domingo, 28 de diciembre de 2014

EL INFIERNO.

(La absoluta frustración humana)
El cristianismo en cuanto religión del amor, del Dios que es hombre, del hombre nuevo y del futuro absoluto.
El cristianismo se presentó en el mundo como una religión del amor absoluto: del Dios que creó todo por amor, que quiso por compañeros de su amor al cosmos y al hombre, que quiere seres que se amen mutuamente como él nos ama, que profesa un dogma fundamental: el amor. El movimiento de Dios hacia el mundo es amor. El movimiento del mundo hacia Dios debe ser de amor. El movimiento de los hombres en el mundo entre sí ha de ser de amor. No pretende otra cosa el cristianismo. Y promete que el que tiene amor tiene todo, porque «Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 J n 4,16).
Cuando Cristo apareció en Galilea comenzó diciendo que traía una buena noticia (el evangelio): el Reino de Dios. Esto viene a ser lo mismo que anunciar la superación de todas las alienaciones humanas, la realización de todas las esperanzas M corazón y la victoria sobre todos los enemigos M hombre como son la enfermedad, el sufrimiento, el odio, la muerte, en una palabra, el pecado. Trajo la novedad absoluta, como decía San lreneo unos 180 años después de Cristo. No sólo predicó el Reino sino que lo realizó en su persona: fue el hombre revelado, el primer hombre de la historia, totalmente libre, totalmente abierto a todos, que consiguió amar a todos, amigos y enemigos, hasta el fin, aun a los que lo escarnecían en la cruz y hacían más duros sus dolores. El amor es más fuerte que la muerte. Una vez muerto la hierba no podía crecer sobre su sepultura, y resucitó. De este modo en su persona se realizó el Reino de Dios y la esperanza de todos los pueblos. Si él resucitó, nosotros iremos detrás de él. Los apóstoles captaron inmediatamente que sólo Dios podía ser tan humano. Ese Jesús de Nazaret era Dios mismo hecho hombre, caminando entre nosotros.

Con Jesús, por consiguiente, apareció el hombre nuevo, el hombre que ya ha superado este mundo en el que se dan los dolores y la muerte, el odio y la división. Con ese Jesús han comenzado ya el cielo nuevo y la tierra nueva (Apoc 21,5). Los primeros cristianos comprendieron el alcance extraordinario de la novedad aportada por Jesús y de hecho se definían como «hombres nuevos». San Pablo dice: «El que está en Cristo es una nueva creatura» (2 Cor 5,17). «Lo viejo ya pasó y ha surgido un nuevo mundo» (2 Cor 5,17). Cristo acabó con todas las divisiones que los hombres habían creado entre sí y formó un «hombre nuevo» (Ef 2, 15); y pide que nos revistamos de ese «nuevo hombre» (Ef 4,24).
Los paganos, en especial el gran filósofo Celso del siglo ll, decían que los cristianos constituían un tercer género humano: el primero eran los griegos y romanos; el segundo los bárbaros. El tercero, superando a los demás por creer en un hombre nuevo, son los cristianos. Y Orígenes, quizás el mayor pensador cristiano de todos los tiempos, empleaba justamente este argumento contra Celso para indicar qué era el Cristianismo: la religión del hombre nuevo, liberto de las estructuras dé este viejo mundo y también de las convenciones creadas por los hombres.
Con esta doctrina el cristianismo abrió a los hombres un futuro absoluto: nuestro futuro está abierto hacia una vida todavía más ‑ intensa y rica de la que vivimos aquí. Cristo garantizó el resultado feliz de la historia: al final no habrá la frustración y la nada, sino la plenitud, la máxima realización del hombre nuevo, con su cuerpo resucitado a semejanza del de Cristo. El mal será vencido y triunfará el amor, la fraternidad, la ciudad de Dios, la comunión de todos con todos y con Dios, y la vida que entonces será eterna.





HABLEMOS DE LA OTRA VIDA (Leonardo Boff)

 
El cristianismo como religión que toma al hombre absolutamente en serio.
Si el cristianismo es una religión del amor, es también una religión de la libertad. El amor sin libertad no existe. El amor no se ordena ni se compra; es una donación libre. El amor es decir si y amén a otro tú; es dar con responsabilidad una respuesta a una propuesta.
Dios nos hace una propuesta de amor, de que seamos hombres nuevos, de que vivamos con El, de que podamos participar en un proyecto de eternidad con El. No nos obliga; nos invita. Y a su propuesta espera una respuesta. Nuestra respuesta puede ser positiva o negativa. Al amor se le puede pagar con amor, pero también se le puede pagar con indiferencia. Yo puedo decir: voy a hacer mi proyecto existencial totalmente solo. Me realizo con el otro y no necesito del Gran Otro (Dios). A Dios le puedo decir que no. Y Dios toma al hombre absolutamente en serio, como son serios el amor y la decisión libre. Dios respeta tanto al hombre que no intervino cuando su Hijo fue condenado a muerte. Prefirió dejar que Jesús muriera como un malhechor, aunque no había hecho más que el bien a todos, antes de interferir en la decisión libre de los judíos.

El hombre posee una dignidad absoluto: la de oponerse a Dios y decirle que no.
El hombre posee una dignidad absoluta: la de poder decirle no a Dios. Puede hacer una historia para sí, centrada en su yo y en su ombligo. Dios lo respeta aunque sabe que cuando el hombre es dejado y entregado a sí mismo es, con el lenguaje de Nietzsche, «el más inhumano de todos los animales». No es un animal pero puede convertirse en uno de ellos. ¿Quién podrá alzarse contra Dios, contra el creador de todo y de todo el cosmos? El hombre, esa caña pensante, como decía Pascal. El es libre y puede escoger, puede decidirse por Dios o por sí mismo.

El hombre relativo puede crear algo absoluto.
Cuando el hombre da una respuesta negativa a la proposición de amor divino, sigue viviendo. Crea un mundo para sí; crea realmente algo nuevo, como también Dios creó el cielo y la tierra. Sólo que con una diferencia. De Dios se podía decir: «Y vio que todo era bueno». Del hombre no se podrá decir eso porque, ¿podrá haber algo bueno donde no reina el amor, donde no cabe Dios, ese Dios que se reveló y se llamó con la palabra amor?
Existe una cosa que no fue creada por Dios porque no la quiso y que a pesar de ello existe porque la creó el hombre cuando comenzó a odiar, cuando explotó a su hermano, cuando mató, cuando torció su rostro ante el pobre, el oprimido, el hambriento, cuando se am6 a sí mismo más que a su prójimo, cuando se puso como centro de la vida, cuando comenzó a construir su ciudad y se olvidó de Dios, cuando dio un sí a esta vida y un no a una vida más rica, más fraterna y eterna. Cuando el hombre hizo todo eso, surgió lo que llamamos infierno. El infierno no es creación de Dios sino del hombre. Porque existe el hombre malo, el hombre egoísta y el hombre cerrado en sí mismo, existe el infierno creado por el hombre mismo. Como muy bien decía Paul Claudel: «El infierno no proviene de Dios. Proviene de un obstáculo puesto a Dios por el pecador». El hombre, creatura pasajera y contingente, puede crearse para sí algo absoluto y definitivo.

El infierno existe, pero no es el de los diablos con cuernos.
Si yo pudiese anunciaría esta novedad: el infierno es un invento de los curas para mantener al pueblo sometido a ellos; es un instrumento de terror excogitado por las religiones para garantizar sus privilegios y sus situaciones de poder. Si pudiese lo anunciaría y ciertamente significaría una liberación para toda la Humanidad. Pero no puedo. Porque nadie puede negar el mal, la malicia, la mala voluntad, el crimen calculado y pretendido, y la libertad humana. Por existir todo eso, existe también el infierno, que no es, como decía el P. Congar, el de los diablos con cuernos creado por la fantasía religiosa, pintado y utilizado por predicadores fervorosos que estremecieron y atemorizaron a miles de personas, sino el creado por el condenado para sí mismo.
El infierno es el endurecimiento de una persona en el mal. Por consiguiente es un estado del hombre y no un lugar al que es echado el pecador, donde hay fuego y diablos con enormes garfios ‑que se dedican a asar a los condenados sobre parrillas. Esas imágenes son de mal gusto y reflejan una religiosidad morbosa. El infierno es un estado del hombre que se identifica con su situación egoísta, que quedó petrificado en su decisión de sólo pensar en sí y en sus cosas y no en los demás y en Dios; es alguien que ha pronunciado un no tan decisivo que ya no quiere ni puede pronunciar un sí.

Lo que dice la Sagrada Escritura sobre el infierno.
¿Qué dice la Sagrada Escritura sobre el infierno? El telón de fondo de todos los textos referentes al infierno consiste en la triste realidad del hombre que puede fracasar en su proyecto, que se puede perder y cerrar sobre sí mismo como en una cápsula. Cristo vino a predicar la liberación, a ofrecerle al capullo una oportunidad de convertirse en una espléndida mariposa. Cristo sabía la posibilidad que el hombre tiene de construirse un infierno. Por eso un elemento esencial de su predicación consistió en llamar a la conversión. Conversión quiere decir volver al buen camino, tornarse hacia el otro, revolucionar el modo de pensar y de actuar según el sentido de Dios y de la proposición divina. Cuando el hombre se endurece en su mal y muere de ese modo, entra en un estado definitivo de absoluta frustración de su existencia. Como lo expresó tan bien Paul Claudel: «Todo hombre que no muere en Cristo, muere en su propia imagen. Ya no puede alterar la señal de sí que se fue formando a través de todos los instantes de su vida en la substancia eterna. Mientras no se acaba la palabra, su mano puede volver atrás y tacharla con una cruz. Pero cuando se acaba la palabra, se vuelve indestructible al igual que la materia que la recibió. Quod scripsi, scripsi».
Es la infelicidad máxima que el hombre puede adjudicarse. A un estado semejante la Biblia lo denomina con varias formulaciones:
 El infierno como fuego inextinguible (Mc 9,43; Mt 18,8; 25,41 ; Lc 3,17), fuego ardiente (Hbr 10,27), horno de fuego (Mt 13,42.50), lago de fuego ardiente como azufre (Apoc 19,20). En el juicio final Cristo dirá a los malvados: «Apartaos de mí malditos al fuego eterno» (Mt 25,41). Por mucho que disputen los teólogos el fuego en este caso es una figura, un símbolo, como es figurativa la frase de Cristo de que debemos arrancar el ojo y cortar la mano si ellos nos inducen a pecar (Mt 5,29‑30). En cuanto símbolo puede también ser ambivalente: la misma Escritura habla del fuego que purifica y del fuego del amor. En este caso el fuego, para el hombre antiguo, es el símbolo de lo más doloroso y destructor; quiere expresar la situación desoladora del hombre definitivamente alejado de su proyecto fundamental y de la felicidad que es Dios. Esta situación es tan desoladora y angustiante que se la compara al dolor y a los tormentos que el fuego provoca en los sentidos. Pero el fuego del infierno del que hablan las Escrituras no es un fuego físico ya que no podría actuar sobre el espíritu. Es únicamente una figura, quizás una de las más expresivas, para darnos una idea de la absoluta frustración de¡ hombre alejado de Dios. En los Mulamuli, escritura budista, se dice acertadamente: «Cuando el hombre hace el mal, enciende el fuego de¡ infierno y arde en su propio fuego».
 
El infierno como llanto y crujir de dientes (Mt 8,12; Lc 13,28, etc.). El hombre llora cuando se ve acometido por un dolor violento. Cruje los dientes cuando siente la rabia de rebelarse contra una cosa que no puede modificar ni cambiar. Llorar y crujir los dientes son aquí metáforas de una situación humana de revuelta impotente y sin sentido que no conoce salida ni solución feliz.
 
El infierno como tinieblas exteriores (Mt 8,12; 22,13, etc.). El hombre busca la luz y se siente llamado a contemplar el mundo y las maravillas de la creación. Quiere estar dentro, en la casa paterna, cobijado y protegido contra los peligros de la noche tenebrosa. En el infierno, en la situación que él mismo ha escogido, no encuentra lo que busca con el anhelo más hondo de su corazón. Vive en las tinieblas exteriores, en el exilio y fuera de la casa paterna.
 
El infierno como cárcel (1 Pe 3,19). El hombre ha sido llamado a la libertad y a la transformación de¡ mundo que lo rodea. Ahora se siente como atado y preso. Es prisionero del pequeño mundo que se creó y en él está solo; no puede moverse ni hacer nada.

El infierno como gusano que no muere (Mc 9,48). Esto puede significar dos cosas: la situación del condenado es como la de un cadáver devorado por un gusano insaciable. También puede significar el gusano de la mala conciencia que lo corroe y no le permite la más mínima paz interior.
 
El infierno como muerte, segunda muerte y condenación. San Juan concibe el cielo como vida eterna. El infierno es la muerte (jn 8,51) o también la segunda muerte (Apoc 2,11 ; 20,6). Si Dios es la vida, entonces la ausencia de, Dios es la muerte. San Mateo habla de condenación eterna (Mt 7,13), es decir, que el hombre malo, al morir, entra en un estado definitivo del que nunca se liberará. Pablo dirá que un tal no heredará el Reino del cielo, es decir, que no verá realizados sus deseos del corazón y quedará para siempre como un ser hambriento que jamás dará con el pan y el agua que lo sacien (1 Cor 6,9s y Gal 5,19‑21).
 
Valor de estas imágenes. Todas estas figuras han sido extraídas de experiencias humanas: del dolor, de la desesperación, de la frustración. El infierno recorta al hombre en su cualidad de hombre: llamado a la libertad, vive en una cárcel: llamado a la luz, vive en tinieblas, llamado a vivir en la casa 'paterna con Dios, tiene que vivir fuera, en las tinieblas exteriores; llamado a la plenitud vive sin realizarse y eternamente de camino con la certeza y la desesperación de no poder jamás llegar a la meta de sus deseos. El valor de las imágenes reside en el hecho de ser imágenes, de mostrarnos la situación del condenado en cuanto irreversible y sin esperanza.

El infierno como existencia absurda.
De todo lo que hemos visto en la Escritura una cosa ha quedado clara: el infierno es una existencia absurda que se ha petrificado en el absurdo. Todo hombre es un nudo de potencialidades, de capacidades, de planes y deseos. Sueña con realizaciones y con la actualización de sus tendencias. Comienza un trabajo lleno de ilusión. Se esfuerza uno y otro día. Terrible tiene que ser el día en que perciba que todo ha sido en vano y que nunca conseguirá alcanzar su objetivo. Le hará sufrir, será como si le hubiese sido amputado algo de su vida y de su mismo cuerpo.
Nadie puede vivir sin sentido. El hombre podrá volver a empezar o cambiar de objetivos, por otros más al alcance de su mano. Pero infierno significa ya no tener futuro, no ver ya ninguna salida, no poder realizar nada de lo que se quiere o desea.
La imagen del hombre amputado de sus órganos quizás nos pueda dar una idea. Alguien que carece de ojos, de oído, de tacto, de olfato, no podrá recibir nada ni comunicar nada. Vivirá en una soledad completa. Y la soledad es el infierno. Hemos sido hechos para amar. Amar es dar y recibir. Hemos sido hechos para estar juntos, para comulgar los unos de los otros y gozarnos de las alegrías de Dios y de la creación. Y de eso nos separamos nosotros mismos.
La frustración mayor, sin embargo, consiste en la ausencia de Dios. Todo nuestro ser vibra por Dios en cuanto que es nuestro centro y el Tú radical que llena nuestro yo. Mientras que en ese hombre impera un vacío absoluto, se siente perdido en sí mismo y en las cosas. Aunque sienta que todo dice una referencia radical con el Misterio, no la puede gozar. Su dolor será mayor por el hecho de saber que, al existir y no quedar reducido a la nada, da gloria a Dios y da testimonio del amor que «todo lo penetra e ilumina» (Dante). Querría que Dios se aniquilase pero se da cuenta que sólo gracias a Dios puede tener semejantes deseos siempre frustrados.
Su existencia es absolutamente absurda. Y es absurda porque dentro transporta un sentido más radical: la gloria que el mismo infierno da a Dios, contra su misma voluntad. Es como si alguien fuese dentro de un tren a gran velocidad y caminase en sentido contrario al del tren, con la ilusión de ir en contra del sentido del trayecto. Por más que corra en dirección contraria, al estar dentro del tren, no dejará por ello de ser llevado y transportado hacia adelante en el sentido del trayecto que es Dios.

¿Es posible que el hombre se cree un infierno y digo no a la felicidad?
Alguien podría objetar: nadie se decide por el infierno que él mismo haya creado. Nadie puede querer con voluntad firme la infelicidad y la soledad absoluta. El hombre siempre busca la felicidad. A veces se engaña. Si comprendiese qué significa Dios, nunca lo negaría. A esto nos da una respuesta el Evangelio de S. Mateo (Mt 25). No es necesario caer en la cuenta de la identidad de Dios para negarlo o amarlo. Dios nunca se muestra cara a cara. Nos sale al encuentro en las cosas de este mundo. En el juicio final los condenados le dirán a Dios espantados: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y no te dimos de comer ¿Cuándo te vimos desnudo y no te vestimos?». los malos protestan porque afirman que nunca se han encontrado con Dios ni tomado partido por El. Y la respuesta del juez será: «En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso a uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis. E irán al suplicio eterno» (Mt 25 45s).
Dios apareció de incógnito en la persona del necesitado y no fue reconocido. Por eso el hombre acostumbrado a quererle mal al otro, a explotarlo, a no tener compasión de él, a no acordarse de los demás, sino a pensar únicamente en sí y dar margen y extraversión a todas sus pasiones, llegará a crear como un mecanismo de comportamiento y de decisión que únicamente pretende instalarse y permanecer estructurado según lo que siempre se hace. Al morir, ese comportamiento quedará fijado, y entonces aparecerá el infierno. El infierno ha sido una creación suya: la muerte no ha hecho sino sellar lo que la vida ha ido moldeando. Entonces ya no habrá más posibilidad de vuelta ni de conversión.
«Si el hombre no comprende el infierno es porque todavía no ha comprendido su corazón». U hombre lo puede todo, Puede ser un judas y puede parecerse a Jesús de Nazaret. Puede ser un Auschwitz, un Dachau, un Mostar. Puede ser un santo y puede ser un demonio. Hablar de cielo y hablar de infierno es hablar de lo que el hombre puede ser capaz. El que niega el infierno no niega a Dios y su justicia; niega al hombre y no lo toma en serio. La libertad humana no es cosa de broma; es un riesgo y un misterio que implica la absoluta frustración en el odio o la radical realización en el amor. Con la libertad todo es posible, el cielo y el infierno.
Mientras el hombre se encuentre de camino el tiempo será siempre tiempo de conversión. Convertirse es hacer como hace el girasol: volverse siempre hacia la luz, hacia el sol, y acompañar al sol en su camino. El sol es Dios que, en este mundo, se manifiesta humilde y de incógnito en la persona de cada hombre con el que nos encontramos. Si estamos siempre dispuestos a aceptar a los demás, si estamos siempre a la expectativa de abrirnos a un tú, sea quien sea, entonces nos encaminamos hacia la salvación y la muerte no nos causará ningún mal; y el infierno será sólo una posibilidad, pero alejada de nuestra vida; pero una posibilidad real.

¿Podemos ir al infierno sólo por un pecado mortal ?
Esta pregunta está mal planteada. El infierno es una decisión de toda una vida y de la totalidad de nuestros actos. Nade es condenado al infierno s‑in más. Sólo permanece en el infierno quien lo creó para si, el que se decidió por él. La epístola a los hebreos dice que «si pecamos voluntariamente estarnos destinados al ardor del fuego» (10,26‑27). Como ya notaron con acierto algunos Santos Padres (Agustín Teofilacto) no se dice «después de haber pecado» sino «T pecamos» es decir, si persistimos en nuestro pecado rechazando la conversión. Se trata por lo tanto de una disposición del alma, no de un hecho aislado.
Nuestra situación de peregrinos entre tentaciones, dificultades sicológicas, errores en la educación y debilidades de todo tipo, no nos permite durante nuestra vida realizar un acto que marque de una vez por todas nuestro destino futuro. Nuestra vida es una sucesión de actos continuos, la mayoría de ellos ambiguos, porque el hombre es simultáneamente bueno y malo, justo y pecador. Lo que marca nuestro destino futuro es nunca vida en cuanto totalidad, no éste o aquel acto.
Los actos revelan nuestro proyecto fundamental. Si repetimos siempre los mismos actos y nunca intentamos corregirlos sino que permitimos que tengan lugar sin ninguna preocupación, podrán señalar poco a poco nuestra dirección fundamental. Sin embargo, si tenemos nuestro proyecto fundamental orientado hacia Dios, controlamos la situación de tiempo en tiempo e intentamos vencernos siempre que percibimos que nos estamos desviando entonces los actos individuales cobran menos importancia. Podrán ser pecados graves, pero no mortales (que llevan a la segunda muerte). Por un pecado «mortal» que no sea el resultado de toda una vida y de toda una orientación nadie será expulsado a las tinieblas exteriores. La decisión fundamental y definitiva del hombre se realiza al morir, como vimos anteriormente. En ese momento el hombre percibe una vez más toda su vida, comprende a Dios y lo que El significa, se confronta una vez más con Cristo y su función cósmica, y entonces, absolutamente libre de obstáculos externos, podrá decir un sí definitivo a Dios o un no final.
Aquellos hombres que buscaron con sinceridad la verdad y la justicia, aunque hayan sido pecadores y hayan estado lejos de Dios por las circunstancias tal vez de educación, malos ejemplos, complejos síquicos, podrán ahora verlo y decirle un sí definitivo. Porque estaban sirviendo a Dios cuando hacían el bien y respetaban a los demás. El proyecto de su vida se verá ahora realizado y vivirán en Dios.


Conclusión: el realismo cristiano.
El cristiano es un ser extremadamente realista. Conoce la existencia humana en su dialéctica tensada entre el bien y el mal, el pecado y la gracia, la esperanza y el desespero, el amor y el odio, la comunicación y la soledad. Vive en esas dos dimensiones. Sabe que, mientras esté de camino, puede inclinarse más al uno o al otro lado. En cuanto cristiano, se ha decidido por el amor, por la comunión, por la esperanza, por la gracia. Cristo nos enseñó cómo debemos vivir en esa dimensión. Si nos mantenemos en ella seremos felices ya aquí y para siempre. Con esto no se quiere disminuir la dramaticidad de la existencia humana; y sin embargo tenemos esperanza: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). El nos dijo, antes de dejarnos, esa palabra. Después de Cristo ya no puede haber drama sino únicamente, como en la Edad Media, autos sacramentales. Y esto es así porque con Cristo irrumpi6 la esperanza, la certeza de la victoria y la convicción segura de que el amor es más fuerte que la muerte.
Si nos mantenemos abiertos a todos, a los demás y a Dios, y si intentamos poner el centro de nosotros mismos fuera de nosotros, entonces estamos seguros: la muerte no nos hará mal alguno y no existirá segunda muerte. En este mundo comenzaremos ya a vivir el cielo, tal vez entre peligros, pero seguros de que estamos ya en el camino cierto y en la casa paterna.


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