I.
Peculiaridad del mundo bizantino
La
constitución del mundo bizantino no significa el despertar de un pueblo carente
de historia a la conciencia histórica, ni la entrada de una joven nación «bárbara»
en la antigua cultura grecorromana del Mediterráneo. Más bien, B. es
precisamente una forma tardía de esta cultura mediterránea con todo lo que eso
implica; es una forma tardía del imperio romano, del antiguo mundo espiritual
de los griegos y de la clásica actitud vital mediterránea. El mundo bizantino
percibe las formas heredadas como clásicas y desde su constitución se siente
altamente obligado a lo clásico. Esto explica la postura conservadora,
frecuentemente rígida e improductiva, la tendencia a la imitación mimética,
la suplantación de la fuerza de creación literaria por un juego de variaciones
con los elementos recibidos y con el carácter ilusionista de toda consideración
del presente. La continuación del desarrollo frente a la antigüedad se realiza
latentemente y sin grandes derrumbamientos, y lo nuevo que se va formando no
consiste tanto en una transformación total de los valores heredados, cuanto en
un desplazamiento del centro de gravedad y en la colocación de nuevos acentos,
de los cuales el más importante es el cristiano.
En
lo geográfico resultó decisiva la traslación del centro del imperio desde
Roma a Constantinopla. Con ello el oriente, que tanto por motivos religiosos
como por su autoestima filosófica muy difícilmente podía ocultar su desprecio
a la Roma pagana, recibió un nuevo y tranquilo centro de gravitación, el cual
pronto había de someter a su fuerza de atracción todas las manifestaciones
vitales de la parte oriental del imperio, pero también había de convertirse
pronto en terreno fértil para las animosidades contra una Roma transformada,
cristianizada. Esta segunda Roma del Bósforo era nueva y joven ante todo porque
ya de antemano fue concebida como ciudad cristiana, y no tenía recuerdos
paganos dignos de mención. Pero también era nueva porque el emperador romano,
que fijó allí su residencia, se atribuía a sí mismo una función
manifiestamente cristiana, en virtud de la cual ocupaba en la Iglesia un puesto
que antes nadie había ocupado. El emperador bizantino conservó esta posición
excepcional hasta el derrumbamiento del imperio en el s. xv. Tal posición se
explica solamente por la peculiaridad de la «conversión» de Constantino el
Grande, el primer emperador «bizantino». Constantino no fue catequizado y
convertido via ordinaria por hombres de la Iglesia. A base de una
propaganda bien dirigida, este emperador supo hacer agradable al mundo cristiano
la concepción que él tenía de sí mismo, innegablemente sincera. Según esta
autoconcepción, Constantino fue llamado al cristianismo directamente por Dios
en virtud de un designio especial de su gracia. La meta de esa vocación era, no
la salvación personal del emperador, sino dar al cristianismo un protector
iluminado, una personalidad rectora inmediatamente inspirada por Dios.
Como
la Iglesia no rechazó esta propaganda del emperador - la teología oriental
concede gustosamente a los caminos extraordinarios de la gracia la primacía
sobre la fijación sacramental de la administración de la gracia divina
- y como pronto se dejó de hacer ninguna distinción entre Constantino y sus
sucesores, la posición del emperador en la Iglesia quedó en principio
substraída a todo análisis canonístico. Ella es y permanece carismática y,
con ello, está exenta de todo ataque. Sólo se niega al emperador lo que en la
Iglesia misma se ha hecho canónicamente definible, la potestad sacramental de
las órdenes superiores. Continúa igualmente el respeto de los emperadores a
las «autoridades», a las decisiones dogmáticas no roboradas por ningún
decreto sinodal; las excepciones de la regla son más raras de lo que
generalmente se supone. Sin embargo esto no excluye al emperador de los debates
teológicos. Ese concepto de Iglesia, en el fondo constantiniano, se mantiene a
través de toda la época bizantina. Sólo en situaciones especialmente
críticas se producen intentos de modificarlo, pero éstos no son frecuentes y
no tienen consecuencias transcendentales. Así la Iglesia bizantina no llega
nunca a comprenderse a sí misma como sociedad perfecta, a levantar un edificio
intelectual con la idea de la jerarquía en su cima, a distanciarse eficazmente
del estado. Donde mejor se hace visible la vida propia de la Iglesia bizantina
es en su contraste con los que creen distintamente o con otras instituciones
eclesiásticas al margen o fuera del imperio. En su dimensión interna esta
Iglesia se manifiesta preferentemente en la liturgia, en la vida espiritual y en
el arte, en la literatura y en la poesía espirituales. Es aquí donde hay que
buscar lo positivo, pero no en el campo de la «política eclesiástica», y ni
siquiera en el de la teología científica, pues ésta es patrimonio común de
todos los bizantinos formados y en realidad constituye un corolario de la
formación general de tipo humanista que es propia de una clase o de una
profesión.
En
su esfuerzo en torno a la propia comprensión dogmática la Iglesia bizantina
echa mano con toda naturalidad de la sincretista cultura filosófica de la
antigüedad posterior, asume sus formas de pensamiento y su postura con
relación al problema de la penetración intelectual de las experiencias y
afirmaciones religiosas, así como al de la posibilidad de definirlas (->
helenismo y cristianismo). De este encuentro surge el concepto de «ortodoxia»,
como expresión preferentemente intelectual de la recta fe y esperanza, e
incluso del recto amor. En esta sociedad indiferenciada la exclusividad del
concepto y su uso formalista, condicionado por el tiempo, lo convierten en un
rasgo típico de lo bizantino en cuanto tal y, con ello, también en nota
distintiva de la pertenencia al imperio, por lo menos en el ámbito ideológico.
La angustiadora consecuencia de esto es una creciente aproximación, incluso una
equiparación, entre política y religión, entre expansión y misión, entre
instinto de conservación política y canonización dogmática de substratos
religiosos condicionados por la cultura.
II.
Diversas épocas
1.
La primera época bizantina (desde el 330 al 650 aproximadamente) muestra
ya las primeras consecuencias que para todo el imperio habían de derivarse de
la estructura inicial de este mundo bizantino. El concepto cada vez más radical
de ortodoxia, que todavía era extraño a Constantino el Grande cuando él
apareció en el mundo oriental, obligó a pasar en el terreno
político-religioso de un principio de paridad y tolerancia, al cual Constantino
mismo permaneció inquebrantablemente fiel, a una política de unidad religiosa
estatalmente dirigida. El resultado ciertamente no fue la conversión de las
grandes unidades heréticas, por ejemplo, de los nestorianos y de los
monofisitas, sino un alejamiento frente al régim=n imperial, alejamiento que
iba mano a mano con la aversión contra la ortodoxia fomentada desde
Constantinopla. Consecuentemente, el resultado fue la formación de un
confesionalismo con cariz «nacional», el cual estaba dispuesto a sacrificar la
fidelidad al emperador y al imperio en aras del propio interés confesional, por
la razón de que este imperio se había atado confesionalmente.
El
progresivo matiz estatal de la teología ortodoxa hizo también que, desde
mediados del s. v aproximadamente, se atrofiara el ímpetu de la libre
especulación teológica en favor de demostraciones «encadenadas» a base de
lugares patrísticos, así como en favor de una variación cada vez más
estéril de determinadas fórmulas dogmáticas, que como meras fórmulas
comenzaron a desprenderse del suelo patrio de su origen religioso. Se cae de su
peso el hecho de que, con la evolución de la vida cristiana en el ámbito
público y privado de una sociedad que no conocía ningún cristianismo
distanciado del mundo, la ética cristiana
no pudiera mantenerse en pie. Esto condujo a que los restos de paganismo, los
cuales antes sólo subsistían fundidos con lo cristiano, superaran su complejo
de inferioridad y, sobre todo en la literatura, intentaran nuevamente presentar
sus ideales en forma aceptable. Sin embargo, una reacción radical del
paganismo, como la intentada por el emperador Juliano (361363), tuvo que
fracasar; no sólo porque su entusiasta -->neoplatonismo abundaba demasiado
en ideas esotéricas, sino también porque el cristianismo cotidiano ya había
asimilado ampliamente el sustrato cultual de los tiempos antiguos, y, para una
literatura misional pagana de altos vuelos, el círculo de los entendidos era ya
demasiado pequeño en el decadente mundo cultural de la antigüedad tardía.
Pero
la reacción religiosa contra la desviación de la sociedad bizantina de la
primera época fue el monacato. Es significativo que éste surgiera allí
donde la teología imperial de la alta sociedad quedaba muy lejos, en el
desierto de Egipto, de Siria y de Palestina, mientras, en forma igualmente
significativa, sólo más tarde pudo arraigar en la capital. El monacato se
formó, no como perfección de aquello por lo que se interesaba la sociedad
cristiana de la época, sino en oposición a ello. Por eso no se concebía como
cumplimiento de un consejo evangélico <supererogatorio», sino, simplemente,
como la forma legítima del cristianismo. Esto llevó consigo que el
cristianismo bizantino de la primera época adoptara con relación al mundo una
postura que no tenía el carácter de un complemento o de una sublimación, sino
que vivía más bien de una negación, aun cuando acá y allá los extremos
opuestos empezaron a nivelarse. Ya por principio sólo pudo decidirse a una
acción espiritual introvertida dentro del mundo. ¡Es el estilita que ya no
abandona su columna, sino que, en su retiro, recomienda a sus veneradores a la
gracia del final de los tiempos! En estos círculos monacales surge una
literatura que, libre de los formalismos de los escritos dogmáticos, en parte
por iniciativa propia y en parte conectando con el espiritualismo de un
Orígenes, destaca el carácter carismático del estado monacal, resiste no sin
éxito a los intentos de la jerarquía de apoderarse de ella, aunque a precio de
caer a veces en el lazo de los jueces de herejes, pero, en conjunto, representa
la espiritualidad de la teología bizantina durante siglos. En las biografías
de monjes hallamos también el modelo que será típico de todas las vidas de
santos. Y esas biografías eran igualmente las inasequibles imágenes directivas
para el cristiano bizantino en el mundo.
2.
La edad media bizantina (desde el 650 aproximadamente al 1204) empieza
con la pérdida de amplias regiones del imperio (Siria, Palestina, Egipto y
África), que pasan al Islam. Por eso el resto del imperio queda castigado en la
administración, la economía y las formas de expresión cultural. Las pérdidas
en política exterior libran al imperio de la carga de los grupos heterodoxos de
los monofisitas; y ahora éste, más pequeño, pero más unitario que nunca,
consolida su vida propia en todos los campos y también en el eclesiástico,
encerrándose cada vez más en su caparazón dogmático y ritual. En la gran
lucha iconoclasta (726-787 y 815-842) la ortodoxia, abandonando todos los restos
puritanos de la Iglesia antigua, encuentra una forma adecuada de culto, sin
tener que lamentar la separación de ningún grupo de herejes como consecuencia
de las violentas discusiones. Ya antes, en el sínodo de Trullo (691), la
Iglesia bizantina había conquistado una posición ritual y jurídicamente
privilegiada, poniendo así el fundamento para un alejamiento litúrgico y
dogmático de la Iglesia romana. El conflicto con ésta era inevitable porque,
aparte los problemas relativos al culto y a la fe, el pensamiento romano del
primado, acentuado cada vez más fuertemente, tenía que rebotar contra la
coraza de la compleja pero indisoluble unidad entre imperio mundial, Estado,
Iglesia y vida ritual y cultural. Los períodos tranquilos en la relación entre
Roma y B. fueron siempre aquellos en que ambas partes no tenían nada que
decirse. La lucha bajo el patriarca Focio interrumpió la peligrosa tranquilidad
y lo mismo hizo el así llamado cisma de Cerulario (1054), sin trazar, con todo,
una definitiva línea de separación, pues se temía «definir» el estado de
cisma. El -+ cisma oriental ha de entenderse más como un estado permanente de
animosidad que como consecuencia de una decisión solemne y definitiva, por lo
menos en la época a la que nos referimos.
Cuanto
B. se distanciaba más de Roma, con tanta mayor intensidad procuraba ganarse los pueblos eslavos de los Balcanes y de Rusia.
Con ello se creó un bloque ortodoxo de gran duración, cuyo sustrato
ideológico todavía en la actualidad es muy semejante al que estaba en vigor en
el imperio bizantino. B. pudo contar casi siempre con la fidelidad de este
bloque de cara al exterior, a pesar de todas las fricciones internas.
Con
su errónea política frente a la sede romana, B. había expulsado al papado de
la antigua unidad mediterránea y lo había echado en brazos de los germanos.
Este nuevo lazo se solidifica, y paso a paso todo occidente se ve mezclado en el
conflicto eclesiástico entre Roma y Constantinopla, tomando, naturalmente, el
partido de Roma. El occidente, tan poco pluralista como B., extiende el
conflicto hasta el campo de la contienda política. El despertar económico y
espiritual de occidente en la alta edad media le hace ganar además una
conciencia de sí mismo por la que ya no está dispuesto a reconocer las
pretensiones de monopolio por parte del oriente. Pero B., ante las nuevas
invasiones de pueblos, precisamente en los s. xi y xII se ve necesitado de la
ayuda de este occidente, y la compra con la renuncia a su autarquía económica
y a su cerrado sistema político. Frente a esta renuncia política, la
jerarquía bizantina se une más estrechamente y por primera vez se manifiesta
como estamento, distanciándose del emperador. La consecuencia es el
derrumbamiento de la política imperial unitaria, ante todo en relación con
occidente. Cuando los emperadores, por motivos políticos, buscan la unión, la
Iglesia bizantina se opone. El imperio medio de B. se había disuelto antes de
que en el año 1204 Constantinopla fuera fácil presa de los cruzados.
3.
La época posterior de B. (1204-1453) intentó inútilmente resolver los
problemas que el s. xii le había dejado en herencia. Ciertamente, debido a la
insanable escisión entre las ciudades de los cruzados en el antiguo suelo
bizantino, ya en 1261 fue posible reconquistar Constantinopla, la capital, pero
con ello ni los problemas económicos ni los eclesiásticos se acercaron a una
solución. El potencial del nuevo imperio no bastaba para hacer frente a las
exigencias que la posesión de Constantinopla implicaba.
En
esa situación, la unión se convierte en una arma política, que, sin embargo,
nadie piensa tomar en serio en un profundo
sentido religioso. Lyón (1274) es un mero episodio. Cuanto el emperador
necesita más urgentemente el apoyo del papado, tanto más rudamente se opone el
clero, ahora fortalecido especialmente por un monacato militante. Con todo, la
evolución no sigue una sola vía. La crema espiritual de la sociedad se
distancia poco a poco de la controversia dogmática; la ortodoxia en sentido
específico pasa a ser fachada externa. El interés de los cultos se centra en
el caudal esotérico de la antigüedad clásica, preparando así el terreno para
un prometedor renacimiento, que, evidentemente, en el suelo griego ya no tiene
ningún futuro. algunos, como Georgios Gemistos (Plethon) van tan lejos que no
sólo dan nueva vida a los estudios clásicos, sino, que incluso alaban el
espíritu del paganismo clásico como medio para una regeneración del imperio,
en oposición al cristianismo eclesiástico. Otros toman en serio la discusión
con occidente, aprenden latín y leen los escritos de un Agustín, de un Tomás
y de un Anselmo, que llegan incluso a traducir al griego. Pero ninguno de estos
grupos es capaz de alcanzar una mayoría.
Ciertamente,
no en oposición a estos < amigos de los latinos», pero a la larga bajo el
aliento de esa oposición, surge en el marco de la ortodoxia estricta una
corriente místico-dogmática, la dirección hesicástica de Gregorios Palamas
(s. xiv), que libera a priori la ortodoxia de los peligros de la dialéctica
escolástica de occidente, por cuanto niega a la dialéctica todo puesto en la
teología, que él deduce de la experiencia religiosa inmediata y de la mística
de la contemplación divina. Las objeciones lógicas contra este sistema, por
contundentes que hayan podido ser, no sirvieron de nada, pues detrás de él se
ocultaba incluso en el campo teológico aquel ilusionismo que desde el principio
de este apartado hemos resaltado como nota característica de la consideración
bizantina del presente a causa del clasicismo de Bizancio.
El
hecho de que el año 1439 se acordara en Florencia una unión entre Roma y
Constantinopla, la cual no se debía a ninguna medida coactiva del emperador
bizantino, sino que se había preparado por el camino de la persuasión,
permitió confiar hasta el último momento en el encuentro entre el oriente y el
occidente por el camino de la razón. Pero la
euforia de los padres griegos de aquel Concilio desapareció en el instante en
que ellos pisaron el último terruño de su patria no ocupado todavía por los
turcos, Constantinopla, y fueron recibidos como traidores. La mayoría decisiva
optó en esta ocasión por la < tradición de los padres», tal como la
entendían los constantinopolitanos que no habían asistido al Concilio. Éstos
sacrificaron su persuasión a una fidelidad desesperada. Y ningún emperador
habría podido imponer la unión contra la voluntad de la población de
Constantinopla, en la cual él tenía que confiar pasara lo que pasara si
abrigaba alguna esperanza de defender todavía la ciudad contra el último
ataque llevado a cabo por los invasores turcos.
Hans-Georg
Beek
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