jueves, 25 de diciembre de 2014

Librémonos de la riqueza.

Jubileo, tiempo de alegría, de liberación de todos os oprimidos. Inmediatamente pensamos en los millones de seres humanos oprimidos por una pobreza inhumana, en los sometidos a situaciones vejatorias y oprobiosas, en los esclavos de dictaduras arbitrarias. Para todos ellos proclama Dios el jubileo. Nuestra tarea es trabajar para hacerlo realidad en nuestro mundo, estableciendo una sociedad justa e igualitaria.
Pero no son esos los únicos oprimidos que hay sobre la tierra. En el otro polo están, estamos, los oprimidos por la riqueza. Opresión muy distinta, afecta a lo más intimo del ser humano y puede llegar a ser más asfixiante y deshumanizadora que la opresión de la pobreza.
El sometimiento a la riqueza es interior, y puede darse con una imagen de bienestar y de gran li- bertad exterior. Pero es una apariencia falsa. Jesús nos hace ver cuál es nuestra relación profunda con la riqueza: "No podéis servir a Dios y al dinero" (Mt 6,24). Servir al dinero, elegirlo como nuestro amo y señor. La riqueza se presenta como nuestra servidora, pero en realidad nos hace servidores suyos. Con esto el Evangelio no nos descubre una verdad de fe, algo que transcienda nuestra capacidad intelectual y nos haga depositarios de un saber privilegiado. Es algo que la sabiduría humana ha podido constatar a lo largo de los siglos y que incluso hoy en día es algo que desde el terreno científico se puede afirmar sin rodeos. A propósito de las perspectivas para el nuevo siglo, Manuel Nieto-Sampedro, neurobiólogo, profesor de investigación en el CSIC, escribía recientemente en EL MUNDO: "Nuestro problema fundamental va a ser controlar esa deformación patológica del instinto de conservación que es el ansia de beneficio económico a cualquier precio". Es decir, el ansía de dinero supone una sicología enferma. Y la enfermedad, cualquier enfermedad, no la tenemos a nuestro servicio, sino que ella nos domina a nosotros. Jesús lo que añade es el carácter idolátrico, de alternativa a Dios, que tiene el servicio a la riqueza.
El jubileo no nos llama sólo a liberar a los pobres de la Tierra. También nosotros, los habitantes del Norte rico, tenemos que liberarnos de nuestra ambición de riquezas, luchar contra la deformación patológica de nuestro espíritu. Seguramente que entre nosotros no habrá, como dice Pablo a los miembros de la Iglesia de Corinto, muchos millonarios, ni grandes financieros. Pero el afán de riquezas en nuestra sociedad es un gas letal tan penetrante que tenemos un grave riesgo de intoxicación. También nosotros tenemos que luchar por nuestra libertad.
Jesús no viene a establecer un determinado orden social o económico. Viene a eliminar la raíz de todos los sistemas injustos que ha habido y que hay en la humanidad. "¿Quién me ha nombrado juez o árbitro entre vosotros?... Guardaos de toda codicia". (Lc 12,14). Ella es la que ha ido estableciendo los distintos sistemas políticos y sociales que han oprimido al hombre a lo largo de la historia. Ya estaba muy presente en la estructura de las sociedades esclavistas y feudales, pero es en el capitalismo donde la adoración del dinero adquiere el carácter de religión oficial y única del sistema. En la raíz del capitalismo (de todo capitalismo, no sólo el brutal capitalismo del XIX y el neoliberalismo actual, sino del moderado capitalismo socialdemócrata, el del estado de bienestar) está la afirmación de que el hombre es radicalmente ambicioso y egoísta, pero que la ambición no es mala, es natural, y debemos dejarnos arrastrar por ella, porque, gracias al mercado, esa ambición producirá el mayor bien para toda la sociedad.
 La experiencia de nuestro mundo, donde conviven la miseria y la opulencia, muestra claramente la falsedad de esa tesis, pero la deformación patológica ciega de tal manera que incapacita para ver la realidad. Y se sigue proclamando a todos los vientos la fe en el mercado salvador.
Trágico error. Ningún mercado puede transformar un ídolo muerto en el salvador del hombre, cuyas aspiraciones fundamentales son la vida y la felicidad. (La cita anterior precisa que la deformación patológica es de el instinto de conservación, del agarrarse a la vida.) El afán de riqueza nos lleva a buscar vida y felicidad por un camino equivocado.
Hace muchos años leí un libro titulado "Incertidumbre y riesgo", que me causó una profunda impresión. El autor exponía que la incertidumbre y el riesgo son elementos constitutivos de la vida humana. Esto crea un desasosiego del que el hombre trata inútilmente de evadirse. Los humanos nos sentimos como unos seres vulnerables, amenazados, mortales, "mis días se desvanecen como humo", dama el salmista, y buscamos en vano una tabla firme de salvación frente a la inquietud y la angustia que esto nos causa. El Evangelio, que anuncia la buena noticia para la debilidad del ser humano, no lo hace ofreciendo una certeza matemática, ni una férrea seguridad. Jesús invita a superar el temor y la inseguridad mediante la aceptación humilde de la condición humana y la confianza amorosa en el Dios de la vida y el amor.
Otro camino para hacer frente a la incertidumbre y el riesgo es refugiarse en la seguridad que ofrece la riqueza. Parece que la riqueza es un asidero más palpable y tangible que la esperanza. Olvidan que ni la riqueza, ni nada que se quede en el exterior del hombre, puede liberarle de su radical inseguridad interior. Es precisamente a un hombre que ha acumulado una gran fortuna y se promete un futuro feliz al que se dirige la advertencia de Jesús: "Necio, esta noche te van a reclamar la vida" (Lc 12, 20).
 Toda riqueza es poca para defenderse del riesgo y la incertidumbre de la vida. "La vida del hombre no está asegurada por sus bienes" (Lc 12,15). Por eso, los que siguen empeñados en el camino de la riqueza, inevitablemente entran en un proceso frenético de acumulación. ¡Cuántas personas con unas fortunas incalculables siguen agitadas por un ansia insaciable de más y más! Tienen mucho más de lo que serían capaces de disfrutar en toda su vida, pero la deformación patológica de su espíritu las empuja a querer todavía más. Y, además de riqueza, poder, el otro asidero para una falsa impresión de seguridad. Para el hombre vulnerable, inquieto por su debilidad, el poder tiene un atractivo deslumbrante, ya que poder y debilidad son dos conceptos opuestos. No tienen en cuenta que el poder del dinero o las armas y la debilidad de todo mortal están en planos distintos, y~ por tanto, ni el dominio de todo el mundo puede aliviar el desvalimiento profundo del hombre. Así, el ansia de ri- queza y poder no pasa de ser un grotesco intento de procurarse la seguridad añorada. Para acallar el temor se sigue esclavizado al trabajo de tener más y más.
Jesús dirige nuestra mirada a los lirios del campo que ni tejen ni hilan, pero el mundo capitalista de hoy prefiere mirar atentamente a su cuenta corriente. En ese pasaje evangélico hay un formidable clamor de confianza liberadora. En el otro campo, una interminable y agotadora servidumbre al ídolo de la riqueza.
Hasta aquí hemos visto cómo el ídolo reclama nuestra servidumbre ofreciendo seguridad para nuestra vida tan a la intemperie. Pero también la reclama con la promesa de la felicidad, ese objetivo al que ningún ser humano puede renunciar. Para el utilitarismo, que es la base filosófica del capitalismo, cada individuo, por su propia naturaleza, trata de llevar al máximo su propio placer, sin ningún límite. Jeremy Bentham, uno de sus principales defensores, afirma taxativamente: "A cada por- ción de riqueza corresponde una porción de felicidad... El dinero es el instrumento con que se mide la cantidad de dolor o de placer".
Esta tesis: la riqueza es el camino de la felicidad, está en el fondo de la imponente propa- ganda del sistema. No sólo de la publicidad comercial que liga hábilmente la felicidad con la adquisición de un objeto que ni de lejos es capaz de proporcionar la felicidad prometida. Está en el modelo de vida que se presenta como el único que de verdad merece la pena vivir, en los valores que se promueven.
Es verdad que para ser felices normalmente necesitamos un mínimo de recursos materiales. Ya decía Aristóteles que el hombre con hambre y frío no puede ser feliz. Pero una vez saciado el hambre y protegidos del frío entran en juego muchos factores que nada tienen que ver con lo económico. Dejamos de guiamos por las necesidades y empezamos a ser arrastrados por los deseos, lo que nos mete en un mundo inabarcable en que unos deseos se encadenan con otros de una forma indefinida. Y nos encadenan a una insatisfacción permanente. Los fugaces momentos de satisfacción que acompañan a la consecución de un deseo constituyen una poderosa droga que nos agarra cada vez más, llevando a mucha gente a una verdadera adición al consumo.
Los objetos que adquirimos pueden hacernos la vida más cómoda, pero no está nada claro que la hagan más feliz. Es verdad que en siglos pasados la humanidad tenía que luchar a veces muy duramente para satisfacer sus necesidades básicas. Pero la literatura, la pintura, la historia nos presentan a gentes que reían y sufrían como lo podemos hacer hoy, que celebraban fiestas y tenían cantos de alegría, de amor y de esperanza. Y dudo que necesitaran tantas drogas de todos los tipos como mucha gente necesita hoy para ponerse a tono. Por supuesto no necesitaban todos los cachivaches que para nosotros se han hecho indispensables, y que nos sentiríamos muy desgraciados, si un día no dispusiéramos de ellos. La sociedad de consumo, que es el amable rostro con que se presenta el reino de la riqueza, resulta muy atractiva, por supuesto, pero no está nada claro que nos haga más felices, y desde luego nos hace más dependientes de una multitud de objetos, que teóricamente están a nuestro servicio, pero que nos tienen cogidos y no seríamos capaces de vivir sin ellos
San Agustín decía: Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti. Pero el ídolo pugna para tomar el papel de Dios: "Dejad que vuestro corazón descanse en mí". Inútil empeño. Una vez conseguidos los bienes que aseguran la supervivencia biológica, son aspiraciones inmateriales, secreto reflejo de nuestra aspiración de infinito, las que con más fuerza sacuden nuestro corazón. Tratar de colmarías con una serie de objetos materiales es un camino seguro a la frustración.
¡Qué lejos de aquel: "Bienaventurados los que eligen ser pobres" con que Jesús señala el camino de la felicidad! Aranguren ha formulado de una manera muy afortunada este camino evangélico hacia la felicidad. "La felicidad absoluta, afirma, es un don que se recibe desde el desprendimiento, la despreocupación y la esperanza". Desprendimiento, despreocupación, liberación de prendimientos, de prisiones, de zozobras e inquietudes. Campo abierto al júbilo de la esperanza.

Antonio Zugasti (Teólogo)

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