jueves, 20 de marzo de 2014

Un vademécum para el ecumenismo

Un vademécum para el ecumenismo

José María VIGIL


A principios de 2004, la prensa ha informado que «el Pontificio Consejo para la Unidad de los Cristianos, presidido por el cardenal Walter Kasper, está preparando un vademécum de ecumenismo que sirva de guía a parroquias y diócesis para actividades interconfesionales».
Coincido plenamente con la oportunidad y necesidad de un vademécum semejante, no sólo para las «actividades interconfesionales e interreligiosas», sino también para las actividades ordinarias de la propia vida interna de la comunidad cristiana y eclesial -dentro de la misma confesión, por supuesto-. El ecumenismo no es algo a ser tenido en cuenta sólo en las actividades oficiales de diálogo, o en relaciones o en áreas interconfesionales... sino en la vida toda del cristiano y de la comunidad cristiana. Las celebraciones ordinarias, la eucaristía, la homilía, la catequesis infantil o de adultos, la enseñanza teológica y la formación seminarística, hasta incluso la vida íntima de oración personal... toda la vida del cristiano y de la comunidad cristiana ha de estar embebida de espíritu ecuménico y macroecuménico. El ecumenismo, en efecto, no sólo es «para dialogar con los otros»; también es para vivir permanentemente en espíritu de diálogo interreligioso, aun cuando estamos solos, o «entre nosotros». Más aún: el ecumenismo y el diálogo interreligioso sólo serán útiles si previamente se realiza un «intra-diálogo».
Para ese posible vademécum propongo los siguientes principios, mínimos, aunque utópicos. Más que posibles reglas o letra leguleya, son principios, rasgos de un espíritu. Son en todo caso utópicos, pero es por la utopía por lo que podemos caminar y acelerar la marcha de la Historia. Sugiero, pues, los siguientes principios:
• No hablar ya nunca más de «la» religión verdadera. Todas lo son. Los fenomenólogos de la religión hace tiempo que consideran obsoleta la distinción entre religiones reveladas y naturales. Los mejores teólogos las consideran a «todas reveladas». Aquel antiguo concepto ha de ser abandonado, porque con su mera expresión material introduce supuestos hoy día claramente falsos, y lleva las mentes a la confusión.
• No insistir sin matices en que la religión cristiana tiene la plenitud de la verdad -ni cuantitativa ni cualitativa-: también tiene limitaciones de las que debe hacerse consciente, verdaderos puntos ciegos que debe tratar de compensar. Tales limitaciones se han expresado y todavía se expresan en fallos históricos patentes que no cabe atribuir evasivamente a «algunos hijos de la Iglesia», sino que responden a prácticas oficializadas, conscientemente consentidas, teológicamente justificadas y mayoritariamente aceptadas, frutos de una limitación estructural. Ignorar estas limitaciones, callarlas positivamente o no llamar la atención hacia ellas para reconocerlas y superarlas, es de alguna manera una forma de continuarlas y perpetuarlas.
• Es imperativo abandonar ya el inclusivismo y aceptar el pluralismo de las vías de salvación. Igual que fue posible superar el exclusivismo («fuera de la Iglesia no hay salvación») que el cristianismo profesó persistentemente, como un dogma, durante más de un milenio y medio, así ha de ser posible hoy abandonar su nueva versión, el inclusivismo actualmente oficial («fuera de Cristo no hay salvación»). Lamen-tablemente, hoy por hoy, la institución eclesiástica católica es rehén de las afirmaciones «dogmáticas» que ella misma ha elaborado, a las que atribuye una exterioridad revelatoria y una procedencia cuasidivina que paralizan la reflexión teológica. La institución como tal no podrá cambiar hasta que se dé una nueva revolución teórica en su seno, lo cual es más probable de lo que parece aunque en la coyuntura actual no sea previsible, por el momento. Mientras tanto, sólo la posición decidida de los cristianos clarividentes liberados del miedo prestará un servicio real a la actualización de la teología. Todos los cristianos/as, desde los teólogos de palacio hasta el más humilde de los/as catequistas, tienen el derecho y el deber de hacer avanzar a la comunidad cristiana haciendo suyo este nuevo paradigma teológico que se nos impone por su evidencia a pesar de los miedos institucionales y las coerciones parálizantes.
• Es urgente abandonar el mito de que Dios quería una única religión, y la idea de que, en consecuencia, todas las demás son errores humanos. Es cierto que ese mito está de alguna manera reflejado en la Biblia... como tantos otros pensamientos míticos que hace tiempo sabemos distinguir de su genuino mensaje religioso. Cada religión es un destello de la infinita Luz de Dios que brota en el ser humano, mejor o peor reflejada. El pluralismo religioso no es negativo, como clásicamente se ha pensado. Es bueno y, además, no hay por qué reducirlo. Una única religión mundial hoy por hoy no es probable, pero ni siquiera es deseable como estado final de la humanidad. Una misión ad gentes que pretenda positivamente convertir a todo el mundo a su propia religión, es una misión que trata de corregir a Dios y su pluriforme voluntad salvífica.

• No existe «el» pueblo elegido. Ni lo fue el pueblo judío, ni lo son los cristianos. Es cierto que esto está de alguna manera en la Biblia, pero lo está como una de tantas perspectivas propias de la infancia de la Humanidad. Todos los pueblos primitivos se han creído a sí mismos «los» elegidos. Pero Dios no es injusto, y ama y elige a todos los pueblos.
• Hoy por hoy, las actitudes ecuménicas, dialogantes, abiertas, tolerantes, optimistas... de Jesús siguen siendo el mejor modelo que el cristianismo puede ofrecer y adoptar en lo referente al ecumenismo y al diálogo interreligioso. Son también el mejor modelo que el cristianismo debe aplicarse a sí mismo -y ello es una tarea todavía en buena parte pendiente, dado que cuando el movimiento de Jesús pasó a ser en el siglo IV la religión del imperio romano, abandonó la práctica de Jesús en este aspecto y adoptó las prácticas institucionales de la «religión de Estado» del imperio romano.
• Es necesario reconsiderar el dogma cristológico de Nicea-Calcedonia, que funge como un «enclave de fundamentalismo» dentro del cristianismo. No limitarse a reinterpretarlo dejando intacta su afirmación básica, sino afrontar también la raíz: ¿cómo surgió, de dónde procede, quién la sancionó realmente, con qué autoridad, con qué validez significativa? No se puede hacer consistir la esencia del cristianismo en la canonización de las reflexiones de unas comunidades primitivas, consideradas indebidamente como palabra de Dios ya cerrada, y como irreformables, por encima del mensaje mismo de Jesús y de la práctica del amor. Eso empequeñece a Dios, a Jesús y al cristianismo. Y al ser humano.
• Hay que reconfirmar y aceptar definitivamente que nadie está en «situación gravemente deficitaria de salvación» por razón de la religión en que ha nacido o en la que vive. No podemos creer en un Dios injusto. No podemos aceptar que lo nuestro es fe, y que la fe de los demás es simplemente «creencias». Por sentido común, y por el imperativo del amor, debemos conceder a las prácticas religiosas de los demás, el mismo presupuesto de validez y de calidad que queremos que sean concedidos y reconocidos a las nuestras.
• El tiempo de las misiones clásicas ha pasado. La misión proselitista no se funda en Jesús... Los textos neotestamentarios que equivocadamente se aducen a su favor, ni son palabras de Jesús, ni tienen fundamento histórico en su praxis conocida. El proselitismo ha de ser abandonado y prohibido. La misión sólo es legítima si va dispuesta a anunciar tanto como a escuchar, a aprender y recibir tanto cuanto a compartir. La misión no es «diálogo y anuncio» si se trata de un diálogo que sólo intenta posibilitar el anuncio. Sólo es legítima la misión que piensa en un anuncio «mutuo»: en espíritu de ecumenismo, no se puede anunciar a los otros si no se desea y se acepta simultánea y sinceramente el anuncio ajeno.
La misión de la misión no es otra que la extensión del amor, el compartir por el diálogo interreligioso y la petición de perdón. La única «conversión de los otros» que los misioneros deben pretender es una «conversión al Reino de Dios» -con el nombre que le den esos otros-, no cambiando de religión, en principio, sino profundizando su respuesta al Dios del Reino que universalmente se hace presente en todas las religiones -con el lenguaje, las categorías, los modos... propios de cada una de ellas-, «por los muchos caminos de Dios».
• Una ética sincera de la libertad, que renunciara a los medios coercitivos heredados (conquistas, inquisición, estados confesionales, colonialismos, falta de libertad religiosa, presión social, proselitismo...) y a los aún practicados (bautismo de niños, peso de la inercia sociológica de las tradiciones, alianzas con los poderes sociales...) reduciría a los cristianos una magnitud cuantitativa más humilde y verdadera. Por eso la crisis de disminución numérica puede ser una crisis de crecimiento en calidad y en verdad, y debe ser saludada con optimismo y aprovechada con sinceridad.
• Asumir la «Regla de oro» -«trata a los demás como quieres que los demás te traten a ti», presente en todas las grandes religiones del mundo con expresiones casi literalmente idénticas- como el programa práctico de diálogo interreligioso: lo mejor que pueden hacer las religiones es ponerse juntas al servicio de la Vida y de la Paz del mundo desde la Opción por los pobres. Ése es el camino para la deseada «unidad» -no unificación-. Y sería el mejor «vade-mécum».

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