sábado, 24 de enero de 2015

El espacio sacro, el templo cristiano.

Al afirmar con el evangelio que Cristo es el templo de Dios, expresamos otra de las "concentraciones" realizadas en Cristo. Ya hemos encontrado que si él es el Hijo único, extiende la dignidad de hijos de Dios a todos los hombres que se le unen; y si él es el único sacerdote, es para otorgar esa calidad a todo el que lo cree. Lo mismo sucede con el templo de Dios: el cuerpo individual de Cristo se prolonga en la Iglesia, que es su cuerpo, y así la comunidad cristiana es el nuevo templo.

El símbolo del templo para designar a la Iglesia es frecuente en el Nuevo Testamento. En la Primera Carta de Pedro, Cristo es la piedra viva desechada por los hombres, y los cristianos son también piedras vivas del templo del Espíritu (1 Pe 2,4-5). Para san Pablo, Cristo es la primera piedra, el cimiento son los apóstoles y profetas, y todos los cristianos forman parte del edificio "que es la morada de Dios por el Espíritu" (Ef 2,19-22). Los cristianos son templo de Dios porque en la comunidad habita el Espíritu (1 Cor 2,16), y ése es el motivo para evitar todo sincretismo con las creencias paganas: "¿Son compatibles el templo de Dios y los ídolos? Porque nosotros somos templo de Dios vivo" (2 Cor 6,16).

Esta doctrina del Nuevo Testamento confirma el concepto de sacralidad expuesto anteriormente. Si lo único sagrado en la creación es el hombre, sólo en el hombre puede habitar Dios; el lugar sagrado, por tanto, no era más que un símbolo, ahora superado, de la presencia de Dios entre los hombres: "Así lo dijo él -es argumento de san Pablo-: "Habitaré y caminaré con ellos; seré su Dios y ellos serán mi pueblo" (2 Cor 6,16).

Nuestras iglesias no son por sí mismas lugares sagrados, sino locales de reunión para el pueblo santo; si algún carácter sagrado deriva de ello, se basa únicamente en su finalidad. Así lo entendieron los cristianos durante siglos.

Según los Hechos de los Apóstoles, la primera comunidad de Jerusalén, con los apóstoles a la cabeza, asistía a las oraciones judías del templo, pero la ecucaristía, "el partir el pan", se celebraba en una casa (Hch 2,46). Y ciertos grupos cristianos hacían ya poco caso del templo, si juzgamos por la acusación levantada contra Esteban (Hch 6,14).

Incluso después de la paz de Constantino, cuando ya desde hacía tiempo se construían iglesias, la idea estaba presente. Por ejemplo, el compilador de las Constituciones apostólicas, apócrifo de fines del siglo IV, afirma: "No es el lugar el que santifica al hombre, sino el hombre al lugar". Y el papa Sixto, del siglo V, dedica la basílica de Santa María la Mayor al pueblo de Dios, como se lee todavía en el arco del ábside: "Xystus episcopus plebi Dei".

Ningún lugar tiene privilegios de cercanía a Dios; un edificio se llama sacro únicamente por estar destinado a albergar a los creyentes, y para ello ninguna bendición o consagración es necesaria. Tales ceremonias, como hemos dicho antes, no significan más que el propósito de reservarlos para tal uso. Si el local dejara de utilizarse con ese fin, perdería su carácter sacro, que procedía de la presencia habitual de la comunidad cristiana.

¿Es sacro todo espacio? ¿Cuál es la concepción cristiana? El cristianismo desmocha las diferencias, aplana los desniveles; en esto coincide con el secularismo. Pero la oposición es total: el cristiano cree que en todo lugar puede transparentarse Dios; el ateo piensa que en ninguna parte puede arrebolarse la realidad, porque la luz no existe.

Para el cristiano todo lugar es potencialmente sagrado, es decir, apto para encontrar a Dios. Y un lugar se sacraliza particularmente por el encuentro humano, pues todos juntos, como piedras vivas, construimos la morada de Dios.

martes, 13 de abril de 2010

El espacio sacro en Israel.

Según los datos del AT, Israel pasa por varias etapas, dentro de su fe monoteísta. El relato de la creación traza una línea divisoria entre la divinidad y la naturaleza circundante, desmintiendo el mundo "encantado" de los primitivos. Ningún ser de este mundo se identifica con Dios ni con lo divino.

El Dios de los patriarcas no está encerrado en templos; en cualquier lugar se manifiesta y se le ofrecen sacrificios. Jacob tuvo la visión de la escala celeste mientras dormía en un alto de su viaje; allí erigió una estela y derramó una libación de aceite (Gn 28,11-22).

En el desierto, después de la salida de Egipto, el tabernáculo es ambulante; el arca es signo de la presencia de Yahvé, pero la nube, por encima del arca, es la que indica la ruta del pueblo. La instalación en la tierra prometida no ocasiona una centralización del culto: varios lugares en que había descansado el arca seguían considerándose como sagrados.

Más tarde, sin embargo, los cultos de la fertilidad cananeos sedujeron a los israelitas, que los imitaron para propiciarse a los dioses locales, patronos de las buenas cosechas. Este deslizamiento hacia la idolatría, amén de razones políticas, provocó la centralización del culto de Yahvé, y se construyó el templo en Jerusalén.

¿Se había demarcado el espacio sacro? Sí, pero no del todo. El perímetro del templo pagano trazaba la linde de lo sacro encerrando al dios dentro. Yahvé no se deja aprisionar. En primer lugar, no tolera que lo representen, no admite que proyecciones humanas esculpan su imagen. Acepta un templo, ceremonias, vestidos, jerarquías, sacrificios, como los demás dioses, pero queda siempre por encima; no se deja domesticar, no permite que lo transporten o adornen. COmo en el desierto, él es libre y la iniciativa es suya.

Sucede lo mismo con las descripciones que de él se hacen: podrán llamarlo guerrero o juez, hablar de su brazo, del humo de sus narices, incluso de su bramido o relincho, pero su nombre, Yahvé, quedará siempre enigmático. Es un Dios disponible para el corazón del hombre: "Antes de que me llamen, yo les responderé; aún estarán hablando y los habré escuchado" (Is 65,24), pero no para sus manos; es guía, no instrumento; acepta dones, no sobornos; y todo el cálculo y la diplomacia humana deben reconocer su superioridad. Yahvé anuncia la ruina de su templo, y deja que lo destruyan, porque no está vinculado a un espacio; proclama que es Dios del universo e ironiza él mismo sobre su casa: "El cielo es mi trono y la tierra el estrado de mis pies: ¿Qué templo podréis construirme o qué lugar para que descanse? Todo eso lo hicieron mis manos, todo es mío" (Is 66,1-2). El templo le venía estrecho.

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