domingo, 28 de diciembre de 2014

Los años oscuros de Jesús.

Lo divino sin superar lo humano.
Dijimos al final del tema anterior que a la pregunta de cómo es posible que el cumplimiento de la venida del Mesías pasase desapercibido, Mateo responde con relatos que ponen de relieve resonancias políticas y cósmicas. Lucas, en cambio, prefiere la simple confesión de que Jesús es uno más de cuantos han vivido pobres y menospreciados, pero amados por Dios.
 Ambos dejan a Jesús retirado en Galilea, en Nazaret. ¿Cuál es el significado de estos años oscuros de Jesús? Para cualquier adolescente o adulto que quiera pararse un momento ante su vida, hay en esta lección un interrogante denso: el propio crecimiento. A veces los grandes interrogantes quedan ahogados por la rutina de la vida, por el deseo de pasarlo todo un poco como caiga, sin grandes preocupaciones; más aún: quizá un adolescente todavía siente en su piel, en su conciencia, un llamamiento a hacer algo, a ser algo, a cultivar el misterio que a todos nos rodea, si queremos percibirlo..., pero más tarde tal vez, en una juventud posterior y cuando más falta hace un pulso, unas certezas, una fidelidad interiores, es cuando ese adolescente se vuelve escéptico, poco seguro de sí mismo en el fondo de su ser, corriente en el sentido de que se procede de una manera "standard" y pone en peligro una auténtica originalidad, lo inédito que cada uno de los hombres somos. ¿Crecemos? De Jesús, dice Lucas esta línea cargada de sentido
 Lc. 2,52: Jesús iba creciendo en saber, en estatura y en el favor de Dios y de los hombres.
 Hay que tener en cuenta que el saber no significa para un hebreo únicamente lo intelectual, los conocimientos que se adquieren en el estudio, sino que ese concepto hace referencia a un conjunto de experiencia hecha a base de conocimientos, de valoraciones, de decisiones personales, con todo lo cual una persona se puede decir que, de verdad, sabe. Sucede en todos los campos humanos: Saber un deporte en este sentido significaría algo así como conocerlo y vivirlo y sentirlo por dentro... Mucho más si se trata de este saber que le compete a un hombre para ser más.

Una confirmación posterior: La transfiguración
 A partir de 16,13 hasta 17,10, se narra en Mateo una curiosa escena que tiene cuatro pasos:
 1. Pregunta Jesús: Quién dice la gente que soy yo. Los discípulos le van exponiendo los pareceres populares que había en torno a él, y al final se arranca Pedro para proclamarle el Mesías: fue como una ocurrencia, un impulso en que se mezclaba una intuición cierta, bordeada de malentendidos. Jesús, de momento, le alaba por su confesión.
2. Pero inmediatamente, Jesús pone a prueba el concepto que de Mesías se había formado Pedro, y con él los demás, sin duda:
16,21: Entonces por primera vez manifestó Jesús a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día.
3. Pedro pensó que a su maestro le había puesto pesimista uno de esos malos momentos que todos pasamos, y se sintió obligado a recordarle que no, que eso no era lo propio del Mesías, y que no pensase más en ello:
 16,22: Pedro lo agarró y se puso a regañarle: «No lo permita Dios, Señor. Eso no puede pasarte.»
 4. Aprovechó Jesús para dejar en claro cuál era el verdadero mesianismo y que si de ése no se trataba, desde luego no era el propio suyo. Y le dirigió a Pedro la invectiva más sonora que se encuentra en los evangelios
 16,23: Jesús se volvió y dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás! Eres un peligro para mí, porque tú no piensas en lo de Dios, sino en lo humano.»
 Pues bien, a continuación es cuando se narra la Transfiguración de Jesús. Es un pasaje difícil, parecido al de las tentaciones, que se estudian más tarde. No se descarta, ni mucho menos, que se trata de una composición literaria con la que se quiere decir el puesto central de Jesús y cuál es su gloria, más que contarnos un episodio milagroso. Viene a decírsenos: Si tuviéramos ojos de fe veríamos ya en la vida cotidiana, normal de este hombre, un resplandor que nos le transforma en algo más que sus apariencias sencillas. Ese sí era el verdadero mesianismo, la verdadera categoría de Jesús; no el poder, no el no sufrir. Pedro caería en la cuenta, lo mismo que los demás, después de la resurrección de Jesús: Ya en su vida corriente podía verse, de haber estado alerta y haber sido lúcidos cuál era la auténtica gloria de Jesús. Por entonces, sólo Jesús tenía la suficiente claridad (aunque dolorosamente oscura) del SENTIDO de su mesianismo, de su reinado. Y eso es lo que toda su predicación atestigua: Que hay que atenerse a lo dado en el hombre, su peculiar modo de ser, su pobre modo de ser, y hallar en ello toda la riqueza de entrega de que él es capaz precisamente porque su existencia es oscura.
 Desde luego, pretender que el género humano sea tan consciente y tan interior como para que cada uno actúe por estos principios y se enfrente con el subsuelo de su ser HOMBRE, parece imposible; se ve, cuando menos, como una lentísima subida o crecimiento hacia ese punto Omega.  
 Lo divino, creemos en general, se manifiesta en el poder, la eficacia, la abundancia, lo milagroso: mesianismos de que fue tentado el mismo Jesús. Pero mirándolo mejor, un tipo de vida como la de Jesús es el único que deja trasparentar los valores que uno estima, la libertad con que se siente por dentro, la gloria propia del hombre. De aquí nacería la tremenda libertad de Jesús, su no-apoyo, no-apego a bienes algunos, a la existencia ni a nada; da lo mismo tener que no tener, morir ahora mismo que dentro de muchos años. Porque la ilusión y el regocijo que produce la libertad en sí misma cuando se ejercita en “librar siempre” o en “relacionarse en amor”, es algo ya último, que no busca ni espera justificación ulterior o continuidad alguna fuera de si misma. No hay otro mesianismo. No hay otra dirección en el crecimiento de lo humano.

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