jueves, 25 de diciembre de 2014

Criterios para encontrar la verdad

La verdad es el resplandor de la vida en su plenitud, que atrae y orienta al hombre, porque este lleva dentro el deseo de plenitud puesto por Dios mismo. Este deseo es ya barrunto de la verdad, y el criterio para discernir la verdad está en la satisfacción de este deseo, es decir, no puede ser otro que la experiencia personal de vida o la experiencia de la comunicación de vida a otros. Dondequiera se descubra vida, sea en la propia persona como en persona ajena, allí hay verdad. Donde no hay vida, no hay verdad.
Estos son precisamente los criterios complementarios que propone Jesús para determinar o encontrar la verdad: la experiencia personal de vida y las obras que comunican vida. 


La experiencia de vida (Jn 7,14ss).


 
En Jn 7,14ss, encontrándose Jesús enseñando en el templo, los dirigentes judíos se preguntan por el origen del saber de Jesús: «¿Cómo sabe éste de Escritura si no ha estudiado?» Jesús replica informándolos de que su saber no viene de las escuelas, sino de Dios: «Mi doctrina no es mía, sino del que me ha mandado». Sin embargo, esta afirmación de Jesús necesitaba ser probada, y él mismo aduce la prueba a continuación: «El que quiera realizar el designio de Dios conocerá si esta doctrina es de Dios o si yo hablo por mi cuenta» (7,17).
Como se ve, Jesús no prueba su extraordinaria afirmación con argumentos ni citando textos del AT. No invoca la autoridad de Dios ni la suya propia. El criterio para distinguir la verdad de su doctrina está en el hombre mismo, y a él se remite Jesús. El no se impone, cada uno tiene que encontrar su certeza (El verbo griego usado en esta frase, tiene entre sus significados el de «conocer por experiencia».)
El criterio que propone Jesús, independiente de su persona, se basa en la fidelidad del hombre a Dios creador, en el deseo de realizar su designio. Este designio, que concreta el amor universal de Dios, se expresa así: «que todo el que reconoce al Hijo y le presta adhesión tenga vida definitiva» (3,16), es decir, vida en plenitud. En quien la anhela, la doctrina de Jesús produce una experiencia que le hace percibir su verdad: en ella ve el hombre la concreción de sus aspiraciones; ella responde a su anhelo interior y le muestra cuál es la verdadera plenitud.
El convencimiento es, por tanto, personal, no por testimonio ajeno y, mucho menos, por imposición externa.
Este criterio es propuesto por Jesús en otras ocasiones y podemos llamarlo «criterio positivo». Pero en la misma ocasión propone también un criterio negativo: «Quien habla por su cuenta busca su propia gloria; en cambio, quien busca la gloria del que lo ha mandado, ése es de fiar y en él no hay injusticia». «La propia gloria» es un hecho exterior y, por tanto, constatable; de ahí que su búsqueda o la renuncia a ella pueda servir de criterio para juzgar la procedencia de una doctrina. La búsqueda del propio prestigio delata que la doctrina que alguien propone no procede de Dios, sino del hombre mismo; es un medio para favorecer sus propios intereses.
Este criterio completa el primero, expuesto en el versículo anterior. Aquél se dirigía a quien escucha la doctrina de Jesús, y consistía en la experiencia interna que ésta provoca en quien está en favor de la plenitud humana. Pero, para el público al que Jesús hablaba, existía otra doctrina oficial que pretendía también tener autoridad divina, la Ley, interpretada y manejada por los círculos de poder.
Por eso añade un criterio externo, el de los intereses que defiende quien propone una doctrina; éstos permitirán juzgar su validez. El criterio último de verdad es la comunicación de vida al hombre, porque la verdad de Dios es ser Padre, el que por amor comunica su propia vida. Quien con su hablar no pretende comunicar vida, sino promover su propio prestigio, no sólo no refleja lo que es Dios, sino que, al ponerlo al servicio de su interés, necesariamente lo falsifica. Ninguna doctrina que redunda en beneficio del que la propone merece crédito.


Las obras como criterio

 (Jn 5,36b-37a; 10,37-38a).

 
Además del criterio subjetivo, basado en la aspiración a la plenitud, propone Jesús otro criterio, que podemos llamar «objetivo», la calidad de sus obras. Así lo expresa en Jn 5,36b-37a: «las obras que el Padre me ha encargado llevar a término, esas obras que estoy haciendo, me acreditan como enviado del Padre».
La argumentación se basa en el concepto de Dios como Padre. Todo el que reconozca que Dios es Padre, tiene que reconocer que las obras de Jesús, que, como las del Padre, comunican vida al hombre, son de Dios.
El mismo criterio se propone en 10,37-38a: «Si yo no realizo las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las realizo, aunque no me creáis a mí, creed a las obras». Jesús se está dirigiendo a los representantes del régimen judío y les propone este criterio como indiscutible.
     
Puede apreciarse la base común del criterio de las obras con el anterior. Ambos se fundan en la realidad de Dios como dador de vida. La comunicación de vida, percibida en uno mismo (criterio de experiencia) o en los demás (criterio de la obras), es lo que decide sobre la verdad de una doctrina o actuación. Donde hay vida y comunicación de vida, allí hay verdad; donde éstas faltan, la verdad está ausente, pues la verdad no es más que el resplandor de la vida.

     

Condición para conocer la verdad (Jn 6,45; 17,7-8)


 
Sin embargo, la eficacia de estos criterios exige una condición: el deseo de vida, que lleva consigo el amor al hombre.
El criterio de la experiencia, en efecto, supone que la aspiración a la plenitud no esté reprimida o apagada. El criterio de las obras supone que se concibe a Dios como dador de vida y, en consecuencia, contrario a toda injusticia u opresión o, en otras palabras, a toda represión o supresión de la vida en el hombre.
Quienes, como en el caso paradigmático de los dirigentes judíos, proponen la idea de un Dios legislador, exigente, que legitima el poder que ellos ejercen y subordina al hombre al orden establecido en la Ley que ellos manejan, nunca aceptarán los criterios que propone Jesús. No el criterio de experiencia, por no reconocer a Dios como dador de vida; tampoco el criterio de las obras, porque éstas se oponen a sus propios intereses.
Esta condición aparece en Jn 6,45, texto que une el criterio personal al de las obras: «Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios"; todo el que escucha al Padre y aprende se acerca a mí». Jesús suprime en el texto de la profecía la alusión a Jerusalén (Is 54,13: «Todos tu hijos (los de Jerusalén) serán discípulos del Señor»), dando así al dicho una amplitud universal. La manera como el Padre hace oír su voz y enseña la apunta Jesús al interpretar el término «Dios» de la profecía por el de «Padre», el dador de vida lleno de amor al hombre. Todo el que vea en Dios un aliado del hombre que lo lleva a su plenitud se sentirá atraído por Jesús, es decir, apreciará la verdad de su enseñanza y actuación.
Paralelamente, en la oración de Jesús que termina el discurso de la Cena, encontramos este texto, en el que Jesús habla al Padre de sus discípulos: «Ahora ya conocen que todo lo que me has dado procede de ti, porque las exigencias que tú me entregaste se las he entregado a ellos y ellos las han aceptado, y así han conocido de veras que de ti procedo y han creído que tú me enviaste» (17,7-8). En el centro del pasaje se encuentra la razón que hace saber y conocer: «las exigencias ... las han aceptado». Hay una decisión de la voluntad, aceptar las exigencias, que precede al conocimiento y es condición para él. «Las exigencias» expresan la práctica del mensaje (14,10; 15,7; cf. 3,34; 6,63). El plural indica que el mensaje ha sido aceptado no como un principio teórico, sino previendo la multiplicidad de sus implicaciones.
La misma precedencia de la decisión respecto al conocimiento la expresa Jesús dirigiéndose a los judíos que le habían dado crédito: «Para ser de verdad mis discípulos tenéis que ateneros a ese mensaje mío: conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (8,31). No hay conocimiento sin previa decisión de la voluntad, no se sale de la duda sin comprometerse por el bien del hombre.
En efecto, no se puede conocer que Jesús es enviado de Dios, que su mensaje es verdadero y que sus obras demuestran su misión divina o, lo que es lo mismo, no se puede dar la adhesión a Jesús sin darla antes al hombre. Su mandamiento y sus exigencias se refieren al amor de los demás; sus obras, que son el argumento decisivo para probar la autenticidad de su misión (5,36; 10,38; 14,11), son obras para liberar y ayudar al hombre. Los discípulos han llegado a la certeza porque han aceptado las exigencias del amor. En Jn 3,33s se afirma: « el enviado de Dios propone las exigencias de Dios, dado que comunican el Espíritu sin medida»-, los discípulos, al aceptar las exigencias del compromiso, experimentan la acción del Espíritu en ellos: esto los convence de la misión divina de Jesús.
La certeza de la fe no se funda, por tanto, en un testimonio externo, sino en la experiencia de vida (el Espíritu) comunicada por el compromiso con el hombre, que crea la comunión con Jesús. Apoyada en esa evidencia, la fe no necesita más prueba y puede resistir todo ataque. Aparece de nuevo lo que es la verdad: la evidencia de la vida experimentada.

El caso del ciego de nacimiento (Jn 9,1-39)

 El criterio de verdad está presentado por Juan de manera gráfica en el episodio del ciego de nacimiento.
Se resume brevemente el significado de la perícopa. El ciego de nacimiento representa al hombre que siempre ha vivido en la tiniebla, sin haber conocido nunca la luz. En otras palabras: representa a los que han nacido y vivido en un ambiente tan dominado por una ideología mutiladora, que nunca han tenido posibilidad de conocer lo que significa ser persona ni la dignidad propia del hombre. El ciego es el hombre en quien la tiniebla ha extinguido la luz, el que no aspira a nada porque no ha podido conocer nada.
Nótese que este individuo no ha sido culpable de su situación, ni tampoco sus padres (9,3). Son otros los culpables; en el evangelio, los fariseos, quienes, con su interpretación y praxis de la Ley, proponen como luz lo que ellos saben ser tinieblas (9,40s).
La acción de Jesús con el ciego consiste en darle a conocer lo que significa ser hombre según el designio de Dios. Por eso utiliza Juan el símbolo del barro amasado con la saliva (alusión a la creación del hombre) y puesto en los ojos. La saliva (en las antiguas culturas, símbolo de fuerza) es la de Jesús; el hombre que Jesús le da a conocer no es el primer Adán, sino su propia persona, el hombre en su plenitud, formado de tierra y de Espíritu (simbolizado por la saliva/ fuerza). Al hacer que el ciego perciba la luz, despierta en él la aspiración dormida a la plenitud.
El ciego responde a esa aspiración y acepta a Jesús como modelo de hombre. Lo muestra yendo a lavarse a la piscina del Enviado (9,7), cuya agua representa el Espíritu. La experiencia del Espíritu/vida le da la visión y le infunde la fuerza para tender al ideal propuesto.
Con ello, el antiguo ciego ha adquirido su identidad. De ahí que pueda pronunciar la frase: «Yo soy» (9,9), la misma que describe a Jesús como Mesías (4,26), es decir, como Ungido por el Espíritu. Con su identidad, ha obtenido su autonomía: ya no tiene que mendigar ni depender de otros (9;8).
En posesión de esta verdad, su nueva experiencia de vida, puede desafiar a la ideología/tiniebla, representada por los fariseos y dirigentes judíos, quienes, apoyándose en su autoridad doctrinal e institucional (9,24: «nosotros sabemos»), pretenden convencerlo de que Jesús es un pecador y, por tanto, de que la obra que ha realizado no puede ser de Dios. Según 'ellos, el designio de Dios era que siguiese ciego. Esta es la mentira (8,44) o tiniebla, la ideología que, en nombre de Dios, impide la plenitud de hombre. Para refutar la teología de los dirigentes, el hombre no apela a una doctrina contraria, sino simplemente a su nueva experiencia: « Si es pecador o no, no lo sé; lo que sé es que yo era ciego y ahora veo». Ante esta verdad se estrellan todos los esfuerzos de la ideología.
Notemos que en este episodio se une el criterio subjetivo del ciego con el objetivo de las obras; las obras de Jesús son las de Dios, que lo ha enviado (9,3s). Obras de Dios son las que liberan al hombre de la opresión que sufre y le dan la posibilidad de nueva vida: abriendo su horizonte y comunicándole nueva capacidad, lo libera de su oscuridad, de su dependencia, de su inutilidad, de su despersonalización. Y estas obras son las del grupo cristiano: «tenemos que hacer las obras del que me envió» (9,4).


La enseñanza en la Sinagoga         (Mc 1,21b-22).


 
En el episodio de la sinagoga de Cafarnaún, tal como lo describe Marcos, Jesús entra en ella para enseñar: « El sábado entró en la sinagoga e inmediatamente se puso a enseñar». Ante su enseñanza se produce una reacción general del público: «estaban impresionados de su enseñanza, pues les enseñaba como quien tiene autoridad, no como los letrados».
Como se ve por el texto, no es el contenido de la enseñanza de Jesús, sino el modo de enseñar («con autoridad») lo que impresiona al auditorio. El verbo usado por Marcos, «estaban impresionados», no indica un conocimiento intelectual, sino una experiencia.
La autoridad (exousía) de Jesús no es jurídica, pues no reviste carácter institucional; nace de la plenitud del Espíritu que posee (1,10). La impresión causada por Jesús se debe a la experiencia directa de su autoridad, es decir, del Espíritu que lo llena. Comunica ante todo una experiencia, no un saber conceptual o ideológico.
Esta experiencia proporciona a los oyentes un criterio de juicio para distinguir entre verdadera y falsa autoridad, criterio que utilizan inmediatamente: niegan autoridad a la enseñanza de los letrados.
Los letrado, en plural de categoría, son los representantes autorizados de la institución judía para proponer la doctrina oficial. Al negar autoridad a la enseñanza de los letrados, el público de la sinagoga la está negando a la institución misma. Al experimentar la autoridad de Jesús han visto claro que la institución, en cuanto transmisora de doctrina, no representa a Dios ni está avalada por él.
Resumiendo: Jesús no impone a sus oyentes una ideología o doctrina; reciben la experiencia directa y personal de una realidad presente en él, que aureola el contenido de su enseñanza. De hecho, no apela a la autoridad divina para avalar una doctrina propia, hace percibir directamente la presencia del Espíritu en él. No aduce credenciales, pero la gente intuye su verdad. Los oyentes concluyen que la doctrina tradicionalmente propuesta por los letrados es meramente humana y que Dios no tiene nada que ver con ella. El juicio negativo sobre los letrados no es expresado por Jesús, lo emiten espontáneamente sus oyentes. Se ha despertado el espíritu crítico y se abre el horizonte de la libertad y la autonomía, es decir, el de la madurez humana.
Como se ve, también en este pasaje el criterio para discernir entre la verdad de Jesús y la falsedad de la institución se encuentra en el interior del hombre, no en argumentos, pruebas o testimonios ni en la autoridad divina. Es el hombre mismo quien, ante la persona de Jesús, discierne su verdad.
El leproso curado (Mc 1,39-45)
 El leproso es en Mc el prototipo del marginado. Pero es el marginado que cree que su marginación está justificada, pues piensa que las normas establecidas por la Ley judía son justas. Su angustia nace de sentirse excluido del reinado de Dios proclamado por Jesús.
Al tocarlo, violando la Ley, Jesús le muestra la invalidez de las normas legales; con ella, la falta de fundamento para la marginación. La curación que sigue, contraria a las previsiones de la Ley, confirma que Dios no discrimina entre los hombres. Existe, pues, una demostración de la invalidez de la Ley (corrección de un error) y una infusión de vida (la curación), que es la prueba del error.
Por la nueva realidad que experimenta, el leproso no puede. contener su alegría y proclama él mismo el mensaje contenido en la acción de Jesús: Dios no acepta la marginación de los hombres ante su Reino. Ha sido también la experiencia de vida la que lo ha llevado a discernir la verdad de Jesús en contra de la falsa verdad propuesta por la Ley.

El obstáculo: No estar por el hombre (Mc 3,1-7a).

 
Como se ha visto al tratar del evangelio de Juan, la condición para dejarse convencer por las obras de Jesús es la idea de Dios como Padre que ama al hombre y desea comunicarle vida. Esta concepción de Dios tiene por consecuencia la propia actitud en favor del hombre. Quien no tenga esta actitud no aceptará como criterio de verdad las obras de Jesús.
Un ejemplo palmario de falta de amor al hombre se encuentra en Mc 3,1-7a, segundo episodio en una sinagoga, donde Jesús cura al hombre que tenía un brazo atrofiado.
También este inválido es un prototipo. De hecho, en esta sinagoga no hay público alguno; los únicos personajes mencionados son Jesús, el inválido y los fariseos; no hay tampoco reacción de un público presente a la acción de Jesús. Esto significa que el inválido representa al público, a los fieles de la sinagoga, quienes, por la interpretación de la Ley propuesta en ella (compendiada en la observancia del sábado) y propugnada por los fariseos, ha perdido su creatividad y su posibilidad de acción. La mano/brazo es símbolo de la actividad.
Jesús se propone sacar al pueblo del lastimoso estado en que se encuentra, devolviéndole su capacidad de acción. Para ello intenta hacer razonar a los fariseos, proponiéndoles una pregunta que tiene evidentemente una sola respuesta: «¿Qué está permitido en sábado: hacer el bien o hacer el mal, salvar una vida o matar?» Es Dios mismo quien ha establecido la observancia del sábado, como día de libertad y de descanso, como prenda de la futura y total liberación del hombre. Es Dios, por tanto, el que establece lo lícito o lo ilícito en sábado. Jesús pregunta si Dios está en favor de la vida o de la muerte del hombre. Para todo aquel que tenga la idea del Dios creador o dador de vida, la respuesta es evidente. Pero los fariseos tienen otra idea de Dios, la del legislador impositivo y exigente, preocupado de su propio honor y de preservar el orden que él ha impuesto, no del bien o del mal del hombre.
     
La respuesta a Jesús es el silencio, que nace de la obstinación. Al no estar interesados en el bien del hombre, no pueden aceptar la actividad liberadora de Jesús.

El criterio de las obras  (Mt 5,14-16).

En Mt 5,16 se enuncia el criterio de las obras: los hombres descubrirán a Dios como Padre al percibir las obras que realizan los discípulos: « Empiece así a brillar vuestra luz ante los hombres: que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre del cielo».
La luz a que hace referencia este pasaje es la gloria o resplandor de Dios mismo, que, según Is 60,1-3, había de brillar sobre Jerusalén. La presencia radiante y perceptible de Dios se ha de manifestar en adelante en los seguidores de Jesús.
Ahora bien: la luz de los discípulos en la que Dios resplan­dece son las obras en favor de los hombres, descritas poco antes en la 5.a, 6.a y 7.a bienaventuranzas: prestar ayuda, obrar con sinceridad y transparencia y trabajar por la paz, es decir, por la felicidad del hombre, que incluye la justicia. Estas obras irán haciendo realidad lo prometido en la 2.a, 3.a y 4.a biena­venturanzas a los oprimidos de este mundo: los que sufren encontrarán el consuelo, los sometidos heredarán la tierra (obtendrán su independencia y libertad), los que anhelan la justicia se verán saciados. En estas obras se manifestará el verdadero rostro de Dios; a éste se le llama Padre de los discípulos, porque las obras que ellos hacen en favor de los hombres son reflejo de las de Dios.
Frente al concepto de Dios legislador y legalista propuesto por la institución judía, son las obras el criterio que permite conocer dónde se encuentra el verdadero Dios y las que acre­ditan, por tanto, el mensaje de Jesús.
Es de notar que, según Mateo, esta clase de obras es propia de la comunidad cristiana y de cada uno de sus miem­bros. De hecho, cuando Jesús confía la misión universal a los discípulos, toda la tarea de éstos respecto a los prosélitos de todas las naciones no es la transmisión de una doctrina, sino la educación en una praxis: «enseñadles a guardar todo lo que yo os mandé», con referencia a las bienaventuranzas.

Peligro de subjetivismo (1 Jn 3,13-14).

Respecto al discernimiento de la verdad hemos hablado hasta ahora de un criterio subjetivo, la experiencia de vida, y de un criterio objetivo, las obras liberadoras del hombre. Condición previa para la eficacia del primero es la aspiración a la plenitud de vida; para la del segundo, la concepción de Dios como liberador del hombre y dador de vida (Padre).
Ambos criterios coinciden en un punto: se trata en ambos casos de la plenitud de vida humana.
Hablar de un criterio subjetivo de verdad, en el terreno de la experiencia interior, resultará chocante para muchos, temerosos de la arbitrariedad a que lo subjetivo puede condu­cir. Por eso, habrá que encontrar otro criterio, en cierta ma­nera objetivo y comprobable, que garantice la autenticidad de la experiencia y que evite el peligro de ilusiones.
Este criterio se encuentra en la primera carta de Juan (3, 13s). Constata Juan el odio del < mundo», es decir, de la sociedad, organizada de hecho sobre bases injustas, contra la comunidad cristiana. Ante una oposición tan masiva, los cris­tianos podrían preguntarse sobre la autenticidad de su expe­riencia: si no son víctimas de una ilusión y si su disidencia está justificada. En fin de cuentas, ¿tendrá razón «el mundo»?
El autor de la carta tranquiliza a la comunidad: «Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos». Esta frase contiene el verbo «saber», verbo objetivo, en vez de «creer», que indicaría una persua­sión subjetiva. Como es sabido, en la primera carta de Juan, el amor a los demás ha de traducirse en obras, que se tipifican en «entregar la vida» (3,16: «Hemos conocido lo que es el amor porque aquél entregó su vida por nosotros; ahora, tam­bién nosotros debemos entregar la vida por nuestros herma­nos»). Por lo demás, tal es el significado del verbo agapaó, que indica ante todo la entrega a los demás, incluyendo o no la afectividad (cf. Mt 5,44: «amad a vuestros enemigos»).
Para el autor de la carta, por tanto, la experiencia interior, «haber pasado de la muerte a la vida», que puede formularse también como la certeza de estar salvados, tiene una piedra de toque al alcance de todos: la realidad del amor a los her­manos.
Podemos decir, por tanto, que en el fondo son siempre las obras el criterio de verdad. Las obras propias, cuando se pretende haber tenido una experiencia interior de salvación/ vida; esa experiencia, si es auténtica, se traducirá necesaria­mente en el deseo y la práctica de comunicar vida. Y las obras realizadas por otros son el criterio para juzgar la autenticidad de su misión o mensaje. En uno y otro caso son obras de amor, que procuran el crecimiento del hombre.

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