domingo, 4 de enero de 2015

HOMILÍA «LA SANTA PASCUA»

Según algunos estudiosos, la homilía La Santa Pascua, de la que se recogen aquí unos fragmentos, proviene del Asia Menor y fue pronunciada en la segunda mitad del siglo II. Aunque no se poseen los datos suficientes para identificar al autor con absoluta precisión, queda fuera de duda su pertenencia al ambiente que seguía el antiguo cómputo hebraico de la celebración de la Pascua, el 14 de Nisán.
La homilía consta de una introducción, dos partes y un epilogo. En la introducción, el autor proclama la belleza de la Pascua y anuncia los motivos fundamentales que tratará en el cuerpo del escrito: la ley de Moisés y la salvación que el Señor nos alcanzó al inmolarse en la Cruz.
Como Melitón de Sardes, el autor de esta homilía atribuye a la Pascua el sentido de misterio, distinguiendo tres fases en su desarrollo: los hechos ocurridos en Egipto, que son figura de la Pascua cristiana; la celebración judaica, querida por Dios para anunciar su plan de salvación, y el auténtico y perfecto misterio pascual de los cristianos, en el que nos introduce el Sacramento de la Eucaristía.
LOARTE
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Los frutos de la Pasión (La Santa Pascua, 49-55)
Ésta era la Pascua que Jesús deseaba padecer por nosotros: con la Pasión librarnos de la pasión, con la Muerte vencer a la muerte, y con el alimento invisible darnos su vida inmortal.
Éste era el deseo salvífico de Jesús, éste su amor enteramente espiritual: mostrar las figuras como figuras y, en su lugar, dar a los discípulos su sagrado cuerpo: tomad y comed, esto es mi Cuerpo; tomad y bebed, ésta es mi Sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos para remisión de los pecados (Mt 26, 26-28). Por eso deseaba, más que comer la Pascua, padecerla, para librarnos de la pasión contraída comiendo.
Por eso, sustituye un árbol por otro y, en vez de la mano perversa que al principio se extendió impíamente, deja enclavar su mano inmaculada con un gesto de piedad, mostrándose como la verdadera Vida colgada del árbol. Tú, Israel, no pudiste comer de él; nosotros, en cambio, con un conocimiento espiritual indestructible, comemos de él y no morimos (cfr. Gn 1, 17; 3, 4-6).
Este es, para mí, árbol de salvación eterna: de él me nutro y sacio. Por sus raíces hundo mis raíces, por sus ramas me expando, de su savia me emborracho, por su espíritu—como de un viento delicioso—soy fecundado. Bajo su sombra he plantado mi tienda y, huyendo de los grandes calores, encuentro un refugio lleno de rocío. Por sus flores florezco, con sus frutos me deleito y los tomo libremente porque están destinados a mí desde el principio.
Este árbol es alimento para saciar mi hambre, manantial para mi sed vestido para mi desnudez; sus hojas son espíritu de vida, y nunca más hojas de higuera (cfr. Gn 3, 7). Este árbol es mi protección cuando temo a Dios, mi báculo cuando vacilo, mi premio cuando combato y mi trofeo cuando venzo. Este árbol es para mí senda angosta y camino estrecho. Este árbol es la escala de Jacob y la vía de los ángeles, en cuya cima está verdaderamente apoyado el Señor.
Este árbol de dimensiones celestiales se eleva desde la tierra hasta los cielos, hincándose entre el cielo y la tierra como planta eterna, como sostén de todas las cosas y quicio del universo, como soporte del mundo entero y vínculo cósmico, que mantiene unida a la mudable naturaleza humana, enclavándola con los clavos invisibles del Espíritu, para que, sujeta a la divinidad, no se separe más de ella (...).
Aunque llena el universo, el Señor se desvistió para luchar desnudo contra las potencias del aire. Y por un instante gritó que se apartase de Él ese cáliz, para mostrar verdaderamente que Él es también hombre (cfr. Lc 22, 42); pero acordándose de su misión y queriendo cumplir el designio de salvación para el que había sido enviado, gritó de nuevo: no mi voluntad, sino la tuya (Ibid.). En efecto, el espíritu está pronto, pero la carne es débil (Mt 26, 41).
Como combatía una batalla victoriosa en favor de la vida, su sagrada cabeza fue coronada de espinas, borrando así la antigua maldición de la tierra y extirpando con su divina frente las copiosas espinas producidas por el pecado. Al beber después la amarga y ácida hiel del dragón, derramó las dulces fuentes que manan de él.
Queriendo, en efecto, destruir la obra de la mujer y contraponerse a aquella que al principio salió del costado de Adán como portadora de muerte, el Señor abrió su sagrado costado, del cual manó su sagrada sangre y el agua, signos plenos de las espirituales y místicas bodas, de la adopción y de la regeneración, según lo que está escrito: Él os bautizará en Espfritu Santo y fuego (Mt 3, 11): el agua como bautismo en el Espíritu, la sangre como bautismo en el fuego.
Entonces fueron crucificados con Él dos ladrones, que llevaban en sí las señales de los dos pueblos: uno de ellos se convierte mediante el agradecimiento, confiesa sinceramente sus culpas y se apiada de su Soberano; el otro, en cambio, se rebela porque es de dura cerviz, no muestra agradecimiento ni piedad hacia su Señor y persiste en sus viejos pecados. Estos dos hombres manifiestan también dos sentimientos del alma: uno de ellos se convierte de sus antiguos pecados, se desnuda ante su Soberano y obtiene así, mediante la penitencia, misericordia y recompensa; el otro, en cambio, no tiene excusa, porque, al no querer mudar, permanece ladrón hasta el final.
Cuando terminó [Cristo] el combate cósmico, venciendo en todo y por todo, sin ser exaltado como Dios ni postrado como hombre, se quedó plantado, como límite de todas las cosas, como trofeo de victoria, llevando en sí mismo un triunfo contra el enemigo.
Entonces, frente a su larga resistencia, el universo se llenó de estupor; entonces, los cielos se conmovieron, y las potencias, los tronos y las leyes celestiales se estremecieron, al ver colgado al archiestratega de la gran milicia. Poco faltó para que los astros del cielo cayeran, al contemplar extendido a Aquél que es anterior a la estrella de la mañana, y durante algún tiempo la llama del sol se apagó, viendo oscurecerse la gran luz del mundo. Entonces se quebraron las piedras (cfr. Mt 17, 51 ) de la tierra, para gritar la ingratitud de Israel: tú no reconociste la piedra espiritual que seguiste y de la cual bebiste (cfr. I Cor 14, 4); se rasgó el velo del templo, para participar en la Pasión y señalar al verdadero Sacerdote celeste. Por poco el mundo entero no fue aplastado y disuelto por el espanto ante la Pasión, si el gran Jesús no hubiese exhalado su divino Espíritu diciendo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc 23, 46).
Y mientras todas las cosas eran turbadas y removidas por un estremecimiento de miedo, inmediatamente, al remontarse el divino Espíritu, el universo casi reanimado, vivificado y consolidado encontró su estabilidad.

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