jueves, 17 de abril de 2014

BIENAVENTURANZAS - ESPERANZA.

Las bienaventuranzas se presentan a nosotros, en el primer Evangelio, como la apertura magistral de la predicación de Jesús, como su respuesta a la cuestión de la esperanza. Se sitúan en la línea de la esperanza judía mantenida por las promesas dirigidas a Abraham, a Moisés, a David, pero la elevan a un nivel superior, fijándole como término, no ya una tierra a ocupar y defender, sino el Reino de los cielos que viene. Las bienaventuranzas «realizan» así la esperanza del Antiguo Testamento, del mismo modo que la Ley evangélica que las sigue «realiza» los preceptos de la Ley mosaica.
Las bienaventuranzas evangélicas, en virtud de la realidad que significan, son suficientemente ricas para permitir varias explicaciones convergentes. La tradición latina, siguiendo a Ambrosio y Agustín, las ha interpretado como la descripción del itinerario espiritual del cristiano, en siete u ocho etapas, que van desde la pobreza y la humildad hasta la paz y la sabiduría de los hijos de Dios o al testimonio del martirio. Con todo, cuando se examina atentamente el texto de san Mateo, vemos aparecer, como en la trama de un tejido, otra capa, que no excluye la primera, pero que atraviesa cada una de las bienaventuranzas. Desde este punto de vista, se puede decir que las bienaventuranzas están como trenzadas, en el fondo y en su forma literaria, con tres hilos de pensamiento, que corresponden a las tres etapas que hemos distinguido en la historia de Abraham: el hilo de la promesa de felicidad en primer lugar, el hilo de la prueba en medio, y el hilo de la recompensa al final.
El hilo de la promesa
El hilo de la promesa está constituido por la repetición del término «bienaventurados», que evoca todas las promesas de felicidad, los «makarismos», que encontramos un poco por todas partes en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Esa es la primera palabra del salterio: «Bienaventurado el hombre... que se complace en la Ley de Dios», o también: «Señor, Dios del universo, bienaventurado el hombre que espera en ti» (Sal 83, 13). Podemos pensar también en la bienaventuranza de María pronunciada por Isabel: «Bienaventurada la que ha creído en el cumplimiento de lo que le fue dicho de parte del Señor» (Lc 1, 45), y en la dirigida a Simón-Pedro tras su profesión de fe. No obstante, las bienaventuranzas evangélicas constituyen un conjunto único en la Biblia por su número y su coordinación. Cabe considerarlas como un punto de concentración de las promesas de Dios.

Como explica santo Tomás en su comentario a san Mateo, que perfecciona la exposición de la Suma (I-II, q. 69), las bienaventuranzas brindan una respuesta a la cuestión de la felicidad, que supera y sustituye la respuesta de todos los filósofos: aparta las respuestas falsas, basadas en la riqueza o el placer (la vida voluptuosa), corrige las respuestas imperfectas basadas en la virtud (la vida activa) o la contemplación aquí abajo. Sin embargo, en el contexto bíblico, las bienaventuranzas contienen más que la solución a un problema filosófico, por muy importante que sea éste. Emanan de una iniciativa divina por medio de una promesa que suscita una esperanza nueva y reclama la fe, como hemos visto en el caso de Abraham. Estas promesas corresponden, sin duda, al deseo natural de felicidad, pero sobrepasan la esperanza humana por su objeto, el Reino de los cielos, y la transforman haciendo que nos apoyemos en el poder de Dios más bien que en la fuerza del hombre. La primera frase de las bienaventuranzas contiene ya, por consiguiente, una llamada a la fe en Cristo, que las proclama para fundamentar la esperanza. Esta no nos deja solos; ya desde su primer movimiento- os asocia a la gracia de Dios, que viene hacia nosotros. De ella recibe su impulso y abre ante nosotros el amplio horizonte de los designios de Dios.
El hilo de la prueba
El segundo hilo de las bienaventuranzas, que ocupa la etapa intermedia, señala el tiempo de la prueba, de un modo claro para las cuatro bienaventuranzas de base: la pobreza, el llanto o el duelo, el hambre y la sed, la persecución junto con la calumnia, y de modo implícito para las bienaventuranzas añadidas por Mateo, pues la mansedumbre oculta la prueba de la violencia, la misericordia supone la injusticia que se perdona o la miseria que se alivia, la pureza combate la impureza y la doblez, mientras que el espíritu pacífico lucha contra la guerra.
Por este lado, las bienaventuranzas se disponen formando un contraste completo en relación con nuestros puntos de vista sobre la felicidad, que la asocian de manera espontánea con la riqueza, el goce, la saciedad, la posesión de la fuerza y la habilidad, que garantizan el éxito y el favor de la opinión pública. Las bienaventuranzas derriban nuestras ideas y nuestros sentimientos sobre la felicidad. Yendo más al fondo, nos revelan la prueba que nos espera, de una forma o de otra, y en dónde nos será planteada, más allá de las palabras, en la soledad ante Dios, la cuestión decisiva sobre la esperanza: ¿te atreverás a poner tu esperanza en la Palabra de Cristo en el momento en que experimentes tú mismo la pobreza, el sufrimiento, la injusticia? Tomando conciencia de tu debilidad, ¿serás capaz de poner tu confianza en la fuerza de Dios y obedecer a la voz que te llama interiormente a comprometerte por el camino misterioso y seguro del Reino? En tales momentos es cuando la Palabra del Evangelio se actualiza para nosotros y se convierte en una realidad viva. Las bienaventuranzas realizan así en nosotros un trabajo comparable al del arado, que penetra profundamente en la tierra, la revuelve con sus malas hierbas, y cava el surco donde será sembrado y germinará el buen grano.
Mediante esta esperanza, las bienaventuranzas transforman nuestra vida y producen un desprendimiento progresivo en relación con nuestros instintos de posesión, de goce, de dominio; purifican nuestro corazón, a la manera de
Abraham en su consentimiento al sacrificio; nos preparan para acoger el amor de Cristo, que nos hace dignos de ser llamados «hijos de Dios». De este modo, las bienaventuranzas cumplen el anuncio inicial: «¡Convertíos, pues el Reino de los cielos está cerca!»
El hilo de la recompensa
El tercer hilo de las bienaventuranzas significa el cumplimiento de la promesa bajo la forma del Reino de los cielos, presentado en diferentes aspectos que corresponden a cada bienaventuranza: el consuelo, la satisfacción, la misericordia, la visión de Dios, la cualidad de hijos de Dios, la alegría y la dicha. Podemos llamarlo también, con santo Tomás, el hilo de la recompensa, a condición de no ver en ello el mérito de nuestros exclusivos esfuerzos, sino la obra de la gracia del Espíritu actuando en el movimiento de la esperanza. Así, san Agustín tuvo la buena idea de poner las bienaventuranzas en relación con los dones del Espíritu Santo, según la enumeración de Isaías, estimando que no se puede recorrer el camino que estas describen sin la ayuda continua de la gracia.
En relación con estas recompensas, observa santo Tomás que su realización comienza ya desde esta vida y que procuran su verdadero objeto al deseo de aquellos mismos que ponen su felicidad en bienes perecederos y engañosos, ya que el Reino de los cielos contiene la riqueza, aunque espiritual; procura la alegría y la paz que desean, etc. (I-II, q. 69, a. 4). De ahí podemos inducir que la esperanza evangélica, en virtud de estar sólidamente adherida a Cristo, es capaz de asumir cualquier esperanza humana, rectificándola y ordenándola al Reino de los cielos, especialmente a través de la mansedumbre, el espíritu de justicia, la misericordia y la voluntad de paz.
Las bienaventuranzas, puestas al comienzo del Sermón de la montaña, dominan esta enseñanza de Jesús, que podemos considerar como la carta magna de la vida evangélica, como la regla fundamental de toda espiritualidad cristiana. Ellas sitúan esta doctrina bajo el signo de la esperanza en vistas al Reino de los cielos y nos muestran las tres etapas esenciales del movimiento que conduce a él. Por eso encontraremos esta dialéctica en toda vocación cristiana, empezando por la de los apóstoles, que el Evangelio nos propone como modelo. Tras haber sido llamados a dejarlo todo para seguir a Jesús, su esperanza quedará como aniquilada por la prueba de la Pasión, antes de resurgir con una seguridad sin par, cuando hayan recibido el don del Espíritu.

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