martes, 6 de enero de 2015

COMMONITORIO


de SAN VICENTE DE LERINS
[2]
 
 
INTRODUCCIÓN.
1. Dado que la Escritura nos aconseja: Pregunta a tus padres y te explicarán, a tus ancianos y te enseñarán[3]; Presta oídos a las palabras de los sabios[4]; y también: Hijo mío, no olvides estas enseñanzas, conserva mis preceptos en tu corazón[5], a mí, Peregrino, último entre todos los siervos de Dios, me parece que es cosa de no poca utilidad poner por" escrito las enseñanzas que he recibido fielmente de los Santos Padres.
Para mí esto es absolutamente imprescindible, a causa de mi debilidad, para tener así al alcance de la mano una ayuda que, con una lectura asidua, supla las deficiencias de mi memoria. Me inducen a emprender este trabajo, además, no sólo la utilidad de esta obra, sino también la consideración del tiempo y la oportunidad del lugar. En cuanto al tiempo, ya que él nos arrebata todo lo que hay de humano, también nosotros debemos, en compensación, robarle algo que nos sea gozoso para la vida eterna, tanto más cuanto que ver acercarse el terrible juicio divino nos invita a poner mayor empeño en el estudio de nuestra fe; por otra parte, la astucia de los nuevos herejes reclama de nosotros una vigilancia y una atención cada vez mayores. En cuanto al lugar, porque alejados de la muchedumbre y del tráfago de la ciudad, habitamos un lugar muy apartado en el que, en la celda tranquila de un monasterio, se puede poner en práctica, sin temor de ser distraídos, lo que canta el salmista: Descansad y ved que soy el Señor[6].
Aquí, todo se armoniza para alcanzar mis aspiraciones. Durante mucho tiempo he sido perturbado por las diferentes y tristes peripecias de la vida secular. Gracias a la inspiración de Jesucristo, conseguí por fin refugiarme en el puerto de la religión, siempre segurísimo para todos. Dejados atrás los vientos de la vanidad y del orgullo, ahora me esfuerzo en aplacar a Dios mediante el sacrificio de la humildad cristiana, para poder así evitar no sólo los naufragios de la vida presente, sino también las llamas de ]a futura.
Puesta mi confianza en el Señor, deseo, pues, dar comienzo a la obra que me apremia, cuya finalidad es poner por escrito todo lo que nos ha sido transmitido por nuestros padres y que hemos recibido en depósito.
Mi intento es exponer cada cosa más con la fidelidad de un relator, que no con la presunción de querer hacer una obra original. No obstante, me atendré a esta ley al escribir: no decirlo todo, sino resumir lo esencial con estilo fácil y accesible, prescindiendo de la elegancia y del amaneramiento, de manera que la mayor parte de las ideas parezcan más bien enunciadas que explicadas.
Que escriban brillantemente y con finura quienes se sienten llevados a ello por profesión o por confianza en su propio talento. En lo que a mí respecta, ya tengo bastante con preparar estas anotaciones para ayudar a mi memoria, o mejor dicho, a mi falta de memoria.
No obstante, no dejaré de poner empeño, con la ayuda de Dios, en corregirlas y completarlas cada día, meditando en lo que he aprendido. Así, pues, en el caso de que estos apuntes se pierdan y vayan a acabar en manos de personas santas, ruego a éstas que no se apresuren a echarme en cara que algo de lo que en estas notas se contiene espera todavía ser rectificado y corregido, según mi promesa.
REGLA PARA DISTINGUIR LA VERDAD CATÓLICA DEL ERROR
2. Habiendo interrogado con frecuencia y con el mayor cuidado y atención a numerosísimas personas, sobresalientes en santidad y en doctrina, sobre cómo poder distinguir por medio de una regla segura, general y normativa, la verdad de la fe católica de la falsedad perversa de la herejía, casi todas me han dado la misma respuesta: «Todo cristiano que quiera desenmascarar las intrigas de los herejes que brotan a nuestro alrededor, evitar sus trampas y mantenerse íntegro e incólume en una fe incontaminada, debe, con la ayuda de Dios, pertrechar su fe de dos maneras: con la autoridad de la ley divina ante todo, y con la tradición de la Iglesia Católica».
Sin embargo, alguno podría objetar: Puesto que el Canon[7] de las Escrituras es de por sí más que suficientemente perfecto para todo, ¿qué necesidad hay de que se le añada la autoridad de la interpretación de la Iglesia? 
Precisamente porque la Escritura, a causa de su misma sublimidad, no es entendida por todos de modo idéntico y universal. De hecho, las mismas palabras son interpretadas de manera diferente por unos y por otros. Se podría decir que tantas son las interpretaciones como los lectores. Vemos, por ejemplo, que Novaciano explica la Escritura de un modo, Sabelio[8] de otro, Donato[9],  Eunomio[10], Macedonio[11], de otro; y de manera diversa la interpretan Fotino[12], Apolinar[13], Prisciliano[14], Joviniano[15], Pelagio[16], Celestino[17] y, en nuestros días, Nestorio[18].
Es pues, sumamente necesario, ante las múltiples y enrevesadas tortuosidades del error, que la interpretación de los Profetas y de los Apóstoles se haga siguiendo la pauta del sentir católico.
En la Iglesia Católica hay que poner el mayor cuidado para mantener lo que ha sido creído en todas partes, siempre y por todos. Esto es lo verdadera y propiamente católico, según la idea de universalidad que se encierra en la misma etimología de la palabra. Pero esto se conseguirá si nosotros seguimos la universalidad, la antigüedad, el consenso general. Seguiremos la universalidad, si confesamos como verdadera y única fe la que la Iglesia entera profesa en todo el mundo; la antigüedad, si no nos separamos de ninguna forma de los sentimientos que notoriamente proclamaron nuestros santos predecesores y padres; el consenso general, por último, si, en esta misma antigüedad, abrazamos las definiciones y las doctrinas de todos, o de casi todos, los Obispos y Maestros. 
EJEMPLO DE CÓMO APLICAR LA REGLA
3. ¿Cuál deberá ser la conducta de un cristiano católico, si alguna pequeña parte de la Iglesia se separa de la comunión en la fe universal?
-No cabe duda de que deberán anteponer la salud del cuerpo entero a un miembro podrido y contagioso.
- Pero, ¿y si se trata de una novedad herética que no está limitada a un pequeño grupo, sino que amenaza con contagiar a la Iglesia entera? 
-En tal caso, el cristiano deberá hacer todo lo posible para adherirse a la antigüedad, la cual no puede evidentemente ser alterada por ninguna nueva mentira.
¿Y si en la antigüedad se descubre que un error ha sido compartido por muchas personas, o incluso por toda una ciudad, o por una región entera?
-En este caso pondrá el máximo cuidado en preferir los decretos -si los hay- de un antiguo Concilio Universal, a la temeridad y a la ignorancia de todos aquellos.
¿Y si surge una nueva opinión, acerca de la cual nada haya sido todavía definido?
-Entonces indagará y confrontará las opiniones De nuestros mayores, pero solamente de aquellos que, siempre permanecieron en la comunión y en la fe de la única Iglesia Católica y vinieron a ser maestros probados de la misma. Todo lo que halle que, no por uno o dos solamente, sino por todos juntos de pleno acuerdo, haya sido mantenido, escrito y enseñado abiertamente, frecuente y constantemente, sepa que él también lo puede creer sin vacilación alguna.
EJEMPLOS HISTÓRICOS DE RECURSO A LA UNIVERSALIDAD Y A LA ANTIGÜEDAD CONTRA EL ERROR
4. Para poner más de relieve cuanto he dicho, documentaré con ejemplos mis aserciones, tratando de ello con un poco de mayor detenimiento, para que no suceda que el deseo de ser breve a toda costa, me haga dejar atrás cosas importantes.
En el tiempo de Donato[19], de quien han tomado el nombre los donatistas, una parte considerable de África siguió las delirantes aberraciones de este hombre. Olvidándose de su nombre, de su religión de su profesión de fe, antepusieron a la Iglesia de Cristo la sacrílega temeridad de un solo individuo.
Quienes se opusieron entonces al impío cisma permanecieron unidos a las Iglesias del mundo entero y sólo ellos entre todos los africanos pudieron permanecer a salvo en el santuario de la fe católica. Obrando así, dejaron a quienes habrían de venir el ejemplo egregio de cómo se debe preferir siempre el equilibrio de todos los demás a la locura de unos de pocos.
Un caso análogo sucedió cuando el veneno de herejía arriana contaminó no ya una pequeña región, sino el mundo entero, hasta el punto de que casi todos los obispos latinos cedieron ante la herejía, algunos obligados con violencia, otros sacerdotes reducidos y engañados.
Una especie de neblina ofuscó entonces sus mentes, y ya no podían distinguir, en medio de tanta confusión de ideas, cuál era el camino seguro que debían seguir. Solamente el verdadero y fiel discípulo de Cristo que prefirió la antigua fe a la nueva perfidia no fue contaminado por aquélla peste contagiosa.
Lo que por entonces sucedió muestra suficientemente los graves males a que puede dar lugar un dogma inventado.
Todo se revolucionó: no sólo relaciones, parentescos, amistades, familias, sino también ciudades, pueblos, regiones. El mismo Imperio Romano fue sacudido hasta sus fundamentos y trastornado de, arriba abajo cuando la sacrílega innovación arriana, como nueva Bellona o Furia, sedujo incluso al Emperador, el primero de todos los hombres.
Después de haber sometido a sus nuevas leyes incluso a los más insignes dignatarios de la corte, la herejía empezó a perturbar, trastornar, ultrajar toda cosa, privada y pública, profana y religiosa. Sin hacer ya distinción entre lo bueno y lo malo, entre lo verdadero y lo falso, atacaba a mansalva a todo el que se ponía por delante. Las esposas fueron deshonradas, las viudas ultrajadas, las vírgenes profanadas. Se demolieron monasterios, se dispersaron los clérigos; los diáconos fueron azotados con varas y los sacerdotes fueron enviados al exilio. Cárceles y minas se colmaron de santos. Muchísimos, arrojados de las ciudades, anduvieron errantes sin posada hasta que en los desiertos, en las cuevas, entre las rocas abruptas perecieron miserablemente, víctimas de las bestias salvajes y de la desnudez, del hambre y de la sed[20].
¿Y cuál fue la causa de todo esto? Una sola: la introducción de creencias humanas en el lugar del dogma venido del cielo. Esto ocurre cuando, por la introducción de una innovación vacía, la antigüedad fundamentada en los más seguros basamentos es demolida, viejas doctrinas son pisoteadas, los decretos de los Padres[21] son desgarrados, las definiciones de nuestros mayores son anuladas; y esto, sin que la desenfrenada concupiscencia de novedades profanas consiga mantenerse en los nítidos límites de una tradición sagrada e incontaminada.
TESTIMONIO DE SAN AMBROSIO
5. Es posible que alguno piense que yo invento o exagero por amor a la antigüedad y odio a las novedades.
Quienquiera que así piense, preste por lo menos audiencia a San Ambrosio[22], el cual, en el segundo libro dedicado al Emperador Graciano, deplorando la perversidad de los tiempos, exclamaba: «Dios Todopoderoso, nuestros sufrimientos y nuestra sangre ya han rescatado suficientemente las matanzas de confesores[23], el exilio de obispos y tantas otras cosas impías y nefandas. Ha quedado más que claro que quienes han violado la fe no pueden estar seguros»[24].
Y en el tercer libro de la misma obra dice: «Observamos fielmente los preceptos de nuestros Padres, y no rompemos con insolente temeridad el sello de la herencia. Porque ni los señores, ni las Potestades, ni los Ángeles, ni los Arcángeles han osado abrir aquel profético libro sellado: sólo a Cristo compete el derecho de desplegarlo».
«¿Quién de nosotros se atrevería a romper el sello del libro sacerdotal, sellado por los confesores y consagrado por tantos mártires? Incluso aquellos mismos que, constreñidos por la violencia, lo habían violado, inmediatamente rechazaron el engaño en que habían caído y tornaron a la fe antigua. Quienes no osaron violarlo, vinieron a ser confesores y mártires. ¿Cómo podríamos renegar de su fe, si celebramos precisamente su victoria?»[25].
A todos ellos vaya, oh venerable Ambrosio, nuestra alabanza, nuestro encomio, nuestra admiración.
¿Quién sería tan estulto que, no pudiendo igualarlos, no desee al menos imitar a estos hombres, a quienes ninguna violencia consiguió desviar de la fe de los Padres?
Amenazas, lisonjas, esperanza de vida, temor a la muerte, guardias, corte, emperador, autoridades, no sirvieron de nada: hombres y demonios fueron impotentes ante ellos.
Su tenaz apegamiento a la fe antigua los hizo dignos, a los ojos del Señor, de una gran recompensa. Por medio de ellos, Él quiso levantar las Iglesias postradas, volver a infundir nueva vida a las comunidades cristianas agotadas, restituir a los sacerdotes las coronas caídas.
Con las lágrimas de los obispos que permanecieron fieles, Dios ha limpiado, como con una fuente celestial, no ya las fórmulas materiales, sino la mancha moral de la impiedad nueva. Por medio de ellos, en fin, ha reconducido al mundo entero -todavía sacudido por la violenta y repentina tempestad de la herejía- de la nueva perfidia a la fe antigua, de la reciente insana a la primitiva salud, de la ceguera nueva a la luz de antes.
Mas lo que debemos destacar principalmente en este valor casi divino de los confesores es que han defendido la fe antigua de la Iglesia universal y no la creencia de ninguna fracción de ella. 
Nunca habría sido posible que tan grandes hombres se prodigasen en un esfuerzo sobrehumano para sostener las conjeturas erróneas y contradictorias de uno o dos individuos, o que se empleasen a fondo en favor de la irreflexiva opinión de una pequeña provincia.
En los decretos y en las definiciones de todos los obispos de la Santa Iglesia, herederos de la verdad apostólica y católica, es en lo que han creído, prefiriendo exponerse a sí mismos a la muerte antes que traicionar la antigua fe universal.
Así merecieron alcanzar una gloria tan grande, que fueron considerados no sólo confesores, sino, con todo derecho, príncipes de los confesores.
TESTIMONIO DEL PAPA ESTEBAN
6. El ejemplo verdaderamente grande y divino de estos Bienaventurados debería ser objeto constante de meditación para todo verdadero católico.
Ellos, irradiando como un candelabro de siete brazos la luz septiforme del Espíritu Santo[26], han mostrado, de manera clarísima, a los que vendrían detrás, cómo en un futuro, ante cualquier verborrea jactanciosa del error, se puede aniquilar la audacia de innovaciones impías con la autoridad de la antigüedad consagrada.
Por lo demás, esta manera de actuar no es novedad en la Iglesia; efectivamente, en ella siempre se observó que cuanto más ha crecido el fervor de la piedad, con tanta mayor presteza se ha puesto barrera a las nuevas invenciones.
Hay una gran cantidad de ejemplos, pero para no alargarme demasiado, sólo me referiré a uno, adecuadísimo para nuestra finalidad, tomándolo de la historia de la Sede Apostólica. Todos podrán ver, con más claridad que la propia luz, con cuánta fortaleza, diligencia y celo los venerables sucesores de los santos Apóstoles han defendido siempre la integridad de la doctrina recibida una vez para siempre.
Sucedió que el Obispo de Cartago, Agripino[27], de piadosa memoria, tuvo la idea de hacer que los herejes se volvieran a bautizar; y esto contra la Escritura, contra la norma de la Iglesia universal, contra la opinión de sus colegas, contra las costumbres y los usos de los Padres.
Esto dio origen a grandes males, porque no sólo ofrecía a todos los herejes un ejemplo de sacrilegio, sino que también fue ocasión de error para no pocos católicos.
Dado que en todas partes se protestaba contra esta novedad, y en cada sitio los obispos tomaban diferentes posturas con respecto a ella, según les dictaba su propio celo, el Papa Esteban, de santa memoria, Obispo de la Sede Apostólica, se sumó con mayor fuerza que nadie a la oposición de sus colegas, pues entendía -acertadamente, a mi parecer- que debía sobrepasar a todos en la devoción a la fe tanto cuanto los sobrepasaba por la autoridad de su Sede[28].
Escribió entonces una carta a África y decretó en estos términos: «Ninguna novedad, sino sólo lo que ha sido transmitido».
Sabía aquel hombre santo y prudente que la misma naturaleza de la religión exige que todo sea transmitido a los hijos con la misma fidelidad con la cual ha sido recibido de los padres, y que, además, no nos es lícito llevar y traer la religión por donde nos parezca, sino que más bien somos nosotros los que tenemos que seguirla por donde ella nos conduzca.
Y es propio de la humildad y de la responsabilidad cristiana no transmitir a quienes nos sucedan nuestras propias opiniones, sino conservar lo que ha sido recibido de nuestros mayores.
¿Cómo acabó, pues, la cosa? ¿Cómo había de acabar sino de la manera acostumbrada y normal? Se atuvieron a la antigüedad y se rechazó la novedad.
¿Es que acaso no hubo defensores de la innovación? Al contrario, hubo un tal despliegue de ingenios, una tal profusión de elocuencia, un número tan grande de partidarios, tanta verosimilitud en las tesis, tal cúmulo de citas de la Sagrada Escritura, aun que interpretada en un sentido totalmente nuevo y errado, que de ninguna manera, creo yo, se habría podido superar toda aquella concentración de fuerzas, si la innovación tan acérrimamente abrazada, defendida, alabada, no se hubiera venido abajo por sí misma, precisamente a causa de su novedad.
¿Qué ocurrió con los decretos de aquel concilio africano y cuáles fueron sus consecuencias?[29].
Gracias a Dios no sirvieron para nada. Todo se esfumó como un sueño y una fábula y fue abolido como cosa inútil, rechazado, no tenido en cuenta.
Pero he aquí que se produjo una situación paradójica.
Los autores de aquella opinión son considerados católicos, y en cambio sus seguidores son herejes; los maestros fueron perdonados y los discípulos condenados. Quienes escribieron los libros erróneos serán llamados hijos del reino, mientras que el infierno acogerá a quienes se hacen sus defensores[30].
¿Quién puede ser tan loco hasta el punto de poner en duda que el beato Cipriano, luz esplendorosa entre todos los santos obispos y mártires, reina junto con sus colegas eternamente con Cristo?
   Y al contrario, ¿quién podría ser tan sacrílego que negase que los donatistas y las otras pestes, que presuntuosamente quieren rebautizar apoyándose en la autoridad de aquel concilio, arderán eternamente con el diablo?
ASTUCIA TÁCTICA DE LOS HEREJES
7. A mi modo de ver, un juicio tan severo fue pronunciado por el Cielo a causa de la malicia de estos mixtificadores, que no dudaban en encubrir con otro nombre las herejías que fabricaban.
Con frecuencia se apropiaban de pasajes complicados y poco claros de algún autor antiguo, los cuales, por su misma falta de claridad parecía que concordaban con sus teorías; así simulaban que no eran los primeros ni los únicos que pensaban de esa manera.
Esta falta de honradez yo la califico de doblemente odiosa, porque no tienen escrúpulo alguno en hacer que otros beban el veneno de la herejía, y por que mancillan la memoria de personas santas, como si esparcieran al viento, con mano sacrílega, sus cenizas dormidas.
Haciendo revivir determinadas opiniones, que mejor era dejar enterradas en el silencio, llevan a cabo una difamación. En esto siguen a la perfección las huellas de su primer modelo Cam, que no sólo no se preocupó de cubrir la desnudez de Noé, sino que la hizo notar a los demás para burlarse[31]
A causa de una ofensa tan grave a la piedad filial, hasta sus descendientes estuvieron incursos en la maldición que mereció su pecado. Su comportamiento fue totalmente contrario al de sus hermanos, los cuales se negaron a profanar con su mirada la venerable desnudez de su padre y a exponerle a las miradas de otros, sino que, como está escrito, lo cubrieron acercándose de espaldas. No aprobaron ni censuraron el error de aquel hombre santo, y por eso merecieron una espléndida bendición, que se extendió a sus hijos de generación en generación. 
Pero volvamos a nuestro tema. Debemos tener horror, como si de un delito se tratara, a alterar la fe y corromper el dogma; no sólo la disciplina de la constitución de la Iglesia nos impide hacer una cosa así, sino también la censura de la autoridad apostólica. 
Todos conocemos con cuánta firmeza, severidad y vehemencia San Pablo se lanza contra algunos que, con increíble frivolidad, se habían alejado en poquísimo tiempo de aquel que los había llamado a la gracia de Cristo, para pasarse a otro Evangelio, aun que la verdad es que no existe otro Evangelio[32]; además, se habían rodeado de una turba de maestros que secundaban sus caprichos propios, y apartaban los oídos de la verdad para darlos a las fábulas[33],  incurriendo así en la condenación de haber violado la fe primera[34].
Se habían dejado engañar por aquellos de quienes escribe el mismo Apóstol en su carta a los hermanos de Roma: Os ruego, hermanos, que os guardéis de aquellos que originan entre vosotros disensiones y escándalos, enseñando contra la doctrina que vosotros habéis aprendido; evitad su compañía. Estos tales no sirven a Cristo Señor nuestro, sino a su propia sensualidad; y con palabras dulces y con adulaciones seducen los corazones de los sencillos[35].
Se introducen en las casas y hacen esclavas a las mujerzuelas cargadas de pecados y movidas por toda clase de deseos, las cuales, aunque siempre dispuestas a instruirse, no consiguen llegar nunca al conocimiento de la verdad[36]. Charlatanes y seductores, revolucionan familias enteras, enseñando lo que no conviene, con el fin de adquirir una vil ganancia[37].
Hombres de mente corrompida y descalificados en materia de fe[38], presuntuosos e ignorantes, que se enzarzan en discusioncillas y en diatribas estériles; privados de la verdad, piensan que la piedad es algo lucrativo[39]
Como no tienen nada en que ocuparse, se dedican al correteo; y no sólo están ociosos, sino que son parlanchines e indiscretos, hablando de lo que no deben[40]. Han despreciado una buena conciencia y han naufragado en la fe[41]
Sus palabrerías fútiles y profanas hacen que cada vez vayan más adelante en la impiedad, y esas palabras suyas corroen como la gangrena[42]. Con razón se ha escrito de ellos: no lograrán sus intentos, por que su necedad se hará patente a todos, como se hizo la de aquellos (Jannes y Mambres)[43].
ADVERTENCIA DE SAN PABLO A LOS GALATAS
8. Individuos de esa ralea, que recorrían las provincias y las ciudades mercadeando con sus errores, llegaron hasta los Gálatas. Estos, al escucharlos, experimentaron como una cierta repugnancia hacia la verdad; rechazaron el maná celestial de la doctrina católica y apostólica y se deleitaron con la sórdida novedad de la herejía.
La autoridad del Apóstol se manifestó entonces con su más grande severidad: aun cuando nosotros mismos, o un ángel del cielo os predicase un Evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema[44].
¿Y por qué dice San Pablo aun cuando nosotros mismos, y no dice ¿aunque yo mismo?
Porque quiere decir que incluso si Pedro, o Andrés, o Juan, o el Colegio entero de los Apóstoles anunciasen un Evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema.
Tremendo rigor, con el que, para afirmar la fidelidad a la fe primitiva, no se excluye ni así mismo ni a los otros Apóstoles.
Pero esto no es todo: aunque un ángel del cielo os predicase un Evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema.
Para salvaguardar la fe entregada una vez para siempre, no le bastó recordar la naturaleza humana, sino que quiso incluir también la excelencia angélica: aunque nosotros -dice- o un ángel del cielo.
No es que los santos o los ángeles del cielo puedan pecar, sino que es para decir: incluso si sucediese eso que no puede suceder, cualquiera que fuese el que intentase modificar la fe recibida, este tal sea anatema.
¡Pero quizá el Apóstol escribió estas palabras a la ligera, movido más por un ímpetu pasional humano que por inspiración divina! Continúa, sin embargo, y repite con insistencia y con fuerza la misma idea, para hacer que penetre: cualquiera que os anuncie un Evangelio diferente del que habéis recibido, sea anatema[45].
No dice: si uno os predicara un Evangelio diferente del nuestro, sea bendito, alabado, acogido; sino que dice: sea anatema, es decir, separado, alejado, excluido, con el fin de que el contagio funesto de una oveja infectada no se extienda, con su presencia mortífera, a todo el rebaño inocente de Cristo.
VALOR UNIVERSAL DE LA ADVERTENCIA PAULINA
9. Podría pensarse que estas cosas fueron dichas sólo para los Gálatas. En ese caso, también las demás recomendaciones que se hacen en el resto de la carta serían válidas solamente para los Gálatas. Por ejemplo: si vivimos por el Espíritu, procedamos también según el Espíritu. No seamos ambiciosos de vanagloria, provocándonos los unos a los otros y envidiándonos recíprocamente[46].
Pues si esto nos parece absurdo, ello quiere decir que esas recomendaciones se dirigen a todos los hombres y no sólo a los Gálatas; tanto los preceptos que se refieren al dogma, como las obligaciones morales, valen para todos indistintamente. Así, pues, igual que a nadie es lícito provocar o envidiar a otro, tampoco a nadie es lícito aceptar un Evangelio diferente del que la Iglesia Católica enseña en todas partes.
¿Quizá el anatema de Pablo contra quien anuncia se un Evangelio diferente del que había sido predicado sólo valía para aquellos tiempos y no para ahora?
En este caso, también lo que se prescribe en el resto de la carta: Os digo: proceded según el Espíritu y no satisfaréis los apetitos de la carne[47], ya no obligaría hoy.
Si pensar una cosa así es impío y pernicioso, necesariamente hay que concluir que, puesto que los preceptos de orden moral han de ser observados en todos los tiempos, también los que tienen por objeto la inmutabilidad de la fe obligan igualmente en todo tiempo.
Por consiguiente, anunciar a los cristianos alguna cosa diferente de la doctrina tradicional no era, no es, no será nunca lícito; y siempre fue obligatorio y necesario, como lo es todavía ahora y lo será siempre en el futuro, reprobar a quienes hacen bandera de una doctrina diferente de la recibida.
Así las cosas, ¿habrá alguien tan osado que anuncie una doctrina diferente de la que es anunciada por la Iglesia, o será tan frívolo que abrace otra fe diferente de la que ha recibido de la Iglesia?
Para todos, siempre, y en todas partes, por medio de sus cartas, se levanta con fuerza y con insistencia el grito de aquel instrumento elegido, de aquel Doctor de Gentes, de aquélla campana apostólica, de aquel heraldo del universo, de aquel experto de los cielos: «si alguien anuncia un nuevo dogma, sea excomulgado».
Pero vemos cómo se eleva el croar de algunas ranas, el zumbido de esos mosquitos y esas moscas moribundas que son los pelagianos. Estos dicen a los católicos: «Tomadnos por maestros vuestros, por vuestros jefes, por vuestros exégetas; condenad lo que hasta ahora habéis creído y creed lo que hasta ahora habéis condenado. Rechazad la fe antigua, los decretos de los Padres, el depósito de vuestros mayores, y recibid...» ¿Recibid, qué? Me produce horror decirlo, pues sus palabras están tan llenas de soberbia que me parece cometer un delito no ya el decirlas, sino incluso refutarlas. 
POR QUÉ PERMITE DIOS QUE HAYA HEREJÍAS EN LA IGLESIA
10. Pero alguien dirá: ¿Por qué Dios permite que con tanta frecuencia personalidades insignes de la Iglesia se pongan a defender doctrinas nuevas entre los católicos?
La pregunta es legítima y merece una respuesta amplia y detallada.
Pero responderé fundándome no en mi capacidad personal, sino en la autoridad de la Ley divina y en la enseñanza del Magisterio eclesiástico.
Oigamos, pues, a Moisés: que él nos diga por qué de tanto en cuando Dios permite que hombres doctos, incluso llamados profetas por el Apóstol a causa de su ciencia[48], se pongan a enseñar nuevos dogmas que el Antiguo Testamento llama, en su estilo alegó rico divinidades extranjeras[49]. (Realmente los herejes veneran sus propias opiniones tanto como los paganos veneran sus dioses).
Moisés escribe: Si en medio de ti se levanta un profeta o un soñador -es decir, un maestro confirmado en la Iglesia, cuya enseñanza sus discípulos y auditores estiman que proviene de alguna revelación-, que te anuncia una señal o un prodigio, aun que se cumpla la señal o el prodigio...[50].
Ciertamente, con estas palabras se quiere señalar un gran maestro, de tanta ciencia que pueda hacer creer a sus seguidores, que no solamente conoce las cosas humanas, sino que también tiene la presciencia de las cosas que sobrepasan al hombre. Poco más o menos esto es lo que de Valentín[51], Donato, Fotino, Apolinar y otros de la misma calaña creían sus respectivos discípulos[52].
¿Y cómo sigue Moisés? y te dice: vamos detrás de otros dioses, que tú no conoces, y sirvámoslos. ¿Qué son estos otros dioses sino las doctrinas erróneas y extrañas? Que tú no conoces, es decir, nuevas e inauditas. Y sirvámoslas, o sea, creámoslas y sigámoslas.
Pues bien, ¿qué es lo que dice Moisés en este caso?: No escuches las palabras de ese profeta o ese  soñador.
Pero yo planteo la cuestión: ¿Por qué Dios no impide que se enseñe lo que El prohíbe que se escuche?
Y Moisés responde: Porque te está probando Yahvé, tu Dios, para ver si amas a Yahvé con todo tu corazón y con toda tu alma.
Así, pues, está más claro que la luz del sol el motivo por el que de tanto en cuando la Providencia de Dios permite maestros en la Iglesia que prediquen nuevos dogmas: porque te está probando Yahvé.
Y ciertamente que es una gran prueba ver a un hombre tenido por profeta, por discípulo de los profetas, por doctor y testigo de la verdad, un hombre sumamente amado y respetado, que de repente se pone a introducir a escondidas errores perniciosos. Tanto más cuanto que no hay posibilidad de descubrir inmediatamente ese error, puesto que le coge a uno de sorpresa, ya que se tiene de tal hombre un juicio favorable a causa de su enseñanza anterior, y se resiste uno a condenar al antiguo maestro al que nos sentimos ligados por el afecto.
EJEMPLOS DE NESTORIO, FOTINO, APOLINAR
11. Llegados a este punto, alguno podrá pedirme que contraste las palabras de Moisés con ejemplos tomados de la historia de la Iglesia. La petición es justa y respondo a continuación.
Partiendo, en primer lugar, de hechos recientes y bien conocidos, ¿podríamos alguno de nosotros imaginar la prueba por la que atravesó la Iglesia, cuando el infeliz Nestorio se convirtió repentinamente de oveja en lobo, comenzó a desgarrar el rebaño de Cristo, al mismo tiempo que aquellos a quienes él mordía, teniéndolo aún por oveja, estaban así más expuestos a sus mordiscos? 
En verdad que difícilmente podía pasarle por la cabeza a nadie que pudiese estar en el error quien había sido elegido por la alta judicatura de la corte imperial y era tenido en la mayor estima por los Obispos.
Rodeado del afecto profundo de las personas piadosas y del fervor de una grandísima popularidad, todos los días explicaba en público la Sagrada Escritura, y refutaba los errores perniciosos de judíos y paganos. ¿ Quién no habría estado convencido de que un hombre de esta clase enseñaba la fe ortodoxa, que predicaba y profesaba la más pura y sana doctrina?
Pero sin duda para abrir camino a una sola herejía, la suya, era por lo que perseguía todas las demás mentiras y herejías. A esto precisamente es a lo que se refería Moisés, cuando decía: Te está pro bando Yahvé, tu Dios, para ver si lo amas.
Mas dejemos de lado a Nestorio, en el que siempre hubo más brillo de palabras que verdadera sustancia, relumbrón más que efectiva valentía, y al cual el favor de los hombres, y no la gracia de Dios, hacía aparecer grande ante la estimación del vulgo.
Recordemos mejor a quienes, dotados de habilidad y del atractivo de los grandes éxitos, se convirtieron para los católicos en ocasión de tentaciones no sin importancia.
Así, por ejemplo, sucedió en Pannonia en tiempos de nuestros Padres, cuando Potino intentó engañar a la iglesia de Sirmio. Había sido elegido obispo con a mayor estima por parte de todos, y durante un cierto tiempo cumplió con su oficio como un verdadero católico. Pero llegó un momento en que, como el profeta o visionario malvado del que habla Moisés, comenzó a persuadir al pueblo de Dios que le había sido confiado de que debía seguir a otros dioses, es decir, a novedades erróneas nunca antes conocidas.
Hasta aquí nada de extraordinario. Mas lo que lo hacía particularmente peligroso era el hecho de que, para esta empresa tan malvada, se servía de medios no comunes.
En efecto, poseía un agudo ingenio, riqueza de doctrina y óptima elocuencia; disputaba y escribía abundantemente y con profundidad tanto en griego como en latín, como lo muestran las obras que compuso en una y otra lengua.
Por fortuna, las ovejas de Cristo que le habían sido confiadas eran muy prudentes y estaban vigilantes en lo que se refiere a la fe católica; inmediatamente se acordaron de las advertencias de Moisés, y aunque admiraban la elocuencia de su profeta y pastor, no se dejaron seducir por la tentación. Desde ese momento empezaron a huir, como si fuera un lobo, de aquel a quien hasta poco antes habían seguido como guía del rebaño.
Aparte de Fotino, tenemos el ejemplo de Apolinar, que nos pone en guardia contra el peligro de una tentación que puede surgir en el seno mismo de la Iglesia, y que nos advierte de que hemos de vigilar muy diligentemente sobre la integridad de nuestra fe.
Apolinar introdujo en sus auditores la más dolorosa incertidumbre y angustia, pues por una parte se sentían atraídos por la autoridad de la Iglesia, y por otra eran retenidos por el maestro al que estaban habituados.
Vacilando así entre uno y otro, no sabían qué es lo que convenía hacer.
¿Era, quizá, aquél un hombre de poco o ningún relieve? 
Al contrario, reunía tales cualidades, que se sentían llevados a creerlo, incluso demasiado rápida mente en gran número de cosas. ¿ Quién podía hacer frente a su agudeza de ingenio, a su capacidad de reflexión y a su doctrina teológica? Para hacerse una idea del gran número de herejías aplastadas, de los errores nocivos a la fe desbaratados por él, basta recordar la obra insigne e importantísima, de no menos de treinta libros, con la que refutó, con gran número de pruebas, las locas calumnias de Porfiro[53].
Nos alargaríamos demasiado si recordásemos aquí todas sus obras; merced a ellas habría podido ser igual a los más grandes artífices de la Iglesia, si no hubiese sido empujado por la insana pasión de la curiosidad a inventar no sé qué nueva doctrina, la cual como una lepra, contagió y manchó todos sus trabajos, hasta el punto de que su doctrina se convirtió en ocasión de tentación para la Iglesia, más que de edificación.
DOCTRINA DE ESTOS HEREJES
A primera vista parece que distingue sencillamente dos sustancias en Cristo, pero de repente introduce dos personas. Cometiendo un crimen inaudito, afirma que hay dos Hijos de Dios, dos Cristos, uno es Dios y el otro es hombre, uno es engendrado por el Padre, el otro es nacido de la Madre. Por eso concluye que María Santísima no puede ser llamada Theotokos, Madre de Dios, sino solamente Christotokos, Madre de Cristo, en cuanto que de ella nació no el Cristo que es Dios, sino el Cristo que es hombre.
Solamente alguien que no reflexione puede creer que Nestorio, en sus escritos, admite un solo Cristo y predica una sola persona de Cristo. En realidad, se expresó de una manera engañosa, para poder más fácilmente insinuar el mal a través del bien, según nos dice el Apóstol: por medio de lo que es bueno me ha dado la muerte[54].
Si en alguna parte de sus escritos proclama que cree en un solo Cristo y en una sola persona de Cristo, lo dice solamente para engañar. En realidad afirma que después de haber nacido de la Virgen, las dos personas se reunieron en un solo Cristo, manteniendo así que en el tiempo de la concepción o del parto virginal -e incluso durante un cierto tiempo después- hubo dos Cristos. Según esto, Cristo habría nacido primero como un simple hombre ordinario, sin estar todavía asociado en la unidad de persona al Verbo de Dios; sólo después habría descendido en Ella persona del Verbo que lo asumiría. y si ahora Cristo sigue asumido en la gloria de Dios, hubo, no obstante, un tiempo durante el cual no había ninguna diferencia entre El y los demás hombres.
LA VERDADERA FE TRINITARIA Y CRISTOLÓGICA
12. Antes de seguir adelante, quizá se espera que me detenga a exponer las doctrinas heréticas de quienes acabo de mencionar: Nestorio, Apolinar y Fotino.
En verdad esto se saldría de mi intento, porque no me he propuesto refutar los errores uno a uno. Si he echado mano de algunos ejemplos: ha sido para demostrar con claridad y evidencia que cuanto dice Moisés es verdad, o sea, para demostrar que, si un doctor de la Iglesia -un profeta, podríamos decir- que interpreta los misterios proféticos, intenta introducir alguna novedad en la Iglesia de Dios, es la Providencia de Dios quien lo permite para probarnos.
No obstante, no será inútil exponer, de pasada, las doctrinas de los herejes antes citados.
En cuanto a Fotino, dice que existe un Dios único y solo, que hay que entender según la mentalidad judaica. Niega, por tanto, la plenitud de la Trinidad y mantiene que ni el Verbo de Dios ni el Espíritu Santo son personas[55] reales. Afirma, además, que Cristo fue solamente un hombre que tuvo su origen en María. Reafirma, de todas las maneras posibles, que debemos honrar a la sola persona de Dios Padre, y a Cristo como puramente hombre.
Apolinar declara que está de acuerdo con nosotros sobre la unidad de la Trinidad, aunque luego, sobre este mismo punto, su fe no es del todo íntegra. Acerca de la Encarnación del Señor blasfema abiertamente. Dice que en la carne de Nuestro Salvador no había realmente un alma humana, o si la había, no tenía inteligencia ni razón humanas.
La carne del Señor no fue tomada de la carne de la Santísima Virgen María -afirma-, sino que descendió del cielo al seno de la Virgen. Siempre inconcreto y vacilante, a veces afirmaba que esa carne es coeterna al Verbo de Dios, otras veces que es creada por la divinidad del Verbo. No admitía que en Cristo hay dos sustancias[56] una divina y una humana, una proveniente del Padre y otra de la Madre.
Pensaba realmente que la misma naturaleza[57] del Verbo estaba dividida, como si una parte de El permaneciese eternamente en Dios, mientras que otra parte se había encarnado.
Así, mientras la verdad afirma que hay un solo Cristo, formado por dos sustancias, él sostenía, al contrario, que dos sustancias se formaron de una sola divinidad de Cristo.
Nestorio está infectado por un morbo totalmente opuesto al de Apolinar.
13. Estas son las cosas que Nestorio, Apolinar y Fotino, como perros rabiosos, ladran contra la Iglesia Católica: Fotino no admite la Trinidad, Apolinar afirma la convertibilidad de la naturaleza humana del Verbo y niega la existencia de dos sustancias en Cristo, en cuanto que no admite en Cristo un alma entera, o por lo menos no admite en ella la inteligencia y la razón, pretendiendo que el lugar de la inteligencia lo ha ocupado el Verbo de Dios; por último, Nestorio dice que ha habido siempre, o al menos durante un cierto tiempo, dos Cristos.
En cambio, la Iglesia Católica, que piensa rectamente acerca de Dios y acerca de nuestro Salvador, no profiere blasfemias ni contra el misterio de la Trinidad ni contra la Encarnación de Cristo.
La Iglesia adora una sola divinidad en la plenitud de la Trinidad y la igualdad de la Trinidad en una única y misma majestad; profesa un solo Cristo Jesús, no dos; el cual es igualmente Dios y hombre. Cree que en El hay una sola persona, pero dos sustancias; dos sustancias, pero una sola persona. Dos sustancias porque el Verbo de Dios es inmutable, y por eso no puede transformarse en carne; una sola persona, porque, admitiendo dos Hijos, podría parecer que la Iglesia adora una cuaternidad y no una Trinidad.[58]
Pero quizá sea necesario tratar más detenidamente y con mayor precisión este punto. En Dios hay una sola sustancia y tres personas; en Cristo, dos sustancias, pero una sola persona. En la Trinidad hay diversas personas, pero la sustancia es una; en el Salvador hay más sustancias, pero es única la persona[59].
¿De qué manera hay en la Trinidad diferentes personas y no diferentes sustancias? Porque una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; y, sin embargo, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no tienen diferentes naturalezas, sino una única y la misma naturaleza.
¿Y cómo es que en el Salvador hay dos sustancias, pero no dos personas? Porque, evidentemente, una cosa es la sustancia divina y otra la sustancia humana; sin embargo, la divinidad y la humanidad no son dos Cristos, sino un único y el mismo Hijo de Dios, una sola y misma persona, la de un único y mismo Cristo e Hijo de Dios. Igual que en el hombre una cosa es la carne y otra es el alma, y el alma y el cuerpo no forman sino un único y mismo hombre. En Pedro y en Pablo una cosa es el alma y otra cosa es el cuerpo; pero el cuerpo y el alma de Pedro no forman dos Pedros, ni existe un Pablo-alma y un Pablo-carne, subsistentes cada uno por una doble y diferente naturaleza, la del alma y la del cuerpo[60]
Así, en un único y mismo Cristo hay dos sustancias, pero una es divina y la otra humana, una procede de Dios Padre, la otra de la Virgen Madre; la primera es coeterna e igual al Padre, la segunda es temporal e inferior al Padre; una es consustancial al Padre, la otra consustancial a la Madre, sin embargo, es un único e idéntico Cristo en ambas sustancias[61]
No tenemos, pues, un Cristo-Dios y un Cristo-hombre; el primero increado y el segundo creado; uno impasible y el otro capaz de sufrir; uno igual al Padre y el otro inferior a El; uno engendrado por el Padre y el otro por la Madre. Existe un único y  mismo Cristo que es Dios y hombre, increado y creado, inmutable, impasible, pero que al mismo tiempo ha estado sujeto a cambios y a sufrimientos; un único y mismo Cristo, el cual es juntamente igual e inferior al Padre, generado por el Padre antes de todos los siglos y nacido de la Madre en el tiempo, perfecto Dios y perfecto hombre. En cuanto Dios, posee la plenitud de la divinidad; en cuanto hombre, una humanidad perfecta. Perfecta, repito, que comprende alma y carne: una carne verdadera como la nuestra, tomada de la Madre; un alma inteligente, dotada de pensamiento y de razón.
En Cristo está, pues, el Verbo, el alma y el cuerpo, pero todo eso es un solo Cristo, un único Hijo de Dios, un Único Salvador y Redentor nuestro.
Un solo Cristo, no por una mezcolanza corruptible de la divinidad con la humanidad -por lo de más, incomprensible-, sino por una total y singular unidad de persona. Esta unión no modificó ni transformó ni una sustancia ni la otra (que es el error propio de los arrianos[62], sino que más bien con juntó en una sola cosa las dos naturalezas, de modo que en Cristo permanecen eternamente tanto la unicidad de una sola y misma persona como también las propiedades específicas de cada naturaleza. De aquí se sigue que Dios no ha comenzado nunca a ser cuerpo, ni el cuerpo cesará en ningún momento de ser tal. El ejemplo de la naturaleza humana puede damos alguna luz al respecto. Cada hombre está compuesto de alma y cuerpo, y así será siempre, y nunca sucederá que el cuerpo se cambie en alma o el alma en cuerpo. Puesto que cada hombre vivirá para siempre en lo sucesivo, en cada uno permanecerá necesariamente siempre la diferencia en las dos sustancias. Así también en Cristo, la propiedad característica de cada sustancia persistirá por toda la eternidad, quedando siempre a salvo la unidad de persona.
REALIDAD DE LA NATURALEZA HUMANA DE CRISTO
14. Puesto que estamos pronunciando con mucha frecuencia el término «persona», y decimos que Dios se ha hecho hombre in persona, es preciso prestar atención a que no parezca que afirmamos que el Verbo de Dios ha asumido sólo externamente lo que es propio de la naturaleza humana, limitándose a imitar nuestras acciones; y que no ha tomado parte en la actividad humana como un verdadero hombre, sino sólo aparentemente, como se hace en el teatro, donde un solo actor puede hacer el papel de varios personajes, sin ser realmente ninguno de ellos.
Cada vez que los actores imitan la conducta de otros, aunque reproduzcan a la perfección su modo de actuar y de comportarse, ellos no son los personajes representados. En realidad, sirviéndome de términos profanos, cuando un actor hace el papel de un sacerdote o de un rey, él no es ni sacerdote ni rey; terminada la representación teatral, cesa de existir también el personaje representado.
Lejos de nosotros este impío e ignominioso insulto hacia Cristo, propio de la demencia maniquea[63]. Es tos predicadores de tonterías fantásticas afirman que el Hijo de Dios, Dios mismo, no ha asumido realmente la naturaleza humana, sino sólo una apariencia de hombre en sus actos y en todo su comportamiento. La fe católica, en cambio, afirma que el Verbo de Dios se hizo hombre hasta el punto de asumir todo lo que pertenece a nuestra naturaleza, y no por vía de ficción o de apariencia, sino de una manera real y sustancial. Los actos humanos que llevaba a cabo eran actos suyos propios, y no imitación de actos de otro; su actuar era expresión de su ser. Como cuando nosotros hablamos, conocemos, vivimos, existimos, no imitamos a los hombres, sino que somos realmente tales.
Pedro y Juan, por ejemplo, eran hombres porque tal era su ser, no por imitación; Pablo no fingía ser Apóstol o Pablo: él era Apóstol, él era Pablo. Así, el Verbo de Dios, asumiendo y poseyendo la carne, predicando, actuando, sufriendo en la carne -sin ningún menoscabo de la propia naturaleza divina- se dignó mostrar que El no imitaba o fingía ser un hombre perfecto, sino que realmente era lo que parecía: hombre verdadero y no apariencia humana.
Igual que el alma uniéndose a la carne, sin transformarse en carne, no imita al hombre, sino que lo constituye realmente, así también el Verbo de Dios, uniéndose a la naturaleza humana, sin modificarse o confundirse con ella, se ha hecho realmente hombre,
no una imitación o una apariencia de hombre.
Es preciso, pues, evitar absolutamente dar al término «persona» un significado que suponga una imitación, una diferencia entre el que finge y el personaje objeto de la ficción, en la que quien actúa no es nunca aquel a quien representa.
Por eso, no suceda nunca que creamos que el Verbo Dios ha asumido de manera ficticia semejante la naturaleza humana. Al contrario, nosotros debemos creer que, permaneciendo inmutable su sustancia divina, ha asumido una naturaleza humana completa en sí, que lo ha hecho ser carne, hombre, realidad humana no simulada, sino verdadera; no imaginaria, sino entitiva; no destinada a cesar de existir como al término de una acción escénica, sino a persistir para siempre de manera sustancial
MARÍA «MADRE DE DIOS»
15. Esta unicidad de persona[64] en Cristo se actuó y fue perfecta no después del parto virginal, sino en el mismo seno de la Virgen. Por lo tanto, debemos atender con todo cuidado a profesar no solamente que Cristo es uno, sino que siempre ha sido uno. Sería una blasfemia intolerable sostener que ahora Cristo es uno, pero que durante un determinado período de tiempo existieron dos: un Cristo después del bautismo; dos, en cambio, en el momento de la natividad. Podremos evitar tan grande sacrilegio sólo si creemos que el hombre se unió a Cristo en la unidad de persona ya desde el seno materno, en el mismo instante de la concepción virginal, y no en el momento de la ascensión o de la resurrección, o en el del bautismo.
En virtud de esta unidad de persona se atribuye indiferentemente y de manera indistinta al hombre lo que es propio de Dios, y a Dios lo que es propio de la carne[65]. Por inspiración divina fue escrito que el Hijo del hombre bajó del cielo[66] y que el Señor de la majestad fue crucificado en la tierra[67]. Así nosotros decimos que el Verbo de Dios fue hecho[68], que la Sabiduría misma de Dios fue perfeccionada, que su ciencia fue creada, cuando es la carne del Señor la que ha sido hecha, creada, como fue predicho que sus manos y sus pies serían traspasados[69].
A causa de esta unidad de persona y en razón de este mismo misterio, es perfectamente católico creer que cuando nació la carne del Verbo de una Madre incontaminada, fue el mismo Dios Verbo quien nació de una Virgen. Negarlo sería una impiedad grande. Nadie, pues, intente jamás privar a María Santísima del privilegio de esta gracia divina y de una gloria tan especial.
Por el querer determinado del Señor, Dios nuestro e Hijo suyo, debemos proclamarla con toda verdad y acierto Theotokos, Madre de Dios.
No, ciertamente, entendiéndolo en el sentido de una herejía impía, la cual sostiene que María puede ser dicha Madre de Dios sólo de nombre, en cuanto que ha engendrado a un hombre que después se convirtió en Dios; al modo como usamos comúnmente la expresión: madre de un sacerdote o madre de un obispo, no porque estas mujeres hayan engendrado a un presbítero o a un obispo, sino porque han puesto en el mundo hombres que después se han hecho sacerdotes u obispos. No en este sentido, repito, María Santísima es Madre de Dios, sino, como se ha dicho antes, porque en su sagrado seno se realizó el misterio sacrosanto por el cual, en razón de una particular y única unidad de persona, el Verbo es carne en la carne, y el hombre es Dios en Dios.


[1] El Commonitorio. Este pequeño libro, lleno de vigor y ciencia, ha atraído la atención de los estudiosos sobre todo a partir del s. XVI, y sus afirmaciones han sido muy tenidas en cuenta en momentos de confusión doctrinal, desde las polémicas entre protestantes y católicos del s. XVII hasta la crisis modernista, porque en él se encuentra un excelente testimonio cristiano y respuesta ante los riesgos de escepticismo y de relativismo teológico. En efecto, los temas claves del tratado son: fidelidad a la Tradición y progreso dogmático.
a) La doctrina sobre la Tradición. Ya en la introducción V. de L. plantea su preocupación fundamental: «de qué forma -dice- podría yo discernir la verdad de la fe católica de la falsedad de la malicia herética por medio de una regla general y ordinaria» , y añade que en la lectura de los Padres que le han antecedido encuentra una doble manera de proteger la fe: «primero, por la autoridad de la ley divina (la S. E.), y después, por la Tradición de la Iglesia católica» (Comm. 2). ¿Por qué a la S. E. debe añadirse la Tradición de la Iglesia? V. de L. hace notar, presentando una larga lista de ejemplos, lo que en su tiempo era ya experiencia cotidiana: que las palabras de la S. E. pueden ser vaciadas de contenido al dárseles, generalmente con violencia, un sentido diverso del que tienen. Por ello, ofrece la siguiente regla: «Por tanto, es sumamente necesario a causa del error, que tiene tan variados repliegues, que la línea de interpretación de los libros proféticos y apostólicos sea dirigida según la norma del sentido eclesiástico y católico».
La cuestión siguiente se impone por sí misma: pero, ¿cuál es el sentido católico? V. de L. contesta con un largo capítulo en el que utiliza el término católico -universal- en toda la riqueza de su contenido: universal en el tiempo -siempre-, y universal en el espacio -en todas partes-: «Más aún, en la misma Iglesia católica es necesario velar con gran esmero para que profesemos como verdadero aquello que ha sido creído en todos los lugares, siempre y por todos ( «quod ubique, quod semper, quod ob omnibus creditum est»). Es verdadera y propiamente católico -como indica la misma fuerza y sentido del nombre- aquello que comprende universalmente todas las cosas. y esto será así si tomamos como criterio la universalidad, la antigüedad y el acuerdo unánime»
Pero, ¿por qué esta importancia de la tarea de custodiar la integridad de la doctrina de la fe que se ha recibido? Porque la Revelación (v.) no es obra humana, sino de Dios, y la doctrina, un tesoro que Dios ha confiado a su Iglesia. Por esto tiene esencialmente carácter de depósito que la Iglesia debe transmitir íntegramente a todas las generaciones. A este respecto, es de capital importancia lo que declara en el cap. 22, al comentar Tim 6,20-21: «¿Quién es hoy Timoteo, sino o generalmente la Iglesia universal, o, especialmente, todo el cuerpo de los obispos, que deben poseer íntegra la ciencia del culto divino e infundirla a otros? ¿Qué significa guarda el depósito? S. Pablo dijo custódialo, a causa de los ladrones, a causa de los enemigos, no sea que, durmiendo los hombres, siembren cizaña sobre aquella buena semilla de trigo que había sembrado el Hijo del Hombre en su campo. Por eso dijo: guarda el depósito. Pero, ¿qué es el depósito? Es aquello que debes creer, no lo que has encontrado tú; lo que recibiste, no lo que tú pensaste; lo que es fruto de la doctrina, no del ingenio; lo que procede de la tradición pública, no de la rapiña privada. Algo que ha llegado hasta ti, pero que tú no has producido; algo de lo que no eres autor, sino custodio; no conductor, sino conducido. Guarda el depósito, dice el Apóstol; conserva inviolado y sin mancha el talento de la fe católica. Lo que has creído, en tu poder permanezca y por ti sea entregado a otro. Oro has recibido, devuelve oro; no quiero que me cambies una cosa por otra; no quiero que desvergonzada y fraudulentamente pongas plomo o bronces en lugar del oro; no quiero apariencia de oro, sino oro puro» (Comm. 22).
La exhortación a custodiar el depósito de la doctrina de la fe se prolonga en v. de L. en unos párrafos destinados a mostrar cómo se ha de exponer y predicar esa doctrina. En esa tarea, dice, debe cuidarse la entrega fiel y completa de aquello que se ha recibido y, al mismo tiempo, una exposición asequible y bella: «Oh, Timoteo! , oh, sacerdote! , oh, doctor! Si el divino oficio te ha hecho idóneo, mantente con ingenio y con esfuerzo en la doctrina del tabernáculo espiritual de Beseleel; esculpe las piedras preciosas del dogma divino, ajústalas fielmente; adórnalo sabiamente, aumenta su esplendor, su gracia y su hermosura. Cuando tú explicas, que se entienda con más claridad lo que antes más oscuramente se creía; que la posteridad se alegre por tu causa, al comprender mejor lo que antes veneraba por su belleza, no por su comprensión. Enseña las mismas cosas que aprendiste, de modo que aunque hables con palabras nuevas, no digas cosas nuevas» (Comm. 22).
b) El progreso dogmático. El continuo esfuerzo por trasmitir, predicar y entender lo que ya ha sido dado lleva consigo una mayor profundización en el dogma, y por consiguiente, un crecimiento en el acervo doctrinal en verdades explícitas y una mayor conciencia de cuáles son las verdades que están necesariamente conectadas con ellas. V. de L. trata de esta cuestión y habla de un progreso, de un crecimiento doctrinal, para poner de manifiesto su inserción en el proceso de la Tradición: «Quizá alguno diga: ¿no puede haber ningún progreso en la doctrina de la Iglesia de Cristo? Haya, sí, un profundo y grande progreso, porque ¿qué sería más pernicioso para los hombres y más detestable a los ojos de Dios que atreverse a prohibirlo? Mas sea de tal modo que haya progreso en lo que es de fe, pero no cambio. Pertenece al progreso que cada cosa se amplíe en sí misma; por el contrario, es propio del cambio que una cosa se transforme en otra. Conviene, pues, que crezca la inteligencia, la ciencia, la sabiduría de todos y cada uno, tanto de un solo hombre como de la Iglesia entera, a través de las épocas y los siglos; pero permaneciendo siempre en su género, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido y en la misma significaci6n». (Comm. 23). Esta frase de V. de L. fue hecha suya por el Conc. Vaticano I (Denz. Sch. 3018) c) Criterio para discernir la Tradici6n. Corresponde también a V. de L. el mérito de haber formulado con precisión las condiciones necesarias para que una determinada enseñanza pueda considerarse perteneciente a la Tradición. «Sólo han de acogerse las sentencias de aquellos Padres que vivieron, enseñaron y se mantuvieron santa, sabia y constantemente en la fe y en la comunión católica; o las de aquellos que merecieron morir fielmente en Cristo, o ser martirizados felizmente por su causa. A éstos se les ha de creer de acuerdo con esta regla: aquella doctrina que todos o la mayor parte de ellos hayan afirmado en el mismo sentido, de manera clara, frecuente y constante, ésa ha de tenerse por indudable, cierta y confirmada, considerándola como una opinión unánime de los maestros. Sin embargo, lo que uno haya afirmado más allá de los demás o incluso contra todos los demás, aunque fuese confesor y mártir, eso debe considerarse como una opinión privada y personal, que nada tiene que ver con la doctrina común ni con la autoridad de una sentencia general y pública» (Comm. 23).
Por su importancia, el Commonitorio -y concreta- mente el párrafo que antecede -ha sido a veces leído e interpretado con ardor polémico, aislando algunas afirmaciones de todo el contexto con la intención de presentar como incompatibles las notas de antigüedad -señalada por el lirinense como característica de la Tradición- con toda nueva definición dogmática. Tal fue, por ej., el caso de Dollinger, quien utilizó el Commonitorio como argumento para oponerse a la definición dogmática de la infalibilidad pontificia por el Conc. Vaticano I. A este respecto, el card. Franzelin hacía notar algo que es obvio, si se toma en serio lo que el mismo Commonitorio dice en el cap. 23 sobre el desarrollo del dogma: que la expresión «quod ubique, quod semper, quod ab omnibus» no debe tomarse en sentido exclusivo, sino afirmativo, ya que no puede olvidarse que «algún capítulo de la doctrina puede estar contenido en la revelación objetiva, y puede también con el paso del tiempo, hecha la suficiente explicación y proposición, pertenecer a las verdades que deben ser creídas necesa. riamente con fe católica, porque, aunque siempre estuviese contenido en el depósito de la Revelación, sin embargo, no fue creído explícitamente siempre, en todas partes y por todos» (De divina Traditione et Scriptura, Roma 1875, 295-296).
d) El móvil del Commonitorio. V. de L. expresa en el comienzo del libro el fin que se ha propuesto: señalar el criterio que permita discernir la verdad del error en materias de la fe. A partir del s. XIX los autores se preguntan si v. de L. no tendría a la vista comb.atir una posición determinada, y más concretamente si bajo su intento no late una cierta polémica frente a la doctrina de S. Agustín sobre la gracia o al menos frente a alguno de sus aspectos. Como afirma G. Bardy (o. c. en bibl.) esta cuestión «es secundaria a pesar de su interés». La importancia del Commonitorio estriba en los criterios que recoge y formula sobre la Tradición y el progreso dogmático. Sin duda, V. de L. vive en un ambiente teñido de semipelagianismo (v .). Pero, como recuerda Benedicto XIV, en aquel momento aún no había sido sancionada la doctrina sobre este tema con el juicio definitivo de la Sede Apostólica (Litt. Apost. de nova martyrologii editione, 1 jul. 1748, n° 31). A esto debe añadirse que muy posiblemente v. de L. no está atacando a S. Agustín, sino a la exposición de su doctrina por unos remotos discí. pulos, cuyo rigor doctrinal sería muy difícil de probar. En cualquier caso, sus Excerpta muestran la veneración que V. de L. tiene hacia el Obispo de Hipona en materia trinitaria y cristológica. Estos Excerpta, al mismo tiempo que muestran a V. de L. como «uno de los autores que mejores títulos pueden alegar como precursores del Quicumque» llevan a concluir, como dice Griffé, que la afirmación según la cual el Commonitorio habría sido escrito para atacar más o menos veladamente a S. Agustín no ofrece verosimilitud (Pro Vicentio Lirinensi, «Bulletin de Littérature ecclésias. tique», 62, 1961, 30).
 
[2] Padre de la Iglesia del s. V. Se poseen escasos datos sobre su vida; sólo los de una breve noticia que le dedica Genadio (De viris illustribus, 64; PL 58,1097-98) y los que se desprenden de su obra más importante: el Commonitorio. Por Genadio sabemos que era de origen francés, sacerdote en el monasterio de la isla de Leríns (llamada hoy de San Honorato), docto en la S. E. y en el conocimiento de los dogmas, y que con el seudónimo de Peregrino compuso un tratado contra los herejes. Genadio narra también que compuso otra obra de tema análogo, cuyo manuscrito fue robado, por lo que elaboró un breve resumen, que sí se conserva. Muere en el reinado de Teodosio y Valentiniano, poco antes del 450. EJ Commonitorio está escrito tres años después del Conc. de Efeso, es decir, el a. 434. Sólo dos obras se le atribuyen con certeza: El Commonitorium primum, cuyo título más antiguo es De Peregrino en favor de la antigüedad y universalidad de la fe católica contra las profanas novedades de todos los herejes, y el Commonitorium secundum, recapitulación del libro que fue robado. Se le atribuye también una otra titulada Objectiones lerinianae, cuyo contenido conserva Próspero de Aquitania (Pro Augustino responsiones al capitula objectionum vincentianarum: PL 51,177-186), y un florilegio de frases de S. Agustín concernientes a los misterios de la Santísima Trinidad y de la Encarnación, que conserva el Cod. 151 de Ripoll bajo el siguiente título: Excerpta sanctae memoriae Vincentii lirinensis insulae presbyteri ex universo beatae recordationis Augustini in unum collecta.
[3 Dt 32, 7.
[4] Prov 22, 17.
[5] Prov 3, l.
[6] Salm 45, 11.
[7] CANON DE LAS SAGRADAS ESCRITURAS: La palabra canon, en griego significa regla.  El cristianismo posee libros sagrados de origen divino que contienen el relato de su historia, la exposición de su creencia y la ley de su conducta práctica. Dios ha querido que su palabra permaneciese entre nosotros según los modos ordinarios del pensamiento humano. Los libros que la Iglesia reconoce como «canónicos», es decir, como reguladores de su fe y de su práctica, se fue constituyendo lentamente en el curso de catorce siglos, desde Moisés hasta el primer siglo de la era cristiana. Estos libros sagrados constituyen dos grandes colecciones: el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento; entre las dos comprenden aquellos textos que, según la tradición de las iglesias apostólicas, se consideraron desde el principio como libros revelados. Así se formó el «canon», de cuya precisa fijación antes de finalizarse el siglo II da fe el fragmento de Muratori.  
[8] SABELIO: La formulación del dogma de la Santísima Trinidad tuvo lugar en el siglo IV, en el curso de una gran batalla teológica, en que la ortodoxia católica tuvo como principal adversario la herejía que recibió el nombre de Arrianismo. Los precedentes doctrina. les han de buscarse en determinadas doctrinas que, desde el siglo III, ponían el acento con exagerada insistencia sobre la perfecta unidad de Dios. Esa exaltación exclusiva de la unidad divina podía llegar a destruir la distinción de Personas en la Trinidad, que es la consecuencia a que había llegado el Sabelianismo, que toma el nombre de Sabelio, su principal representante. Según esta doctrina, existía tan sólo una Persona divina, en el sentido de que el Padre y el Verbo constituían una misma Persona y eran únicamente diversas las formas, los «modos» de manifestación -Modalismo-. Pero el excesivo hincapié sobre la unidad divina podía también dar lugar -y lo había dado en efecto- a errores de diverso signo: el Subordinacionismo en sus diversas variedades, que tendía a supeditar, a «subordinar» al Hijo frente al Padre haciéndole inferior a El, bien por negar al Hijo el atributo de eternidad, bien por rebajar su naturaleza con respecto a la del Padre, o bien por considerar a Cristo como simple hombre, aunque dotado de una dynamis, de una singular fuerza divina. La doctrina de Sabelio y el Subordinacionismo habían sido condenados en un sínodo romano del año 262, celebrado bajo el pontificado del Papa Dionisio (259-268 ).
[9] DONATO: En el año 315 fue obispo de Cartago. Fue el jefe e instigador principal del cisma africano, que tomó el nombre de él y perduró hasta la conquista musulmana de África. Este cisma tuvo su origen en una división del episcopado y del clero, a propósito de una elección del obispo de Cartago. Pero la discordia que enfrentó al episcopado de Numidia con la Jerarquía legítima se mezcló con la agitación social de los «circunceliones» y el separatismo antirromano de las poblaciones númidas. Donato transformó el simple cisma en herejía al formular una doctrina eclesiológica falsa, que concebía a la Iglesia como una comunidad integrada tan sólo por los justos. Una pretensión de rigorismo moral apareció en el Donatismo -junto a una errónea teología sacramental- cuando exigió que los pecadores, los lapsi que habían sido infieles en la última persecución de Diocleciano, hubieran de rebautizarse para volver a la Iglesia, y cuando sostuvo la invalidez del bautismo conferido por un sacerdote «caído».
[10] EUNOMIO: En el año 360 fue nombrado obispo, pero hubo de dimitir muy poco después, porque se dio a conocer como hereje al admitir, con los arrianos, que no había ninguna semejanza entre Dios-Padre y Dios- Hijo. 
[11] MACEDONIO: Las controversias doctrinales suscitadas por el arrianismo se habían centrado en torno al tema de la divinidad del Hijo. Mas, en buena lógica, quienes negaban la consustancialidad del Verbo con el Padre y lo consideraban sólo como la primera de las criaturas, con mayor razón aún debían negar, si eran consecuentes con su doctrina subordinacionista, la divinidad del Espíritu Santo, que sería criatura del Hijo, el creador de todos los demás seres. La formulación expresa de esta doctrina de la no divinidad del Paráclito fue hecha, avanzada ya la controversia arriana, por el obispo Macedonio de Constantinopla, quien afirmó que el Espíritu Santo era tan sólo una criatura, superior en dignidad a todos los Ángeles y especial dispensador de las gracias. Esta doctrina fue llamada Macedonismo, en atención al nombre de su principal representante, y sus seguidores se denominaron macedonianos o «pseumatómacos», adversarios del Espíritu. La doctrina macedoniana fue inmediatamente rechazada por San Atanasio, el gran luchador de la batalla antiarriana, en un concilio alejandrino del año 362, que profesó expresamente la dIvinidad de la tercera Persona de la Trinidad.
[12] FOTINO: Obispo de Sirmio, se opuso a Arrio y a los arrianos, que subordinaban entre sí las personas divinas. Pero vino a caer en el error opuesto: Dios es el Único, y Jesús, nacido milagrosamente de María y de Espíritu Santo, no es más que un hombre que por su santidad mereció ser el hijo adoptivo del Único. Así, pues, a sus ojos, Jesús, ese hombre que conocemos por los Evangelios, no es la persona eternamente consustancial al Padre: Cristo no es Dios, sino criatura de Dios.
[13] APOLINAR DE LAODICEA: En su celo por salvaguardar la divinidad de Jesús y la unidad de las dos naturalezas, Apolinar estimó que ello no era posible sin una reducción de la humanidad de Cristo. Con este fin recurrió a la teoría platónica de los tres elementos constitutivos del compuesto humano: cuerpo, alma sensitiva y alma espiritual. En Jesucristo se darían los dos primeros elementos, es decir, el cuerpo y un alma sensitiva; el lugar del alma espiritual o racional lo ocuparía el mismo Logos divino, con lo que vendría a resultar que el Señor poseería íntegra la divinidad, pero su humanidad sería incompleta. La teoría de Apolinar contradecía directamente la doctrina de la perfecta humanidad de Jesucristo, tan esencial a los dogmas de la Encarnación y de la Redención. Apolinar no se dio cuenta de que de esta manera Cristo, privado de la racionalidad humana, no era libre y, por consiguiente, no podía merecer; además, el hombre no habría sido redimido en el alma racional, porque, como los Santos Padres han enseñado siempre, solamente ha sido redimido lo que el Verbo ha asumido. El Concilio de Constantinopla I (año 381),condenó al apolinarismo.
[14] PRISCILIANO: A finales del siglo IV, Prisciliano, un personaje de vida ascética y enigmática doctrina, agitaba el mundo de la Península Ibérica, hasta su juicio y muerte en Tréveris, en el año 385, condenado por un tribunal romano. Después, durante varios siglos, el priscilianismo sigue proyectando una sombra más o menos confusa sobre la vida de la Iglesia española. Pero, en todo caso, el Priscilianismo fue siempre un fenómeno regional, de proyección muy limitada. 
[15] JOVINIANO: Se conocen pocos datos de su biografía. Pero después de haber vivido un exagerado ascetismo, se dio a la vida alegre; para justificar este comportamiento, escribió una serie de obras en las que, con diversos pasajes de la Escritura, pretendía con firmar sus teorías. San Jerónimo escribió contra él Adversus Jovinianum. Fue condenado por un sínodo romano en el año 390.
[16] PELAGIO: La única cuestión teológica importante que se debatió en Occidente, durante los siglos IV al VII, fue la cuestión de la Gracia, y ello sin que el debate alcanzase nunca una resonancia popular, como ocurrió con las controversias orientales. El punto de arranque de la cuestión fueron las enseñanzas de un monje bretón, Pelagio, acerca de las relaciones entre gracia divina y libertad humana, esto es, sobre cuál sea la parte que corresponde a Dios y la parte del hombre en la salvación eterna de la persona. El Pelagianismo, que así se llamó esta doctrina, tenía una visión racionalista, que tendía a minimizar el papel de la gracia, y profesaba en cambio un radical optimismo en la naturaleza humana y en la capacidad de ésta para, por sus propias fuerzas, evitar el pecado y obrar el bien. La doctrina de la Iglesia sobre el pecado original quedaba también desvirtuada por Pelagio, ya que éste atribuía un carácter puramente personal al pecado de Adán y negaba que ese pecado se hubiera transmitido a su descendencia. Pelagio, obligado por los azares de los tiempos, abandonó su Britania natal y residió en Roma, y Oriente; por esta razón, sus doctrinas alcanzaron una difusión muy amplia. En África, el Pelagianismo encontró a su gran adversario, San Agustín, que con su obra prestó una decisiva contribución a la formulación de la doctrina sobre la Gracia.
[17] CELESTINO: Afirmaba que el pecado de Adán solamente le afectó a él y no a todo el género humano.
[18] NESTORIO: El problema cristológico se planteó abierta mente cuando un teólogo formado en la escuela de Antioquía, Nestorio, fue elevado a la Sede de Constantinopla y predicó en contra de la Maternidad divina de María, produciendo una profunda conmoción en el pueblo. Para Nestorio, dentro de la tradición de su escuela, María no habría engendrado al Hijo de Dios, sino al hombre Cristo en que habitaba el Verbo. No habría de ser llamada, pues, Theotokos, Engen dradora de Dios, Madre de Dios, sino solamente Christotokos, Madre de Cristo. La predicación de Nestorio tuvo la virtud de popularizar una cuestión que hasta entonces había sido solamente problema de teólogos, sin amplia resonancia fuera de los cenáculos minoritarios donde se ventilaban las disputas de escuela. El pueblo sintió herida su sensibilidad cristiana al ver negar a la Viren María el título más honroso con que se había acostumbrado a llamarla. En Alejandría, el patriarca San Cirilo denunció la doctrina nestoriana, mientras que el patriarca Juan de Antioquía, impulsado por la antigua rivalidad entre las dos escuelas, tomaba partido en favor de Nestorio. Las dos partes se dirigieron al Papa Celestino I solicitando su apoyo y el Pontífice romano dio la razón a Cirilo y le comisionó para que obtuviese la retractación de Nestorio. Cirilo redactó doce proposiciones -«anatematismos»- que Nestorio rehusó aceptar y entonces, a instancia suya, el emperador Teodosio convocó a todos los obispos del orbe para celebrar un concilio general en Efeso. (Ver Concilio de Efeso.)
[19] Comienzos del siglo IV
[20] SAN ATANASIO: Encyclica ad episcopos epistola y SAN HILARIO DE POITIERS: Ad Constantium Augustum, Contra Constantium lmperatorem, son puntos de apoyo para este cuadro, que parece exagerado, que nos describe San Vicente de Lerins. Quizá en Occidente la persecución arriana no llegó a revestir caracteres tan dramáticos. 
[21] PADRES DE LA IGLESIA: Los siglos IV y V, durante los cuales la ciencia teológica realizó inmensos progresos, constituyen la edad de oro de la Patrística. Coincidiendo con la conquista de la libertad por la Iglesia, toda una legión de personalidades excepcionales hizo irrupción en el horizonte espiritual del mundo greco-latino, abriendo un profundo surco en la historia cristiana: son los Padres de la Iglesia. Esta denominación, ampliamente consagrada por el uso, sirve para designar concretamente a aquellos ilustres personajes en los que se aunó la ciencia sagrada más eminente con la santidad personal públicamente pro clamada por la Iglesia. Así se distinguen de los llamados simplemente «escritores eclesiásticos», en los cuales podía no darse, como en los Padres, el brillo de la santidad o la plena ortodoxia de la doctrina. Los Padres de la Iglesia aparecen a lo largo de un período histórico extenso, y el apelativo se aplica incluso a San Bernardo, que ha sido llamado «el último de los Padres». Pero la edad patrística por excelencia fue, sin duda, la comprendida en los siglos roma no-cristianos, que registraron el florecimiento de una pléyade de Padres de la Iglesia, tanto griegos como latinos, y lo mismo en el ámbito helenístico que en el occidental. El esplendor de la Patrística que se registra a partir del siglo IV no carecía, con todo, de una preparación y de unos precedentes. En el siglo III existió una verdadera ciencia teológica, y algunos grandes eclesiásticos del Oriente, sobre todo Orígenes, hicieron ya no sólo Apologética o Catequesis, sino auténtica Teología. En el siglo III tuvieron su origen algunas de las famosas «escuelas», que continuaron marcando con su impronta peculiar a muchos «Padres» de los tiempos posteriores. Es importante no perder de vista esta idea de continuidad, que ilumina la evolución doctrinal y ayuda a comprender las posturas teológicas adoptadas ante los problemas que se irán planteando, al hilo de la formulación de las grandes verdades del Dogma cristiano. Estos problemas, y el clima de libertad en que se movía ahora la Iglesia, fue ron los principales acicates que promovieron el es fuerzo creador y el consiguiente florecimiento de la ciencia sagrada.
[22] AMBROSIO, San: La serie de los grandes Padres occidentales se abre propiamente con San Ambrosio, gobernador primero y luego obispo de Milán (333-397). San Ambrosio fue, sin duda, uno de los hombres más influyentes de su época, que vivió en el epicentro mismo de la historia de aquel tiempo y actuó como protagonista en varios episodios trascendentales. Por eso su importancia deriva, mucho más que de los escritos, de su personalidad y de sus obras memorables. Ambrosio influyó poderosamente en la conversión de San Agustín, y en las difíciles circunstancias por las que atravesaba el Imperio Romano le tocó respaldar con su ayuda y su consejo a varios emperadores; a Graciano, que le veneraba como a un padre; a Valentiniano II, asesinado a los veinte años, cuyas exequias celebró en 392; a Teodosio, a quien tuvo que excomulgar por un pecado de gobernante, la matanza de Tesalónica, pero que fue su amigo y a cuya muerte pronunció la oración fúnebre. El prestigio de San Ambrosio fue tanto que trascendió hasta lejanas iglesias y se comunicó a su propia sede de Milán -la iglesia ambrosiana-, que alcanzó una posición de preponderancia en toda la Italia del norte.
[23] CONFESORES DE LA FE: En los siglos III y IV, a raíz de las grandes persecuciones, se generalizó en la Iglesia un tipo de cristiano -igual podía ser clérigo que laico-, el cual, sin integrarse en cuanto tal en la Jerarquía, gozaba de una destacada posición dentro de su comunidad: se trata del «confesor de la fe». Los «confesores» habían permanecido firmes en medio de las pruebas, proclamando sin flaqueza su fidelidad a Jesucristo. Habían «confesado» su fe como los mártires, pero, a diferencia de éstos, no habían muerto, padecieron prisiones y destierros, mas cuando pasó el huracán de la persecución recobraron la libertad y pudieron retornar a sus iglesias. Los «confesores» fueron entonces mirados con singular admiración por los demás cristianos y gozaron a sus ojos de gran prestigio. Los lapsi, tan numerosos en la persecución de Decio y que por su pecado habían quedado excluidos de la comunión eclesiástica, al volver tiempos más tranquilos consideraron la intercesión de los «confesores» como la mejor credencial para ser de nuevo reintegrados a la Iglesia. Se llamó «carta de paz» al documento extendido por un «confesor» en favor de algún cristiano «caído». Los «confesores» desaparecieron en el siglo IV, al finalizar la era de las persecuciones.
[24] De Fide ad Gratianum Augustum, lib. 11, cap. 16, 141: ML 16, 613
[25]De Fide ad Gratianum Augustum, lib. 111, cap. 15, 128: ML 16, 639-640.
[26] En los libros de Esdras (25.31-38; 37,17-23) y de Zacarías (4.2-3) se menciona el candelabro de los siete brazos, que aún hoy día es un elemento en la liturgia judía. En la Iglesia, el candelabro de siete brazos ha sido considerado con frecuencia como símbolo del Espíritu Santo con sus siete dones; puede verse: SAN JERÓNIMO: In Zazhariam, lib. 1, cap. 4: ML 25, 1442. BEDA EL VENERABLE: In Pentateuchum, Ex 25: ML 91. 323. RABANO MAURO: In Exodum, lib. III, cap. 12: ML 108, 154.
[27] Agripino fue Obispo de Cartago en los comienzos del siglo III. Se pensaba también que los herejes, en cuanto que están fuera de la Iglesia, no poseían el Espíritu Santo y, por consiguiente, no podían administrar válidamente los Sacramentos. San Agustín demostró teológicamente que la validez de los Sacramentos no depende de la santidad de los ministros, porque es Cristo quien actúa en ellos.
[28] El Papa San Esteban excomulgó a San Cipriano y a todos los Obispos africanos que afirmaban que había que volver a bautizar a los que provenían de la herejía. San Cipriano defendía su postura de buena fe, creyendo que la tradición estaba de su  parte. Se levantó una dura polémica, hasta que prevaleció la palabra del Papa. San Esteban y San Cipriano murieron már tires en los años 257 y 258 respectivamente, en la persecución llevada a cabo por el emperador Valeriano.
[29] Se refiere San Vicente de Lerins al concilio que Agripino convocó en Cartago, en el que tomaron parte setenta obispos y en el que decidieron rebautizar a los herejes.
[30] SAN AGUSTÍN, en De unico baptismo contra Petilianum, capítulo 13; ML 43, 607, se expresa de esta manera dura, contra los donatistas, que continuaron bautizando incluso a los católicos que se les sumaban: «En lo que a mí respecta, diré con pocas palabras lo que pienso de esta cuestión: que aquellos rebautizaran a los herejes fue un error humano; pero que éstos continúen todavía hoy re bautizando a los católicos es una presunción diabólica».
[31][xxxi] Cfr. Gén 9, 20-27. SAN GREGORIO MAGNO, en Moralium, libro 25, cap. 16, 37: ML 76, 345-345, utiliza el mismo pasaje de la Biblia para advertir a los súbditos que no pongan en evidencia las debilidades de los superiores, pues esto podría llevar a que los más débiles acabasen faltando al respeto que la autor dad siempre merece; hay formas de hacer ver los errores, incluso a los superiores, teniendo en cuenta la delicadeza y la discreción. En el Evangelio, el Señor nos habla de la delicada corrección fraterna: Mt 18, 15. Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, las referencias a la corrección fraterna son abundantes: Cfr. p. e., Salm 40, 5; Prov 19, 25; Ecli 11. 7; 19,13-17; 2 Tes 3, 15. - 
[32] Cr. Gal 1,6-7.
[33] Cfr. 2 Tim 4, 3-4.
[34] Cfr. 1 Tim 5, 12.
[35] Rom 16, 17-18.
[36] Cfr. 2 Tim 3,6-7.
[37] Cfr. Tit 1, 10-11.
[38] Cfr. 2 Tim 3,8.
[39] Cfr. 1 Tim 6, 4-5.
[40] Cfr. 1 Tim 5, 13. 
[41] Cfr. 1 Tim 1, 19.
[42] Cfr. 2 Tim 2, 16-17.
[43] 2 Tim 3, 9. San Pablo compara a estos frívolos y defensa dados hombres con los magos egipcios que se opusieron a Moisés (Ex 7, 11), cuyos nombres nos ha legado la tradición judía, aunque no constan en la Escritura
[44] Gal, 8.
[45] Gál 1, 9.
[46] Gál 5, 25-26.
[47] Gál 5, 16.
[48] Cfr. 1 Cor 13, 2.
[49] 32 Cfr. Dt 13, 2.
[50] Dt. 13, 1-3.
[51] VALENTÍN: Valentín, nacido en Egipto, comenzó su Magisterio en Alejandría hacia el año 135, pero luego marchó a Roma y allí pasó largo tiempo haciendo propaganda gnóstica en la comunidad cristiana y logran do reunir cierto número de prosélitos. Su doctrina afirmaba que Jesucristo no era un hombre verdadero, sino un ser divino -un león procedente del Ple roma- que al entrar en el mundo había tomado un cuerpo aparente -docetismo-, como aparente fue su nacimiento, pasión y muerte. La salvación individual consistiría en dejarse iluminar por la verdadera gnosis que el Redentor había traído al mundo. Si el hombre se dejaba vivificar por ella -afirmaba Valentín-, la parte espiritual que hay en él -y todo lo pneumático existente en el mundo- se salvará en el último día, uniéndose de nuevo con la luz en el Pleroma divino.
[52] El autor habla de Patino y de Apolinar en el apartado siguiente. Para Valentino y Donato, ver el «Breve léxico de conceptos y nombres», al final de la presente edición. 
[53] PORFIRIO: Filósofo neoplatónico (232-305), discípulo de Platino, escribió hacia el año 270 quince libros titulados Contra los cristianos. San Metodio fue el primero que refutó estos escritos con su obra Libros contra Porfirio, que San Jerónimo cita con frecuencia alabándolos mucho, pero esta obra se ha perdido. 
[54] Cfr. Rom. 7, 13.
[55] PERSONA: Ver Unión Hipostática.
[56] SUSTANCIA: Ver Unión hipostática.
[57] NATURALEZA: Ver Unión hipostática.
[58] UNIÓN HIPOSTÁTICA: El Magisterio de la Iglesia, al proponemos el dogma de la Santísima Trinidad, emplea los conceptos filosóficos de esencia, naturaleza, sustancia, hipóstasis y persona. Los conceptos de esencia, naturaleza y sustancia designan la esencia física de Dios, común a las tres divinas Personas, es decir, todo el conjunto de perfecciones de la esencia divina. Hipóstasis es una sustancia individual, completa, totalmente subsistente en sí. Persona es una hipóstasis racional. La hipóstasis y la naturaleza están subordinadas recíprocamente, de forma que la hipóstasis es la portadora de la naturaleza y el sujeto último de todo el ser y de todas sus operaciones, y la naturaleza es aquello mediante lo cual la hipóstasis es y obra. En virtud de la unión hipostática, Cristo participa de las prerrogativas divinas y de las propiedades que pertenecen a la naturaleza humana. En el plano lógico esta unión se traduce en una recíproca predicación de las propiedades humanas y divinas, no en una atribución directa de naturaleza a naturaleza, sino de las propiedades de cada naturaleza a la única Persona del Verbo subsistente en Jesucristo como Dios y como hombre. 
[59] El texto latino dice: In Trinitate alius, non aliud atque aliud; in Salvatore aliud atque aliud, non alius atque alius. Se comprende mejor esta frase si se advierte que alius indica la persona, y aliud indica la naturaleza. En la Trinidad hay dife rentes alius, es decir, .personas», y un único aliud, o sea, una maturaleza»; en Cristo hay un solo alius, persona», la del Verbo eterno de Dios, y dos aliud, naturalezas, la divina y la humana. Por lo demás, se puede advertir cómo San Vicente de lerins sigue en su exposición la pauta del Quicumque o Símbolo Atanasiano, hasta el punto de que se ha afirmado que no sería San Atanasio el autor de este Símbolo, sino el mismo San Vicente.
[60] Cfr. Símbolo Atanasiano, 35; esta comparación, aunque sir va para dar una idea de cómo en una sola persona se unen dos sustancias distintas, no es totalmente correcta, porque alma y cuerpo no son naturalezas completas, mientras que la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo sí lo son.
[61] TERTULIANO ya había hablado claramente de dos naturalezas en Cristo, unidas sin confusión en una sola persona, Jesús, Dios y hombre: Adversus Praxeam, 27: ML 2, 213-216. SAN LEÓN. MAGNO dice lo mismo en el Tomo a Flaviano, Epist. 28: ML 54, 755-781; el CONCILIO DE CALEDONIA (a. 451) formula dogmáticamente esta verdad. 
[62] No es exacto que este error fuera el propio de los arrianos; éstos afirmaban que el Hijo era inferior al Padre. San Vicente de Lerins debería referirse aquí a los monofisitas, que decían que la naturaleza humana de Cristo se había transformado o había sido absorbida en la naturaleza divina. 
[62] MANIQUEA: Ver Maniqueismo. (MANIQUEÍSMO: Las doctrinas gnósticas ejercieron una sensible influencia sobre otro movimiento religioso, que adquirió notable importancia en la segunda mitad del siglo III: el Maniqueísmo. Manes, su fundador, había nacido en Persia a principios de ese siglo y llevó las teorías dualistas hasta su formulación más extrema, inspirado en el dualismo radical de la religión irania. La cosmognía de Manes es dualista desde el primer origen: dos principios, el del bien y el del mal; dos reinos, el del Dios de la luz y el del señor de las tinieblas, coexistirían desde toda la eternidad y se opondrían entre sí perpetuamente. Hoy suele considerarse el Maniqueísmo no como una herejía, sino como un movimiento religioso ajeno al Cristianismo, pese a que Manes se titulaba a sí mismo «apóstol de Jesucristo». Pero los antiguos historiadores eclesiásticos catalogaban a Manes entre los heterodoxos cristianos. En cualquier caso, el Maniqueísmo se hallaba en las lindes mismas del Cristianismo, y San Agustín fue durante algún tiempo captado por su doctrina. Mas, sobre todo, conviene recordar que elementos gnósticos y maniqueos alimentaron a la par una especie de oculta corriente, que discurrió durante muchos siglos por el subsuelo de la sociedad cristiana. 
[64] UNICIDAD DE PERSONA: Ver Unión hipostática.
[65] Ver en el .Breve léxico de conceptos y nombres.: Unión hipostática.
[66] Cfr. In 3, 13. 
[67] Cf 1 Cor, 2, 8.  
[68] Cfr. In 1, 14. 
[69] Cfr. Salm 21, 17.

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