LIBRO OCTAVO
CAPITULO I
1. ¡Dios mío!, que yo te
recuerde en acción de gracias y confiese tus misericordias sobre mí. Que mis
huesos se empapen de tu amor y digan. Señor, ¿quién semejante a ti? Rompiste
mis ataduras; sacrifíquete yo un sacrificio de alabanza. Contaré cómo las
rompiste, y todos los que te adoran dirán cuando lo oigan: Bendito sea el Señor
en el cielo y en la tierra; grande y admirable es el nombre suyo.
Tus palabras, Señor,
se
habían pegado a mis entrañas y por todas partes me veía cercado por ti.
Cierto
estaba de tu vida eterna, aunque no la viera más que en enigma y como en
espejo, y así no tenía ya la menor duda sobre la sustancia
incorruptible, por
proceder de ella toda sustancia; ni lo que deseaba era estar más cierto
de ti,
sino más estable en ti.
En cuanto a. mi vida
temporal, todo eran vacilaciones, y debía purificar mi corazón de la vieja
levadura, y hasta me agradaba el camino -el Salvador mismo-; pero tenía pereza
de caminar por sus estrecheces.
Tú me inspiraste entonces la
idea -que me pareció excelente- de dirigirme a Simpliciano, que aparecía a mis
ojos como un buen siervo tuyo y en el que brillaba tu gracia. Había oído también
de él que desde su juventud vivía devotísimamente, y como entonces era ya
anciano, parecíame que en edad tan larga, empleada en el estudio de tu vida,
estaría muy experimentado y muy instruido en muchas cosas, y verdaderamente así
era. Por eso quería yo conferir con él mis inquietudes, para que me indicase qué
método de vida sería el más a propósito en aquel estado de ánimo en que yo me
encontraba para caminar por tu senda.
2. Porque veía yo llena a tu
Iglesia y que uno iba por un camino y otro por otro.
En cuanto a mí,
disgustábame
lo que hacía en el siglo y me era ya carga pesadísima, no encendiéndome
ya, como
solían, los apetitos carnales, con la esperanza de honores y riquezas, a
soportar servidumbre tan pesada; porque ninguna de estas cosas me
deleitaba ya
en comparación de tu dulzura y de la hermosura de tu casa, que ya amaba,
mas sentíame todavía fuertemente ligado a la mujer; y como el Apóstol
no me prohibía
casarme, bien que me exhortara a seguir lo mejor al desear vivísimamente
que
todos los hombres fueran como él, yo, como más flaco, escogía el partido
más
fácil, y por esta causa me volvía tardo en las demás cosas y me consumía
con
agotadores cuidados por verme obligado a reconocer en aquellas cosas que
yo no
quería padecer algo inherente a la vida conyugal, a la cual entregado me
sentía
ligado.
Había oído de boca de la
Verdad que hay eunucos que se han mutilado a sí mismos por el reino de los
cielos, bien que añadió que lo haga quien pueda hacerlo. Vanos son ciertamente
todos los hombres en quienes no existe la ciencia de Dios, y que por las cosas
que se ven, no pudieron hallar al que es. Pero ya había salido de aquella
vanidad y la había traspasado, y por el testimonio de la creación entera te
había hallado a ti, Creador nuestro, y a tu Verbo, Dios en ti y contigo un solo
Dios, por quien creaste todas las cosas.
Otro género de impíos hay:
el de los que, conociendo a Dios, no le glorificaron como a tal o le dieron
gracias. También había caído yo en él; mas tu diestra me recibió y sacó de él
y me puso en lugar en que pudiera convalecer, porque tú has dicho al hombre: He
aquí que la piedad es la sabiduría y No quieras parecer sabio, porque los que se
dicen ser sabios son vueltos necios.
Ya había hallado yo,
finalmente, la margarita preciosa, que debía comprar con la venta de todo lo que
tenía. Pero vacilaba.
CAPITULO II
3. Me encaminé, pues, a
Simpliciano, padre en la colación de la gracia bautismal del entonces obispo
Ambrosio, a quien éste amaba verdaderamente como á padre. Contéle los
asendereados pasos de mi error; mas cuando le dije haber leído algunos libros de
los platónicos, que Victorino, retórico en otro tiempo de la ciudad de Roma -y
del cual había oído decir que había muerto cristiano-, había vertido a la lengua
latina, me felicitó por no haber dado con las obras de otros filósofos, llenas
de falacias y engaños, según los elementos de este mundo, sino con éstos en
los cuales se insinúa por mil modos a Dios y su Verbo.
Luego, para exhortarme a la
humildad de Cristo, escondida a los sabios y revelada a los pequeñuelos, me
recordó al mismo Victorino, a quien él había tratado muy familiarmente estando
en Roma, y de quien me refirió lo que no quiero pasar en silencio. Porque
encierra gran alabanza de tu gracia, que debe serte confesada, el modo como este
doctísimo anciano -peritísimo en todas las disciplinas liberales y que había
leído y juzgado tantas obras de filósofos-, maestro de tantos nobles senadores,
que en premio de su preclaro magisterio había merecido y obtenido una estatua en
el Foro romano (cosa que los ciudadanos de este mundo tienen por el sumo);
venerador hasta aquella edad de los ídolos y partícipe de los sagrados
sacrilegios, a los cuales se inclinaba entonces casi toda la hinchada nobleza
romana, mirando propicios ya "a los dioses monstruos de todo género y a Anubis
el ladrador", que en otro tiempo "habían estado en armas contra Neptuno y Venus
y contra Minerva", y a quienes, vencidos, la misma Roma les dirigía súplicas ya,
y a los cuales tantos años este mismo anciano Victorino había defendido con voz
aterradora, no se avergonzó de ser siervo de tu Cristo e infante de tu fuente,
sujetando su cuello al yugo de la humildad y sojuzgando su frente al oprobio de
la cruz.
4. ¡Oh Señor, Señor!, que
inclinaste los cielos y descendiste tocaste los montes y humearon, ¿de qué
modo te insinuaste en aquel corazón?
Leía -al decir de
Simpliciano- la Sagrada Escritura e investigaba y escudriñaba curiosísimamente
todos los escritos cristianos, y decía a Simpliciano, no en público, sino muy en
secreto y familiarmente: "¿Sabes que ya soy cristiano?" A lo cual respondía
aquél: "No lo creeré ni te contaré entre los cristianos mientras no te vea en la
Iglesia de Cristo". A lo que éste replicaba burlándose: "Pues qué, ¿son acaso
las paredes las que hacen a los cristianos?" Y esto de que "ya era cristiano" lo
decía muchas veces, contestándole lo mismo otras tantas Simpliciano, oponiéndole
siempre aquél "la burla de las paredes".
Y era que temía
ofender a
sus amigos, soberbios adoradores de los demonios, juzgando que desde la
cima de
su babilónica dignidad, como cedros del Líbano aún no quebrantados por
el Señor,
habían de caer sobre él sus terribles enemistades. Pero después que,
leyendo y
suplicando ardientemente, se hizo fuerte y temió ser "negado por Cristo
delante
de sus ángeles si él temía confesarle delante de los hombres y le
pareció que
era hacerse reo de un gran crimen avergonzarse de "los sacramentos de
humildad"
de tu Verbo, no avergonzándose de "los sagrados sacrilegios" de los
soberbios
demonios, que él, imitador suyo y soberbio, había recibido, se avergonzó
de
aquella vanidad y se sonrojó ante la verdad, y de pronto e improviso
dijo a Simpliciano, según éste mismo contaba: "Vamos a la iglesia;
quiero hacerme
cristiano." Este, no cabiendo en sí de alegría, fuese con él, quien, una
vez
instruido en los primeros sacramentos de la religión, "dio su nombre
para ser"
-no mucho después- regenerado por el bautismo, con admiración de Roma y
alegría
de la Iglesia. Veíanle los soberbios y llenábanse de rabia, rechinaban
sus
dientes y se consumían; mas tu siervo había puesto en el Señor Dios su
esperanza
y no atendía a las vanidades y locuras engañosas.
5. Por último, cuando llegó
la hora de hacer la profesión de fe (que en Roma suele hacerse por los que van a
recibir tu gracia en presencia del pueblo fiel con ciertas y determinadas
palabras retenidas de memoria y desde un lugar eminente), ofrecieron los
sacerdotes a Victorino -decía aquél [Simpliciano]- que la recitase en secreto,
como solía concederse a los que juzgaban que habían de tropezar por la
vergüenza. Mas él prefirió confesar su salud en presencia de la plebe santa.
Porque ninguna salud había en la retórica que enseñaba, y, sin embargo, la había
profesado públicamente. ¡Cuánto menos, pues, debía temer ante tu mansa grey
pronunciar tu palabra, él que no había temido a turbas de locos en sus
discursos!
Así que, tan pronto como
subió para hacer la profesión, todos, unos a otros, cada cual según le iba
conociendo, murmuraban su nombre con un murmullo de gratulación -y ¿quién había
allí que no le conociera?- y un grito reprimido salió de la boca de todos los
que con él se alegraban: "Victorino, Victorino." Presto gritaron por la alegría
de verle, mas presto callaron por el deseo de oírle. Hizo la profesión de la
verdadera fe con gran entereza, y todos querían arrebatarle dentro de sus
corazones, y realmente le arrebataban amándole y gozándose de él, que éstas eran
las manos de los que le arrebataban.
CAPITULO III
6. ¡Dios bueno!, ¿qué es lo
que pasa en el hombre para que se alegre más de la salud de un alma desahuciada
y salvada del mayor peligro que si siempre hubiera ofrecido esperanzas o no
hubiera sido tanto el peligro? También tú, Padre misericordioso, te gozas más de
un penitente que de noventa y nueve justos que no tienen necesidad de penitencia;
y nosotros oímos con grande alegría el relato de la oveja descarriada, que es
devuelta al redil en los alegres hombros del Buen Pastor, y el de la dracma, que
es repuesta en tus tesoros después de los parabienes de las vecinas a la mujer
que la halló. Y lágrimas arranca de nuestros ojos el júbilo de la solemnidad de
tu casa cuando se lee en ella de tu hijo menor que era muerto y revivió, había
perecido y fue hallado.
Y es que tú te gozas en
nosotros y en tus ángeles, santos por la santa caridad, pues tú eres siempre el
mismo, por conocer del mismo modo y siempre las cosas que no son siempre ni del
mismo modo.
7. Pero ¿qué ocurre en el
alma para que ésta se alegre más con las cosas encontradas o recobradas, y que
ella estima, que si siempre las hubiera tenido consigo? Porque esto mismo
testifican las demás cosas y llenas están todas ellas de testimonios que claman:
"Así es."
Triunfa victorioso el
emperador, y no venciera si no peleara; mas cuanto mayor fue el peligro de la
batalla, tanto mayor es el gozo del triunfo.
Combate una tempestad a los
navegantes y amenaza tragarlos, y todos palidecen ante la muerte que les espera;
serénanse el cielo y la mar, y alégranse sobremanera, porque temieron
sobremanera.
Enferma una persona amiga y
su pulso anuncia algo fatal, y todos los que la quieren sana enferman con ella
en el alma; sale del peligro, y aunque todavía no camine con las fuerzas de
antes, hay, ya tal alegría entre ellos como no la hubo antes, cuando andaba sana
y fuerte.
Aun los mismos deleites de
la vida humana, ¿no los sacan los hombres de ciertas molestias, no impensadas y
contra voluntad, sino buscadas y queridas? Ni en la comida ni en la bebida hay
placer si no precede la molestia del hambre y de la sed. Y los mismos bebedores
de vino, ¿no suelen comer antes alguna cosa salada que les cause cierto ardor
molesto, el cual, al ser apagado con la bebida, produce deleite? Y cosa
tradicional es entre nosotros que las desposadas no sean entregadas
inmediatamente a sus esposos, para que no tenga a la que se le da por cosa vil,
como marido, por no haberla suspirado largo tiempo como novio.
8. Y esto mismo acontece con
le deleite torpe y execrable, esto con el lícito y permitido, esto con la
sincerísima honestidad de la amistad, y esto lo que sucedió con aquel que era
muerto y revivió, se había perdido y fue hallado, siendo siempre la mayor
alegría precedida de mayor pena.
¿Qué es esto, Señor, Dios
mío? ¿En qué consiste que, siendo tú gozo eterno de ti mismo y gozando siempre
de ti algunas criaturas que se hallan junto a ti, se halle esta parte inferior
del mundo sujeta a alternativas de adelantos y retrocesos, de uniones y
separaciones? ¿Es acaso éste su modo de ser y lo único que le concediste cuando
desde lo más alto de los cielos hasta lo más profundo de la tierra, desde el
principio de los tiempos hasta el fin de los siglos, desde el ángel hasta el
gusanillo y desde el primer movimiento hasta el postrero, ordenaste todos los
géneros de bienes y todas tus obras justas, cada una en su propio lugar y
tiempo?
¡Ay de mí! ¡Cuán elevado
eres en las alturas y cuán profundo en los abismos! A ninguna parte te alejas y,
sin embargo, apenas si logramos volvernos a ti.
CAPITULO IV
9. Ea, Señor, manos a la
obra; despiértanos y vuelve a llamarnos, enciéndenos y arrebátanos, derrama tus
fragancias y sénos dulce: amemos, corramos.
¿No es cierto que muchos se
vuelven a ti de un abismo de ceguedad más profundo aún que el de Victorino, y se
acercan a ti y son iluminados, recibiendo aquella luz, con la cual, quienes la
reciben, juntamente reciben la potestad de hacerse hijos tuyos?
Mas si éstos son poco
conocidos de los pueblos, poco se gozan de ellos aun los mismos que les conocen;
pero cuando el gozo es de muchos, aun en los particulares es más abundante, por
enfervorizarse y encenderse unos con otros.
A más de esto, los que son
conocidos de muchos sirven a muchos de autoridad en orden a la salvación, yendo
delante de muchos que los han de seguir; razón por la cual se alegran mucho de
tales convertidos aun los mismos que les han precedido, por no alegrarse de
ellos solos.
Lejos de mí pensar que sean
en tu casa más aceptas las personas de los ricos que las de los pobres y las de
los nobles más que las de los plebeyos, cuando más bien elegiste las cosas
débiles para confundir las fuertes, y las innobles y despreciadas de este mundo
y las que no tienen ser como si lo tuvieran, para destruir las que son.
No obstante esto, el mínimo
de tus apóstoles, por cuya boca pronunciaste estas palabras, habiendo abatido
con su predicación la soberbia del procónsul Pablo y sujetándole al suave yugo
del gran Rey, quiso en señal de tan insigne victoria cambiar su nombre primitivo
de Saulo en Paulo. Porque más vencido es el enemigo en aquel a quien más tiene
preso y por cuyo medio tiene a otros muchos presos; porque muchos son los
soberbios que tienen presos por razón de la nobleza; y de éstos, a su vez,
muchos por razón de su autoridad.
Así que cuanto con más gusto
se pensaba en el pecho de Victorino -que como fortaleza inexpugnable había
ocupado el diablo y con cuya lengua, como un dardo grande y agudo, había dado
muerte a muchos-, tanto más abundantemente convenía se alegrasen tus hijos, por
haber encadenado nuestro Rey al fuerte y ver que sus vasos, conquistados, eran
purificados y destinados a tu honor, convirtiéndolos así en instrumentos del
Señor para toda buena obra.
CAPITULO V
10. Mas apenas me refirió tu
siervo Simpliciano estas casas de Victorino, encendíme yo en deseos de imitarle,
como que con este fin me las había también él narrado. Pero cuando después
añadió que en tiempos del emperador Juliano, por una ley que se dio, se prohibió
a los cristianos enseñar literatura y oratoria, y que aquél„ acatando dicha ley,
prefirió más abandonar la verbosa escuela que dejar a tu Verbo, que hace
elocuentes las lenguas de los niños que aún no hablan, no me pareció tan
valiente corno afortunado por haber hallado ocasión de consagrarse a ti, cosa
por la que yo suspiraba, ligado no con hierros extraños, sino por mi férrea
voluntad.
Poseía mi querer el enemigo,
y de él había hecho una cadena con la que me tenía aprisionado. Porque de la
voluntad perversa nace el apetito, y del apetito obedecido procede la costumbre,
y de la costumbre no contradecida proviene la necesidad; y con estos a modo de
anillos enlazados entre sí -por lo que antes llamé cadena- me tenía aherrojado
en dura esclavitud. Porque la nueva voluntad que había empezado a nacer en mí de
servirte gratuitamente y gozar de ti, ¡oh Dios mío!, único gozo cierto, todavía
no era capaz de vencer la primera, que con los años se había hecho fuerte. De
este modo las dos voluntades mías, la vieja y la nueva, la carnal y la
espiritual, luchaban entre sí y discordando destrozaban mi alma
11. Así vine a entender por
propia experiencia lo que había leído de cómo la carne apetece contra el
espíritu, y el espíritu contra la carne, estando yo realmente en ambos,
aunque más yo en aquello que aprobaba en mí que no en aquello que en mí
desaprobaba; porque en aquello más había ya de no yo, puesto que en su mayor
parte más padecía contra mi voluntad que obraba queriendo.
Con todo, de mí mismo
provenía la costumbre que prevalecía contra mí, porque queriendo había llegado a
donde no quería. Y ¿quién hubiera podido replicar con derecho, siendo justa la
pena que se sigue al que peca?
Ya no existía tampoco
aquella excusa con que solía persuadirme de que si aun no te servía,
despreciando el mundo, era porque no tenía una percepción clara de la verdad;
porque ya la tenía y cierta; con todo, pegado todavía a la tierra, rehusaba
entrar en tu milicia y temía tanto el verme libre de todos aquellos impedimentos
cuanto se debe temer estar impedido de ellos.
12. De este modo me sentía
dulcemente oprimido por la carga del siglo, como acontece con el sueño, siendo
semejantes los pensamientos con que pretendía elevarme a ti a los esfuerzos de
los que quieren despertar, mas, vencidos de la pesadez del sueño, caen rendidos
de nuevo. Porque así como no hay nadie que quiera estar siempre durmiendo -y a
juicio de todos es mejor velar que dormir-, y, no obstante, difiere a veces el
hombre sacudir el sueño cuando tiene sus miembros muy cargados de él, y aun
desagradándole éste lo toma con más gusto aunque sea venida la hora de
levantarse, así tenía yo por cierto ser mejor entregarme a tu amor que ceder a
mi apetito. No obstante, aquello me agradaba y vencía, esto me deleitaba y
encadenaba.
Ya no tenía yo que
responderte cuando me decías: Levántate, tú que duermes, y sal de entre los
muertos, y te iluminará Cristo; y mostrándome por todas partes ser verdad lo
que decías, no tenía ya absolutamente nada que responder, convicto por la
verdad, sino unas palabras lentas y soñolientas: Ahora... En seguida... Un
poquito más. Pero este ahora no tenía término y este poquito más se iba
prolongando.
En vano me deleitaba en tu
Ley, según el hombre interior, luchando en mis miembros otra ley contra la ley
de mi espíritu, y teniéndome cautivo bajo la ley del pecado existente en mis
miembros. Porque ley del pecado es la fuerza de la costumbre, por la que es
arrastrado y retenido el ánimo, aun contra su voluntad, en justo castigo de
haberse dejado caer en ella voluntariamente.
¡Miserable, pues, de mí!,
¿quién habría podido librarme del cuerpo de esta muerte sino tu gracia, por
Cristo nuestro Señor?
CAPITULO VI
13. También narraré de qué
modo me libraste del vínculo del deseo del coito, que me tenía estrechísimamente
cautivo, y de la servidumbre de los negocios seculares, y confesaré tu nombre,
¡oh, Señor!, ayudador mío y redentor mío. Hacía las cosas de costumbre con
angustia creciente y todos los días suspiraba por ti y frecuentaba tu iglesia,
cuanto me dejaban libre los negocios, bajo cuyo peso gemía.
Conmigo estaba Alipio, libre
de la ocupación de los jurisconsultos después de la tercera asesoración,
aguardando a quién vender de nuevo sus consejos, como yo vendía la facultad de
hablar, si es que alguna se puede comunicar con la enseñanza.
Nebridio, en cambio, había
cedido a nuestra amistad, auxiliando en la enseñanza a nuestro íntimo y común
amigo Verecundo, ciudadano y gramático de Milán, que deseaba con vehemencia y
nos pedía, a título de amistad, un fiel auxiliar de entre nosotros, del que
estaba muy necesitado.
No fue, pues, el interés lo
que movió a ello a Nebridio -que mayor lo podría obtener si quisiera enseñar las
letras-, sino que no quiso este amigo dulcísimo y mansísimo desechar nuestro
ruego en obsequio a la amistad. Mas hacía esto muy prudentemente, huyendo de ser
conocido de los grandes personajes del mundo, evitando con ello toda
preocupación de espíritu, que él quería tener libre y lo más desocupado posible
para investigar, leer u oír algo sobre la sabiduría.
14. Mas cierto día que
estaba ausente Nebridio -no sé por qué causa- vino a vernos a casa, a mí y a
Alipio, un tal Ponticiano, ciudadano nuestro en cualidad de africano, que servía
en un alto cargo de palacio. Yo no sé qué era lo que quería de nosotros.
Sentámonos a hablar, y por
casualidad clavó la vista en un códice que había sobre la mesa de juego que
estaba delante de nosotros. Tomóle, abrióle, y halló ser, muy sorprendentemente
por cierto, el apóstol Pablo, porque pensaba que sería alguno de los libros cuya
explicación me preocupaba. Entonces, sonriéndose y mirándome gratulatoriamente,
me expresó su admiración de haber hallado por sorpresa delante de mis ojos
aquellos escritos, y nada más que aquéllos, pues era cristiano y fiel, y muchas
veces se postraba delante de ti, ¡oh Dios nuestro!, en la iglesia con frecuentes
y largas oraciones.
Y como yo le indicara que
aquellas Escrituras ocupaban mi máxima atención, tomando él entonces la palabra,
comenzó a hablarnos de Antonio, monje de Egipto, cuyo nombre era celebrado entre
tus fieles y nosotros ignorábamos hasta aquella hora. Lo que como él advirtiera,
detúvose en la narración, dándonos a conocer a tan gran varón, que nosotros
desconocíamos, admirándose de nuestra ignorancia.
Estupefactos quedamos oyendo
tus probadísimas maravillas realizadas en la verdadera fe e Iglesia católica y
en época tan reciente y cercana a nuestros tiempos. Todos nos admirábamos:
nosotros, por ser cosas tan grandes, y él, por sernos tan desconocidas.
15. De aquí pasó a hablarnos
de las muchedumbres que viven en monasterios, y de sus costumbres, llenas de tu
dulce perfume, y de los fértiles desiertos del yermo, de los que nada sabíamos.
Y aun en el mismo Milán había un monasterio, extramuros de la ciudad, lleno de
buenas hermanos, bajo la dirección de Ambrosio, y que también desconocíamos.
Alargábase Ponticiano y se
extendía más y más, oyéndole nosotros atentos en silencio. Y de una cosa en otra
vino a contarnos cómo en cierta ocasión, no sé cuando, estando en Tréveris,
salió él con tres compañeros, mientras el emperador se hallaba en los juegos
circenses de la tarde, a dar un paseo por los jardines contiguos a las murallas,
y que allí pusiéronse a pasear juntos de dos en dos al azar, uno con él por un
lado y los otros dos de igual modo por otro, distanciados.
Caminando éstos sin rumbo
fijo, vinieron a dar en una cabaña en la que habitaban ciertos siervos tuyos,
pobres de espíritu, de los cuales es el reino de los cielos. En ella hallaron
un códice que contenía escrita la Vida de San Antonio, la cual comenzó uno de
ellos a leer, y con ello a admirarse, encenderse y a pensar, mientras leía, en
abrazar aquel género de vida y, abandonando la milicia del mundo, servirte a ti
solo.
Eran estos dos cortesanos de
los llamados agentes de negocios. Lleno entonces repentinamente de un amor santo
y casto pudor, airado contra sí y fijos los ojos en su compañero, le dijo:
"Dime, te ruego, ¿adónde pretendemos llegar con todos estos nuestros trabajos?
¿Qué es lo que buscamos? ¿Cuál es el fin de nuestra milicia? ¿Podemos aspirar a
más en palacio que a amigos del César? Y aun en esto mismo, ¿qué no hay de
frágil y lleno de peligros? ¿Y por cuántos peligros no hay que pasar para llegar
a este peligro mayor? Y aun esto, ¿cuándo sucederá? En cambio, si quiero, ahora
mismo puedo ser amigo de Dios." Dijo esto, y turbado con el parto de la nueva
vida, volvió los ojos al libro y leía y se mudaba interiormente, donde tú le
veías, y desnudábase su espíritu del mundo, como luego se vio.
Porque mientras leyó y se
agitaron las olas de su corazón, lanzó algún bramido que otro, y discernió y
decretó lo que era mejor y, ya tuyo, dijo a su amigo: "Yo he roto ya con aquella
nuestra esperanza y he resuelto dedicarme al servicio de Dios, y esto lo quiero
comenzar en esta misma hora y en este mismo lugar. Tú, si no quieres imitarme,
no quieras contrariarme."
Respondió éste que "quería
juntársele y ser compañero de tanta merced y tan gran milicia". Y ambos tuyos ya
comenzaron a edificar la torre evangélica con las justas expensas del abandono
de todas las cosas y de tu seguimiento.
Entonces Ponticiano y su
compañero, que paseaban por otras partes de los jardines, buscándoles, dieron
también en la misma cabaña, y hallándoles les advirtieron que retornasen, que
era ya el día vencido. Entonces ellos, refiriéndoles su determinación y
propósito y el modo cómo había nacido y confirmádose en ellos tal deseo, les
pidieron que, si no se les querían asociar, no les fueran molestos. Mas éstos,
en nada mudados de lo que antes eran, lloráronse a sí mismos según decía, y les
felicitaron piadosamente y se encomendaron a sus oraciones; y poniendo su
corazón en la tierra se volvieron a palacio; mas aquéllos, fijando el suyo en el
cielo, se quedaron en la cabaña.
Y los dos tenían prometidas;
pero cuando oyeron éstas lo sucedido, te consagraron también su virginidad.
CAPITULO VII
16. Narraba estas cosas
Ponticiano, y mientras él hablaba, tú, Señor, me trastocabas a mí mismo,
quitándome de mi espalda, adonde yo me había puesto para no verme, y poniéndome
delante de mi rostro para que viese cuán feo era, cuán deforme y sucio, manchado
y ulceroso.
Veíame y llenábame de
horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo. Y si intentaba apartar la vista
de mí, con la narración que me hacía Ponticiano, de nuevo me ponías frente a mí
y me arrojabas contra mis ojos, para que descubriese mi iniquidad y la odiase.
Bien la conocía, pero la disimulaba, y reprimía, y olvidaba.
17. Pero entonces, cuanto
más ardientemente amaba a aquellos de quienes oía relatar tan saludables afectos
por haberse dado totalmente a ti para que los sanases, tanto más execrablemente
me odiaba a mí mismo al compararme con ellos. Porque muchos años míos habían
pasado sobre mí -unos doce aproximadamente- desde que en el año diecinueve de mi
edad, leído el Hortensio, me había sentido excitado al estudio de la sabiduría,
pero difería yo entregarme a su investigación, despreciada la felicidad terrena,
cuando no ya su invención, pero aun sola su investigación debería ser antepuesta
a los mayores tesoros y reinos del mundo y a la mayor abundancia de placeres.
Mas yo, joven miserable,
sumamente miserable, había llegado a pedirte en los comienzos de la misma
adolescencia la castidad, diciéndote: "Dame la castidad y continencia, pero no
ahora", pues temía que me escucharas pronto y me sanaras presto de la enfermedad
de mi concupiscencia, que entonces más quería yo saciar que extinguir. Y
continué por las sendas perversas de la superstición sacrílega, no como seguro
de ella, sino como dándole preferencia sobre las demás, que yo no buscaba
piadosamente, sino que hostilmente combatía.
18. Y pensaba yo que el
diferir de día en día seguirte a ti solo, despreciada toda esperanza del siglo,
era porque no se me descubría una cosa cierta adonde dirigir mis pasos. Pero
había llegado el día en que debía aparecer desnudo ante mí, y mi conciencia
increparme así: "¿Dónde está lo que decías? ¡Ah! Tú decías que por la
incertidumbre de la verdad no te decidías a arrojar la carga de tu vanidad. He
aquí que ya te es cierta, y, no obstante, te oprime aún aquélla, en tanto que
otros, que ni se han consumido tanto en su investigación ni han meditado sobre
ella diez años y más, reciben en hombros más libres alas para volar."
Con esto me carcomía
interiormente y me confundía vehementemente con un pudor horrible mientras
Ponticiano refería tales cosas, el cual, terminada su plática y la causa por que
había venido, se fue. Mas yo, vuelto a mí, ¿qué cosas no dije contra mí? ¿Con
qué azotes de sentencias no flagelé a mi alma para que me siguiese a mí, que me
esforzaba por ir tras ti? Ella se resistía Rehusaba aquello, pero no alegaba
excusa alguna, estando ya agotados y rebatidos todos los argumentos. Sólo
quedaba en ella un mudo temblor, y temía, a par de muerte, ser apartada de la
corriente de la costumbre, con la que se consumía normalmente.
CAPITULO VIII
19. Entonces estando en
aquella gran contienda de mi casa interior, que yo mismo había excitado
fuertemente en mi alma, en lo más secreto de ella, en mi corazón, turbado así en
el espíritu como en el rostro, dirigiéndome a Alipio exclamé: "¿Qué es lo que
nos pasa? ¿Qué es esto que has oído? Levántanse los indoctos y arrebatan el
cielo, y nosotros, con todo nuestro saber, faltos de corazón, ved que nos
revolcamos en la carne y en la sangre. ¿Acaso nos da vergüenza seguirles por
habernos precedido y no nos la da siquiera el no seguirles?"
Dije no sé qué otras cosas y
arrebatóme de su lado mi congoja, mirándome él atónito en silencio. Porque no
hablaba yo como de ordinario, y mucho más que las palabras que profería
declaraban el estado de mi alma la frente, las mejillas, los ojos, el color y el
tono de la voz.
Tenía nuestra posada un
huertecillo, del cual usábamos nosotros, así como de lo restante de la casa, por
no habitarla el huésped señor de la misma. Allí me había llevado la tormenta de
mi corazón, para que nadie estorbase el acalorado combate que había entablado yo
conmigo mismo, hasta que se resolviese la cosa del modo que tú sabías y yo
ignoraba; mas yo no hacía más que ensañarme saludablemente y morir vitalmente,
conocedor de lo malo que yo estaba, pero desconocedor de lo bueno que de allí a
poco iba a estar.
Retiréme, pues, al huerto, y
Alipio, paso sobre paso tras mí; pues, aunque él estuviese presente, no me
encontraba yo menos solo. Y ¿cuando estando así afectado me hubiera él
abandonado? Sentámonos lo más alejados que pudimos de los edificios. Yo bramaba
en espíritu, indignándome con una turbulentísima indignación porque no iba a un
acuerdo y pacto contigo, ¡oh Dios mío!, a lo que me gritaban todos mis huesos
que debía ir, ensalzándolo con alabanzas hasta el cielo, para lo que no era
necesario ir con naves, ni cuadrigas, ni con pies, aunque fuera tan corto el
espacio como el que distaba de la casa el lugar donde nos habíamos sentado;
porque no sólo el ir, pero el mismo llegar allí, no consistía en otra cosa que
en querer ir, pero fuerte y plenamente, no a medias, inclinándose ya aquí, ya
allí, siempre agitado, luchando la parte que se levantaba contra la otra parte
que caía.
20. Por último, durante las
angustias de la indecisión, hice muchísimas cosas con el cuerpo, cuales a veces
quieren hacer los hombres y no pueden, bien por no tener miembros para hacerlas,
bien por tenerlos atados, bien por tenerlos lánguidos por la debilidad o bien
impedidos de cualquier otro modo. Si mesé los cabellos, si golpeé la frente, si,
entrelazados los dedos, oprimí las rodillas, lo hice porque quise; mas pude
quererlo y no hacerlo si la movilidad de los miembros no me hubiera obedecido.
Luego hice muchas cosas en las que no era lo mismo querer que poder.
Y, sin embargo, no hacía lo
que con afecto incomparable me agradaba muy mucho, y que al punto que lo hubiese
querido lo hubiese podido, porque en el momento en que lo hubiese querido lo
hubiese realmente podido, pues en esto el poder es lo mismo que el querer, y el
querer era ya obrar.
Con todo, no obraba, y más
fácilmente obedecía el cuerpo al más tenue mandato del alma de que moviese a
voluntad sus miembros, que no el alma a sí misma para realizar su voluntad
grande en sola la voluntad.
CAPITULO IX
21. Pero ¿de dónde nacía
este monstruo? ¿Y por qué así? Luzca tu misericordia e interrogue -si es que
pueden responderme- a los abismos de las penas humanas y las tenebrosísimas
contriciones de los hijos de Adán: ¿De dónde este monstruo? ¿Y por qué así?
Manda el alma al cuerpo y le
obedece al punto; mándase el alma a sí misma y se resiste. Manda el alma que se
mueva la mano, y tanta es la prontitud, que apenas se distingue la acción del
mandato; no obstante, el alma es alma y la mano cuerpo. Manda el alma que quiera
el alma, y no siendo cosa distinta de sí, no la obedece, sin embargo. ¿De dónde
este monstruo? ¿Y por qué así?
Manda, digo, que quiera -y
no mandara si no quisiera-, y, no obstante, no hace lo que manda. Luego no
quiere totalmente; luego tampoco manda toda ella; porque en tanto manda en
cuanto quiere, y en tanto no hace lo que manda en cuanto no quiere, porque la
voluntad manda a la voluntad que sea, y no otra sino ella misma. Luego no manda
toda ella; y ésta es la razón de que no haga lo que manda. Porque si fuese
plena, no mandaría que fuese, porque ya lo sería.
No hay, por tanto,
monstruosidad en querer en parte y en parte no querer, sino cierta enfermedad
del alma; porque elevada por la verdad, no se levanta toda ella, oprimida por el
peso de la costumbre. Hay, pues, en ella dos voluntades, porque, no siendo una
de ellas total, tiene la otra lo que falta a ésta.
CAPITULO X
22. Perezcan a tu presencia,
¡oh Dios!, como realmente perecen, los vanos habladores y seductores de
inteligencias, quienes, advirtiendo en la deliberación dos voluntades, afirman
haber dos naturalezas, correspondientes a dos mentes, una buena y otra mala.
Verdaderamente los malos son
ellos creyendo tales maldades; por lo mismo, sólo serán buenos si creyeren las
cosas verdaderas y se ajustaren a ellas, para que tu Apóstol pueda decirles:
Fuisteis algún tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor. Porque
ellos, queriendo ser luz no en el Señor, sino en sí mismos, al juzgar que la
naturaleza del alma es la misma que la de Dios, se han vuelto tinieblas aún más
densas, porque se alejaron con ello de ti con horrenda arrogancia; de ti,
verdadera lumbre que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. Mirad lo que
decís, y llenaos de confusión, y acercaos a él, y seréis iluminados, y vuestros
rostros no serán confundidos.
Cuando yo deliberaba sobre
consagrarme al servicio del Señor, Dios mío, conforme hacía ya mucho tiempo lo
había dispuesto, yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no
quería plenamente ni plenamente no quería, por eso contendía conmigo y me
destrozaba a mí mismo; y aunque este destrozo se hacía en verdad contra mi
deseo, no mostraba, sin embargo, la naturaleza de una voluntad extraña, sino la
pena de la mía. Y por eso no era yo ya el que lo obraba, sino el pecado que
habitaba en mí, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán.
23. En efecto: si son tantas
las naturalezas contrarias cuantas son las voluntades que se contradicen, no han
de ser dos, sino muchas. Si alguno, en efecto, delibera entre ir a sus
conventículos o al teatro, al punto claman éstos: "He aquí dos naturalezas, una
buena, que le lleva a aquéllos, y otra mala, que le arrastra a éste. Porque ¿de
dónde puede venir esta vacilación de voluntades que se contradicen mutuamente?"
Mas yo digo que ambas son
malas, la que le guía a aquéllos y la que arrastra al teatro; pero ellos no
creen buena sino que le lleva a ellos.
¿Y qué en el caso de que
alguno de los nuestros delibere y, altercando consigo las dos voluntades,
fluctúe entre ir al teatro o a nuestra iglesia? ¿No vacilarán éstos en lo que
han de responder? Porque o han de confesar, lo que no quieren, que es buena la
voluntad que les, conduce a nuestra iglesia como van a ella los que han sido
imbuidos en sus misterios y permanecen fieles, o han de reconocer que en un
hombre mismo luchan dos naturalezas malas y dos espíritus malos, y entonces ya
no es verdad lo que dicen, que la una es buena y la otra mala, o se convierten a
la verdad, y en este caso no negarán que, cuando uno delibera, una sola es el
alma, agitada con diversas voluntades.
24. Luego no digan ya,
cuando advierten en un mismo hombre dos voluntades que se contradicen, que hay
dos mentes contrarias, una buena y otra mala, provenientes de dos sustancias y
dos principios contrarios que se combaten. Porque tú, ¡oh Dios veraz!, les
repruebas, arguyes y convences, como en el caso en que ambas voluntades son
malas; v. gr., cuando uno duda si matar a otro con el hierro o el veneno; si
invadir esta o la otra hacienda ajena, de no poder ambas; si comprar el placer
derrochando o guardar el dinero por avaricia; si ir al circo o al teatro, caso
de celebrarse al mismo tiempo; y aun añado un tercer término: de robar o no la
casa del prójimo si se le ofrece ocasión; y aun añado un cuarto: de cometer un
adulterio si tiene posibilidad para ello en el supuesto de concurrir todas estas
cosas en un mismo tiempo y de ser igualmente deseadas todas, las cuales no
pueden ser a un mismo tiempo ejecutadas; porque estas cuatro voluntades -y aun
otras muchas que pudieran darse, dada la multitud de cosas que apetecemos-,
luchando contra sí, despedazan el alma, sin que puedan decir en este caso que
existen otras tantas sustancias diversas.
Lo mismo acontece con las
buenas voluntades. Porque si yo les pregunto si es bueno deleitarse con la
lectura del Apóstol y gozarse con el canto de algún salmo espiritual o en la
explicación del Evangelio, me responderán a cada una de estas cosas que es
bueno. Mas en el caso de que deleiten igualmente y al mismo tiempo, ¿no es
cierto que estas diversas voluntades dividen el corazón del hombre mientras
delibera qué ha de escoger con preferencia?
Y, sin embargo, todas son
buenas y luchan entre sí hasta que es elegida una cosa que arrastra y une toda
la voluntad, que antes andaba dividida en muchas. Esto mismo ocurre también
cuando la eternidad agrada a la parte superior y el deseo del bien temporal
retiene fuertemente a la inferior, que es la misma alma queriendo aquello o esto
no con toda la voluntad, y por eso desgárrase a sí con gran dolor al preferir
aquello por la verdad y no dejar esto por la familiaridad.
CAPITULO XI
25. Así enfermaba yo y me
atormentaba, acusándome a mí mismo más duramente que de costumbre, mucho y
queriéndolo, y revolviéndome sobre mis ligaduras, para ver si rompía aquello
poco que me tenía prisionero, pero que al fin me tenía. Y tú, Señor, me instabas
a ello en mis entresijos y con severa misericordia redoblabas los azotes del
temor y de la vergüenza, a fin de que no cejara de nuevo y no se rompiese
aquello poco y débil que había quedado, y se rehiciese otra vez y me atase más
fuertemente.
Y decíame a mí mismo
interiormente: "¡Ea! Sea ahora, sea ahora"; y ya casi: pasaba de la palabra a la
obra, ya casi lo hacía; pero no lo llegaba a hacer. Sin embargo, ya no recaía en
las cosas de antes, sino que me detenía al pie de ellas y tomaba aliento y lo
intentaba de nuevo; y era ya un poco menos lo que distaba, y otro poco menos, y
ya casi tocaba al término y lo tenía; pero ni llegaba a él, ni lo tocaba, ni lo
tenía, dudando en morir a la muerte y vivir a la vida, pudiendo más en mí lo
malo inveterado que lo bueno desacostumbrado y llenándome de mayor horror a
medida que me iba acercando al momento en que debía mudarme. Y aunque no me
hacía volver atrás ni apartarme del fin, me retenía suspenso.
26. Reteníanme unas
bagatelas de bagatelas y vanidades de vanidades antiguas amigas mías; y
tirábanme del vestido de la carne, y me decían por lo bajo: "¿Nos dejas?" Y
"¿desde este momento no estaremos contigo por siempre jamás?" Y "¿desde este
momento nunca más te será lícito esto y aquello?"
¡Y qué cosas, Dios mío, qué
cosas me sugerían con las palabras esto y aquello! Por tu misericordia aléjalas
del alma de tu siervo. ¡Oh qué suciedades me sugerían, que indecencias! Pero las
oía ya de lejos, menos de la mitad de antes, no como contradiciéndome a cara
descubierta saliendo a mi encuentro, sino como musitando a la espalda y como
pellizcándome a hurtadillas al alejarme, para que volviese la vista.
Hacían, sin embargo, que yo,
vacilante, tardase en romper y desentenderme de ellas y saltar adonde era
llamado, en tanto que la costumbre violenta me decía: "¿Qué?, ¿piensas tú que
podrás vivir sin estas cosas?"
27. Mas esto lo decía ya muy
tibiamente. Porque por aquella parte hacia donde yo tenía dirigido el rostro, y
adonde temía pasar, se me dejaba ver la casta dignidad de la continencia, serena
y alegre, no disolutamente, acariciándome honestamente para que me acercase y no
vacilara y extendiendo hacia mí para recibirme y abrazarme sus piadosas manos,
llenas de multitud de buenos ejemplos.
Allí una multitud de niños y
niñas, allí una juventud numerosa y hombres de toda edad, viudas venerables y
vírgenes ancianas, y en todas la misma continencia, no estéril, sino fecunda
madre de hijos nacidos de los gozos de su esposo, tú, ¡oh Señor!
Y reíase ella de mí con risa
alentadora, como diciendo: "¿No podrás tú lo que éstos y éstas? ¿O es que éstos
y éstas lo pueden por sí mismos y no en el Señor su Dios? El Señor su Dios me ha
dado a ellas. ¿Por qué te apoyas en ti, que no puedes tenerte en pie? Arrójate
en él, no temas, que él no se retirará para que caigas; arrójate seguro, que él
te recibirá y sanará".
Y llenábame de muchísima
vergüenza, porque aún oía el murmullo de aquellas bagatelas y, vacilante,
permanecía suspenso. Mas de nuevo aquélla, como si dijera: Hazte sordo contra
aquellos tus miembros inmundos sobre la tierra, a fin de que sean mortificados.
Ellos te hablan de deleites, pero no conforme a la ley del Señor tu Dios.
Tal era la contienda que
había en mi corazón, de mí mismo contra mí mismo. Mas Alipio, fijo a mi lado,
aguardaba en silencio el desenlace de mi inusitada emoción
CAPITULO XII
28. Mas apenas una alta
consideración sacó del profundo de su secreto y amontonó toda mi miseria a la
vista de mi corazón, estalló en mi alma una tormenta enorme, que encerraba en sí
copiosa lluvia de lágrimas. Y para descargarla toda con sus truenos
correspondientes, me levanté de junto Alipio -pues me pareció que para llorar
era más a propósito la soledad- y me retiré lo más remotamente que pude, para
que su presencia no me fuese estorbo. Tal era el estado en que me hallaba, del
cual se dio él cuenta, pues no sé qué fue lo que dije al levantarme, que ya el
tono de mi voz parecía cargado de lágrimas.
Quedóse él en el lugar en
que estábamos sentados sumamente estupefacto; mas yo, tirándome debajo de una
higuera, no sé cómo, solté la rienda a las lagrimas, brotando dos ríos de mis
ojos, sacrificio tuyo aceptable. Y aunque no con estas palabras, pero sí con el
mismo sentido, te dije muchas cosas como éstas: ¡Y tú, Señor, hasta cuándo!
¡Hasta cuándo, Señor, has de estar irritado! No quieras más acordarte de
nuestras iniquidades antiguas. Sentíame aún cautivo de ellas y lanzaba voces
lastimeras: "¿Hasta cuándo, hasta cuándo, ¡mañana!, ¡mañana!? ¿Por qué no hoy?
¿Por qué no poner fin a mis torpezas en esta misma hora?"
29. Decía estas cosas y
lloraba con amarguísima contrición de mi corazón. Mas he aquí que oigo de la
casa vecina una voz, como de niño o niña, que decía cantando y repetía muchas
veces: "Toma y lee, toma y lee".
De repente, cambiando de
semblante, me puse con toda la atención a considerar si por ventura había alguna
especie de juego en que los niños soliesen cantar algo parecido, pero no
recordaba haber oído jamás cosa semejante; y así, reprimiendo el ímpetu de las
lágrimas, me levanté, interpretando esto como una orden divina de que abriese el
códice y leyese el primer capítulo que hallase.
Porque había oído decir de
Antonio que, advertido por una lectura del Evangelio, a la cual había llegado
por casualidad, y tomando como dicho para sí lo que se leía: Vete, vende todas
las cosas que tienes, dalas a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y
después ven y sígueme, se había la punto convertido a ti con tal oráculo.
Así que, apresurado, volví
al lugar donde estaba sentado Alipio y yo había dejado el códice del Apóstol al
levantarme de allí. Toméle, pues; abríle y leí en silencio el primer capítulo
que se me vino a los ojos, y decía: No en comilonas y embriagueces, no en lechos
y en liviandades, no en contiendas y emulaciones sino revestíos de nuestro Señor
Jesucristo y no cuidéis de la carne con demasiados deseos.
No quise leer más, ni era
necesario tampoco, pues al punto que di fin a la sentencia, como si se hubiera
infiltrado en mi corazón una luz de seguridad, se disiparon todas las tinieblas
de mis dudas.
30. Entonces, puesto el dedo
o no sé qué cosa de registro, cerré el códice, y con rostro ya tranquilo se lo
indiqué a Alipio, quien a su vez me indicó lo que pasaba por él, y que yo
ignoraba. Pidió ver lo que había leído; se lo mostré, y puso atención en lo que
seguía a aquello que yo había leído y yo no conocía. Seguía así: Recibid al
débil en la fe, lo cual se aplicó él a sí mismo y me lo comunicó. Y
fortificado con tal admonición y sin ninguna turbulenta vacilación, se abrazó
con aquella determinación y santo propósito, tan conforme con sus costumbres, en
las que ya de antiguo distaba ventajosamente tanto de mí.
Después entramos a ver a la
madre, indicándoselo, y llenóse de gozo; contámosle el modo como había sucedido,
y saltaba de alegría y cantaba victoria, por lo cual te bendecía a ti, que eres
poderoso para darnos más de lo que pedimos o entendemos, porque veía que le
habías concedido, respecto de mí, mucho más de lo que constantemente te pedía
con gemidos lastimeros y llorosos.
Porque de tal modo me
convertiste a ti que ya no apetecía esposa ni abrigaba esperanza alguna de este
mundo, estando ya en aquella regla de fe sobre la que hacía tantos años me
habías mostrado a ella. Y así convertiste su llanto en gozo, mucho más
fecundo de lo que ella había apetecido y mucho más caro y casto que el que podía
esperar de los nietos que le diera mi carne.
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