lunes, 6 de octubre de 2014

Confucianismo

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Por Confucianismo se entiende el complejo sistema de enseñanzas morales, sociales, políticas y religiosas construido por Confucio sobre las antiguas tradiciones chinas y perpetuado como religión de Estado hasta nuestros días (O sea, hasta finales de la última dinastía china, Qing, cuyo postremo emperador, Pu Yi, debió abdicar siendo niño aún, en 1912, como resultado de la Revolución iniciada por Sun Yixian. N.T.). El Confucianismo se orienta no simplemente a hacer hombres de virtud sino también hombres educados y de buenas maneras. El hombre perfecto debe combinar las cualidades del santo, del académico y del gentilhombre. El Confucianismo es una religión sin revelación positiva, con un mínimo de enseñanza dogmática, cuyos rituales populares se centran en las ofrendas a los muertos. En ella, la noción del deber se extiende más allá de la esfera de la moral estrictamente dicha para abarcar casi todos los detalles de la vida. I. CONFUCIO, EL MAESTRO
El mayor exponente de esta notable religión fue K'ung-Tze (Kong Zi, según el moderno sistema Pinyin de latinización del idioma chino, reconocido ya mundialmente, N.T.), o K'ung-Fu-Tze (Kong Fu Zi. Idem, N.T.), latinizado por los primeros misioneros jesuitas como Confucio. Confucio nació en 551 a.C., en lo que entonces era el estado feudal de Lu, y que ahora está incluido en la moderna provincia de Shan-tung (Shang Dong. Idem, N.T.). Sus padres, aunque no eran ricos, pertenecían a la clase superior. Su padre era un guerrero, que se había distinguido tanto por sus hazañas como por su noble ascendencia. Confucio era apenas un niño cuando su padre murió. Desde su niñez mostró gran aptitud para el estudio, y si bien hubo de trabajar como sirviente en sus años mozos para mantenerse a sí mismo y a su madre, siempre encontró tiempo para proseguir sus estudios favoritos. Progresó tanto en ello que a los veintidós años abrió una escuela a la muchos llegaron atraídos por la fama de sus conocimientos. Su habilidad y fiel servicio le merecieron una promoción al cargo de ministro de justicia. Bajo su sabia administración el Estado alcanzó un grado de prosperidad y orden moral que nunca antes había visto. Pero a través de las intrigas de estados rivales, el Marqués de Lu fue llevado a preferir los placeres vulgares a la preservación del buen gobierno. Confucio intentó, con sanos consejos, volver a su señor al camino del deber, pero todo fue en vano. A raíz de ello, Confucio renunció a su alto puesto a costo de su tranquilidad y comodidad personales, y abandonó el país. Durante catorce años fue de estado en estado, acompañado de sus fieles discípulos, buscando algún señor que quisiese escuchar sus consejos. Sufrió muchas privaciones. En más de una ocasión estuvo en riesgo inminente de ser acechadoacechadoa y muerto por sus enemigos, pero su valor, y la confianza en el carácter providencial de su misión, nunca lo abandonaron. Finalmente volvió a Lu, donde pasó los últimos cinco años de su larga vida animando a otros al estudio y a la práctica de la virtud, y edificando a todos con su noble ejemplo. Murió el año 478 a.C., a los setenta y cuatro años de edad. Su vida coincidió casi exactamente con la de Buda, quien falleció dos años antes, a la edad de ochenta.
Poca duda cabe que Confucio poseía una noble y avasalladora personalidad. Ello queda claro por los datos que tenemos acerca de su carácter, por sus elevadas enseñanzas morales, y por los hombres de altos ideales a los que educó para que siguieran su labor. En su entusiasta cariño y admiración, ellos lo declararon el más grande de los hombres, el sabio infalible, el hombre perfecto. Los propios dichos que de él se conservan muestran que él nunca pretendió poseer la plenitud de la virtud o de la sabiduría. Él estaba consciente de sus limitaciones y nunca intentó ocultar dicha conciencia. Mas de su amor por la virtud y la sabiduría no puede haber duda. En las "Analectas", VII, 18, se le describe como "alguien que en su apasionada búsqueda del conocimiento olvidó la comida, y en el gozo de alcanzarlo olvidó su pena". Cualquier cosa que en las constancias del pasado, ya en la historia, ya en la poesía lírica, o en los ritos y ceremonias, fuese edificante y conducente a la virtud, él lo buscaba con celo infatigable y lo daba a conocer a sus discípulos. Era un hombre de naturaleza afectiva, compasivo y sumamente considerado con los demás. A sus discípulos valiosos los amó entrañablemente y, a su vez, mereció de ellos su perdurable devoción. Era modesto y sin afectaciones en su porte, inclinado a la seriedad, pero poseía sin embargo una jovialidad natural que raramente lo abandonaba. Educado desde la niñez en la adversidad, aprendió a encontrar satisfacción y serenidad de mente aún donde faltaban las comodidades ordinarias. Gustaba mucho de la música vocal e instrumental y frecuentemente cantaba, acompañándose del laúd. Su sentido del humor se revela en una crítica que hizo de un canto muy estrepitoso: "¿Porqué utilizar un cuchillo para reses cuando se quiere matar un gallo?".
Con frecuencia se tiene a Confucio como el prototipo de hombre virtuoso sin religión. Se afirma que sus enseñanzas son principalmente éticas, en las que se buscaría en vano una recompensa en la vida futura como sanción de buena conducta. Pero la familiaridad con las antiguas religiones chinas y de los textos confucianistas deja al descubierto lo hueco de la aseveración de que Confucio estaba desvinculado de cualquier pensamiento o sentimiento religioso. Él fue religioso a la manera de los hombres religiosos de su tiempo y de su tierra. Al no hacer referencias a premios y castigos en la vida venidera él sencillamente estaba siguiendo el ejemplo de sus ilustres predecesores chinos, cuyas creencias religiosas no incluían este elemento de la retribución futura. Los clásicos chinos, antiguos ya incluso en tiempos de Confucio, no tienen nada que decir del infierno. Sí tienen, sin embargo, mucho que decir de los premios o castigos otorgados en la presente vida por el Cielo que todo lo ve. Hay una multitud de textos que muestran abiertamente que él no se separó de la creencia tradicional en el supremo Dios-cielo y los espíritus subordinados, en la divina providencia y en la recompensa, y en la existencia consciente de las almas después de la muerte. Tales convicciones religiosas de su parte quedaron expresadas en múltiples actos de piedad y culto.
II. LOS TEXTOS CONFUCIANISTAS
Dado que el Confucianismo en su sentido más amplio abraza no sólo las enseñanzas inmediatas de Confucio, sino también los documentos, costumbres y ritos tradicionales que él ratificó con su aprobación y que hoy se apoyan sobre todo en su autoridad, entre los textos reconocidos como confucianistas se cuentan varios que aún en sus días eran venerados como herencia sagrada del pasado. Los textos están divididos en dos categorías conocidas como los "king" (ching. Idem, N.T. ) (clásicos), y los "shuh" (libros). Se reconocen comúnmente cinco, y a veces seis, "king", que son los primeros en importancia.
El primero de ellos es el "Shao King" (Shuh Ching. Idem, N.T.) (Libro de la Historia), una obra religiosa y moral, que detecta la mano de la Providencia en una serie de eventos grandiosos de la historia pasada e inculca la lección de que el Dios-cielo concede prosperidad y larga vida únicamente al gobernante virtuoso que es motivado por el verdadero bienestar de su pueblo. La unidad de su composición puede muy bien ubicar la fecha de su publicación en algún punto alrededor del siglo sexto a. C., aunque las fuentes en que se basan los primeros capítulos podrían ser casi contemporáneas a los mismos sucesos relatados.
El segundo "king" es el así llamado "She-king" (Shi Ching. Idem, N.T.) (Libro de los Cantos), frecuentemente mencionado como las "Odas". De sus 305 breves poemas líricos, algunos pertenecen a la época de la dinastía Shang, (1766-1123 a.C.). El resto, y quizás la parte mayor, a los cinco siglos de la dinastía Chow (Zhou. Idem, N.T.), o sea, hasta cerca del año 600 a. C.
El tercer "king" es el así llamado "I-king" (I Ching. Idem, N.T.) (Libro de los Cambios), un enigmático tratado sobre adivinación utilizando tallos de una planta nativa, los cuales, una vez arrojados y según se conformen, dan diferentes indicaciones referentes a alguno de los sesenta y cuatro hexagramas formados por tres líneas continuas y tres discontinuas. Las breves explicaciones que los acompañan, en gran medida arbitrarias y fantásticas, se ubican en el tiempo de Wan y de su ilustre hijo, Wu, fundadores de la dinastía Chow (1122 a.C.). Desde el tiempo de Confucio, la obra se ha visto acrecentada por una serie de apéndices, en número de diez, de los cuales ocho se atribuyen a Confucio. Sin embargo, únicamente una porción de éstos es probablemente auténtica.
El cuarto "king" es el "Li-ki" (Li-chi. Idem, N.T.) (Libro de los Ritos). En su forma actual el libro data del siglo segundo de nuestra era. Constituye una compilación de un amplio número de documentos cuya mayor parte se remonta a la parte inicial de la dinastía Chow. La obra proporciona normas minuciosas de conducta referentes a ceremonias religiosas de culto, funciones de la corte, relaciones sociales y familiares, vestido. En pocas palabras se refiere a todas las esferas de la actividad humana. Continúa siendo aún la guía más autorizada del comportamiento correcto para todo chino cultivado. En el "Li-ki" se encuentran muchos de los dichos atribuidos a Confucio y dos largos tratados compuestos por sus discípulos, de los que se puede decir que reflejan con substancial acierto los dichos y las enseñanzas del Maestro. Uno de ellos es el tratado conocido como "Chung-Yung" (La Doctrina del Medio) y conforma el libro XXVIII del "Li-ki". El otro tratado, que forma el libro XXXIX del "Li-ki", es el llamado "Ta-hio" (Ta Hsüeh. Idem, N.T.) (Gran Aprendizaje). Pretende contender la descripción de un líder virtuoso hechas por el discípulo Tsang-tze, basado en las enseñanzas del Maestro. El quinto "king" es el breve tratado histórico conocido como "Ch'un-ts'ew" (Ch'un Ch'iu. Idem, N.T.) (Primavera y Otoño) y del que se dice que fue escrito por el mismo Confucio. Consiste en una serie interrelacionada de simples anales del reino de Lu que van del año 722 al 484 a.C. A esos cinco "king" se les añade un sexto, el así llamado "Hiao-king" (Hsiao Ching. Idem, N.T.) (Libro de la Piedad Filial). Los chinos atribuyen su composición a Confucio, pero en la opinión de los críticos investigadores, es el producto de la escuela de su discípulo, Tsang-tze.
Se acaba de hacer mención de los dos tratados incorporados en el "Li-ki", "La Doctrina del Medio" y "El Gran Aprendizaje". En el siglo XI de nuestra era esas dos obras fueron unidas con otros textos confucianistas constituyendo lo que se conoce como "Sze-shuh" (Shih Shu. Idem, N.T.) (Cuatro Libros). El primero de estos es "Lun-yü" (Analectas). Esta es una obra de veinte breves capítulos que nos muestran qué clase de persona era Confucio en la vida diaria y conservan muchos de sus impresionantes dichos referentes a temas morales e históricos. La obra, escrita por alguno de la siguiente generación, parece incorporar el auténtico testimonio de sus discípulos.
El segundo lugar en el "Shuh" se le da al "Libro de Mencio". Mencio, "Meng-tze" (Meng-zi. Idem, N.T.), no fue discípulo directo del Maestro; vivió cerca de un siglo después. Adquirió gran fama como exponente de la enseñanza Confucianista. Sus dichos, en su mayoría referentes a temas morales, fueron atesorados por sus discípulos y publicados bajo su nombre. En tercer y cuarto orden del "Shuh" están "El Gran Aprendizaje" y "La Doctrina del Medio".
Nuestros primeros conocimientos de los contenidos de los textos confucianistas se los debemos a la penosa investigación realizada por los misioneros jesuitas en China durante los siglos diecisiete y dieciocho. Ellos unían al celo heroico por la extensión del Reino de Cristo una diligencia y una habilidad tales para el estudio de las costumbres chinas, literatura e historia que les han dejado un reto perdurable a sus sucesores investigadores. Entre ellos podemos mencionar a los Padres Prémare, Régis, Lacharme, Gaubil, Noël, Ignacio da Costa, por quienes fueron traducidos y explicados con gran erudición la mayoría de los textos confucianistas. Era natural, sin embargo, que sus estudios pioneros en un campo tan difícil estuviera destinado a ceder su lugar a los monumentos más precisos y completos de la investigación moderna. Pero aún allí tienen dignos representantes en académicos de la talla del Padre Zottoli y Henri Cordier, cuyos estudios chinos rinden evidencia de su vasta erudición. Los textos confucianistas fueron hechos asequibles a los lectores de habla inglesa por el Profesor Legge. Al lado de su obra monumental en siete volúmenes, intitulada "Los Clásicos Chinos" y su versión del "Ch'un ts'ew", ese autor ha terminado las traducciones revisadas de "Shuh", "She", "Ta-hio", "Y" y "Li-ki" en los volúmenes III, XVI, XXVII, y XXVIII de "Los Libros Sagrados del Oriente".
III. LA DOCTRINA
Los fundamentos religiosos
La religión de la antigua China, a la que Confucio prestó su adhesión reverente, era una forma de culto a la naturaleza, muy cercana al monoteísmo. Aunque se reconocían muchos espíritus asociados con la naturaleza- espíritus de montañas y ríos, de la tierra y de los granos, de los cuatro cuartos del cielo, el sol, la luna y las estrellas- todos estaban subordinados al supremo Dios-cielo, T'ien (Cielo), también llamado Ti (Señor), o Shang-ti (Supremo Señor). Todos los demás espíritus no eran sino sus ministros, actuando siempre en obediencia a su voluntad. T'ien era quien sostenía la ley moral, practicando una providencia benigna sobre los hombres. Nada que se hiciese en secreto podía escapar su ojo omnipresente. Su castigo para las malas acciones tomó ya la forma de calamidades o muerte prematura, ya la de alguna desgracia ocurrida a los descendientes del malvado. En numerosos pasajes del "Shao-" y "She-king" encontramos esta creencia, afirmada como motivación a la conducta recta. La muestra de que esto no fue soslayado por Confucio está en su dicho: "quien ofende al Cielo no tiene ya a quien orar". Otro motivo cuasi religioso para la práctica de la virtud era la creencia de que las almas de los parientes difuntos dependían en gran parte para su felicidad de la conducta de los descendientes vivos. Se enseñaba que los hijos tenían el deber hacia sus padres difuntos de contribuir a su gloria y felicidad con una vida virtuosa. A juzgar por los dichos de Confucio que han sido preservado, él no desdeñaba esos motivos hacia una vida virtuosa, pero ponía mayor énfasis en el amor a la virtud por sí misma. Los principios de moralidad y su aplicación concreta en las variadas relaciones de la vida diaria quedaron incorporados en esos textos sagrados, los cuales, a su vez, representaban las enseñanzas de los antiguos sabios, educados por el Cielo para instruir a la humanidad. Dichas enseñanzas no fueron inspiradas, tampoco fueron reveladas, pero sí eran infalibles. Los sabios nacían dotados de una sabiduría querida por el Cielo para iluminar a los hijos de los hombres. Era, por tanto, una sabiduría providencial, más que sobrenatural. La noción de una revelación divina positiva está ausente de los textos chinos. Seguir la ruta del deber tal como ha quedado establecido en las reglas autorizadas de conducta está al alcance de todo hombre, mientras su naturaleza, buena de nacimiento, no quede irremediablemente perturbada por influencias perniciosas. Confucio sostenía la opinión tradicional de que todos los hombres nacen buenos. No hay la menor señal en su enseñanza de algo semejante al pecado original. Parece haber sido incapaz incluso de reconocer tendencias hereditarias perniciosas. Para él, lo que pervierte al hombre es el medio ambiente malo, el mal ejemplo y una inexcusable concesión ante los apetitos malos que cualquiera que usase correctamente sus fuerzas naturales podría y debería dominar. La caída moral causada por las seducciones de espíritus malvados no tenía lugar en su sistema. Como tampoco hay noción de una gracia divina para reforzar la voluntad e iluminar la razón en la lucha contra el mal. Hay una o dos alusiones a la oración, pero nada que muestre que la oración diaria es recomendable para quien aspira a la perfección.
Apoyos para la virtud
En el Confucianismo, los apoyos para el cultivo de la virtud son naturales y providenciales, ni más ni menos. Pero en este desarrollo de la perfección moral, Confucio siempre buscó encender en los demás el amor entusiasta que sentía él mismo por la virtud. Para él, la empresa primordial en la vida es hacerse uno tan bueno como sea posible. Cualquier cosa que sea conducente a la práctica de la bondad debería ser ardientemente buscada y usada. Para ello, el conocimiento correcto debe ser considerado como indispensable. Al igual que Sócrates, Confucio sostenía que el vicio nace de la ignorancia y que el conocimiento conduce infaliblemente a la virtud. El conocimiento en el que él insistía no ea simplemente el científico, sino una familiaridad edificante con los textos sagrados y las reglas de virtud y propiedad. Otro factor en el que él ponía gran énfasis era la influencia del buen ejemplo. Le encantaba proponer a la admiración de sus discípulos a los héroes y sabios de la antigüedad, con cuyas nobles hazañas y palabras los intentaba familiarizar insistiendo en el estudio de los clásicos antiguos. Muchos de los dichos que nos quedan de él son elogios de esos valientes hombres de virtud. Y no dejó de reconocer el valor de compañeros buenos y de altos ideales. Su lema fue asociarse con los verdaderamente grandes y hacer amistad con los más virtuosos. Además de la asociación con los buenos, Confucio recalcaba en sus discípulos la necesidad de acoger siempre la corrección fraterna de los propios errores. También, consecuentemente, se les inculcaba el examen diario de la conciencia. Como una ayuda más para la formación de un carácter virtuoso, él tenía una alta opinión de una cierta dosis de autodisciplina. Reconocía el peligro, especialmente en los jóvenes, de caer en hábitos de blandura y amor por lo fácil. De ahí que él hacía hincapié en una viril indiferencia hacia comodidades afeminadas. También reconocía en el arte de la música un apoyo poderoso para encender el entusiasmo por la práctica de la virtud. Enseñaba a sus discípulos las "Odas" y otros cantos edificantes, que cantaban juntos acompañados de laúdes y arpas. Todo esto, unido al magnetismo de su influencia personal, daban a su enseñanza una fuerte cualidad emocional.
Virtudes Fundamentales
Confucio insistió principalmente en las cuatro virtudes de sinceridad, benevolencia, piedad filial y propiedad como los cimientos para una vida de bondad perfecta. Para él, la sinceridad era una virtud cardinal. De acuerdo al uso que él le daba, dicha virtud significaba mucho más que una mera relación social. Ser verídico y sin recovecos en el hablar, fiel a las propias promesas, consciente en el cumplimiento de las obligaciones propias para con los demás- todo ello estaba incluido en la sinceridad y aún más. El varón sincero, a los ojos de Confucio, era aquel cuya conducta siempre está basada en el amor por la virtud y que, en consecuencia, buscaba observar las reglas correctas de conducta tanto en su corazón como en sus acciones externas, tanto en la soledad como en la presencia de otros. La benevolencia, que se muestra en un amable cuidado por el bienestar de los demás y en la disposición para ayudarlos en tiempos de necesidad, es también un elemento fundamental de la enseñanza de Confucio. Se le percibe como el detalle característico del hombre bueno. Mencio, el ilustre exponente del Confucianismo, tiene la siguiente- y notable- expresión: "La benevolencia es el hombre" (VII, 16). En los dichos de Confucio encontramos enunciada varias veces su "regla de oro" en su forma negativa. En las "Analectas", XV,13, leemos que cuando un discípulo le pidió un principio rector para toda conducta, el Maestro respondió: "¿Acaso no es la benevolencia mutua tal principio? Lo que no quieras que te hagan a ti no lo hagas a los demás". Esto es asombrosamente parecido a la "regla de oro" encontrada en el primer capítulo de las "Enseñanzas de los Apóstoles"--"Cualquier cosa que no te gustaría que te hicieran a ti, no la hagas a los demás". También se encuentra en Tobías, iv,16, que es donde aparece por primera vez en la Sagrada Escritura. Él no estaba de acuerdo con el principio sostenido por Lao-tze de que la ofensa debería ser pagada con amabilidad. Su lema era: "Responde a la ofensa con justicia y a la amabilidad con amabilidad" (Analectas, XIV, 36). Parece ser que él veía el asunto desde el punto de vista práctico y legal del orden social. "Recompensar la amabilidad con amabilidad", dice en otra parte, "actúa como un motivador para la gente. Responder a la ofensa con justicia actúa como una advertencia" (Li-ki, XXIX, 11). La tercera virtud fundamental en el sistema confucianista es la piedad filial. En el "Hiao-king", Confucio aparece diciendo: "La piedad filial es la raíz de toda virtud"--"De todos las acciones de los hombres, no hay ninguna mayor que la de la piedad filial". Para los chinos de ayer y de hoy, la piedad filial mueve al hijo a amar y respetar a sus padres, contribuir a su comodidad, y darles a ellos felicidad y honor a su nombre a través de tener un éxito honorable en la vida. Pero, al mismo tiempo, llevaba esa devoción a un grado tal que se convertía en algo excesivo y erróneo. Como consecuencia del sistema patriarcal que ahí prevalecía, la piedad filial incluía la obligación para los hijos de vivir, aún después de casados, bajo el mismo techo que el padre y prestarle obediencia casi infantil toda la vida. La voluntad de los padres tenía carácter de absoluta, llegando al extremo de hacer que el hijo se divorciara, por sobre sus sentimientos personales, si su mujer no podía satisfacer los deseos de sus padres. Si un hijo responsable se viera en la necesidad de aconsejar a un padre descarriado, se le enseñaba a corregirlo con la mayor mansedumbre; aunque el padre lo golpeara hasta sangrar, no debería mostrar ningún resentimiento. Por más malo que fuese el padre, nunca perdía su derecho al respeto filial de su hijo. Otra virtud de importancia primordial en el sistema confucianista es la "propiedad". Ella abarca toda la esfera de la conducta humana, motivando al hombre superior a llevar a cabo siempre la acción correcta en el lugar correcto. Dicha virtud encuentra su máxima expresión en las así llamadas reglas ceremoniales, que no se limitan a ritos religiosos y normas de comportamiento moral, sino que se extienden a la asombrosa cantidad de usos y costumbres convencionales que rigen la etiqueta china. Estos ya se definían en tiempos de Confucio como las trescientas mayores y tres mil menores reglas ceremoniales, todas las cuales debían ser cuidadosamente aprendidas para guiar la conducta apropiada. Tanto los usos convencionales como las reglas de comportamiento moral llevaban con ellas un sentido de obligación que descansaba primordialmente en la autoridad de los sabios-reyes y, en último término, en la voluntad del Cielo. Despreciar tales normas o desviarse de ellas era equivalente a un acto de impiedad.
Ritos
En el "Li-ki" se declara que son seis las principales observancias ceremoniales: coronaciones, matrimonios, rituales de duelo, sacrificios, fiestas y entrevistas. Bastará con tratar brevemente los primeros cuatro, que han persistido sin cambios notables hasta el día de hoy. La coronación era una ceremonia de alegría, con la que se honraba al hijo al llegar a sus veinte años de edad. En presencia de parientes e invitados, el padre daba a su hijo un nombre especial y le colocaba un gorro de cuatro puntas como señales distintivas de su virilidad madura. Todo esto acompañado de una fiesta. La ceremonia del matrimonio era de gran importancia. Casarse para tener hijos varones era una grave obligación de todo hijo. Ello era necesario para preservar el sistema patriarcal y proveer el culto a los antepasados en los años venideros. Según se establece en el "Li-ki", la regla era que el varón joven debía casarse a los treinta y la mujer a los veinte. La propuesta de matrimonio y su aceptación no eran asunto de los interesados sino de sus padres. Los arreglos preliminares eran hechos por un intermediario después de que, a través de la adivinación, se tenía certeza de que los signos de la unión buscada eran propicios. Las partes no podían tener el mismo apellido, ni tener relación sanguínea hasta el quinto grado. El día de la boda, vestido con sus mejores ropas, el joven novio iba a la casa de la novia para de ahí llevarla en su carruaje a la casa de su padre, donde éste la recibía rodeado de sus alegres invitados. En copas improvisadas, hechas de las mitades de un melón, se servían bebidas dulces que se entregaban a los novios. Al tomar un sorbo de cada una, ellos significaban su unión en matrimonio. Consecuentemente, la novia pasaba a formar parte de la familia de sus suegros y sujeta, como su esposo, a la autoridad de aquéllos. La monogamia era fomentada como la situación ideal, pero no se prohibía el tener esposas secundarias, llamadas concubinas. Esto último se recomendaba cuando la esposa no podía tener hijos varones y el esposo la amaba demasiado como para divorciarse de ella. Existían siete causas, además de la infidelidad, que justificaban el repudio de la esposa, y una de ellas era la ausencia de hijos varones. También los ritos funerarios eran de suma importancia. Su exposición ocupa la mayor parte del "Li-ki". Eran sumamente elaborados y muy variables en cuanto al detalle y a la duración, según el rango y la relación del difunto con los dolientes. Los más impresionantes de todos eran los rituales fúnebres para el padre. Durante los tres primeros días, el hijo, vestido de arpillera áspera hecha de cáñamo blanco, ayunaba, saltaba y gritaba. Pasado el entierro, para el cual se dan indicaciones muy precisas, el hijo debía llevar la ropa de luto de arpillera durante veinticuatro meses, alimentándose apenas con algo de comida, y viviendo en una choza construida al efecto a un lado de la tumba. Se narra en las "Analectas" la indignada condena hecha por Confucio ante la sugerencia de uno de sus discípulos de que el período de duelo se recortara a un año. Otra clase de ritos de suma importancia eran los sacrificios, mencionados repetidamente en los textos confucianistas, donde se dan instrucciones para su apropiada celebración. La idea de propiciamiento a través de la sangre está totalmente ausente de la noción china de sacrificio. Todo se reduce a una ofrenda de alimentos para expresar el culto reverente de los participantes; una fiesta solemne para honrar a los espíritus, a los que se invita y de los que se cree que disfrutan de la diversión. Se preparan carne y bebidas de toda clase; hay música vocal e instrumental, y danzas de pantomima. Los ministros celebrantes no son los sacerdotes sino los jefes de familia, los señores feudales y, principalmente, los reyes. No hay sacerdocio en el Confucianismo.
El culto del pueblo en general se limita al así llamado culto a los antepasados. Algunos piensan que apenas se le puede llamar culto siendo, como es, una fiesta para honrar a los familiares difuntos. Tanto en los tiempos de Confucio como hoy día, había en cada hogar, desde el palacio del mismo rey hasta la más humilde choza campesina, una cámara o closet llamada "templo de los antepasados", donde se guardan reverentemente unas tablillas de madera en las que se inscriben los nombres de los padres difuntos, abuelos y más remotos antepasados. En fechas preestablecidas se colocaban ofrendas de fruta, vino y carnes preparadas ante las tablillas, en las que se creía que los espíritus ancestrales hacían su morada de descanso temporal. Además, semestralmente, en primavera y otoño, cada clan realizaba honras públicas para los antepasados comunes. Éstas consistían en un refinado banquete acompañado de música y danzas, al que se invitaba a los antepasados difuntos pues se creía que ellos participaban en él junto con los miembros vivos del clan. Aún más refinadas y grandiosas eran las fiestas trienales o quinquenales ofrecidas por el rey a sus fantasmagóricos antepasados. Las familias y clanes sólo ofrecían fiestas en honor de aquellos difuntos vinculados con ellos por parentesco. Había, sin embargo, algunos benefactores públicos cuya memoria era recordada por todos y a los cuales se les hacían ofrendas de alimentos. El mismo Confucio llegó a ser honrado así después de su muerte, ya que se le consideró el más grande de los benefactores públicos. Aún hoy día se mantiene fielmente en China esta veneración religiosa del Maestro. Hay en la Universidad Imperial de Peking (Beijing. Idem, N.T.) un templo en el que se conservan las tablillas de Confucio y de sus discípulos más importantes. Dos veces al año, en primavera y otoño, el emperador hacía una visita real a dicho recinto y solemnemente hacía ofrendas de comida, acompañado de un discurso orante que expresaba su gratitud y devoción.
En el cuarto libro del "Li-ki" se hace referencia a los sacrificios que el pueblo acostumbraba ofrecer a los "espíritus de la tierra", o sea aquellos que velaban sobre los campos de la localidad. La gente no tomaba parte activa, sin embargo, en el culto a los espíritus de mayor rango. Ello formaba parte de los deberes de los funcionarios más elevados, de los señores feudales y del rey. Cada señor feudal ofrecía sacrificios al espíritu subordinado del que se suponía que tenía cuidado especial sobre su territorio. Pero era una prerrogativa exclusiva del rey el ofrecer sacrificios a los espíritus del reino, tanto grandes como pequeños, especialmente al Cielo y a la Tierra. Cada año se celebraban varios sacrificios de este tipo. Los más importantes eran los del solsticio de invierno y verano, en los que se reverenciaba respectivamente al Cielo y a la Tierra. Para explicar esta anomalía hay que tener en mente que el sacrificio, a los ojos de los chinos, es una fiesta para los espíritus visitantes y, que, según sus normas de propiedad, los espíritus más elevados debían ser honrados por los representantes más elevados de los vivos. Encontraban muy apropiado que fuera únicamente el rey, el Hijo del Sol, quien por si mismo y por su pueblo, realizara ofrendas solemnes al Cielo. Y así es hasta nuestros días. El culto sacrificial para el Cielo y la Tierra es celebrado solamente por el emperador, al que asiste, claro, un pequeño ejército de ayudantes, y con una grandeza de ceremonial que es asombroso contemplar. Orar privadamente al Cielo y quemar incienso para él, era una forma válida de mostrar la piedad apropiada a la deidad mayor. Esto aún se practica, sobre todo en noche de luna llena.
Política
Confucio no conoció sino una forma de gobierno: la monarquía tradicional de su tierra natal. Era la extensión a la nación entera del sistema patriarcal. El rey ejercía una autoridad absoluta sobre sus súbditos, como un padre sobre sus hijos. Gobernaba por derecho divino. Era erigido providencialmente por el Cielo para iluminar al pueblo con leyes sabias y conducirlo al bien con su ejemplo y autoridad. De ahí su título: "Hijo del Cielo". Pero para merecer ese título debía el rey reflejar la virtud del Cielo. Sólo el rey de altos ideales era quien ganaba el favor del Cielo y era recompensado con prosperidad. El rey indigno perdía la asistencia del Cielo y se convertía en una nulidad. En los textos confucianistas abundan las lecciones y advertencias referentes a este tema del gobierno correcto. Se hace el más fuerte énfasis en el valor del buen ejemplo por parte del gobernante. Una y otra vez se asienta el principio de que el pueblo no puede dejar de practicar la virtud cuando el gobernante pone el mayor ejemplo de conducta recta. Por otro lado, en más de un lugar se deja ver la implicación de que cuando abundan el crimen y la miseria, se debe buscar la causa en un rey indigno y en ministros carentes de principios.
IV. HISTORIA DEL CONFUCIANISMO
Sin duda alguna fue esta inflexible actitud del Confucianismo respecto a los líderes malvados y egoístas lo que casi causó su extinción hacia finales del siglo tercero a.C. Shi Hwang-ti , quien derrocó a la dinastía Chow en el año 213 a.C., promulgó el decreto que ordenaba que todos los libros confucianistas, excepto el "Y-king", debían ser destruidos. Se amenazó con la pena de muerte a aquellos estudiosos que fuesen encontrados o en posesión de los libros prohibidos, o enseñándolos a otros. Cientos de maestros confucianistas se negaron a sujetarse a la ley y fueron enterrados vivos. Para cuando vino la reacción contraria, durante la dinastía Han, en el año 191 a.C., el trabajo de exterminación estaba casi completo. Gradualmente, sin embargo, aparecieron copias más o menos bien conservadas, y los textos confucianistas poco a poco fueron colocados de nuevo en el lugar de honor. Generaciones de estudiosos han dedicado sus mejores años a la interpretación de los "king" y los "shu", con el resultado de que a su alrededor se ha reunido una obra literaria monumental. Como religión de estado de China, el Confucianismo ha ejercido una profunda influencia en la vida nacional. Esta influencia ha sido apenas tocada por las formas inferiores del Budismo y Taoismo, las cuales, en cuanto cultos populares, empezaron a florecer en China alrededor del siglo primero de nuestra era. En la burda idolatría de esos cultos, los ignorantes encontraban la satisfacción de sus necesidades religiosas que la religión del Estado no les podía dar. Sin embargo, no dejaban de ser confucianistas por el hecho de abrazar el Taoísmo y el Budismo. Estos cultos no eran ni son otra cosa que adherencias de las creencias confucianistas y de las costumbres de las clases bajas, formas populares de devoción que se colgaban como parásitos a la religión ancestral. Los chinos educados despreciaban tanto las supersticiones budistas como las taoístas. Esto no obstaba para que algunos, que nominalmente mantenían su adhesión al Confucianismo puro y simple, sostuvieran opiniones racionalistas referentes al mundo de los espíritus. En números, los confucianistas alcanzaban los trescientos millones. (Hasta 1911, antes de la Revolución China. La "Revolución Cultural" de Mao Zedong, 1951-52, buscó erradicar totalmente las expresiones vigentes hasta entonces de cultura y educación, entre las que se encontraba el Confucianismo, por considerarlo expresión de aristocracia contrarrevolucionaria y decadente. No lo logró del todo. Regímenes posteriores han abierto de nuevo las puertas a la investigación, y con ello, el Confucianismo ha recuperado un poco de su antigua influencia en China. N.T.).
V. CONFUCIANISMO vs. CIVILIZACIÓN CRISTIANA
Hay mucho que admirar en el Confucianismo. Ha enseñado una concepción noble del Dios-cielo. Ha inculcado un notablemente alto estándar de moralidad. Ha promovido, en la medida que sabía cómo, la influencia purificadora de la educación literaria y del comportamiento cortés. Pero hoy se encuentra afectada por los serios defectos que caracterizan a toda civilización imperfecta en sus remotos comienzos. La asociación del T'ien con inumerables espíritus de la naturaleza, espíritus del sol, de la luna y de las estrellas, de las colinas, de los campos y de los ríos, el uso supersticioso de la adivinación por medio de ramitas y conchas de tortuga y la burda noción de que los espíritus superiores acompañados de las almas de los muertos se regalaban con ofrendas de espléndidos banquetes, no pueden aguantar la prueba de la inteligente crítica moderna. Tampoco puede responder adecuadamente una religión a las necesidades religiosas del corazón humano cuando limita la participación del pueblo en la adoración solemne de la divinidad, cuando no encuentra utilidad en la oración, cuando no reconoce realidades tales como la gracia, cuando no tiene una enseñanza definida respecto a la vida futura. En cuanto sistema social, el Confucianismo ha elevado a los chinos a un nivel intermedio de cultura, pero por generaciones les ha impedido mayor progreso. Su rígida insistencia en los rituales y costumbres que tienden a perpetuar los sistemas patriarcales con sus anexos de poligamia y divorcio, de reclusión y discriminación excesivas de la mujer, y de una indebida limitación de la libertad individual, el Confucianismo contrasta dolorosamente con la progresiva civilización cristiana.

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