lunes, 26 de enero de 2015

Espíritu y libertad.

El principio de liberación es el Espíritu: "Donde hay Espíritu del Señor hay libertad" (2 Cor 3,17). El Espíritu es fuerza y amor o, quizá mejor, la fuerza del amor de Dios. Por ser amor, hace que el cristiano se sienta libre; por ser fuerza y dinamismo, traduce la libertad en obras de amor mutuo. Al infundir libertad y amor, el Espíritu es principio de alegría y experiencia de salvación; es el vino que el cristiano puede beber hasta embriagarse (Ef 5,18); él es espontaneidad, iniciativa inesperada; así lo subraya san Juan, afirmando que quien nace del Espíritu es como el Espíritu mismo, que no se sabe de dónde viene ni adónde va (Jn 3,8). Amor, libertad, alegría son la vida cristiana, según la describe el Nuevo Testamento.

Esta visión de la vida es el polo opuesto del legalismo. De hecho, los argumentos usados por san Pablo para combatir la doctrina farisea de la perfección por la observancia de la Ley son válidos contra toda ley, no solamente contra la de Moisés. Cristo libera al hombre de la constricción de toda ley exterior. El régimen de ley es régimen de maldición (Gál 3,10), porque vivir sujetos a la ley significa estar bajo el dominio del pecado (Rom 6,14).

La única Ley del Nuevo Testamento es la del Espíritu. Esta no consiste en un nuevo código de enseñanzas más elevadas y preceptos más sublimes, sino en un dinamismo interior, en una fuente de energía. La escena de Pentecostés descrita en los Hechos de los Apóstoles quiere significar precisamente esto: aquella fiesta conmemoraba el día en que Moisés dio la Ley a Israel en el Sinaí; y el mismo día baja la nueva Ley, el Espíritu Santo, sobre todos y cada uno de los miembros de la Iglesia allí reunidos (Hch 1,14; 2,1). En la Iglesia no hay más ley que el Espíritu que vive en cada cristiano; él ha tomado el lugar de todo código, antiguo y moderno.

Por eso la ley entera se condensa en un mandamiento: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Gál 5,14), porque el amor no es primariamente una norma de conducta, sino de fuerza, y solamente un dinamismo interior es capaz de cambiar al hombre y darle vida; la letra externa mata (2 Cor 3,6).

El dinamismo del Espíritu fructifica en una conducta, que podemos explicitar con san Pablo en los aspectos del amor fraterno: "El amor es paciente, es afable, el amor no tiene envidia, no se jacta ni se engríe, no es grosero ni busca lo suyo, no se exaspera ni lleva cuentas del mal, no simpatiza con la injusticia, simpatiza con la verdad. Disculpa siempre, se fía siempre, espera siempre, aguanta siempre" (1 Cor 13,4-7).

Este es el amor que Dios ha derramado en nuestros corazones dándonos el Espíritu Santo (Rom 5,5); así, lo que era imposible a la Ley, reducida a la impotencia por los bajos instintos, lo ha hecho Dios (ibíd 8,3), y el ideal que proponía la Ley puede realizarse en nosotros que procedemos dirigidos por el Espíritu (ibíd 8,4).

El ideal moral se realiza ahora no por coacción exterior, sino por impulso interno; aquélla era condición de esclavos, la condición de hijos consiste en dejarse guiar por el Espíritu de Dios (Rom 8,14).

No está ausente en el cristiano el antagonismo entre el Espíritu de Dios y los bajos deseos, que incitan a la inmoralidad, al rencor, rivalidad y partidismo (Gál 5,19). Hay que esforzarse por ser dócil a la dirección del Espíritu de Dios. Dada esta situación imperfecta, se entiende el papel que pueda jugar la guía de las leyes en la situación concreta del cristiano. Pero antes conviene considerar la autolimitación que se impone la libertad cristiana, dictada por su esencia de amor al prójimo.

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