sábado, 22 de marzo de 2014

Ateísmo y Agnosticismo.(2).

El Padrenuestro (Charla de Juan Mateos)
Por eso, a pesar de los peligros que encierran, porque pueden degenerar en la superficialidad y frivolidad del “carpe diem”, el ateísmo y el agnosticismo modernos podrían ser una etapa dolorosa, pero inevitable, de liberación respecto a todos los conceptos de Dios que devalúan y disminuyen al hombre. El hecho es que en no pocos casos el ateo o agnóstico no niega o se desentiende de Dios por pura veleidad o capricho; no han sido ni son raros, en efecto, los que prescinden de Dios precisamente por amor a la humanidad, porque el Dios que han conocido aparece como el rival del hombre, el que lo somete, coartando su libertad y rebajando su dignidad, y se convierte así en obstáculo a su realización. Puede ser también el Dios-recurso que se apoya en la inseguridad material o psicológica del ser humano y cuya figura se diluye a medida que el hombre es más suficiente y autónomo.
 Otro motivo de alejamiento es el carácter mítico del lenguaje religioso acerca de Dios, que, si pudo responder a la mentalidad de otras épocas, es incompatible con el nuevo desarrollo humano, caracterizado por la racionalidad. No se trata de racionalismo; es claro que Dios no puede ser abarcado por la razón humana y que todo hablar sobre lo divino tiene necesariamente un componente simbólico, pero en ningún caso lo que se afirme de Dios, aunque sobrepase a la razón, puede oponerse a ella.
 Choca también sobremanera la patente contradicción cuando se presenta a Dios como infinitamente bueno y por otra parte como infinitamente poderoso; el hombre moderno no comprende cómo ese Dios que se dice bueno no interviene en la historia, pudiendo hacerlo, para evitar tantos males como afligen a la humanidad, especialmente a los más inocentes; tal contradicción hace incomprensible el amor de Dios. Muchos individuos de alto nivel humano consideran a este Dios inaceptable, pero, por haber sido el único que les han presentado y han conocido, al negarlo niegan la trascendencia misma. De hecho, en muchos aspectos, la humanidad ha ido madurando, mientras que la presentación de Dios que se le hace e incluso la teología perpetúan el lenguaje de otras épocas. Al madurar el hombre tiene que cambiar el lenguaje sobre Dios. No se puede alimentar al adulto como al niño de pecho; si no se habla de Dios de otro modo, se abre la puerta al ateísmo.
 El fenómeno del ateísmo y agnosticismo modernos ha sido también una reacción ante la conducta contradictoria de las iglesias cristianas aliadas con los poderosos, inhibidas ante los problemas humanos, opuestas al progreso científico y, con la pretensión de tutelar a toda la sociedad, manteniendo a los hombres en el infantilismo.
 Según el evangelio, la relación que Dios quiere instaurar con el hombre no es la de dependencia, sino la de amor; no la de esclavo o siervo, sino la de hijo; no la de temor, sino la de confianza. Dios es para el hombre la fuente de vida siempre accesible, el amor incondicional, el colaborador infatigable. Por su parte, no busca la subordinación del hombre, sino la comunión con él; no la distancia, sino la proximidad; no la obediencia, sino la sintonía, la del amor universal que desea la plenitud para todo lo que existe.  
 En consecuencia, los que siguen a Jesús, el prototipo de Hombre, deberían demostrar la presencia del Espíritu en ellos por su profunda humanidad, su dignidad y libertad y su intensa dedicación al bien de los otros; sólo esto dará testimonio válido en su favor,, y con ello harán presente a Dios en la historia (cf. Mt 5,16: «Brille así vuestra luz ante los hombres; que vean el bien que hacéis y glorifiquen a vuestro Padre del cielo»).
 Desgraciadamente, al parecer de muchos, no es ése el espectáculo que ofrece buen número de cristianos: diciéndose salvados viven en la angustia; afirmando gozar del amor de Dios en Jesús llevan una vida triste; teniéndose por perdonados no salen del temor del pecado. Su fe cristiana no amplía su horizonte, se ocupan de nimiedades, sin pensar en la solidaridad con su sociedad y con el mundo; su praxis se limita a cumplir sus obligaciones «religiosas», sin sensibilidad ni interés por los problemas de la humanidad. En consecuencia, su desarrollo humano queda estancado: vegetan en el adocenamiento y la mediocridad. Es el antitestimonio, que priva de credibilidad al mensaje de Jesús y aleja del cristianismo a los que se preocupan del bien del hombre.
 De hecho, la figura de Jesús se ha propuesto casi siempre como modelo de virtudes: misericordia, humildad, sacrificio, sufrimiento, etc., pero no como modelo de Hombre: no se hablaba, por ejemplo, de su libertad ni de las causas de su enfrentamiento con el sistema judío; los dirigentes de este pueblo se veían como «los malos», no como caso concreto y figura de los poderes opresores; el pueblo mismo aparecía como traidor y perverso, no como un ejemplo particular de la masa humana que rehuye la responsabilidad personal y prefiere la seguridad y la sumisión. La actividad de Jesús se exponía como una sucesión de milagros y, por tanto, inimitable y sin mensaje. Esta presentación de Jesús podía llevar a la admiración o a la adoración, pero no al seguimiento; hacía inmensa la distancia entre él y el cristiano. Se le veía como un Dios de poder que deambula por la tierra, no como el Hombre-Dios, prototipo y modelo de Hombre.
 La espiritualidad, por otra parte, tanto en Occidente como en el Oriente cristiano, se ha centrado en el encuentro con Dios y en las condiciones para ese encuentro. Ha insistido, como en religiones no cristianas, en el amor entre el alma y Dios, pero ha relegado a segundo término el amor al prójimo y ha perdido de vista la dimensión social del mensaje cristiano 35. Ha sido, por lo general, una espiritualidad individualista, más teocéntrica que cristocéntrica, que, por su falta de compromiso con la historia, llevaba a olvidar que Jesús es el Salvador de la humanidad, no sólo a nivel individual sino también social.
 

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