lunes, 26 de enero de 2015

Fariseos y profetas.

El contraste entre la doctrina farisea y la predicación profética es profundo. No es que los profetas no descendiesen a pormenores de conducta moral, pero éstos estaban siempre en función de una totalidad, de una exigencia radical y vital de relación con Dios. Ante todo, predicaban la fidelidad a un Dios personal, no a un código estricto; el código, las normas morales concretas debían ser expresión y guía de la relación con Dios. Lo fundamental era el diálogo, el intercambio con Dios, que en su formulación más atrevida usaba términos de amor conyugal entre Dios y su pueblo (Oseas 2). La conducta era consecuencia de la actitud; la ética, de la entrega. En la concepción profética el pecado es global: consiste en una actitud vital equivocada que provoca la ruptura con Dios; los actos pecaminosos no son sino riachuelos por los que corre el agua corrompida de la actitud.

Para el fariseo, entregado a la observancia de una Ley en la que ve plasmada la voluntad de Dios, todo mandamiento es igualmente importante, pues cada uno expresa la misma suprema voluntad. Lo decisivo es obedecer a Dios, sea en lo que sea; y toda la vida, aun en lo mínimo, ha de ser ejercicio de esa obediencia. La obsesión con ser fiel al detalle eclipsa la relación personal con Dios: el observante se relaciona, en el caso límite exclusivamente, con el texto escrito. La relación hombre-Dios se convierte en la de hombre-ley.

Al reducir el campo de visión al ámbito de la obediencia, a los preceptos, se concibe también la relación con Dios sólo en términos de obediencia, no ya de entrega filial o de fidelidad por amor. Dios se convierte en el amo que inspecciona el proceder de sus criados.

De esta manera, la relación vital con Dios pasa a ser una relación jurídica; la experiencia de Dios cede el paso a la enseñanza de un código. La percepción profética de lo que Dios merece y exige establecía el grado de importancia de los preceptos y era capaz de cribar los estratos de leyes para conservar lo válido. La enseñanza farisea, en cambio, basada en el método analítico y privada de la intuición de lo divino, lo almacenaba todo y a todo atribuía vigencia perenne.

El profeta denunciaba el pecado-actitud; el fariseo acusa de cada infracción particular a una regla. El profeta atacaba las malas resultantes, el fariseo combate cada una de las componentes. En vez de agobiarse y atosigar a los demás, como hacía el fariseo, regulando cada pormenor, el profeta llama primero a una vida más plena que luego se encauzará según lo exijan las circunstancias. La vida es el diálogo con Dios, la comunión con él; lo demás seguirá.

Se pasa de los ojos de fuego a las gafas del miope: del aliento del espíritu a la caja registradora. Se crea una religión práctica y verificable. Se alcanzará la perfección paso a paso o pasito a pasito, por acumulación laboriosa de detalles. Pero hay que proponer una cuestión: ¿Es la religión, ante todo, práctica, o es más bien una alegría, una efusión de familia? ¿Es la ética lo primero, o es consecuencia?

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