lunes, 29 de diciembre de 2014

La triple ambición

El ideal del mundo, su ídolo, es la triple ambición: dinero, honor, poder. Eso estima y a eso aspira. La cima de las tres es el poder. Ellas corrompen la sociedad, suscitando rivalidad y división. Nacen del egoísmo y persiguen el éxito personal; el prójimo no interesa, es más, puede ser estorbo para la consecución de los propios objetivos. En mayor o menor escala, cada ambición supura enemistad, recelo y envidia, que se traducen en zancadillas, intrigas o calumnias, bajeza y adulación.
 En una sociedad que canoniza las tres ambiciones, la unión es imposible. Por eso Cristo no pertenece al mundo; él no acepta tales valores ni tal modo de ser. Lo muestra con su vida; al afán y la seguridad del dinero opone la vida pobre y errante; contra el ansia de prestigio y honores, no le importa arriesgar su reputación y deja que lo llamen «comilón y borracho, amigo de recaudadores y descreídos» (Mt 11,19), «endemoniado y loco» (Jn 10,20); frente a la sed de poder, rechaza las tentativas de hacerlo rey (Jn 6,15), silencia su título de Mesías (Me 8,29-30) y rehúsa dar las señales que le habrían ganado el reconocimiento oficial (Mt 16,1-4).
 
Para que sus discípulos fueran en el mundo ejemplo y semilla de unidad tenía que sacarlos del mundo, desarraigando de ellos las tres ambiciones fundamentales: «Yo les he transmitido el mensaje que tú me diste y ellos lo han aceptado» (Jn 17,8). Aceptar el mensaje de Dios significa atraerse la enemiga del mundo: «Yo les he transmitido tu palabra y el mundo los odia porque no le pertenecen, como tampoco yo» (Jn 17, 14). La pertenencia o no pertenencia al mundo no depende del estado de vida ni de la ostentación de una doctrina, se miden por el engrane de la ambición en la conducta. Quien suelta el pedal, sea quien sea, pertenece al mundo y no es de Cristo.

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