. Mt 6, 19-24), así los clérigos, no sólo se vieron más limitados en su libertad, sino que además se pervirtieron, muchas veces inconscientemente, en sus relaciones de fe. Por decirlo con claridad: de esta manera, en el clero entró mucha gente que lo que, en el fondo, quería era hacer carrera. Es decir, los profetas del Evangelio pasaron a ser funcionarios de una institución, que inevitablemente se degradó. Si a todo esto sumamos el cobro de aranceles por bautizos, bodas y entierros, se comprende el dicho popular: "a éste le gusta el dinero más que a la gente de lglesia". La degradación de los profetas fue inevitable. Y surgieron los funcionarios.
Por eso, cuando sale un cura con verdadera vocación profética, lo primero que se le ocurre es renunciar a la paga del obispado y vivir como el pueblo: trabajando con el sudor de su frente y con la inseguridad que lleva consigo la vida laboral en los tiempos que vivimos.
Es exactamente lo que recientemente hizo el desaparecido y llorado Diamantino García, el cura de los Corrales, en la diócesis de Sevilla. Este hombre llegó al pueblo. Y cuando vio cómo vivía la gente, dijo simplemente: "yo, igual". Y se fue a la vendimia a Francia. Y se puso a echar peonadas donde podía y como podía. Y así se ganó la vida. Y la libertad profética, a partir de la cual dijo lo que tenía que decir; y a quien se lo tenía que decir, aunque fuera el arzobispo. Indudablemente, la verdadera libertad económica es "conditio sine qua non" de los verdaderos profetas de Dios.

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