Sacerdotes del futuro...
¿Elegidos por la comunidad?
Dos
preguntas surgen inmediatamente a partir de la realidad
actual. Ante todo, ¿cómo se explica esa actual práctica
eclesiástica de la designación autoritaria de los ministros
ordenados? En segundo lugar, ¿qué problemas levanta en esa
praxis eclesiástica el ethos
democrático que se impone cada vez más en el mundo
civilizado?
Mirar
al futuro da pábulo a la fantasía, a la creatividad.
Preguntarse por el sacerdote del futuro puede significar dos
cosas: ¿Qué perspectivas abren los acontecimientos históricos
a una nueva imagen del sacerdote? En ese caso, nos apoyamos en
reflexiones de naturaleza sociológica, cultural, antropológica.
La otra pregunta se circunscribe al ámbito de la teología.
¿Qué
autoridad tienen las prácticas de Jesús y las del Nuevo
Testamento?, o ¿qué nos dirían sobre esas conjeturas sociológicas?
¿Y la propia historia de la Iglesia no nos ofrecería también
elementos para diseñar también el futuro sacerdote?
1. El «ethos» autoritario en la elección
del ministro ordenado
La
perspectiva teológica latino-americana prefiere comenzar sus
reflexiones mirando a la realidad y a las preguntas teológicas
que surgen de la misma. El tema del artículo es «la elección
del sacerdote».
Dos
preguntas surgen inmediatamente a partir de la realidad
actual. Ante todo, ¿cómo se explica esa actual práctica
eclesiástica de la designación autoritaria de los ministros
ordenados? En segundo lugar,
¿qué
problemas levanta en esa praxis eclesiástica el ethos democrático
que se impone cada vez más en el mundo civilizado?
Dentro
de la brevedad de este artículo, algunas pinceladas históricas
nos pueden orientar (1). En el primer milenio, el ministerio
ordenado se consideraba muy ligado a la comunidad local
concreta, donde el ministro desempeñaba su función. Se
desconocía prácticamente la «ordenación absoluta», esto
es: la ordenación realizada independientemente de una
comunidad para la cual era ordenado. La comunidad designaba el
candidato (aspecto democrático), pero el conferir el poder se
realizaba por la vía de la ordenación (jerárquica).
El
candidato era ordenado en vistas a una comunidad concreta. No
se llegaba a la Iglesia universal sin la mediación de la
Iglesia particular.
«Nadie
debe ser ordenado de manera absoluta (sin título, sin vínculo
con una iglesia local, con una comunidad), ni sacerdote ni diácono,
ni clérigo de cualquier grado, si no le es asignada de modo
preciso una comunidad (Iglesia) urbana, una comunidad rural,
un “martyrion” o un monasterio. Los que sean ordenados de
manera absoluta (sin vínculo con una comunidad local) el
Santo Concilio decidió que su ordenación será nula y no
celebrada, y que, para vergüenza de quien la confirió, no
podrán ejercer sus
funciones
en ninguna parte» (Concilio de Calcedonia, 451).
León
Magno responde que un obispo ordenado de forma absoluta, no
escogido por el clero, no aprobado por el pueblo, no ordenado
por los obispos de la provincia con el consentimiento del
metropolita, no era obispo.
Existía,
por tanto, una reciprocidad entre ministerio ordenado y
comunidad local, concreta. En este modelo eclesial, el pueblo
y el clero designaban sus pastores. El acento se ponía en la
dimensión pneumatológica de todo el cuerpo eclesial y menos
en el hecho de la sucesión del poder. Se daba una importancia
en los ministerios a la dimensión de servicio al cuerpo
eclesial, en la cual estaba la raíz última de la legitimidad
del poder y no en el hecho de haber sido conferido por un
jerarca. Se notaba más claramente la distinción entre la
designación (democrática) de la persona y la transmisión (jerárquica)
del poder por la vía de la ordenación sacramental.
A
partir del segundo milenio se introduce una visión sacerdotal
individualista. La imposición de las manos sale del contexto
de la Iglesia local y adquiere cierta autonomía.
Las
ordenaciones absolutas se tornan comunes y ordinarias. Se
privatiza el ministerio ordenado, esto es, se reduce a un
poder que el individuo ordenado recibe por la ordenación.
Por
eso, el aspecto estrictamente sacramental crece en
importancia. Se presta más atención al cumplimiento exacto
del rito: materia y forma. Así será válida toda ordenación
que respete la materia y la forma.
Se
menciona todavía el «título de ordenación », pero el
determinante es la exactitud en el cumplimiento del rito. Se
corre el riesgo de olvidar la relación entre el ministerio y
la comunidad. El Concilio de Letrán desvía la cuestión del
título de ordenación hacia la cuestión del sustento y se
tolera la «ordenación absoluta», siempre que se consigan
beneficios eclesiásticos que garanticen el sustento del
ordenado.
En
esa nueva visión, una vez ordenado el sacerdote o
eventualmente el obispo, ya tenía, en sí, todos los poderes,
y la autoridad superior simplemente les designaba el lugar
para ejercerlo. Ya no tenía más sentido hablar de la
participación de la comunidad en su designación.
Evidentemente
ese cambio se dio junto a transformaciones políticas. Los señores
feudales se entrometen con frecuencia en la gestión de la
Iglesia. Construyen iglesias, capillas en los castillos, para
las cuales necesitan sacerdotes. La Iglesia pierde cierta
vitalidad como comunidad y se convierte en símbolo del poder
feudal, y el sacerdote es un funcionario de ese poder. Pierde
su contacto con la
comunidad
y queda a merced de «celebraciones ». Hay además de eso un
resurgir del derecho romano (final del siglo X I). Aparece una
disociación de poder de dirección, de concepto de
territorialidad, hasta llegarse a afirmar, al final del siglo
XIII, el principio de la «plenitudo potestatis». La
autoridad es poder en sí, separado de la comunidad.
Además,
dentro del propio poder se procesa un coste entre el poder de
jurisdicción y el de orden, provocando una privatización del
poder de orden. La ordenación da solamente el poder del
orden, esto es, no asigna al ordenado una comunidad donde
ejercer el ministerio. El poder del orden se aísla y entonces
se puede ejercer solo.
Más.
La progresiva acentuación del elemento ritual lleva a una
concepción de la validez de las ordenaciones
independientemente del cuadro eclesial. Una concepción de la
misa como algo bueno en sí, independiente de la comunidad que
participa, conduce a una multiplicación de las celebraciones
y a una comprensión del sacerdote en función del poder eucarístico
que puede ejercer para sí. Y acompaña a tal proceso una
espiritualidad monacal de la santificación por la celebración
diaria de la eucaristía.
Se
desplaza la relación entre ministerio y comunidad hacia
ministerio y eucaristía. Santo Tomás la formula de modo
lapidario: «Es claro que el sacramento del orden se orienta a
la consagración de la Eucaristía» (2).
La
idea de separación también sufre un cambio. Antes era el
bautismo el que separaba al cristiano del mundo pagano. En el
mundo de cristiandad la vida religiosa y el presbiteriado
separan al religioso y al sacerdote del cristiano común.
La
mentalidad cosificada de los germanos sustituye la visión
cultural simbólica de la Antigüedad. Así, por ejemplo, se
introduce la práctica de compensar con dinero (cosa) daños
infringidos a la persona (dimensión simbólica), variando la
tasa conforme a la dignidad (status) de la persona
ofendida.
Carece
tal visión de lo inconmensurable de la persona humana. Ve la
sociedad como organizada en «órdenes», estamentos fijos.
Se
aplica al universo religioso este modo de pensar jurídico
cosificante. Este pensar realista germánico no entiende el
pensamiento simbólico de los antiguos.
Se
implanta una ontología estática objetivista, dentro de la
cual se interpretan: presencia real, sacramentos, ministerio
sacerdotal, carácter del sacramento, etc.
Desaparece
el pensamiento relacional, dinámico, real-simbólico de la
presencia real y evenencial (como evento) en beneficio
de lo ontológico, estático, objetivista de las categorías
sustancia y accidente, materia y forma.
El
objetivismo crea distancia entre la cosa y el evento. Así, la
Eucaristía pierde su relación con el evento pascual, para
ser mucho más el lugar donde se realiza la presencia real: la
hostia consagrada. El sacerdote es visto de ahora en adelante
en función de la consagración. Así, la presencia real se
desliga de la «anamnesis». El evento de la celebración de
la cena es considerado, por muchos, como simple «producción»
de presencia real en la hostia consagrada. Por eso, el culto a
la hostia se desarrolla y se desliga de la participación en
la comunión.
Se
dio, por tanto, un cambio de una concepción más comunitaria,
eclesial, del misterio hacia una concepción ontológica-sacramental.
El
horizonte patrístico-simbólico del ser cede lugar al
escolástico - objetivista - ontológico.
Consecuentemente,
hay dos eclesiologías: comunitario
- pneumatológica
y jerárquico - vertical, por la vía de la impositio manuum.
Dentro de las eclesiologías, hay dos visiones del
ministerio presbiterial: una cuya fuente y destino era el
servicio comunitario y otra que giraba en torno a la ontología
sacramental.
Además,
la separación de la Iglesia de Oriente trajo deterioros a la
Iglesia de Occidente, sobre
todo en lo referente al campo doctrinal.
El
misterio apofático (oculto), la valoración del simbolismo,
la perspectiva escatológica, los
valores de la vida, el sentido de la colegialidad se sumergen
en el olvido.
2. El «ethos» democrático
Una
vez entendido en términos muy breves el cambio de la práctica
eclesiástica, nos
queda sin duda la libertad de preguntarnos si el ethos democrático
moderno no podría cuestionar esa práctica y ayudar a un
nuevo cambio.
El
ethos democrático tiene una dimensión positiva, una
verdad, y otra negativa, una
mentira. Y sus cuestionamientos vienen de dos lados. Del lado
positivo, para mejorar nuestra práctica de elección. Del
lado negativo, para evitar sus males. Ante todo, en la
democracia, las personas participan en la elección de sus
autoridades.
De
modo diferente al de los regímenes feudales y monárquicos,
que recibían por herencia sus autoridades, el régimen democrático
moderno se esfuerza para escoger por sufragio, si es posible,
universal, a las personas que asumirán alguna autoridad.
A
pesar de que falla al escogerlos, la democracia somete a las
autoridades a los veredictos del pueblo. Así, de alguien que
fue escogido en cierto momento, se puede prescindir en otro
momento. Por eso nadie sube al poder con la conciencia de
omnipotencia, de prepotencia, de perpetuidad. Sabe que debe
responder y dar cuentas públicamente de sus actos y puede,
incluso debe, en determinados momentos, ser sustituido. Y en
ese papel vigilante y crítico, la prensa cumple un papel
excelente hasta la exageración.
Además,
el ethos democrático trasmite al ciudadano la
conciencia de que él tiene también el derecho de destituir a
las autoridades escogidas, siempre que ellas no cumplan bien
sus deberes o no realicen el programa que presentaron.
Estas
dos reclamaciones de la democracia se convierten en el ethos
del ciudadano occidental. Ahora, el actual ministerio
ordenado escapa totalmente a esas dos reivindicaciones.
La
Iglesia católica se siente mal al permitir que sus dirigentes
sean escogidos por las comunidades y sean sometidos periódicamente
a la criba de sus críticas.
Celosa
en la designación de sus dirigentes, no quiere nunca parecer
haber escogido
alguien
forzada por elecciones o por presión de mayorías. Se han
dado recientemente casos en los que iglesias particulares
manifestaron amplia preferencia por una persona para que fuese
su obispo e, incluso, cuando esta persona reunía sobradamente
las cualidades requeridas para el cargo, Roma no accedió al
pedido por miedo a los precedentes democráticos.
Se
siente todavía menos el deseo de que sus jerarcas sean
sometidos a juicios populares públicos en cuanto al desempeño
de su cargo. Peor todavía si se tratase de retirarles el
ejercicio.
El
ethos democrático manifiesta otra cualidad que
consiste en el respeto a la conciencia, a la posición y a la
opinión de las personas, aunque discrepen. Acepta amplios límites
para disentir. Y cuanto más se afirma una democracia, crece y
se fortalece, tanto más soporta en sí las contradicciones,
las oposiciones, las diferencias.
Ahora,
la Iglesia tiene mucha dificultad en aceptar posiciones
divergentes, sobre todo si se manifiestan entre sus ministros
ordenados.
Se
sabe que cuando algún sacerdote manifiesta ciertas opiniones
que no están de acuerdo con las posiciones oficiales, aunque
sea una persona capaz y respetable en todos los aspectos,
queda excluida automáticamente de ser promovida a alguna
dignidad mayor.
Existe,
en este momento, una tendencia que restringe bastante el campo
de disensión en el interior de la Iglesia (3). Contra el
grupo más crítico por naturaleza, los teólogos, se levantan
fácilmente sospechas y se les pone en cuarentena. Las leyes
de la censura y del «silencio obsequioso» impuesto
todavía
están en vigor (4).
Una
Iglesia para llegar a tener más credibilidad ante el
ciudadano moderno va a necesitar trabajar mucho más dentro de
sí ese ethos democrático de respeto a la discrepancia
de posición sin que se rompa necesariamente la unidad.
Tanto
más importante llega a ser esta cuestión cuanto más se amplía
el pluralismo en el mundo moderno y dentro de la Iglesia, en
relación a cuestiones graves que afectan a la fe, a la moral,
a la teología, a la liturgia, a la catequesis, etc. Cerrar en
seguida el debate con posiciones autoritarias choca a la opinión
pública y contradice frontalmente el pensamiento democrático
moderno .
Ya,
en 1953, K. Rahner apuntaba ese desafío a la Iglesia
preconciliar. Con mucha más razón, hoy, después de las
experiencias libertarias crecientes, tanto en el interior de
la Iglesia como en la sociedad, son contundentes las palabras
del teólogo alemán: «Hoy menos que nunca debe la Iglesia
dar la impresión, ni de puertas adentro, ni de puertas
afuera, de ser como uno de los Estados totalitarios en los que
el poder exterior y la obediencia cumplida en el silencio
mortal lo son todo, en cuanto la libertad y el amor son nada;
no debe proceder como si sus métodos de gobierno fuesen los
mismos que los de los sistemas totalitarios, en los que la
opinión pública se convierte en un ministerio de la
propaganda» (5).
En
lo que atañe a la selección, control y dimisión de los
ministros ordenados, de sus funciones, existe más reserva,
secretos, restricciones que abertura democrática. Incluso en
cuanto al ejercicio del ministerio, el espacio al pluralismo
es muy pequeño, de modo que todos deben conformarse con
modelos más o menos preestablecidos. El ethos d emocrático
cuestiona ese conformismo y favorece las actitudes críticas.
La
democracia formal esconde el lado sombrío. Constituida a base
de sufragios universales, depende cada día más del poder de
los medios de comunicación de masas.
Ya
no se eligen personas, ni se escogen realmente partidos, sino
las «imágenes» de las personas y de los partidos que los
medios de comunicación proyectan.
Y
los medios de comunicación se tornan prisioneros de los
oligopolios de la comunicación, de manera que ellos deciden
en gran parte el destino político de la sociedad.
Evidentemente,
la selección, el control y la eventual destitución de
ministros en la Iglesia no podrían seguir el mismo juego de
intereses de una democracia formal ni aceptar las reglas
nuevas de los medios de comunicación.
En
ese punto, la entrada del ethos democrático en la
Iglesia debería sufrir un profundo cambio. Y tal vez la
Iglesia pudiese ofrecer incluso elementos y experiencias para
el perfeccionamiento de la democracia y no todo lo contrario,
dando un espectáculo al mundo de falta de democracia en su
interior.
La
Iglesia tiene una larga historia de trabajo con el pueblo.
Cuenta con una gran experiencia de comunidades de base y de
grupos populares concientizados y organizados.
Solamente
en el Brasil existe actualmente una red de 100.000 comunidades
de base, además de los grupos de vida cristiana 3 en los
sectores medios de la sociedad (6). La Iglesia puede intentar
con seriedad y profesionalidad, y sin aventuras peligrosas,
pequeñas experiencias de selección de sus ministros
ordenados, permitiendo que estas comunidades organizadas
manifiesten sus preferencias.
Personalmente
conozco una diócesis en la que el obispo antes de nombrar un
párroco, lo destina para realizar unas prácticas en su
futura región para que el pueblo lo conozca.
Y
después consulta a la comunidad para saber si ella está de
acuerdo en recibirlo. Ya son comienzos democráticos en cuanto
a la selección.
Ya
existen obispos que valorizan más el momento en la liturgia
de la ordenación en que él pregunta a la comunidad si e
candidato es digno de ser ordenado. En lugar de reducir este
rito tan profundo en su simbolismo a una mera formalidad, se
hace de él un proceso más largo, cuyo ápice es el momento
de la ordenación. Antes se hacen consultas más amplias a las
propias comunidades que conocían al seminarista o al diácono
.
Notas
1.
Para mayores aclaraciones: A. FAIVRE, Naissan -ce d’une
hierarchie: les premieres etapes du cursos clerical, París,
Beaucherme 1977; E. SC H I L L E B E E C K, Síntesis teológica
del sacerdocio, Salamanca, San Esteban 1964; J. I. GO N Z
Á L E Z FA U S, Hombres de la Comunidad, Santander,
Sal Terrae 1989.
2.
Santo Tomás, Suma Teológica, III, q. 65, a. 3c.
3
. J. I. GONZÁLEZ FAU S, «El meollo de la involución
eclesial», en Razón y Fe, 220 (1989), nn. 1089/90,
pp. 67-84; «O neoconservadurismo. Um fenomeno social e
religioso», en Concilium, n. 161-1981/1; F. CARTAXOROLI M, « Neoconservadurismo eclesiástico e uma
estrategia política», en REB, 4 9 (1989), pp.
259-281;J. C O M B L I N, «O ressurgimento do tradicionalismo
na teologia latino-americana», en REB, 50 (1990), pp.
44-73; P. BL A N Q U A R T, «Le pape en voyage: la
geopolitique de Jean Paul II», en P. Ladrière y R. Luneau
(dir.), La retour des certitudes Evenements et
orthodoxie depuis Vatican II, P a r í s , Le Centurion
1987, pp. 161-178.
4.
Centro de Pastoral Vergueiro, O caso Leonardo Boff, São
Paulo 1986; J. B. LIBANIO, «A proposito...», Teología, 19
(1984), n. 40, pp. 345-352; «Documentos sobre o processo Boff»,
en SEDOC, 18 (1985), n. 183, cols. 18-30; «Notificacão
romana:luro tem opcões perigosas para a sã doutrina da fe»,
en REB, 45 (1985), n. 178, pp. 404-414; E. F. ALVES, «Notificacão
sobre livro perigoso para sã doutrina», en Grande Sinal, 8
9 (1985), n. 4, pp. 297-310; Íd., «Siléncio obsequioso:
teologo deve calarse por tempo conveniente», en Grande
Sinal, 39 (1985), pp. 455-465.
5.
K. RAHNER, Das freie Wort in der Kirche Einsiedeln, Beuziger
1953.
6
. R. VALLE - M. PITTA, Comunidades eclesiais católicas.
Resultados estatisticos no Brasil, P e t r ó p o l i s ,
CERIS, Vozes 1994.
7.
JOHN P. MELER, Um juden marginal repensando o Jesús histórico,
vol. I: As raizes do problema e da pessoa, Río,
Imago 1993, pp. 341-348.
(Por Joao Batista Libanio)
Revista Éxodo nº 32
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