Introducción
1
[...] nos hicimos a la mar. Nos sentíamos unidos en nuestros corazones.
Estábamos todos dispuestos a ejecutar el ministerio que el Señor nos había
encargado, y llegamos a un acuerdo entre nosotros. Bajamos al mar en un
momento oportuno, dispuesto por el Señor. Encontramos un navío fondeado
en la costa preparado para partir, y hablamos con los marineros si podríamos
embarcarnos con ellos. Mostraron con nosotros una gran amabilidad, según
lo dispuesto por el Señor. Y ocurrió que cuando partimos, navegamos un día
y una noche. Luego sopló sobre la nave un viento contrario que nos
arrastró hacia una pequeña ciudad (en una isla) situada en medio del
mar. Yo, Pedro, pregunté el nombre de la ciudad a algunas personas del
lugar que se hallaban en el muelle.
2
Nos respondió [un hombre] de aquellos [y nos dijo el nombre] de la ciudad
que era [«Inhabitación»], es decir, «Fundamento» [...] paciencia. Su
alcalde se hallaba [en el muelle, portando] una palma (en la mano). Y
ocurrió que cuando desembarcamos en tierra [con] el equipaje, entré en
la ciudad buscando [consejo?] sobre un alojamiento.
Primer
encuentro con Litargoel
Salió
un hombre que llevaba una vestidura ceñida sobre sus lomos y un cinturón
dorado que la ajustaba. (Llevaba) un blanco sudario recogido alrededor del
pecho, que le llegaba hasta los hombros y que cubría su cabeza y sus
manos. Yo contemplaba a ese hombre porque era hermoso en su forma y
figura. Cuatro zonas de su cuerpo miraba: las plantas de sus pies, una
parte de su pecho, las palmas de sus manos y su rostro. Esto es lo que
pude ver. Había en su mano izquierda una caja de las que suelen emplearse
para libros y un bastón de estoraque en su derecha. Su voz resonaba
pausadamente mientras gritaba en el ciudad: «Perlas, perlas». Yo pensé
que era un habitante de aquella villa. Le hablé así: —Hermano mío y
compañero.
3
Me respondió: —[Bie]n has dicho «[hermano] mío [y c]ompañero».
¿Qué [deseas] de mí?.
Le
respondí: —[Busco] un alojamiento para mí [y] para mis hermanos, ya
que somos forasteros.
Añadió:
—Por eso también yo me he apresurado a decir «hermano mío y
compañero», porque soy un extranjero como tú.
Cuando
hubo dicho estas palabras, gritó: —Perlas, perlas.
Oyeron
su voz los ricos de aquella ciudad. (Unos) salieron de sus habitaciones más
ocultas; otros, por el contrario, lo contemplaron desde las habitaciones
de sus casas; y otros miraban desde las ventanas superiores. Pero vieron
que no (podían conseguir) nada de él, porque no llevaba alforja ninguna
sobre sus espaldas, ni envoltorio ninguno entre su vestidura o sudario. A
causa de su desprecio ni siquiera le preguntaron, y él, por su parte, no
se reveló a ellos. Los ricos se volvieron a sus aposentos mientras decían:
«Éste se burla de nosotros».
4
Los pobres [de la ciudad] escucharon [su voz, y salieron hacia] el hombre
que [vendía las perlas. Le dijeron]: —Por favor, [muéstranos una]
perla, para que al menos [podamos verla] con nuestros ojos, ya que somos
[pobres], y no tenemos el dinero de su precio para entregártelo. [Enséñanosla],
sin embargo, para que podamos decir a nuestros camaradas que [hemos visto]
una perla con nuestros propios ojos.
Les
respondió así: —Si os es posible, venid a mi ciudad. No sólo la
mostraré ante vuestros ojos, sino que os la daré de balde.
Los
pobres de aquella ciudad escucharon sus palabras y replicaron: —Puesto
que somos mendigos, sabemos que nadie acostumbra a regalar una perla a los
mendigos, quienes suelen recibir alimentos y calderilla. Ahora bien, lo
que deseamos obtener de tu bondad es que nos muestres la perla ante
nuestros ojos. Así podremos decir con orgullo a nuestros camaradas: «Hemos
visto una perla con nuestros ojos», ya que (tal cosa) no sucede entre los
pobres, especialmente mendigos (como nosotros).
Viaje
de Pedro y sus compañeros a la ciudad de Litargoel
Les
respondió así: —Si os es posible, venid a mi ciudad. No sólo os
enseñaré la perla, sino que os la daré de balde.
Los
pobres y los mendigos se alegraron a causa de 5
el [dadivoso] mercader. [Los hombres] (de la ciudad) [preguntaron a Pedro]
sobre las penalidades [del camino]. Pe[dr]o respondió [contándoles] lo
que habían oído de [las dificultades] del camino, puesto que
[experimentarán?] (esas) penalidades en su ministerio. (Luego) dijo
(Pedro) al hombre que vendía la perla: —Deseo conocer tu nombre y las
penalidades del camino hasta tu ciudad, porque somos forasteros y siervos
de Dios, y nos es necesario extender la palabra de Dios en toda ciudad pacíficamente.
Respondió
así (el vendedor de perlas): —Si preguntas por mi nombre, es Litargoel,
que significa «piedra liviana (que brilla como los ojos de) una gacela».
Y la vía hacia la ciudad sobre la que me has preguntado, te la mostraré
(también). Cualquier hombre no puede ir por ese camino, salvo el que haya
renunciado a todo lo que posee, y ayune diariamente de estación en estación.
Porque son numerosos los ladrones y las fieras salvajes en esa vía. Al
que lleva pan consigo para el camino, perros negros lo devoran a causa de
ese pan. El que lleva un vestido precioso de este mundo lo matan los
ladrones 6
[a causa del] vestido. [Al que lleva] agua [lo destrozan] los lobos [por
el agua], ya que tienen sed. [Al que] se preocupa de la [carne] y las
verduras, lo desgarran loe leo[nes] a causa de la carne. [Si] escapa de
los leones, lo cornean los toros a causa de las verduras.
Cuando
terminó de decirme [estas] cosas, suspiré en mi interior diciendo: «¡Qué
grandes son las penalidades del camino! ¡Ojalá nos diera Jesús fuerza
para caminar por él!».
Me
miró mientras suspiraba y se entristecía mi rostro. Me dijo: —¿Por qué
suspiras si conoces ese nombre, «Jesús», y crees en él? Él es el Gran
Poder y lo concede. Porque yo también creo en el Padre que lo envió.
Volví
a preguntarle: —¿Cuál es el nombre del lugar al que te vas, tu ciudad?
Me
respondió: —El nombre de mi ciudad es «Nueve Puertas». Alabemos a
Dios mientras nos ejercitamos pensando que la décima es la cabeza.
Dspués
de esto me aparté de él en paz para llamar a mis compañeros. (Entonces)
vi unas olas, y grandes y elevados muros que rodeaban los límites de la
ciudad. Me admiré de las grandezas que vi. Y observé a un anciano que
estaba sentado. Le pregunté el nombre de la ciudad, si en verdad (su
nombre) era 7
«Inhabi[tación»] [...]. Me dijo: —[Has dicho] verdad, pues
[habitamos] aquí, porque soportamos con paciencia.
[Respondí]
así: —Justamente [...] los hombres la han llamado [...] porque las
ciudades son habitadas por quienes soportan con paciencia sus tentaciones.
Un reino noble saldrá de ellas, pues resisten en medio de las olas y de
las angustias de las tormentas. De modo que la ciudad de aquellos que
soportan el peso del yugo de la fe será habitada. Y él, (cada uno de sus
habitantes), será computado en el reino de los cielos.
Transición
a la segunda narración
Me
marché apresuradamente y llamé a mis compañeros para entrar en la
ciudad de la que nos había hablado Litargoel. Ligados por la fe,
abandonamos todas las cosas como él nos había dicho. Nos libramos de los
ladrones, puesto que no encontraron sus vestiduras sobre nosotros. Nos
escapamos de los lobos, porque no hallaron en nosotros el agua de la que
estaban sedientos. Nos libramos de los leones, porque no encontraron en
nosotros el deseo de carne. 8
[Nos escapamos de los perros] y de [los toros, porque no encontraron ni
pan] ni verduras. [Sentimos una] gran alegría, [con] (ausencia) de
preocupaciones en la paz de nuestro Señor. Tomamos un poco de descanso
ante la puerta y comentamos entre nosotros cosas que no suponían
distracción en este mundo, sino una práctica continuada de la fe.
Segundo
encuentro con Litargoel
Mientras
hablábamos de los ladrones del camino, de quienes habíamos escapado, he
aquí que salió Litargoel. Se había transformado ante nosotros y había
tomado la apariencia de un médico. Llevaba bajo su brazo un ungüento de
nardo medicinal, y un discípulo le seguía portando una cajita llena de
medicinas. Nosotros no lo reconocimos. Pedro respondió y le dijo: —Nos
gustaría que nos hicieras un favor, ya que somos extranjeros. Condúcenos
a la casa de Litargoel antes de que se haga tarde.
Nos
respondió: —Os la mostraré con rectitud de corazón. Pero me admira
que conozcáis a ese hombre bueno, pues no se revela a cualquiera, ya que
es el hijo de un gran rey. Descansad un poco mientras voy, curo a ese
hombre y vengo (de nuevo).
Se
dio prisa y volvió 9
rápidamente. (El hombre) dijo a Pedro: —Pedro.
Éste
se atemorizó (preguntándose) cómo había llegado a saber que su nombre
era Pedro. Pedro respondió al Salvador: —¿De dónde me conoces, puesto
que has pronunciado mi nombre?
Respondió
Litargoel: —Deseo preguntarte quién te ha dado el nombre de Pedro.
Díjole
él: —Jesús, el Cristo, el hijo del Dios viviente, Él me dio este
nombre.
Respondió
(Litargoel) con estas palabras: —Yo soy (ese). Reconóceme, Pedro.
Desanudó
el vestido que le cubría, con el que se había disfrazado ante nosotros,
y se nos reveló en verdad como era él. Nos postramos en tierra y lo
adoramos nosotros, los once apóstoles. Extendió su mano, nos hizo
levantar (y) hablamos con él humildemente. Mientras nuestras cabezas
estaban inclinadas hacia el suelo con respeto, le dijimos: —¿Qué
quieres que hagamos? Mas otórganos la fuerza para que cumplamos tu
voluntad en todo momento.
Él
(Jesús) les entregó el ungüento de nardo curativo y la cajita que
estaba en las manos del dicípulo, y les impartió la orden 10
siguiente: —Volved a la ciudad de la que habéis salido que es llamada
«Inhabitación». Continuad enseñando pacientemente a los que han creído
en mi nombre, puesto que yo he tenido paciencia en los sufrimientos de la
fe. Yo os otorgaré vuestra recompensa. Dad a los pobres de la ciudad lo
que necesiten para que vivan de ello, hasta que yo les dé lo que es
superior, lo que os dije que os iba a dar de balde.
Pedro
respondió con estas palabras: —Señor, Tú nos has enseñado a
renunciar al mundo y a lo que en él hay. Hemos dejado todo por ti. Nos
preocupamos (ahora solamente) del alimento de cada día. ¿Dónde podremos
encontrar las cosas necesarias que nos pides entregar a los pobres?
El
Señor respondió con estas palabras: —¡Oh Pedro!, era necesario que
comprendieras la parábola que te he contado. ¿No sabes tú que mi
nombre, que tú enseñas, es más valioso que cualquier riqueza y que la
sabiduría de Dios es superior al oro, la plata y las piedras preciosas?
La
misión universal
Les
entregó (la cajita con) los remedios medicinales y les dijo (de nuevo):
—Curad a todos los enfermos de la ciudad que han creído 11
[en] mi nombre.
Pedro
tuvo miedo de responderle por segunda vez. Se dirigió al que estaba a su
lado, que era Juan, (y le dijo): —Habla tú esta vez.
Juan
respondió con estas palabras: —Señor: tenemos miedo de pronunciar ante
ti multitud de palabras. Pero eres tú el que nos exige que practiquemos
esta técnica, aunque nadie nos ha instruido para ser médicos. ¿Cómo,
pues, sabremos curar los cuerpos, como tú nos has ordenado?
Le
respondió (Jesús): —Has hablado bien, Juan, pues yo sé que los médicos
de este mundo acostumbran a curar (las enfermedades) que pertenecen al
mundo. (Pero) los médicos del alma sanan los corazones. Curad, pues, los
cuerpos primero, de modo que gracias a la potencia curativa que hay en
vosotros para curación de los cuerpos sin medicinas de este mundo puedan
creer que os es posible también sanar las enfermedades del corazón. Con
los ricos de la ciudad, (sin embargo,) esos que no consideran digno saber
de mí, sino que se regocijan en su riqueza y en su orgullo, con ésos,
pues, 12
no comáis en [sus] casas, ni os amiguéis con ellos, no sea que os hagan
partícipes de su parcialidad. Pues muchos toman partido por los ricos en
las iglesias, porque son pecadores (también) y proporcionan la ocasión a
otros hombres de hacer (lo mismo). Mas vosotros juzgadlos con sabiduría,
de modo que vuestro ministerio sea glorificado, y para que Yo y mi nombre
sean glorificados también en las iglesias.
Los
discípulos respondieron así: —Sí. En verdad esto es lo que conviene
hacer.
Se
postraron en tiera y lo adoraron. (Pero) él los hizo levantar y se apartó
de ellos en paz. Amén.
Hechos
de Pedro y los Doce Apóstoles.
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