Las bienaventuranzas se presentan a nosotros, en el primer Evangelio, como la
apertura magistral de la predicación de Jesús, como su respuesta a la cuestión
de la esperanza. Se sitúan en la línea de la esperanza judía mantenida por las
promesas dirigidas a Abraham, a Moisés, a David, pero la elevan a un nivel
superior, fijándole como término, no ya una tierra a ocupar y defender, sino el
Reino de los cielos que viene. Las bienaventuranzas «realizan» así la esperanza
del Antiguo Testamento, del mismo modo que la Ley evangélica que las sigue
«realiza» los preceptos de la Ley mosaica.
Las bienaventuranzas evangélicas, en virtud de la realidad que significan, son
suficientemente ricas para permitir varias explicaciones convergentes. La
tradición latina, siguiendo a Ambrosio y Agustín, las ha interpretado como la
descripción del itinerario espiritual del cristiano, en siete u ocho etapas, que
van desde la pobreza y la humildad hasta la paz y la sabiduría de los hijos de
Dios o al testimonio del martirio. Con todo, cuando se examina atentamente el
texto de san Mateo, vemos aparecer, como en la trama de un tejido, otra capa,
que no excluye la primera, pero que atraviesa cada una de las bienaventuranzas.
Desde este punto de vista, se puede decir que las bienaventuranzas están como
trenzadas, en el fondo y en su forma literaria, con tres hilos de pensamiento,
que corresponden a las tres etapas que hemos distinguido en la
historia de Abraham: el hilo de la promesa de felicidad en primer lugar, el hilo
de la prueba en medio, y el hilo de la recompensa al final.
El hilo de la promesa
El hilo de la promesa está constituido por la repetición del término
«bienaventurados», que evoca todas las promesas de felicidad, los «makarismos»,
que encontramos un poco por todas partes en el Antiguo y en el Nuevo Testamento.
Esa es la primera palabra del salterio: «Bienaventurado el hombre... que se
complace en la Ley de Dios», o también: «Señor, Dios del universo,
bienaventurado el hombre que espera en ti» (Sal 83, 13). Podemos pensar también
en la bienaventuranza de María pronunciada por Isabel: «Bienaventurada la que ha
creído en el cumplimiento de lo que le fue dicho de parte del Señor» (Lc 1, 45),
y en la dirigida a Simón-Pedro tras su profesión de fe. No obstante, las
bienaventuranzas evangélicas constituyen un conjunto único en la Biblia por su
número y su coordinación. Cabe considerarlas como un punto de concentración de
las promesas de Dios.
Como explica santo Tomás en su comentario a san Mateo, que perfecciona la
exposición de la Suma (I-II, q. 69), las bienaventuranzas brindan una respuesta
a la cuestión de la felicidad, que supera y sustituye la respuesta de todos los
filósofos: aparta las respuestas falsas, basadas en la riqueza o el placer (la
vida voluptuosa), corrige las respuestas imperfectas basadas en la virtud (la
vida activa) o la contemplación aquí abajo. Sin embargo, en el contexto bíblico,
las bienaventuranzas contienen más que la solución a un problema filosófico, por
muy importante que sea éste. Emanan de una iniciativa divina por medio de una
promesa que suscita una esperanza nueva y reclama la fe, como hemos visto en el
caso de Abraham. Estas promesas
corresponden, sin duda, al deseo natural de felicidad, pero sobrepasan la
esperanza humana por su objeto, el Reino de los cielos, y la transforman
haciendo que nos apoyemos en el poder de Dios más bien que en la fuerza del
hombre. La primera frase de las bienaventuranzas contiene ya, por consiguiente,
una llamada a la fe en Cristo, que las proclama para fundamentar la esperanza.
Esta no nos deja solos; ya desde su primer movimiento- os asocia a la gracia de
Dios, que viene hacia nosotros. De ella recibe su impulso y abre ante nosotros
el amplio horizonte de los designios de Dios.
El hilo de la prueba
El segundo hilo de las bienaventuranzas, que ocupa la etapa intermedia, señala
el tiempo de la prueba, de un modo claro para las cuatro bienaventuranzas de
base: la pobreza, el llanto o el duelo, el hambre y la sed, la persecución junto
con la calumnia, y de modo implícito para las bienaventuranzas añadidas por
Mateo, pues la mansedumbre oculta la prueba de la violencia, la misericordia
supone la injusticia que se perdona o la miseria que se alivia, la pureza
combate la impureza y la doblez, mientras que el espíritu pacífico lucha contra
la guerra.
Por este lado, las bienaventuranzas se disponen formando un contraste completo
en relación con nuestros puntos de vista sobre la felicidad, que la asocian de
manera espontánea con la riqueza, el goce, la saciedad, la posesión de
la fuerza y la habilidad, que garantizan el
éxito y el favor de la opinión pública. Las bienaventuranzas derriban nuestras
ideas y nuestros sentimientos sobre la felicidad. Yendo más al fondo, nos
revelan la prueba que nos espera, de una forma o de otra, y en dónde nos será
planteada, más allá de las palabras, en la soledad ante Dios, la cuestión
decisiva sobre la esperanza: ¿te atreverás a poner tu esperanza en la Palabra de
Cristo en el momento en que experimentes tú mismo la pobreza, el sufrimiento, la
injusticia? Tomando conciencia de tu debilidad, ¿serás capaz de poner tu
confianza en la fuerza de Dios y obedecer a la voz que te llama interiormente a
comprometerte por el camino misterioso y seguro del Reino? En tales momentos es
cuando la Palabra del Evangelio se actualiza para nosotros y se convierte en una
realidad viva. Las bienaventuranzas realizan así en nosotros un trabajo
comparable al del arado, que penetra profundamente en la tierra, la revuelve con
sus malas hierbas, y cava el surco donde será sembrado y germinará el buen
grano.
Mediante esta esperanza, las bienaventuranzas transforman nuestra vida y
producen un desprendimiento progresivo en relación con nuestros instintos de
posesión, de goce, de dominio; purifican nuestro corazón, a la manera de
Abraham en su consentimiento al sacrificio; nos preparan para acoger el amor de
Cristo, que nos hace dignos de ser llamados «hijos de Dios». De este modo, las
bienaventuranzas cumplen el anuncio inicial: «¡Convertíos, pues el Reino de los
cielos está cerca!»
El hilo de la recompensa
El tercer hilo de las bienaventuranzas significa el
cumplimiento de la promesa bajo la forma
del Reino de los cielos, presentado en diferentes
aspectos que corresponden a cada bienaventuranza: el consuelo, la satisfacción,
la misericordia, la visión de Dios, la cualidad de hijos de Dios, la alegría y
la dicha. Podemos llamarlo también, con santo Tomás, el hilo de la recompensa, a
condición de no ver en ello el mérito de nuestros exclusivos esfuerzos, sino la
obra de la gracia del Espíritu actuando en el movimiento de la esperanza. Así,
san Agustín tuvo la buena idea de poner las bienaventuranzas en relación con los
dones del Espíritu Santo, según la enumeración de Isaías, estimando que no se
puede recorrer el camino que estas describen sin la ayuda continua de la gracia.
En relación con estas recompensas, observa santo Tomás que su realización
comienza ya desde esta vida y que procuran su verdadero objeto al deseo de
aquellos mismos que ponen su felicidad en bienes perecederos y engañosos, ya que
el Reino de los cielos contiene la riqueza, aunque espiritual; procura la
alegría y la paz que desean, etc. (I-II, q. 69, a. 4). De ahí podemos inducir
que la esperanza evangélica, en virtud de estar sólidamente adherida a Cristo,
es capaz de asumir cualquier esperanza humana, rectificándola y ordenándola al
Reino de los cielos, especialmente a través de la mansedumbre, el espíritu de
justicia, la misericordia y la voluntad de paz.
Las bienaventuranzas, puestas al comienzo del Sermón de la montaña, dominan esta
enseñanza de Jesús, que podemos considerar como la carta magna de la vida
evangélica, como la regla fundamental de toda espiritualidad cristiana. Ellas
sitúan esta doctrina bajo el signo de la esperanza en vistas al Reino de los
cielos y nos muestran las tres etapas esenciales del movimiento que conduce a
él. Por eso encontraremos esta dialéctica en toda vocación cristiana, empezando
por la de los apóstoles, que el Evangelio nos propone como modelo. Tras haber
sido llamados a dejarlo todo para seguir a Jesús, su esperanza quedará como
aniquilada por la prueba de la Pasión, antes de resurgir con una seguridad sin
par, cuando hayan recibido el don del Espíritu.
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