SUMARIO: I.
Liturgia y culto en el AT.: 1. El vocabulario cultual; 2. Lo sagrado y lo
profano; 3. El espacio sagrado: el templo; 4. El tiempo sagrado: el sábado; 5.
Las fiestas; 6. Sacrificios y ritualidad; 7. La crítica de los profetas; 8.
Memoria, actualización y profecía. II. Liturgia y culto en el NT: 1.
Jesús y el culto; 2. Del templo de Jerusalén al cuerpo del Señor; 3. Del sábado
al domingo; 4. La cena del Señor.
En el culto bíblico encontramos todas las estructuras
esenciales de la religiosidad universal: lugares sagrados, tiempos festivos,
objetos y personas consagradas, ritos litúrgicos, prescripciones cultuales. La
historia comparada de las religiones ofrece numerosas analogías con las
costumbres cultuales de Israel. Pero no es nuestro propósito hablar de este
profundo arraigo del culto bíblico en la religiosidad universal. Tampoco
intentamos subrayar en particular los numerosos parentescos con los cultos del
área medio-oriental. Nos interesa más bien poner de relieve la originalidad del
culto bíblico. El pueblo de Dios se inspiró de ordinario en los rituales
vecinos, que reflejaban la vida de los pastores nómadas o de los agricultores
sedentarios; pero releyó profundamente los muchos elementos que había tomado de
prestado, purificándolos, seleccionándolos e insertándolos en una síntesis
nueva. Es esta "novedad" la que queremos ilustrar. La novedad bíblica,
naturalmente, es el resultado de una larga historia, de una evolución amplia y
articulada. Pero tampoco podemos aquí ocuparnos de este proceso, que sería sin
duda de gran interés: el espacio no nos permite trazar esta evolución ni
siquiera en sus etapas principales. Nuestra exposición es necesariamente global:
una síntesis de teología bíblica, no una investigación histórica.
I. LITURGIA Y CULTO EN
EL AT. 1. EL VOCABULARIO CULTUAL.
Para designar el culto, el AT utiliza frecuentemente las palabras `abad
(servir) y `abada (servicio). La liturgia es el servicio por excelencia.
Pero incluso cuando "servicio" se convierte en término técnico para indicar el
acto de culto, nunca pierde su referencia esencial a la existencia: el servicio
no es un culto independiente, separado de la vida, sino que abarca siempre la
obediencia y la fidelidad. Como se lee en Jos 24, la respuesta global del hombre
a la iniciativa de Dios se expresa con el verbo "servir", palabra que —como está
claro en el contexto— subraya la adhesión total del hombre al Señor: es
inseparablemente culto y vida, adoración y fidelidad.
La versión griega de los LXX traduce la mayor parte de las
veces por latreúó o latreía, leitourgeó o leitourgía. El NT, por el
contrario, utiliza el vocabulario litúrgico para designar el culto en la
existencia, y se sirve de ordinario de un vocabulario profano para indicar el
culto litúrgico. Con esta curiosa inversión de vocabulario, el NT no sólo
subraya fuertemente la dimensión existencial del culto, sino que intenta también
mostrar su novedad respecto al AT.
2. Lo SAGRADO Y LO PROFANO. El hombre religioso, para
entrar en contacto con lo divino, selecciona en la vida —es decir, en el mundo
profano— algunos gestos, personas, espacios y tiempos, los carga de valor
simbólico y los considera como el lugar privilegiado del encuentro con lo
divino. En efecto, lo sagrado es una estructura esencial de la religiosidad, ya
que la experiencia humana de Dios es necesariamente mediata, es decir,
está obligada a pasar a través de algo que no es Dios, y ese algo se convierte
Ror eso mismo en evocador de lo divino, es decir, se hace sagrado, distinto,
separado del uso profano, objeto de respeto, veneración y temor. En este sentido
es ejemplar la narración del sueño de l Jacob en Betel (Gén 28,10-19): el
episodio quiere significar ciertamente que el Dios de Israel no es prisionero de
un lugar sagrado específico y puede encontrar al hombre en cualquier parte. Pero
el mismo relato explica también por qué un•lugar se hace sagrado. El hombre
considera "sagrado" el lugar donde se realizó su experiencia de lo divino:
"Ciertamente, el Señor está en este lugar y yo no lo sabía". Y lleno de temor,
Jacob añade: "¡Qué terrible es este lugar! ¡Nada menos que la casa de Dios y la
puerta del cielo!" (v. 17).
Lo sagrado puede incurrir en un peligro muy grave (que la
Biblia conoce), el de separar el culto de la vida, introduciendo en la relación
con Dios y con el mundo una especie de dualismo: el espacio de lo sagrado para
Dios, el espacio de lo profano para el hombre. Sin embargo, a pesar de este
riesgo evidente, lo sagrado es tan necesario para el hombre como el aire que
respira. Sin espacios sagrados, sin tiempos festivos y sin gestos simbólicos, le
faltarían al hombre las "señales" de que Dios está en la vida, de que esta vida
va más allá de sus fracasos y de que hay un nuevo mundo en gestación. Lo sagrado
"deja vislumbrar un nuevo horizonte de valores y de significados, sin los cuales
sería imposible vivir y esperar" (C. di Sante). Lo sagrado, rectamente
entendido, no establece algo diverso de lo profano, sino que fundamenta
precisamente el sentido de lo profano y revela el fundamento de la vida.
Precisamente en esta relación tan esencial y delicada entre
lo sagrado y la vida es donde se emplea a fondo el discurso bíblico, mostrando
toda su originalidad. La tradición bíblica concede amplio espacio a lo sagrado;
para convencerse de ello basta dar una ojeada a los bloques de legislación
sacral recogidos en Éx 25-31 y 35-40 o en Lev 1-7. Pero de forma paralela a esta
aceptación cordial y constante de lo sagrado, encontramos un esfuerzo igualmente
constante por superar la tentación de concebirlo como una zona separada,
sustraída a lo profano. El dinamismo de fondo que llevó a Israel a intuir y a
defender el estrecho vínculo entre el culto y la vida es la fe en Yhwh como Dios
de la historia. El señorío de Dios abarca a todo el hombre y su vida. Por eso no
puede concebirse lo sagrado como lugar separado y exclusivo de lo divino, ni
existe lo profano como lugar del que Dios está ausente y por el que se muestre
desinteresado. El templo, el sábado y el culto permanecen, pero orientados a la
vida: son "señales" que recuerdan el sentido que encierran la vida y la historia
[l Símbolo].
El culto bíblico se desarrolla en el marco de la / alianza.
Aquí radica su novedad esencial; no en las formas o en los ritos como tales, que
con frecuencia están tomados de los pueblos vecinos. La alianza es
simultáneamente alianza del pueblo con Dios y de las tribus entre sí: tiene una
dimensión religiosa y una dimensión / política. Por eso también el culto, junto
al aspecto fundamental de la adoración, desarrolla una función de conversión y
de misión. Un elemento que siempre está presente en el culto bíblico es la
escucha de la palabra de Dios; palabra que esencialmente compromete a la vida.
Mientras que en el culto pagano eran los ciclos de la naturaleza lo que se
representaba, en la liturgia bíblica son los sucesos históricos —los gestos de
Dios— los que se evocan y actualizan: la liturgia impone una dirección hacia la
historia del hombre. Es interesante una confrontación entre el profetismo
bíblico y el profetismo, por ejemplo, de Mari. En el profetismo de Mari las
órdenes que los profetas presentan
en virtud de la revelación se refieren siempre, o casi siempre, al sector
cultual. Los profetas bíblicos, por el contrario, proclaman y exigen en primer
lugar la soberanía divina sobre toda la vida y la práctica del derecho y de la
justicia [t Am 5,21ss; t Is 1,10ss; t Jer 7,1 ss; / Profecía].
3. EL ESPACIO SAGRADO: EL TEMPLO. Como casi todas
las religiones, también la bíblica señala algunos espacios sagrados como lugares
privilegiados del encuentro con Dios. Esta sacralización del espacio encierra
algunos peligros: por ejemplo, el de circunscribir con precisión la presencia de
Dios, poniéndola bajo el control del hombre, o la de sustraer a la presencia de
Dios el espacio profano. La Biblia conoce también estos peligros, en los que no
faltan huellas de concepciones arcaicas. Al huir David, perseguido por Saúl, se
niega a salir de los límites del país para no encontrarse lejos de la presencia
de Yhwh (ISam 26,19-20). El gesto de Naamán, que se lleva a Damasco un poco de
tierra de Palestina para adorar allí a Yhwh, es sin duda conmovedor, pero
también es indicio de una concepción muy primitiva: la presencia del Señor está
ligada a la tierra de Israel (2Re 5,15-19). Y todavía en tiempos de Jeremías (c.
7) está difundida una concepción mágica del templo.
Pero la esencia de la religión de Israel empujaba en otra
dirección: Yhwh es el Señor de la historia y de toda la creación, y por tanto su
presencia no puede localizarse sólo en un lugar. El lugar sagrado no es el
perímetro de la presencia y de la acción de Dios, sino más bien el signo de la
elección: el Dios de toda la tierra se digna manifestarse en un lugar particular
y escoge un pueblo particular.
La aguda conciencia de la trascendencia divina no indujo a
Israel a eliminar el espacio sagrado en aras de una abstracta espiritualización
del encuentro con Dios (al contrario, Israel siempre mantuvo con Dios una
relación muy concreta, como lo atestigua su mismo lenguaje antropomórfico), sino
que colocó el espacio sagrado en el punto de conjunción de las dos grandes
tensiones que caracterizan a la religión bíblica: la invisibilidad y la cercanía
de Dios, el universalismo y el particularismo. Naturalmente, una concepción tan
clara del espacio sagrado no es un punto de partida, sino de llegada. Pero las
premisas estaban ya puestas desde el principio.
Ya la tienda de la reunión, que acompañaba a los
israelitas en sus pasos por el / desierto, conciliaba las exigencias de la
cercanía de Dios con su invisibilidad y trascendencia. Para encontrar al Señor,
Moisés levanta una tienda fuera del campamento, Yhwh desciende en una columna
de fuego y / Moisés conversa con él lo mismo que conversan dos amigos
(Ex 33,7-11). Dios y el hombre fijan un
lugar para encontrarse, y Dios se acerca allí como un amigo, aunque su presencia
sigue siendo invisible (la columna de humo). La tienda no se mira tanto como la
habitación fija de Dios, sino más bien como el lugar en donde Dios y el hombre
se citan para reunirse: el espacio sagrado no delimita la presencia divina, sino
que fija el lugar de la reunión. El arca estaba concebida probablemente
como el trono de Dios, y por tanto como un signo concreto y tangible de la
presencia. Pero era un trono vacío, lo cual subraya la invisibilidad y la
trascendencia de Dios. El arca era de este modo el símbolo del Dios escondido y
revelado. Los antiguos santuarios, como Siquén, Betel, Mamré, Bersabé,
Guilgal, Siló, Mispá, están vinculados desde el principio a los recuerdos
históricos de los patriarcas. Estos santuarios no son los espacios mágicos
de la presencia de Dios, sino los memoriales de sus encuentros. El espacio
sagrado queda así asumido en el dinamismo de la revelación histórica.
Al final, todos los lugares sagrados quedaron superados por
la importancia del templo de / Jerusalén, que se convirtió en el lugar por
excelencia, en ciertó sentido único, de la presencia de Dios en medio del
pueblo. La oración que Salomón pronuncia para su consagración (IRe 8) desarrolla
una teología del templo muy lúcida y profunda. En el primer puesto está la
conciencia viva de la trascendencia y de la infinitud de Dios: "Pero ¿será
posible que Dios pueda habitar sobre la tierra? Si los cielos en toda su
inmensidad no te pueden contener, ¡cuánto menos este templo que yo te he
construido!" (8,27). El espacio del templo no es el perímetro de la presencia
divina. Sin embargo, es precisamente en ese lugar en donde Dios decide
("la ciudad que tú has elegido": 8,44) encontrarse con su pueblo, y en ese lugar
es donde el pueblo puede encontrar a su Dios. No es un encuentro mágico, sin
embargo, sino personal: el hombre encuentra a su Dios si sube al templo con un
corazón disponible, para un encuentro sincero: "Si oran en este lugar, te
confiesan su pecado y se arrepienten a causa de tu castigo, escucha tú en el
cielo" (8,35-36). El templo no es el lugar en donde Dios habita, sino más bien
el lugar en donde Dios se acerca al hombre que viene a buscarlo, se manifiesta y
lo salva, lo escucha y lo perdona. Nótese en la oración de Salomón el contraste
tan interesante entre la convicción, por una parte, de que a Dios se le
encuentra en el templo y la afirmación repetida, por otra, de que él escucha
desde el cielo, lugar de su morada (8,30.34.36.39.43.45.49). El templo es el
signo de la alianza de Dios con Israel, signo de la / elección y de la
historicidad de
la / revelación: Dios, a quien ni la tierra ni el cielo pueden contener, escogió
esa ciudad (8,44.48). Pero el Dios que se manifiesta en Jerusalén (elección) no
se olvida de que es el Dios de toda la tierra y de todos los pueblos
(universalidad): Dios escucha también al extranjero que viene de países lejanos,
"para que todos los pueblos de la tierra conozcan tu nombre" (8,43).
También para los profetas el templo es el lugar del
encuentro con Dios. Es en el templo de Jerusalén donde Isaías tuvo su gran
visión (c. 6). Para Jeremías el templo es el "trono de la gloria" y la "esperanza
de Israel" (3,17; 14,21; 17,12). Y Ezequiel describe la futura restauración de
Israel bajo la imagen de un grandioso templo renovado (cc. 40-43), en donde
volvía a morar la gloria del Señor (Ez 43,4). Sin embargo, los profetas se
muestran atentos y críticos. La concepción del templo puede fácilmente caer en
la magia o en un formalismo sin alma. Los profetas
no dejan de recordar que, si es verdad que a Dios
se le encuentra en el templo, también es verdad que está sobre todo interesado
en lo que sucede fuera de él, en la vida y en el mundo. Cuando el piadoso
israelita subía al templo cantando la profunda alegría de su encuentro con el
Señor (Sal 84), no se preguntaba por su comportamiento en el templo, sino por su
comportamiento en la vida (cf Sal 24; 15; 40,7-9; 50). En la inminencia de la
catástrofe, los contemporáneos de Jeremías iban diciendo: "Templo del Señor,
templo del Señor" (7,1-15; 26,1-15). Estaban seguros de la invencibilidad de
Jerusalén debido a la presencia de Dios en el templo. Para el profeta esta
seguridad era totalmente ilusoria (c. 7). Dios escogió una ciudad y un templo,
pero mantiene intacta su libertad. La gracia de la
elección no puede transformarse en una seguridad mágica y
cómoda. Debido al pecado del pueblo, el templo puede ser destruido, como fue
destruido el santuario de Silo, a pesar de haber sido la sede del arca. La
presencia de Dios en el templo es libre, personal y exigente: Dios quiere la fe,
la justicia, la acogida del extranjero (7,5-6). La amenaza de Jeremías es
recogida más tarde por Ezequiel, que en una visión ve cómo la gloria del Señor
abandona el templo (10,18).
Pero todas estas críticas de los profetas no tienden a
superar el templo, sino a mantenerlo en el contexto vivo de la alianza. En el
período tras el destierro va teniendo cada vez más importancia —primero entre
los judíos de la diáspora y luego también entre los de Palestina— la sinagoga
como lugar donde escuchar la "palabra" y hacer la oración comunitaria. Pero
la sinagoga no le quita al templo su privilegio, ya que éste sigue siendo el
lugar único del culto sacrificial. Y cuando una secta, como la de Qumrán, se
separa del sacerdocio y del templo, no es porque sueñe en una religión sin
templo, sino porque sueña en un templo renovado y purificado.
4. EL TIEMPO SAGRADO: EL SÁBADO. La originalidad litúrgica
de Israel se manifiesta en la prioridad del tiempo sobre el espacio. La liturgia
bíblica nace de la historia y remite a la historia. Es esencialmente la
celebración de los gestos realizados por Dios en la historia. El mismo espacio
del templo, como hemos visto, se transformó en Israel en el signo histórico de
la elección. Naturalmente, también aquí se da el riesgo de aislar el tiempo
sagrado del tiempo profano, reintroduciendo de este modo la dicotomía entre el
culto y la vida, que es el peligro siempre inherente a la concepción de lo
sagrado. Pero Israel comprendió que no existe un tiempo para Dios y un tiempo
para el hombre, sino un único tiempo en el que Dios actúa para el hombre y en el
que el hombre ofrece su propia fidelidad a Dios. Los tiempos festivos son la
señal de que Yhwh actuó y sigue actuando en la historia de Israel y del mundo,
no ya las etapas de una historia sagrada independiente que corra paralela a la
de los hombres.
La tradición bíblica hace remontar la observancia del
sábado ala estancia de Israel en el desierto (Ex 16,22-27; Ez 20,12; Neh
9,14). En todo caso, el precepto sabático es ciertamente antiquísimo, como se
deriva del hecho de que se encuentre en todas las capas de la legislación del
Pentateuco: en el / decálogo (Éx 20,8; Dt 5,12), en el código litúrgico de
inspiración yahvista (Ex 34,21), en el código sacerdotal (Ex 31,12-17), en la
ley de santidad (Lev 19,3.30; 23,3; 26,2) [/ Ley/ Derecho].
Según Dt 5,15, el sábado es ante todo un memorial de la
liberación de Egipto. No un simple recuerdo, sino una verdadera actualización,
que renueva la posesión de la libertad, la alegría y el gozo. El sábado es el
signo de un pueblo libre. Efectivamente, el poder hacer fiesta es ya por sí
mismo un signo de libertad. Durante la esclavitud no quedaba tiempo para el
descanso y la fiesta, sino sólo para el cansancio y el / trabajo (Ex 5,6-7).
"El sábado se convierte en el éxodo semanal de la esclavitud hacia la
libertad y en el éxodo del servicio-trabajo hacia un servicio-fiesta" (G. Ravasi).
Memorial de la / liberación y alegría festiva por la posesión de la libertad, el
sábado tiene que prolongarse en un compromiso de liberación. El gesto liberador
de Dios debe ampliarse a un hecho social. Habiendo conocido la esclavitud,
Israel ha de evitar imponérsela a los demás (Ex 20,20; 23,9).
Según Éx 31,13-17 (cf Ex 20,12.20), el sábado es signo de
la consagración del / pueblo a Dios. Este concepto tiene cierta analogía con el
rito de las primicias: el hombre consagra parte de su tiempo a Dios y renuncia a
usarlo para sí, atestiguando de esta manera que Dios es el dueño de todo el
tiempo. De aquí la exigencia de santificar el sábado realizando gestos cultuales:
abstenerse escrupulosamente del trabajo (cf Is 58,13-14), asistir a la santa
asamblea (Lev 23,3), duplicar el sacrificio cotidiano en el templo (Núm
28,9-10)...
Según la tradición sacerdotal (Gén 1,1-2,4; Ex 20,8-11), el
sábado tiene su origen en el descanso de Dios al final de la creación. El centro
de gravedad no es el trabajo, sino el descanso del sábado. El día séptimo, Dios
suspendió el trabajo que había hecho. El hombre no es esclavo de su trabajo; por
eso lo suspende, como Dios. El hombre no es esclavo del mundo; por eso suspende
el trabajo para contemplarlo y gozar de él.
El sábado asume, finalmente, una connotación escatológica.
Así parece deducirse, por ejemplo, de Is 51,1-7, en donde la observancia del
sábado se relaciona con frecuencia con la reunión festiva en el futuro de todos
los pueblos. La tensión escatológica es muy marcada en la relectura que se hace
en la carta a los Hebreos (3,7-4,11), eco sin duda de una concepción difundida
en el / judaísmo: el sábado es la figura del descanso escatológico.
Pero es preciso defender el sábado. Hay que defenderlo, por
ejemplo, de la mentalidad de los ricos comerciantes y de los propietarios
acaudalados de tierras, incapaces de comprender el gozo de la fiesta: no piensan
más que en trabajar, producir y ganar (cf Am 8,4-6). Y sobre todo hay que
defenderlo de una amenaza todavía más sutil: la excesiva sacralización.
Especialmente después del destierro, el sábado se convirtió en objeto de menudas
prescripciones rituales y de codificaciones escrupulosas (cf Neh 13,15-22). Los
rabinos enumeraban
39 prohibiciones el día del sábado.
Esta exasperación legalista, que partía, sin embargo, de una auténtica
veneración por el sábado, acabó convirtiéndolo en un yugo para el hombre. No se
trataba ya de fiesta, sino de ley. Es uno de los riesgos a los que está sometido
siempre lo sagrado. Leemos que durante la revuelta de los Macabeos parte de las
tropas judías, atacadas por el enemigo en día de sábado, prefirieron dejarse
matar antes de combatir violando el sábado (1 Mac 2,28-32; 2Mac 6,11). Un gesto
heroico y conmovedor, sin duda alguna, pero igualmente revelador de una
concepción bastante peligrosa del mandamiento de Dios.
5. LAS
FIESTAS. Las clásicas fiestas anuales de Israel son las tres fiestas
de peregrinación: la / pascua, pentecostés y las chozas o tabernáculos. Se las
llama de peregrinación porque se caracterizaban por una gran afluencia de
peregrinos al templo de Jerusalén. Su distintivo común es la alegría: "Te
regocijarás en tu fiesta" (Dt 16,14). La fiesta rechaza la primacía del mal;
niega que el mal sea la realidad última en la historia del hombre. Una alegría
delante de Dios y compartida con toda la familia de Dios: "Te regocijarás en tu
fiesta tú, tu hijo y tu hija, tu siervo y tu sierva, el levita y el extranjero,
el huérfano y la viuda que viven en tus ciudades" (Dt 16,14).
La pascua era en su origen una fiesta agrícola de
los campesinos y de los pastores, que celebraban en primavera la fecundidad
renovada de la tierra y de los rebaños. Pero en Israel se convierte en una
fiesta histórica, que recuerda y actualiza la liberación de Egipto. Un pasaje
del Deuteronomio (16,3) subraya fuertemente su carácter de memorial: "Así
recordarás
todos los días de tu vida tu salida de Egipto".
Otro texto del Éxodo (12,1 ss) establece el rito, que evoca el gesto de Dios que
libera a los israelitas y hace morir a los primogénitos de los egipcios: la
inmolación del cordero, la aspersión de las jambas y del dintel de las puertas
con su sangre, la cena familiar en la que se come aprisa el cordero, de pie y
con el bastón de viaje en la mano.
Pentecostés era la fiesta
de la siega, una fiesta campesina que se remonta probablemente al asentamiento
de Israel en Palestina y que tenía origen cananeo. El centro del rito consistía
en la ofrenda a Dios de las primicias de la cosecha (cf Lev 23,15-21). Israel
insertó también esta fiesta campesina en la historia de la salvación,
transformándola en memorial de la alianza entre Israel y su Dios. En el judaísmo
del tiempo de Jesús se celebraba en pentecostés el don de la ley en el Sinaí.
Las chozas —el rito preveía precisamente la
construcción de unas chozas— era la fiesta de la recolección de los frutos de
otoño (cf Lev 23,33-43), fiesta caracterizada por una gran alegría popular: se
cantaba y se bailaba en las viñas (cf Jue 21,19-21). Como ocurrió con la pascua
y con pentecostés, también sobre el significado originalmente agrícola de la
fiesta de las chozas se impuso una dimensión histórica: el recuerdo de la
peregrinación de Israel en el desierto bajo las tiendas: "Durante los siete días
viviréis en tiendas. Todos los israelitas vivirán en tiendas, para que vuestros
descendientes sepan que yo hice vivir en tiendas a los israelitas cuando los
saqué de Egipto" (Lev 23,42-43).
Israel transformó las fiestas en celebraciones históricas.
Es su originalidad. Pero esta historificación no suprimió la dimensión agrícola;
la releyó. Esto es especialmente cierto en las fiestas de pentecostés y de las
chozas (cf Dt 16,10ss). Israel celebra simultáneamente a Dios como Señor de la
historia y como bienhechor de la tierra. Agrícola no significa naturalista.
Israel no celebra los ritmos de la naturaleza, sino el gesto de Dios que le da
al hombre la tierra y sus frutos. Este entramado, indudablemente original, de
naturaleza y de historia es bastante visible, por ejemplo, en el ritual de la
ofrenda de las primicias que refiere Dt 26,1-11: "Y ahora aquí traigo las
primicias de los frutos de la tierra que el Señor me ha dado" (v. 10); el
piadoso israelita reconoce que la tierra es de Dios y que, por consiguiente, los
frutos del campo son un don suyo. "Luego te regocijarás con todos los bienes que
te regaló el Señor, tú y tu casa, tú y tu levita y el extranjero residente" (v.
11): los dones de Dios son acogidos en la alegría del gozo; pero no como
posesión exclusiva, sino como bienes que compartir: el don de Dios se transforma
en fraternidad. Dentro de este marco agrícola se desarrolla un relato histórico:
"Mi padre era un arameo errante..." (vv. 5b-9).
Insertas en el dinamismo de la fe de Israel, las fiestas no
sólo se transformaron en memoriales, sino que se convirtieron también en
profecía, como lo es también el mismo gesto liberador de Dios que ellas
celebran: acontecimiento histórico y promesa. Esta orientación escatológica es
fácil de percibir, por ejemplo, en Zac 14, donde se describe la era escatológica
como una fiesta continua de las chozas.
Finalmente, además de las tres fiestas de peregrinación,
hay que señalar la fiesta del Kippur, el día de la expiación (cf Lev 16).
Esta fiesta no celebra el gesto liberador de Dios, sino que recuerda la
infidelidad del hombre a la fidelidad de Dios: "Más que el gozo, prevalece la
confrontación crítica consigo mismo y con Dios" (C. di Sante). Los temas en
torno a los que se desarrolla el complejo
ritual (sacrificio expiatorio, aspersión con sangre, confesión de las culpas,
rito del chivo expiatorio, es decir, del macho cabrío cargado simbólicamente con
los pecados del pueblo y enviado lejos al desierto) son el pecado, la conversión
y el perdón. Israel se muestra convencido de que el mal no pertenece al proyecto
creacional ni se debe a la fatalidad, sino que depende de la responsabilidad del
hombre.
6.
SACRIFICIOS Y RITUALIDAD. Al analizar
el significado del templo, del sábado y de las fiestas, hemos podido captar el
núcleo de la liturgia de Israel. Pero se trata de un núcleo rodeado de una
amplia floresta ritual, que aquí no nos es posible examinar ni siquiera
sumariamente. La complejidad de los ritos esconde lógicamente un peligro: la
artificiosidad, la separación de la vida. Como se ve, por ejemplo, en la crítica
de los profetas, la piedad de Israel no estuvo siempre libre de este peligro.
Pero hemos de reconocer que la ritualidad bíblica, aun en medio de la variedad
exuberante de sus formas, puede reducirse sustancialmente a símbolos y gestos
elementales ligados a la vida: el agua, el aceite, el pan, la sangre, el
incienso, la comida, la ofrenda, el ayuno, la petición de perdón, el sacrificio.
"El canto que sube hasta Dios del ritual bíblico no está nunca separado de la
profanidad de la acción humana, sino que expresa y anima la existencia mundana
del creyente" (G. Ravasi).
En el complejo ritual israelita se distinguen —por
importancia y riqueza de significado— los sacrificios y la
circuncisión. El sistema sacrificial comprendía el holocausto (se quemaba
por completo la víctima en señal de ofrenda total a Dios), el sacrificio' de
comunión (parte de la víctima se le ofrecía al Señor y parte se consumía en una
comida común entre los participantes), el sacrificio de expiación. El don, la
comunión y la expiación expresan las estructuras esenciales de la relación con
Dios: reconocimiento del señorío de Dios, a quien se debe total sumisión y
adoración (holocausto), deseo de comunión de vida con Dios y con su comunidad
(el sacrificio de comunión), restauración de la comunidad rota (el sacrificio de
expiación) [/ Levítico II].
La circuncisión, rito de iniciación sexual bastante
difundido entre muchos pueblos, se convierte en Israel en signo de la
pertenencia al pueblo de Yhwh; en signo vivo, impreso en el cuerpo y en la
persona, de la / alianza (Gén 17), otra prueba más de hasta qué punto Israel fue
capaz de asimilar de forma original y coherente el patrimonio espiritual común.
Contra el peligro de que la circuncisión pudiera convertirse en mero signo
externo y mágico, Jeremías nos habla de la "circuncisión del corazón" (4,4; Dt
10,16).
7. LA CRÍTICA DE LOS PROFETAS.
Es conocida la dura crítica de los profetas
contra toda degeneración del culto: los compromisos con los ritos idolátricos,
el énfasis del culto a costa de la vida y, sobre todo, la degradación de Yhwh al
nivel de un dios pagano, un dios que es posible plegar a los proyectos del
hombre con espléndidos sacrificios y abundantes ofrendas. Los pasajes son
numerosos y forman una línea compacta que llega hasta el NT: Am 4,4-5; 5,4-7; Os
6,6; Miq 6,7-8; Is 10,10-20; Jer 7,21-23; Is 58,6-7; Sal 50,8-15; 51,18-19; Prov
15,8; Si 34,18-35,24.
Ya Samuel afirmaba que Dios rechaza el culto de los que
desobedecen (1Sam 15,22): "La obediencia vale más que el sacrificio y la
docilidad más que la„grasa de los corderos". Amós e Isaías subrayan
la primacía de la justicia y del derecho. Jeremías, en medio del templo,
denuncia la vanidad del culto que allí se celebra, un culto de palabras privado
de conversión (c. 7). El profeta del retorno recuerda en qué condiciones
aceptará Dios el culto de su pueblo: cuando haya una comunidad realmente
fraternal (Is 58).
Los profetas no son los defensores de una religiosidad sin
culto y sin ritos, toda ella espíritu e interioridad. Al afirmar la primacía de
la vida sobre el culto, quieren simplemente devolver al culto su sentido
original: un culto que nace de la vida y vuelve a la vida. Es clásica la
afirmación de Oseas (6,6), recogida por el evangelista Mateo (9,13): "Yo quiero
amor, no sacrificios; conocimiento de Dios y no holocaustos". Estamos frente a
dos afirmaciones paralelas. En la segunda no se descarta por completo el
holocausto, pero se le subordina al "conocimiento del Señor". Así tiene que
entenderse también la primera afirmación, que es paralela: afirma fuertemente la
primacía de la misericordia o del amor (hesed).
Los profetas no son reformadores litúrgicos. Su pasión no
es la reformulación de los ritos y de las ceremonias, actualizando el patrimonio
litúrgico para las nuevas generaciones, simplificándolo o enriqueciéndolo. Su
pasión es únicamente teológica. Quieren mantener intacto el rostro del Dios de
Israel, que un culto mal entendido degrada, por el contrario, y desfigura. Valga
un ejemplo por todos: Amós 5,4-6.14-15: "Buscadme y viviréis. No busquéis
a Betel, no vayáis a Guilgal, no paséis a Berseba... Buscad al Señor y
viviréis... Buscad el bien y no el mal, a fin de que viváis; así el Señor
omnipotente estará con vosotros, como decís. Odiad el mal y amad el bien,
restableced la justicia en los tribunales". Para captar la fuerza polémica de
estas afirmaciones hay que recordar que Betel, Guilgal y Berseba eran los tres
grandes santuarios de la nación. Las
peregrinaciones a estos santuarios no dan la vida. Es una ilusión buscar la
seguridad en ellos. A la búsqueda de Dios que se hacía en los santuarios opone
el profeta una serie de imperativos que definen la verdadera búsqueda; buscadme,
buscad al Señor, buscad el bien, odiad el mal y amad el bien, practicad la
justicia en los tribunales. La búsqueda de Dios no es un puro camino cultual, ni
una búsqueda teórica, intelectual y especulativa, ni una búsqueda mística
encerrada en la interioridad, sino una búsqueda práctica en el amor
concreto a la justicia y al derecho. "El Señor estará con vosotros": esta
expresión es probablemente un saludo litúrgico que los peregrinos recibían de
los sacerdotes al entrar o al salir del santuario. El profeta la recoge para
decir que esto se realiza en la práctica de la justicia.
8.
MEMORIA, ACTUALIZACIÓN Y PROFECÍA. Al concluir esta lectura del culto
veterotestamentario, podemos intentar una breve descripción del mismo.
En el culto, las palabras, los gestos, las dramatizaciones
reevocan las maravillas de Dios realizadas en el pasado, hacen explotar su
fuerza en el presente y reviven la esperanza en la intervención futura de Dios.
En este sentido el culto es ante todo lugar de revelación (en el culto se
celebra, se actualiza y se espera el encuentro de Dios con el hombre) y de
tradición (en el culto la comunidad de Israel transmite de generación en
generación lo que Dios ha hecho y hace por el pueblo).
La insistencia en el hecho de que Dios no hizo la alianza
con "los padres" (Dt 5,3), sino con la generación presente —"No hizo el Señor
esta alianza con nuestros padres; la hizo con nosotros, los mismos que todavía
hoy vivimos aquí"— demuestra que
la función central del culto no es la simple memoria, sino
la actualización. El culto intenta suprimir la distancia cronológica y espacial,
aunque sin olvidarla: Dios no sólo actuó entonces y en aquel lugar, sino que
actúa del mismo modo también aquí y ahora.
A la luz de estas observaciones elementales se comprende
con más precisión en qué sentido está el Señor de la historia en el centro del
culto israelita. No sólo en la historia, sino también en la celebración cultual
que la conmemora y la hace revivir, la primacía corresponde siempre a la acción
de Dios y a su palabra. El culto es ante todo un movimiento descendente, de Dios
al hombre. Pero es también un movimiento ascendente, del hombre a Dios. En
efecto, la acción cultual no es sólo reevocación y actualización de la historia
de Dios, sino también ofrenda, proclamación de la fe, adoración,
arrepentimiento. Es la respuesta del hombre a Dios.
II. LITURGIA Y CULTO EN EL NT. Al pasar del AT al
NT, se tiene ante todo la impresión de una profunda continuidad: Jesús
frecuenta el templo y las sinagogas, participa en las peregrinaciones de las
fiestas, su oración respira la atmósfera de la oración judía; los apóstoles,
incluso después de la resurrección, participan del sacrificio en el templo y de
la liturgia judía; así lo hace la primera comunidad de Jerusalén y el mismo
Pablo. Pero una lectura un poco más atenta percibe también una profunda
novedad.
Podríamos decir que en lo que atañe a la liturgia
veterotestamentaria, el NT asume una relación dialéctica, de continuidad y de
superación. La razón que impulsa hacia la novedad no es la tendencia a la
espiritualización de la búsqueda de Dios, de moda en los círculos filosóficos y
místicos del helenismo y acogida también con
simpatía por algunos filósofos judíos de la
diáspora, como Filón Alejandrino: el culto racional —se decía—, digno del
hombre, es la búsqueda interna y personal de Dios. Tampoco es una exaltación de
la vida y del compromiso mundano, como puede encontrarse en algunas tendencias
modernas. La razón es únicamente el acontecimiento de / Jesucristo, percibido
cada vez más como gesto definitivo de Dios y como respuesta perfecta del hombre.
Al mismo tiempo, don y respuesta: en la cruz hay un Dios que muere por nosotros
en un gesto de suprema y definitiva alianza, y un hombre que muere por Dios en
un gesto de perfecta obediencia. No queda ya sitio para otros dones y otras
respuestas. El espacio abierto al culto cristiano es ya solamente la memoria de
ese don único y definitivo, su celebración y actualización, la inserción de
nuestras respuestas imperfectas en aquella perfecta respuesta. Es ésta la savia
de la carta a los / Hebreos, que desarrolla una amplia comparación entre la
liturgia antigua y el sacrificio y el sacerdocio de Jesucristo: el único
sacerdote sustituye a los muchos sacerdotes, el único sacrificio ofrecido una
vez por todas suplanta a los muchos sacrificios, la única víctima inmaculada y
sin mancha reemplaza a las muchas víctimas. Heb no reflexiona sobre algunos
eventuales gestos cultuales realizados por Jesús a lo largo de su vida, sino que
descubre un valor cultual en la persona y en la existencia misma de Jesús. El
culto perfecto, del que el culto veterotestamentario era una pálida figura, es
la existencia histórica de Jesús: Jesús se ofreció a sí mismo, al mismo tiempo
sacerdote y víctima. En una afirmación muy polémica (y, por tanto, no privada de
cierta unilateralidad), el autor de la carta a los Colosenses (2,16) subraya con
mucho vigor el único significado posible del culto cristiano: "Que nadie os
juzgue por las comidas o bebidas o por la participación en las fiestas, lunas
nuevas o sábados, lo cual es una sombra del futuro,
cuyo fundamento es Cristo".
1. JESÚS Y EL CULTO. Si nos preguntamos cuál fue
la actitud que tomó Jesús ante la ritualidad litúrgica judía, hemos de responder
que fue una actitud de dependencia y al mismo tiempo de libertad,
una posición aparentemente contradictoria. Asiste a la sinagoga (Lc 4,16; Mc
1,21) y al templo (Mc 11-12), se dirige a Jerusalén para las fiestas (Jn 7,2ss;
10,22); pero nunca se dice que tomara parte en los sacrificios o en auténticos
actos de culto. Envía a los leprosos a los sacerdotes para la purificación
ritual (Mc 1,44) y paga el tributo al templo (Mt 17,24-27); pero polemizó
también duramente contra el templo (Mc 11,15ss; Jn 2,13ss). Citando a los
profetas, dijo que prefería la misericordia al sacrificio (Mt 9,13; 12,7).
Reconoce, por un lado, la ofrenda ante el altar, pero afirma por otro que hay
algo más importante (Mt 5,23-24). Reivindica para sí y para los discípulos la
libertad frente al sábado (Mc 1,27). Supera las prescripciones rituales sobre lo
puro y lo impuro, afirmando que lo puro y lo impuro están dentro del hombre, y
no fuera (Mc 7).
Esta actitud de Jesús no está dictada meramente por una
reacción viva contra la hipocresía cultual; nace de una convicción profunda,
teológica, a saber: de que el verdadero espacio del encuentro y de la salvación
es él. Por eso mismo concede el perdón de los pecados independientemente de
cualquier liturgia penitencial y de cualquier sacrificio en el templo. Y también
por eso, cuando al final de su vida carga de significado ritual, litúrgico, el
gesto del pan y del vino, Jesús no conmemora simplemente la alianza de Dios con
Israel, sino su existencia entregada, su muerte/resurrección.
2. DEL TEMPLO DE JERUSALÉN AL CUERPO DEL SEÑOR. La amplia
reflexión veterotestamentaria sobre el templo se prolonga y se completa en el
NT. Como todo judío, Jesús frecuenta el templo y lo venera. Pero los evangelios
están también de acuerdo en recordar que, como los profetas, Jesús criticó el
templo (Mt 21,12-13; Mc 11,15-19; Lc 19,45-48; Jn 2,14-16). Frente al orgullo de
los discípulos por la grandiosidad del templo ("¡Maestro, mira qué piedras y qué
edificios!"), replica; "¿Véis esos grandes edificios? No quedará aquí piedra
sobre piedra; todo será destruido" (Mc 13,1-2). Su crítica del templo fue una de
las acusaciones que se le hicieron en el proceso (Mc 14,58). También la primera
comunidad de Jerusalén acepta pacíficamente el templo y lo frecuenta (He 2,46):
"Todos los días acudían juntos al templo". Pero Esteban (He 7), portavoz del
grupo de los helenistas, asumió una posición muy crítica, recogiendo la polémica
de los profetas (Is 66,1-2).
Esta actitud dialéctica, mezcla de aceptación y de crítica,
no se sale, sin embargo, del ámbito veterotestamentario. Hemos visto que una
dialéctica semejante estaba ya presente en la predicación de los profetas. El
gran giro tiene lugar cuando se abre camino la conciencia de que el verdadero
espacio de la presencia de Dios entre los hombres no es ya el templo de
Jerusalén, sino el "cuerpo" de Cristo (Jn 2,21; 1,14). El templo de Jerusalén
era su signo prefigurativo (Heb 9). La mujer de Samaria quiere conocer el
verdadero lugar del culto: ¿Jerusalén o el Garizín? (Jn 4,23-24); pero se trata
de una pregunta que ha perdido ya todo valor: "Se acerca la hora en que ni en
este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre... Llega la hora, y en ella
estamos, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu yen
verdad": con la venida de Cristo han perdido su significado los antiguos
lugares de culto; el verdadero lugar de la presencia de Dios son Cristo y el
Espíritu: "Adorar al Padre en Espíritu y en verdad es adorar al Padre en el
Cristo verdad, bajo la iluminación y la inspiración del Espíritu de verdad" (I.
de la Potterie).
En una óptica ligeramente distinta, pero consecuente, Pablo
repite que el templo de Cristo es la comunidad, unida a Cristo hasta el punto de
constituir su cuerpo: "En él todo el edificio, perfectamente ensamblado, se
levanta para convertirse en un templo consagrado al Señor: por él también
vosotros estáis integrados en el edificio, para ser mediante el Espíritu morada
de Dios" (Ef 2,21-22). No sólo la comunidad, sino cada cristiano es el templo de
Dios (lCor 6,19-20).
La última palabra del NT sobre el templo es la sorprendente
visión del / Apocalipsis (21,22), en la que se describe la ciudad celestial sin
templo alguno: "No vi en ella ningún templo, porque su templo es el Señor, Dios
todopoderoso, y el cordero". La nueva ciudad está en comunión perfecta con Dios;
una comunión directa, transparente, sin velos ni mediaciones. A Dios no se le
encuentra a través de algo, sino cara a cara. Han caído los símbolos, que al
mismo tiempo revelan y esconden, y Dios está delante.
3. DEL SÁBADO AL DOMINGO. La tradición evangélica
recoge cuatro episodios de la polémica de Jesús sobre el sábado. Los sinópticos
recuerdan que los discípulos desgranaban espigas en día de sábado (Mc 2,23-28;
Mt 12,1-8; Lc 6,1-5) y que Jesús curó en sábado a un hombre que no se encontraba
en grave peligro de muerte (Mc 3,1-6; Mt 12,9-14; Lc 6,6-11).
El evangelista Juan narra la curación del paralítico en la piscina (5,1 ss) y la
curación del ciego de nacimiento (9,lss). Estas páginas reflejan dos
situaciones: la polémica entre Jesús y los fariseos y la polémica posterior
entre la Iglesia y la sinagoga. No se trata aquí de distinguir las dos
situaciones. Es más importante no olvidar que la concepción farisaica en tiempos
de Jesús era mucho más variada y rica de lo que el evangelio nos deja suponer.
Al evangelio no le interesa la exactitud histórica; prefiere hacer del fariseo
una figura típica, que puede volver a reproducirse (y de hecho se reproduce) en
la misma vida de la Iglesia.
La toma de posición de Jesús sobre el sábado se resume en
tres afirmaciones: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para
el sábado" (Mc 2,27); "El Hijo del hombre es también señor del sábado" (Mc
2,28); "Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo" (Jn 5,17). Con la
primera afirmación Jesús recupera el significado original, primitivo, del
sábado: es el día en que se celebra el amor de Dios al hombre. Las otras dos
introducen en la reflexión una novedad cristológica: el gran acontecimiento que
hay que celebrar no es ya solamente la liberación de Egipto, sino la venida del
Hijo del hombre; su acción salvífica, que reproduce el amor del Padre. La
crítica de Jesús a la concepción farisaica del sábado no es jurídica ni
disciplinar, sino teológica. Para Jesús el honor que se debe a Dios no está
nunca en contraste con la salvación del hombre. Salvar a un hombre en sábado no
es violar el sábado, sino cumplirlo.
Un signo especialmente indicativo de la concepción
neotestamentaria del tiempo sagrado es el paso —que sin duda fue gradual y no
sin tensiones— del sábado al domingo, llamado en los textos más antiguos "el
primer día de la semana" (He 20,7; 1 Cor 16,2). El "primer día de la semana" es
el día que —como sugieren todos los evangelistas— evoca la resurrección de Jesús
y sus apariciones a los discípulos (Mt 28,1; Mc 16,2-9; Le 24,1; Jn 20,1-9). Las
comunidades celebran el domingo, porque es el día que recuerda el hecho central
de la salvación y la presencia del Resucitado en la comunidad de los discípulos.
El domingo se indica también mediante una segunda expresión, menos atestiguada y
ciertamente más tardía, pero igualmente importante: "el día del Señor" (Ap
1,10). Es una expresión que recupera el bíblico "día de Yhwh", con todo su
sentido escatológico. El NT no pierde nunca la continuidad con el AT. Pero la
expresión se relee ahora cristianamente: el Señor es Jesús, y el acontecimiento
escatológico es su resurrección y su parusía: un acontecimiento al mismo tiempo
ya sucedido y por esperar.
Colocado entre la resurrección de Cristo y su retorno
glorioso al final de la historia, el domingo es el momento fuerte en que se
cumplen los gestos que dan significado y consistencia al tiempo presente, tiempo
del cumplimiento y de la espera: la cena del Señor, la predicación (He 20,7ss),
la caridad (ICor 16,2).
4. LA CENA DEL SEÑOR. Ya hemos aludido al hecho de
que el NT evita los términos cultuales —ya en uso en el griego de los LXX— para
designar los lugares de culto, los tiempos, los ritos, las cosas y las personas.
En compensación, usa repetidamente los términos cultuales (culto, sacrificio,
víctima, ofrenda y otros) para designar ámbitos y cosas que en la opinión común
son profanos. No se trata de un capricho lingüístico, sino de una concepción
concreta: el
verdadero culto es la vida, ofrecida a Dios. Escribe san Pablo a los
Romanos (12,1-2):
"Hermanos, os ruego, por la misericordia de Dios, que ofrezcáis vuestros
cuerpos como sacrificio vivo, consagrado, agradable a Dios; éste es el culto
racional. Y no os acomodéis al esquema de este mundo; al
contrario, transformaos y renovad vuestro interior para que sepáis distinguir
cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto". Es
significativa la expresión "ofrecer vuestros cuerpos" (sómata); los
cuerpos, o sea, toda la persona concreta con sus relaciones, tal como se
expresa hacia fuera y en el mundo, no simplemente la espiritualidad del hombre o
su interioridad. El culto afecta a todo el hombre, y a través del hombre entero
al mundo. El adjetivo "racional" significa el culto auténtico, el culto
digno de Dios y del hombre. En concreto, la existencia se hace culto si se vive,
no según la lógica (esquema) del mundo, sino según la lógica de Jesucristo.
Pero aun subrayando la primacía de la vida hasta el punto
de considerarla como el verdadero culto, el NT recoge igualmente su propia
ritualidad concreta, aunque muy sobria y simplificada respecto a la riqueza de
la ritualidad veterotestamentaria y judía: por ejemplo, la inmersión en el agua
para el bautismo (He 8,34-39), la imposición de manos para el don del Espíritu
(He 8,17) o para la concesión del ministerio ordenado (1Tim 4,14), la oración y
la unción para la curación de los enfermos (Sant 5,14) y sobre todo la cena del
Señor (ICor 11,17-34) [/ Eucaristía].
En la cena del Señor es donde se descubre con particular
claridad la concepción neotestamentaria del culto. Los dos gestos de Jesús, el
gesto del pan y del vino, se insertan en un marco ritual ya existente en el
judaísmo: la bendición antes de la comida (con el pan) y la bendición al final
(con la copa). Los dos gestos de Jesús aparecen así en profunda continuidad con
el judaísmo; sin embargo,son nuevos, ya que se convierten en signos de su
sacrificio. Jesús no solamente vivió su vida en obediencia (Mc 10,45) al Padre y
en entrega a los hermanos (el "verdadero culto o el verdadero sacrificio",
dirían Rom y Heb), sino que al final de su existencia la recogió y la expresó
también en gestos simbólicos, cultuales, con el pan partido y el vino
distribuido. Recogida así su vida con gestos rituales, repetibles, celebrativos,
Jesús la entrega a los discípulos para que hagan memoria de ella a través del
rito ("Haced esto en memoria mía") y en su propia existencia ("Tomad, comed"),
inseparablemente.
Son significativas las coordenadas temporales de ICor
11,23-26: "Yo recibí del Señor lo que os he transmitido: que Jesús, el Señor, en
la noche en que fue entregado, tomó pan, dio gracias, lo partió y dijo: `Esto es
mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía'. Después de
cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: `Este cáliz es la nueva alianza
sellada con mi sangre; cada vez que la bebáis, hacedlo en memoria mía"'. La
memoria ("Haced esto en memoria mía") arraiga en un suceso del pasado ("en la
noche en que fue entregado") y se extiende hasta la venida del Señor ("hasta que
vuelva"). La celebración en los signos forma parte del tiempo intermedio. Los
signos del pan y del vino y la cena fraternal muestran, por un lado, que la
realidad escatológica está ya aquí, y por esto se la celebra; pero, por otro
lado, tratándose precisamente de "signos", muestran que la realidad definitiva
no está aquí todavía; de lo contrario, no tendríamos necesidad de signos ("hasta
que él vuelva").
El cristiano celebra el cumplimiento con gestos (ritos y
fiestas) que al mismo tiempo lo revelan y lo esconden, afirman su presencia y su
ausencia. Y como Cristo recogió su existencia (el verdadero culto) en los
signos, así también la existencia
cristiana (el culto racional) se recoge en momentos/signos que separan de la
vida cotidiana, para celebrar el acontecimiento que da sentido a lo cotidiano.
BIBL.: BARBAGLIO
G., Culto, en Nuevo Diccionario de Teología 1, Cristiandad, Madrid
1982, 284-298; CAZELLES H., Le sens de la liturgie dans I AT, en AA.VV.,
La liturgie: son sens, son esprit, sa méthode, Roma 1982, 47-56; CONGAR
Y., El misterio del templo,
Estela, Barcelona 1967; CULLMANN
O., La fe y el culto en la Iglesia primitiva,
Madrid 1971; DANIELOU J.,
Il Segno del Tempio,
Morcelliana, Brescia 1964; DI SANTE
C., La preghiera di Israele,
Marietti, Casale Monferrato 1985; LEON-DUFOUR X.,
La fracción del pan. Culto y existencia
en el N. T., Cristiandad, Madrid 1983;
EICHRODT W., Teología del A. T. 1. Dios y pueblo, Cristiandad, Madrid
1975; FUGLISTER N., II valore salvífico
della Pasqua, Paideia, Brescia 1976;
GÁRTNER B., The Temple and the Community in Qumran and the New Testament,
Cambridge 1965; HAHN F., Ilservizio liturgico nel cristianesimo primitivo,
Paideia, Brescia 1982; HESCHEL A.J.,
II sabato. Il suo signilcato per 1'uomo moderno,
Rusconi, Milán 1972; JEREMIAS J., La
última Cena. Palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980; LOHSE E.,
Sábbaton, en GLNT XI, 1977, 1019-1106; LYONNET
S., La nature du culte dans le NT,
en AA.VV., La liturgie aprés Vatican JI,
Cerf, París 1967, 356-384; MCKENZIE J.L., Teologia dell Antico Testamento,
Queriniana, Brescia 1978, 27-47; MCNAMARA M., Las asambleas litúrgicas y
el culto religioso de los primeros cristianos, en "Con" 42 (1969) 191-207;
MAGGIONI B., La vira delle prime comunitá cristiane, Borla, Roma 1983,
95-149; MALY E., Influjo mutuo entre mundo y culto en la Escritura, en
"Con" 62 (1971) 187-197; MARTIN-ACHARD R., Essai biblique sur les ftes
d'lsrael, Labor et Fides, Ginebra 1974; MERTEUS H., Manual de la Biblia,
Herder, Barcelona 1989, 44ss; MOULE C.F., Worship in the NT, Londres
1961; NEGRETTI N., Il settimo giorno,
PIB, Roma 1973; POTIN J., La fte
juive de la Pentecóte, Cerf, París 1971; RAVASI G., Teología en la
piedad: culto, oración, rito, en Diccionario Teológico Interdisciplinar
IV, Sígueme, Salamanca 19872, 461-486; ID, Strutture
teologiche della festa biblica, en "ScC" 110 (1982) 143-181; ID,
Il canti di Israele. Preghiera e storia di un
popolo, EDB, Bolonia 1986; SAVOCA G.,
La posizione dei profeti nel culto di Israele, en "Asprenas" 27 (1980)
283-311; VAUX R. de, Instituciones del AT, Herder, Barcelona 19753;
VUILLEUMIER R., La tradition cultuelle
d'Israél dans la prophétie d'Amos et d'Osée,
Neuchátel 1960.
B.
Maggioni
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.