MEDITACIÓN SOBRE LAS CUALIDADES DEL VERDADERO CELO
I.
Todos debemos estar animados de un ardiente celo por la gloria de Dios y
la salvación de las almas. Quien ama a Dios no puede ver con
indiferencia que se ataque su honor. Si ve a su prójimo internado por
mal camino, hace todo por volverlo al bien; y, si no lo logra, gime y
reza por él. ¿Así haces tú? Si no tienes celo, deduce que careces de
amor. El celo es la señal de que Dios ha descendido a un alma (San
Bernardo).
II. No basta que
nuestro celo sea ardiente; es menester, para que dé fruto, que sea
tierno y compasivo. Los pecadores, decía San Alfonso, son ovejas
descarriadas que Jesucristo iba buscando por entre las zarzas del camino
y que volvía a traer al redil llevándolas sobre sus hombros para
ahorrarles las fatigas del retorno. Es el modelo que se propuso en toda
su conducta; de ese modo, ¡a cuántas ovejas descarriadas recondujo al
ovil del divino Pastor! Mira si en las advertencias que haces a tus
hermanos y en todas las buenas obras que realizas, no entra tu amor
propio en gran medida en vez del amor de Dios y del prójimo. Que sea la
caridad la que inflame tu celo.
III.
En fin, nuestro celo debe ser constante. San Alfonso, al fundar su
Congregación del Redentor, hizo voto de no perder nunca el tiempo.
Quería que Dios no hallase en su vida ni una sola hora que no estuviese
consagrada a su gloria y a la salvación de las almas. ¿Qué intereses
persigues tú? ¿Son los tuyos o los de Jesucristo? ¿Cuánto tiempo dedicas
a ellos? No te olvides de la suerte reservada para el servidor que
enterró su talento. Fue acusado, no de haberlo perdido, sino de haberlo
dejado improductivo. No te canses de ganar almas para Jesucristo, pues
tú mismo fuiste ganado por Jesucristo (San Agustín).
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