viernes, 21 de marzo de 2014

Sacerdotes del futuro...

Sacerdotes del futuro...

 
¿Elegidos por la comunidad? 
Dos preguntas surgen inmediatamente a partir de la realidad actual. Ante todo, ¿cómo se explica esa actual práctica eclesiástica de la designación autoritaria de los ministros ordenados? En segundo lugar, ¿qué problemas levanta en esa praxis eclesiástica el ethos democrático que se impone cada vez más en el mundo civilizado?  
 Mirar al futuro da pábulo a la fantasía, a la creatividad. Preguntarse por el sacerdote del futuro puede significar dos cosas: ¿Qué perspectivas abren los acontecimientos históricos a una nueva imagen del sacerdote? En ese caso, nos apoyamos en reflexiones de naturaleza sociológica, cultural, antropológica. La otra pregunta se circunscribe al ámbito de la teología.
¿Qué autoridad tienen las prácticas de Jesús y las del Nuevo Testamento?, o ¿qué nos dirían sobre esas conjeturas sociológicas? ¿Y la propia historia de la Iglesia no nos ofrecería también elementos para diseñar también el futuro sacerdote?
1. El «ethos» autoritario en la elección del ministro ordenado
La perspectiva teológica latino-americana prefiere comenzar sus reflexiones mirando a la realidad y a las preguntas teológicas que surgen de la misma. El tema del artículo es «la elección del sacerdote».
Dos preguntas surgen inmediatamente a partir de la realidad actual. Ante todo, ¿cómo se explica esa actual práctica eclesiástica de la designación autoritaria de los ministros ordenados? En segundo lugar,
¿qué problemas levanta en esa praxis eclesiástica el ethos democrático que se impone cada vez más en el mundo civilizado?
Dentro de la brevedad de este artículo, algunas pinceladas históricas nos pueden orientar (1). En el primer milenio, el ministerio ordenado se consideraba muy ligado a la comunidad local concreta, donde el ministro desempeñaba su función. Se desconocía prácticamente la «ordenación absoluta», esto es: la ordenación realizada independientemente de una comunidad para la cual era ordenado. La comunidad designaba el candidato (aspecto democrático), pero el conferir el poder se realizaba por la vía de la ordenación (jerárquica).
El candidato era ordenado en vistas a una comunidad concreta. No se llegaba a la Iglesia universal sin la mediación de la Iglesia particular.
«Nadie debe ser ordenado de manera absoluta (sin título, sin vínculo con una iglesia local, con una comunidad), ni sacerdote ni diácono, ni clérigo de cualquier grado, si no le es asignada de modo preciso una comunidad (Iglesia) urbana, una comunidad rural, un “martyrion” o un monasterio. Los que sean ordenados de manera absoluta (sin vínculo con una comunidad local) el Santo Concilio decidió que su ordenación será nula y no celebrada, y que, para vergüenza de quien la confirió, no podrán ejercer sus funciones en ninguna parte» (Concilio de Calcedonia, 451).
León Magno responde que un obispo ordenado de forma absoluta, no escogido por el clero, no aprobado por el pueblo, no ordenado por los obispos de la provincia con el consentimiento del metropolita, no era obispo.
Existía, por tanto, una reciprocidad entre ministerio ordenado y comunidad local, concreta. En este modelo eclesial, el pueblo y el clero designaban sus pastores. El acento se ponía en la dimensión pneumatológica de todo el cuerpo eclesial y menos en el hecho de la sucesión del poder. Se daba una importancia en los ministerios a la dimensión de servicio al cuerpo eclesial, en la cual estaba la raíz última de la legitimidad del poder y no en el hecho de haber sido conferido por un jerarca. Se notaba más claramente la distinción entre la designación (democrática) de la persona y la transmisión  (jerárquica) del poder por la vía de la ordenación sacramental.
A partir del segundo milenio se introduce una visión sacerdotal individualista. La imposición de las manos sale del contexto de la Iglesia local y adquiere cierta autonomía.
Las ordenaciones absolutas se tornan comunes y ordinarias. Se privatiza el ministerio ordenado, esto es, se reduce a un poder que el individuo ordenado recibe por la ordenación.
Por eso, el aspecto estrictamente sacramental crece en importancia. Se presta más atención al cumplimiento exacto del rito: materia y forma. Así será válida toda ordenación que respete la materia y la forma.
Se menciona todavía el «título de ordenación », pero el determinante es la exactitud en el cumplimiento del rito. Se corre el riesgo de olvidar la relación entre el ministerio y la comunidad. El Concilio de Letrán desvía la cuestión del título de ordenación hacia la cuestión del sustento y se tolera la «ordenación absoluta», siempre que se consigan beneficios eclesiásticos que garanticen el sustento del ordenado.
En esa nueva visión, una vez ordenado el sacerdote o eventualmente el obispo, ya tenía, en sí, todos los poderes, y la autoridad superior simplemente les designaba el lugar para ejercerlo. Ya no tenía más sentido hablar de la participación de la comunidad en su designación.
Evidentemente ese cambio se dio junto a transformaciones políticas. Los señores feudales se entrometen con frecuencia en la gestión de la Iglesia. Construyen iglesias, capillas en los castillos, para las cuales necesitan sacerdotes. La Iglesia pierde cierta vitalidad como comunidad y se convierte en símbolo del poder feudal, y el sacerdote es un funcionario de ese poder. Pierde su contacto con la
comunidad y queda a merced de «celebraciones ». Hay además de eso un resurgir del derecho romano (final del siglo X I). Aparece una disociación de poder de dirección, de concepto de territorialidad, hasta llegarse a afirmar, al final del siglo XIII, el principio de la «plenitudo potestatis». La autoridad es poder en sí, separado de la comunidad.
Además, dentro del propio poder se procesa un coste entre el poder de jurisdicción y el de orden, provocando una privatización del poder de orden. La ordenación da solamente el poder del orden, esto es, no asigna al ordenado una comunidad donde ejercer el ministerio. El poder del orden se aísla y entonces se puede ejercer solo.  
Más. La progresiva acentuación del elemento ritual lleva a una concepción de la validez de las ordenaciones independientemente del cuadro eclesial. Una concepción de la misa como algo bueno en sí, independiente de la comunidad que participa, conduce a una multiplicación de las celebraciones y a una comprensión del sacerdote en función del poder eucarístico que puede ejercer para sí. Y acompaña a tal proceso una espiritualidad monacal de la santificación por la celebración diaria de la eucaristía.
Se desplaza la relación entre ministerio y comunidad hacia ministerio y eucaristía. Santo Tomás la formula de modo lapidario: «Es claro que el sacramento del orden se orienta a la consagración de la Eucaristía» (2).
La idea de separación también sufre un cambio. Antes era el bautismo el que separaba al cristiano del mundo pagano. En el mundo de cristiandad la vida religiosa y el presbiteriado separan al religioso y al sacerdote del cristiano común.
La mentalidad cosificada de los germanos sustituye la visión cultural simbólica de la Antigüedad. Así, por ejemplo, se introduce la práctica de compensar con dinero (cosa) daños infringidos a la persona (dimensión simbólica), variando la tasa conforme a la dignidad (status) de la persona ofendida. Carece tal visión de lo inconmensurable de la persona humana. Ve la sociedad como organizada en «órdenes», estamentos fijos.
Se aplica al universo religioso este modo de pensar jurídico cosificante. Este pensar realista germánico no entiende el pensamiento simbólico de los antiguos. Se implanta una ontología estática objetivista, dentro de la cual se interpretan: presencia real, sacramentos, ministerio sacerdotal, carácter del sacramento, etc.
Desaparece el pensamiento relacional, dinámico, real-simbólico de la presencia real y evenencial (como evento) en beneficio de lo ontológico, estático, objetivista de las categorías sustancia y accidente, materia y forma.
El objetivismo crea distancia entre la cosa y el evento. Así, la Eucaristía pierde su relación con el evento pascual, para ser mucho más el lugar donde se realiza la presencia real: la hostia consagrada. El sacerdote es visto de ahora en adelante en función de la consagración. Así, la presencia real se desliga de la «anamnesis». El evento de la celebración de la cena es considerado, por muchos, como simple «producción» de presencia real en la hostia consagrada. Por eso, el culto a la hostia se desarrolla y se desliga de la participación en la comunión. Se dio, por tanto, un cambio de una concepción más comunitaria, eclesial, del misterio hacia una concepción ontológica-sacramental.
El horizonte patrístico-simbólico del ser cede lugar al escolástico - objetivista - ontológico.  Consecuentemente, hay dos eclesiologías:  comunitario - pneumatológica y jerárquico - vertical, por la vía de la impositio manuum. Dentro de las eclesiologías, hay dos visiones del ministerio presbiterial: una cuya fuente y destino era el servicio comunitario y otra que giraba en torno a la ontología sacramental. Además, la separación de la Iglesia de Oriente trajo deterioros a la Iglesia de Occidente,  sobre todo en lo referente al campo doctrinal.
El misterio apofático (oculto), la valoración del simbolismo, la perspectiva escatológica,  los valores de la vida, el sentido de la colegialidad se sumergen en el olvido.
 2. El «ethos» democrático
 Una vez entendido en términos muy breves el cambio de la práctica eclesiástica,  nos queda sin duda la libertad de preguntarnos si el ethos democrático moderno no podría cuestionar esa práctica y ayudar a un nuevo cambio.
El ethos democrático tiene una dimensión positiva, una verdad, y otra negativa,  una mentira. Y sus cuestionamientos vienen de dos lados. Del lado positivo, para mejorar nuestra práctica de elección. Del lado negativo, para evitar sus males. Ante todo, en la democracia, las personas participan en la elección de sus autoridades.
De modo diferente al de los regímenes feudales y monárquicos, que recibían por herencia sus autoridades, el régimen democrático moderno se esfuerza para escoger por sufragio, si es posible, universal, a las personas que asumirán alguna autoridad.
A pesar de que falla al escogerlos, la democracia somete a las autoridades a los veredictos del pueblo. Así, de alguien que fue escogido en cierto momento, se puede prescindir en otro momento. Por eso nadie sube al poder con la conciencia de omnipotencia, de prepotencia, de perpetuidad. Sabe que debe responder y dar cuentas públicamente de sus actos y puede, incluso debe, en determinados momentos, ser sustituido. Y en ese papel vigilante y crítico, la prensa cumple un papel excelente hasta la exageración.
Además, el ethos democrático trasmite al ciudadano la conciencia de que él tiene también el derecho de destituir a las autoridades escogidas, siempre que ellas no cumplan bien sus deberes o no realicen el programa que presentaron.
Estas dos reclamaciones de la democracia se convierten en el ethos del ciudadano occidental. Ahora, el actual ministerio ordenado escapa totalmente a esas dos reivindicaciones. La Iglesia católica se siente mal al permitir que sus dirigentes sean escogidos por las comunidades y sean sometidos periódicamente a la criba de sus críticas.
Celosa en la designación de sus dirigentes, no quiere nunca parecer haber escogido alguien forzada por elecciones o por presión de mayorías. Se han dado recientemente casos en los que iglesias particulares manifestaron amplia preferencia por una persona para que fuese su obispo e, incluso, cuando esta persona reunía sobradamente las cualidades requeridas para el cargo, Roma no accedió al pedido por miedo a los precedentes democráticos.  
Se siente todavía menos el deseo de que sus jerarcas sean sometidos a juicios populares públicos en cuanto al desempeño de su cargo. Peor todavía si se tratase de retirarles el ejercicio.
El ethos democrático manifiesta otra cualidad que consiste en el respeto a la conciencia, a la posición y a la opinión de las personas, aunque discrepen. Acepta amplios límites para disentir. Y cuanto más se afirma una democracia, crece y se fortalece, tanto más soporta en sí las contradicciones, las oposiciones, las diferencias.
Ahora, la Iglesia tiene mucha dificultad en aceptar posiciones divergentes, sobre todo si se manifiestan entre sus ministros ordenados. Se sabe que cuando algún sacerdote manifiesta ciertas opiniones que no están de acuerdo con las posiciones oficiales, aunque sea una persona capaz y respetable en todos los aspectos, queda excluida automáticamente de ser promovida a alguna dignidad mayor.
Existe, en este momento, una tendencia que restringe bastante el campo de disensión en el interior de la Iglesia (3). Contra el grupo más crítico por naturaleza, los teólogos, se levantan fácilmente sospechas y se les pone en cuarentena. Las leyes de la censura y del «silencio obsequioso» impuesto todavía están en vigor (4).
Una Iglesia para llegar a tener más credibilidad ante el ciudadano moderno va a necesitar trabajar mucho más dentro de sí ese ethos democrático de respeto a la discrepancia de posición sin que se rompa necesariamente la unidad. Tanto más importante llega a ser esta cuestión cuanto más se amplía el pluralismo en el mundo moderno y dentro de la Iglesia, en relación a cuestiones graves que afectan a la fe, a la moral, a la teología, a la liturgia, a la catequesis, etc. Cerrar en seguida el debate con posiciones autoritarias choca a la opinión pública y contradice frontalmente el pensamiento democrático moderno .
Ya, en 1953, K. Rahner apuntaba ese desafío a la Iglesia preconciliar. Con mucha más razón, hoy, después de las experiencias libertarias crecientes, tanto en el interior de la Iglesia como en la sociedad, son contundentes las palabras del teólogo alemán: «Hoy menos que nunca debe la Iglesia dar la impresión, ni de puertas adentro, ni de puertas afuera, de ser como uno de los Estados totalitarios en los que el poder exterior y la obediencia cumplida en el silencio mortal lo son todo, en cuanto la libertad y el amor son nada; no debe proceder como si sus métodos de gobierno fuesen los mismos que los de los sistemas totalitarios, en los que la opinión pública se convierte en un ministerio de la propaganda» (5).
En lo que atañe a la selección, control y dimisión de los ministros ordenados, de sus funciones, existe más reserva, secretos, restricciones que abertura democrática. Incluso en cuanto al ejercicio del ministerio, el espacio al pluralismo es muy pequeño, de modo que todos deben conformarse con modelos más o menos preestablecidos. El ethos d emocrático cuestiona ese conformismo y favorece las actitudes críticas.
La democracia formal esconde el lado sombrío. Constituida a base de sufragios universales, depende cada día más del poder de los medios de comunicación de masas. Ya no se eligen personas, ni se escogen realmente partidos, sino las «imágenes» de las personas y de los partidos que los medios de comunicación proyectan. Y los medios de comunicación se tornan prisioneros de los oligopolios de la comunicación, de manera que ellos deciden en gran parte el destino político de la sociedad.
Evidentemente, la selección, el control y la eventual destitución de ministros en la Iglesia no podrían seguir el mismo juego de intereses de una democracia formal ni aceptar las reglas nuevas de los medios de comunicación. En ese punto, la entrada del ethos democrático en la Iglesia debería sufrir un profundo cambio. Y tal vez la Iglesia pudiese ofrecer incluso elementos y experiencias para el perfeccionamiento de la democracia y no todo lo contrario, dando un espectáculo al mundo de falta de democracia en su interior.
La Iglesia tiene una larga historia de trabajo con el pueblo. Cuenta con una gran experiencia de comunidades de base y de grupos populares concientizados y organizados.
Solamente en el Brasil existe actualmente una red de 100.000 comunidades de base, además de los grupos de vida cristiana 3 en los sectores medios de la sociedad (6). La Iglesia puede intentar con seriedad y profesionalidad, y sin aventuras peligrosas, pequeñas experiencias de selección de sus ministros ordenados, permitiendo que estas comunidades organizadas manifiesten sus preferencias.
Personalmente conozco una diócesis en la que el obispo antes de nombrar un párroco, lo destina para realizar unas prácticas en su futura región para que el pueblo lo conozca. Y después consulta a la comunidad para saber si ella está de acuerdo en recibirlo. Ya son comienzos democráticos en cuanto a la selección.
Ya existen obispos que valorizan más el momento en la liturgia de la ordenación en que él pregunta a la comunidad si e candidato es digno de ser ordenado. En lugar de reducir este rito tan profundo en su simbolismo a una mera formalidad, se hace de él un proceso más largo, cuyo ápice es el momento de la ordenación. Antes se hacen consultas más amplias a las propias comunidades que conocían al seminarista o al diácono .
Notas
1. Para mayores aclaraciones: A. FAIVRE, Naissan -ce d’une hierarchie: les premieres etapes du cursos clerical, París, Beaucherme 1977; E. SC H I L L E B E E C K, Síntesis teológica del sacerdocio, Salamanca, San Esteban 1964; J. I. GO N Z Á L E Z FA U S, Hombres de la Comunidad, Santander, Sal Terrae 1989.
2. Santo Tomás, Suma Teológica, III, q. 65, a. 3c.
3 . J. I. GONZÁLEZ FAU S, «El meollo de la involución eclesial», en Razón y Fe, 220 (1989), nn. 1089/90, pp. 67-84; «O neoconservadurismo. Um fenomeno social e religioso», en Concilium, n. 161-1981/1; F. CARTAXOROLI M, « Neoconservadurismo eclesiástico e uma estrategia política», en REB, 4 9 (1989), pp. 259-281;J. C O M B L I N, «O ressurgimento do tradicionalismo na teologia latino-americana», en REB, 50 (1990), pp. 44-73; P. BL A N Q U A R T, «Le pape en voyage: la geopolitique de Jean Paul II», en P. Ladrière y R. Luneau (dir.), La retour des certitudes Evenements et orthodoxie depuis Vatican II, P a r í s , Le Centurion 1987, pp. 161-178.
4. Centro de Pastoral Vergueiro, O caso Leonardo Boff, São Paulo 1986; J. B. LIBANIO, «A proposito...», Teología, 19 (1984), n. 40, pp. 345-352; «Documentos sobre o processo Boff», en SEDOC, 18 (1985), n. 183, cols. 18-30; «Notificacão romana:luro tem opcões perigosas para a sã doutrina da fe», en REB, 45 (1985), n. 178, pp. 404-414; E. F. ALVES, «Notificacão sobre livro perigoso para sã doutrina», en Grande Sinal, 8 9 (1985), n. 4, pp. 297-310; Íd., «Siléncio obsequioso: teologo deve calarse por tempo conveniente», en Grande Sinal, 39 (1985), pp. 455-465.
5. K. RAHNER, Das freie Wort in der Kirche Einsiedeln, Beuziger 1953.
6 . R. VALLE - M. PITTA, Comunidades eclesiais católicas. Resultados estatisticos no Brasil, P e t r ó p o l i s , CERIS, Vozes 1994.
7. JOHN P. MELER, Um juden marginal repensando o Jesús histórico, vol. I: As raizes do problema e da pessoa, Río, Imago 1993, pp. 341-348.
(Por Joao Batista Libanio)
Revista Éxodo nº 32

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