LIBRO SÉPTIMO
CAPITULO I
1. Ya era muerta mi
adolescencia mala y nefanda y entraba en la juventud, siendo cuanto mayor en
edad tanto más torpe en vanidad, hasta el punto de no poder concebir una
sustancia que no fuera tal cual la que se puede percibir por los ojos.
Cierto que no te concebía,
Dios mío, en figura de cuerpo humano desde que comencé a entender algo de la
sabiduría; de esto huí siempre y me alegraba de hallarlo así en la fe de nuestra
Madre espiritual, tu Católica; pero no se me ocurría pensar otra cosa de ti. Y
aunque hombre ¡y tal hombre!, esforzábame por concebirte como el sumo, y el
único, y verdadero Dios; y con toda mi alma te creía incorruptible, inviolable e
inconmutable, porque sin saber de dónde ni cómo, veía claramente y tenía por
cierto que lo corruptible es peor que lo que no lo es, y que lo que puede ser
violado ha de ser pospuesto sin vacilación a lo que no puede serlo, y que lo que
no sufre mutación alguna es mejor que lo que puede sufrirla.
Clamaba violentamente mi
corazón contra todas estas imaginaciones mías y me esforzaba por ahuyentar como
con un golpe de mano aquel enjambre de inmundicia que revoloteaba en torno a mi
mente, y que apenas disperso, en un abrir y cerrar de ojos, volvía a formarse de
nuevo para caer en tropel sobre mi vista y anublarla, a fin de que si no
imaginaba que aquel Ser incorruptible inviolable e inconmutable, que yo prefería
a todo lo corruptible, violable y mudable, tuviera forma de cuerpo humano, me
viera precisado al menos a concebirle como algo corpóreo que se extiende por los
espacios sea infuso en el mundo, sea difuso fuera del mundo y por el infinito.
Porque a cuanto privaba yo de tales espacios parecíame que era nada,
absolutamente nada, ni aun siquiera el vacío, como cuando se quita un cuerpo de
un lugar, que permanece el lugar vacío de todo cuerpo, sea terrestre, húmedo,
aéreo o celeste, pero al fin un lugar vacío, como una nada extendida.
2. Así, pues, "encrasado mi
corazón", y ni aun siquiera a mí mismo transparente, creía que cuanto no se
extendiese por determinados espacios, o no se difundiese, o no se juntase, o no
se hinchase, o no tuviese o no pudiese tener algo de esto, era absolutamente
nada. Porque cuales eran las formas por las que solían andar mis ojos, tales
eran las imágenes por las que marchaba mi espíritu. Ni veía que la misma
facultad con que formaba yo tales imágenes no era algo semejante, no obstante
que no pudiera formarlas si no fuera alguna cosa grande.
Y así, aun a ti, vida de mi
vida, te imaginaba como un Ser grande extendido por los espacios infinitos que
penetraba por todas partes toda la mole del mundo, y fuera de ellas, en todas
las direcciones, la inmensidad sin término; de modo que te poseyera la tierra,
te poseyera el cielo y te poseyeran todas las cosas y todas terminaran en ti,
sin terminar tú en ninguna parte. Sino que, así como el cuerpo del aire-de este
aire que está sobre la tierra-no impide que pase por él la luz del sol,
penetrándolo, no rompiéndolo ni rasgándolo, sino llenándolo totalmente, así
creía yo que no solamente el cuerpo del cielo y del aire, y del mar, sino
también el de la tierra, te dejaban paso y te eran penetrables en todas partes,
grandes y pequeñas, para recibir tu presencia, que con secreta inspiración
gobierna interior y exteriormente todas las cosas que has creado. De este modo
discurría yo por no poder pensar otra cosa; mas ello era falso. Porque si fuera
de ese modo, la parte mayor de la tierra tendría mayor parte de ti, y menor la
menor. Y de tal modo estarían todas las cosas llenas de ti, que el cuerpo del
elefante ocuparía tanto más de tu Ser que el cuerpo del pajarillo, cuanto aquél
es más grande que éste y ocupa un lugar mayor; y así, dividido en partículas,
estarías presente, a las partes grandes del inundo, en partes grandes, y
pequeñas a las pequeñas, lo cual no es así. Pero entonces aún no habías
iluminado mis tinieblas.
CAPITULO II
3. Bastábame, Señor, contra
aquellos engañados engañadores y mudos charlatanes -porque no sonaba en su boca
tu palabra-, bastábame, ciertamente, el argumento que desde antiguo, estando aún
en Cartago, solía proponer Nebridio, y que todos los que le oímos entonces
quedamos impresionados. "¿Qué podía hacer contra ti-decía-aquella no sé qué raza
de tinieblas que los maniqueos suelen oponer como una masa contraria a ti, si tú
no hubieras querido pelear contra ella?" Porque si respondían que te podía dañar
en algo, ya era violable y corruptible; y si decían que no te podía dañar en
nada no había razón para que pelearas, y pelearas de tal suerte que una porción
tuya y miembro tuyo o engendro de tu misma sustancia se mezclase con las
potestades adversas y naturalezas no creada por ti, y quedara corrompida y
deteriorada de tal modo que su felicidad se trocase en miseria y tuviese
necesidad de auxilio par ser libertada y purgada. Y que tal era el alma a la que
vino a socorrer tu Verbo: el libre a la esclava, el puro a la contaminada; y el
íntegro a la corrompida; mas, al fin, también él corruptible por proceder de una
y misma sustancia.
Y así, si decían que tú
(seas lo que seas, esto es, tu sustancia por lo que eres) eras incorruptible,
falsas y execrables eran toda aquellas cosas; y si decían que eras corruptible,
esto mismo era falso y desde la primera palabra abominable.
Bastábame, pues, esto contra
aquéllos para arrojarlos entera mente de mi pecho angustiado, porque, sintiendo
y diciendo de ti tales cosas, no tenían por donde escapar, sin un horrible
sacrilegio de corazón y de lengua.
CAPITULO III
4. Pero tampoco yo, aun
cuando afirmaba y creía firmemente que tú, nuestro Señor y Dios verdadero,
creador de nuestras almas y de nuestros cuerpos, y no sólo de nuestras almas y
de nuestros cuerpos, sino también de todos los seres y cosas, eras
incontaminable, inalterable y bajo ningún concepto mudable, tenía por averiguada
y explicada la causa del mal. Sin embargo, cualquiera que ella fuese, veía que
debía buscarse de modo que no me viera obligado por su causa a creer mudable a
Dios inmutable, no fuera que llegara a ser yo mismo lo que buscaba.
Así, pues, buscaba aquélla,
mas estando seguro y cierto de que no era verdad lo que decían aquéllos [los
maniqueos], de quienes huía con toda el alma, porque los veía buscando el origen
del mal repletos de malicia, a causa de la cual creían antes a tu sustancia
capaz de padecer el mal, que no a la suya capaz de obrarle.
5. Ponía atención en
comprender lo que había oído de que el libre albedrío de la voluntad es la causa
del mal que hacemos, y tu recto juicio, del que padecemos; pero no podía verlo
con claridad. Y así, esforzándome por apartar de este abismo la mirada de mi
mente, me hundía de nuevo en él, e intentando salir de él repetidas veces, otras
tantas me volvía a hundir.
Porque levantábame hacia tu
luz el ver tan claro que tenía voluntad como que vivía; y así, cuando quería o
no quería alguna cosa, estaba certísimo de que era yo y no otro el que quería o
no quería; y ya casi, casi me convencía de que allí estaba la causa del pecado;
y en cuanto a lo que hacía contra voluntad, veía que más era padecer que obrar,
y juzgaba que ello no era culpa, sino pena, por la cual confesaba ser justamente
castigado por ti, a quien tenía por justo.
Pero de nuevo decía: "¿Quién
me ha hecho a mí? ¿Acaso no ha sido Dios, que es no sólo bueno, sino la misma
bondad? ¿De dónde, pues, me ha venido el querer el mal y no querer el bien? ¿Es
acaso para que yo sufra las penas merecidas? ¿Quién depositó esto en mí y sembró
en mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo
Dios? Si el diablo es el autor, ¿de dónde procede el diablo? Y si éste de ángel
bueno se ha hecho diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la mala
voluntad por la que es demonio, siendo todo él hechura de un creador bonísimo?"
Con estos pensamientos me
volvía a deprimir y ahogar, si bien no era ya conducido hasta aquel infierno del
error donde nadie te confiesa, al juzgar más fácil que padezcas tú el mal, que
no sea el hombre el que lo ejecuta.
CAPITULO IV
6. Así, pues, empeñábame por
hallar las demás cosas, como ya había hallado que lo incorruptible es mejor que
lo corruptible, y por eso confesaba que tú, fueses lo que fueses, debías ser
incorruptible. Porque nadie ha podido ni podrá jamás concebir cosa mejor que tú,
que eres el bien sumo y excelentísimo. Ahora bien: siendo certísimo y
verdaderísimo que lo incorruptible debe ser antepuesto a lo corruptible, como yo
entonces lo anteponía, podía ya con el pensamiento concebir algo mejor que mi
Dios, si tú no fueras incorruptible.
Mas allí donde veía que lo
incorruptible debe ser preferido a lo corruptible, allí decía yo haberte buscado
y por allí deducir la causa del mal, esto es, el origen de la corrupción, la
cual de ningún modo puede violar tu sustancia, de ningún modo en absoluto;
puesto que ni por voluntad, ni por necesidad, ni por ningún caso fortuito puede
la corrupción dañar a nuestro Dios, ya que él es Dios y no puede querer para sí
sino lo que es bueno, y aun él es el mismo bien, y el corromperse no es ningún
bien.
Tampoco puedes ser obligado
a algo contra tu voluntad porque tu voluntad no es menor que tu poder, y lo
sería en caso de que tú pudieras ser mayor que tú, puesto que la voluntad y el
poder de Dios son el mismo Dios. ¿Y qué puede haber imprevisto para ti, que
conoces todas las cosas y todas existen porque las has conocido?
Pero ¿a qué tantas palabras
para demostrar que no es corruptible la sustancia de Dios, cuando si fuera
corruptible no sería Dios?
CAPITULO V
7. Buscaba yo el origen del
mal, pero buscábale mal, y ni aun veía el mal que había en el mismo modo de
buscarle. Ponía yo delante de los ojos de mi alma toda la creación -así lo que
podemos ver en ella, como es la tierra y el mar, el aire y las estrellas, los
árboles y los animales, como lo que no vemos en ella, cual es el firmamento del
cielo, con todos los ángeles y seres espirituales, pero éstos como si fuesen
cuerpos colocados en sus respectivos lugares, según mi fantasía- e hice con ella
(la creación) como una masa inmensa, especificada por diversos géneros de
cuerpos, ya de los que realmente eran cuerpos, ya de los que como tales fingía
mi fantasía en sustitución de los espíritus.
E imaginábala yo inmensa, no
cuanto ella era realmente - que esto no lo podía saber-, sino cuanto me placía,
aunque limitada por todas partes; y a ti, Señor, como a un ser que la rodeaba y
penetraba por todas partes, aunque infinito en todas las direcciones, como si
hubiese un mar único en todas partes e infinito en todas direcciones, extendido
por la inmensidad, el cual tuviese dentro de sí una gran esponja, bien que
limitada, la cual estuviera llena en todas sus partes de ese mar inmenso.
De este modo imaginaba yo tu
creación, finita, llena de ti, infinito, y decía: "He aquí a Dios y he aquí las
cosas que ha creado Dios, y un Dios bueno, inmenso e infinitamente más excelente
que sus criaturas; mas como bueno, hizo todas las cosas buenas; y ¡ved cómo las
abraza y llena! Pero si esto es así, ¿dónde está el mal y de dónde y por qué
parte se ha colado en el mundo? ¿Cuál es su raíz y cuál su semilla? ¿Es que no
existe en modo alguno? Pues entonces, ¿por qué tememos y nos guardamos de lo que
no existe? Y si tememos vanamente, el mismo temor es ya ciertamente un mal que
atormenta y despedaza sin motivo nuestro corazón, y tanto más grave cuanto que,
no habiendo de qué temer, tememos. Por tanto, o es un mal lo que tememos o el
que temamos es ya un mal. ¿De dónde, pues, procede éste, puesto que Dios, bueno,
hizo todas las cosas buenas: el Mayor y Sumo bien, los bienes menores, pero
Criador y criaturas, todos buenos? ¿De dónde viene el mal? ¿Acaso la materia de
donde las sacó era mala y la formó y ordenó, sí, mas dejando en ella algo que no
convirtiese en bien? ¿Y por qué esto? ¿Acaso siendo omnipotente era, sin
embargo, impotente para convertirla y mudarla toda, de modo que no quedase en
ella nada de mal? Finalmente, ¿por qué quiso servirse de esta materia para hacer
algo y no más bien usar de su omnipotencia para destruirla totalmente? ¿O podía
ella existir contra su voluntad? Y si era eterna, ¿por qué la dejó por tanto
tiempo estar por tan infinitos espacios de tiempo para atrás y le agradó tanto
después de servirse de ella para hacer alguna cosa? O ya que repentinamente
quiso hacer algo, ¿no hubiera sido mejor, siendo omnipotente, hacer que no
existiera aquella, quedando él solo, bien total, verdadero, sumo e infinito? Y
-si no era justo que, siendo él bueno, no fabricase ni produjese algún bien,
¿por qué, quitada de delante y aniquilada aquella materia que era mala, no creó
otra buena de donde sacase todas las cosas? Porque no sería omnipotente si no
pudiera crear algún bien sin ayuda de aquella materia que él no había creado".
Tales cosas revolvía yo en
mi pecho, apesadumbrado con los devoradores cuidados de la muerte y de no haber
hallado la verdad. Sin embargo, de modo estable se afincaba en mi corazón, en
orden a la Iglesia católica, la fe de tu Cristo, Señor y Salvador nuestro;
informe ciertamente en muchos puntos y como fluctuando fuera de la norma de
doctrina; mas con todo, no la abandonaba ya mi alma, antes cada día se empapaba
más y más en ella.
CAPITULO VI
8. Asimismo había rechazado
ya las engañosas predicciones e impíos delirios de los matemáticos.
¡Confiérete, por ello, Dios
mío, tus misericordias desde lo más íntimo de mis entrañas! Porque tú y
solamente tú-¿porque quién otro hay que nos aparte de la muerte del error sino
la Vida que no muere y la Sabiduría que ilumina las pobres inteligencias sin
necesidad de otra luz y gobierna el mundo hasta en las volanderas hojas de los
árboles?-: sí, sólo tú procuraste remedio a aquella terquedad mía con que me
oponía a Vindiciano, anciano sagaz, y a Nebridio, joven de un alma admirable,
los cuales afirmaban -el uno con firmeza, el otro con alguna duda, pero
frecuentemente- que no existía tal arte de predecir las cosas futuras y que las
conjeturas de los hombres tienen muchas veces la fuerza de la suerte, y que
diciendo muchas cosas acertaban a decir algunas que habían de suceder sin
saberlo los mismos que las decían, acertando a fuerza de hablar mucho.
Porque tú fuiste el que me
proporcionaste un amigo muy aficionado a consultar a los matemáticos, aunque no
muy entendido en esta ciencia; mas consultábales, como digo, por curiosidad, y
sabía una anécdota, que había oído contar a su padre, según decía, y que él
ignoraba hasta qué punto era eficaz para destruir la autoridad de aquel arte de
la adivinación.
Este tal, llamado Fermín,
docto en las artes liberales y ejercitado en la elocuencia, vino a consultarme,
como a amigo carísimo, acerca de algunos asuntos suyos sobre los que abrigaba
ciertas esperanzas terrenas, a ver qué me parecía sobre el particular, según las
constelaciones suyas. Yo, que en esta materia había empezado ya a inclinarme al
parecer de Nebridio, aunque no me negué a hacer el horóscopo y decirle lo que,
según ellos, se deducía, le añadí, sin embargo, que estaba ya casi persuadido de
que todo aquello era vano y ridículo.
Entonces me contó cómo su
padre había sido muy aficionado a la lectura de tales libros y que había tenido
un amigo igualmente aficionado como él y al mismo tiempo que él, con lo que,
platicando los dos sobre dicha materia, se encendían mutuamente más y más en el
estudio de aquellas bagatelas, hasta el punto de que observaran los momentos de
nacer aun de los mudos animales que nacían en casa y notaran en orden a ellos la
posición del cielo para recoger algunas experiencias de aquella cuasi arte.
Y decía haber oído contar a
su padre que, estando embarazada la madre del mismo Fermín, sucedió hallarse
también encinta una criada de aquel amigo de su padre, la cual no pudo ocultarse
al amo, que cuidaba con exquisita diligencia de conocer hasta los partos de sus
perras.
Y sucedió que, contando con
el mayor cuidado los días, horas y minutos, aquél los de la esposa y éste los de
la esclava, vinieron las dos a parir al mismo tiempo, viéndose así obligados a
hacer hasta en sus pormenores las mismas constelaciones a los dos nacidos, el
uno al hijo y el otro al siervo.
Porque habiendo comenzado el
parto, ambos se comunicaron lo que pasaba en la casa de cada uno y dispusieron
nuncios que enviarse mutuamente para que tan pronto como terminara el parto se
lo comunicase el uno al otro, lo que fácilmente habían podido ejecutar para
comunicárselo al momento como reyes en su reino. Y así -decía-, los dos que
habían sido enviados por cada uno vinieron a encontrarse tan igualmente
equidistantes de sus respectivas casas, que ninguno de ellos podía notar diversa
posición de las estrellas ni diferentes partículas de tiempo. Y, sin embargo,
Fermín, nacido en un espléndido palacio entre los suyos, corría por los más
felices caminos del siglo, crecía en riquezas y era ensalzado con honores, en
tanto que el siervo, no habiendo podido sacudir el yugo de su condición, tenía
que servir a señores, según contaba él mismo, que lo conocía.
9. Oídas y creídas por mí
estas cosas-por ser tal quien me las contaba -toda aquella mi resistencia,
resquebrajada, se vino a tierra, y desde luego intenté apartar de aquella
curiosidad al mismo Fermín, diciéndole que, vistas sus constelaciones, para
pronosticarle conforme a verdad, debería ciertamente ver en ellas a sus padres,
los principales entre los suyos; a su familia, la más noble de su ciudad; su
nacimiento, ilustre; su educación, esmerada, y sus conocimientos, liberales. Y,
al contrario, si el siervo aquel me consultase sobre sus constelaciones -porque
de él eran también éstas-, si había de decirle verdad, debería yo asimismo ver
en ellas: a su familia, abyectísima; su condición, servir, y todas las otras
cosas tan diferentes y tan opuestas de las primeras.
Mas del hecho de que viendo
las mismas constelaciones debía pronosticar cosas distintas, si había de decir
verdad, y de que si pronosticaba las mismas había de decir cosas falsas, deduje
certísimamente que aquellas cosas que, consideradas las constelaciones, se
decían con verdad, no se decían por razón del arte, sino de la suerte; y a su
vez, las falsas, no por impericia del arte, sino por fallo de la suerte.
10. Pero tomando pie de aquí
y rumiando dentro de mí mismo tales cosas para que ninguno de aquellos
delirantes que buscan el lucro en esto, y a quienes yo deseaba refutar y
ridiculizar, no me objetase que podía Fermín haberme contado cosas falsas o a él
su padre, fijé la consideración en los que nacen mellizos, muchos de los cuales
salen del seno materno tan seguidos que este pequeño intervalo de tiempo, por
mucha influencia que tenga en las cosas de la Naturaleza, como pretenden, no
puede ser apreciado por la observación humana ni consignado en modo alguno en
las tablas que luego ha de usar el matemático para pronosticar las cosas
verdaderas. Mas no serán verdaderas, porque, mirando los mismos signos, debería
aquél decir las mismas cosas de Esaú y de Jacob, siendo así que fue muy diverso
lo que a cada cual le aconteció.
Luego cosas falsas había de
pronosticar, o, de decir cosas verdaderas, forzosamente no habría de decir las
mismas cosas, no obstante que contemplase las mismas constelaciones; luego el
que dijese cosas verdaderas no había de ser por arte, sino por suerte o
casualidad. Porque tú, Señor, gobernador justísimo del universo, obras de modo
oculto, sin que lo sepan los consultores ni consultados, a fin de que cuando
alguno consulta oiga lo que le conviene oír, atendidos los méritos de las almas,
según el abismo de tu justo juicio. Al cual no diga el hombre: ¿Qué es esto?
¿Por qué esto? No lo diga, no lo diga, porque es hombre.
CAPITULO VII
11. Ya me habías sacado,
Ayudador mío, de aquellas ligaduras; y aunque buscaba el origen del mal y no
hallaba su solución, mas no permitías ya que las olas de mi razonamiento me
apartasen de aquella fe por la cual creía que existes, que tu sustancia es
inconmutable, que tienes providencia de los hombres, que has de juzgarles a
todos y que has puesto el camino de la salud humana, en orden a aquella vida que
ha de sobrevenir después de la muerte, en Cristo, tu hijo y Señor nuestro, y en
las Santas Escrituras, que recomiendan la autoridad de tu Iglesia católica.
Puestas, pues, a salvo estas
verdades y fortificadas de modo inconcuso en mi alma, buscaba lleno de ardor de
dónde venía el mal. Y ¡qué tormentos de parto eran aquellos de mi corazón!, ¡qué
gemidos, Dios mío! Allí estaban tus oídos y yo no lo sabía. Y como en silencio
te buscara yo fuertemente, grandes eran las voces que elevaban hacia tu
misericordia las tácitas contriciones de mi alma.
Tú sabes lo que yo padecía,
no ninguno de los hombres. Porque ¿cuánto era lo que mi lengua comunicaba a los
oídos de mis más íntimos familiares? ¿Acaso percibían ellos todo el tumulto de
mi alma, para declarar el cual no bastaban ni el tiempo ni la palabra? Sin
embargo, hacia. tus oídos se encaminaban todos los rugidos de los gemidos de mi
corazón y ante ti estaba mi deseo; pero no estaba contigo la lumbre de mis
ojos, porque ella estaba dentro y yo fuera; ella no ocupaba lugar alguno y yo
fijaba mi atención en las cosas que ocupan lugar, por lo que no hallaba en ellas
lugar de descanso ni me acogían de modo que pudiera decir: "¡Basta! ¡Está
bien!"; ni me dejaban volver adonde me hallase suficientemente bien. Porque yo
era superior a estas cosas, aunque inferior a ti; y tú eras gozo verdadero para
mí sometido a ti, así como tú sujetaste a mí las cosas que criaste inferiores a
mí. Y éste era el justo temperamento y la región media de mi salud: que
permaneciese a imagen tuya y, sirviéndote a ti, dominase mi cuerpo. Mas
habiéndome yo levantado soberbiamente contra ti y corrido contra el Señor con la
cerviz crasa de mi escudo, estas cosas débiles se pusieron también sobre mí y
me oprimían y no me dejaban un momento de descanso ni de respiración.
Cuando yo las miraba
salíanme al encuentro amontonada y confusamente de todas partes; mas cuando
pensaba en ellas oponíanseme las mismas imágenes de los cuerpos a que me
retirase, como diciéndome: "¿Adónde vas, indigno y sucio?" Mas estas cosas
habían crecido en mí a causa de mi llaga, porque me humillarte como a un
soberbio herido, y me hallaba separado de ti por mi hinchazón, y mi rostro,
hinchado en extremo, no dejaba a mis ojos ver.
CAPITULO VIII
12. Pero tú, Señor,
permaneces eternamente y no te aíras eternamente contra nosotros, porque te
compadeciste de la tierra y ceniza y fue de tu agrado reformar nuestras
deformidades. Tú me aguijoneabas con estímulos interiores para que estuviese
impaciente hasta que tú me fueses cierto por la mirada interior. Y bajaba mi
hinchazón gracias a la mano secreta de tu medicina; y la vista de mi mente,
turbada y obscurecida, iba sanando de día en día con el fuerte colirio de
saludables dolores.
CAPITULO IX
13. Y primeramente,
queriendo tú mostrarme cuánto resistes a los soberbios y das tu gracia a los
humildes y con cuánta misericordia tuya ha sido mostrada a los hombres la
senda de la humildad, por haberse hecho carne tu Verbo y haber habitado entre
los hombres, me procuraste, por medio de un hombre hinchado con monstruosísima
soberbia-, ciertos libros de los platónicos, traducidos del griego al latín.
Y en ellos leí -no
ciertamente con estas palabras, pero sí sustancialmente lo mismo, apoyado con
muchas y diversas razones -que en el principio era el Verbo, y el Verbo estaba
en Dios, Y Dios era el Verbo. Este estaba desde el principio en Dios. Todas las
cosas fueron hechas por él, y sin él no se ha hecho nada. Lo que se ha hecho es
vida en él; y la vida era luz de los hombres, y la luz luce en las tinieblas,
mas las tinieblas no la comprendieron. Y que el alma del hombre, aunque da
testimonio de la luz, no es la luz, sino el Verbo, Dios; ése es la luz verdadera
que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Y que en este mundo estaba, y
que el mundo es hechura suya, y que el mundo no le reconoció.
Mas que él vino a casa
propia y los suyos no le recibieron, y que a cuantos le recibieron les dio
potestad de hacerse hijos de Dios creyendo en su nombre, no lo leí allí.
14. También leí allí que el
Verbo, Dios, no nació de carne ni de sangre, ni por voluntad de varón, ni por
voluntad de carne, sino de Dios. Pero que el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros, no lo leí allí.
Igualmente hallé en aquellos
libros, dicho de diversas y múltiples maneras, que el Hijo tiene la forma del
Padre y que no fue rapiña juzgarse igual a Dios por tener la misma naturaleza
que él. Pero que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo, hecho
semejante a los hombres y reconocido por tal por su modo de ser; y que se
humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz, por lo que Dios
le exaltó de entre los muertos y le dio un nombre sobre todo nombre, para que al
nombre de Jesús se doble toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los
infiernos y toda lengua confiese que el Señor Jesús está en la gloria de Dios
Padre, no lo dicen aquellos libros.
Allí se dice también que
antes de todos los tiempos, y por encima de todos los tiempos, permanece
inconmutablemente tu Hijo unigénito, coeterno contigo, y que de su plenitud
reciben las almas para ser felices y que por la participación de la sabiduría
permanente en sí son renovadas para ser sabias. Pero que murió, según el tiempo,
por los impíos y que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por
todos nosotros, no se halla allí. Porque tú escondiste estas cosas a los
sabios y las revelaste a los pequeñuelos, a fin de que los trabajados y
cargados viniesen a él y les aliviase, porque es manso y humilde de corazón, y
dirige a los mansos en justicia y enseña a los pacíficos sus caminos, viendo
nuestra humildad y nuestro trabajo y perdonándonos todos nuestros pecados.
Mas aquellos que, elevándose
sobre el coturno de una doctrina, digamos más sublime, no oyen al que les dice:
Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para
vuestras almas, aunque conozcan a Dios no le glorifican como a Dios y le dan
gracias, antes desvanécense con sus pensamientos y obscuréceseles su necio
corazón, y diciendo que son sabios se hacen necios.
15. Y por eso leía allí
también que la gloria de tu incorrupción había sido trocada en ídolos y
simulacros varios, en la semejanza de imagen de hombre corruptible, de aves, de
cuadrúpedos y serpientes, es decir, en aquel manjar de Egipto por el que Esaú
perdió su primogenitura, porque el pueblo primogénito, volviendo de corazón a
Egipto, honró en lugar de ti a la cabeza de un cuadrúpedo, inclinando tu imagen
-su alma- ante la imagen de un becerro comiendo hierba.
Estas cosas hallé allí, mas
no comí de ellas, porque te plugo, Señor, quitar de Jacob el oprobio de
disminución, a fin de que el mayor sirviese al menor, llamando a los
gentiles a ser tu herencia.
También yo venía de los
gentiles a ti y puse la atención en el oro que quisiste que tu pueblo
transportase de Egipto, porque era tuyo dondequiera que se hallara; y dijiste
a los atenienses por boca de tu Apóstol que en ti vivimos, nos movernos y somos,
como algunos de las tuyos dijeron, y ciertamente de allí eran aquellos libros.
Mas no puse los ojos en los ídolos de los egipcios, a quienes ofrecían tu oro
los que mudaron la verdad de Dios en mentira y dieron culto y sirvieron a la
criatura más bien que al creador.
CAPITULO X
16. Y, amonestado de aquí a
volver a mí mismo, entré en mi interior guiado por ti; y púdelo hacer porque tú
te hiciste mi ayuda". Entré y vi con el ojo de mi alma, comoquiera que él fuese,
sobre el mismo ojo de mi alma, sobre mi mente, una luz inconmutable, no esta
vulgar y visible a toda carne ni otra cuasi del mismo género, aunque más grande,
como si ésta brillase más y más claramente y lo llenase todo con su grandeza. No
era esto aquella luz, sino cosa distinta, muy distinta de todas éstas.
Ni estaba sobre mi mente
como está el aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino estaba sobre
mí, por haberme hecho, y yo debajo, por ser hechura suya. Quien conoce la
verdad, conoce esta luz, y quien la conoce, conoce la eternidad. La Caridad es
quien la conoce.
¡Oh eterna verdad, y
verdadera caridad, y amada eternidad! Tú eres mi Dios; por ti suspiro día y
noche, y cuando por vez primera te conocí, tú me tomaste para que viese que
existía lo que había de ver y que aún no estaba en condiciones de ver. Y
reverberaste la debilidad de mi vista, dirigiendo tus rayos con fuerza sobre mí;
y me estremecí de amor y de horror. Y advertí que me hallaba lejos de ti en la
región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: Manjar soy de
grandes: crece y me comerás. Ni tú me mudarás en ti como al manjar de tu carne,
sino tú te mudarás en mí.
Y conocí que por causa de la
iniquidad corregiste al hombre e hiciste que se secara mi alma como una tela de
araña, y dije: ¿Por ventura no es nada la verdad, porque no se halla difundida
por los espacios materiales finitos e infinitos? Y tú me gritaste de lejos: Al
contrario. Yo soy el que soy, y lo oí como se oye interiormente en el corazón,
sin quedarme lugar a duda, antes más fácilmente dudaría de que vivo, que no de
que no existe la verdad, que se percibe por la inteligencia de las cosas
creadas.
CAPITULO XI
17.Y miré las demás cosas
que están por bajo de ti, y vi que ni son en absoluto ni absolutamente no son.
Son ciertamente, porque proceden de ti; mas no son, porque no son lo que eres
tú, y sólo es verdaderamente lo que permanece inconmutable. Mas para mí el bien
está en adherirme a Dios, porque, si no permanezco en él, tampoco podré
permanecer en mí. Mas él, permaneciendo en sí mismo, renueva todas las cosas; y
tú eres mi Señor, porque no necesitas de mis bienes.
CAPITULO XII
18. También se me dio a
entender que son buenas las cosas que se corrompen, las cuales no podrían
corromperse si fuesen sumamente buenas, como tampoco lo podrían si no fuesen
buenas; porque si fueran sumamente buenas, serían incorruptibles, y si no fuesen
buenas, no habría en ellas. qué corromperse. Porque la corrupción daña, y no
podría dañar si no disminuyese lo bueno. Luego o la corrupción no daña nada, lo
que no es posible, o, lo que es certísimo, todas las cosas que se corrompen son
privadas de algún bien. Por donde, si fueren privadas de todo bien, no
existirían absolutamente; luego si fueren y no pudieren ya corromperse, es que
son mejores que antes, porque permanecen ya incorruptibles. ¿Y puede concebirse
cosa más monstruosa que decir que las cosas que han perdido todo lo bueno se han
hecho mejores? Luego las que fueren privadas de todo bien quedarán reducidas a
la nada. Luego en tanto que son en tanto son buenas. Luego cualesquiera que
ellas sean, son buenas, y el mal cuyo origen buscaba no es sustancia ninguna,
porque si fuera sustancia sería un bien, y esto había de ser sustancia
incorruptible -gran bien ciertamente- o sustancia corruptible, la cual, si no
fuese buena, no podría corromperse.
Así vi yo y me fue
manifestado que tú eras el autor de todos los bienes y que no hay en absoluto
sustancia alguna que no haya sido creada por ti. Y porque no hiciste todas las
cosas iguales, por eso todas ellas son, porque cada una por sí es buena y todas
juntas muy buenas, porque nuestro Dios hizo todas las cosas buenas en extremo.
CAPITULO XIII
19. Y ciertamente para ti,
Señor, no existe absolutamente el mal; y no sólo para ti, pero ni aun para la
universidad de tu creación, porque nada hay de fuera que irrumpa y corrompa el
orden que tú le impusiste. Mas en cuanto a sus partes, hay algunas cosas tenidas
por malas porque no convienen a otras; pero como estas mismas convienen a otras,
son asimismo buenas; y ciertamente en orden a sí todas son buenas. Y aun todas
las que no dicen conveniencia entre sí, la dicen con la parte inferior de las
criaturas que llamamos "tierra", la cual tiene su cielo nuboso y ventoso
apropiado para sí.
No quiera Dios que diga:
¡Ojalá no existieran estas cosas!, porque, aunque no contemplara más que estas
solas, desearía ciertamente otras mejores; pero aun por estas solas debiera ya
alabarte, porque laudable te muestran en la tierra los dragones y todos los
abismos, el fuego, el granizo, la helada, el viento de la tempestad, que
ejecutan tu mandato; los montes y todos los collados, los árboles frutales y
todos los cedros, las bestias y todos los ganados, los reptiles y todos los
volátiles alados; los reyes de la tierra y todos los pueblos, los príncipes y
todos los jueces de la tierra, las jóvenes y las vírgenes, los ancianos y los
jóvenes; todos alaban tu nombre.
Mas como también te alaban,
¡oh Dios nuestro!, en las alturas, todos tus ángeles y todas tus virtudes alaben
tu nombre y el sol y la luna, todas las estrellas y la luz, y el cielo de los
cielos y las aguas que están sobre los cielos. Así que ya no deseaba cosas
mejores, porque todas las abarcaba con el pensamiento, y aunque juzgaba que las
superiores eran mejores que las inferiores, pero con más sano juicio consideraba
que todas juntas eran mejores que solas las superiores.
CAPITULO XIV
20. No hay salud para
quienes les desagrada algo en tu criatura, como no la había para mí cuando me
desagradaban muchas de las cosas hechas por ti. Pero porque mi alma no se
atrevía a decir que le desplacía mi Dios, por eso no quería conocer por tuyo lo
que le desagradaba.
Y de aquí también que se
fuera tras la opinión de las dos sustancias, en la que no hallaba descanso, y
dijese cosas extrañas. Mas retornando de aquí, se había hecho para sí un dios
esparcido por los infinitos espacios de todos los lugares, y le tenía por ti y
le había colocado en su corazón, haciéndose por segunda vez templo de su ídolo,
cosa abominable a tus ojos.
Pero después que pusiste
fomentos en la cabeza de este ignorante y cerraste mis ojos para que no viese la
vanidad, me dejó en paz un poco y se adormeció mi locura; y cuando desperté
en ti, te vi de otra manera infinito; pero esta visión no procedía de la carne.
CAPITULO XV
21. Y miré las otras cosas y
vi que te son deudoras, porque son; y que en ti están todas las finitas, aunque
de diferente modo, no como en un lugar, sino por razón de sostenerlas todas tú,
con la mano de la verdad, y que todas son verdaderas en cuanto son, y que la
falsedad no es otra cosa que tener por ser lo que no es.
También vi que no sólo cada
una de ellas dice conveniencia con sus lugares, sino también con sus tiempos, y
que tú, que eres el solo eterno, no has comenzado a obrar después de infinitos
espacios de tiempo, porque todos los espacios de tiempo -pasados y futuros- no
podrían. pasar ni venir sino obrando y permaneciendo tú.
CAPITULO XVI
22.Y conocí por experiencia
que no es maravilla sea al paladar enfermo tormento aun el pan, que es grato
para el sano, y que a los ojos enfermos sea odiosa la luz, que a los puros es
amable. También desagrada a los inicuos tu justicia mucho más que la víbora y el
gusano, que tú criaste buenos y aptos para la parte inferior de tu creación, con
la cual los mismos inicuos dicen aptitud, y tanto más cuanto más desemejantes
son de ti, así como son más aptos para la superior cuanto te son más semejantes.
E indagué qué cosa era la
iniquidad, y no hallé que fuera sustancia, sino la perversidad de una voluntad
que se aparta de la suma sustancia, que eres tú, ¡oh Dios!, y se inclina a las
cosas ínfimas, y arroja sus intimidades, y se hincha por de fuera.
CAPITULO XVII
23. Y me admiraba de que te
amara ya a ti, no a un fantasma en tu lugar; pero no me sostenía en el goce de
mi Dios, sino que, arrebatado hacia ti por tu hermosura, era luego apartado de
ti por mi peso, y me desplomaba sobre estas cosas con gemido, siendo mi peso la
costumbre carnal. Mas conmigo era tu memoria, ni en modo alguno dudaba ya de que
existía un ser a quien yo debía adherirme, pero a quien no estaba yo en
condición de adherirme, porque el cuerpo que se corrompe apesga el alma y la
morada terrena deprime la mente que piensa muchas cosas. Asimismo estaba
certísimo de que tus cosas invisibles se perciben, desde la constitución del
mundo, por la inteligencia de las cosas que has creado, incluso tu virtud
sempiterna y tu divinidad.
Porque buscando yo de dónde
aprobaba la hermosura de los cuerpos-ya celestes, ya terrestres-y qué era lo que
había en mí para juzgar rápida y cabalmente de las cosas mudables cuando decía:
"Esto debe ser así, aquello no debe ser así"; buscando,.digo, de dónde juzgaba
yo cuando así juzgaba, hallé que estaba la inconmutable y verdadera eternidad de
la verdad sobre mi mente mudable.
Y fui subiendo gradualmente
de los cuerpos al alma, que siente por el cuerpo; y de aquí al sentido íntimo,
al que comunican o anuncian los sentidos del cuerpo las cosas exteriores, y
hasta el cual pueden llegar las bestias. De aquí pasé nuevamente a la potencia
raciocinante, a la que pertenece juzgar de los datos de los sentidos corporales,
la cual, a su vez, juzgándose a sí misma mudable, se remontó a la misma
inteligencia, y apartó el pensamiento de la costumbre, y se sustrajo a la
multitud de fantasmas contradictorios para ver de qué luz estaba inundada,
cuando sin ninguna duda clamaba que lo inconmutable debía ser preferido a lo
mudable; y de dónde conocía yo lo inconmutable, ya que si no lo conociera de
algún modo, de ninguno lo antepondría a lo mudable con tanta certeza. Y,
finalmente, llegué a "lo que es" en un golpe de vista trepidante.
Entonces fue cuando "vi tus
cosas invisibles por la inteligencia de las cosas creadas"; pero no pude fijar
en ellas mi vista, antes, herida de nuevo mi flaqueza, volví a las cosas
ordinarias, no llevando conmigo sino un recuerdo amoroso y como apetito de
viandas sabrosas que aún no podía comer.
CAPITULO XVIII
24. Y buscaba yo el medio de
adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte; ni había de hallarla
sino abrazándome con el Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo
Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos, el cual
clama y dice: Yo soy el camino, la verdad y la vida, y el alimento mezclado
con carne (que yo no tenía fuerzas para tomar), por haberse hecho el Verbo
carne, a fin de que fuese amamantada nuestra infancia por la Sabiduría, por la
cual creaste todas las cosas.
Pero yo, que no era humilde,
no tenía a Jesús humilde por mi Dios, ni sabía de qué cosa pudiera ser maestra
su flaqueza. Porque tu Verbo, verdad eterna, trascendiendo las partes superiores
de tu creación, levanta hacia sí a las que le están ya sometidas, al mismo
tiempo que en las partes inferiores se edificó para sí una casa humilde de
nuestro barro, por cuyo medio abatiera en sí mismo a los que había de someterse
y los atrajese a sí, sanándoles el tumor y fomentándoles el amor, no sea que,
fiados en sí, se fuesen más lejos, sino, por el contrario, se hagan débiles
viendo ante sus pies débil a la divinidad por haber participado de nuestra
túnica pelícea, y, cansados, se arrojen en ella, para que, al levantarse,
ésta los eleve.
CAPITULO XIX
25. Pero yo entonces juzgaba
de otra manera, sintiendo de mi Señor Jesucristo tan sólo lo que se puede sentir
de un varón de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar. Sobre todo
parecíame haber merecido de la divina Providencia a favor nuestro una tan gran
autoridad de magisterio por haber nacido maravillosamente de la Virgen, para
darnos ejemplo de desprecio de las cosas temporales en pago de la inmortalidad.
Mas qué misterio encerraran
aquellas palabras: El Verbo se hizo carne, ni sospecharlo siquiera podía. Sólo
conocía, por las cosas que de él nos han dejado escritas, que comió y bebió,
durmió, paseó, se alegró, se estremeció y predicó, y que la carne no se juntó a
tu Verbo sino dotada de alma y razón. Conoce esto todo el que conoce la
inmutabilidad de tu Verbo, la cual ya conocía yo, en cuanto podía, sin que
dudara un punto siquiera en esto. Porque, en efecto, mover ahora los miembros
del cuerpo a voluntad o no moverlos, estar dominado de algún afecto o no lo
estar, proferir por medio de signos sabias sentencias o estar callado, indicios
son de la mutabilidad de un alma y de una inteligencia. Todo lo cual, si fuese
escrito falsamente de aquél, periclitaría a causa de la mentira todo lo demás y
no quedaría en aquellas letras esperanza alguna de salud para el género humano.
Pero como son verdaderas las cosas allí escritas , reconocía yo en Cristo al
hombre entero, no cuerpo sólo de hombre o cuerpo y alma sin mente, sino al mismo
hombre, el cual juzgaba debía ser preferido a todos los demás no por ser la
persona de la verdad, sino por cierta extraordinaria excelencia de la naturaleza
humana y una más perfecta participación de la sabiduría.
Alipio, en cambio, pensaba
que los católicos de tal modo creían a Dios revestido de carne, que en Cristo,
fuera de Dios y la carne, no había alma; y así no juzgaba que hubiera en él
mente humana. Y como estaba bien persuadido de que todas aquellas cosas que nos
han dejado escritas de él no podían ejecutarse si no es por una criatura
viviente y racional, de ahí que se moviera muy perezosamente hacia la verdadera
fe cristiana. Pero cuando después conoció que este error era el de los herejes
apolinaristas, se congratuló y atemperóse a la fe católica.
En cuanto a mí, confieso que
conocí un poco más tarde la diferencia que había, en orden a la interpretación
de las palabras el Verbo se hizo carne, entre la verdad católica y la falsedad
de Fotino. Porque la reprobación de los herejes hace destacar más el sentir de
tu Iglesia y lo que tiene por sana doctrina: Porque conviene que haya herejías,
fiara que los probados se hagan manifiestos entre los débiles.
CAPITULO XX
26. Pero entonces, leídos
aquellos libros de los platónicos, después que, amonestado por ellos a buscar la
verdad incorpórea, percibí tus cosas invisibles por la contemplación de las
creadas y, rechazado, sentí qué era lo que no se me permitía contemplar por las
tinieblas de mi alma, quedé cierto de que existías; y de que eras infinito, sin
difundirte, sin embargo, por lugares finitos ni infinitos; y de que eras
verdaderamente, tú que siempre eres el mismo, sin cambiar en otro ni sufrir
alteración alguna por ninguna parte ni por ningún accidente; y de que todas las
cosas proceden de ti por la sola razón firmísima de que eres. Cierto estaba de
todas estas verdades, pero también de que me hallaba debilísimo para gozar de
ti. Charlaba mucho sobre ellas, como si fuera instruido, y si no buscara el
camino de la verdad en Cristo, salvador nuestro, no fuera instruido, sino
destruido. Porque ya había comenzado a querer parecer sabio, lleno de mi
castigo, y no lloraba, antes me hinchaba con la ciencia. Mas ¿dónde estaba
aquella caridad que edifica sobre el fundamento de la humildad, que es Cristo
Jesús? O ¿cuándo aquellos libros me la hubieran enseñado, con los cuales creo
quisiste que tropezase antes de leer tus Escrituras, para que quedasen grabados
en mi memoria los efectos que produjeron en mí, y para que, después de haberme
amansado con tus libros y restañado las heridas con sus suaves dedos,
discerniese y percibiese la diferencia que hay entre la presunción y la
confesión, entre los que ven adónde se debe ir y no ven por dónde se va y el
camino que conduce a la patria bienaventurada, no sólo para contemplarla, sino
también para habitarla?
Porque si yo hubiera sido
instruido en tus sagradas letras y en su trato familiar te hubiera hallado dulce
para conmigo y después hubiera tropezado con aquellos libros, tal vez me
apartaran del fundamento de la piedad; o si persistiera en aquel afecto
saludable que había bebido en ellas, juzgase que también en aquellos libros
podía adquirirlo quienquiera que no hubiese leído más que éstos.
CAPITULO XXI
27. Así, pues, cogí
avidísimamente las venerables Escrituras de tu Espíritu, y con preferencia a
todos, al apóstol Pablo. Y perecieron todas aquellas cuestiones en las cuales me
pareció algún tiempo que se contradecía a sí mismo y que el texto de sus
discursos no concordaba con los testimonios de la Ley y de los Profetas, y
apareció uno a mis ojos el rostro de los castos oráculos y aprendí a alegrarme
con temblor 39.
Y comprendí y hallé que todo
cuanto de verdadero había yo leído allí, se decía aquí realzado con tu gracia,
para que el que ve no se gloríe, como si no hubiese recibido, no ya de lo que
ve, sino también del poder ver -pues;¿qué tiene que no lo baya recibido? 40-; y
para que sea no sólo exhortado a que te vea, a ti, que eres siempre el mismo,
sino también sanado, para que te retenga; y que el que no puede ver de lejos
camine, sin embargo, por la senda por la que llegue, y te vea, y te posea.
Porque aunque el hombre se
deleite con la ley de Dios según el hombre interior 41, ¿qué hará de aquella
otra ley que lucha en sus miembros contra la ley de su mente, y que le lleva
cautivo bajo la ley del pecado, que existe en sus miembros? 42 Porque tú eres
justo, Señor, y nosotros, en cambio, hemos pecado, hemos obrado inicuamente 43;
nos hemos portado con impiedad, y tu mano se ha hecho pesada sobre nosotros 44,
y justamente hemos sido entregados al pecador de antiguo, prepósito de la
muerte, porque persuadió a nuestra voluntad de que se asemejara a la suya, que
no quiso persistir en tu verdad 45.
¿Qué hará el hombre
miserable, quién le librará del cuerpo, de esta muerte, sino tu gracia, por
medio de Jesucristo, nuestro Señor 46, a quien tú engendraste coeterno y creaste
en el principio de tus caminos 47; en quien no halló el Príncipe de este mundo
nada digno de muerte y al que dio muerte 48, con lo que fue anulada la sentencia
que había contra nosotros? 49
Nada de esto dicen aquellas
Letras. Ni tienen aquellas páginas el aire de esta piedad, ni las lágrimas de la
confesión , ni tu sacrificio, ni el espíritu atribulado, ni el corazón contrito
y humillado 50, ni la salud del pueblo, ni la ciudad esposa, ni el arra del
Espíritu Santo, ni el cáliz de nuestro rescate 51.
Nadie allí canta: ¿Acaso mi
alma no estará sujeta a Dios? Porque de él procede mi salvación, puesto que él
es mi Dios, y mi salvador, y mi amparo, del cual no me apartaré ya más 52.
Nadie allí oye al que llama:
Venid a mí los que trabajáis. Tienen a menos aprender de él, porque es manso y
humilde de corazón 53. Porque tú escondiste estas cosas a los sabios y prudentes
y las revelaste a los pequeñuelos 54.
Mas una cosa es ver desde
una cima agreste la patria de la paz, y no hallar el camino que conduce a ella,
y fatigarse en balde por lugares sin caminos, cercados por todas partes y
rodeados de las asechanzas de los fugitivos desertores con su jefe o príncipe el
león y el dragón 55, y otra poseer la senda que conduce allí, defendida por los
cuidados del celestial Emperador, en donde no latrocinan los desertores de la
celestial milicia, antes la evitan como un suplicio.
Todas estas cosas se me
entraban por las entrañas por modos maravillosos cuando leía al menor de tus
apóstoles 56 y consideraba tus obras, y me sentía espantado, fuera de mí.
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