LIBRO NOVENO
CAPÍTULO I
1. ¡Oh Señor!, siervo tuyo
soy e hijo de tu sierva. Rompiste mis ataduras, yo te sacrificaré una hostia de
alabanza. Alábete mi corazón y mi lengua y que todos mis huesos digan: Señor,
¿quién semejante a ti? Díganlo, y que tú respondas y digas a mi alma: Yo soy tu
salud.
¿Quién fui yo y qué tal fui?
¡Qué no hubo de malo en mis obras, o si no en mis obras, en mis palabras, o si
no en mis palabras, en mis deseos! Mas tú, Señor, te mostrate bueno y
misericordioso, poniendo los ojos en la profundidad de mi muerte y agotando con
tu diestra el abismo de corrupción del fondo de mi alma. Todo ello consistía en
no querer lo que yo quería y en querer lo que tú querías.
Pero ¿dónde estaba durante
aquellos años mi libre albedrío y de qué bajo y profundo arcano no fue en un
momento evocado para que yo sujetase la cerviz a tu yugo suave y el hombro a tu
carga ligera, ¡oh Cristo Jesús!, ayudador mío y redentor mío? ¡Oh, qué dulce
fue para mí carecer de repente de las dulzuras de aquellas bagatelas, las cuales
cuanto temía entonces perderlas, tanto gustaba ahora de dejarlas! Porque tú las
arrojabas de mí, ¡oh verdadera y sana dulzura!, tú las arrojabas, y en su lugar
entrabas tú, más dulce que todo deleite, aunque no a la carne y a la sangre; más
claro que toda luz, pero al mismo tiempo más interior que todo secreto; más
sublime que todos los honores, aunque no para los que se subliman sobre sí.
Libre estaba ya mi alma de
los devoradores cuidados del ambicionar, adquirir y revolcarse en el cieno de
los placeres y rascarse la sarna de sus apetitos carnales, y hablaba mucho ante
ti, ¡oh Dios y Señor mío!, claridad mía, riqueza mía y salud mía.
CAPITULO II
2. Y me agradó en presencia
tuya no romper tumultuosamente, sino substraer suavemente del mercado de la
charlatanería el ministerio de mi lengua, para que en adelante los jóvenes que
meditan no tu ley ni tu paz, sino engañosas locuras y contiendas forenses, no
comprasen de mi boca armas para su locura. Y como casualmente faltaban
poquísimos días para las vacaciones vendimiales, decidí aguantarlos para
retirarme como de costumbre y, redimido por ti, no volver ya más a venderme.
Esta mi determinación era
conocida de ti; de los hombres, sólo lo era de los míos. Y aun se había
convenido entre nosotros no descubrirlo fácilmente a cualquiera, aunque ya tú a
los que subíamos del valle de las lágrimas y cantábamos el cántico de los
grados nos habías proveído de agudas saetas y carbones devastadores contra la
lengua dolosa, que contradice aconsejando y consume amando, como sucede con la
comida.
3. Asaeteado habías tú
nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en nuestras
entrañas; y los ejemplos de tus siervos, que de negros habías vuelto
resplandecientes y de muertos vivos, recogidos en el seno de nuestro
pensamiento, abrasaban y consumían nuestro grave torpor, para que no volviésemos
atrás, y encendíannos fuertemente para que el viento de la contradicción de las
lenguas dolosas no nos apagase, antes nos inflamase más ardientemente.
Sin embargo, como por causa
de tu nombre, que has santificado en toda la tierra, había de tener también sus
panegiristas nuestra decisión y propósito, parecía algo de jactancia no aguardar
al tiempo tan cercano de las vacaciones, retirándome anticipadamente de aquella
profesión pública y tan a la vista de todos, para que, ocupadas de mi resolución
las lenguas de cuantos me vieran, dijesen muchas cosas de mí y que había querido
adelantarme al día tan vecino de las vacaciones de las vendimias, como si
quisiera pasar por un gran personaje. Y ¿qué bien me iba a mí en que se pensase
y discutiese sobre mis intenciones y se blasfemase de nuestro bien?
4. Así que cuando en este
mismo verano, debido al excesivo trabajo literario, había empezado a resentirse
mi pulmón y a respirar con dificultad, acusando los dolores de pecho que estaba
herido y a negárseme a emitir una voz clara y prolongada, me turbó algo al
principio, por obligarme a dejar la carga de aquel magisterio casi por necesidad
o, en caso de querer curar y convalecer, interrumpirlo ciertamente; mas cuando
nació en mí y se afirmó la voluntad plena de vacar y ver que tú eres el Señor,
tú lo sabes, Dios mío, que hasta llegué a alegrarme de que se me hubiera
presentado esta excusa, no falsa, que templase el sentimiento de los hombres,
que por causa de sus hijos no querían verme nunca libre.
Lleno, pues, de tal gozo,
toleraba aquel lapso de tiempo hasta que terminase-no sé si eran unos veinte
días-; y tolerábalo ya con gran trabajo, porque se había ido la ambición que
solía llevar conmigo este pesado oficio y me había quedado yo solo; por lo que
hubiera sucumbido de no haber sucedido en lugar de aquélla la paciencia.
Tal vez dirá alguno de tus
siervos, mis hermanos, que pequé en esto, porque, estando ya con el corazón
lleno de deseos de servirte, sufrí estar una hora más siquiera sentado en la
cátedra de la mentira. No porfiaré con ellos. Pero tú, Señor misericordiosísimo,
¿acaso no me has perdonado y remitido también este pecado con todos los demás,
horrendos y mortales, en el agua santa del bautismo?
CAPITULO III
5. Angustiábase de pena
Verecundo por este nuestro bien, porque veía que iba a tener que abandonar
nuestra compañía a causa de los vínculos [matrimoniales] que le aprisionaban
tenacísimamente. Aunque no cristiano, estaba casado con una mujer creyente; mas
precisamente en ella hallaba el mayor obstáculo que le retraía de entrar en la
senda que habíamos emprendido nosotros, pues no quería ser cristiano, decía, de
otro modo de aquel que le era imposible.
Generosísimamente, sin
embargo, nos ofreció, para cuanto tiempo estuviésemos allí que viviésemos en su
finca. Tú, Señor, le retribuirás el día de la retribución de los justos con la
gracia que ya le concediste. Porque estando nosotros ausentes, ya en Roma,
atacado de una enfermedad corporal y hecho en ella cristiano y creyente, salió
de esta vida. De este modo tuviste misericordia no sólo de él, sino también de
nosotros para que, cuando pensásemos en el gran rasgo de generosidad que tuvo
con nosotros este amigo, no nos viésemos traspasados de un insufrible dolor por
no poder contarle entre los de tu grey.
Gracias te sean dadas, ¡oh
Dios nuestro! Tuyos somos; tus exhortaciones y consuelos lo indican. ¡Oh fiel
cumplidor de tus promesas!, da a Verecundo en pago de la estancia de su quinta
de Casiciaco , en la que descansamos en ti de las congojas del siglo, la
amenidad de tu paraíso eternamente verde, porque le perdonaste los pecados sobre
la tierra en el monte de quesos, monte tuyo, monte fértil.
6. Angustiábase entonces,
como digo, éste, mas alegrábase Nebridio con nosotros. Porque, aunque también
éste -no siendo aún cristiano- había caído en el hoyo del perniciosísimo error
de creer fantástica la carne de la Verdad, tu Hijo, ya, sin embargo, había
salido de él, aunque permanecía sin imbuirse en ninguno de los sacramentos de tu
Iglesia, bien que investigador ardentísimo de la verdad.
No mucho después de
nuestra
conversión y regeneración por tu bautismo, hízose al fin católico fiel,
sirviéndote a ti junto a los suyos en África en castidad y continencia
perfectas; y después de haberse convertido a la fe cristiana por su
medio toda
su casa, librástele de los lazos de la carne, viviendo ahora en el seno
de
Abraham, sea lo que fuere lo que por dicho seno se significa. Allí vive
mi Nebridio, dulce amigo mío y, de liberto, hijo adoptivo tuyo. Allí
vive -porque
¿qué otro lugar convenía a un alma tal?-, allí vive, de donde solía
preguntarme
muchas cosas a mí, hombrecillo inexperto. Ya no aplica su oído a mi
boca, sino
que pone su boca espiritual a tu fuente y bebe cuanto puede de la
sabiduría
según su avidez, sin término feliz. Mas no creo que así se embriague de
ella que
se olvide de mí, cuando tú, Señor, que eres su bebida, te acuerdas de
nosotros.
Así, pues, nos hallábamos,
por una parte, consolando a Verecundo, que, sin daño de la amistad, se sentía
triste de aquella nuestra conversión, exhortándole a la fe en su estado, esto
es, en su vida conyugal; por otra, esperando a Nebridio a ver si nos seguía, que
tan fácilmente lo podía y estaba ya casi a punto de hacerlo, cuando he aquí que
por fin transcurrieron aquellos días, que me parecieron muchos y largos por el
deseo de una libertad desocupada, para cantarte a ti de la medula de mis huesos:
A ti dijo mi corazón: Busqué tu rostro, tu rostro, Señor, buscaré.
CAPITULO IV
7. Por fin llegó el día en
que debía ser absuelto de hecho de la profesión de retórico, de la que ya estaba
suelto con el afecto; y así se hizo. Tú sacaste mi lengua de donde habías ya
sacado mi corazón. Y bendecíate con gozo, con todos los míos, camino de la
quinta de Verecundo; en donde qué fue lo que hice en el terreno de las letras,
puestas ya a tu servicio, pero aún respirando, como en una pausa, la soberbia de
la escuela, lo testifican los libros que discutí con los presentes y conmigo
mismo a solas en tu presencia; de lo que traté con Nebridio, ausente, claramente
lo indican las cartas habidas con él.
Pero ¿qué espacio de tiempo
no necesitaría para recordar todos tus grandes beneficios para con nosotros en
aquel tiempo, sobre todo teniendo prisa por llegar a otros mayores? Porque
viéneme a la memoria -y me es dulce confesártelo, Señor- el recuerdo de los
estímulos internos con que me domaste, y el modo como allanaste -humillados
repetidas veces los montes y collados de mis pensamientos-, y cómo enderezaste
mis sendas tortuosas y suavizaste mis esperanzas, así como también el modo como
sometiste al mismo Alipio -el hermano de mi corazón- al nombre de tu Unigénito,
Jesucristo, Señor y Salvador nuestro; el cual [Alipio] en un principio se
desdeñaba de insertarlo en nuestros escritos, porque quería que oliesen más a
los cedros de los gimnasios, que había ya quebrantado el Señor, que no a las
saludables hierbas eclesiásticas, enemigas de las serpientes.
8. ¡Qué voces te di, Dios
mío, cuando, todavía novicio en tu verdadero amor y siendo catecúmeno, leía
descansado en la quinta los salmos de David-cánticos de fe, sonidos de piedad,
que excluyen todo espíritu hinchado -en compañía de Alipio, también catecúmeno,
y de mi madre, que se nos había juntado con traje de mujer, fe de varón,
seguridad de anciana, caridad de madre y piedad cristiana! ¡Qué voces, sí, te
daba en aquellos salmos y cómo me inflamaba en ti con ellos y me encendía en
deseos de recitarlos, si me fuera posible, al mundo entero, contra la soberbia
del género humano! Aunque cierto es ya que en todo el mundo se cantan y que no
hay nadie que se esconda de tu calor.
¡Con qué vehemente y agudo
dolor me indignaba también contra los maniqueos, a los que compadecía
grandemente, por ignorar aquellos sacramentos, aquellos medicamentos, y
ensañarse contra el antídoto que podía sanarlos! Quisiera que hubiesen estado
entonces en un lugar próximo y, sin saber yo que estaban allí, que hubieran
visto mi rostro y oído mis clamores cuando leía el salmo 4 en aquel ocio y los
efectos saludables que en mí obraba este salmo: Cuando yo te invoqué, tú me
escucharte, ¡ oh Dios de mi justicia!, y en la tribulación me dilataste.
Compadécete, Señor, de mí y escucha mi oración. ¡Oyéranme, digo -ignorando yo
que me oían, para que no pensasen que lo decía por ellos-, las cosas que yo dije
entre palabra y palabra; porque realmente ni yo dijera tales cosas, ni las
dijera de este modo, de sentirme visto y escuchado de ellos; ni, aunque las
dijese, serían recibidas así, como hablando yo conmigo mismo y dirigiéndome a mí
en tu presencia en íntima efusión de los afectos de mi alma.
9. Me horroricé de temor y a
la vez me enardecí de esperanza y gozo en tu misericordia, ¡oh Padre! Y todas
estas cosas salíanseme por los ojos y por la voz al leer las palabras que tu
Espíritu bueno, vuelto a nosotros, nos dice: Hijos de los hombres, ¿hasta cuándo
habéis de ser pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la
mentira?
También yo había amado la
vanidad y buscado la mentira. Mas tú, Señor, habías ya glorificado a tu Santo,
resucitándole de entre los muertos y colocándole a tu diestra, desde donde había
de enviar, según su promesa, al Paráclito, el Espíritu de la Verdad. Y
ciertamente ya lo había enviado, mas yo no lo sabía; ya le habías enviado,
porque ya había sido glorificado, resucitando de entre los muertos y subiendo a
los cielos, no habiendo sido antes dado el Espíritu por no haber sido aún
glorificado Jesús.
Clama la profecía: ¿Hasta
cuándo seréis pesados de corazón? ¿Por qué amáis la vanidad y buscáis la
mentira? Mas sabed que el Señor ha glorificado ya a su santo. Clama: Hasta
cuándo, clama: Sabed, y yo, sin saberlo tanto tiempo, amando la vanidad y
buscando la mentira.
Por eso cuando lo oí me
llené de temblor, porque veía que se decía a tales cual yo me reconocía haber
sido; pues en los fantasmas que yo había tomado por la verdad se hallaba la
vanidad y mentira.
Y proferí muchas cosas,
duras y fuertes, en medio del dolor de mi recuerdo, las cuales ojalá hubieran
escuchado los que aún aman la vanidad y buscan la mentira. Porque tal vez se
conturbasen y vomitasen su error y tú les escuchases cuando clamaran a ti,
porque por nosotros murió con muerte verdadera de carne quien interpela ante ti
por nosotros.
10.Leía: Airaos y no queráis
pecar. ¡Y cómo me sentía movido, Dios mío, yo, que había aprendido ya a
airarme por las cosas pasadas, para no pecar más en adelante, y a airarme
justamente, porque no era una naturaleza extraña, procedente de la gente de las
tinieblas, la que en mí pecaba, como dicen los que no se aíran contra sí y
atesoran ira para sí en el día de la ira y de la revelación del justo juicio de
Dios.
Ni mis bienes eran ya
exteriores, ni los buscaba a la luz de este sol con ojos carnales, porque los
que quieren gozar externamente, fácilmente se hacen vanos y se desparraman por
las cosas que se ven y son temporales y van con pensamiento famélico lamiendo
sus imágenes. Pero ¡oh si se fatigasen de inedia y dijeran: ¿Quién nos mostrará
las cosas buenas?, y nosotros les dijésemos y ellos nos oyeran: ¡Ha sido impresa
sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor! Porque no somos nosotros la luz que
ilumina a todo hombre, sino que somos iluminados por ti, a fin de que los que
fuimos algún tiempo tinieblas seamos luz en ti.
¡Oh si viesen ellos aquella
luz interna eterna que yo había visto! Y porque la había gustado, bramaba por no
poder mostrársela si me presentaran su corazón en sus ojos, fuera de ti, y me
dijesen: "¿Quién nos mostrará las cosas buenas?" Porque allí en donde yo me
había airado interiormente, en mi corazón; donde yo había sentido la compunción
y había sacrificado, dando muerte, a mi vetustez; donde, incoada la idea de mi
renovación, confiaba en ti, allí me habías empezado a ser dulce y a dar alegría
a mi corazón. Y clamaba leyendo estas cosas exteriormente y reconociéndolas
interiormente; ni deseaba ya multiplicarme en bienes terrenos, devorando los
tiempos y siendo devorado por ellos, teniendo como tenía en la eterna
simplicidad otro trigo, otro vino y otro aceite.
11. Y clamaba en el
siguiente verso con un profundo clamor de mi corazón: ¡Oh en paz!, ¡oh en el
mismo!, ¡oh qué cosa dijo: Me acostaré y dormiré! Porque ¿quién nos resistirá
cuando se cumpla la palabra que está escrita: La muerte ha sido cambiada en
victoria?
Tú eres en sumo grado el
mismo, porque no te mudas y en ti se halla el descanso que pone olvido de todos
los trabajos; porque ningún otro hay contigo aún para alcanzar aquella otra
multitud de cosas que no son lo que tú; mas tú solo, Señor, me has constituido
en esperanza.
Leía yo esto y me inflamaba
y no sabía qué hacer con aquellos sordomuertos, siendo yo de los cuales fui una
peste, un perro rabioso y ciego que ladraba contra aquellas letras, melifluas
por su miel de cielo y luminosas por tu luz, y me consumía contra los enemigos
de estas Escrituras.
12. ¿Cuándo podré yo
recordar todas las cosas que pensé en aquellos días de retiro? Pero lo que no he
olvidado, ni quiero pasar en silencio, es la aspereza de un azote tuyo y la
admirable celeridad de tu misericordia.
Atormentásteme entonces con
un dolor de muelas, y como arreciase tanto que no me dejase hablar, se me vino a
la mente avisar a todos los míos, presentes, que orasen por mí ante ti, ¡oh Dios
de toda salud! Escribí mi deseo en unas tablillas de cera y las di para que las
leyeran. Luego, apenas doblamos la rodilla con suplicante afecto, huyó aquel
dolor. ¡Y qué dolor! ¡Y cómo huyó! Llenéme de espanto, lo confieso, Dios mío y
Señor mío. Nunca desde mi primera edad había experimentado cosa semejante.
De este modo insinuaste en
lo más profundo de mí tus voluntades, y yo, gozoso en la fe, alabé tu nombre.
Sin embargo, esta fe no me dejaba vivir tranquilo sobre mis pasados pecados, que
todavía no me habían sido perdonados por no haber recibido aún tu bautismo.
CAPITULO V
13. Terminadas las
vacaciones vendimiales, anuncié a los milaneses de que proveyesen a sus
estudiantes de otro vendedor de palabras, porque, por una parte, había
determinado consagrarme a tu servicio, y por otra, no podía atender a aquella
profesión por la dificultad de la respiración y el dolor de pecho.
También insinué por escrito
a tu obispo y santo varón Ambrosio mis antiguos errores y mi actual propósito, a
fin de que me indicase qué era lo que principalmente debía leer de tus libros
para prepararme y disponerme mejor a recibir tan grande gracia.
El me mandó que al profeta
Isaías; creo que porque éste anuncia más claramente que los demás el Evangelio y
vocación de los gentiles. Sin embargo, no habiendo entendido lo primero que leí
y juzgando que todo lo demás sería lo mismo, lo dejé para volver a él cuando
estuviese más ejercitado en el lenguaje divino.
CAPITULO VI
14. Así que cuando llegó el
tiempo en que debíamos "dar el nombre", dejando la quinta, retornamos a Milán.
Plugo también a Alipio
renacer en ti conmigo, revestido ya de la humildad conveniente a tus
sacramentos, y tan fortísimo domador de su cuerpo, que se atrevió, sin tener
costumbre de ello, a andar con los pies descalzos sobre el suelo glacial de
Italia.
Asociamos también con
nosotros al niño Adeodato, nacido carnalmente de mi pecado. Tú, sin embargo, le
habías hecho bien. Tenía unos quince años; mas por su ingenio iba delante de
muchos graves y doctos varones. Dones tuyos eran éstos, te lo confieso, Señor y
Dios mío, creador de todas las cosas y muy poderoso para dar forma a todas
nuestras deformidades, pues yo en este niño no tenía otra cosa que el delito.
Porque aun aquello mismo en que le instruíamos en tu disciplina, tú eras quien
nos lo inspirabas, no ningún otro; dones tuyos, pues, eran, te lo confieso.
Hay un libro nuestro que se
intitula Del Maestro: él es quien habla allí conmigo. Tú sabes que son suyos los
conceptos todos que allí se insertan en la persona de mi interlocutor, siendo de
edad de dieciséis años. Muchas otras cosas suyas maravillosas experimenté yo;
espantado me tenía aquel ingenio. Mas ¿quién fuera de ti podía ser autor de
tales maravillas? Pronto le arrebataste de la tierra; con toda tranquilidad lo
recuerdo ahora, no temiendo absolutamente nada por un hombre tal, ni en su
puericia ni en su adolescencia. Asociámosle coevo en tu gracia, para educarle en
tu disciplina; y así fuimos bautizados, y huyó de nosotros el cuidado en que
estábamos por nuestra vida pasada.
Yo no me hartaba en aquellos
días, por la dulzura admirable que sentía, de considerar la profundidad de tu
consejo sobre la salud del género humano. ¡Cuánto lloré con tus himnos y tus
cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente
cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi
corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas,
y me iba bien con ellas.
CAPITULO VII
15. No hacía mucho que la
iglesia de Milán había empezado a celebrar este género de consolación y
exhortación, con gran entusiasmo de los hermanos, que los cantaban con la boca y
el corazón. Es a saber: desde hacía un año o poco más, cuando Justina, madre del
emperador Valentiniano, todavía niño, persiguió, por causa de su herejía -a 1a
que había sido inducida por los arrianos-, a tu varón Ambrosio. Velaba la
piadosa plebe en la iglesia, dispuesta a morir con su Obispo, tu siervo.
Allí se hallaba mi madre, tu
sierva, la primera en solicitud y en las vigilias, que no vivía sino para la
oración. Nosotros, todavía fríos, sin el calor de tu Espíritu, nos sentíamos
conmovidos, sin embargo, por la ciudad, atónita y turbada.
Entonces fue cuando se
instituyó que se cantasen himnos y salmos, según la costumbre oriental, para que
el pueblo no se consumiese del tedio de la tristeza. Desde ese día se ha
conservado hasta el presente, siendo ya imitada por muchas, casi por todas tus
iglesias, en las demás regiones del orbe.
16. Entonces fue cuando por
medio de una visión descubriste al susodicho Obispo el lugar en que yacían
ocultos los cuerpos de San Gervasio y San Protasio, que tú habías conservado
incorruptos en el tesoro de tu misterio tantos años, a fin de sacarlos
oportunamente para reprimir una rabia femenina y además regia.
Porque habiendo sido
descubiertos y desenterrados, al ser trasladados con la pompa conveniente a la
basílica ambrosiana, no sólo quedaban sanos los atormentados por los espíritus
inmundos, confesándolo los mismos demonios, sino también un ciudadano, ciego
hacía muchos años y muy conocido en la ciudad, quien, como preguntara la causa
de aquel alegre alboroto del pueblo y se lo indicasen, dio un salto y rogó a su
lazarillo que le condujera al lugar; llegado allí, suplicó se le concediese
tocar con el pañuelo el féretro de tus santos, cuya muerte había sido preciosa
en tu presencia. Hecho esto, y aplicado después a los ojos, recobró al
instante la visita.
Al punto corrió la fama del
hecho, y al punto sonaron tus alabanzas, fervientes y luminosas, con lo que si
el ánimo de aquella adversaria no se acercó a la salud de la fe, se reprimió al
menos en su furor de persecución.
¡Gracias te sean dadas, Dios
mío! Pero ¿de dónde y por dónde has traído a mi memoria para que también te
confiese estas cosas que, aunque grandes, las había olvidado, pasándolas de
largo?
Y, sin embargo, con exhalar
entonces de ese modo un olor tal tus ungüentos, no corríamos tras de ti. Por
eso lloraba tan abundantemente en medio de los cánticos de tus himnos: al
principio suspirando por ti y luego respirando, cuanto lo sufre el aire en una
"casa de heno".
CAPITULO VIII
17. Tú, que haces morar en
una misma casa a los de un solo corazón, nos asociaste también a Evodio,
joven de nuestro municipio, quien, militando como "agente de negocios", se había
antes que nosotros convertido a ti y bautizado y, abandonada la milicia del
siglo, se había alistado en la tuya.
Juntos estábamos, y juntos,
pensando vivir en santa concordia, buscábamos el lugar más a propósito para
servirte, y juntos regresábamos al África. Mas he aquí que estando en Ostia
Tiberina murió mi madre.
Muchas cosas paso por alto,
porque voy muy de prisa, Recibe mis confesiones y acciones de gracias, Dios mío,
por las innumerables cosas que paso en silencio. Mas no callaré lo que mi alma
me sugiera de aquella tu sierva que me parió en la carne para que naciera a la
luz temporal y en su corazón a la eterna. No referiré yo sus dones, sino los
tuyos en ella. Porque ni ella se hizo a sí misma ni a sí misma se había educado.
Tú fuiste quien la creaste, pues ni su padre ni su madre sabían cómo saldría de
ellos; la Vara de tu Cristo, el régimen de tu Único fue quien la instruyó en tu
temor en una casa creyente, miembro bueno de tu Iglesia.
Ni aun ella misma ensalzaba
tanto la diligencia de su madre en educarla cuanto la de una decrépita
sirvienta, que había llevado a su padre siendo niño a la espalda, al modo como
suelen hoy llevarlos las muchachas ya mayores a la espalda.
Por esta razón, y por su
ancianidad y óptimas costumbres, era muy honrada de los señores en aquella
cristiana casa, razón por la cual tenía ella misma mucho cuidado de las
señoritas hijas que le habían encomendado, siendo en reprimirlas, cuando era
menester, vehemente con santa severidad y muy prudente en enseñarlas. Porque
fuera de aquellas horas en que comían muy moderadamente a la mesa de sus padres,
aunque se abrasasen de sed, ni aun agua les dejaba beber, precaviendo con esto
una mala costumbre y añadiendo este saludable aviso: "Ahora bebéis agua porque
no podéis beber vino; mas cuando estéis casadas y seáis dueñas de la bodega y
despensa, no os tirará el agua, pero prevalecerá la costumbre de beber".
Y con este modo de mandar y
la autoridad que tenía para imponerse, refrenaba el apetito en aquella tierna
edad y ajustaba la sed de aquellas niñas a la norma de la honestidad, para que
no les agradase lo que no les convenía.
18. Y, sin embargo, llegó a
filtrarse en ella -según me contaba a mí, su hijo, tu sierva-, llegó a filtrarse
en ella cierta afición al vino. Porque mandándole de costumbre sus padres, como
a joven sobria, sacar vino de la cuba, ella, después de sumergir el vaso por la
parte superior de aquélla, antes de echar el vino en la botella sorbía con la
punta de los labios un poquito, no más por rechazárselo el gusto. Porque no
hacía esto movida del deseo del vino, sino por ciertos excesos desbordantes de
la edad, que saltan en movimientos juguetones, y que en los años pueriles suelen
ser reprimidos con la gravedad de los mayores. De este modo, añadiendo un poco
todos los días a aquel poco cotidiano, vino a caer -porque el que desprecia las
cosas pequeñas, poco a poco viene a caer -en aquella costumbre, hasta llegar a
beber con gusto casi la copa llena.
¿Dónde estaba entonces
aquella sagaz anciana y aquella su severa prohibición? ¿Por ventura valía algo
contra la enfermedad oculta si tu medicina, Señor, no velase sobre nosotros?
Porque aunque ausentes el padre y la madre y las nodrizas, estabas tú presente,
tú, que nos has criado, que nos llamas y que te sirves de nuestros propósitos
para hacernos algún bien para la salud de nuestras almas. ¿Qué fue lo que
entonces hiciste, Dios mío? ¿Con qué la curaste? ¿Con qué la sanaste? ¿No es
cierto que sacaste, según tus secretas providencias, un duro y punzante insulto
de otra alma como un hierro medicinal, con el que de un solo golpe sanaste
aquella postema?
Porque discutiendo cierto
día la criada que solía bajar a la bodega con la señorita, como ocurre con
frecuencia estando las dos solas, le echó en cara este defecto con acerbísimo
insulto, llamándola borrachina. Herida ésta con tal insulto, comprendió la
fealdad de su pecado, y al instante lo condenó y arrojó de sí. Cierto es que
muchas veces los amigos nos pervierten adulando, así como los enemigos nos
corrigen insultando; mas no es el bien que viene por ellos lo que tú retribuyes,
sino la intención con que lo hacen. Porque aquella criada airada lo que
pretendía era afrentar a su señorita, no corregirla; y si lo hizo ocultamente
fue o porque así las sorprendió la circunstancia del lugar y tiempo o porque no
padeciese ella por haberlo descubierto tan tarde. Pero tú, Señor, gobernador de
las cosas del cielo y de la tierra, convirtiendo para tus usos las cosas
profundas del torrente, el flujo de los siglos ordenadamente turbulento, aun con
la insania de una alma sanaste a otra, para que nadie, cuando advierta esto, lo
atribuya a su poder, si por su medio se corrige alguien a quien desea corregir.
CAPITULO IX
19. Así, pues, educada
púdica y sobriamente, y sujeta más por ti a sus padres que por sus padres a ti,
luego que llegó plenamente a la edad núbil fue dada {en matrimonio} a un varón,
a quien sirvió como a señor y se esforzó por ganarle para ti, hablándole de ti
con sus costumbres, con las que la hacías hermosa y reverentemente amable y
admirable ante sus ojos. De tal modo toleró las injurias de sus infidelidades,
que jamás tuvo con él sobre este punto la menor riña, pues esperaba que tu
misericordia vendría sobre él y, creyendo en ti, se haría casto.
Era éste, además, si por una
parte sumamente cariñoso, por otra extremadamente colérico; mas tenía ésta
cuidado de no oponerse a su marido enfadado, no sólo con los hechos, pero ni aun
con la menor palabra; y sólo cuando le veía ya tranquillo y sosegado, y lo
juzgaba oportuno, le daba razón de lo que había hecho, si por casualidad se
había enfadado más de lo justo.
Finalmente, cuando muchas
matronas, que tenían maridos más mansos que ella, traían las rostros afeados con
las señales de los golpes y comenzaban a murmurar de la conducta de ellos en sus
charlas amigables, ésta, achacándolo a su lengua, advertíales seriamente entre
bromas que desde el punto que oyeron leerlas las tablas llamadas matrimoniales
debían haberlas considerado como un documento que las constituía en siervas de
éstos; y así recordando esta su condición, no debían ensoberbecerse contra sus
señores. Y como se admirasen ellas, sabiendo lo feroz que era el marido que
tenía, de que jamás se hubiese oído ni traslucido por ningún indicio que
Patricio maltratase a su mujer, ni siquiera que un día hubiesen estado
desavenidos con alguna discusión, y le pidiesen la razón de ello en el seno de
la familiaridad, enseñábales ella su modo de conducta, que es como dije arriba.
Las que la imitaban experimentaban dichos efectos y le daban las gracias; las
que no la seguían, esclavizadas, eran maltratadas.
20. También a su suegra, al
principio irritada contra ella por los chismes de las malas criadas, logró
vencerla de tal modo con obsequios y continua tolerancia y mansedumbre, que ella
misma espontáneamente manifestó a su hijo qué lenguas chismosas de las criadas
eran las que turbaban la paz doméstica entre ella y su nuera y pidió se las
castigase. Y así, después que él, ya por complacer a la madre, ya por conservar
la disciplina familiar, ya por atender a la armonía de los suyos, castigó con
azotes a las acusadas a voluntad de la acusante, aseguró ésta que tales premios
debían esperar de ella quienes, pretendiendo agradarla, le dijesen algo malo de
su nuera. Y no atreviéndose ya ninguna a ello, vivieron las dos en dulce y
memorable armonía.
21. Igualmente a esta tu
buena sierva, en cuyas entrañas me criaste, ¡oh Dios mío, misericordia mía!,
le habías otorgado este otro gran don: de mostrarse tan pacífica, siempre que
podía, entre almas discordes y disidentes, cualesquiera que ellas fuesen, que
con oír muchas cosas durísimas de una y otra parte, cuales suelen vomitar una
hinchada e indigesta discordia, cuando ante la amiga presente desahoga la
crudeza de sus odios en amarga conversación sobre la enemiga ausente, que no
delataba nada a la una de la otra, sino aquello que podía servir para
reconciliarlas.
Pequeño bien me parecería
éste si una triste experiencia no me hubiera dado a conocer a muchedumbre de
gentes -por haberse extendido muchísimo esta no sé qué horrenda pestilencia de
pecados- que no sólo descubren los dichos de enemigos airados a sus airados
enemigos, sino que añaden, además, cosas que no se han dicho; cuando, al
contrario, a un hombre que es humano deberá parecer poco el no excitar ni
aumentar las enemistades de los hombres hablando mal, si antes no procura
extinguirlas hablando bien.
Tal era aquélla, adoctrinada
por ti, maestro interior, en la escuela de su corazón.
22. Por último, consiguió
también ganar para ti a su marido al fin de su vida, no teniendo que lamentar en
él siendo fiel lo que había tolerado siendo infiel.
Era, además, sierva de tus
siervos, y cualesquiera de ellos que la conocía te alababa, honraba y amaba
mucho en ella, porque advertía tu presencia en su corazón por los frutos de su
santa conversación.
Había sido mujer de un solo
varón, había cumplido con sus padres, había gobernado su casa piadosamente y
tenía el testimonio de las buenas obras, y había nutrido a sus hijos,
pariéndoles tantas veces cuantas les veía apartarse de ti.
Por último, Señor, ya que
por tu gracia nos dejas hablar a tus siervos, de tal manera cuidó de todos
nosotros los que antes de morir ella vivíamos juntos, recibida ya la gracia del
bautismo, como si fuera madre de todos; y de tal modo nos sirvió, como si fuese
hija de cada uno de nosotros.
CAPITULO X
23. Estando ya inminente el
día en que había de salir de esta vida -que tú, Señor, conocías, y nosotros
ignorábamos-, sucedió a lo que yo creo, disponiéndolo tú por tus modos ocultos,
que nos hallásemos solos yo y ella apoyados sobre una ventana, desde donde se
contemplaba un huerto o jardín que había dentro de la casa, allí en Ostia
Tiberina, donde, apartados de las turbas, después de las fatigas de un largo
viaje, cogíamos fuerzas para la navegación.
Allí solos conversábamos
dulcísimamente; y olvidando las cosas pasadas, ocupados en lo por venir,
inquiríamos los dos delante de la verdad presente, que eres tú, cuál sería la
vida eterna de los santos, que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón del
hombre concibió. Abríamos anhelosos la boca de nuestro corazón hacia aquellos
raudales soberanos de tu fuente -de la fuente de vida que está en ti - para
que, rociados según nuestra capacidad, nos formásemos de algún modo idea de cosa
tan grande.
24. Y como llegara nuestro
discurso a la conclusión de que cualquier deleite de los sentidos carnales,
aunque sea el más grande, revestido del mayor esplendor corpóreo, ante el gozo
de aquella vida no sólo no es digno de comparación, pero ni aun de ser mentado,
levantándonos con más ardiente afecto hacia el que es siempre el mismo,
recorrimos gradualmente todos los seres corpóreos, hasta el mismo cielo, desde
donde el sol y la luna envían sus rayos a la tierra.
Y subimos todavía más
arriba, pensando, hablando y admirando tus obras; y llegamos hasta nuestras
almas y las pasamos también, a fin de llegar a la región de la abundancia
indeficiente, en donde tú apacientas a Israel eternamente con el pasto de la
verdad, y es la vida la Sabiduría, por quien todas las cosas existen, así las ya
creadas como las que han de ser, sin que ella lo sea por nadie; siendo ahora
como fue antes y como será siempre, o más bien, sin que haya en ella fue ni
será, sino sólo es, por ser eterna, porque lo que ha sido o será no es eterno.
Y mientras hablábamos y
suspirábamos por ella, llegamos a tocarla un poco con todo el ímpetu de nuestro
corazón; y suspirando y dejando allí prisioneras las primicias de nuestro
espíritu, tornamos al estrépito de nuestra boca, donde tiene principio y fin el
verbo humano, en nada semejante a tu Verbo, Señor nuestro, que permanece en sí
sin envejecerse y renueva todas las cosas.
25. Y decíamos
nosotros: Si
hubiera alguien en quien callase el tumulto de la carne; callasen las
imágenes
de la tierra, del agua y del aire; callasen los mismos cielos y aun el
alma
misma callase y se remontara sobre sí, no pensando en sí; si callasen
los sueños
y revelaciones imaginarias, y, finalmente, si callase por completo toda
lengua,
todo signo y todo cuanto se hace pasando - puesto que todas estas cosas
dicen a
quien les presta oído: No nos hemos hecho a nosotras mismas, sino que
nos ha
hecho el que permanece eternamente -; si, dicho esto, callasen,
dirigiendo el
oído hacia aquel que las ha hecho, y sólo él hablase, no por ellas, sino
por sí
mismo, de modo que oyesen su palabra, no por lengua de carne, ni por voz
de
ángel, ni por sonido de nubes, ni por enigmas de semejanza, sino que le
oyéramos
a él mismo, a quien amamos en estas cosas, a él mismo sin ellas, como al
presente nos elevamos y tocamos rápidamente con el pensamiento la eterna
Sabiduría, que permanece sobre todas las cosas; si, por último, este
estado se
continuase y fuesen alejadas de él las demás visiones de índole muy
inferior, y
esta sola arrebatase, absorbiese y abismase en los gozos más íntimos a
su
contemplador, de modo que fuese la vida sempiterna cual fue este momento
de
intuición por el cual suspiramos, ¿no sería esto el Entra en el gozo de
tu Señor? Mas ¿cuándo será esto? ¿Acaso cuando todos resucitemos, bien
que no todos
seamos inmutados?
26. Tales cosas decía yo,
aunque no de este modo ni con estas palabras. Pero tú sabes, Señor, que en aquel
día, mientras hablábamos de estas cosas -y a medida que hablábamos nos parecía
más vil este mundo con todos sus deleites-, díjome ella: "Hijo, por lo que a mí
toca, nada me deleita ya en esta vida. No sé ya qué hago en ella ni por qué
estoy, aquí, muerta a toda esperanza del siglo. Una sola cosa había por la que
deseaba detenerme un poco en esta vida, y era verte cristiano católico antes de
morir. Superabundantemente me ha concedido esto mi Dios, puesto que, despreciada
la felicidad terrena, te veo siervo suyo. ¿Qué hago, pues, aquí?".
CAPITULO XI
27. No recuerdo yo bien qué
respondí a esto; pero sí que apenas pasados cinco días, o no muchos más, cayó en
cama con fiebres. Y estando enferma tuvo un día un desmayo, quedando por un poco
privada de los sentidos. Acudimos corriendo, mas pronto volvió en sí, y
viéndonos presentes a mí y a mi hermano, díjonos, como quien pregunta algo:
"¿Dónde estaba?" Después, viéndonos atónitos de tristeza, nos dijo: "Enterráis
aquí a vuestra madre". Yo callaba y frenaba el llanto, mas mi hermano dijo no sé
qué palabras, con las que parecía desearle como cosa más feliz morir en la
patria y no en tierras tan lejanas. Al oírlo ella, reprendióle con la mirada,
con rostro afligido por pensar tales cosas; y mirándome después a mí, dijo:
"Enterrad este cuerpo en cualquier parte, ni os preocupe más su cuidado;
solamente os ruego que os acordéis de mí ante el altar del Señor doquiera que os
hallareis". Y habiéndonos explicado esta determinación con las palabras que
pudo, calló, y agravándose la enfermedad, entró en la agonía.
28. Mas yo, ¡oh Dios
invisible!, meditando en los dones que tú infundes en el corazón de tus fieles y
en los frutos admirables que de ellos nacen, me gozaba y te daba gracias
recordando lo que sabía del gran cuidado que había tenido siempre de su
sepulcro, adquirido y preparado junto al cuerpo de su marido. Porque así como
había vivido con él concordísimamente, así quería también -cosa muy propia del
alma humana menos deseosa de las cosas divinas- tener aquella dicha y que los
hombres recordasen cómo después de su viaje transmarino se le había concedido la
gracia de que una misma tierra cubriese el polvo conjunto de ambos cónyuges.
Ignoraba yo también cuándo
esta vanidad había empezado a dejar de ser en su corazón, por la plenitud de tu
bondad; alegrábame, sin embargo, admirando que se me hubiese mostrado así,
aunque ya en aquel nuestro discurso de la ventana me pareció no desear morir en
su patria al decir: "¿Qué hago ya aquí?" También oí después que, estando yo
ausente, como cierto día conversase con unos amigos míos con maternal confianza
sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte, estando ya en Ostia, y
maravillándose ellos de tal fortaleza en una mujer -porque tú se la habías
dado-, le preguntasen si no temería dejar su cuerpo tan lejos de su ciudad,
respondió: "Nada hay lejos para Dios, ni hay que temer que ignore al fin del
mundo el lugar donde estoy para resucitarme"
Así, pues, a los nueve días
de su enfermedad, a los cincuenta y seis años de su edad y treinta y tres de la
mía, fue libertada del cuerpo aquella alma religiosa y pía.
CAPITULO XII
29. Cerraba yo sus ojos, mas
una tristeza inmensa afluía a mi corazón, y ya iba a resolverse en lágrimas,
cuando al punto mis ojos, al violento imperio de mi alma, resorbían su fuente
hasta secarla, padeciendo con tal lucha de modo imponderable. Entonces fue
cuando, al dar el último suspiro, el niño Adeodato rompió a llorar a gritos; mas
reprimido por todos nosotros, calló. De ese modo era también reprimido aquello
que había en mí de pueril, y me provocaba al llanto, con la voz juvenil, la voz
del corazón, y callaba. Porque juzgábamos que no era conveniente celebrar aquel
entierro con quejas lastimeras y gemidos, con los cuales se suele frecuentemente
deplorar la miseria de los que mueren o su total extinción; y ella ni había
muerto miserablemente ni había muerto del todo; de lo cual estábamos nosotros
seguros por el testimonio de sus costumbres, por su fe no fingida y otros
argumentos ciertos.
30.¿Y qué era lo que
interiormente tanto me dolía sino la herida reciente que me había causado el
romperse repentinamente aquella costumbre dulcísima y carísima de vivir juntos?
Cierto es que me llenaba de
satisfacción el testimonio que había dado de mí, cuando en esta su última
enfermedad, como acariciándome por mis atenciones con ella, me llamaba piadoso y
recordaba con gran afecto de cariño no haber oído jamás salir de mi boca la
menor palabra dura o contumeliosa contra ella. Pero ¿qué era, Dios mío, Hacedor
nuestro, este honor que yo le había dado en comparación de lo que ella me había
servido? Por eso, porque me veía abandonado de aquel tan gran consuelo suyo,
sentía el alma herida y despedazada mi vida, que había llegado a formar una sola
con la suya.
31. Reprimido, pues,
que
hubo su llanto el niño, tomó Evodio un salterio y comenzó a cantar
-respondiéndole toda la casa- el salmo Misericordia y justicia te
cantaré, Señor. Enterada la gente de lo que pasaba, acudieron muchos
hermanos y religiosas
mujeres, y mientras los encargados de esto preparaban las cosas de
costumbre
para el entierro, yo, retirado en un lugar adecuado, junto con aquellos
que no
habían creído conveniente dejarme solo, disputaba con ellos sobre cosas
propias
de las circunstancias; y con este lenitivo de la verdad mitigaba mi
tormento,
conocido de ti, pero ignorado de ellos, quienes me oían atentamente y me
creían
sin sentimiento de dolor.
Mas en tus oídos, en donde
ninguno de ellos me oía, increpaba yo la blandura de mi afecto y reprimía aquel
torrente de tristeza, que cedía por algún tiempo, pero que nuevamente me
arrastraba con su ímpetu, aunque no ya hasta derramar lágrimas ni mudar el
semblante; sólo yo sabía lo oprimido que tenía el corazón. Y como me desagradaba
sobremanera que pudiesen tanto en mí estos sucesos humanos, que forzosamente han
de suceder por el orden debido y por la naturaleza de nuestra condición, me
dolía de mi dolor con nuevo dolor y me atormentaba con doble tristeza.
32. Cuando llegó el momento
de levantar el cadáver, acompañámosle y volvimos sin soltar una lágrima. Ni aun
en aquellas oraciones que te hicimos, cuando se ofrecía por ella el sacrificio
de nuestro rescate, puesto ya el cadáver junto al sepulcro antes de ser
depositado, como suele hacerse allí, ni aun en estas oraciones, digo, lloré,
sino que todo el día anduve interiormente muy triste, pidiéndote, como podía,
con la mente turbada, que sanases mi dolor; mas tú no lo hacías, a lo que yo
creo, para que fijase bien en la memoria, aun por sólo este documento, qué
fuerza tiene la costumbre aun en almas que no se alimentan ya de vanas palabras.
Asimismo me pareció bien
tomar un baño, por haber oído decir que el nombre de baño (bálneo, en latín)
venía de los griegos, quienes le llamaron bálanion (= arrojar), por creer que
arrojaba del alma la tristeza. Mas he aquí -lo confieso a tu misericordia, ¡oh
Padre de los huérfanos! que, habiéndome bañado, me hallé después del baño
como antes de bañarme. Porque mi corazón no trasudó ni una gota de la hiel de su
tristeza.
Después me quedé dormido;
desperté, y hallé en gran parte mitigado mi dolor; y estando solo como estaba en
mi lecho, me vinieron a la mente aquellos versos verídicos de tu Ambrosio.
Porque
Tú eres, Dios, criador de
cuanto existe,
del mundo supremo
gobernante,
que el día vistes de luz
brillante,
de grato sueño la noche
triste;
a fin de que a los miembros
rendidos
el descanso al trabajo
prepare,
y las mentes cansadas
repare,
y los pechos de pena
oprimidos.
33. Mas de aquí poco a poco
tornaba al pensamiento de antes, sobre tu sierva y su santa conversación,
piadosa para contigo y santamente blanda y morigerada con nosotros, de la cual
súbitamente me veía privado. Y sentí ganas de llorar en presencia tuya, por
causa de ella y por ella, y por causa mía y por mí. Y solté las riendas. a las
lágrimas, que tenía contenidas, para que corriesen cuanto quisieran,
extendiéndolas yo como un lecho debajo de mi corazón; el cual descansó en ellas,
porque tus oídos eran los que allí me escuchaban, no los de ningún hombre que
orgullosamente pudiera interpretar mi llanto.
Y ahora, Señor, te lo
confieso en estas líneas: léalas quienquiera e interprételas como quisiere; y si
hallare pecado en haber llorado yo a mi madre la exigua parte de una hora, a mi
madre muerta entonces a mis ojos, ella, que me había llorado tantos años para
que yo viviese a los tuyos, no se ría; antes, si es mucha su caridad, llore por
mis pecados delante de ti, Padre de todos los hermanos de tu Cristo.
CAPITULO XIII
34. Mas sanado ya mi corazón
de aquella herida, en la que podía reprocharse lo carnal del afecto, derramo
ante ti, Dios nuestro, otro género de lágrimas muy distintas por aquella tu
sierva: las que brotan del espíritu conmovido a vista de los peligros que rodean
a toda alma que muere en Adán. Porque, aun cuando mi madre, vivificada en
Cristo, primero de romper los lazos de la carne, vivió de tal modo que tu nombre
es alabado en su fe y en sus costumbres, no me atrevo, sin embargo, a decir que,
desde que fue regenerada por ti en el bautismo, no saliese de su boca palabra
alguna contra tu precepto. Porque la Verdad, tu Hijo, tiene dicho: Quien llamare
a su hermano necio será reo del fuego del infierno, y ¡ay de la vida de los
hombres, por laudable que sea, si tú la examinas dejando a un lado la
misericordia! Mas porque sabemos que no escudriñas hasta lo último nuestros
delitos, vehemente y confiadamente esperamos ocupar un lugar contigo. Porque
quien enumera en tu presencia sus verdaderos méritos, ¿qué otra cosa enumera
sino tus dones? ¡Oh si se reconociesen hombres los hombres, y quien se gloría se
gloriase en el Señor!
35. Así, pues,
alabanza mía,
y vida mía, y Dios de mi corazón; dejando a un lado por un momento sus
buenas
acciones, por las cuales gozoso te doy gracias, pídate ahora perdón por
los
pecados de mi madre. Óyeme por la Medicina de nuestras heridas, que
pendió del
leño de la cruz, y sentado ahora a tu diestra, intercede contigo por
nosotros. Yo sé que ella obró misericordia y que perdonó de corazón las
deudas a sus
deudores; perdónale también tú sus deudas, si algunas contrajo durante
tantos
años después de ser bautizada. Perdónala, Señor, perdónala, te suplico, y
no
entres en juicio con ella. Triunfe la misericordia sobre la justicia,
porque tus
palabras son verdaderas y prometiste misericordia a los misericordiosos,
aunque
lo sean porque tú se lo das, tú que tienes compasión de quien la tuviere
y
prestas misericordia a quien fuere misericordioso.
36. Yo bien creo que has
hecho ya con ella lo que te pido; mas deseo aprobéis, Señor, los deseos de mi
boca. Porque estando inminente el día de su muerte, no pensó aquélla en
enterrar su cuerpo con gran pompa o que fuese embalsamado con preciosas
esencias, ni deseó un monumento escogido, ni se cuidó del sepulcro patrio. Nada
de esto nos ordenó, sino únicamente deseó que nos acordásemos de ella ante el
altar del Señor, al cual había servido sin dejar ningún día, sabiendo que en él
es donde se inmola la Víctima santa, con cuya sangre fue borrada la escritura
que había contra nosotros, y vencido el enemigo que cuenta nuestros delitos y
busca de qué acusarnos, no hallando nada en aquel en quien nosotros vencemos.
¿Quién podrá devolverle su
sangre inocente? ¿Quién restituirle el precio con que nos compró, para
arrancarnos de aquél? A este sacramento de nuestro precio ligó tu sierva su alma
con el vínculo de la fe. Nadie la aparte de tu protección. No se interponga, ni
por fuerza ni por insidia, el león o el dragón. Porque no dirá ella que no debe
nada, para ser convencida y presa del astuto acusador, sino que sus deudas le
han sido perdonadas por aquel a quien nadie podrá devolvedle lo que no debiendo
por nosotros dio por nosotros.
37. Sea, pues, en paz con su
marido, antes del cual y después del cual no tuvo otro; a quien sirvió,
ofreciéndote a ti el fruto con paciencia, a fin de lucrarle para ti. Mas
inspira, Señor mío y Dios mío, inspira a tus siervos, mis hermanos; a tus hijos,
mis señores, a quienes sirvo con el corazón, con la palabra y con la pluma, para
que cuantos leyeren estas cosas se acuerden ante tu altar de Mónica, tu sierva,
y de Patricio, en otro tiempo su esposo, por cuya carne me introdujiste en esta
vida no sé cómo. Acuérdense con piadoso afecto de los que fueron mis padres en
esta luz transitoria; mis hermanos, debajo de ti, ¡oh Padre!, en el seno de la
madre Católica, y mis ciudadanos en la Jerusalén eterna, por la que suspira la
peregrinación de tu pueblo desde su salida hasta su regreso, a fin de que lo que
aquélla me pidió en el último instante le sea concedido más abundantemente por
las oraciones de muchos con estas mis Confesiones, que no por mis solas
oraciones.
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