LIBRO SEXTO: TEOLOGÍA MÍTICA Y CIVIL DE VARRÓN.
PROEMIO
Me parece que he disputado
bastante en estos cinco libros pasados contra los que temerariamente sostienen
que por la importancia y comodidad de la vida mortal, y por el goce de los
bienes terrenos, deben adorarse con el rito y adoración que los griegos llaman
latría, y se debe únicamente al solo Dios verdadero, a muchos y falsos dioses, de
los cuales la verdad católica evidencia que son simulacros inútiles, o
espíritus inmundos y perniciosos demonios, o por lo menos criaturas, y no el
mismo Criador.
Y quién no advierte que para una
necedad y pertinacia tan grandes no bastan estos cinco libros ni otros
infinitos por más que sean muchos en el número? En atención a que se reputa por
gloria y honra de la humana lisonja no rendirse a todos los contrastes de una verdad
acrisolada, cuando resulta en perjuicio sin duda de aquel en quien reina tan
monstruoso vicio. Porque también una enfermedad peligrosa contra toda la
industria del? que la cura es invencible, no precisamente porque cause daño alguno
al médico, sino por el que resulta al enfermo considerado como incurable. Pero
las personas que lo que leen lo examinan con madurez y circunspección
habiéndolo entendido y considerado sin ninguna, o a lo menos no con demasiada obstinación
en el error en que se veían sumergidos, echarán de ver fácilmente que con estos
cinco libros que hemos concluido hemos satisfecho bastantemente a más de lo que
exigía la necesidad de la cuestión, antes que haber quedado cortos, y no podrán
poner en duda que toda esa odiosidad que los necios se esfuerzan en arrojar
contra la religión cristiana, tomando pie de las calamidades de este mundo y de
la fragilidad y vicisitudes de las cosas terrenas, con disimulo, más aún, con
la aprobación de los doctos que obrando contra su conciencia se hacen necios
por su loca impiedad, no dudarán, digo, que es un juicio vacío completamente de
todo sentido y razón y llenó de vana temeridad y odio malvado.
CAPITULO PRIMERO: De los que dicen que adoran a los dioses, no por esta vida presente, sino por la eterna.
Ahora, pues, porque según lo pide
nuestra promesa habremos también de refutar y desengañar a los que intentan
defender que debe tributarse adoración a los dioses de los gentiles, que
destruyen la religión cristiana, no por los intereses y felicidades de esta
vida, sino por la que después de la muerte se espera, quiero dar principio a mi
discurso por el verdadero oráculo del salmista rey, donde se lee: Bienaventurado
el hombre que pone toda su confianza en Dios, y el que no se aparta de El, ni fingió
las vanidades y los falsos desvaríos. Con todo, entre todas las ilusorias
doctrinas y falsos despropósitos, los que más tolerablemente se pueden oír son
los de los filósofos a quienes no satisfizo la opinión y error universal de las
gentes, que dedicaron simulacros a los dioses, suponiendo muchas falsedades de
los que llaman dioses inmortales, las cuales, siendo falsas e impías, las
fingieron o, una vez fingidas, las creyeron, y, creídas, las introdujeron en el
culto y ceremonias de su religión. Con estos tales, que aunque no diciéndolo
libremente, pero si al menos en sus obras, como entre dientes aseguraban que no
aprovechan semejantes desatinos, no del todo fuera de propósito se tratará esta
cuestión: si conviene adorar por la vida que se espera después de la muerte, no
a un solo Dios, que hizo todo lo criado espiritual y corporal, sino a muchos
dioses, de quienes algunos de los mismos filósofos, entre ellos los más
acreditados y sabios, sintieron que fueron criados por aquél solo y colocados en
un lugar sublime.
Porque quién sufrirá se diga y
defienda que los dioses de que hicimos mención en el libro IV, a quienes se
atribuye a cada uno, respectivamente, su oficio y cargo de negocios de poco
momento, conceden a los mortales la vida eterna? Por ventura aquellos sabios y
científicos varones que se glorían por un beneficio digno del mayor aprecio el
haber escrito y enseñado, para que se supiese, el método y motivo con que se
había de suplicar a cada uno de los dioses, y qué era lo que se les debía pedir,
a fin de que, inconsiderada y neciamente, como suele hacerse por risa y mofa en
el teatro, no pidiesen agua a Baco y vino a las ninfas, aconsejaran a ninguno
rogase a los dioses inmortales que cuando hubiese pedido a las ninfas vino y le
respondiesen: Nosotras sólo tenemos agua, eso pedidlo a Baco, dijese entonces
prudentemente: Si no tenéis vino, a lo menos dadme la vida eterna? Qué idea
puede haber más monstruosa que este disparate? Acaso excitadas a risa, porque
suelen ser fáciles en reír, a no ser que afecten engañar, como que son demonios,
no responderán al que así les rogare: Hombre de bien, pensáis que tenemos en
nuestra mano la vida, siendo así que habéis oído repetidas veces que ni aun
disponemos de vida?
Así que es Una necedad y desvarío
insufrible pedir o esperar la vida eterna de semejantes dioses, de quienes se
dice que cada partecilla de esta trabajosa y breve vida, y si hay alguna que
pertenezca a su fomento, incremento y sustento, la tiene debajo de su amparo; pero
es con tal restricción, que lo que está bajó la tutela y disposición de uno lo
deben pedir a otro, de que resulta se tenga por tan absurda, imposible y
temeraria tal potestad, como lo son los donaires y disparates del bobo de la
farsa, y cuando esto lo hacen actores ingeniosos ante el público, con razón se
ríen de ellos en el teatro y cuando lo hacen los necios ignorándolo, con más
justa causa se burlan y mofan de ellos en el mundo.
Con mucho ingenio descubrieron
los doctos y dejaron escrito en sus obras a qué dios o diosa de los que
fundaron las ciudades se debería acudir en busca de diversos remedios; es a
saber, qué es lo que se debía pedir a Baco, a las ninfas, a Vulcano, y así a
los demás; de lo que parte referí en el libro IV y parte me pareció conveniente
pasarlo en silencio, y si es un error notable pedir vino a Ceres, pan a Baco, agua
a Vulcano y fuego a las ninfas, cuánto mayor disparate será pedir a alguno de
éstos la vida eterna? Por lo mismo, si cuando preguntábamos acerca del reino de
la tierra qué dioses o diosas debía creerse que le podían dar, habiendo
examinado este punto, averiguamos era muy ajeno de la verdad el pensar que los
reinos, a lo menos de la tierra, los daba ninguno de los que componen tanta
multitud de falsos dioses. Por ventura, no será una disparatada impiedad el creer
que la vida eterna, que sin duda alguna y sin comparación se debe preferir a
todos los reinos de la tierra, la pueda dar a nadie ninguno de ellos?
Porque está fuera de toda
controversia que semejantes dioses no podían dar ni aun el reino de la tierra, por
sólo el especioso título de ser ellos dioses grandes y soberanos; siendo estos
dones tan viles y despreciables, que no se dignarían cuidar de ellos, viéndose
en tan encumbrada fortuna, a no ser que digamos que por más que uno, con justa
razón vilipendie, considerando la fragilidad humana, los caducos títulos del
reino de la tierra, estos dioses fueron de tal calidad. que parecieron indignos
de que se les confiase la distribución y conservación de ellas, no obstante de
ser correspondiente a su alta dignidad encomendárselas y ponerlas bajo su
custodia
Y, por consiguiente, si conforme
a lo que manifestamos en los dos libros anteriores, ninguno de los que componen
la turba de los dioses, ya sea de los plebeyos o de los patricios, es idóneo
para dar los reinos mortales a los mortales, cuánto menos podrá de mortales
hacer inmortales?
Y más que si lo tratamos con los
que defienden deben ser adorados los dioses, no por las facilidades de la vida
presente, sino por la futura, acaso nos dirán que de ninguna manera se les debe
tributar veneración, a lo menos por aquellas cosas que se les atribuyen como
repartidas entre ellos y propias de la potestad peculiar de cada uno, porque
así lo persuada la luz de la verdad, sino porque así lo introdujo la opinión
común, fundada en la vanidad humana y en el fanatismo, como se persuaden los
que sostienen que su culto es necesario para sufragar a las necesidades de la
vida mortal, contra quienes en los cinco libros precedentes he disputado lo
preciso cuanto me ha sido posible. Pero siendo, como es, innegable nuestra
doctrina; si la edad de los que adoran a la diosa Juventas fuera más feliz y
florida, y la de los que la desprecian se acabara en el verdor de su juventud, o
en ella, como en un cuerpo cargado de años, quedarán yertos y fríos; si la
fortuna Barbada con más gracia y donaire vistiera las quijadas de sus devotos, y
a los que no lo fuesen los viéramos lampiños y mal barbados, dijéramos muy bien
que hasta aquí cada una de estas diosas podía en alguna manera limitarse a sus
peculiares oficios, y, por consiguiente, que no se debía pedir ni a la Juventas
la vida eterna, pues no podía dar ni aun la barba; ni de la fortuna Barbada se
debía esperar cosa buena después de esta vida, porque durante ella no tenía autoridad
alguna para conceder siquiera aquella misma edad en que suele nacer la barba.
Mas ahora, no siendo necesario su
culto ni aun para las cosas que ellos entienden que les están sujetas, ya que
muchos que fueron devotos dé la diosa Juventas no florecieron en aquella edad, y
muchos que no lo fueron gozaron del vigor de la juventud; y asimismo algunos
que se encomendaron a la fortuna Barbada, o no tuvieron barbas o las tuvieron
muy escasas; y si hay algunos que por conseguir de ella las barbas la
reverencian, los barbados que la desprecian se mofan y burlan de ellos.
Es posible que esté tan obcecado
el corazón humano que viendo está lleno de embelecos y es inútil el culto de
los dioses para obtener estos bienes temporales y momentáneos, sobre los que
dicen que cada uno preside particularmente a su objeto, crea que sea importante
para conseguir vida eterna? Esta, ni aun aquellos, han osado afirmar que la
pueden dar; ni aun aquellos, digo, que para que el vulgo necio los adorase, porque
pensaban que eran muchos en demasía, y que ninguno debía estar ocioso, les
repartieron con tanta prolijidad y menudencia todos estos oficios temporales.
CAPITULO Il: Qué es lo que se debe creer que sintió Varrón de los dioses de los gentiles, cuyos linajes y sacrificios, de que él dio noticia fueron tales, que hubiera usado con ellos de más reverencia si del todo los hubiera pasado en silencio.
Quién anduvo buscando todas estas
particularidades con más curiosidad que Marco Varrón? Quién las descubrió más doctamente?
Quién las consideró con más atención? Quién las distinguió con más exactitud y
las escribió con más profusión y diligencia? Este escritor, aunque no es en el
estilo y lenguaje muy suave, con todo, inserta tanta doctrina y tan buenas sentencias,
que en todo género de erudición y letras que nosotros llamamos humanas y ellos
liberales, enseña tanto al que busca la ciencia cuanto Cicerón deleita al que
se complace en la hermosura de la frase. Finalmente, el mismo Tulio habla de
éste con tanta aprobación, que dice en los libros académicos que la disputa la
tuvo con Marco Varrón, sujeto, dice, entre todos sin controversia agudísimo y
sin ninguna duda doctísimo; no le llama elocuentísimo o fecundísimo, porque en
realidad de verdad en la retórica y elocuencia con mucho no llega a igualarse
con los muy elocuentes y fecundos, sino entre todos, sin disputa, agudísimo.
En aquellos libros, digo, en los
académicos, donde pretende probar que todas las cosas son dudosas, le
distinguió con el apreciable título de doctísimo. Verdaderamente que de esta
prenda estaba tan cierto, que quitó la duda que suele poner en todo, como si
habiendo de tratar de este célebre escritor, conforme a la costumbre que tienen
los académicos de dudar de todo, se hubiera olvidado de que era académico. Y en
el libro I, celebrando las obras que escribió el mismo Varrón: Andando, dice, nosotros
peregrinando y errantes por nuestra ciudad como si fuéramos forasteros, tus
libros puedo asegurar nos encaminaron y tornaron a casa, para que, al fin, pudiéramos
advertir quiénes éramos y adónde estábamos; tú nos declaraste la edad de nuestra
patria, tú las descripciones de los tiempos, tú la razón de la religión, el
oficio de los sacerdotes, la disciplina doméstica y pública de los sitios, regiones,
pueblos y de todas las cosas divinas y humanas nos declaraste los nombres, géneros,
oficios y causas.
Este Varrón, pues, es de tan
excelente e insigne doctrina, que brevemente recopila su elogio Terenciano, en
este elegante y conciso verso Varrón por todas partes doctísimo. Leyó tanto, que
causa admiración tuviese tiempo para escribir sobre ninguna materia; y, sin
embargo, escribió tantos volúmenes cuantos apenas es fácil persuadirse que
ninguno pudo jamás leer. Este Varrón, digo, tan perspicaz e instruido, si
escribiera contra las cosas divinas, de que escribió también y dijera que no
eran cosas religiosas, sino supersticiosas, no sé si escribiera en ellas cosas
tan dignas de risa, tan impertinentes y tan abominables. Con todo, adoró a
estos mismos dioses y fue de dictamen que se debían reverenciar, tanto, que en
los mismos libros dice teme no se pierdan, no por violencia causada por los
enemigos, sino por negligencia de los ciudadanos. De esta inminente ruina dice que
los libra depositándolos y guardándolos en la memoria de los buenos, por medio
de aquellos sus libros, con una diligencia harto más provechosa que la que es
fama usó Metelo cuando libró su estatua de Vesta, y Eneas sus Penates del voraz
incendio de Troya. Y con todo, deja allí escritas a la posteridad sentencias
dignas que los sabios y los ignorantes las desechen y algunas sumamente
contrarias a las verdades de la religión. En virtud de este proceder, qué
debemos pensar sino que este hombre, siendo muy ingenioso y docto, aunque no
libre por la gracia del Espíritu Santo, se halló oprimido de la detestable
costumbre y leyes de su patria, y, con todo, no quiso pasar en silencio las
causas que le movían, so color de encomendar la religión?
CAPITULO III: La división que hace Varrón de los libros que compuso acerca de las antigüedades de las cosas humanas y divinas.
Habiendo escrito cuarenta y un
libros sobre las antigüedades, los dividió según materias divinas y humanas. En
estas últimas consume veinticinco, en las divinas dieciséis, siguiendo en la
división de materias esta distribución; de forma que reparte en cuatro partes
veinticuatro libros concernientes a las cosas humanas, designando seis a cada
parte. Allí trata por extenso quiénes, dónde, cuándo y qué llevan a cabo. Así
que en los seis primeros habla de los hombres, en los seis segundos de los lugares,
en los seis terceros de los tiempos, y en los seis últimos de las cosas; y así
cuatro veces seis hacen veinticuatro. Pero, además, colocó uno por sí solo, al
principio, que en común habla de todos los asuntos propuestos. El que trata
asimismo de las cosas divinas guardó el mismo método en la división, por lo
respectivo a los ritos y víctimas que se deben ofrecer a los dioses, ya que los
hombres, en determinados lugares y tiempos les ofrecen el culto divino. Las
cuatro materias que, he dicho las comprendió en cada tres libros: en los tres
primeros trata de los hombres; en los tres siguientes, de los lugares; en el
tercer grupo, de los tiempos; en los tres últimos, del culto divino; designando
en ese lugar, por medio de una sencilla distinción, quiénes, dónde, cuándo y
qué ofrecen. Mas porque convenía decir -que era lo que principalmente se
esperaba de él- quiénes eran aquellos a quienes se ofrece, trató también de los
mismos dioses en los tres postreros, para que cinco veces tres fuesen quince, y
son entre todos, como he dicho, dieciséis; porque al principio puso uno de por
sí, que primero habla en común de todos. Y acabado éste, luego, conforme a la
división hecha en las cinco partes, los primeros que pertenecen a los hombres
los reparte de este modo: en el primero trata de los pontífices; en el segundo,
de los augures o adivinos; en el tercero, de los quince varones que atendían a
las funciones sagradas. Los tres segundos, que miran a los lugares, de esta
manera: en el primero trata de los oratorios; en el segundo, de los templos
sagrados; en el tercero, de los lugares religiosos; y los tres que siguen luego,
que conciernen a los tiempos, esto es, a los días festivos, que en el primero
habla de las ferias, en el segundo de los juegos circenses, en el tercero de
los escénicos. Los del cuarto ternario, que pertenecen a las cosas sagradas; los
divide así: en el primero diserta sobre las consagraciones; en el segundo, de
la reverencia y culto particular, y en el tercero, del público. A éste, como
aparato de los asuntos que ha de exponer en los tres que restan, siguen, en
último lugar, los mismos dioses, en cuyo honor ha empleado todas sus tareas
literarias, por este orden: en el primero trata de los dioses ciertos; en el
segundo, de los inciertos; en el tercero y último, de los dioses escogidos.
CAPITULO IV: Que, conforme a la disputa de Varrón, entre los que adoran a los dioses, las cosas humanas son más antiguas que las divinas.
De lo que hemos ya insinuado y
dios adelante puede fácilmente advertir el que obstinadamente no fuere enemigo
de sí propio, que en toda esta traza, en esta hermosa y sutil distribución y
distinción, en vano se busca y espera la vida eterna, que imprudentemente la
quieren y desean. Porque toda esta doctrina, o es invención de los hombres o de
los demonios, y no de los demonios que ellos llaman buenos, sino, por hablar
más claro, de los espíritus inmundos o, más ciertamente, malignos, los cuales con
admirable odio y envidia ocultamente plantan en los juicios de los impíos unas
opiniones erróneas y perniciosas con que el alma más y más se vaya
desvaneciendo y no pueda acomodarse ni adaptarse con la inmutable y eterna
verdad; y en ocasiones, evidentemente, las infunden en los sentidos y las
confirman con los embelecos y engaños que les es posible imaginar.
Este mismo Varrón confiesa que
por eso no escribió en primer lugar de las cosas humanas y después de las
divinas, porque antes hubo ciudades, y después éstas ordenaron e instituyeron
las ceremonias de la religión. Pero, al mismo tiempo, es indudable que a la
verdadera religión no la fundó ninguna ciudad de la tierra, antes sí, ella es
la que establece una ciudad verdaderamente celestial. Y ésta nos la inspira y
enseña el verdadero Dios, que da la vida eterna a los que de corazón le sirven.
La razón en que se funda Varrón cuando confiesa que por eso escribió
primeramente de las cosas humanas y después de las divinas, porque éstas, fueron
instituidas y ordenadas por los hombres, es ésta: Así como es primero el pintor
que la tabla pintada, primero el arquitecto que el edificio, así son primero
las ciudades que las instituciones que ordenaron estas mismas. Aunque dice que
escribiera antes de los dioses y después de los hombres, si escribiera sobre
toda la naturaleza de los dioses, como si escribiera aquí de alguna y no de
toda, o como si alguna naturaleza de los dioses, aunque no sea toda, no debe
ser primero que la de los hombres. Cuanto más que en los tres últimos libros, tratando
cuidadosamente de los dioses ciertos, de los inciertos y de los escogidos, parece
que no omite ninguna naturaleza de los dioses. Qué significa, pues, lo que dice?
Si escribiéramos de toda la naturaleza de los dioses y de los hombres, primero
concluyéramos con la divina que tocáramos a la humana? Porque, o escribe de
toda la naturaleza de los dioses, o de alguna o de ninguna; si de toda, debe
ser preferida, sin duda, a las cosas humanas; si de alguna, por qué también
ésta no ha de preceder a las cosas humanas? Acaso no merece alguna parte de los
dioses ser antepuesta aun a toda la naturaleza de los hombres? Y si es
demasiado que alguna parte divina logre preferencia generalmente sobre todas
las cosas humanas, por lo menos será razón que se anteponga siquiera a las romanas,
puesto que escribió los libros relativos a las cosas humanas, no precisamente
por lo que respecta a todo el orbe de la tierra, sino en cuanto conciernen a
sola Roma. A los cuales, sin embargo, en los libros de las cosas divinas, dijo
que, según el orden analítico que habla observado en escribir, con razón los, había
antepuesto, así como debe ser preferido el pintor a la tabla pintada, el
arquitecto al edificio, confesando con toda claridad que estas cosas divinas, igualmente
que la pintura y el edificio, son instituciones que deben su erección a los
hombres.
Resta, por último, sepamos que no
escribió sobre naturaleza alguna de los dioses, lo cual no lo quiso hacer
claramente y al descubierto; antes lo dejó a la consideración de los que lo
entienden, Pues cuando se dice no toda, comúnmente se entiende , alguna; pero
puede entenderse asimismo ninguna, porque la que es ninguna, ni es todo ni es
alguna; en atención a que, como él dice: Sí escribiera de toda la naturaleza de
los dioses, en el orden de la escritura debiera preferiría a las cosas humanas;
y conforme lo dice a voces, la verdad, aunque él lo calla, debiera anteponerla
por lo menos, a las glorias romanas, cuando no fuera toda, a lo menos alguna; es
así que con razón se pospone, luego no quiere hacer alusión a los dioses, donde
se infiere que no quiso preferir las cosas humanas a las divinas; antes, por el
contrario, a las verdaderas no quiso anteponer las falsas; pues en cuanto
escribió acerca de las cosas humanas siguió la historia según el orden de los
sucesos y acaecimientos; mas en lo que llama cosas divinas, qué autoridad
siguió sino meras conjeturas y sueños fantásticos?
Esto es, en efecto, lo que quiso
con tanta sutileza dar a entender, no sólo escribiendo últimamente de éstas y
no de aquéllas sino también dando la razón por qué lo hizo así. La cual, si
omitiera, acaso esto mismo que hizo lo defendieran otros de diversa manera; pero
en la misma causa que dio no dejó lugar a los otros para sospechar lo que
quisiesen a su albedrío. Con pruebas bien concluyentes y con razones harto
claras dio a entender que prefirió los hombres a las instituciones humanas, y
no la naturaleza humana a la naturaleza de los dioses. Y por esto confieso ingenuamente
que Varrón escribió los libros pertenecientes a las cosas divinas, no según el
idioma de la verdad que concierne a la naturaleza, sino según la falsedad que
toca al error. Lo cual reprodujo más extensamente en otro lugar, como lo
insinúe en el Libro IV, diciendo que él seguirá gustosamente el estilo y traza
de la naturaleza si él fundara una nueva ciudad; pero, como había hallado una
ya fundada, no pudo sino acomodarse y seguir las prácticas de ella.
CAPITULO V: De los tres géneros de Teología, según Varrón fabulosa, natural y civil.
Y de qué aprecio es la
proposición por la que sostiene que hay tres géneros de Teología, esto es, ciencia
de los dioses, de los cuales el uno se llama mítico, el otro físico y el
tercero civil? Al primer género le denominaremos con propiedad fabuloso, que es
lo mismo que mthicon, pues mithos, en griego, quiere decir fábula: que al
segundo llamemos natural, ya la costumbre de hablar así lo exige; al tercero, que
se llama civil, él mismo le nombró en lengua latina. Después dice llaman mítico
aquel del que usan los poetas, físico del que los filósofos, civil del que usa
el pueblo. En el primero, dice, se hallan infinitas ficciones indignas de la naturaleza
de los inmortales; por cuanto en él se advierte cómo un dios nació de la cabeza,
otro procedió de un muslo, otro de unas gotas de sangre. En él se lee cómo los
dioses fueron ladrones, adúlteros y cómo sirvieron a los hombres; finalmente, en
él atribuyen a los dioses todas las criminalidades que no sólo puede cometer un
hombre, sino también aquellas que apenas se pueden acumular al más vil y
despreciable. Aquí, a lo menos, donde pudo, donde se atrevió y donde le pareció
que pudo hacerlo sin costarle molestia alguna, declaró con razones patéticas y
demostrativas y sin obscuridad o ambigüedad, cuán grande agravio e injuria se
hacía a la naturaleza de los dioses fingiendo de ellos mentirosas fábulas; explicóse
en términos tan insinuantes y propios, porque hablaba no de la Teología natural,
no de la civil, sino de la fabulosa, a la cual le pareció debía culpar y
reprender libremente.
Veamos lo que dice de lo segundo:
El segundo género es, dice, el que he enseñado, del cual nos dejaron escritos
los filósofos muchos libros, donde se expone qué sean los dioses, de qué género
y calidad, desde qué tiempo proceden, si son ab aeterno, si constan de fuego, como
creyó Heráclito, si de números; como Pitágoras; si de átomos, como Epicuro, y
otros desvaríos semejantes más acomodados para oídos entre paredes, en las
escuelas, que afuera en el trato humano y conversación social. No culpó o
reprendió proposición alguna relativa al género que llama físico y pertenece a
los filósofos; sólo refirió las controversias que existen entre ellos, de las
que han nacido tanta multitud de sectas, como se advierte, todas tan
discordantes entre sí. Con todo, separó de este género, sacándole del trato
común, esto es, de las investigaciones del vulgo y encerrándole dentro de las
escuelas y sus paredes. Mas al otro, esto es, al primero, mentiroso y obsceno, no
le apartó ni exterminó de las ciudades. Oh, verdaderamente religiosos oídos los
del vulgo, y sobre todo los de un romano! Lo que los filósofos disputan acerca
de los dioses inmortales no lo pueden oír y lo que cantan los poetas y
representan los farsantes, porque todo es indigno de la naturaleza de los
inmortales, y porque son crímenes que pueden recaer no sólo en cualquier hombre,
sino en el más bajo, humilde y despreciable; no sólo lo toleran, sino que oyen
con gusto; y no contentos con esto, resuelven autorizadamente que esto es lo
que agrada a los mismos dioses, y que por medio de semejantes representaciones
teatrales debe aplacarse su ira.
Diré alguno: estos dos géneros, mítico
y físico, esto es, el fabuloso y el natural, debemos distinguirlos del civil, de
que ahora tratamos, así como él los distinguió, y veamos ya cómo declara el
civil. Bien considero las razones que militan para que se deba distinguir del
fabuloso, supuesto que es falso, torpe e indigno; mas el querer distinguir el
natural del civil, qué otra cosa es, sino confesar que el mismo civil es
asimismo mentiroso? Porque si aquél es natural, qué tiene de reprensible para
que se deba excluir? Y si éste que se llama civil no es natural, qué mérito
tiene para que se deba admitir? Esta es, en efecto, la causa porque primero
escribió de las cosas humanas y últimamente de las divinas; pues en éstas no
siguió la naturaleza de los dioses, sino las intrucciones de los hombres. Examinemos,
pues, al mismo tiempo la Teología civil: El tercer género es, dice, el que en las
ciudades los ciudadanos, con especialidad los sacerdotes, deben saber y
administrar, en el cual se incluye qué dioses deben adorarse y reverenciar
públicamente, qué ritos y sacrificios es razón que cada uno les ofrezca. Veamos
ahora también lo que se sigue: La primera Teología, dice, principalmente es
acomodada para el teatro; la segunda, para el mundo; la tercera, para la ciudad.
Quién no echa de ver a cuál dio la primacía? Sin duda que a la segunda, de la
que dijo arriba cómo era peculiar a los filósofos, porque ésta, añade, que
pertenece al mundo, es la que éstos reputan por la más excelente de todas. Pero
las otras dos Teologías, la primera y la tercera, es a saber, la del teatro y
la de la ciudad, las distinguió o las separó? Porque advertimos que no porque
una cosa sea propia de la ciudad puede consiguientemente pertenecer al mundo, aunque
vemos que las ciudades están en el mundo; pues es posible acontezca que la
ciudad instruida y fundada en opiniones falsas adore y crea tales cosas, cuya
naturaleza no se halla en parte alguna del mundo o fuera de su ámbito. Y el
teatro, dónde está sino en la ciudad? Y quién instituyó el teatro sino la
ciudad? Y por qué le instituyó sino por afición a los juegos escénicos? Y dónde
se hallan colocados los juegos escénicos sino entre las cosas divinas, de las
cuales se escriben estos libros con tanto ingenio y agudeza?
CAPITULO VI: De a Teología mítica, esto es, fabulosa, y de la civil, contra Varrón.
Oh Marco Varrón! Eres ciertamente
el más ingenioso entre todos los hombres, y, sin duda, el más sabio; pero
hombre, en fin, y no Dios; y, por lo mismo, aunque no ha sido elevado a la
cumbre de la verdad y de la libertad por el espíritu de Dios para ver y publicar
las maravillas divinas, bien echas de ver cuánta diferencia se debe hacer entre
las cosas divinas y entre las fruslerías y mentiras humanas; pero temes ofender
las erróneas opiniones y las pervertidas costumbres del pueblo, que las ha
recibido entre las supersticiones públicas; asimismo, notas que estas ficciones
repugnan a la naturaleza de los dioses, aun de aquellos que la flaqueza del
espíritu humano imagina destruidos en los elementos de este mundo; tú lo echas
de ver cuando por todas partes las consideras, y todo cuanto tenéis escrito en
vuestros libros lo dice a voces: qué hace aquí, aunque sea excelentísimo, el
humano ingenio? De qué te sirve en tal conflicto la sabiduría humana, aunque
tan vasta y tan inmensa? Deseas adorar los dioses naturales y eres forzado a
venerar los civiles? Hallaste que los unos eran fabulosos, contra quienes
pudiste libremente decir tu sentir, y, sin embargo, aun contra tu misma
voluntad, viniste a salpicar en los civiles. Por qué confiesas que los fabulosos
son acomodados para el teatro, los naturales para el mundo, los civiles para la
ciudad, siendo, como es, el mundo obra de todo un Dios, y las ciudades y los
teatros invenciones humanas, y no siendo los dioses, de quienes se burlan y
ríen en los teatros, otros que los que se adoran en los templos, y no dedicando
los juegos a otros que a los que ofrecéis las víctimas y sacrificios? Con
cuánta más libertad y con cuánta más sutileza hicieras esta división, diciendo
que unos eran dioses naturales y otros instituidos por los hombres. Pero que de
los establecidos por los hombres, una cosa enseña la doctrina de los poetas, otra
la de los sacerdotes, aunque una y otra profesan entre sí una amistad mutua, por
lo que ambas tienen de falsas; y de una y otra gustan los demonios, a quienes
ofende la doctrina de la verdad.
Dejando a un lado por un breve
rato la Teología que llaman natural, de la cual hablaremos después, os parece, acaso,
que debemos perder o esperar la vida eterna de los dioses poéticos, teátricos, juglares
y escénicos? Ni por pensamiento; antes nos libre Dios de cometer tan execrable
y sacrílego desatino. Acaso interpondremos nuestros ruegos para suplicar nos
concedan la vida eterna unos dioses que gustan oír unos desvaríos, y se aplacan
cuando se refieren y frecuentan en semejantes lugares sus culpas? Ninguno, a lo
que pienso, ha llegado con su desvarío a un tan grande despeñadero de tan loca
impiedad. De donde se infiere que nadie alcanza la vida eterna con la Teología
fabulosa, ni con la civil; porque una va, sembrando doctrinas detestables, fingiendo
de los dioses acciones torpes, y la otra, con el aplauso que las presta, las va
segando y cogiendo; la una esparce mentiras, la otra las coge; la una recrimina
a las deidades con supuestas culpas, la otra recibe y abraza entre las cosas divinas
los juegos donde se celebran tales crímenes; la una, adornada con la poesía
humana, pregona abominables ficciones de los dioses; la otra consagra esta
misma poesía a las solemnidades de los mismos dioses; la una canta las impurezas
y bellaquerías de los dioses, la otra las estima sobremanera; la una las
publica y finge, y la otra o las confirma por verdaderas o se deleita aun con
las falsas; ambas son seguramente torpes, ambas odiosas; pero la una -que es la
teátrica-, profesa públicamente la torpeza, y la otra -que es la civil-, se
adorna con la obscenidad de aquella. Es posible que hemos, de esperar alcanzar
la vida eterna con lo que ésta, caduca y temporal, se profana?
Y si adultera la vida el comercio
y trato con los hombres facinerosos cuando se entrometen a hacer consentir
nuestros afectos y voluntades en sus maldades, cómo no ha de profanarla y
pervertir la sociedad con los demonios, que se adoran y veneran con sus culpas?
Si éstas son verdaderas, qué malos los que son adorados?; si falsas, cuán mal
son adorados? Cuando esto decimos, quizá parecerá al que fuere demasiado
ignorante en esta materia que sólo las impurezas que se celebran de semejantes
dioses son indignas de la, Majestad Divina; ridículas y abominables las que cantan
los poetas y se representan en los juegos escénicos; pero los sacramentos que
celebran, no los histriones, sino los sacerdotes, son limpios, puros y ajenos
de toda esta impiedad e indecencia. Si esto fuese así, jamás nadie fuera de
parecer que se celebrasen en honra y reverencia de los dioses las torpezas que
pasan en el teatro, nunca ordenaran los mismos dioses que públicamente se
representaran; mas no se ruborizan de hacer semejantes abominaciones en
obsequio de los dioses, en los teatros, porque lo mismo se practica en los templos;
finalmente, el mismo autor referido, procurando distinguir la Teología civil de
la fabulosa, y formar una tercera Teología en su género, más quiso que la
entendiésemos compuesta de la una y de la otra que distinta y separada de ambas.
Y así dice que lo que escriben los poetas es menos de lo que debe seguir el
pueblo, y lo que los filósofos es más de lo que conviene escudriñar al vulgo. Asegurando
asimismo que, no obstante de estar tan encontradas entre sí una y otra
doctrinas, sin embargo, están recibidas no pocas opiniones de tantos géneros en
el gobierno de los pueblos; con lo cual, lo que fuere común con los poetas, lo
escribiremos juntamente con lo civil, aunque entre éstos debemos más arrimarnos
y comunicar con los filósofos que con los poetas Luego no del todo habla con
los poetas, aunque en otro lugar dice que, por, lo respectivo a las
generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas
que a la de los físicos, por cuanto aquí designa lo que debía hacer, y allí lo
que se hacía. Los físicos, añade, escribieron para la utilidad común, y los
poetas para deleitar. Y así, según este sentir, lo que han escrito estos poetas
y lo que no debe seguir el pueblo son las culpas de los dioses, los cuales con
todo deleitan, igualmente así al pueblo como a los dioses. Porque a fin de
deleitar, escriben, como dicen los poetas, y no para aprovechar; y con todo, escriben
lo que los dioses pueden apetecer y el pueblo se lo pueda representar.
CAPITULO VII: De la semejanza y conveniencia que hay entre la Teología civil y fabulosa.
Así que la Teología civil se
reduce a la Teología fabulosa, teatral, escénica, llena de preceptos indignos y
torpes, y toda esta que justamente parece se debe reprender o condenar es parte
de la otra, que, según su dictamen, se, debe reverenciar y adorar, y parte no
por cierto despreciable; la cual no sólo no es distinta ni ajena en todas sus
partes de todo lo que es cuerpo, sino que del todo es muy conforme con ella, y
convenientemente, como miembro de un mismo cuerpo, se la han acomodado. y
juntado con ella.
Y si no, digan, qué nos
manifiestan aquellas estatuas, las formas, las edades, los sexos y hábitos de
los dioses? Por ventura consideran los poetas a Júpiter barbado y a Mercurio
desbarbado, y los pontífices no? Pregunto: fueron los cómicos solos los que
atribuyeron enormes crímenes a Priapo, y no los sacerdotes? O le presentan en
los lugares sagrados a la pública adoración bajo otro aspecto, o con distintos
adornos cuando le sacan para que se rían de él en los teatros? Acaso los
comediantes representan a Saturno viejo y a Apolo joven, o de una manera
diferente como están sus estatuas en los templos? Por qué, preguntó, Fórculo, que
preside las puertas y Lementino el umbral, son dioses varones, y Cardea, que
custodia los quicios, es hembra? Acaso no se hallan estas simplezas en los
libros relativos, a las cosas divinas, las cuales, poetas graves las tuvieron
por indignas de incluirlas en sus obras? Por qué causa Diana, la del teatro, trae
armas, y la de la ciudad no es más que una simple doncella? Por qué motivo
Apolo, el de la escena es citarista, y el de Delfos no ejercita tal arte? Pero
todos estos despropósitos son tolerables respecto de otros más torpes. Qué
sintieron del mismo Júpiter los que colocaron al ama que le crió en el
Capitolio? Por ventura por este hecho no confirmaron la opinión del Evemero, quien,
no con fabulosa locuacidad, sino con exactitud histórica, escribió que todos
estos dioses fueron hombres, y hombres mortales? Igualmente, los que fingieron
a los dioses Epulones parásitos convidados a la mesa de Júpiter, qué otra cosa
quisieron que fuesen sino unas ceremonias de pura farsa? Porque si en el teatro
dijera el bobo o el gracioso que en el convite de Júpiter hubo también sus
parásitos, sin duda que parecería que había intentado con este donaire hacer
reír a la gente; pero lo dijo Varrón, y no en ocasión que escarnecía a los dioses,
sino cuando los recomendaba y celebraba. Testigos fidedignos de que lo escribió
así con los libros, no los pertenecientes a las cosas humanas, sino los que
tratan de las divinas, y no en parte donde explicaba los juegos escénicos, sino
donde enseñaba al mundo los ritos del Capitolio; finalmente, de estas ficciones
se deja vilmente vencer, confesando que así como supieron de los dioses que
tuvieron forma humana, así también creyeron que gustaban de los humanos
deleites.
CAPITULO VIII: De las interpretaciones de las razones naturales que procuran aducir los doctores paganos en favor de sus dioses.
Sin embargo, dicen que todo esto
tiene ciertas interpretaciones fisiológicas, esto es, razones naturales, como
si nosotros en la presente controversia buscásemos la Fisiología y no la
Teología; es decir, no la razón de la naturaleza, sino la de Dios, porque, aunque
el verdadero Dios es Dios, no por opinión, sino por naturaleza, con todo, no
toda naturaleza es Dios, pues, en efecto, la del hombre, la de la bestia, la
del árbol, la de la piedra, es naturaleza, y nada de esto es Dios; y si, cuando
tratamos de los misterios de la madre de los dioses, lo principal de esta
interpretación consiste en que la madre de los dioses es la tierra, para qué
pasamos adelante en la imaginación? Para qué escudriñamos lo demás? Qué
argumento hay que concluya con más evidencia en favor de los que sostienen que
todos estos dioses fueron 'hombres? Y en esta conformidad son terrígenas e
hijos de la tierra, así como la tierra es su madre; pero en la verdadera
Teología, la tierra es obra de Dios y no madre; con todo, como quiera que
interpreten sus misterios y los refieran a la naturaleza de las cosas, el ser
hombres afeminados no es según el orden de lo natural, sino contra toda la naturaleza.
Esta dolencia, este crimen, esta ignominia es la que se practica entre aquellas
ceremonias, lo que en las corrompidas costumbres de los hombres apenas se
confiesa en los tormentos; y si estas ceremonias, que, según se demuestra, son
más abominables que las torpezas escénicas, se excusan y purgan porque tienen
sus interpretaciones, con las que se manifiesta que significan la naturaleza de
las cosas, por qué no se excusará y purificará asimismo lo que dicen los poetas?
Pues que ellos han interpretado muchas cosas de la misma manera, y esto de
forma que lo más horrible y abominable que cuentan como de que Saturno se comió
a sus hijos, lo exponen así algunos; que todo cuanto el dilatado transcurso del
tiempo, significado por el nombre de Saturno, engendra, él mismo lo consume. O,
como piensa el mismo Varrón, porque Saturno pertenece a las semillas, las
cuales vuelven a caer en la misma tierra de donde traen su origen, y otros de
otra manera, y así lo demás concerniente al asunto
Y con todo ello, se llama
Teología fabulosa, la cual, con todas estas sus interpretaciones, reprenden, desechan
y condenan; y porque ha fingido acciones impropias del carácter de los dioses, no
sólo con razón la diferencia de la natural, que es propia de las filósofos, sino
también de la civil, de que, tratamos, de la que dicen que pertenece a las
ciudades y al pueblo, lo cual ha sido con este fin, porque como los hombres
ingeniosos y doctos que escriben de estas materias observaron que ambas
Teologías eran dignas de condenación, así la fabulosa como la civil, y se
atrevieron a condenar aquélla y no ésta, propusieron aquélla para condenarla, y
a ésta, que era su semejante, la pusieron en público para que se comparase con
la otra no para que la escogiesen, sino para que se entendiese que era digna de
desechar juntamente con la otra, y de esta manera, sin riesgo alguno de los que
temían reprender la Teología civil, dando de mano a la una y a la otra, que
llaman natural, hállase lugar en los corazones de los que mejor sienten. Porque
la civil y la fabulosa, ambas son fabulosas y ambas civiles, ambas las hallará fabulosas
el que prudentemente considerare las vanidades y las torpezas de ambas, y ambas
civiles, el que advierte incluidos los juegos escénicos, que pertenecen a la
fabulosa, entre las fiestas de los dioses civiles y entre las cosas divinas de
las ciudades
Esto supuesto, cómo se puede
atribuir el poder de dar la vida eterna a ninguno de estos dioses, a quienes
sus propias estatuas, sus ritos y religión convencen que son semejantes a los
dioses fabulosos que claramente reprueban, y muy parecidos a ellos en las
formas, edades, sexo, hábito, matrimonios, generaciones, ritos? En todo lo cual
se conoce que, o fueron hombres, y que conforme a la vida y muerte de cada uno
les ordenaron sus peculiares ritos y solemnidades, insinuándoles y aun asegurándoles
este error y ceguera los demonios, o que realmente fueron unos espíritus
inmundos, que se entrometieron en su voluntad, favorecidos de cualquier ocasión
ventajosa para engañar los juicios humanos.
CAPITULO IX: De los oficios que cada uno de los dioses tiene.
Y qué diremos de los oficios
peculiares de los dioses, repartidos tan vilmente y tan por menudo, por los
cuales, dicen, es menester suplicarles conforme al destino y oficio que cada
uno tiene? Sobre cuyo punto hemos ya dicho bastante, aunque no todo lo que
había que decir; pues, por ventura no se conforma más esta doctrina con los
chistes y donaires de la farsa que con la autoridad y dignidad de los dioses? Si
proveyese uno de dos amas a un hijo suyo para que la una no le diese más que la
comida, y la otra la bebida, así como los romanos designaron para este encargo
dos diosas: Educa y Potina, sin duda parecería que perdía el juicio, y que
hacía en su casa una acción semejante a las que practica el cómico en el teatro
con una desvergüenza extraordinaria. El mismo Varrón confiesa que semejantes
obscenidades era imposible las hiciesen aquellas mujeres ministras de Baco, sino
enajenadas de juicio, aunque después estas abominables fiestas llegaron a
ofender tanto los ojos del Senado, más cuerdo y modesto, que las extinguió y
abolió por un solemne decreto; y a lo menos, al fin quizá, echaron de ver lo
que influyen los espíritus inmundos sobre los corazones humanos cuando los
tienen por dioses. Estas impurezas, a buen seguro que no se ejecutaran en los
teatros, porque allí se burlan, juegan y no andan furiosos; no obstante, el
adorar dioses que gusten también de semejantes fiestas es una especie de furor.
Y de qué valor es aquella
proposición, donde haciendo distinción del religioso y supersticioso, dice que
el supersticioso teme a los dioses, y que el religioso sólo los respeta como a
padres, y no los teme como a enemigos; añadiendo que todos son tan buenos, que
les es más fácil el perdonar; a los culpados que el ofender al inocente? Con
todo, refiere que a la mujer, después del parto, la ponen tres dioses de
centinela, para que de noche no entre el dios Silvano y la cause alguna
molestia; que para significar estos guardas, tres hombres, por la noche, visitan
y rondan los umbrales de la casa, y que primeramente hieren el umbral con un
hacha, después le golpean con mazo y mano de mortero, y, por último, le barren
con unas escobas, a fin de que con estos símbolos de la labranza y cultivo se
prohiba la entrada al dios Silvano, ya que no se cortan ni se podan los árboles
sin hierro, ni el farro se hace sin el mazo con que le deshacen, ni el grano de
las mieses se junta sin las escobas, y que de estas tres cosas tomaron sus
nombres tres dioses: Intercidona, de la intercisión o del partir de la hacha; Pilumno,
del pilón o mazo; Daverra, de las escobas, para que con el amparo de estos
dioses la mujer estuviese segura e indemne contra las furiosas invasiones del
dios Silvano; y así contra la fuerza y rigor de un dios injurioso y malo, no
aprovechara la guarda de los buenos, si no fueran muchos contra uno, y
contrastaran al áspero, horrendo, inculto y en realidad silvestre, como con sus
contrarios, con los símbolos de la labranza y cultivo. Es ésta, pregunto, la
inocencia de los dioses, ésta la concordia? Son éstos los dioses saludables de
las ciudades, más dignos ciertamente de befa y risa que los escarnios de poetas
y teatros?
Váyanse, pues, y procuren
distinguir con la sutileza que pudieren la teología civil de la fabulosa, las
ciudades de los teatros, los templos de las escenas, los ritos de los
pontífices, de los versos de los poetas, como las cosas honestas, de las torpes;
las verdaderas, de las falsas; las graves, de las livianas; las veras, de las
burlas, y las que se deben desear de las que se deben huir.
Bien entendemos lo que pretende; conocen
que la teología teatral y fabulosa depende de la civil, y que de los versos de
los poetas, como de un espejo cristalino, resulta su retrato; y por eso, cuando
hablan de ésta que no se atreven a condenar, con más libertad arguyen y
reprenden aquélla, que es su imagen, para que los que advierten sus deseos
abominen también el mismo original de ésta, cuyo dechado e imagen es aquélla, la
cual, con todo, los mismos dioses, viéndose en ella como en un espejo, la aman;
de modo que se descubre y echa de ver mejor en ambos lo que ellos son, y que
tales son; y así también, con terribles amenazas, forzaron a los que los
adoraban a que les dedicasen las impurezas. de la teología fabulosa, la
pusiesen en sus solemnidades y la tuviesen entre sus cosas sagradas, en lo que,
por una parte, nos enseñaron con la mayor evidencia que ellos eran unos
espíritus torpes, y por otra, a la teología teatral, tan abatida y reprobada, la
hicieron miembro y parte de la civil, que es en cierto modo escogida y aprobada,
para siendo toda ella generalmente obscena y engañosa, Y estando llena en sí misma
de dioses fingidos, una parte estuviese en la liturgia de los sacerdotes y otra
en los versos de los poetas. Y si contiene igualmente otras partes, más, es
otra cuestión; por ahora, por lo que se refiere a la división de Varrón, me
parece que bastantemente he demostrado cómo la teología urbana y teatral
pertenece a una misma civil; y así, participando ambas de unas mismas torpezas
absurdas, impropiedades y falsedades, no hay motivo para que personas
religiosas y piadosas imaginen esperar de la una y de la otra la vida eterna.
Finalmente, hasta el mismo Varrón
refiere y enumera los dioses, comenzando desde la concepción del hombre. Empieza
por Jano y va siguiendo la serie de los dioses hasta la muerte del hombre
decrépito, y concluye con los dioses, que pertenecen al mismo hombre, hasta llegar
a la diosa Nenia, que es la que se invoca en los entierros de los ancianos; después
sigue declarando otros dioses, que pertenecen, no al mismo hombre, sino a las
cosas que son propias del hombre, como es el sustento, el vestido y todo lo
demás que es necesario para la vida, manifestando en todos estos ramos cuál es
el oficio de cada uno, y por qué se debe acudir y suplicar a cada uno de ellos;
pero con toda esta su exactitud y curiosidad, no se hallará que demostró o
nombró un solo Dios a quien se daba pedir la vida eterna, y solamente por ella
sola somos en realidad cristianos.
En vista de esto, quién será tan
estúpido que no advierta que este hombre, declarando con tanta prolijidad la
teología civil, manifestando que es tan semejante a la fabulosa, impía, detestable
e ignominiosa, e indicando con sobrada evidencia que la fabulosa es parte de
ésta, no hace sino preparar el camino en los corazones de los hombres a la
natural, la cual, dice, pertenece a los filósofos, lo que desempeña con tanta
sutileza, que reprende abiertamente la fabulosa, y aunque no se atreve a motejar
la civil, no obstante, al tiempo de declararla y examinarla, muestra cómo es
reprensible; y así, reprobadas la una y la otra, a juicio de los que lo entienden
bien, quede sola la natural, para que usen de ella; de lo cual, con el auxilio
del verdadero Dios. trataremos con más extensión en su lugar.
CAPITULO X: De la libertad con que Séneca reprendió la teología civil, con más vigor que Varrón la fabulosa.
Pero la libertad que faltó, a
Varrón para reprender a cara descubierta y con desahogo, como la otra, esta
teología urbana tan parecida la teatral, no faltó, aunque no del todo, pero sí
en alguna parte, a Anneo Séneca, que por varios indicios sabemos floreció en
tiempo de nuestros santos apóstoles, porque la tuvo en la pluma, aunque le
faltó en la vida. Y así, en el libro que escribió contra las supersticiones, más
abundantemente y con mayor vehemencia reprende esta teología civil y urbana que
Varrón la teatral y fabulosa; pues tratando de las estatuas: dedican -dice- a
los dioses sagrados, inmortales e inviolables en materia vilísima e inmóvil, vistiéndolos
de formas propias de hombres, fieras y peces, y a algunos los hacen de ambos
sexos y de diferentes cuerpos, llamándolos dioses, los cuales, si tomaran
espíritu y vida y de improviso los encontraran, los tuvieran por monstruos. Después,
un poco más abajo, habiendo referido los dictámenes de algunos filósofos, y
celebrando la teología natural se opuso a sí mismo una duda, y dice: Aquí dirá
alguno: He de sufrir yo a Platón y al peripatético Estratón, que el uno hizo a
Dios sin cuerpo y el otro sin alma? Y respondiendo a este argumento, dice: Te
parecen más verdaderos los sueños de Tito Tacio, o los de Rómulo, o los de
Tulio Hostilio? Tito Tacio dedicó a la diosa Cloacina, Rómulo a Pico Tiberino, Hostilio
al Pavor y a la Palidez, afectos pestilenciales del hombre, de los cuales el
uno es un movimiento o alteración del ánimo espantado y despavorido, y el otro
del cuerpo, y no es enfermedad, sino color; y has de creer que éstos son dioses,
canonizándolos y colocándolos en el cielo? De los mismos ritos, atroces y
torpes, acaso no escribió también con la mayor libertad? El uno dice- se corta
las partes que tiene de hombre, y el otro los músculos de los brazos: cómo o
cuándo temen a los dioses airados los que, así granjean y lisonjean los
propicios? Parece que por ningún motivo se deben reverenciar los dioses, si es
que igualmente quieren se les tribute este honor. Tan grande es el furor y
desvarío de un juicio perturbado y sacado de sus quicios, que piensan aplacar a
los dioses con sacrificios tales que ni aun los hombres más bárbaros, traídos
por argumento de fábulas y tragedias crueles, se muestran más inhumanos y
atroces que ellos. Los tiranos, aunque hicieron pedazos los miembros de algunos,
sin embargo, a nadie mandaron que se los despedazase a sí propio. A algunos han
castrado por contemplar o contemporizarse con el apetito sensual de algunos
príncipes; mas ninguno puso en sí mismo las manos por mandato de algún señor
para dejar de ser hombres. A sí propios se despedazaron en los templos, y
bañados en su propia sangre y mortales heridas, imploraron el favor de sus mentidas
deidades; si alguno tiene lugar de ver lo que hacen y lo que padecen, advertirá
acciones tan indecentes e impropias de los honestos, tan indignas de los
libertinos, tan desemejantes y contrarias a las de los cuerdos y sensatos, que
no dudaría decir que están dementes y furiosos si fueran menos en número; pero
ahora la numerosa multitud de fanáticos sirve para que los tengan por juiciosos.
Pues lo que insinúa que pasa en
el mismo Capitolio, y lo que, sin miedo alguno, reprende severamente, quién
creerá que lo ejecutan, sino personas que escarnecen de ello o que están
furiosas? Y así, habiéndose reído porque en las funciones sagradas de los
egipcios lloraban el haber perdido a Osiris, y luego inmediatamente
manifestaban particular alegría de haberle hallado, viendo que el perderle y el
hallarle era fingido; aunque el dolor y alegría de los que nada perdieron y
nada hallaron, realmente le representaban: con todo dice- ésta locura y furor
tiene su tiempo limitado; es tolerable volverse locos una vez en el año. Vine
al Capitolio; vergüenza causará el descubrir la demencia que un furor ridículo
ha tomado por oficio: uno hace como que presenta los nombres al dios, otro se
ocupa en avisar a Júpiter las horas, otro se muestra que es lector, otro
untador, que con un irrisible menear de brazos contrahace al que unta. Hay
algunas mujeres que fingen están aderezando los cabellos a Juno y a Minerva, y
estando no sólo lejos de la estatua, sino del templo, mueven sus dedos como
quien está componiendo y tocando a otra. Hay otras que tienen el espejo, otras
que llaman a los dioses para que les favorezcan en sus pleitos. Hay quien les
ofrece memoriales y les informa de su causa: un excelente archimimo, o director
de escena, anciano ya decrépito, cada día iba a recitar en el Capitolio, como
si los dioses oyeran de buena gana al que los hombres habían ya dejado. Allí
veréis ociosos todo género de oficiales, asistiendo al servicio de los dioses
inmortales. Y poco después dice: éstos, aunque ofrecen al dios un ministerio
superfluo y excusado, sin embargo, no es torpe ni infame: hay algunas mujeres
que están sentadas en el Capitolio, persuadidas de que Júpiter está enamorado
de ellas, sin tener respeto ni miedo a Juno, no obstante de ser una diosa
colérica e iracunda.
Esta libertad no la tuvo Varrón; solo
se atrevió a reprender la teología poética, sin meterse con la civil, a la que
éste fustigó. Con todo, si atendiéramos a la verdad. peores son los templos
donde se ejecutan estas abominaciones que los teatros en donde se fingen. Y así,
en orden a los ritos de la teología civil, aconseja Séneca al sabio que no los
conserve religiosamente en el corazón, sino que los finja en las obras, porque
dice: todo lo cual guardará el sabio como las sanciones establecidas por la ley,
pero no como agradables a los dioses. Y poco después añade: Pues que hacemos
también casamientos con los dioses, y aun esto no es piadosa y legítimamente, por
cuanto casamos a hermanos con hermanas. A Belona casamos con Marte, a Venus con
Vulcano, a Salacia con Neptuno; aunque a algunos los dejamos solteros, como si
les hubiera faltado con quién, principalmente habiendo algunas viudas como
Populonia o Fulgora, y la diosa Rumina, a quienes no me espanto no hubiese
quien las pidiese. Toda esta turba plebeya de dioses, la cual por largo tiempo
la amontonó una dilatada y sucesiva superstición, la adoramos dice- en tales términos,
que parece que su culto y veneración pertenece más al uso ya adaptado. Por lo
tanto, ni aquellas sus leyes civiles, ni el uso y la costumbre instituyeron en
la teología civil cosa que fuese agradable a los dioses, o fuese de importancia;
pero éste, a quien los filósofos, sus maestros, hicieron así libre, como que
era ilustre senador del pueblo romano, reverenciaba lo que reprendía, practicaba
lo que condenaba, lo que culpaba adoraba; y, en efecto, la Filosofía le había enseñado
adecuadas máximas para que no fuese supersticioso en el mundo; mas él, por amor
y respeto a las leyes civiles y a las costumbres establecidas, aunque no ejecutase
lo que el escénico finge en el teatro, sin embargo, le imitaba en el templo, que
es tanto peor y más reprensible; pues lo que hacía por ficción lo hacía de modo
que el pueblo pensaba lo hacía de veras, y el actor de burlas; y fingiendo, antes
deleitaba que engañaba.
CAPITULO XI: Lo que sintió Séneca de los judíos.
Séneca, entre otras
supersticiones relativas a la teología civil, reprende igualmente los ritos de
los judíos, con especialidad la solemnidad del sábado, diciendo que la celebran
inútilmente; porque en los días que interponen cada siete días, estando ociosos,
pierden casi la séptima parte de su vida, y se, malbaratan muchas cosas
dejándolas de hacer al tiempo que debieran; pero no se atrevió a hacer mención
de los cristianos, que ya entonces eran aborrecidos de los judíos, ni en bien
ni en mal, o por no alabarlos quebrantando la antigua costumbre de su patria, o
por no reprenderlos quizá contra su voluntad; pero hablando de los judíos, dice:
Y con todo eso, han cundido y prevalecido tanto las costumbres y método de
vivir de esta malvada nación, que están ya recibidas por todas las provincias
de la tierra, y los vencidos han dado leyes a los vencedores. Admirábase
diciendo esto, y no sabía lo que Dios obraba; al fin puso su parecer, significando
lo que sentía acerca de aquellos ritos, y dice así: Con todo, ellos saben y
entienden las causas en que se fundan sus ritos y ceremonias, y la mayor parte
del pueblo hace lo que ignora por qué lo hace; pero sobre los ritos de los
judíos, las causas porque fueron instituidos por la autoridad divina, la manera
que se observó en su establecimiento, y cómo después por la misma autoridad en
el tiempo en que convino se los quitaron al pueblo de Dios, a quien fue servido
revelar el misterio de la vida eterna, ya en otra parte lo hemos expuesto, principalmente
cuando disputamos contra los maniqueos, y en estos libros lo manifestaremos
también en lugar más oportuno.
CAPITULO XII: Que descubierta la vanidad de los dioses de los gentiles, es, sin duda, que no pueden ellos dar a ninguno la vida eterna, pues que no ayudan tampoco para esta vida temporal.
Mas ahora acerca de estas tres
teologías que los griegos llaman mítica, física y política, y en idioma latino
pueden llamarse fabulosa, natural y civil, de ésta hemos demostrado que no se
debe esperar la vida eterna; tampoco de la fabulosa, a la cual, aún los mismos
que adoran muchos y falsos dioses, con bastante libertad reprenden; y menos de
la civil, cuya parte principal se convence ser la fabulosa, descubriéndose que
es muy semejante a ella y aun peor; pero si no pareciese suficiente a los incrédulos
lo que hemos referido en este libro, añada también lo que hemos dicho
copiosamente en los precedentes, y especialmente en el IV, hablando de Dios, dador
y dispensador de la felicidad. Porque a quién debieran consagrarse los hombres
por amor de la vida eterna, sino sólo a la felicidad, si ésta fuera diosa? Y, supuesto
que no lo es, sino un don de Dios, a qué dios sino al dador de la felicidad nos
hemos de consagrar los que con piadosa caridad amamos y deseamos la vida eterna,
donde se halla la verdadera y completa felicidad? Que ninguno de los dioses que
con tanta torpeza se reverencian, y que si no los adoran más torpemente se
enojan, aunque se confiesan ellos mismos por espíritus inmundos; que ninguno de
éstos, digo, sea dador de la felicidad, creo que por lo que llevamos referido
ninguno tiene que dudar; y el que no da la felicidad, cómo podrá dar la vida
eterna? Cuál es la causa porque llamamos vida eterna aquella donde hay
felicidad sin fin? Pues si el alma vive en las penas eternas, donde también los
espíritus malignos han de ser atormentados, mejor debe ser llamada aquélla muerte
eterna que, vida; porque no hay muerte mayor ni más temible que aquella donde
no muere la muerte; pero como la naturaleza del alma, que fue criada inmortal, no
puede existir sin alguna vida, cualquiera que sea, su muerte más infausta es hallarse
ajena y privada de la vida de Dios en la eternidad del tormento. De donde se infiere
que la vida eterna, esto es, la feliz y bienaventurada sin fin, sólo la da el
que da la verdadera felicidad; la cual, por cuanto está demostrado que no la
pueden dar los dioses que reverencian esta teología civil, por lo mismo, no sólo
no se les debe venerar por interés de las cosas temporales y terrenas, según lo
manifestamos en los cinco libros anteriores, pero mucho menos por la vida
eterna que esperamos después de la muerte; lo cual hemos probado en este solo
libro, aprovechándonos también de las máximas establecidas en los precedentes, y
por cuanto suele estar demasiado arraigada la malicia de una envejecida
costumbre, si a alguno le pareciere que hemos dicho poco en razón de condenar y
desterrar, esta teología civil, atienda con diligencia a lo que con el favor de
Dios estudiaremos en el libro siguiente.
LIBRO SEPTIMO: LOS DIOSES SELECTOS DE LA TEOLOGÍA CIVIL.
PROEMIO
Si pareciere que soy algo más
exacto y prolijo en procurar arrancar y extirpar las perversas y envejecidas
opiniones contrarias a la verdadera religión, las cuales tenía arraigadas
profunda y obstinadamente en los corazones meticulosos el error en que tanto
tiempo había estado el género humano; y si vieren dedicar mis tareas literarias,
y según lo que alcanzan mil facultades intelectuales cooperar, con la gracia de
aquel que como verdadero Dios es poderoso, para extirparlas (aunque los
ingenios que son más vivos y superiores en la comprensión quedan y
suficientemente satisfechos con los libros que dejamos explicados), lo habrán
de sufrir con paciencia; y por amor a la salud eterna de sus prójimos, entender
no es superfluo lo que ya respecto de ellos echan de ver que no es necesario. Grande
negocio, y muy interesante es el que se hace cuando se predica y enseña que se
debe buscar y adorar la verdadera y realmente santa esencia divina, y aun
cuando ella no nos deje suministrar los medios necesarios para sustentar la
humana fragilidad de que al presente estamos vestidos; sin embargo, la causa
final por que se debe buscar y adorar, no es el humo transitorio de esta vida
mortal, sino la vida dichosa y bien aventurada, que no es otra sino la eterna.
CAPITULO PRIMERO: Si habiéndonos constado que no hay divinidad en la teología civil, debemos creer que la debemos hallar en los dioses que llaman selectos o escogidos.
Que esta divinidad, o, por
decirlo así, deidad (porque ya tampoco los nuestros se recelan de usar de esta
palabra, por traducir del idioma griego lo que ellos llaman Ceoteta), que esta
divinidad o deidad, digo, no se halla en la teología denominada civil, es decir,
que la felicidad de la vida eterna no se alcanza con el culto de semejantes dioses,
cuales instituyeron las ciudades, y del modo que ellas establecieron fuesen
adorados; a quien esta verdad no hubiera aún convencido con la doctrina
propuesta en el libro VI que acabamos de concluir, en leyendo acaso éste, no
tendrá que desear más para la averiguación de esta cuestión; porque es factible
piense alguno que por la vida bienaventurada, que no es otra sino la eterna, se
debe tributar adoración a los dioses selectos y principales que Varrón
comprendió en el último libro, de los cuales tratamos ya: sobre este punto no
digo lo que indica Tertuliano, quizá con más donaire que verdad: Que si los
dioses se escogen como las cebollas, sin duda que los demás se juzgan por
impertinentes; no digo esto porque observo que de los escogidos se eligen
igualmente algunos para algún otro objeto mayor y más excelente; así como en la
milicia luego que se ha levantado y escogido la gente bisoña, de ésta también
se eligen para algún lance mayor y más importante de la guerra los más útiles, y
cuando en la Iglesia se escogen y eligen los propósitos y cabezas, no por eso
reprueban a las demás, llamándose con razón todos los buenos fieles escogidos. Elígense
para un edificio las piedras angulares, sin reprobar las demás, que sirven para
otros destinos y partes del edificio. Escógense las uvas para comer, sin
reprobar las demás que dejamos para beber, y no hay necesidad de discurrir por
otros ramos, siendo este asunto sumamente claro; por lo cual, no porque algunos
dioses sean escogidos entre muchos, se debe menospreciar, o, al que escribió
sobre ellos, o a los que los adoran, o a los mismos dioses, antes se debe
advertir quiénes sean éstos y para que efecto los escogieron.
CAPITULO II: Cuáles son los dioses elegidos y si se les excluye de los oficios de los dioses plebeyos.
Varrón enumera y encarece en uno
de sus libros estos dioses elegidos: Jano, Júpiter, Saturno, Genio, Mercurio, Apolo,
Marte, Vulcano, Neptuno, Sol, Orco, el padre Libero, la Tierra, Ceres; Juno, la
Luna, Diana, Minerva, Venus y Vesta. Poco más o menos, entre todos son veinte, doce
machos y ocho hembras. Se pregunta si estos dioses llámanse elegidos por sus
mayores administraciones en el mundo o porque son más conocidos por los pueblos
y se les rinde mayor culto. Si es precisamente porque son de orden superior las
obras que administran, no debíamos haberlos encontrado entre aquella turba de
dioses casi plebeyos, destinados a trabajillos casi insignificantes. Comencemos
por Jano. Este, cuando se concibe la prole, de donde toman principio todas las
obras, distribuidas al por menor a los dioses pequeños, abre la puerta para
recibir el semen. Allí se halla también Saturno por el semen mismo. Allí
alienta también Libero, que, haciendo derramar el semen, libra al varón. Allí
también Lbera, que otros quieren que sea Venus a la vez, que presta a la hembra
el mismo servicio, con el fin de que también ella, emitido el semen, quede
libre. Todos éstos son de los llamados selectos. Pero también se halla allí la
diosa Mena, que preside los menstruos al correr. Esta, aunque es hija de Júpiter,
es plebeya. La provincia de los menstruos corrientes asígnala el mismo autor en
el libro de los dioses selectos a Juno, que es la reina de los elegidos. Lucina,
como Juno, con la susodicha Mena, su hijastra, preside la menstruación. Allí
hacen acto de presencia también dos obscurísimas divinidades, Vitunno y Sentino,
de los cuales uno da la vida a la criatura; y otro, los sentidos. En realidad, dan
mucho más, siendo tan vulgares, que los otros próceres y selectos. Porque qué
es, sin vida y sin sentido, lo que la mujer lleva en su seno sino un no sé qué
abyectisimo y comparable al cieno y al polvo?
CAPITULO III: Nulidad de la razón aducida para mostrar la elección de algunos dioses, siendo más excelente el cometido asignado a muchos inferiores.
1. Cuál fue la causa que compelió
a tantos dioses elegidos a entregarse a las obras más insignificantes, cuando
en la partición de esta munificencia son superados por Vitunno y por Sentino, que
duermen en las sombras de una obscura fama? Da Jano, dios selecto, entrada al
semen y le abre la puerta, por así decirlo. Confiere Saturno, también selecto, el
semen mismo, y Libero, selecto, a su vez confiere la emisión del semen a los
varones. Esto mismo confiere Libera, que es Ceres o Venus, a las hembras. Da
Juno, la elegida, pero no sola, sino con Mena, hija de Júpiter, los menstruos
corrientes para el crecimiento de lo concebido. Confiere el obscuro y plebeyo
Vitunno la vida, y el obscuro y plebeyo Sentino el sentido, funciones ambas que
sobrepujan las de los otros dioses en la misma proporción que la vida y, el
sentido son superados por el entendimiento y la razón. Como los seres
racionales y dotados de entendimiento son más poderosos, sin duda, que los que
viven y sienten sin entendimiento y sin razón, como las bestias, así los seres
dotados de vida y de sentido merecidamente llevan la preferencia a los que ni
viven ni sienten. Se debió, pues, colocar entre los dioses selectos a Vitunno, vivificador,
y a Sentino, sensificador, antes que a Jano, admisor del semen, y que a Saturno,
dador o creador del mismo, y que a Libero y a Libera, movedores o emisores de
él. Es monstruosa la sola imaginación de los sémenes sin vida y sin sentido. Estos
dones escogidos no los dan los dioses selectos, sino ciertos dioses desconocidos
y que están al margen de la dignidad de éstos.
Si encuentran respuesta adecuada
para atribuir, y no sin razón, a Jano el poder de todos los principios, precisamente
en que abre la puerta a la concepción, y para asignar, el de todos los sémenes
a Saturno, en que no puede separarse la seminación del hombre de su propia
operación; y asimismo, para imputar a Libero y a Libera el poder de emitir los
sémenes todos, en que presiden también lo tocante a la sustitución de los
hombres, y para decir que la facultad de purgar y dar a luz es privativa de Juno,
precisamente en que no falta a las purgaciones de las mujeres y a los partos de
los hombres, busquen respuesta para Vitunno y Sentino, si quieren que estos
dioses presidan a todo lo que vive y siente. Si conceden esto, consideren la
sublimidad del lugar en que han de colocarlos, porque nacen de semen se da en
la tierra y sobre la tierra; en cambio, vivir y sentir, según opinan ellos, se
da también en los dioses del cielo. Si dicen que éstas solas son las atribuciones
de Vitunno y Sentino, vivir en la carne y adminicular a los sentidos, por qué
aquel Dios que hace vivir y sentir a todas las cosas no dará también vida y
sentido a la carne, extendiendo con su operación universal este don a los
partos? Qué necesidad hay de Vitunno y de Sentino? Si Aquel que con su regencia
universal preside la vida y los sentidos confió estas cosas carnales, como
bajas y humildes, a éstos como a siervos suyos, están los dioses selectos tan
faltos de domésticos, que no encuentren a quienes confiar estas cosas, sino que
con toda su nobleza, causa aparente de su altivez, se ven obligados a
desempeñar las mismas funciones que los plebeyos? Juno, elegida y reina, esposa
y hermana de Júpiter, es Iterduca de los niños y ejerce su oficio con dos
diosas de las más vulgares, con Abeona y con Adeona. Allí colocaron también a
la diosa Mente encargada de dar buena mente a los niños, y no se la elevó al
rango de los dioses selectos, como si pudiera proporcionarse algo mayor al hombre.
En cambio, se elevó a ese rango a Juno, por ser Iterduca y Domiduca, como si
fuera de algún provecho tomar el camino y ser conducido a casa si la mente no
es buena. Los electores no tuvieron a bien enumerar la diosa que da este bien
entre los dioses selectos. Sin duda que ésta debe ser antepuesta aun a Minerva,
a la cual atribuyeron, entre tantas obras pequeñas, la memoria de los niños. Quién
pondrá en tela de juicio que es mucho mejor tener una buena mente que una
memoria de las más prodigiosas? Nadie que tenga buena mente es malo, mientras
que algunos pésimos tienen una memoria asombrosa. Estos son tanto peores cuanto
menos pueden olvidar lo mal que imaginan. Con todo, Minerva está entre los
dioses selectos, y la diosa Mente se halla arrinconada entre la canalla.
Qué diré de la Virtud? Qué de la
Felicidad? Ya he dicho mucho sobre ellas en el libro IV. Teniéndolas entre las
diosas, no quisieron honrarlas con un puesto entre los dioses selectos, y
honraron a Marte y a Orco, uno hacedor de muertes, y otro, receptor de las
mismas
2. Viendo, como vemos, a los
dioses de la elite confundidos en sus mezquinas funciones con los dioses
inferiores, como miembros del senado con el populacho, y hallando, como
hallamos, que algunos de los dioses que no han creído dignos de ser elegidos
tienen oficios mucho más importantes y nobles que los llamados selectos, no
podemos menos de pensar que se les llama selectos y primates no por su más
prestante gobierno del mundo, sino porque han tenido la fortuna de ser más conocidos
por los pueblos. Por eso dice Varrón que a algunos dioses padres y a algunas
diosas madres les sobrevino la plebeyez, igual que a los hombres. Si, pues, la
Felicidad no cumplió que estuviera entre los dioses selectos justamente quizá
porque alcanzaron tal nobleza no por sus méritos, sino fortuitamente, siquiera,
colóquese entre ellos, o mejor, antes que ellos, a la Fortuna. Esta diosa, creen,
confiere a cada uno sus bienes no por disposición racional, sino a la buena de
Dios, a tontas y a locas. Esta debió ocupar el primer puesto entre los dioses
selectos, ya que entre ellos hizo la principal ostentación de su poder. La
razón es que los vemos escogidos, no por su destacada virtud, no por una
felicidad racional, sino por el temerario poder de la Fortuna, según el sentir
de sus adoradores. Tal vez el mismo disertísimo Salustio tiene la atención fija
en aquellos dioses, cuando escribe: En realidad de verdad, la Fortuna señorea
todas las cosas. Ella lo enaltece y lo encubre todo, más por capricho que por
verdad. No puede hallarse el porqué de que se encomie a Venus y se encubra a la
Virtud, siendo así que a una y a otra consagraron ellos por diosas y no hay
cotejo posible en sus méritos. Y si mereció ser ennoblecida cabalmente por ser
más apetecida, pues es indudable que aman muchos más a Venus que a la Virtud, por
qué se elogió a la diosa Minerva y se dejó en la penumbra a la diosa Pecunia, siendo
así que entre los mortales halaga mucho más la avaricia que la pericia? Aun
entre los mismos que cultivan el arte te verás negro para encontrar un hombre
cuyo arte no sea venal a costa de dinero. Siempre se estima más el fin que mueve
a la obra que la obra hecha. Si esta selección ha sido obra del juicio de la
insensata chusma, por qué no se ha preferido la diosa Pecunia a Minerva, pues
que hay muchos artífices por el dinero? Y si esta distinción es obra de unos
cuantos sabios, por qué no han preferido la Virtud a Venus, cuando la razón la
prefiere con mucho? Siquiera, como he dicho, la Fortuna, que, según el parecer
de los que creen en sus muchas atribuciones, señorea todas las cosas y las
enaltece y encubre más por capricho que por verdad, debiera ocupar el primer
puesto entre los dioses elegidos, ya que goza de vara tan alta con los dioses, es
verdad y que es tanto su valimiento, que, por su temerario juicio, ensalza a
los que quiere y encubre a los que le place. O es que no le fue posible
colocarse allí, quizá no por otra razón que porque la Fortuna misma creyó tener
fortuna adversa? Luego, se opuso a sí misma, puesto que, haciendo nobles a los
otros, no se ennobleció a sí misma.
CAPITULO IV: Que mejor se portaron con los dioses inferiores, quienes no son infamados con oprobio alguno, que con los selectos, cuyas increíbles torpezas se celebran en sus funciones.
Todo el que fuese deseoso de la
humana gloria y alabanza celebraría a estos dioses selectos, y los llamaría
afortunados si no los viese escogidos más para sufrir injurias que para obtener
honores; porque su misma vileza tejió y formó aquella ínfima turba para no
cubrirse de oprobios. Nosotros nos mofamos seguramente cuando los vemos
distribuidos (repartidos entre sí sus respectivos encargos, con las ficciones
de las opiniones humanas) como arrendadores de alcabalas, o como artífices de
las obras de plata, donde para que salga perfecto un pequeño vaso pasa por las
manos de muchos artífices, cuando podría perfeccionarse por un oficial
instruido en su arte. Aunque no se opinó lo contrario, resolviendo que debía
consultarse a la multitud de los artífices, pues se deliberó así para que cada
uno de ellos aprendiese breve, y fácilmente cada una de las. partes de su
oficio, y todos ellos. no fuesen obligados a perfeccionarse tardíamente y con
dificultad en un arte sola. Con todo eso, apenas se halla uno de los dioses no
selectos, que por algún crimen abominable no haya incurrido en mala fama; y
apenas ninguno de los elegidos que no tuviese sobre su honor una singular nota
de alguna insigne afrenta: éstos descendieron a los humildes ministerios de
éstos, y aquéllos no llegaron a perpetrar los detestables y públicos crímenes
de aquéllos. De Jano no me ocurre fácilmente acción alguna que pertenezca a su
deshonor e infamia; y acaso fue tal, que observó una vida inocente, absteniéndose
de los delitos y pecados obscenos que a los demás se acumulan; recibió, pues, con
benignidad y cariño a Saturno cuando andaba huido vagando por todas partes: partió
con su huésped el reino, fundando cada uno de éstos una ciudad, Jano a Janículo,
y Saturno a Saturnia; pero los que en el culto de los dioses apetecen todo
desdoro a aquel cuya vida hallaron menos torpe, deshonraron su estatua con una
monstruosa deformidad, pintándole ya con dos caras, ya con cuatro, como gemelo;
por ventura, quisieron que porque muchos dioses escogidos, perpetrando los más
horrendos crímenes, habían perdido la frente, siendo éste el más inocente, apareciese
con mayor número de frentes?
CAPITULO V: De la doctrina secreta de los paganos, y de sus razones físicas.
Pero mejor será oír sus propias
interpretaciones físicas con que procuran, bajo el pretexto de exponer una
doctrina más profunda, disimular la abominación y torpezas de sus miserables
errores: primeramente Varrón exagera sobremanera estas interpretaciones, diciendo
que los antiguos fingieron las estatuas, las insignias y ornamentos de los
dioses, para que, viéndolos con los ojos corporales los que hubiesen penetrado
y aprendido la misteriosa doctrina, pudiesen examinar con los del entendimiento
el alma del mundo y sus partes, esto es, los verdaderos dioses; y que los que
fabricaron sus estatuas en figura humana, parece lo hicieron así por cuanto el
espíritu de los mortales, que reside en el cuerpo humano, es muy semejante al alma
inmortal, como si para designar los dioses se pusiesen algunos vasos; y en el
templo de Libero se colocase una vasija que sirva de traer vino, para
significar el vino, tomando por lo que contiene lo contenido
Esto supuesto, decimos que por la
estatua que tiene forma humana se significa el alma racional, porque en ella, como
en un vaso, suele existir esta naturaleza, la cual creen que es dios o los
dioses. Esta es misteriosa doctrina que había penetrado el doctísimo Varrón, de
donde pudo deducir y enseñar estas máximas. Pero oh hombre ingeniosísimo!, por
ventura, alucinado con los misterios de esta doctrina, te has olvidado de
aquella tu innata prudencia, con que con mucho juicio sentiste que las primeras
estatuas que notaste en el pueblo no sólo quitaron el temor a sus ciudadanos, sino
acrecentaron y añadieron errores condenables, y que más santamente
reverenciaron a los dioses sin estatuas los antiguos romanos? Porque éstos te
dieron autoridad para que te atrevieras a propalar tal injuria contra los
romanos que después se siguieron. Pues aun concedido que los antiguos hubieran
venerado las estatuas, no hubiera sido mejor entregarle al silencio por el
temor popular de que te hallas poseído, que con la ocasión de exponer estas perniciosas
y vanas ficciones. publicar y pregonar con una vanidad y arrogancia extraordinaria
los misterios de tan detestable doctrina? Sin embargo, está tu alma, tan docta
e ingeniosa no obstante de hallarse ilustrada con los misterios de esta
doctrina, de ningún modo pudo llegar a conocer al sumo Dios, esto es, a Aquel
por quien fue hecha, no con quien fue formada el alma; no a aquel cuya porción
es, sino cuya hechura y criatura es; no al que es el alma de todos, sino al que
es el criador de todas las almas, por cuya ilustración llega a ser el alma
bienaventurada, si no corresponde ingrata a sus beneficios: pero qué tales sean
y en cuánto se deben estimar los misterios de esta doctrina, lo que se sigue lo
manifestará.
Confiesa, con todo, el doctísimo
Varrón que el alma del mundo y sus partes son verdaderos dioses; de este
principio se deduce que toda su teología, que es, en efecto, la natural, a
quien atribuye una singular autoridad, cuanto se pudo extender fue hasta la naturaleza
del alma racional; porque de la natural muy poco dice en el prólogo de este
libro, donde veremos si por las interpretaciones fisiológicas puede referir a
esta teología natural la civil, que fue la última donde escribió de los dioses
escogidos, que, si puede hacerlo, toda será natural. Y qué necesidad había de
distinguir con tanto cuidado la civil de ella? Y si la distinción fue buena, supuesto
que ni la natural, que tanto le contenta, es verdadera, porque se extiende
únicamente hasta el alma, y no hasta el verdadero Dios, que crió la misma alma,
cuánto más despreciable será y falsa la civil, pues se ocupa principalmente en disertar
acerca de la naturaleza de los cuerpos, como lo mostrarán sus mismas
interpretaciones que con tanta exactitud y escrupulosidad han examinado y referido
estos espíritus fanáticos, de los cuales necesariamente habré de referir alguna
particularidad.
CAPITULO VI: De la opinión de Varrón, que pensó que Dios era el alma del mundo, y que, con todo, en sus partes tenía muchas almas, y que la naturaleza de éstas es divina.
Dice, pues, el mismo Varrón, hablando
en el prólogo todavía de la teología natural, que él es de opinión que Dios es
el alma del mundo a quien los griegos llaman Kosmos, y que este mismo mundo, es
dios; pero que así como el hombre sabio, constando de cuerpo y alma, se dice
sabio por aquella parte del alma que le ennoblece, así el mundo se dice dios
por la misma parte del alma, por cuanto consta de alma y cuerpo.
Aquí parece confiesa, como quiera,
un dios; mas por introducir también otros muchos, añade que el mundo se divide
en dos partes: en cielo y tierra; y el cielo en otras dos: éter y aire; y la
tierra en agua y tierra, de cuyos elementos asegura ser el supremo el éter; el
segundo el aire; el tercero el agua, y el ínfimo la tierra; y que todas estas
cuatro partes están pobladas de almas, esto es, que en la parte etérea y en el
aire se hallan las dos de los mortales; en el agua y en la tierra las de los inmortales;
que desde la suprema esfera del cielo hasta el círculo de la luna, las almas
etéreas son los astros y las estrellas; que éstos, que son dioses celestiales, no
sólo se ven con el entendimiento, sino que también se observan con los ojos, que
entre el círculo de la luna y la última región de las nubes y vientos están las
almas etéreas; pero que éstas se alcanzan a ver sólo con el entendimiento, y no
con los ojos; y que se llaman Heroas, Lares y Genios. Esta es, en efecto, la
teología natural que brevemente propone en este su preámbulo, la cual le
contentó no sólo a él, sino también a muchos filósofos; de la cual trataremos
más particularmente cuando, auxiliados del verdadero Dios, hubiéremos concluido
con lo que resta de la civil, por lo que se refiere a los dioses escogidos.
CAPITULO VII: Si fue conforme a razón hacer dos dioses distintos a Jano y Término.
Pregunto, pues, de Jano, por
quien comenzó Varrón la genealogía de los dioses, quién es? Responden que es el
mundo. Breve sin duda y clara la respuesta. Mas por qué dicen pertenecen a éste
los principios de las cosas naturales, y los fines a otro, que llaman Término? Porque
con respecto a los principios y fines, cuentan que dedicaron a estos dioses dos
meses, januario o enero a Jano, y febrero a Término; y por lo mismo, dicen que
en el mismo mes de febrero se celebran las fiestas terminales, en las que
practican la ceremonia de la purificación que llaman Februo, de que la misma
deidad tomó su apellido; pero pregunto, cómo los principios de las cosas naturales
pertenecen acaso al mundo, que es Jano, y no le pertenecen los fines, de suerte
que sea necesario acomodar y proveer a los fines de otro dios? Acaso todas las
cosas que insinúan se hacen en este mundo, no confiesan también que se terminan
en este mismo mundo? Qué impertinencia es ésta; darle la mitad del poder en
cuanto al ejercicio, y dos caras en las estatuas? Por ventura no interpretaran
con más propiedad a este dios de dos caras, si dijeran que Jano y Término eran
una misma deidad y acomodaran, la una cara a los principios, y a los fines la
otra, pues el que hace alguna cosa debe atender a lo uno y a lo otro; porque
siempre que uno se mueve a producir cualquier acción que sea, si no mira al
principio tampoco mira al fin? Y así es necesario que la memoria, cuando se
pone a recordar alguna especie, tenga juntamente consigo la intención de mirar
al fin; porque al que se le olvidare lo que comenzó, cómo ha de poder
concluirlo?
Y si entendieran que la vida
bienaventurada principiaba en este mundo y que acababa fuera de él, y por lo
mismo atribuyeran a Jano, esto es, al mundo, la potestad sola de los principios,
sin duda que prefirieran y pusieran antes de él a Término, y a éste no le
excluyeran del número de los dioses escogidos, aunque ahora, cuándo consideran
igualmente en estos dioses los principios y fines de las cosas temporales, con
todo, debía ser preferido y más honrado Término; porque es indecible el
contento que experimenta cuando se pone fin a una obra,, ya que los principios
siempre están llenos de dificultades hasta que se conducen a buen fin, el cual,
principalmente, atiende, procura, espera y sumamente desea el que empieza
alguna cosa, y no se ve contento y satisfecho con lo comenzado si no lo acaba
CAPITULO VIII: Por qué razón los que adoran a Jano fingieron su imagen de dos caras, la cual, con todo, quieren también que la veamos de cuatro.
Pero salga ya al público la
interpretación de la estatua de Jano Bifronte, o de dos caras: dicen que tiene
dos, una delante y otra a las espaldas, porque el hueco de nuestra boca, cuando
la abrimos, parece semejante al mundo, y así al paladar los griegos le llamaron
Uranon, y algunos poetas latinos le llamaron cielo. Desde este hueco de la boca
se ve una puerta o entrada, de la parte de afuera, hacia los dientes, y otra de
la parte de adentro, hacia la garganta. Ved aquí en lo que ha parado el mundo, por
adaptar el nombre griego o poético que significa nuestro paladar; pero esto qué
tiene que ver con el alma? Qué con la vida eterna? Adórese a este dios por
solas las salivas, supuesto que ambas puertas del paladar se abren delante del
cielo, ya para tragarlas o ya para expelerlas. Y qué mayor absurdo que no
hallar en el mismo mundo dos puertas contrapuestas, una enfrente de otra, por
las cuales pueda recibir algún alimento dentro o
expelerlo afuera? Tampoco nuestra
boca y garganta tienen semejante con el mundo, y menos el querer fingir, en
Jano la imagen del mundo por solo el paladar, cuya semejanza no tiene Jano; y
cuando le hacen de cuatro caras y le llaman Jano Gémino, lo interpretan por las
cuatro partes del mundo, como si el mundo tendiese la vista y mirase algún
objeto de afuera, como Jano le observa por todas sus caras; además, si Jano es
el mundo, y éste consta de cuatro partes, falsa es la estatua de Jano que tiene
dos caras; o, si es verdadero, por que también en el nombre de Oriente y
Occidente sabemos entender todo el mundo, pregunto: cuando nombramos las otras
dos partes, del Septentrión y del Mediodía, por qué llaman a aquel Jano de cuatro
caras Gémino? Hemos de llamar igualmente al mundo Gémino? Ciertamente, no
tienen expresiones adecuadas para poder interpretar y acomodar las cuatro
puertas que están abiertas para los que entran y salen, a semejanza del mundo, así
como las tuvieron, por lo menos, para poderlo decir de Jano Brifonte, en boca
del hombre si no es que los socorra Neptuno dándoles partes de un pez, que
además de la abertura de la boca y de la garganta tengan también otras dos a la
diestra y a la siniestra, y, sin embargo de tantas, puertas, no hay alma que se
pueda escapar de tal ilusión, si no es la que oye a la misma verdad, que le
dice: Ego sum Janus. Yo, soy la puerta,
CAPITULO IX: De la potestad de Júpiter y de la comparación de ésta con Jano.
Declaramos, pues, quién es el que
quieren entendamos por Jove, a quien llaman también Júpiter; es un dios, responden,
que tiene dominio y potestad absoluta sobre las causas que obran en el mundo; y
cuán grande sea esta excelencia o prerrogativa, lo declara el celebrado verso
de Virgilio, dichoso el que consigue saber las causas de las cosas; pero la
razón por que se prefiere Jano, nos la insinúa el ingenioso y docto Varrón, cuando
dice: Jano ejerce potestad sobre las cosas primeras, y Júpiter sobre las
principales; así que con razón Júpiter es tenido por rey o monarca de todos; porque
lo sumo vence a lo primero, pues aunque lo primero preceda en tiempo, sin
embargo, lo sumo se le aventaja en dignidad; pero esto estuviera bien dicho
cuando en las cosas que se hacen se distinguieran las primeras y las sumas, así
como el principio de una acción es el partir y lo sumo el llegar; el principio
de ella es empezar a aprender, y lo sumo, alcanzar la ciencia; y así en todas
las cosas lo primero es el principio, y lo sumo el fin; mas este punto ya le
tenemos averiguado entre Jano y Término; con todo, las causas que se atribuyen
a Júpiter son las eficientes, y no los efectos a las cosas hechas, no siendo
posible de modo alguno que ni aun en tiempo sean primero que ellas los efectos
o cosas hechas, o los principios de las hechas, porque siempre es primero la
causa eficiente y activa que la que es hecho o pasiva; por lo cual, si tocan y
pertenecen a Jano los principios de las cosas que se hacen o están hechas, no
por eso son primero que las causas eficientes que atribuyen a Júpiter, 'pues
así como no se hace cosa alguna, así tampoco se empieza a hacer alguna a que no
haya precedido su causa eficiente, y realmente si a este dios, en cuya suprema
potestad, están todas las causas de todas las naturalezas hechas, y de las
cosas naturales llaman los gentiles Júpiter, y le reverencian con tantas
ignominias y tan abominables culpas, más sacrílegos son que si no le tuviesen
por dios.
Y así, más acertadamente obrarían
poniendo a otro que mereciera y le cuadrara aquella torpe y obscena veneración
el nombre de Júpiter, colocando en su lugar algún objeto vano de que
blasfemaran, como dicen que a Saturno le pusieron una piedra para que la
comiese en lugar de su hijo, que no decir que este dios truena y adultera, gobierna
todo el mundo y comete tantas maldades, y que tiene en su mano las causas sumas
de todas las naturalezas y cosas naturales, y que las suyas no son buenas.
Asimismo pregunto: qué lugar dan
entre los dioses a Júpiter, si Jano es el mundo? Porque, según la doctrina de
este autor, el alma del mundo y sus partes son los verdaderos dioses, y así, todo
lo que esto no fuere, según éstos, sin duda no será el verdadero dios. Dirán, por
Ventura, que Júpiter es el alma del mundo y Jano su cuerpo; esto es, este mundo
visible? Si así lo persuaden, no habrá motivo para poder decir que Jano es dios,
porque el cuerpo del mundo no es dios, aun según su mismo sentir, sino el alma
del mundo y sus partes.
Por, lo que el mismo Varrón dice
claramente que su opinión es que Dios es el alma del mundo, y que este mismo
mundo es Dios, pero que así como el hombre sabio, constando de alma y cuerpo, sin
embargo, se dice sabio por el alma que le ennoblece, el mundo se dice dios por
la misma alma, constando, como consta también, de alma y de cuerpo; de donde se
infiere que el cuerpo solo del mundo no es dios, sino, o sola su alma, o
juntamente el cuerpo y el alma; por la misma razón, si Jano es el mundo y dios
es Jano, querrán acaso decir que Júpiter, para que pueda ser dios, es necesario
sea alguna parte de Jano? Antes, por el contrario, suelen atribuir el poder
absoluto sobre todo el universo a Júpiter, y por eso dijo Virgilio que todo el mundo
estaba lleno de Júpiter Así que Júpiter, para que sea dios, y especialmente rey
y monarca de los dioses, no puede imaginar sea otro que el mundo, para que así
reine sobre los demás dioses, que según éstos son sus partes. Conforme a esta opinión,
el mismo Varrón, en el libro que compuso distinto de éstos, acerca del culto y
reverencia de los dioses, declara unos versos de Valerio Sorano, que dicen así:
Júpiter todopoderoso es el progenitor de los reyes, de las cosas naturales y de
todos los dioses, y el progenitor de los dioses es un dios y todos los dioses.
CAPITULO X: Si es buena la distinción de Jano y de Júpiter.
Siendo, pues, Jano y Júpiter el
mundo, y siendo uno solo el mundo. por qué son dos dioses Jano y Júpiter? Por
qué de por sí tienen sus templos, sus aras, diversos ritos y diferentes
estatuas? Si es porque una es la virtud y naturaleza de los principios y otra
la de las causas, y la primera tomó el nombre de Jano y la segunda de Júpiter, pregunto:
si porque un juez tenga en diferentes negocios dos jurisdicciones o dos
ciencias, hemos de decir que por cuanto es distinta la, virtud y la, naturaleza
de cada una de ésta, por eso son dos jueces o dos artífices? Y en iguales
circunstancias, porque un mismo dios tenga potestad sobre los principios y él
mismo la tenga sobre las causas, acaso por eso es forzoso imaginemos dos dioses,
porque los principios y las causas son dos cosas? Y si esto les parece que es
conforme a razón, también dirán que el mismo Júpiter será tantos dioses cuantos
son los sobrenombres que le han puesto con relación a tantas facultades como
tiene y ejerce, ya que son muchas y diversas las causas por las cuales le
pusieron tantos sobrenombres, de los cuales referiré algunos.
CAPITULO XI: De los sobrenombres de Júpiter que se refieren no a muchos dioses, sino a uno mismo.
Llámanle vencedor, invicto, auxiliador,
impulsador, estator, cien pies, Supinal, Tigilio, Almo, Rumino y de otras
maneras que sería largo el referirlas. Todos estos sobrenombres pusieron a un
solo dios con respecto a diferentes causas y potestades, y, con todo, no en
atención a tantos objetos, le obligaron a que fuese otros tantos dioses, porque
todo lo vencía y de nadie era vencido, pues socorría a los que lo habían
menester, tenía poder para impeler, estar permanente, establecer, trastornar, sostenía
y sustentaba el mundo con una viga o puntal, todo lo mantiene y sustenta, y, finalmente,
con la ruma, esto es, los pechos, cría los animales. Entre estas prerrogativas
como hemos visto, algunas son grandes y otras pequeñas, y con todo, dicen que uno
es el que lo hace todo.
Pienso que las causas y
principios, de las cosas, que es el motivo por que quisieron que un mundo fuese
dos dioses, Júpiter y Jano, están entre sí más conexas que su opinión, mediante
la cual aseguran que contiene en si al mundo, y que da la leche a los animales;
y, no obstante, para desempeñar estos dos ministerios, tan distintos entre sí
en virtud y en dignidad, no fue preciso que fuesen dos dioses, sino un Júpiter,
que por el primero se llamó Tigilo, viga o puntal, que tiene y sustenta, y por
el segundo, Rumino, que da el pecho; no quiero decir que por dar el pecho a los
animales que maman, mejor se le pudo llamar Juno que Júpiter, mayormente
habiendo también otra diosa Rumina, que en este cargo le podía ayudar a servir,
porque imagino responderán que Juno no es otra que Júpiter, conforme a los
versos de Valerio Sorano, donde dice: Júpiter todopoderoso es el progenitor de
los reyes, de las cosas naturales y de los dioses y progenitora de los dioses. Pero
pregunto por qué se llamó también Rumino, pues es el mismo en el concepto de
los que quizá con alguna más exactitud y curiosidad lo consideran, aquella diosa
Rumina? Porque si con razón parecía impropio de la majestad de las diosas que
en una sola espiga uno cuidase del nudo de la caña y otro del hollejo, cuánto
más indecoroso es que de un oficio tan ínfimo y bajo como es dar de mamar a los
animales, cuide la autoridad de los dioses, que el uno de ellos sea Júpiter, que
es el rey monarca de todos, y que esto no lo haga siquiera con su esposa, sino
con una deidad humilde y desconocida, como es Rumina, y el propio Rumino; Rumino,
acaso, por los machos que maman, y Rumina por las hembras?
Cómo diría yo que no quisieron
poner nombre de mujer a Júpiter, si en aquellos versos no le llamaran asimismo progenitor
y progenitora, y entre otros nombres suyos no leyera que también se llama
Pecunia, a cuya diosa hallamos entre aquellos oficiales munuscularios, como lo
dijimos en, el libro IV; pero ya que la Pecunia la tienen los varones y las
hembras, véanlo ellos por qué no se llamó igualmente Pecunia y Pecunio, como
Rumina y Rumino
CAPITULO XII: Que también Júpiter se llama Pecunia.
Y con cuánto donaire y gracejo
dieron razón de este nombre! Llamábase también, dicen, Pecunia, porque todas
las cosas son o dependen de la Pecunia. Oh, qué plausible razón de nombre del
dios! Antes aquel cuyas son todas las cosas es envilecido e injuriado siempre
que se le llama pecunia o dinero; porque, respecto de todo cuanto hay en el
Cielo y en la tierra, qué es el dinero, en general, con respecto a cuanto posee
el hombre con nombre de dinero? Pero, en efecto, la codicia puso a Júpiter este
nombre, para que el que ama el dinero le parezca que ama no a cualquiera dios, sino
al mismo rey y monarca de todos; mas fuera otra cosa muy diferente si se
llamara riquezas, porque una cosa es riqueza y otra el dinero; porque llamamos
ricos a los sabios, virtuosos y buenos, quienes, o no tienen dinero, o muy poco,
y, con todo, son, en realidad, más ricos en virtudes, cuyo ornamento les basta
aun en las necesidades corporales, contentándose con lo que poseen; y llamamos
pobres a los codiciosos que están siempre suspirando, deseando y anhelando por
las riquezas del mundo, sin embargo en su mayor abundancia no es posible dejen
de tener necesidad, y al mismo Dios verdadero, con razón, le llamamos rico no
por el dinero, sino por su omnipotencia.
Llámense también ricos los
adinerados, mas en el interior son pobres si son ambiciosos; asimismo se llaman
pobres los que no tienen dinero; pero interiormente son ricos si son sabios. En
qué estimación debe tener, pues, el sabio la Teología en la cual el rey y
monarca de los dioses toma el nombre de aquel objeto: que ningún verdadero
sabio, deseó, y cuanto más congruamente, si se aprendiera con esta, doctrina
alguna máxima saludable que fuese útil para la vida eterna, llamaran a Dios, que
es gobernador del mundo, no dinero, sino sabiduría, cuyo amor nos purifica de
la inmundicia de la codicia, esto es, del afecto y deseo desordenado del dinero?
CAPITULO XIII: Que declarando qué cosa es Saturno y qué es Genio, enseñan que el uno y el otro es un solo Júpiter.
Pero qué necesidad hay de que
hablemos más de este Júpiter a quien acaso se deben referir todas las otras
deidades. sólo con el objeto de refutar la opinión que establece muchos dioses,
supuesto que éste es el mismo que todos, ya sea teniéndolos por sus portes o
potestades, ya sea que la virtud del alma, la cual imaginan difundida por todos
los seres creados, haya tomado de Ias partes de esta máquina, de las cuales se
compone este mundo visible, y de los diversos oficios y cargos de la naturaleza
sus nombres, como si fuera de muchos dioses? Porque qué es Saturno? Es uno de
los principales dioses, dice, en cuya potestad y dominio están todas las
sementeras. Por ventura, la exposición de los versos de Valerio Sorano no nos
persuade, claramente que Júpiter es el mundo, y que expele de sí todas las
semillas, y que asimismo las recibe en si? Luego él es en cuya mano está el
dominio de todas las sementeras Qué cosa es Genio? Es un dios, dice, que
preside y tiene potestad sobre todo cuanto se engendra. Y quién otro imaginan
ellos tiene esta facultad, sino el mundo, de quien dice que Júpiter
todopoderoso es progenitor y progenitora? Y cuando, en otro lugar, añade que el
genio es el alma racional de cada uno, y que por eso cada uno tiene su genio
particular, y que la tal alma del mundo es diosa, a esto mismo, sin duda, lo
reduce, para que se crea que la misma alma del mundo es como un genio universal;
luego éste es el mismo a quien llaman Júpiter; porque si todo genio es dios, y
toda alma del hombre es genio, se sigue que toda alma del hombre sea dios; y si
el mismo absurdo y desvarío nos compele a abominarlos, resta que llamen
singularmente y como por excelencia dios a aquel genio de quien aseguran que es
el alma del mundo, y, por consiguiente; Júpiter.
CAPITULO XIV: De los oficios de Mercurio y de Marte.
Pero a Mercurio y a Marte, ya que
no hallaron medio para referirlos y acomodarlos entre algunas partes del mundo
y entre las obras de Dios que se observan en los elementos, pudieran
acomodarlos siquiera entre las operaciones de los hombres, designándolos por
presidentes y ministros del habla y de la guerra; y el uno de éstos, que es
Mercurio, si tiene la potestad de infundir el habla igualmente a los dioses, tendrá
dominio también sobre el mismo rey de los dioses, si es que Júpiter habla conforme
a su voluntad y albedrío, o toma de él la virtud y facultad de hablar, lo cual
ciertamente es un disparate.
Si dijeren que sólo se le
atribuye la facultad de conceder el habla a los hombres, no es creíble quisiese
Júpiter humillarse al oficio vil de dar de mamar no sólo a los niños, sino
también a las bestias, por lo que se llamó Rumino, y se resistiese a que le
tocase el cuidado y cargo de nuestra lengua, con que nos aventajamos a los
irracionales. Conforme a esta doctrina, se deduce que uno mismo es Júpiter y
Mercurio; y si la misma habla se llama Mercurio, como lo demuestran las
interpretaciones que han escrito sobre la etimología y derivación de su nombre,
por eso dicen se llamó Mercurio, como que corre por medio, por cuanto el habla,
corre por medio entre los hombres; y por lo mismo se llamó Hermes en griego, porque
el habla o la interpretación, que sin duda pertenece al habla, se llama
Hermenia, por cuyo motivo preside sobre las mercaderías; porque entre los que
venden y compran andan de por medio las palabras. Y ésta es la causa porque le
ponen alas sobre la cabeza y en los pies, queriendo significar que vuela por
los aires muy ligera la palabra, y que por eso se llamó mensajero, porque por
medio de la palabra damos aviso y noticia de nuestros pensamientos y conceptos.
Si Mercurio, pues, es la misma palabra, aun por confesión de ellos, no es dios.
Pero como hacen dioses a los que son demonios, suplicando y adorando a los
espíritus inmundos, vienen a caer en poder de los que no son dioses, sino
demonios De la misma manera, como no pudieron hallar para Marte algún elemento
o parte del mundo adonde como quiera ejercitara alguna obra natural, dijeron
que era dios de la guerra, que es obra de los hombres y no de la codicia; luego
si la felicidad nos diera una paz sólida y perpetua, Marte no tuviera en qué
entender; y si Marte es la misma guerra, así como Mercurio la palabra, ojalá
que cuán claro está que no es dios, así no haya tampoco guerra que ni aun
fingidamente se llame dios.
CAPITULO XV: De algunas estrellas a las que los gentiles pusieron los nombres de sus dioses.
Sino es que acaso estas estrellas
sean los dioses cuyos nombres les pusieron, porque a una estrella llaman
Mercurio, y asimismo a otra Marte; sin embargo, allí, esto es, en el globo
celeste, está también la que llaman Júpiter, y, con todo, según éstos, el mundo
es Júpiter; del mismo modo la que llaman Saturno, y, no obstante, además de
ella le atribuyen otra no pequeña sustancia, es a saber: la de todas las
simientes; allí también aquélla, que es la más clara y resplandeciente de todas,
que llaman Venus, y, sin embargo, esta misma Venus quieren que sea también la
Luna, aunque entre sí mismos sobre esta radiante y refulgente estrella
sostienen una reñida controversia, así como sobre la manzana de oro la sustentaron
Juno y Venus, porque el lucero unos dicen que es de Venus, y otros de Juno; pero,
como acostumbra, vence Venus, pues son muchos mas los que atribuyen esta
estrella a Venus, no hallándose apenas uno que sienta lo contrario. Y quién
podía dejar, de reírse al ver que dicen que Júpiter es rey y monarca de todos, observando,
al mismo tiempo, que su estrella queda muy atrás en resplandor y claridad
respecto de la mucha que tiene la estrella de Venus; pues tanto más refulgente
y resplandeciente debía ser aquélla que las demás, cuanto es Júpiter más
poderoso que todos? Responden que así parece, porque ésta que notamos menos resplandeciente
está más elevada y mucho más distante de la tierra; luego si la dignidad mayor
mereció lugar más alto, por qué allí Saturno está más elevado que Júpiter? Cómo
no pudo la vanidad de la fábula que hizo rey a Júpiter llegar hasta las estrellas,
antes, por el contrario, permitió consiguiese Saturno en el cielo la gloria y
preeminencia que no pudo adquirir en su reino ni en el Capitolio? Por qué razón
a Jano no le cupo alguna estrella? Si es porque el mundo y todos están
contenidos en él, también Júpiter es el mundo, y con todo eso la tiene. O acaso
éste negoció como pudo sus intereses, y en lugar de una estrella que no le cupo
entre los astros se proveyó de tantas caras en la tierra? Asimismo, si por sólo
las estrellas tienen a Mercurio y a Marte por partes del mundo para poderlos
considerar como dioses supuestos, que, en realidad, la palabra y la guerra no
son partes del mundo, sino actos y operaciones de los hombres, por qué causa a
Aries, a Tauro, Cáncer, a Escorpión y los demás semejantes a éstos, que reputan
por signos celestes, y constan cada uno no de una sola estrella, sino de muchas,
y dicen que están colocados más arriba en el supremo cielo, donde un movimiento
más constante da a las estrellas un curso inalterable, por qué razón, digo, a
éstos no les dedicaron aras, ni sacrificios, ni templos, ni los tuvieron por
dioses, ni colocaron no digo en el número de los escogidos, mas ni entre los
humildes y casi plebeyos?
CAPITULO XVI: De Apolo y Diana y de los demás dioses escogidos, que quisieron fueran partes del mundo.
A Apolo, aunque le tienen por
adivino y médico, con todo, para poderle colocar en alguna parte del mundo, dicen
que él es también el Sol, y asimismo su hermana Diana la Luna, que obtiene la
intendencia de los caminos, queriendo sea doncella, porque no pare o produce
cosa alguna, y asegurando que ambos tienen saetas, porque estas dos estrellas
llegan con sus rayos desde el cielo hasta la tierra. Vulcano quieren que sea el
fuego del mundo; Neptuno, las aguas; el padre Plutón, esto es, el orco o
infierno, la parte terrena e ínfima del mundo. Libero y Ceres hacen presidentes
de las semillas, o al uno, de las masculinas, y a la otra, de las femeninas, o
a él que presida a la humedad, y a ella la sequedad de las semillas; todas las
cuales virtudes se refieren, en efecto, al mundo, esto es, a Júpiter; pues por
lo mismo se dijo progenitor y progenitora, porque echa y produce de si todas
las semillas y las recibe en sí. Igualmente quieren que la gran madre sea la
misma, Ceres, de la cual dicen no ser otra que la tierra, a la cual llaman también
Juno, y por eso la atribuyen las causas segundas de las cosas, con haber dicho
de Júpiter que es progenitor y progenitora de los dioses, porque, según ellos, todo
el mundo es el mismo Júpiter; a Minerva también, porque la designaron para que
presidiese las artes humanas, y no hallaron estrella donde colocarla, dijeron que
era, o la suprema parte etérea o la Luna; y de la misma Vesta creyeron era la
mayor o más principal de todas las diosas, porque es la tierra; aunque al mismo
tiempo imaginaron que se debía atribuir a ésta el fuego del mundo, más ligero, que
pertenece y sirve para los usos ordinarios de los hombres, y no el violento, cual
es el de Vulcano; y por eso quieren que todos estos dioses escogidos sean este
mundo; algunos todo él generalmente, otros sus partes; todo generalmente, como
Júpiter; sus partes, como el Genio, la gran Madre, el Sol, la Luna, o, por
mejor decir, Apolo y Diana; y, a veces, a un dios hacen muchas cosas, y otras a
una cosa designan muchos dioses, fundados en que un dios abraza muchas, con el
mismo Júpiter, pues éste es todo el mundo, éste sólo el cielo, y éste es y se
llama estrella. Asimismo, Juno, la señora dispensadora de las causas segundas, es
también el aire, la tierra y, si venciera a Venus, del mismo modo la estrella. De
la misma manera, Minerva es la suprema parte etérea y la misma Luna, la cual
imaginan que está en el lugar más ínfimo de la región etérea; y una misma cosa
la hacen muchos dioses en esta conformidad, pues el mundo es Jano y es Júpiter;
asimismo, la tierra es Juno, es la gran Madre y, es Ceres.
CAPITULO XVII: Que el mismo Varrón tuvo por dudosas sus opiniones acerca de los dioses.
Y así como todo lo que he puesto
por ejemplo no explica, antes oscurece, este punto, así es en todo lo demás, pues
conforme los lleva y arroja el ímpetu de su opinión errónea, así se abalanzan a
esto y dejan aquello, tanto, que el mismo Varrón, primero, quiso dudar de todo
que afirmar cosa alguna.
Porque habiendo concluido el primer
libro de los tres últimos que hablan de los dioses ciertos, empezando a tratar
de los dioses inciertos, dice: No porque en este libro tenga por dudosas las
opiniones que hay acerca de los dioses debo ser reprendido, porque al que le
pareciere que conviene y puede resolverse, lo podrá hacer cuando las hubiere
leído; yo, respecto de mí, más fácilmente me persuadiré a que lo que dije en el
primer libro lo tenga por dudoso, que no lo que hubiere de escribir en éste lo,
resuelva todo como cierto e indudable. Y así hizo incierto no sólo este libro
de los dioses inciertos, sino también aquel de los ciertos; y en este tercero, relativo
a los dioses escogidos, después que hizo su preámbulo, tomando para ello lo que
le pareció de la teología natural, habiendo de comenzar a tratar de las
vanidades y desarregladas ficciones de la teología civil, a cuyo examen
imparcial no sólo no le dirigía ni encaminaba la verdad sencilla, sino que
también le hacía grande fuerza y violencia la autoridad de sus antepasados: De
los dioses públicos, dice, del pueblo romano escribiré en este libro, a quienes
dedicaron templos y los celebraron adornándolos con muchas estatuas; mas como
escribe Xenófanes Colonio, pondré lo que imagino y no lo que como cierto
defiendo; porque de hombres es el dudar sobre estas cosas, y de Dios el
saberlas.
Así que, habiendo de tratar de
las instituciones hechas por los hombres con temor y recelo, promete exponer, no
sucesos ignorados y que no les da crédito, sino máximas sobre las que hay
opinión y razón para dudar; porque no del mismo modo que sabía que había mundo,
que había, cielo y tierra, y veía al cielo resplandeciente y adornado de
estrellas, y a la tierra fértil y poblada de semillas, y todo lo demás en esta
conformidad, ni de la misma manera que creía cierta y firmemente que toda esta máquina
y naturaleza se regía y gobernaba por una cierta virtud invisible y muy
poderosa, así en los propios términos podía afirmar de Jano que era el mundo, o
averiguar de Saturno cómo era padre de Júpiter, cómo vino a ser su súbdito y
vasallo reinando Júpiter, y todo lo demás correspondiente al asunto.
CAPITULO XVIII: Cual sea la causa más creíble de donde nació el error del paganismo.
De todo lo cual la razón más
verosímil y más creíble que se alega es cuando dicen que fueron hombres y que a
cada uno de ellos le instituyeron su culto divino y peculiares solemnidades los
mismos que por adulación y lisonja quisieron formar los dioses; conformándose
en este punto con la condición de los dioses, con sus costumbres, con sus
acciones y sucesos acaecidos, y cundiendo este culto paulatinamente por los
ánimos de los hombres, semejantes a los demonios y amigos de estas sutilezas, se
divulgó por todo el mundo su santificación, adornándola por su parte las ficciones
y mentiras de los poetas, y encaminándolos e induciéndolos a su adoración los
cautelosos espíritus; pero más fácilmente pudo suceder que el impío joven, temeroso
de que su cruel padre le matase, y codicioso del reino, echase y despojase de él
a su mismo padre, que es lo que Varrón interpreta cuando dice que Saturno, su
padre, fue vencido por Júpiter, su hijo; porque primero es la causa que
pertenece a Júpiter que la simiente que toca a Saturno, pues si esto fuera
cierto, nunca Saturno fuera primero, ni sería padre de Júpiter, pues siempre la
causa precede a la simiente y jamás precede o se engendra de la simiente; pero
mientras procura adornar, como con interpretaciones naturales, fábulas vanas y
algunos hechos particulares de los hombres, aun los hombres más ingeniosos se meten
en un caos tan lleno de confusiones, que nos es forzoso dolernos y compadecemos
de su vanidad.
CAPITULO XIX: De las interpretaciones de los que sacan razón para adorar a Saturno.
Refiere -dice- que Saturno
acostumbraba a comer y devorar lo mismo que de él nacía, volviendo las semillas
al mismo lugar donde eran procreadas, y el haberle puesto en lugar de Júpiter
un terrón para se le tragase, significa dice- que los hombres, en sus
sementeras, comenzaron con sus manos a enterrar debajo de la tierra las mieses,
antes que se inventase el arado. Luego la tierra debió llamarse Saturno, y no
las semillas, porque ella en algún modo es la que se traga lo que había
engendrado, cuando las semillas, que habían nacido de ella, vuelven otra vez a
su seno.
Sobre lo que añaden que porque
Júpiter tomó y se comió un terrón, qué importa esta necedad para lo que
insinúan que los hombres con sus manos cubrieron la semilla en el terrón de la
tierra? Acaso no se lo tragó, como lo demás, porque se cubrió con un terrón de
tierra? Esto se dice y suena del mismo modo, que si el que opuso el terrón
quitara y escondiera la semilla, así como refieren que ofreciendo a Saturno el
terrón, le quitaron de delante a Júpiter, y no como si cubriendo la semilla con
el terrón, no hiciera que se le tragase mucho mejor. Y más que, entendido así, la
semilla es Júpiter, y no causa de la semilla, como poco antes indicamos, pero
qué han de hacer unos hombres que, como interpretan necedades, no hallan qué
poder decir con discreción? Tiene una hoz, dicen, que alude a la agricultura.
Y a la verdad, cuando él reinaba
aún no se conocía la agricultura; y por eso añaden que fueron sus tiempos los
primeros según que el mismo interpreta las fábulas y patrañas, porque los
primeros hombres se sustentaban y vivían de las semillas que voluntariamente
producía la tierra. Por ventura, tomó la hoz luego que perdió el cetro, para
que después de haber reinado en los primeros tiempos con descanso, reinando su
hilo se diese a la labranza y al trabajo? Después -dice- que por esta causa algunos
le solían ofrecer en holocausto niños, como los cartagineses; y otras personas
mayores, como los galos, porque la mejor de las semillas es el género humano. De
esta cruel superstición, para qué hemos de hablar más? Antes debemos advertir y
tener por indudable que todas estas interpretaciones no se refieren al
verdadero Dios (que es una naturaleza viva, incorpórea e inmutable, a quien
debe pedirse sinceramente la vida bienaventurada, que ha de durar siempre), sino
que todos sus fines vienen a parar en cosas corporales, temporales, mudables y
mortales. Lo que refieren las fábulas -dice- que Saturno castró al cielo su
padre, significa que la semilla divina está en la potestad de Saturno y no del
cielo. Esta proposición, la misma razón la convence de fabulosa, porque en el
cielo no nace cosa alguna de la semilla; pero adviertan que si Saturno es hijo
del cielo, es también hijo de Júpiter. Porque muchos afirman con toda
aseveración que el cielo es el mismo Júpiter. Por eso estas reflexiones que no
caminan por la senda de la verdad por la mayor parte, aunque ninguno las
violente, ellas mismas se destruyen. Dice que se llamó Cronón, que en griego
significa el espacio de tiempo, sin el cual -añade- la semilla no puede fecundizar.
Estas particularidades y otras infinitas se dicen de Saturno, y todas se
refieren a la semilla; pero si Saturno es bastante por sí solo, ejerciendo un
poder, absoluto, como figuran tiene sobre las semillas, a qué para ellas buscan
otros dioses, principalmente a Libero y Libera, que es Ceres, de quienes vuelve
a referir tantas virtudes especiales como si nada hubiera dicho de Saturno?
CAPITULO XX: De los sacramentos de Ceres Eleusina.
Entre los ritos de Ceres, los más
celebrados son los eleusinos, los cuales fueron muy famosos en Atenas. Acerca
de los cuales, este autor nada interpreta, sino lo que toca al trigo
descubierto por Ceres, y lo perteniente a Proserpina, a quien perdió llevándosela
robada al Orco. Esta -dice- significa la fecundidad de las semillas, la cual, habiendo
faltado por una temporada, y estando triste la tierra con su ausencia, de esta
esterilidad nació una nueva opinión y fama, de que el Orco se había llevado a
la hija de Ceres; esto es, a la fecundidad, que de Proserpendo se llamó
Proserpina y que la detuvo por algún tiempo en los infiernos; lo cual, como lo
celebrasen con tristeza y llanto público, y volviese nuevamente la misma
fecundidad, restituida Proserpina, renació la alegría, por cuyo motivo se le
instituyeron sus peculiares solemnidades. Dice después que se practican muchas
ceremonias en sus sacrificios y festividades que no pertenecen sino
precisamente a la invención de las mieses.
CAPITULO XXI: Torpeza de los sacrificios celebrados en honor de Libero.
Los misterios de Libero, a quien
hicieron presidir las semillas líquidas y, por tanto, no sólo los licores de
los frutos, de entre los cuales ocupa el primer lugar, en cierto modo, el vino,
sino también los sémenes de los animales; ruborízame decir a cuánta torpeza
llegaron, y ruborízame por la prolijidad del discurso, pero no por su arrogante
enervamiento. Entre las cosas que me veo precisado a silenciar, porque son
muchas, una es ésta: En las encrucijadas de Italia se celebraban los misterios
de Libero -dice Varrón-, y con tal libertinaje y torpeza, que en su honor se
reverenciaban las vergüenzas de los hombres. Y esto se hacía no en privado, donde
fuera más verecundo, sino en público, triunfando así la carnal torpeza. Este
impúdico miembro, durante las festividades de Libero, era colocado con grande
honor en carrozas y paseado primeramente del campo a las encrucijadas y luego
hasta la ciudad. En la villa llamada Lavinio se dedicaba todo un mes a festejar
a Libero. En estos días usaban todos las palabras más indecorosas, hasta que
aquel miembro, en procesión por las calles, reposaba por fin en su lugar. A
este miembro deshonesto era preciso que una honestísima madre de familia le
impusiera públicamente la corona. De esta suerte debía amansarse al dios Libero
para el mayor rendimiento de las cosechas. Así debía repelerse el hechizo de
los campos, a fin de que la matrona se viera obligada a hacer en público lo que
ni la meretriz, si fueran espectadoras las matronas, debió permitirse en las
tablas. Sólo una razón fundó la creencia de que Saturno no era suficiente para
las semillas. Esta era el que el alma inmunda hallara ocasión para multiplicar
sus dioses, y privada, en premio de su inmundicia, del único y verdadero Dios y
prostituida por muchos y falsos dioses, ávida de una mayor inmundicia, llamara
a estos sacrilegios sacramentos y a sí misma se entregara a la canalla de
sucios demonios para ser violada y mancillada.
CAPITULO XXII: De Neptuno, Salacia y Venilia.
Supuesto que, en efecto, tenía ya
Neptuno por socia en el poder a su mujer, Salacia, la cual dijeron era el agua
de la parte más ínfima y profunda del mar, por qué motivo juntaron también con
ella a Venilia, sino para que sin justa causa que persuadiese el culto divino y
una religión necesaria, sólo por la voluntariedad de un alma contaminada con
los vicios más detestables, se multiplicara la invocación de los demonios? Pero
salga a la luz la exposición de la famosa teología, que reprima con sus razones
esta reprensión. Venilia –dice- es la onda que viene a la orilla, y Salacia la
que vuelve al mar, por qué razón, pues, forman dos diosas siendo una la onda
que va y viene? En efecto, esto es liviandad extremada que hierve por haber
muchos dioses, pues aunque el agua que va, y viene no sean dos, con todo, con
ocasión de esta ilusión, convidando a los demonios se profana más el alma que
va a los infiernos y no vuelve.
Por vida vuestra, Varrón, o
vosotros, que habéis leído los libros de estos hombres tan doctos presumís que
habéis aprendido una doctrina admirable, interpretadme esto: no quiero decir
conforme a aquella eterna e inmutable naturaleza, la cual es solamente Dios, sino
siquiera según el alma del mundo y sus partes, que tenéis vosotros por
verdaderos dioses. Como quiera que sea, es error más tolerable hicieseis que
fuera vuestro dios Neptuno, aquella parte del alma del mundo que discurre por
el mar; pero que sea posible que la onda que se dirige a la costa y la que
vuelve al mar sean dos partes del mundo, quién de vosotros está fuera de sí que
se pueda persuadir de tan extraña ilusión? Por qué os las designaron como
diosas, sino porque proveyó la providencia de aquellos sabios, vuestros
predecesores, no que os gobernasen más demonios, que son los que número de
dioses, sino que os poseyeran y gustan de estas ficciones y vanidades
lisonjeras? Y por qué, pregunto, Salacia, según esta exposición, perdió la
parte inferior del mar, donde estaba sujeta a su marido? Por qué, diciendo
ahora que es la onda que va y viene, me la venís a colocar en la superficie? Es
por ventura porque su esposo se enamoró de Venilia, y, enojada, ella le arrojó
y desposeyó de la parte superior del mar?
CAPITULO XXIII: De la tierra, la cual confirma Varrón que es diosa, porque el alma del mundo, que él sostiene que es Dios, discurre también por esta ínfima parte de su cuerpo, y le comunica su virtud divina.
Una es, sin duda, la tierra, la
cual vemos poblada de animales distintos entre sí; pero ésta, que es un cuerpo
grandioso entre los elementos y la ínfima parte del mundo, pregunto: por qué
motivo quieren que sea diosa? Es acaso porque es fecunda? Y conforme a esta
razón, por qué causa no serán con mejor título dioses los hombres, que
labrándola y cultivándola la hacen más frugal y fecunda, digo cuando la aran y
no cuando la adoran? La parte del alma del mundo -dicen- que discurre por ella,
la hace diosa; como, si no estuviera más ciertamente el alma en los hombres, la
cual, si reside en éstos no hay cuestión; y, con todo, a los hombres no los
tienen por dioses, antes, por el contrario, los sujetan con admirable y miserable
error a éstos que no son dioses y son menos que ellos, reverenciándolos y
tributándoles culto. Por lo menos, el mismo Varrón, en el citado libro de los
dioses escogidos, dice: que hay tres grados o clases de alma en cualquiera
naturaleza, y generalmente en toda ella. El uno que pasa y discurre por todas
las partes corporales que viven y no tienen sentido, sino solamente vigor para
vivir, y supone que esta virtud en nuestro cuerpo se comunica y esparce por los
huesos, uñas y cabellos, de la misma manera que en el mundo los árboles se
sustentan y crecen, y en cierto modo viven. Llama segundo grado del alma aquel
en que hay sentido, asegurando que esta virtud se comunica a los ojos, orejas, narices,
boca y tacto. El tercer grado del alma dice que es el sumo y supremo, que se
llama ánimo, en el cual preside la inteligencia, de la cual, a excepción del
hombre, carecen todos los mortales; y esta parte del alma en el mundo dice que
se llama dios, y en nosotros genio. Y añade que hay también piedras y esta
tierra que vemos, a las cuales no se les comunica el sentido, que son como los
huesos y uñas del dios; que el sol, la luna y las estrellas que contemplamos
son los sentidos de que usa; que el éter es su alma, cuya fuerza, que llega hasta
los astros, hace dioses a las mismas estrellas, y por su medio convierte a lo
que llega a la tierra en diosa Tellus, y a lo que pasa al mar lo hace dios
Neptuno. Vuelva, pues, de esta que piensa ser teología natural, donde, como
para tomar algún descanso y aliento, cansado y fatigado de tantos rodeos, se
había acogido y divertido. Vuelva, digo, vuelva a la civil, aquí le tengo
todavía, mientras discurro un rato acerca de ella; aún no me introduzco a
disputar en si la tierra y las piedras son semejantes a nuestros huesos y uñas,
ni tampoco en si así como carecen de sentido carecen también de inteligencia, o
en si dicen que nuestros huesos y uñas tienen inteligencia porque están en el
hombre, que tiene inteligencia; sin duda, tan necio es el que dice que éstos
son los dioses en el mundo, como lo es el que asegura que en nosotros los
huesos y las uñas son los hombres. Pero esta controversia acaso es asunto cuya
investigación pertenece a los filósofos; por ahora todavía quiero sostener la
cuestión con ese político; esto es, civil; porque, puede ser que aun cuando
parece quiso levantar un poco la cabeza, acogiéndose a la libertad de la
teología natural, con todo, andando aún vacilante aquél, desde éste también
fijase la vista en ella y que esto lo dijo porque no se entienda y crea que sus
antepasados u otras ciudades adoraron vanamente a la tierra y a Neptuno.
Mas lo que ahora pregunto es: cómo
la parte del alma del mundo que se difunde y comunica por la tierra, siendo, como
es, una la tierra, no hizo igualmente una diosa, la que en su sentir es Tellus?
Y si lo hizo así, dónde estará el Orco, hermano de Júpiter y Neptuno, a quien
llaman el padre Plutón? Adónde Proserpina, su mujer, que según otra opinión que
se hallaba en los mismos libros, dicen que es, no la fecundidad de la tierra, sino
su parte inferior? Si dicen que la parte del alma del mundo, cuando se difunde
y comunica por la parte superior de la tierra, hace dios al padre Plutón, y
cuando por la inferior hace diosa a Proserpina, la Tellus, qué será? Porque el
todo, que era ella, está dividido de tal manera en estas dos partes y dioses, que
no puede hallarse quién sea esta tercera y dónde esté, a no ser que diga alguno
que juntos estos dioses, Orco y Proserpina, constituyen una diosa, Tellus, y
que no son ya tres, sino una o dos; con todo, tres dicen que son, por tres se
tienen, tres se adoran con sus aras, con sus templos, con sus sacramentos, con
sus imágenes, con sus sacerdotes, y por medio de éstos, también con sus falsos
y engañosos demonios, que profanan y abusan de la pobre alma del hombre; pero, respóndanme
todavía: por qué parte de la tierra se difunde y comunica la parte del alma del
mundo para hacer al dios Tellumón? No da otra contestación, sino que una misma
tierra contiene dos virtudes: una masculina, que produce las semillas, y otra
femenina, que las recibe y cría, y por eso de la virtud de la femenina se llamó
Tellus, y de la masculina, Tellumón; pero supuesta esta doctrina, por qué motivo
los pontífices como él lo insinúa, aumentando aún otros dos, sacrifican a
cuatro: a Tellus, Tellumón, Altor y Rusor? Ya hemos hablado de la Tellus y de
Tellumón, mas por qué se ofrecen víctimas a Altor? Porque, dice, de la tierra
se sustenta todo lo que nace. Por qué a Rusor? Porque dice que de nuevo todo
vuelve a la tierra.
CAPITULO XXIV: De los sobrenombres de la tierra y sus significaciones, las cuales, aunque demostraban muchas cosas, no por eso debían confirmar las opiniones de muchos dioses.
Luego una misma tierra, por estas
cuatro virtudes, debía tener cuatro sobrenombres, y no era el caso de crear
cuatro dioses, Cómo hay un Júpiter con tantos sobrenombres y un Juno con otros
tantos, en todos los cuales, dicen, se hallan diferentes virtudes que
pertenecen a un dios o a una diosa, y no muchos sobrenombres que constituyen
asimismo muchos dioses? Pero verdaderamente que así como algunas veces aun a
las más viles y prostituidas mujercillas les pesa, se cansan y avergüenzan de
la canalla que con sus deshonestidades han traído tras sí, de la misma manera
el alma que ha dado en ser obscena y se ha sometido al apetito de los espíritus
inmundos, cuando al principio gustó más de sensualidad, tanto más en repetidas
ocasiones se arrepintió de haber multiplicado dioses para rendírseles, y ser
profanada de ellos; porque hasta el mismo Varrón, corrido y avergonzado de la
multitud de los dioses, quiere que la tierra, o Tellus, no sea más que una
diosa. A la misma -dice- llaman la gran Madre, asegurando que el tener el
tamboril significa que ella es el orbe de la tierra, y las torres en la cabeza,
que tiene villas y lugares: que el fingir alrededor de ella asientos es porque
moviéndose todas las cosas, ella permanece inmóvil; que el haber dispuesto
sirviesen a esta diosa los galos, significa que los que carecen de simiente es
menester sigan la tierra porque en ella se hallan todas las cosas; el andar
saltando y brincando junto a ella, es una advertencia -dice- a los que labran
la tierra para que no se sienten, porque siempre hay que hacer en su cultivo: el
sonido de los tamboriles y el ruido que se hace sacudiendo la herramienta y las
manos y otras cosas de este jaez significa lo que pasa en la labranza del campo.
Es de cobre, porque los antiguos, antes que descubriesen el hierro, la labraban
con cobre. Acompáñanla -dice- con un león suelto y manso, para demostrar que no
hay pedazo de tierra tan áspero y silvestre que no convenga ararlo y cultivarlo.
Después añade y dice que el haber llamado a la madre Tellus con muchos nombres
y sobrenombres ha dado ocasión de entender que son muchos dioses. La Tellus
-dice- piensan que es Opis, porque obrando, opere, y trabajando en ella con el
continuo cultivo se mejora; Madre, porque pare y produce muchas cosas; magna o
grande, porque pare y produce el mantenimiento; Proserpina, porque de ella
nacen y gracias a ella, como que trepan, Proserpere, las mieses; Vesta, porque
se viste de hierbas, y de este modo dice-, no fuera de propósito, reducen a
ésta otras diosas. Luego si es una sola diosa ésta, que, averiguada la verdad, tampoco
lo es, para qué la hacen muchas? Sean de una sola tantos nombres y no haya
tantas diosas como nombres; pero la autoridad del error en que vivieron sus
antepasados les hace mucha fuerza, y al mismo Varrón, después de haber dado
este parecer, le hace titubear; porque, añade y dice: Lo cual no se opone a la
opinión de nuestros predecesores acerca de estas diosas, pensando que son
muchas. Y cómo no ha de ser contradictorio, siendo absolutamente distinto tener
una diosa muchos nombres o ser muchas diosas? Con todo, puede ser -dice- que
una misma cosa sea una, y en ella algunas cosas sean muchas. Concedo que en un
hombre haya muchas particularidades; luego por esto también habrá muchos
hombres? De la misma manera, porque en una misma diosa hay muchas cualidades, acaso
por eso ha de haber también muchas diosas? Pero dividan como quieran, junten, multipliquen
y vuelvan a multiplicar y a enredarlo todo. Esto son, en efecto, los insignes
misterios de Tellus y de la gran Madre, viniendo a reducirse todo su poder a
las semillas mortales y corruptibles, y al cultivo de la tierra. Y que sea
posible que cuantas sandeces se refieren a éstas y paran en esta limitada
potestad, el tamboril, las torres, los hombres castrados o galos, el furioso
brincar y sacudir de miembros, el ruido de los cencerros, la ficción de los
leones, puedan prometer a ninguno la vida eterna! Y que sea posible que los
galos castrados se dediquen al servicio de esa diosa magna, para significar que
los que carecen del semen generativo han menester seguir la tierra, como sí, por
el contrario, la misma servidumbre no les hiciese tener necesidad de simiente! Por
qué cuando sirviendo a esta diosa, o no teniendo simiente la adquieren, o
sirviendo a esta diosa teniendo simiente la pierden? Esto es interpretar o
desatinar? Y no se advierte y considera lo que han prevalecido los malignos
espíritus, que con no haber atrevido a ofrecer con estos ritos cosa ninguna
grande, con todo, pudieron pedir cosas tan horribles y crueles. Si la tierra no
fuera diosa trabajando los hombres, pusieran las manos en ella, para alcanzar
por ella las semillas y no las pusieren cruelmente en sí para perder la
simiente por amor a ella. Si no fuera diosa, de tal modo se hiciera fecunda con
las manos ajenas, que no obligara a los hombres a hacerse estériles con las
suyas propias.
CAPITULO XXV: Interpretación hallada por la ciencia de los sabios griegos sobre la mutilación de Atis.
No menciona a Atis ni busca
explicación para él. En memoria de su amor se castraba el galo. Pero los
griegos doctos y sabios no pudieron callar causa tan santa y esclarecida. El
célebre filósofo Porfirio dice que Atis simboliza las flores, por el aspecto
primaveral de la tierra, más bello que en las demás estaciones, y que está
castrado, porque la flor cae antes que el fruto. Luego no compararon la flor al
hombre mismo o a aquella semejanza de hombre llamado Atis, sino a las partes
viriles. Estas, en vida de él, cayeron, mejor diría, no cayeron ni se las
cogieron, pero sí se las desgarraron. Y, perdida aquella flor, no se siguió
fruto alguno, sino la esterilidad. Qué significa este resto de él y qué lo que
quedó en el emasculado? A qué hace referencia? Qué interpretación se da de ello?
Por ventura sus esfuerzos impotentes e inútiles no hacen ver que debe creerse
sobre el hombre mutilado lo que corrió la fama y se dio al público? Con razón
soslayó. Varrón este punto y no quiso tocarlo porque no se ocultó a varón tan
sabio.
CAPITULO XXVI: Torpeza de los misterios de la gran Madre.
Tampoco quiso decir nada Varrón, ni
recuerdo haberlo leído en parte alguna, sobre los bardajes consagrados a la
gran Madre, injuriosos para el pudor de uno y otro sexo. Aun hoy en día, con
los cabellos perfumados, con color quebrado, miembros lánguidos y paso
afeminado, andan pidiendo al pueblo por las calles y plazas de Cartago, y así
pasan su vida torpemente. Faltó explicación, se ruborizó la razón, y la lengua
guardó silencio. La grandeza, no de la divinidad, sino de la bellaquería de la
gran Madre, superó a la de todos los dioses hijos. A este monstruo, ni la
monstruosidad de Jano es comparable. Aquél tenía deformidad sólo en sus
simulacros; ésta tiene en sus misterios deforme crueldad. Aquél tenía miembros
añadidos en piedra; ésta los tiene perdidos en los hombres. Este descoco no es
superado por tantos y tamaños estupros del propio Júpiter. Aquél, entre corruptelas
femeninas, infamó el cielo con solo Ganímedes; ésta, con tantos bardajes de
profesión y públicos, profanó la tierra e hizo injuria al cielo. Quizá podamos
cotejar a ésta o anteponer a ella en este género de torpísima crueldad a
Saturno, de quien se cuenta que castró a su padre. Pero, en los misterios de
Saturno, a los hombres les fue hacedero morir a manos ajenos y no ser castrados
por las propias. Devoró él a los hijos, según cantan los poetas. De ello los
físicos dan la interpretación que quieren. La historia dice simplemente que los
mató. Y si los cartagineses les sacrificaban sus hijos, es usanza que no
admitieron los romanos. Sin embargo, esta gran Madre de los dioses introdujo en
los templos romanos a los eunucos, y conservó esta cruel costumbre en la
creencia de que ayudaba las fuerzas de los romanos extirpando la virilidad en
los hombres. Qué son, comparados con este mal, los robos de Mercurio, la
lascivia de Venus, los estupros y las torpezas de los demás, que citara tomándolo
de los libros si no se cantaran y se representaran diariamente en los teatros? Qué
son éstos comparados con la grandeza de tamaña bellaquería, sólo pertenencia de
la gran Madre? Y esto con el agravante de decir que son ficciones de los poetas,
como si los poetas fingieran también que son gratas y aceptas a los dioses. Demos
por bueno que el que se canten o se escriba, sea audacia o petulancia de los
poetas. Pero el que se añadan por mandato y extorsión de los dioses a las cosas
divinas y a sus honras, qué es sino culpa de los dioses, mas aún, confesión de
demonios y decepción de miserables? En todo caso, aquello de que la Madre de
los dioses mereció culto por la consagración de los eunucos, no lo fingieron
los poetas, sino que ellos prefirieron horrorizarse a versificarlo. Quién se ha
de consagrar a estos dioses selectos para vivir después de la muerte felizmente,
si, consagrado a ellos antes de morir, no puede vivir honestamente, sometido a
tan feas supersticiones y rendido a tan inmundos demonios? Todo esto, dice, se
refiere al mundo. Considere no sea más bien a lo inmundo. Qué no puede
referirse al mundo de lo que se prueba que está en el mundo? Nosotros, empero, buscamos
un espíritu que, enclavado en la religión verdadera, no adore al mundo como a
su Dios, sino que alabe al mundo como a obra de Dios por Dios, y, purificado de
las humanas sordideces, llegue limpió a Dios, Hacedor del mundo.
CAPITULO XXVII: De las ficciones y quimeras de los fisiólogos o naturales, que ni adoran al verdadero Dios, ni con el culto y veneración con que se le debe adorar.
Cuando considero las mismas
fisiologías o exposiciones naturales con que los hombres doctos e ingeniosos
procuran convertir las cosas humanas en divinas, advierto que no pudieron
revocar o atribuir cosa alguna sino a obras temporales y terrenas y a la
naturaleza corpórea que, aunque invisible, con todo es mudable, cuyo defecto no
se halla en el verdadero Dios. Y si esto lo aplicaran a la religión con
significaciones siquiera convenientes (aunque fuera lastimoso, porque con ellas
no se daría noticia exacta, ni publicaría el nombre de Dios verdadero), con
todo en alguna manera fuera tolerable, viendo que no se hacían ni se prescribían
preceptos tan abominables y torpes; pero ahora, siendo como es una acción impía
y detestable que el alma adore por verdadero Dios al cuerpo o alma, cuánto más
nefando será tributar culto a estas sustancias, para que el cuerpo y el alma
del que si las adora no alcance salud ni gloria humana? Por lo cuál, cuando se
adora con templo, sacerdote y sacrificio algún elemento del mundo, o algún
espíritu criado, aunque no sea inmundo y malo, no por eso es malo, porque son
malas las ceremonias con que lo adoran, sino porque son tales que con ellas
sólo se debe adorar a Aquel a quien se debe, tal culto y religión.
Y si alguno opinase que adora a
un solo Dios verdadero, esto es, al creador de todas las almas y cuerpos con
disparates y monstruosidades de imágenes, con sacrificios de homicidios, y con
fiestas de juegos y espectáculos torpes y abominables, no por eso peca, por
cuanto no debe adorarse al mismo que adora, sino porque tributa culto al que
deben reverenciar, no como se debe venerar; y el que con semejantes
obscenidades; esto es, con obras torpes y obscenas, adorare al verdadero Dios
no peca precisamente porque no deba ser adorado aquel a quien adora, sino
porque no le adora como debe; pero, en cambio, él, con tales torpezas, adora no
al verdadero Dios, es decir, al autor del alma y del cuerpo, sino a la criatura
(aunque no sea mala; ya ésta sea alma, ya sea cuerpo, ya sea juntamente alma y
cuerpo), dos veces peca contra Dios; lo uno porque adora por Dios a lo que no
es dios, y lo otro porque le adora con tales ritos con los que no se debe
adorar ni a Dios ni a los que no es Dios; pero en qué términos, esto es, cuán
torpemente hayan tributado adoración éstos a las mentidas deidades, fácil es
conocerlo. Y qué hayan adorado, y a quienes, seria dificultoso indagarlo, si no
dijeran sus historias cómo ofrecieron a sus dioses aquellos mismos holocaustos
y ceremonias que confiesan por abominables y torpes; y así, quitados los rodeos,
resulta que con toda esta teología civil, han convidado e introducido a los
impíos demonios e inmundos espíritus en las necias y vistosas imágenes, y por
ellos igualmente en los estúpidos corazones para que, los posean.
CAPITULO XXVIII: Que la doctrina que trae Varrón sobre la teología no es consecuente consigo misma.
Qué utilidad se sigue de que el
docto e ingenioso Varrón procure, y no pueda, con una sutil y delicada doctrina
reducir todos estos dioses al cielo y a la tierra? Sin duda se le van de las
manos, se le deslizan, se le escapan y caen; porque habiendo de tratar de las
hembras, esto es, de las diosas, dice: Cómo insinué en el primer libro de los
lugares, donde hemos considerado dos principios y orígenes que traen los dioses
del cielo y de la tierra, por lo que éstos unos se dicen celestes y otros
terrestres, así como arriba principiamos por el cielo cuando tratamos de Jano, que
unos dijeron era el cielo, otros el mundo, así, hablando de los hombres, empezaremos
a escribir de la tierra. Bien advierto cuán penosa molestia es la que padece
tal y tan elevado ingenio, dejándose arrastrar de una razón verosímil, mediante
la cual sostiene que el cielo es el que hace, y la tierra la que padece; y por
eso atribuye al uno la virtud masculina y a la otra la femenina, sin
reflexionar que el que hizo hados a ambos es el que desempeña todas estas
funciones con su virtud propia.
Conforme a esta exposición, interpreta
en el libro precedente los famosos misterios de los Samotraces, diciendo: Declarará
y escribirá algunas particularidades de que no tienen noticia ni aun los suyos,
a quienes casi religiosamente promete enviárselas, porque insinúa allí que él
ha deducido, por muchos indicios que ha visto en las estatuas, que una cosa
significa el cielo, otra la tierra, otras los ejemplos o dechados de las cosas
que Platón llamó ideas. Por el cielo quiere se entienda Júpiter, por la tierra Juno,
por las ideas Minerva, estableciendo igualmente que el cielo es el que hace o
el principal agente, la tierra de quien se forma la idea según la cual se hace.
Sobre este particular no quiere decir, como afirmó Platón, que estas ideas
tienen tanta virtud que el cielo, conforme a ellas, no sólo obró en la
producción de otros seres, sino que fue hecho también el mismo cielo. Lo que
digo es que este autor en el libro de los dioses selectos destruyó la razón
relativa a los tres dioses con que había casi abarcado toda su idea, por cuanto
al cielo atribuye los dioses masculinos, los femeninos a la tierra, entre los
cuales puso a Minerva, a quien la había colocado anteriormente sobre el mismo
cielo. Asimismo Neptuno, que es dios varón, reside en el mar, el cual pertenece
más a la tierra que al cielo; finalmente, del padre Ditis, que en el lenguaje
griego se llama Plutón, también varón, hermano de ambos, dicen es dios
terrestre, que preside la parte superior de la tierra, y en la inferior tiene a
su mujer, Proserpina. Acaso no es un medio extraordinario y ridículo el que usa
para reducir los dioses al cielo y las diosas a la tierra? Qué tiene este
discurso de sólido, qué de constante, de cordura, de resolución y certeza? En
efecto: la Tellus o tierra es el principio y origen de las diosas, es a saber, la
gran Madre con quien anda la turba de los espíritus abominables y torpes, los afeminados,
bardajes castrados, los que se cortan y laceran los miembros, los que andan
saltando y brincando alrededor de ella como dementes y atolondrados.
A qué viene decir que es cabeza
de los dioses Jano, y de las diosas la tierra, si ni allá constituye una cabeza
el error, ni acá la hace sana y cuerda el furor? Para qué procuran en vano
reducir estas supuestas cualidades al mundo como si se pudiera adorar al mundo
por verdadero dios O a la criatura por su creador? Si una verdad manifiesta los
deja plenamente convencidos de que nada pueden sobre este punto, refieran
solamente tales patrañas a los hombres muertos y a los malvados demonios, y no
habrá más pleitos.
CAPITULO XXIX: Que todo lo que los fisiólogos y filósofos naturales refieren al mundo y a sus partes lo debían referir a un solo Dios verdadero.
Porque todo cuanto estos
escritores insinúan de tales deidades, como fundados en razones físicas y
naturales, lo refieren al mundo: seguramente que sin escrúpulo de sentir
sacrílegamente lo podemos atribuir con más justa razón al verdadero Dios, que hizo
el mundo y es el Criador de todas las almas y cuerpos, y se puede advertir
mediante este raciocinio. Nosotros adoramos a Dios, no al cielo ni a la tierra,
de los cuales consta este mundo, ni alma ni a las almas que se hallan
repartidas entré todos y cualesquiera vivientes, sino a Dios, que hizo el cielo
y la tierra y todo cuanto hay en ellos, el cual creó todas las almas, así las que
viven y carecen de sentido y de razón, como las que sienten y usan también de
la razón
CAPITULO XXX: Cómo se distingue el criador de la criatura para que no se adoren por uno tantos dioses cuantas son las obras de un mismo autor.
Empezando a discurrir ya por los
efectos, o por las obras admirables de Dios, que es uno solo y verdadero, por
respeto de las cuales, mientras procuran éstos, como con cierta honestidad, interpretar
ritos torpes y abominables, vienen a multiplicar y a establecer muchos dioses, y
todos falsos; nosotros adoramos a aquel Dios que a las naturalezas que crió las
dio los principios y fines de su sustancia y movimiento; a Aquel que tiene en
su mano, conoce y dispone las causas de las cosas; a Aquel que crió la virtud
de las semillas, formó el alma racional para que le sirviese a sus inescrutables
designios; les dio el uso y facultad de hablar; repartió a los espíritus que
fue su voluntad el singular don de vaticinar lo venidero, y por medio de
quienes quiera las dice, y por medio de las personas que son de su agrado
destierra las enfermedades; a Aquel que preside también riguroso cuando
conviene castigar y corregir el linaje humano, en los principios, progresos y
fines de las mismas guerras; a Aquel que no sólo crió, sino que también
gobierna el vehemente y violento fuego de este mundo conforme al temperamento
de la inmensa naturaleza: que es criador y gobernador de todas las aguas: que
hizo el sol, astro el más resplandeciente de todas las luces corpóreas que se
ven en el hemisferio, comunicándole virtud y movimiento conforme a su esfera; que
hasta a los mismos condenados al infierno no niega su dominio y potestad; que
sustituye y concede a las cosas mortales y caducas sus simientes, alimentos, así
secos como líquidos; que fundó la tierra y la fecunda; que reparte sus frutos a
las bestias y a los hombres; que conoce y ordena las causas, no sólo
principales, sino también las subsiguientes o accesorias; que dio a la luna su
curso y movimiento; que suministra con las mutaciones de los lugares los
caminos por el cielo y por la tierra; que a los entendimientos humanos que crió
les concedió también para el auxilio y alivio de su vida y naturaleza una
noticia exacta y conocimientos de varias ciencias y artes; que a las sociedades
y familias de los hombres concedió para los usos ordinarios e indispensables el
beneficio del fuego de la tierra, de que se pudiesen servir en los hogares y en
las luces. Estos son, en efecto, los cargos que el ingenioso y erudito Varrón, fundado
en ciertas interpretaciones físicas y naturales, o tomadas de otro, o halladas por
su propia conjetura, anduvo indeciso y confuso para distribuirlos y repartirlos
entre los dioses escogidos.
Y estas admirables obras son las
que hace y en las que entiende Aquel que es un solo Dios verdadero; aunque este
mismo Dios, así como está dondequiera, todo, sin estar encerrado en ningún
lugar, ni atado o ceñido a una sola cosa, sin ser divisible en partes y de
ninguna parte mudable, llena el cielo y la tierra con su presente omnipotencia.
Y así, sin estar ausente su naturaleza, también administra todo lo que crió con
tan particular sabiduría, que a cada cosa la deja ejercer libremente y ejecutar
sus acciones propias; porque aun cuando no puede haber cosa alguna sin él, no
obstante ninguna es lo que él. Hace también muchas cosas por medio de los
ángeles; pero si no es consigo propio, no hace felices a los ángeles; por lo
mismo, aunque por algunas causas ocultas envía ángeles a los hombres, con todo,
no hace felices a los hombres con los ángeles, sino consigo propio, como a los
ángeles. De este solo y verdadero Dios esperamos nosotros la vida eterna.
CAPITULO XXXI: De qué beneficios de Dios gozan propiamente los que siguen la verdad, además de los que a todos comunica la divina liberalidad.
Por cuanto nosotros, además de
estos beneficios comunes, que por medio de esta recta administración y gobierno
del mundo, distribuye este gran Dios a los buenos y a los malos, tenemos de su
Divina Majestad un indicio seguro y propio de los justos, del grande amor que
nos profesa; aunque no podamos darle las debidas gracias por el ser que tenemos,
de que vivimos, de que vemos el cielo y la tierra, de que tenemos entendimiento
y razón, con que podemos buscar a este mismo que crió todas las cosas, debemos,
sin embargo, corresponderle agradecidos, observando exactamente su santa ley; pero
de que estando nosotros cargados y sumergidos en horribles pecados, sin
dedicarnos, como debiéramos, a la contemplación de su luz, ciegos de amor y
afición a las tinieblas, esto es, al pecado, no nos haya desamparado y dejado
del todo, antes más bien nos haya enviado a su Unigénito, para que haciéndose
hombre por nosotros y padeciendo afrentosa muerte conociésemos cuánto estima
Dios al hombre; nos purificásemos con aquel incruento sacrificio de todas
nuestras culpas e infundiendo con su espíritu en nuestros corazones su inefable
amor, superadas todas las dificultades, viniesen a conseguir el descanso eterno
y a gozar de la inmensa dulzura de su contemplación y visión beatífica. Qué
corazones, qué lenguas pretenderán ser bastantes para darle las debidas gracias?
CAPITULO XXXII: Que el misterio de la redención de Jesucristo nunca faltó en los siglos pasados, y que siempre se predicó y manifestó con diversas figuras y significaciones.
Este misterio de la vida eterna
viene de atrás, y ya desde el principio de la creación del hombre se predicó
por ministerio de los ángeles, a quienes convenía, por medio de ciertas señales
y ritos acomodados, a aquellos tiempos. Después se juntó el pueblo hebreo bajo
una cierta forma de República que prefiguró este oculto sacramento, donde parte
por algunos que lo entendían y parte por otros que eran incapaces de
comprenderlo, se anunció todo cuanto por la venida de Cristo hasta ahora ha
sucedido y en adelante ha de suceder. Después se derramó esta nación entre los
gentiles, mediante el incontrastable testimonio de las escrituras, donde estaba
profetizada la salud eterna por medio de Jesucristo.
Porque no sólo las profecías que
en el sagrado texto se escriben, ni tampoco solamente los preceptos que
conforman la vida y la piedad, y se expresan en aquellos libros, sino también
los sacramentos, los sacerdotes, el Tabernáculo o templo, los altares, los
sacrificios, las ceremonias, los días festivos y todo lo demás perteneciente al
culto que se debe a Dios, que en griego, propiamente, se llama latría, nos
significaron y anunciaron todo aquello que para la vida eterna de los fieles
creemos que se ha cumplido en Cristo, vemos que se cumple y esperamos que se ha
de cumplir.
CAPITULO XXXIII: Que sólo por medio de la Religión cristiana se pudo descubrir el engaño de los malignos espíritus que gustan del error en los hombres.
Por esta religión, verdadera y
única, se pudo descubrir que los dioses de los gentiles eran sumamente impuros
y unos obscenos demonios, que con ocasión de algunas personas difuntas, y so
color de las criaturas humanas, procuraron los tuviesen por dioses, gustando
con detestable y abominable soberbia de los honores casi divinos, que no eran
otra cosa que un complejo de acciones criminales y nefandas, envidiando a los
hombres la conversión a su verdadero Dios. De cuyo cruel e impío poder y
dominio se libró el hombre, creyendo sinceramente en Aquel que para levantarnos
nos dio un ejemplo de humildad tan especial, cuanto fue mayor la soberbia por
la que ellos cayeron destronados.
Del número de éstos son no sólo
aquellos de quienes hemos ya referido varias particularidades y otras
semejantes que han infestado las demás naciones y provincias, sino también de
que ahora tratamos, como escogidos para componer el Senado de los dioses, y a
la verdad elegidos por la grandeza y publicidad de sus culpas no por la
dignidad y méritos de sus virtudes, cuyos misterios, procurando Varrón
reducirlos a razones naturales, buscando cómo dar un color honesto a las
acciones torpes, no acaba de hallar cosa que le cuadre ni convenga, porque las
causas que imagina, o, por mejor decir, quiere que se imaginen, no son causas
de aquellos sacramentos. Porque si lo fuesen, no sólo éstas, sino también otras
cualesquiera de esta especie, aunque no perteneciesen al verdadero Dios y a la
vida eterna, que es la que en religión se debe buscar únicamente, con todo, dando
cualquiera razón de la naturaleza de las cosas, mitigarían algún tanto la
ofensa y escándalo que había causado su imponderable torpeza y desvarío, no
entendido en la celebración de sus sacramentos, como lo procuró hacer el mismo Varrón
en algunas fábulas teatrales o en los misterios de los templos, donde no con la
semejanza de os templos dio por buenos los teatros, sino antes con la semejanza
de los teatros condenó los templos; sin embargo, como quiera procuró aplacar el
sentido ofendido y escandalizado con las obscenidades que le causaban horror, dando
la razón a las causas naturales.
CAPITULO XXXIV: De los libros de Numa Pompilio, los cuales mandó quemar el Senado por que no se publicasen las causas que en ellos se contenían de los ritos.
Con todo, por el contrario, descubrimos
(como el mismo docto autor lo escribe, citando los libros de Numa Pompilio), que
no se pudieron tolerar de ningún modo las causas que allí se dan de los
misterios de sus dioses, y no sólo las tuvieron por dignas de que, leyéndolas, viniesen
a noticia de personas religiosas, pero ni aun quisieron que escritas se
guardasen en el archivo de las tinieblas; por lo mismo quiero ya decir lo que
prometí explicar en su propio lugar, en el libro III de esta obra. Porque, según
refiere el mismo Varrón en el libro del culto de los dioses: Cierto hombre, llamado
Terencio, poseía una heredad en el Janículo, y un quintero suyo, arando con sus
bueyes junto a la sepultura de Numa Pompilio, extrajo con el arado, debajo de
la tierra, los libros donde estaban escritas las causas de los ritos que había
instituido este monarca; y trayéndolos a la ciudad los entregó al Pretor, el
cual, leyendo los títulos, pareciéndole asunto de importancia, los remitió al
Senado, donde habiéndose leído algunas causas principales porque cada rito se
había establecido en la religión, el Senado siguió el parecer del muerto Numa, y,
como buenos religiosos, los senadores decretaron que el Pretor mandase quemar
aquellos libros. Crea cada uno lo que él imagina, o, por mejor decir, cualquier
famoso defensor de tan grande impiedad diga lo que le impele a decir su furiosa
obstinación. A mí me basta advertir que las causas de los ritos que escribió el
rey Pompilio, fundador de los misterios y religión de los romanos, fueron tales,
que no convino tuviesen noticia de ellas ni el pueblo, ni el Senado ni aun los
mismos sacerdotes, como también que el mismo Numa Pompilio, con curiosidad
ilícita Y supersticiosa, llegó a saber y penetrar aquellos secretos de los
demonios, los cuales, aunque los escribió para avisarse a sí mismo con su
lectura, sin embargo, con ser rey que a nadie temía, ni se atrevió a enseñarlos
a sus vasallos, ni a destruirlos borrándolos o consumiéndolos del todo; de
suerte que lo que quiso que ninguno lo supiese por no instruir a los hombres en
máximas obscenas y nefandas, y lo que temió violar por no provocar contra sí la
ira de los dioses, lo enterró y sepultó donde le pareció más seguro, no
creyendo que podía llegar el arado a su sepultura; pero temiendo el Senado
condenar la religión de sus antepasados, y hallándose por esto forzado a seguir
el parecer de Numa, con todo, reputó aquellos libros por tan perniciosos, que
no quiso mandar se volviesen a enterrar (porque la curiosidad humana no diese
con más vehemencia en buscar lo que ya se había divulgado), sino que las llamas
consumiesen tan abominables memorias, pareciéndole era ya necesario celebrar
aquellos ritos, tuvo por más tolerable el error, todas las veces que se ignorasen
sus causas, que no el permitir se supiese públicamente, lo cual era exponerse a
que se alborotase y turbase la ciudad.
CAPITULO XXXV: De la hidromancia con que anduvo engañado Numa, viendo algunas imágenes de los demonios.
Por cuanto aun al mismo Numa
(como no tuvo ningún profeta de Dios, ningún ángel santo que le ilustrase) le
fue preciso usar de la hidromancia para poder ver en el agua las imágenes de
los dioses, o, por mejor decir, los engaños de los demonios, y así le instruyesen
en lo que debía ordenar y observar acerca de la religión.
Este modo de adivinar, dice el
mismo Varrón, que vino de Persia, del cual usó Numa, y después el filósofo
Pitágoras, donde no sin intervención de sangre dice que se hacen sus preguntas
a las sombras infernales, y añade que en griego se llama Necromancia; la cual, ya
se llame hidromancia o necromancia, es lo mismo que adonde aparecen, o parece
que adivinan los muertos. Con qué arte se ejecute, examinen lo ellos; porque no
intento indicar que estas artes, aun antes de la venida de nuestro Salvador, entre
los mismos gentiles se solían prohibir con leyes rigurosas y castigarlas con
severísimas penas. No quiero, digo, indicarlo, porque acaso entonces se
permitían y eran lícitas semejantes especulaciones; pero es indudable que con estas
artes aprendió Pompilio aquellos ritos de la religión, cuyo ejercicio divulgó y
cuyas causas enterró; por eso se receló él mismo de lo que aprendió, y el
Senado quemó los libros en que se contenían estas necedades; en esta
inteligencia, para qué Varrón me quiere alegar no sé qué otras causas, al
parecer físicas de aquellos ritos; que si los insinuados libros se hallaran, sin
duda no los quemaran; ni acaso estos que escribió y dedicó Varrón al pontífice
Cayo César y dio a luz tampoco los quemaran los senadores si realmente las
contuvieran? Así que, por haber descubierto Numa Pompilio el agua con que hacía
la hidromancia, por eso se dice que tuvo por mujer a la ninfa Egeria, como se
declara en el libro de Varrón arriba citado.
De este modo, la verdad de las
cosas, mezclándola con mentiras se suele convertir en fábulas. En aquella hidromancia,
aquél curiosísimo rey romano aprendió los ritos que habían de conservar, los
pontífices en sus libros y a las causas de ellos, las cuales, a excepción de él,
quiso que ninguno las supiese; y, así, habiéndolas escrito separadamente, hizo
en cierto modo que muriesen y acabasen consigo, cuando procuró desterrarlas del
conocimiento de los hombres y sepultarlas. En dichos libros, o había tan
abominables y perjudiciales máximas de que gustaban los demonios (que por ellas
se advertía cómo toda la teología civil era maldita, aun en sentir de los que
en los mismos misterios habían recibido tantas nociones vergonzosas y
abominables), o se descubría que no era otra cosa que hombres muertos todos
aquellos que casi todas las naciones, por una dilatada serie de siglos, habían
creído eran dioses inmortales, supuesto que se complacían igualmente de
semejantes ritos los mismos demonios, que con la vana apariencia de falsos
portentos se suponían y entrometían allí para que los adorasen por los mismos
muertos a quienes ellos habían procurado fuesen reputados por dioses.
Pero, por oculta providencia del
verdadero Dios, sucedió que, estando en gracia y reconciliados con su amigo
Pompilio, por medio de aquellas artes con que se pudo ejercer la hidromancia, se
les permitiese que le confesasen con claridad todas, aquellas patrañas, y, con
todo, no se les permitió le advirtiesen que cuando muriese procurase antes
quemarlas que enterrarlas, pues para que no se supiese no pudieron ni impedir
al arado que las extrajo afuera, ni la pluma de Varrón, por cuyo medio llegó
hasta nuestros tiempos la noticia circunstanciada de cuánto pasó sobre este
asunto; siendo, como es, sabido que no pueden ejecutar lo que no se les permite,
sin embargo, se les permite en muchas ocasiones, por alto y justo juicio del
sumo Dios, por los pecados de aquellos respecto de quienes es conveniente que
solamente los aflijan o también los sujeten y engañen; y cuán pernicioso y
ajeno del culto del verdadero Dios pareció lo que se contenía en aquellos
libros, se puede inferir de la providencia del Senado, que más quiso quemar lo
que Pompilio había escondido que temer lo que temió él mismo, que no pudo atreverse
a practicar una acción tan generosa. El que no desea tener en la vida futura
vida feliz, ni en la presente una verdaderamente piadosa y religiosa, con tales
misterios busque la muerte eterna; pero el que no quiere tener comunicación con
los malignos demonios, no tema la perniciosa superstición con que son adorados,
sino reconozca la verdadera religión con que se descubren y vencen.
LIBRO OCTAVO: DIOSES DE LA TEOLOGÍA NATURAL DE VARRÓN.
CAPITULO PRIMERO: Sobre la cuestión de la teología natural, y que ésta se ha de averiguar con los filósofos más excelentes y sabios.
Ahora es preciso procedamos con
mas circunspección y escrupulosidad que en la resolución y explicación de las
cuestiones tratadas en los libros anteriores; pues hemos de hablar de la
teología natural no con cualquiera especie de personas (porque no es novelesca
ni civil, esto es, teatral o urbana, que la una alaba las culpas de los dioses
y la otra descubre sus apetitos más abominables, y, por consiguiente, deseos de
espíritus malignos antes que de dioses), sino con filósofos, cuyo nombre en
latín significa amantes de la sabiduría,. y si la verdadera sabiduría es Dios, que
crió todas las cosas conforme a lo que le enseñó la autoridad divina y la misma
verdad, el verdadero filósofo es el que ama a Dios; mas no hallándose la
Filosofía en todos los que se precian de este glorioso dictado (porque no son
ciertamente amadores de la verdadera sabiduría todos los que se llaman
filósofos), necesitamos escoger entre todos aquellos de cuyas opiniones hemos
podido tener noticia por la lectura de los libros, con quienes muy al caso
podamos tratar de esta materia; porque no pretendo en esta obra refutar todas
las opiniones vanas de todos los filósofos, sino solamente las que se refieren
a la Teología (expresión griega que sabemos significa los conocimientos que
tenemos de Dios), y éstos no los de todos, sino únicamente los de aquellos que,
aunque conceden que hay Dios, y que cuida y vigila sobre las cosas humanas, con
todo, imaginan que no es suficiente el culto y religión de un solo Dios
inmutable para conseguir una vida bienaventurada más allá de la muerte, sino
que a este efecto Aquel que es uno crió e instituyó muchos para que los
adorásemos. Estos ya dejan muy atrás la opinión de Varrón y se aproximan más a
la verdad; porque él solo pudo abarcar en su teología natural el mudo o su alma;
pero éstos sobre toda la naturaleza del alma confiesan que hay Dios, que hizo no
sólo este mundo visible, que ordinariamente se comprende bajo el nombre de
cielo y tierra, sino también todas cuantas almas hay, y que a la racional e
intelectual, cuál es el alma del hombre, con la participación y comunicación de
su luz inmutable e incorpórea, la hace bienaventurada y dichosa, y ninguno que
haya leído este punto con alguna reflexión ignora que estos filósofos son los
que llamamos platónicos, derivando su nombre del de su maestro Platón.
CAPITULO II: De dos géneros de filósofos, esto es, del itálico y jónico, y de sus autores..
De Platón, brevemente tocaré lo
que me pareciese necesario para la presente cuestión, refiriendo primero los
que en la profesión de las mismas letras le precedieron. Por lo que se refiere
a la literatura griega, que es el idioma que se tiene por mas ilustre entre los
demás de los gentiles, de dos sectas de filósofos se hace en ella mención. La
una, llamada itálica, por aquella parte de Italia que antiguamente se llamó
Magna Grecia. La otra, jónica, en las tierras que ahora se llaman Grecia. La
itálica tuvo por su autor y corifeo a Pitágoras Samio, de quien, según es fama,
tuvo principio el, nombre de Filosofía, porque llamándose antes sabios los que
en algún modo parecía que se aventajaban a los otros con el buen ejemplo de su
vida, preguntado éste qué facultad era la que profesaba, respondió que era
filósofo, esto es, estudioso y aficionado a la sabiduría, pues el manifestarse por
sabio parecía acción muy arrogante y altanera El príncipe y jefe de la secta
jónica fue Thales Milesio, uno de aquellos siete que llamaron sabios. Los seis
se diferenciaban y distinguían entre sí en la forma de su profesión y en
ciertos preceptos acomodados para vivir bien; pero Thales fue tan excelente y
aventajado, que habiendo inquirido y examinado menudamente la naturaleza y
puesto por escrito sus disputas, dejó sucesores de su doctrina, y fue admirable,
especialmente porque habiendo comprendido el movimiento de los astros, llegó a
saber pronosticar los eclipses del Sol y de la Luna. Sin embargo, creyó que el agua
era principio de todas las cosas, y que de ella recibían su existencia todos
los elementos del mundo, y el mismo mundo y cuanto en él nace, no atribuyendo a
la mente divina nada de esta obra que, observada la estructura del mundo, aparece
tan admirable. A éste sucedió Anaximandro, su discípulo, y mudó de opinión en
cuanto a la naturaleza de las cosas, porque le pareció que no nacían, o se producían,
cómo defendía Thales, del agua, sino que cada cosa debía su origen a sus
peculiares principios; los cuales sostuvo que eran infinitos y que engendraban
infinitos mundos y todo cuanto en ellos nacía, y que estos mundos unas veces se
disolvían y otras renacían tanto cuanto cada uno pudo durar en su tiempo, sin
atribuir tampoco en estas obras del Universo algún poder o influencia a la
mente divina. Este dejó a Anaxímenes por su discípulo y sucesor, quien atribuyó
todas las cosas naturales al aire infinito; no negó los dioses ni los pasó en
silencio, mas no creyó que ellos hubiesen criado el aire, sino que del aire
nacieron ellos. Anaxágoras, discípulo de éste, fue de dictamen que la mente
divina era la que hacía todas las cosas que vemos, y dijo que todas las cosas, según
sus tamaños y especies propias, se hacían de la materia infinita, que consta de
partes semejantes u homogénea pero todas por mano de la mente divina. Asimismo
Diógenes, otro discípulo de Anaxímenes, enseñó que el aire era la materia de todas
las cosas, de la cual se hacían y formaban; pero que al mismo tiempo participaba
de la mente divina, sin la cual nada se podía hacer de él. Sucedió a Anaxágoras
su discípulo Arquelao, quien igualmente opinó que de tal modo constaban todas
las cosas de aquellas partículas entre sí semejantes u homogéneas de que formaban,
que aseguraba tenían también mente, la cual, uniendo o disolviendo los cuerpos
eternos, esto es, aquellas partículas, hacía todas las cosas. Discípulo de éste
dicen que fue Sócrates, maestro de Platón, por quien hemos referido brevemente
todo lo dicho.
CAPITULO III: De la doctrina de Sócrates.
Escriben algunos que Sócrates fue
el primero que acomodó y dirigió toda la Filosofía al loable objeto de corregir
y arreglar las costumbres, habiendo empleado sus penosas tareas literarias los
filósofos que le precedieron precisamente en el estudio y contemplación de las
cosas físicas, esto es, naturales, dejando a un lado la de las morales, tan
interesantes como necesarias al bien de la sociedad; pero no me parece fácil
averiguar si Sócrates adoptó este medio por estar íntimamente penetrado y enfadado
de la oscuridad e incertidumbre de las cosas, y por este motivo se aplicó a
estudiar algún objeto claro y cierto que fuese necesario para la consecución de
la vida eterna y feliz, por sola la cual parece se desveló y trabajó con más
industria que todos los filósofos, o, como algunos sospechan, pensando más
benignamente de él, no quería que ánimos contaminados por los apetitos y
desórdenes terrenos presumiesen extenderse a las cosas divinas. Pues advertía
que andaban solícitos inquiriendo las causas de las cosas, y como las primeras
y principales entendía que no dependían sino de la voluntad de un solo Dios
verdadero, le parecía que no se podían comprender sino con ánimo puro y
sencillo, y por eso se debía trabajar en purificar la vida con buenas
costumbres, para que, descargado y libre el ánimo de los apetitos que le
oprimían, con su vigor natural se elevase a la contemplación de las cosas
eternas, y con la limpieza y pureza de la inteligencia pudiese ver la
naturaleza de la luz incorpórea e inmutable, adonde con firme estabilidad viven
las causas de todas las naturalezas criadas. Sin embargo, consta que con la
admirable gracia y agudísimo donaire que tenía en disputar, aun en las mismas
cuestiones morales, a las que parecía había aplicado todo su entendimiento, notó
y dio la vaya a los necios e ignorantes que presumen saber mucho, confesando su
ignorancia o disimulando su ciencia. Por lo cual, habiéndose ganado enemigos
que le imputaron calumniosamente una fea criminalidad, fue condenado y muerto, aunque
después la misma ciudad de Atenas, que públicamente le había condenado, públicamente
le lloró, revolviendo la indignación del pueblo contra los dos sujetos que le
acusaron, de forma que el uno pereció a manos del furioso pueblo, y el otro se,
libertó de igual infortunio desterrándose voluntariamente para siempre. Sócrates,
pues, tan famoso e insigne en vida y muerte, dejó muchos discípulos que siguieron
su doctrina, cuyo estudio principalmente se ocupó en las controversias y
doctrinas morales, donde se trata del sumo bien, sin el cual el hombre no puede
ser dichoso ni bienaventurado. Mas como este bien no le hallasen clara y
evidentemente en los escritos y disputas de Sócrates, pues afirma por una parte
lo que destruye por otra, tomaron de allí lo que cada uno quiso y colocaron el
fin del sumo bien donde a cada uno le pareció o con el objeto que más le agradó.
Llaman fin del bien aquel que, alcanzando, hace al que lo posee bienaventurado
y feliz, y fueron tan diversos los pareceres y opiniones que tuvieron los
socráticos acerca de este último fin (apenas se puede creer que pudiese haber
tantos entre discípulos de un mismo maestro), que algunos dijeron que el
deleite era el sumo bien, como Aristipo; otros, que la virtud, como Antístenes,
y de esta manera otros muchos tuvieron otras y diferentes opiniones, que seria
cosa larga referirlas todas.
CAPITULO IV: De Platón, que fue el principal entre los discípulos de Sócrates, y dividió toda la Filosofía en tres partes.
Entre los discípulos de Sócrates,
no sin justa razón floreció con nombre y gloria tan excelente Platón, que
oscureció la de todos los demás. Ateniense de sangre y de familia ilustre, aventajando
con su maravilloso ingenio a todos sus condiscípulos, con todo, desestimando su
caudal y pareciéndole que ni éste ni la doctrina de Sócrates era bastante para
llegar a perfeccionarse en el estudio de la Filosofía, dio en peregrinar por
cuantos países le fue posible, acudiendo a todas partes donde le convidaba la
fama de que podía aprender a instruirse en alguna ciencia útil y singular. Así
aprendió en Egipto toda la literatura que allí se apreciaba como grande y se
enseñaba, de donde, navegando hacia las regiones de Italia, en la que era
célebre y famoso el nombre de los pitagóricos, comprendió fácilmente todo lo
que entonces florecía de la Filosofía itálica, oyendo a los demás eminentes
doctores que había entre ellos. Amando como amaba sobre todos a su maestro
Sócrates, le introduce casi en todos sus diálogos, haciéndole autor, y que diga
aun lo mismo que Platón había aprendido de otros, o lo que él, con cuanta
inteligencia pudo, había conseguido, mezclándolo todo y sazonándolo con la sal,
donaire y disputas de su maestro. Así pues, consistiendo el estudio de la
Sabiduría en la acción y contemplación, de modo que una parte puede llamarse
activa y la otra contemplativa (la activa concerniente al modo de pasar la vida,
esto es, de arreglar las costumbres, y la contemplativa, a la meditación de las
causas naturales y contemplación de la verdad sincera), de Sócrates dicen que
se señaló en la activa, y de Pitágoras que se dedicó más a la contemplación, empleando
en ella todo cuanto pudo las fuerzas de su entendimiento, y por eso elogian a
Platón, porque, abrazando y uniendo lo uno en lo otro, puso en su perfección la
Filosofía, la que distribuye en tres partes. La primera es la moral, la cual
principalmente consiste en la acción; la segunda es la natural, que se ocupa en
la contemplación; la tercera es la racional, que distingue lo verdadero de lo
falso, la cual, aunque sea necesaria para la una y para la otra, esto es para
la acción y contemplación, sin embargo, a la contemplación es a quien
principalmente toca averiguar y descubrir la verdad. Por eso esta división
tripartita no es contraria a la división según la cual toda la sabiduría
consiste en la acción y contemplación. Pero qué sintió Platón de estas cosas o
de cada una de ellas, esto es, dónde entendió o creyó que estaba el fin de
todas las acciones? Dónde la causa de todas las naturalezas? Dónde la luz de
todas las razones? Imagino que sería asunto largo el declararlo, y que no es
bueno tampoco afirmarlo temerariamente. Porque, como procura guardar el estilo
conocido de disimular lo que sabe o lo que siente, propio de su maestro
Sócrates, a quien introduce en sus libros disputando, y a él le agradó igualmente
este estilo, sucede que aun en asuntos graves tampoco se puedan echar de ver
fácilmente las opiniones del mismo Platón. Mas de lo que se lee en sus escritos,
o de lo que dijo, o de lo que refiere que otros pensaron y a él le agradó, importan
que refiramos algunas particularidades y las pongamos en esta obra, ya sean en
favor de la verdadera religión, que es la que profesa y defiende nuestra fe, o
ya parezca que le son contrarias por lo tocante a la cuestión de un solo Dios y
de muchos, el cual nos afirma y enseña que se debe adorar la doctrina de la
religión católica, por la vida que después de la muerte ha de ser verdaderamente
bienaventurada. Acaso los que se celebran y tienen fama que con más agudeza y
verdad entendieron y siguieron a Platón como al más famoso y excelente entre
los demás filósofos gentiles, acerca de Dios sienten y opinan claramente que en
él se halla la causa de la humana subsistencia, la razón de la inteligencia y
el orden de la vida; cuyos atributos es sabido pertenecen, el uno, a la parte
natural; el segundo, a la racional, y el tercero, a la moral. Pues si el hombre
fue criado tal, como por la cualidad que en él es la más excelente de todas, y
le hace superior a todos los entes, alcance lo que excede a cuantas dichas y
felicidades pueden conseguirse; esto es, el conocimiento y visión beatífica de
un solo Dios verdadero, sumamente bueno, justo y omnipotente, sin el cual no
hay naturaleza que pueda subsistir por sí, ni doctrina que nos alumbre, ni costumbre
que nos convenga, búsquese, pues, a este gran Dios en quien tendremos nuestra
felicidad segura, sígase a este mismo en quien todos lo tenemos cierto, y ámese
de corazón a éste, en quien todo lo tendremos bueno.
CAPITULO V: Que de la teología se debe disputar principalmente con los platónicos, cuya opinión se debe preferir a los dogmas y sectas de todos los filósofos.
Si, pues, Platón dijo que el
sabio era el verdadero imitador, conocedor y amador de este gran Dios, con cuya
participación es feliz y bienaventurado, qué necesidad hay de examinar los
demás filósofos, si ninguno de ellos se aproximó tanto a nosotros como los
platónicos? Seguramente debe ceder a éstos no sólo la teología fabulosa, que
con los crímenes de los dioses divierte y deleita a los impíos, e igualmente la
civil, en la cual los impuros y obscenos demonios, con el dictado pomposo de
dioses, seduciendo con engaños a los hombres entregados a los placeres de la
tierra, quisieron tener los errores humanos por sus honores divinos, y para que
viesen ocularmente en los juegos sus abominables culpas, tuvieron a sus falsos
adoradores por ecónomos y directores de sus vanidades, pues por medio de ellos
despertaban y excitaban con aquella profesión soez e inmunda a otros menos
cantos a ejercer su culto y devoción, y de los mismos espectadores tomaban y
establecían para sí otros juegos más deleitables. Así que si se ejecuta alguna
acción en sus templos que tenga visos de honesta, se lustra y mancilla mezclándose
con la torpeza y profanidad de los teatros, y todas las obscenidades que se
ejecutan en las escenas son loables comparada con ellas la deshonestidad y
torpeza de los templos. Ceda también a estos filósofos todo cuanto Varrón
interpretó sobre estos misterios, acomodándolos al cielo y a la tierra, a las
semillas y producción de cosas mortales y corruptibles, pues ni se significan
con aquellos vanos ritos las cosas que él pretende insinuar y dar a entender, por
lo cual la verdad no va asociada del mismo influjo que él supone, ni aun cuando
lo manifestara realmente; sin embargo, el alma racional no debía adorar como a su
Dios a objetos que en el orden natural le son inferiores, ni había de tener y
preferir como deidades a unos entes inanimados, sobre quienes el verdadero Dios
la prefirió y antepuso Cédales asimismo toda la doctrina concerniente a este
punto, que Numa Pompilio procuró esconder, sepultándola consigo mismo, y
descubriéndola el arado la mandó quemar el Senado. En este género podemos
incluir igualmente, sólo por sentir con humanidad y rectitud de la conducta de
Numa, todo cuanto escribe Alejandro de Macedonia a su madre, que le descubrió y
confió León, gran sacerdote y ministro de los divinos misterios de los egipcios,
en cuyo escrito no sólo Pico y Fauno, Eneas y Rómulo, y aun Hércules, Esculapio
y Baco, hijo de Semele, los hermanos Tindaridas y otros mortales se tienen y
están comprendidos en el catálogo de los dioses, sino también los mismos dioses
principales que designaron sus antepasados, a quienes sin nombrar parece que
los apunta Cicerón en sus Cuestiones Tusculanas, Júpiter, Juno, Saturno, Vulcano,
Vesta y otros muchos que procura Varrón referir a las partes y elementos del mundo,
de quienes se hace ver sin la menor ambigüedad que fueron hombres. Porque
temiendo este insigne sacerdote un severo castigo por haber revelado los
misterios, suplica a Alejandro que luego que haya escrito y dado noticia a su
madre de lo contenido mande quemar su carta. No sólo, pues, cuanto contienen
estas dos teologías, es a saber, la fabulosa y la civil, debe ceder a los
filósofos platónicos, que confesaron que el Dios verdadero era el autor de
todas las causas, el ilustrador de la verdad y el dador de la bienaventuranza, sino
que también deben ceder a los ínclitos varones que tuvieron una noticia exacta de
un Dios tan grande tan justo, esto es, a todos los otros filósofos que, gobernados
por una razón recta y atendiendo sólo a las cualidades del cuerpo, creyeron que
los principios de la Naturaleza eran corporales, así como Thales imaginó que
era el agua; Anaxímenes, el aire; los estoicos, el fuego; Epicuro, los átomos, esto
es, unos menudos corpúsculos que ni pueden dividirse ni sentirse, y otros
varios que no es necesario nos detengamos a referir, quienes sostuvieron que
los cuerpos, o simples o compuestos, vivientes o no vivientes, pero en realidad
cuerpos, eran la causa y principio de las cosas. Pues algunos de ellos, como
fueron los epicúreos, creyeron que de las cosas no vivas podían engendrarlas
las vivas, y de los vivientes, formarse los vivientes y no vivientes, auque, en
efecto, confesaban que de lo corpóreo se hacían cosas corpóreas. Los estoicos
creyeron que el fuego, que es uno de los cuatro elementos de que consta este
mundo visible, era el viviente, el sabio, el hacedor del mismo mundo y todo
cuanto hay en él, y que este mismo fuego era Dios. Estos y todos sus semejantes
sólo pudieron imaginar las patrañas que les pintaron confusamente sus limitados
entendimientos, sujetos a los sentidos de la carne. Porque en si tenían lo que
no veían, y dentro de sí imaginaban lo que fuera habían visto, aun cuando no lo
veían, sino sólo lo imaginaban. Y esto, delante de tal pensamiento, ya no es
cuerpo, sino semejanza de cuerpo. Aquella representación con que se observa en
el ánimo esta semejanza del cuerpo, ni es cuerpo ni semejanza de él, y aquello
con que se ve y se juzga si esta representación es hermosa o fea, sin duda es
mejor que lo mismo que se juzga. Este es el espíritu del hombre y la naturaleza
del alma racional, la cual, en efecto, no es cuerpo, supuesto que la
representación del cuerpo, cuando se ve y se juzga en el ánimo del que imagina y
piensa, tampoco es cuerpo. Luego no es ni tierra, ni agua, ni aire, ni fuego, de
cuyos cuatro cuerpos, que llamamos cuatro elementos, vemos que está compuesto
este mundo corpóreo. Y si nuestro espíritu no es cuerpo, cómo Dios, que es
criador de este espíritu, es cuerpo? Cedan, pues, también estos filósofos, como
hemos dicho, a los platónicos, y cédanles asimismo aquellos que, aunque no se
atrevieron a decir que Dios era cuerpo, sin embargo, creyeron que nuestro
espíritu era de la misma naturaleza que él; tan poco poderosa fue a excitarlos
y desengañarlos la mutabilidad tan palpable de nuestro espíritu, que el intentar
atribuirla a la naturaleza divina sería impiedad abominable. Pero añade que con
el cuerpo se muda y altera la naturaleza del alma, aunque por su esencia es
inmutable. Con más razón debieran entonces decir que la carne se hiere con algún
cuerpo, y que, sin embargo, por sí misma es incapaz de ser herida. Lo cierto es
que lo que es inmutable con ninguna cosa se puede cambiar, y lo que con el
cuerpo puede mudarse con algo se puede mudar y no puede llamarse inmutable.
CAPITULO VI: De lo que sintieron los platónicos en la parte de la Filosofía que se llama física.
Observaron estos filósofos, que
con justa causa vemos preferidos a los demás en fama y gloria, que ninguna
especie de cuerpo es Dios; por cuyo motivo trascendieron e hicieron análisis de
todos los cuerpos para hallar a Dios. Advirtieron que todo cuanto era mudable o
estaba sujeto a las leves de la instabilidad no era el sumo Dios, y así
dirigieron todos sus discursos a examinar y averiguar la esencia y cualidades
de todas las almas y espíritus instables, para descubrir en ellas al mismo Dios.
Notaron aún más, que toda forma existente en cualquier ente mudable con la que
recibe su primitivo ser, de cualquier modo o naturaleza que sea, no puede ser
sino dependiente de aquel ente superior que realmente tiene ser y es inmutable.
Por lo cual ni el cuerpo de todo el mundo, con sus figuras, cualidades, movimiento
concertado, ni los elementos que están ordenados desde el cielo hasta la tierra,
ni cualesquiera cuerpos que haya en ellos, ni todas las vidas, así las que
nutre y contiene, como la de los árboles y vegetales o la que además de esta
cualidad entiende y discurre como la de los hombres, o la que no tiene
necesidad de la nutrición, sino que únicamente contiene, siente y entiende, cual
es la de los ángeles, no puede ser sino dependiente de aquel que simple y absolutamente
tiene ser, porque en él no es una cosa el ser y otra el vivir, como si pudiese
ser no viviendo, ni es una cosa el vivir y; otra el entender, como si pudiese
vivir no entendiendo, ni es una cosa en él el entender y otra el ser bienaventurado,
sino que es lo mismo que en él es vivir, entender y ser bienaventurado; esto es,
en él el ser. Por causa de esta inmutabilidad y simplicidad vinieron a
conocerle y a inferir que él hizo todas estas cosas y que no pudo ser hecho por
alguno. Pues consideraron que todo lo que tiene ser, o es cuerpo o vida, y que
la vida es una cualidad más apreciable que el cuerpo, y que la especie o forma
del cuerpo era sensible, y la de la vida, inteligible, por cuya razón
prefirieron, la especie y forma inteligible a la sensible. Llamamos sensibles
los objetos que pueden percibirse con la vista y con el tacto del cuerpo; inteligibles,
los que se pueden comprender con la vista y reflexión del entendimiento; pues
no hay hermosura o belleza corporal, ya sea en el estado de quietud del cuerpo,
como es la figura, ya sea en el movimiento, como es el cántico o la música, de
la que no pueda ser juez árbitro el alma. Lo cual, sin duda, no pudiera ser si
no residiera en ella esta apreciable especie, que no tiene grandeza de mole, ni
ruido de voces, ni espacio de lugar o tiempo. Y si esta cualidad no fuese
mudable, tampoco juzgarla una mejor que otro de las especies sensibles; mejor
el más ingenioso que el más estúpido, mejor el sabio que el ignorante, mejor el
más ejercitado que el menos práctico, y aun uno mismo cuando va aprovechando
mejor ciertamente que antes. Ahora bien, lo que admite más y menos, sin duda
que es mudable; por cuyo motivo los hombres instruidos, ingeniosos y
ejercitados en estas materias vinieron a entender que la primera especie no
residía en estas, cosas, sujetas a tal mutabilidad. Advirtiendo, pues éstos que
el cuerpo y el alma eran más y menos especiosos, y que, si pudieran carecer de
toda especie, serian absolutamente nada, conocieron que existía alguna causa
donde estuviese y residiese la primera especie inmutable, y por lo mismo
incomparable, creyendo con razón que allí estaba el principio de todas las
cosas, el que había sido hecho de ninguno, y por quien habían sido criados
todos los seres. De modo que la noticia que pueden tener los hombres de Dios, ésa
se la manifestó Él mismo, cuando con la luz de su entendimiento vieron las
cosas invisibles de Dios, rastreándolas por las cosas criadas, por la fábrica y
artificio maravilloso de este mundo; y cuando observaron su sempiterna virtud y
divinidad, por cuyas manos pasaron asimismo todas estas cosas visibles. Y
temporales. Basta este autorizado testimonio, por lo concerniente a la parte
que llaman física, esto es, natural.
CAPITULO VII: Por cuanto, más aventajados que los demás, deben tenerse los platónicos en La lógica, esto es, en la filosofía racional.
Por lo que toca a la doctrina en
que consiste la otra parte, que llaman lógica, esto es, racional, de ningún
modo se pueden comparar con ellos los que colocan el examen y juicio de la
verdad en los sentidos corporales, pareciéndoles que todo cuanto se sabe y
aprende se debe tantear y medir con sus inconstantes y engañosas reglas, como
los epicúreos, y cualesquiera otros que siguen la misma opinión, y también los
estoicos, quienes, habiendo ejercitado con la mayor agudeza y energía el arte
de disputar, que llaman Dialéctica, fueron de dictamen que ésta se debía
derivar de los sentidos del cuerpo; diciendo que por estos principios concebía
el alma aquellas nociones que llaman Ennoias con que declaran las cosas que
definen, y que de ellos procede y dimana toda la forma y estilo con que se
aprende y enseña. Sobre cuya aserción no puede menos de llenarme de admiración
cuando dicen que no son hermosos sino los sabios, y al mismo tiempo no puedo
comprender con qué sentidos del cuerpo ven esta hermosura, y con qué ojos
carnales advierten la forma y belleza de la sabiduría. Mas estos otros, que con
razón anteponemos a los demás, distinguieron las cosas que vemos con el
entendimiento de las que tocamos con los sentidos, no defraudando a los
sentidos lo que pueden en virtud de sus facultades, ni dándoles más de lo que
pueden; y dijeron que la luz del entendimiento para aprender y saber todas las
cosas era el mismo Dios, por quien fueron hechas todas.
CAPITULO VIII: Que también en la filosofía moral tienen el primer lugar los platónicos.
La tercera y última parte es la
moral, que en griego dicen Ethica, donde se busca aquel sumo bien, al cual, refiriendo
nosotros todas nuestras acciones, deseándolo por sí solo y no por otro, y
consiguiéndolo, al fin, no tengamos que buscar más para ser bienaventurados. Por
cuya razón se llama también fin, pues por él deseamos las otras cosas; mas a aquel
sumo bien no se le busca sino por sí propio. Este bien beatificó unos dijeron
que le venía al hombre del cuerpo, otros del alma, otros de ambos juntamente; porque
advertían que el hombre constaba de alma y cuerpo, creyendo, por consiguiente, que
de una de estas partes integrales o de ambas, podía procederles el bien, digo
el bien final, con que fuesen verdaderamente felices, adonde enderezasen y
refiriesen todas. sus acciones morales, y después de haberlo conseguido no
buscaron objeto alguno a qué referirlo. Por cuya causa los que se dice
añadieron un tercer género de bienes, que llaman extrínsecos, como es el honor,
la gloria, el dinero y otras cosas semejantes, no le aumentaron como si fuese
bien final, esto es, digno de apetecerse por sí mismo, sino por otro bien, por
el cual este género de bien era bueno para los buenos y malo para los malos. Así,
los que pusieron el bien del hombre en el alma o en el cuerpo, o en lo uno y en
lo otro, no sintieron otra cosa sino que se debía colocar en el hombre; mas los
que le designaron en el cuerpo, le colocaron en la parte más soez del hombre; y
los que en el alma, en la parte más noble; y los que en lo uno y en lo otro, en
todo el hombre. Pues ya sea en una parte o en todo el hombre; ello, no es sino
el hombre. Y no porque haya estas tres diferencias se formaron solas tres
sectas de filósofos, sino muchas; pues entre ellos se conocieron muchas y
diversas opiniones sobre el bien del cuerpo, el bien del alma y el bien de
ambos juntos. Cedan, pues, todos éstos a aquellos filósofos que dijeron que era
bienaventurado el hombre, no el que gozaba del cuerpo, ni el que goza del alma,
sino el que gozaba de Dios, no como goza el alma del cuerpo; o de sí misma, o
como el amigo del amigo, sino como el ojo de la luz; si se hubieren de alegar
algunas razones dé éstos para demostrar qué sean o qué tal sean estas
semejanzas, con el favor del mismo Dios, lo declararemos en otro lugar lo mejor
que nos fuese posible Baste por ahora decir que Platón determinó en que el fin
del sumo bien era vivir según la virtud, el cual solamente podía alcanzar el, que
tenía conocimiento de Dios y le imitaba en sus operaciones, y que no era por
otra causa bienaventurado; por eso no duda asegurar que filosofar rectamente es
amar a Dios de corazón, cuya naturaleza es incorpórea. De cuya doctrina se
infiere, efectivamente, que entonces será bienaventurado el estudioso y amigo
de la sabiduría cuando principiare a gozar de Dios. Pues aunque no sea siempre
feliz el que goza del objeto amado (porque muchos, apreciando lo que no debe
amarse, son miserables, y mucho más cuando de ello gozan); sin embargo, ninguno
es bienaventurado si no goza de lo que ama, pues los mismos que aman los
objetos que no deben amar no imaginan que son felices, sino cuando los gozan. Cuando
uno disfruta aquello mismo que ama y aprecia al verdadero y sumo bien, quién
sino un hombre estúpido y miserable puede negar que es bienaventurado? Este
mismo verdadero y sumo bien, dice Platón que es Dios, y por eso desea que el
filósofo sea amante de Dios; pues supuesto que la filosofía pretende y endereza
sus especulaciones al goce de la vida bienaventurada, gozando de Dios será
feliz el que amare a Dios.
CAPITULO IX: De la filosofía que más se acercó a la verdad de la fe católica.
Cualesquiera filósofos que
sintieron así del sumo y verdadero Dios, es, a saber, opinaron que e, autor de
las cosas criadas, luz de las que deben conocerse y bien de las que deben
ejecutarse, y que de el tenemos el principio de nuestra naturaleza y la felicidad
de nuestra vida, ya se llamen con mas propiedad platónicos, ya tenga su secta
cualquiera otro nombre, ya hayan sido solamente los principales de la secta
jónica los que sintieron de este modo, como fue el mismo Platón y los que
entendieron bien sus dogmas; ya fuesen también los discípulos de la secta
itálica, por amor y respeto a Pitágoras y sus defensores, y si acaso hubo otros
filósofos del mismo dictamen; ya, asimismo, los que entre otras naciones han
sido tenidos por sabios o filósofos, a saber: los atlánticos, líbicos, egipcios,
indios, persas, caldeos, escitas, franceses, españoles, y si, por fortuna, existen
otros que hayan entendido y enseñado esto mismo, todos los preferimos a los
demás y confesamos ingenuamente son los que más se han aproximado a nuestra
opinión.
CAPITULO X: Excelencia del cristianismo religioso entre todas las teorías filosóficas.
Aunque el cristiano, versado
únicamente en la literatura eclesiástica, ignore acaso el nombre de los
platónicos y no tenga la menor noticia de si hubo entre los griegos dos sectas
de filósofos, jónicos e itálicos; sin embargo, no está tan ignorante de las cosas
humanas que no sepa que los filósofos profesan: o el estudio de la sabiduría o
la misma sabiduría. Con todo, se guarda de los que filosofan y no saben más que
cuántos son los elementos de este mundo, sin extenderse al conocimiento de Dios,
por quien fue criado el mundo. Así está advertido por el precepto apostólico, que
dice: Guardaos no os engañe ninguno en la filosofía y con vanas, seducciones, conforme
a los elementos de este mundo Mas porque no imagine que todos son iguales, atienda
lo que el mismo apóstol refiere de algunos de ellos. Porque todo cuanto puede
saberse naturalmente de Dios lo comprendieron ellos; no obstante este
conocimiento, se lo deben a Dios, porque, él se lo manifestó, si no por medio
de los profetas, a los menos se lo dio a conocer por las maravillas del mundo, pues
las cosas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, entendiéndolas
e infiriéndolas por las hechas desde la creación del mundo, y se deja también
ver su eterna virtud y divinidad. Y hablando con los atenienses, después, de
referir un incomprensible misterio de Dios que muy pocos podían entender: Que
en él vivimos, nos movemos y somos, añadió: como dijeron algunos de los
vuestros. Sabe guardarse muy bien de estos mismos en los puntos en que erraron;
porque donde dice el apóstol que por cosas criadas les manifestó Dios cómo con
la luz de su entendimiento pudiesen ver las invisibles, también dice que no
reverenciaron ni adoraron como debían al mismo Dios, pues tributaron a otros
que no debían el honor y gloria que sólo se debe dar a Él solo Porque
conociendo a Dios, sin embargo, no le dieron la gloria y honra a Dios, ni le
dieron gracias, sino que, ensoberbecidos, devanearon en sus discursos y quedó
su insensato corazón lleno de tinieblas. Y mientras que se jactaban de sabios
pararon en ser unos necios, hasta llegar a transferir a un simulacro en imagen
del hombre corruptible y a figuras de aves, y de bestias cuadrúpedas, y de
serpientes, el honor debido solamente a Dios incorruptible e inmortal.
En cuya expresión, sin duda, entendió
a los romanos, griegos y egipcios que se gloriaban de sabios, aunque de este
punto trataremos después con ellos mismos. Pero en cuanto concuerdan con
nosotros en la confesión de un solo Dios, autor y criador de este mundo, quien
no sólo sobre todos los cuerpos es incorpóreo, sino también sobre todas las
almas es incorruptible, principio nuestro, luz nuestra, bien nuestro; en esto
preferimos estos filósofos a todos los demás.
Aunque el cristiano ignorante de
la doctrina de estos filósofos no use en sus disputas los términos y
expresiones que no aprendió, de modo que la parte en que se trata de la
investigación de la naturaleza la llame: o natural en latín o física en griego;
racional o lógica donde se enseña demostrativamente el criterio de la verdad y
método de discurrir y raciocinar; y moral o ética, donde se trata de las
costumbres y del último fin de los bienes que deben desearse y de los males que
se deben evitar; no por eso ignora que recibimos de un solo Dios verdadero y
todopoderoso la naturaleza con que nos formó a su imagen y semejanza la
doctrina inconcusa con que podamos conocerle a Él y a nosotros mismos, y la
gracia con que, uniéndonos con él, seamos bienaventurados. Así, que ésta es la
causa por que anteponemos estos filósofos a los demás; porque habiendo éstos
consumido su ingenio y estudio en la inquisición de las causas naturales, y en
saber el método de aprender v de, vivir, aquellos, con sólo conocer a Dios, hallaron
y descubrieron la causa de la creación del mundo, la verdadera luz para
percibir la verdad, y la verdadera fuente para beber en sus cristalinas aguas
la felicidad. Ya sean, pues, los platónicos, ya cualesquiera filósofos de otra nación,
los que sienten así de, Dios, opinan del mismo modo que nosotros. No obstante, tuvimos
por conveniente tratar esta controversia más con los platónicos que con otros, porque
su erudición y sabiduría es más conocida; pues aun los griegos, cuyo idioma es
el que más florece entre los gentiles, la celebraron mucho, y asimismo los
latinos, excitados o de su excelencia o de su gloria, se entregaron a ella con
más gusto y voluntad, y traduciéndola en su lengua nativa, la han ido
ilustrando y ennobleciendo más.
CAPITULO XI: De dónde pudo Platón alcanzar aquella noticia con que tanto se acercó a la doctrina cristiana.
Admíranse algunos de los que se
han unido a nuestra sociedad por la gracia de Jesucristo, cuando oyen o leen
que Platón opinó con tanto acierto acerca de Dios, observando asimismo que su
doctrina concuerda en gran parte con las verdades incontrastables de nuestra
religión; por lo que imaginan muchos que cuando fue a Egipto oyó allí al
profeta Jeremías, o que en la misma peregrinación leyó los libros de los
profetas, cuya opinión he estampado en algunos de mis escritos. Pero ajustado cabalmente
el cómputo de los tiempos conforme a las reglas de la cronología, resulta que
desde la época en que profetizó Jeremías hasta que nació Platón transcurrieron
casi cien años; y habiendo vivido sólo ochenta y uno, contando desde el año en,
que murió hasta el tiempo en que Ptolomeo, rey de Egipto, envió a pedir a los
judíos las escrituras de los profetas de su nación hebrea, y mandó
interpretarlas y conservarlas por medio de la exposición de los setenta
intérpretes hebreos que sabían también el idioma griego, pasaron casi sesenta
años; de lo cual se infiere que Platón, en su peregrinación, ni pudo ver a Jeremías,
como que había muerto tantos años antes, ni leer las mismas escrituras, que aún
no se habían traducido al griego, cuya lengua poseía, a no ser que digamos que,
siendo este filósofo tan aplicado al estudio y tan instruido en las ciencias, tuvo
noticia de ellas por intérprete, así como la tuvo de las egipcias, no para
traducirlas por escrito (lo cual dicen logró Ptolomeo que se efectuase a costa
de una considerable gracia que les dispensó y por el temor que podía
inspirarles el mandato real), sino para aprender según su capacidad cuanto en
ellas se contenía, comunicándole y tratándolo con otros sabios. Y que así pueda
presumirse parece lo persuaden los incontestables testimonios que se hallan en
el Génesis, donde se lee: Al principio hizo Dios el cielo y la tierra; la
tierra estaba informe y vacía, y había tinieblas sobre el abismo, y el espíritu
de Dios se movía sobre las aguas. Y en el Timeo, de Platón, que es un libro que
escribió sobre la creación del mundo, dice que Dios, en aquella admirable obra,
juntó primeramente la tierra, y el fuego. Es evidente que al fuego le señala
por verdadero lugar el cielo y a la tierra la misma tierra. Esta expresión
tiene cierta analogía con lo que dice la Escritura, que al principio hizo Dios
el cielo y la tierra. Después los otros dos medios dice que son el agua y el
aire; por lo que sospechan que entendió del mismo modo aquella expresión: que
el espíritu de Dios se movía sobre las aguas. Porque advirtiendo con poca
circunspección en qué sentido suele llamar la Escritura el espíritu de Dios, parece
pudo entender que en el citado lugar se hizo mención de los cuatro elementos. Asimismo,
cuando insinúa Platón que el filósofo es amante de Dios no hay objeto que más
nos encienda en la lectura de las sagradas letras; especialmente aquella
expresión me excita a creer que Platón no dejó de instruirse en los libros, donde
se refiere que el ángel habló en nombre de Dios al santo Moisés, de modo que, preguntándole
éste qué nombre tenía el que le mandaba ir a poner en libertad al pueblo hebreo,
sacándole de la servidumbre de Egipto, le respondió: Yo soy el que soy, y dirás
a los hijos de Israel: el que es, me envió a vosotros; como dando a entender
que las cosas que son mudables son nada en comparación del que verdaderamente
es, porque es inmutable. Esta divina sentencia defendió acérrimamente Platón, y
la recomendó con el mayor encargo; y dudo si se hallará descrita en los libros
de cuántos sabios precedieron a Platón, si no es en el lugar donde se dijo: Yo
soy el que soy: el que es me envió a vosotros.
CAPITULO XII: Que también los platónicos, aunque sintieron bien de un solo Dios verdadero, con todo, fueron de parecer que debían adorarse muchos dioses.
Pero en cualquiera libro que él
aprendiese esta divina sentencia, ya fuese en los escritos de los que le
precedieron, o como dice el Apóstol: Que lo que naturalmente se puede conocer
de Dios, lo alcanzaron, porque él se lo manifestó; pues las causas invisibles
de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, por las ejecutadas desde la
creación del mundo, y asimismo su sempiterna virtud y divinidad, me parece
ahora que con justa causa he elegido a los filósofos platónicos para ventilar
esta cuestión que al presente tenemos entre manos, porque en ella se trata de
la teología natural, donde se investiga si debe adorarse a un solo Dios o a
muchos por el interés de la felicidad que debe conseguirse en la vida futura. Lo
cual creo que he declarado suficientemente en los libros anteriores.
Elegí principalmente a estos
filósofos, porque cuanto mejor sintieron acerca de un solo Dios que hizo el
cielo y la tierra, tanto más son tenidos por ilustres entre los demás; y los
que después les sucedieron los prefirieron a todos en tanto grado, que habiendo
Aristóteles, discípulo de Platón, hombre de excelente ingenio, y aunque en el
estilo y elocuencia inferior a Platón, no obstante, superior a otros muchos, habiendo,
digo, establecido la secta Peri-patética y congregando aun en vida de su
maestro con su grande fama muchos discípulos que seguían su secta, y habiendo después
de la muerte de Platón, Speusipo, hijo de su hermana, y Xenócrates, su querido
discípulo, sucedídole en su escuela, que se llamaba Academia; con todo, los
filósofos más modernos y famosos y que tuvieron por conveniente seguir a Platón,
no quisieron llamarse peripatéticos o académicos, sino platónicos, entre
quienes son muy nombrados Plotino, Jámblico y Porfirio, griegos, y en ambas
lenguas, esto es, en la griega y latina, ha sido muy insigne platónico Apuleyo
el Africano. Pero todos éstos, los demás, sus semejantes y el mismo Platón, siguieron
la opinión de que se debían adorar muchos dioses.
CAPITULO XIII: De la sentencia de Platón, en que establece que los dioses no son sino buenos y amigos de las virtudes.
Y así, aunque en otros puntos, y
algunos bastante graves, sean también de distinta opinión, sin embargo, como el
artículo que acabo de referir importa mucho y la controversia que tratamos es
acerca de lo mismo, les pregunto en primer lugar: A qué dioses les parece debe
darse culto y veneración, a los buenos o a los malos, o debe tributarse a unos
y otros? Pero sobre este punto tenemos expresa la sentencia de Platón, que dice
que todos los dioses son buenos, y ninguno de ellos es malo. Luego se sigue que
este culto y adoración debe darse a los buenos; porque, entonces, se hace este
culto a los dioses cuando se hace a los buenos, supuesto que no serán dioses si
no fuesen buenos. Y si esto es cierto, sin duda que resulta vana y fútil la
opinión de algunos que presumen que deben aplacarse con sacrificios a los
dioses malos porque no nos dallen, y que debemos invocar a los buenos para que
nos favorezcan; puesto que no hay dioses malos y el culto, como dicen, debe
tributarse a los buenos. Quiénes son, pues, los que se Iisonjean y gustan de
los juegos escénicos y piden que se los mezclen con los ritos divinos, y que en
su nombre y honor se celebren? Cuyo poder, aunque no sea indicio de que son
nada en la omnipotencia, sin embargo, este afecto es un signo demostrativo y
real de que son malos. Porque es innegable la opinión de Platón sobre los
juegos escénicos cuando a los mismos poetas, porque habían compuesto obras tan obscenas
e indignas de la bondad y majestad de los dioses, fue de dictamen que se les
desterrase de la ciudad. Qué dioses son éstos, que sobre los juegos escénicos
debaten y se oponen al mismo Platón? Por cuanto este insigne filósofo no puede tolerar
que infamen a los dioses con crímenes supuestos, y éstos prescriben que, con la
exposición de sus propias culpas, se celebren sus fiestas. Finalmente, cuando
estas deidades mandaron restaurar los juegos escénicos, pidiendo cosas torpes, se
manifestaron asimismo malignos con los daños que causaron quitando a Tito
Latino un hijo y postrándole en una penosa y peligrosa dolencia, solamente
porque rehusó cumplir su mandato; mas Platón, sin embargo de ser tan inicuos, es
de dictamen que no se les debe temer, antes perseverando constante en su
opinión, no duda en desterrar de una República bien ordenada todas las
sacrílegas futilezas y ficciones de los poetas, de las que los dioses, por lo
que participan de la abominación y de la torpeza, se complacen y deleitan. Como
ya insinué en el libro II, Labeón coloca a Platón entre los semidioses. El cual
Labeón opina que los dioses malos se aplacan con sacrificios cruentos y con
semejantes medios, y los buenos con juegos y festividades de regocijo y alegría.
Pero cuál es la causa porque el semidiós Platón se atreve con tanta constancia
a abolir aquellos placeres y deleites que tiene por torpes, privando de este
festejo, no como quiera a los semidioses, sino a los mismos dioses, y lo que es
más reparable, a los buenos? Cuyas deidades, evidentemente, comprueban cuán
falso sea el dictamen de Labeón, supuesto que en el suceso de Latino no sólo se
mostraron lascivos y deseosos de fiestas, sino también crueles y terribles. Declarérennos,
pues, este misterio, los platónicos, que sustentan la opinión de su maestro, defendiendo
que todos los dioses son buenos y honestos, y que en la práctica de las
virtudes son socios inseparables de los sabios, y que sentir lo contrario de
alguno de los dioses es impiedad. Dicen: nos agrada declararlo. Pues oigámoslos
con atención.
CAPITULO XIV: De la opinión de los que dicen que las almas racionales son de tres clases, a saber: las que hay en los dioses celestiales, en los demonios aéreos y en los hombres terrenos.
Todos los animales, dicen, que
tienen alma racional, se dividen en tres clases: en dioses, hombres y demonios.
Los dioses ocupan el lugar más elevado, los hombres el más humilde y los
demonios el medio entre unos y otros. Por lo que el lugar propio de los dioses
es el cielo, el de los hombres la tierra y el de los demonios el aire. Y así
como tienen diferentes lugares, tienen también diferentes naturalezas. Por lo
cual los dioses son mejores que los hombres y los demonios; los hombres son
inferiores a los dioses y demonios, y como lo son en el orden de los elementos,
así lo son también en la diferencia de los méritos Los demonios, puesto que
están en medio, así como deben ser pospuestos a los dioses, debajo de los
cuales habitan, así se deben preferir a los hombres sobre quienes moran. Porque
con los dioses participan de la inmortalidad de los cuerpos, y con los hombres
de las pasiones del alma, y así no es maravilla, dicen, que gusten también de
las torpezas de los juegos y de las ficciones de los poetas, supuesto que están
sujetos asimismo a las pasiones humanas, de que los dioses están muy ajenos y totalmente
libres. De todo lo cual se infiere que cuando abomina y prohíbe Platón las
ficciones poéticas no quita el gusto y entretenimiento de los juegos escénicos
a los dioses, todos los cuales son buenos y excelsos, sino a los demonios. Si
esto es cierto, aunque también lo hallemos escrito en otros (sin embargo, Apuleyo
Madurense, platónico, escribió sólo sobre este punto un libro que intituló el
Dios de Sócrates, donde examina y declara de qué clase era el dios que tenía
consigo Sócrates, con quien profesaba estrecha amistad, el cual dicen que
acostumbraba advertirle dejase de hacer alguna acción cuando el suceso no podía
serle favorable; pero Apuleyo claramente afirma, y abundantemente confirma que
aquél no era dios, sino demonio, cuando disputa con la mayor exactitud sobre la
opinión de Platón de la alteza de los dioses, de la, bajeza de los hombres y de
la medianía de los demonios), si esto es indudable, pregunto: Cómo se atrevió
Platón, desterrando de la ciudad a los poetas, a quitar las diversiones del
teatro, ya que no a los dioses, a quienes eximió del contagio humano, a lo
menos a los mismos demonios, sino porque así advirtió que el alma del hombre, aun
cuando reside en el cuerpo humano, por el resplandor de la virtud y de la
honestidad, no hace caso de los obscenos mandatos de los demonios y abomina de
su inmundicia? Y si Platón, por sus sentimientos honestos, lo reprende y
prohíbe, sin duda que los demonios lo pidieron y mandaron torpemente. Luego, o Apuleyo
se engaña, y el dios que Sócrates tuvo por amigo no fue de este orden, o Platón
siente cosas entre sí contrarias, honrando por una parte a los demonios y por
otra desterrando sus deleites y festejos de una República virtuosa y bien gobernada,
o no debemos dar el parabién a Sócrates de su amistad con el, demonio, la cual
causó tanto rubor al mismo Apuleyo, que intituló su libro con el nombre del
Dios de Sócrates, debiéndole llamar, según su doctrina, en que tan diligente y copiosamente
distingue los dioses de los demonios, no del dios, sino del demonio de Sócrates.
Y quiso mejor poner este nombre en el mismo discurso que no el título del libro,
pues merced a la sana y verdadera doctrina que dio luz a las tinieblas de los hombres,
todos, o casi todos, tienen tanto horror al nombre de demonio, que cualquiera
que antes del discurso de Apuleyo, en que se acredita, Ia dignidad de los
demonios, leyera el título del demonio de Sócrates, entendiera que aquel hombre
no había estado en su sano juicio. Y el mismo Apuleyo qué halló que alabar en
los demonios sino la sutileza y firmeza de sus cuerpos y el lugar elevado donde
habitan? Pues de sus costumbres, hablando de todos en general, no sólo no
refirió alguna buena, sino muchas malas. Finalmente, leyendo aquel libro, no
hay quien deje de admirarse que ellos hayan querido que en su culto y veneración
les sirvan igualmente con las torpezas y deshonestidades del teatro, y
queriendo que les tengan por dioses, puedan holgarse y lisonjearse con las
culpas de los dioses, y qué todo aquello de que en sus fiestas se ríen, o con
horror abominan por su impura solemnidad, o por su torpe crueldad pueda, convenir
a sus apetitos y afectos.
CAPITULO XV: Que ni por razón de los cuerpos aéreos, ni por habitar en lugar superior, se aventajaban los demonios a los hombres.
Por lo cual; un corazón
verdaderamente religioso y rendido al verdadero Dios, considerando estas
futilezas, de ningún modo debe pensar que los demonios son mejores que él
porqué tienen cuerpos más bien organizados, pues por la misma razón pudiera
igualmente ser aventajado por muchas bestias, que en la viveza de los sentidos,
en la facilidad y ligereza de los movimientos, en la robustez de las fuerzas, en
la firmeza y solidez de los cuerpos, nos hacen conocida ventaja. Qué hombre puede
igualarse en la perspicacia de la vista con las águilas y los buitres; en el
olfato con los perros; en la velocidad con las liebres, con los ciervos y con
las aves; en el valor con los leones y elefantes; en la vida larga con las
serpientes, de quienes se dice que dejando los despojos de la senectud, y
mudando su antigua túnica, vuelven a remozar? Pero así como en el discurso y la
razón somos más excelentes que éstos, así también, viviendo bien y
virtuosamente, debemos ser mejores que los demonios. Por esta causa la divina
Providencia concedió ciertos dones corporales más singulares a estos animales, a
quienes nosotros seguramente hacemos ventaja, para recomendarnos de este modo
que tuviésemos cuidado de cultivar aquella parte en que les hacemos ventaja con
mucha mayor diligencia que el cuerpo, y para que aprendiésemos a despreciar la
excelencia corporal que observamos tenían también los demonios en comparación
de la buena y virtuosa vida, en que les hacemos ventaja; esperando igualmente
nosotros la inmortalidad de los cuerpos, no la que ha de ser atormentada con
penas eternas, sino a la que preceda y acompañe la limpieza y pureza de las
almas Por lo que respecta a la superioridad del lugar, excita la risa el pensar
que porque ellos habitan en el aire y nosotros en la tierra se nos deben
anteponer, pues si así fuera, también pueden ser preferidas a nosotros todas
las aves del cielo. Y si dijesen que las aves, cuando están cansadas de volar o
tienen necesidad de suministrar algún sustento al cuerpo se vuelvan a la tierra,
o para descansar o para comer, y que estas operaciones no las hacen los
demonios, pregunto: Acaso intentarán decir que las aves nos aventajan a
nosotros, y los demonios a las aves? Y si esto es un desatino, no hay motivo
para que creamos que porque habitan en elemento más elevado son dignos de que
nos rindamos a ellos con afecto de religión. Porque así como es posible que las
aves del aire no sólo no se nos antepongan a nosotros, que somos terrestres, sino
también se nos rindan y sujeten por la dignidad del alma racional que tenemos, así
es posible que los demonios, aunque sean más aéreos, no por eso sean mejores
que nosotros, que somos terrestres, porque el aire está más alto que la tierra,
sino que debemos ser preferidos, porque la desesperación de ellos de ninguna
manera se debe comparar con la esperanza de los hombres piadosos y temerosos de
Dios. Pues aun la razón de Platón, que dispone con cierta proporción los cuatro
elementos, entrometiendo entre los dos extremos, que son el fuego movible y la
tierra inmoble, los medios, que son el aire y el agua (de modo que cuando, el
aire es más superior que el agua, y el fuego más que el aire, tanto más superior
es el agua que la tierra), con bastante claridad nos desengañan para que no
deseamos estimar los méritos y dignidad de los animales por los grados de los
elementos. Aun el mismo Apuleyo, con los demás, confiesa que el hombre es
animal terrestre, quien, no obstante, es, sin comparación, más excelente, y se
aventaja a los animales acuáticos, aunque prefiera Platón las aguas a la tierra;
para que así entendamos que cuando se trata del mérito y dignidad de las almas,
no debemos guardar el mismo orden que vemos hay en los grados de los cuerpos, sino
que es posible que una alma mejor habite en cuerpo inferior y una peor en
cuerpo superior.
CAPITULO XVI: Lo que sintió Apuleyo platónico de las costumbres de los demonios.
Hablando, pues, este mismo
platónico de la condición de los demonios, dice que padecen las mismas pasiones
del alma que los hombres; que se enojan e irritan con las injurias; que se
aplacan con los dones; que gustan de honores y se complacen con diferentes
sacrificios y ritos, y que se enojan cuando se deja de hacer alguna ceremonia
en ellos. Entre otras cosas, dice también que a ellos pertenecen las
adivinaciones de los augures, arúspices, adivinos v sueños; que son los autores
de los milagros o maravillas de los magos o sabios. Y definiéndolos brevemente,
dice que los demonios, en su clase, son animales; en el ánimo, pasivos; en el
entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos, y en el tiempo, eternos; y que
de estas cinco cualidades, las tres primeras son comunes a nosotros, la cuarta
es propia suya, y la quinta común con los dioses Pero advierto que entre las
tres primeras que tienen comunes con nosotros, dos las tienen también con los
dioses. Porque dice que los dioses son asimismo animales, y a cada cual
distribuye en su respectivo elemento; a nosotros nos coloca entre los animales
terrestres con los demás que viven en la tierra y sienten; entre los acuáticos,
a los peces y otros animales que nadan; entre los aéreos, a los demonios; entre
los etéreos, a los dioses. Y en cuanto los demonios son en su género animales, esta
cualidad no sólo la tienen común con los hombres, sino también con los dioses y
con los brutos; en cuanto son racionales, convienen con los dioses y con los hombres;
en cuanto son eternos, sólo con los dioses; en cuanto son pasivos en el ánimo, sólo
con los hombres; en cuanto son aéreos en el cuerpo, esto lo tienen ellos solos.
Así no es extraño que en su género sean animales, supuesto que lo son también los
brutos; porque en el tiempo sean racionales, no son más que nos otros, que
también lo somos; y el que sean eternos, qué tiene de bueno si no son
bienaventurados? Porque mejor es la felicidad temporal que la eternidad
miserable. Porque en el ánimo sean pasivos, cómo pueden ser más que nosotros, pues
también lo somos, ni tampoco lo fuéramos si no fuéramos miserables? Que en el
cuerpo sean aéreos, en cuánto debe apreciarse esta cualidad, ya que a cualquier
cuerpo se aventaja el alma, y en el culto de religión que se debe por parte del
alma, de ningún modo se debe a una naturaleza inferior al alma? Si entre las
prendas recomendables que refiere de los demonios pusiera la virtud, la
sabiduría, la felicidad, y dijera que éstos las tenían comunes y eternas con
los dioses, sin duda que expresara alguna cualidad digna de apetecerse, y, por
consiguiente, muy apreciable; sin embargo, no por eso deberíamos adorarlos como
a Dios, sino antes a aquel de quien nos constara que ellos lo habían recibido. Cuánto
menos serán dignos del culto divino unos animales aéreos que para esto son
racionales, para que puedan ser míseros; para esto pasivos, para que sean
miserables; para esto eternos, para que no puedan acabar con la miseria?
CAPITULO XVII: Si es razón que el hombre adore aquellos espíritus de cuyos vicios le conviene librarse.
Por dejar lo demás y tratar
solamente de lo que dice que los demonios tienen común con nosotros, esto es, las
pasiones del alma; si todos los cuatro elementos están llenos cada uno de sus
animales, el fuego y el aire de los inmortales, agua y tierra de los mortales, pregunto:
Por qué las almas de los demonios padecen turbaciones y tormentos de las
pasiones? Porque perturbación es lo que en griego se dice phatos, por lo cual
los llamó en el ánimo pasivos; pues, palabra por palabra, pathos se dijera
pasión, que es un movimiento del ánimo contra la razón. Por qué motivo hay esta
cualidad en los ánimos de los demonios, no habiéndola en los brutos? Pues
cuando se echa de ver alguna circunstancia como esta en los brutos, no es perturbación,
dado que no es contra razón, de que carecen los brutos. Y que en los hombres
haya estas perturbaciones, lo causa la ignorancia o la miseria, porque aun no
somos bienaventurados con aquella perfección de sabiduría que se nos promete al
fin, cuando estuviéramos libres de esta mortalidad. Pero los dioses dicen que
no padecen estas perturbaciones, porque no sólo son eternos, sino también
bienaventurados, pues las mismas almas racionales dicen que tienen también
ellos, aunque puras y purificadas de toda mácula y contagio. Por lo cual, si
los dioses no se perturban por ser animales bienaventurados y no miserables, y
los brutos no se perturban porque son animales que ni pueden ser
bienaventurados ni miserables, resta que los demonios, como los hombres, se
perturben, precisamente porque son animales no bienaventurados, sino miserables.
Por qué ignorancia, pues, o, por
mejor decir, por qué demencia nos sujetamos por medio de alguna religión a los
demonios, supuesto que por la religión verdadera nos libertamos del vicio en
que somos semejantes a ellos? Porque siendo los demonios espíritus a quienes
incita y hostiga la ira (como Apuleyo, aun forzado, lo confiesa, no obstante
que les perdona y disimula muchos defectos y los tenga por dignos de que los
honren como a dioses), a nosotros la verdadera religión nos manda que no nos dejemos
dominar de la ira, sino que la resistamos tenazmente. Y dejándose los demonios
atraer con dones y dádivas por nosotros, nos prescribe la verdadera religión
que no favorezcamos a ninguno excitados por los dones. Y dejándose los demonios
ablandar y mitigar con las honras, a nosotros nos manda la verdadera religión
que de ningún modo nos muevan semejantes ficciones. Y aborreciendo los demonios
a algunos hombres y amando a otros, no con juicio prudente y desapasionado, sino,
como él dice, con ánimo pasivo, a nosotros nos encarga la verdadera religión
que amemos aun a nuestros enemigos. Finalmente todo aquel ímpetu del corazón y
amargura del espíritu y todas las turbulencias y tempestades del alma con que
dice que los demonios fluctúan y se atormentan, nos manda la verdadera religión
que las dejemos. Qué razón, pues, hay sino una ignorancia y error miserable, para
que te humilles reverenciando a quien deseas ser desemejante viviendo, y que religiosamente
adores a quien no quieres imitar, siendo el sumo o principal dogma de la
religión imitar al que adoras?
CAPITULO XVIII: Qué tal sea la religión que enseña que los hombres, para encaminarse a los dioses buenos, deben aprovecharse del patrocinio o intercesión de los demonios.
En vano Apuleyo y todos los que
con él sienten les hicieron este honor, poniéndolos en el aire, en medio, entre
el cielo y la tierra, de modo que como ningún dios se mezcla o comunica con el
hombre, ellos sirvan para llevar las oraciones de los hombres a los dioses, y
de allí volver a los hombres con lo que han conseguido con ellos. Porque los
que creyeron esto tuvieron por cosa indigna que se mezclaran con los dioses los
hombres y los hombres con los dioses, y por cosa digna que se mezclasen los
demonios con los dioses y con los hombres, para que de aquí lleven nuestras
peticiones, y de allá las traigan despachadas; de modo que el hombre casto, honesto
y ajeno a las abominaciones de las artes mágicas, tome por patronos para que le
oigan los dioses a aquellos que aman y gustan de cosas, las cuales no amándolas
él se hace más digno, para que más fácilmente y de mejor gana le oigan; porque
ellos gustan de las torpezas y abominaciones de la escena, de las cuales no se
agrada la honestidad. En las hechicerías y maleficios gustan de mil modos y
artificios de hacer mal, de lo que no se complace la inocencia. Luego la
castidad y la inocencia, si quisieren alcanzar alguna gracia de los dioses, no
podrán por sus méritos, sino interviniendo sus enemigos. No hay motivo para que
éste nos procure justificar las ficciones poéticas y las futilezas del teatro. Tenemos
contra ellas a Platón, su maestro, y para ellos de tanta autoridad; a no ser
que el pudor humano se tenga en tan poco que no sólo apruebe las torpezas, sino
también se persuada que se complace en ellas la pureza divina.
CAPITULO XIX: De la impiedad del arte mágica, la cual se funda en el patrocinio de los malignos espíritus.
Por lo que toca a las artes
mágicas, de las cuales a algunos demasiado infelices y demasiado impíos se les
antoja gloriarse, alegaré contra ellos la misma luz de este mundo. Porque con
qué causa se castigan estas ficciones tan severamente con el rigor de las leyes,
si son obras de los dioses a quienes se debe respeto y veneración? Acaso
establecieron los cristianos estas leyes con que se procede contra las artes
mágicas? Y por qué otra razón, sino porque estos maleficios son en perjuicio de
los hombres, dijo el ilustre poeta: Por los dioses te juro, y por tu dulce vida,
querida hermana, que contra mi voluntad acudo a las artes mágicas; y lo que en
otra parte dice asimismo de estas artes: He visto transferir las mieses
sembradas de un extremo a otro; porque con esta pestilente y abominable arte
dicen que los frutos ajenos los suelen trasladar de unas a otras tierras? Y Cicerón
no refiere que en las doce tablas, esto es, en las leyes más antiguas de los
romanos, hay establecida pena de muerte contra el que usare de ellas? Finalmente,
pregunto al mismo Apuleyo: fue él acusado delante de los jueces cristianos por
las artes mágicas? Las cuales, supuesto que se las pusieron por capitulo de
residencia, si sabía que eran divinas, religiosas y conformes a las operaciones
de las potestades divinas, no sólo debían confesarlas, sino también profesarlas,
condenando antes las leyes que las prohibían y reputaban por perjudiciales, que
tenerlas por admirables y dignas de veneración. Porque de este modo o les
persuadiera a los jueces su parecer, o cuando ellos quisiesen atenerse al tenor
de las injustas leyes y le condenasen a él, predicador y elogiador de
semejantes artes a la pena de muerte, los mismos demonios darían a su alma el premio
que merecía, pues por publicar sus divinas obras no temió perder la vida. Como
nuestros mártires, acusándolos criminalmente por defender la religión cristiana,
con la que sabían habían de salvarse y ser gloriosos para siempre, no quisieron,
negándola, libertarse de las penas temporales, sino que confesándola, profesándola,
predicándola y sufriendo por ella fiel y valerosamente acerbos tormentos y
muriendo seguramente en Dios confundieron las leyes con que se la prohibían y las
hicieron mudar Existe una oración de este filósofo platónico muy extensa y
elegante, en la cual se defiende y justifica del crimen que le acumulaban de
profesar las artes mágicas, y no quiere defender de otra manera su inocencia
sino negando, lo que no puede cometer un inocente. Y todas las maravillas de
los magos, las cuales con razón siente que deben condenarse, se hacen por arte
y obra de los demonios, y ya que se persuade que deben adorarse, advierta lo
que enseña cuando dice que son necesarios para que lleven nuestras oraciones a
los dioses, puesto que debemos huir de sus obras si queremos que nuestras
oraciones lleguen delante del verdadero Dios. Pregunto lo segundo: qué especie
de oraciones le parece llevan los demonios de los hombres a los dioses buenos, las
mágicas o las lícitas? Si las mágicas, los dioses no gustan de ellas; si las lícitas,
no las quieren por medio de tales arbitrios. Y si el pecador, arrepentido
mayormente por haber cometido alguna culpa mágica, ruega, es posible que
consiga el perdón por intercesión de aquellos con cuyo favor le pesa haber
caído en tan torpe culpa? O acaso los mismos demonios, para poder alcanzar la
remisión a los que se arrepienten, hacen también primero penitencia por
haberlos engañado, para que se les perdone? Esto jamás se ha dicho de los
demonios; porque, si fuese así, de ningún modo se atreverían a desear la honra
y culto que se debe a Dios los que por medio de la penitencia apetecían
alcanzar la gracia del perdón; porque en lo uno hay una soberbia digna de
abominación y en lo otro una humildad digna de compasión.
CAPITULO XX: Si sé debe creer que los dioses buenos de mejor gana se comunican con los demonios que con los hombres.
Pero ciertamente dirán que hay
una causa muy convincente, por la cual es indispensable que los demonios sean
medianeros entre los dioses y entre los hombres, para que lleven los deseos y
peticiones de los hombres a los dioses y de éstos traigan las respuestas dé las
gracias que hubieren alcanzado a los hombres. Y pregunto: Cuál es esta causa y
cuánta la necesidad? Porque ningún Dios, dicen, se mezcla o comunica con el hombre.
Donosa santidad la de Dios, que no se comunica con el hombre humilde, y se
comunica con el demonio arrogante; no se comunica con el hombre arrepentido, y
se comunica con el demonio engañador; no se comunica con el hombre, que se
acoge al amparo de su divinidad, y se comunica con el demonio, que finge tener
divinidad; no se comunica con el hombre, que le pide perdón de la culpa; y se
comunica con el demonio, que le persuade; no se comunica con el hombre, que por
medio de los libros filosóficos destierra a los poetas de una República bien ordenada,
y se comunica con el demonio, que, por medio de los juegos escénicos, pide a
los principales magnates y pontífices de la ciudad los escarnios que hacen de
ellos los poetas; no se comunica con el hombre, que prohíbe las ficciones de
las culpas de los dioses, y se comunica con el demonio, que gusta y se deleita
con los supuestos crímenes de los dioses; no se comunica con el hombre, que con
justas leyes castiga los delitos e inepcias de los mágicos, y se comunica con
el demonio, que enseña y practica las artes mágicas; no se comunica con el
hombre, que huye de imitar a los demonios, y se comunica con el demonio, que
anda a caza para engañar a los hombres.
CAPITULO XXI: Si los dioses se aprovechan de los demonios para que les sirvan de mensajeros e intérpretes, y si ignoran que los engañan o quieren ser engañados por ellos.
La necesidad tan grande de
sostener un disparate e indignidad tan calificada, es porque los dioses del
cielo que cuidan de las cosas humanas, sin duda no supieron lo que hacían los
hombres en la tierra si los demonios aéreos no se lo avisaran; porque la región
celeste está muy distante de la tierra, y es muy elevada, y el aire confina por
una parte con ella y por otra con la tierra. ioh admirable sabiduría! Qué otra
cosa sienten estos sabios de los dioses, los cuales sostienen que todos son
buenos, sino que cuidan de las cosas humanas por no parecer indignos del culto
y veneración que les tributan y que por la distancia de los elementos ignoran, las
cosas humanas, para que se entienda que los demonios son necesarios, Y así se
crea que también ellos deben ser adorados, para que por ellos puedan saber los
dioses lo que pasa en las cosas humanas, y cuando fuese menester acudir al
socorro de los hombres? Si esto es cierto, estos dioses, buenos tienen más
noticia del demonio por la contigüidad del cuerpo que del hombre por la bondad
del alma. ioh necesidad digna de la mayor compasión, o, por mejor decir, vanidad
ridícula y abominable, por no llamarla ilusión fútil y despreciable! Porque si
los dioses pueden ver nuestra alma con la suya libre de los impedimentos del
cuerpo, para esta operación no necesitan de intermediarios los demonios; y si
los dioses de la región etérea conocen por su cuerpo los indicios corporales de
las almas, como son el semblante, el habla, el movimiento, infiriendo así lo
que les anuncian los demonios, pueden ser también engañados con los embustes y
mentiras de los demonios, esa divinidad no puede ignorar nuestras acciones. Tuviera
especial complacencia en que me dijeran estos alucinados eruditos si los
demonios comunicaron a los dioses cómo desagradaron a Platón las ficciones de
los Poetas sobre las culpas de los dioses, y les encubrieron que ellos, se
complacían con los festejos; o si les callaron lo uno y lo otro, y no quisieron
que los dioses supiesen cosa alguna acerca de este asunto; o si les
descubrieron lo uno y lo otro; la prudencia religiosa de Platón para con los
dioses, y su apetito perjudicial al honor de los dioses; o, si, aunque
quisieron encubrir a los dioses, el dictamen de Platón, reducido a no querer
permitir que fuesen infamados los dioses con crímenes supuestos por la impía
licencia de los poetas, sin embargo, no tuvieron pudor ni temor en
manifestarles su propia vileza de que gustaban de los juegos escénicos, en los
que se celebraban las ignominiosas criminalidades de los dioses. De estas
cuatro razones que les propongo, elijan la que más les agrade, y consideren en
cualquiera de ellas con cuánta impiedad sienten de los dioses buenos; porque si
escogiesen la primera, han de conceder precisamente que no pudieron los dioses
buenos vivir con el virtuoso Platón, porque prohibía la publicación de sus enormes
relaciones, y que vivieron sin embargo, con los demonios malos, que se
lisonjeaban con la celebración de sus maldades; y que los dioses buenos no
conocían al hombre bueno que distaba mucho de ellos, sino por medio de los
malos demonios, a quienes, teniéndolos tan próximos, no podían conocer. Si
eligiesen la segunda, y dijesen que lo uno y lo otro les callaron los demonios,
de modo que los dioses por ningún motivo tuvieron noticia, ni de la religiosa
ley de Platón, ni del sacrílego gusto y deleite de los demonios, qué suceso de
importancia pueden saber los dioses de los acontecimientos humanos, por medio
de la legacía de los demonios, cuando ignoran las saludables sanciones que
decretan por la religión los hombres virtuosos, en honor de los dioses buenos, contra
el voluptuoso deseo de los malos demonios? Y si escogiesen la tercera y respondieren
que no sólo tuvieron noticia por medio de los mismos demonios del sentir de
Platón, que vedaba la manifestación de los afrentosos dicterios de los dioses, sino
también de la lascivia y maldad de los demonios, que se entretienen y recrean
con las injurias de los dioses, pregunto: esto es dar aviso o hacer mofa? Y los
dioses oyen lo uno y lo otro, y lo conocen y sufren con tanta conformidad, que
no sólo no rehúsan la comunicación con los malignos demonios y desean y obran
acciones tan contrarias a la dignidad de los. dioses y a la religión de Platón,
sino que por medio de estos impíos vecinos, al buen Platón, estando muy
distantes de ellos, le remiten sus dones? Pues de tal modo los unió entre sí el
orden de los elementos, que pueden comunicarse con los que les agravian, y con
Platón, que los defiende, no pueden; sabiendo lo uno y lo otro, aunque no son poderosos
para mudar la constitución del aire y de la tierra. Y si escogieren la cuarta, peor
es que las demás; porque quién ha de sufrir que los demonios digan a los dioses
inmortales las ignominias y culpas que los poetas les suponen, y los indignos escarnios
que se les hacen en los teatros, y el ardiente gusto y suavísimo deleite con
que los mismos demonios se entretienen con estas fruslerías? A vista de esta
doctrina deben confundirse y callar cuando Platón, con gravedad filosófica, fue
de parecer que se desterrasen estas infamias de una República bien ordenada, de
modo que ya con esto los dioses buenos se vean obligados a saber por estos
medios las obscenidades de estos perversos: no ajenas, sino de los mismos que
se las dicen; y no los permiten y dejan saber lo contrario a ellas, es decir, las
bondades de los filósofos; siendo lo primero en agravio y lo segundo en honra
de los mismos dioses.
CAPITULO XXII: Que se debe dejar el culto de los demonios contra Apuleyo.
Y puesto que no debe adoptarse
ninguna de estas cuatro cosas, porque con cualesquiera de ellas no se sienta
tan impíamente de los dioses, resta que de ningún modo debe creerse lo que
procura persuadirnos Apuleyo y cualesquiera otros filósofos que son de su
dictamen, y sostienen que de tal manera están colocados en el lugar medio los
demonios entre los dioses y los hombres, que son como internuncios e
intérpretes, para que desde acá lleven nuestras peticiones y de allá nos
traigan las gracias de los dioses, sino que son unos espíritus deseosísimos de
hacer mal, ajenos totalmente de lo que es justo y bueno, llenos de soberbia, carcomidos
de envidia, forjados de engaños y cautelas que habitan en la región del aire, porque
cuando los echaron de la altura del cielo superior (lo que merecieron por la
culpa y transgresión irreiterable los condenaron a este lugar como a cárcel
conveniente para ellos; y no porque la región del aire era superior en el sitio
a la tierra y al agua, por eso también ellos en el mérito son superiores a los
hombres, los cuales fácilmente los exceden y hacen ventaja, no en el cuerpo terreno,
sino en haber escogido en su favor al verdadero Dios, y en la conciencia
piadosa y temerosa de Dios. Y aunque es verdad que ellos se apoderaron de
muchos que son indignos de la participación de la verdadera religión como de
cautivos y súbditos suyos, persuadiendo a la mayor parte de éstos que son
dioses, embelecándolos con señales maravillosas y engañosas de obras y
adivinaciones; sin embargo, a otros que miraron y consideraron con más atención
sus vicios, no pudieron persuadirles que eran dioses, y así fingieron que eran
entre los dioses y los hombres los internuncios, y los que alcanzaban de ellos
los beneficios; mas ni aun esta honra quisieron se les diese los que tampoco
creían que eran dioses, porque advertían que eran malos; porque éstos eran de
opinión que todos los dioses eran buenos; y, con todo, no se atrevían a decir
que del todo eran indignos del honor que se debe a Dios, principalmente por no
ofender al pueblo el cual veían que con tantos sacrificios y templos los
honraba y servía por una envejecida superstición.
CAPITULO XXIII: Lo que sintió Hermes Trimegisto de la idolatría, y de dónde pudo saber que se habían de suprimir las supersticiones de Egipto.
De modo diverso sintió y escribió
de ellos Hermes, egipcio, a quien llaman Trimegisto; pues Apuleyo, aun cuando
conceda que no son dioses, pero diciendo que son medianeros entre los dioses y
los hombres, de modo que son necesarios a los hombres para el trato con los
mismos dioses, no diferencia su culto de la religión de los dioses superiores. Mas
el egipcio dice que hay unos dioses que los hizo el sumo Dios, y otros que los
hicieron los hombres. El que oye esto como yo lo he puesto, entiende que habla
de los simulacros que son obras de las manos de los hombres; con todo, dice que
las imágenes visibles y palpables son como cuerpos de los dioses, y que hay en
éstos ciertos espíritus atraídos allí que tienen algún poder, ya sea para hacer
mal, ya para cumplir algunos votos y deseos de los que los honran y reverencian
con culto divino. El enlazar, pues, y juntar estos espíritus invisibles por
cierta parte con los visibles de materia corpórea, de manera que los simulacros
dedicados y sujetos a aquellos espíritus sean como unos cuerpos animados, esto
dicen que es hacer dioses, y que en los hombres hay esta grande y admirable
potestad de formar dioses. Extractaré las palabras de este egipcio cómo se
hallan traducidas en nuestro idioma: y porque, dice él, nos notifican que
hablemos de la cognación y comunicación de los hombres y de los dioses, mira, oh
Asclepio!, la potestad y vigor del hombre: así como el Señor y Padre, o, lo que
es lo mismo, Dios, es hacedor y autor de los dioses celestiales, así el hombre
es el fabricador de los dioses que están en los templos contentos de la
proximidad del hombre. Y poco después añade: La humanidad de tal modo persevera
en aquella imitación de la divinidad, acordándose siempre de su naturaleza
humana y de su origen, que así como el Padre y Señor, por que fuesen semejantes
a él, hizo a los dioses eternos, así el hombre hizo y figuró a sus dioses
semejantes a él a la similitud de su rostro. Aquí, habiéndole Asclepio, con
quien principalmente conferenciaba, respondido y dicho: Habláis, oh Trimegisto!,
de las estatuas? ; entonces dice: Oh Asclepio! Ves estatuas, como tú mismo
desconfías, estatuas animadas llenas de sentido y espíritu, y que ejecutan
tales y tan grandes maravillas. Estatuas que saben lo futuro, adivinan y dicen
en diferentes cosas lo que acaso ignora cualquier adivino; que causan las
enfermedades en los hombres, y las curan y los convierten en tristes y alegres
conforme lo merecieron. Ignoras, por ventura, oh Asclepio!, que Egipto es un
retrato e imagen del cielo, o, lo que es mas cierto, es una traslación
portentosa donde se establecen y descienden todas las cosas que se gobiernan y
practican en el cielo? Y si ha de decir la verdad, añade, esta nuestra tierra
es un templo vivo de todo el mundo. Y pues es conveniente que el prudente lo
prevea y sepa todo, no es razón que vosotros ignoréis lo que voy a decir. Vendrá
tiempo en que se advertirá que los egipcios inútilmente guardaron tan piadosa y
devotamente la religión a los dioses, y que, cesando toda su santa veneración, los
dejará frustrados y burlados. Después Hermes, con muchos raciocinios, prosigue
este asunto, donde parece que profetiza o adivina aquella feliz época en que la
religión cristiana, cuanto es más verdadera y santa, con tanta más eficacia y
libertad destruye y echa por tierra todas las engañosas ficciones; para que la
gracia del verdadero Salvador libre al hombre del cautiverio de los dioses, que
por si estableció el hombre, y los someta a aquel Dios que hizo al hombre. Pero
cuando habla, no vaticina estas maravillas, habla como si fuera amigo de estos
mismos engaños; ni expresa claramente el nombre cristiano, pero lamenta que se
destierren de Egipto las observancias que le hacen semejante al cielo y anuncia
con lacrimoso estilo los sucesos venideros; pues era de los que dice el Apóstol:
que conociendo a Dios no le dieron la gloria de Dios, ni se le mostraron
agradecidos, sino que dieron en vano con sus imaginaciones y discursos, y quedó
su necio corazón rodeado y sumergido en las tinieblas de su presunción y
arrogancia, porque en lo mismo en que se gloriaban de sabios y literatos, en
esto mismo quedaron necios e ignorantes, andando tan ciegos que profanaron la
majestad de Dios inmortal1 mudándola en la imagen o estatua de hombre mortal; y
lo demás que sería largo referir. Alegando Hermes tan sólidos fundamentos sobre
el único y solo Dios verdadero, Criador del mundo, conformes a lo que prescribe
la verdad, no sé de qué modo se deja llevar de las, oscuras tinieblas de su
corazón a cosas como éstas; que quiere estén sujetos los hombres a los dioses, que
confiesa son obras de los mismos hombres, y siente haya de venir tiempo en que esto
desaparezca; como si pudiese haber cosa más desdichada que el hombre, a quien
dominan los figmentos y estatuas que ha fabricado por sus manos; siendo más
fácil que, adorando a los dioses que formó con sus propias manos, deje de ser hombre,
que no porque él los adore sean dioses lo que hizo el mismo hombre, porque más
presto sucede: Que el hombre colocado en honrosa condición, y en un estado
superior semejante a la imagen de Dios, no conociendo, antes olvidado de su condición
y nobleza, se iguale en su miseria a las bestias; que llegue a anteponerse una
obra de las manos del hombre a la obra de Dios, hecha por Dios a su semejanza, esto
es, al mismo hombre. Por eso el hombre pierde algún tanto de ser que tiene de
aquel que le crió, cuando se sujeta y toma por superior a lo que formó con sus
mismas manos. De que estas falsedades, maldades y sacrilegios desapareciesen se
dolía el egipcio Hermes, porque sabía que había de llegar tiempo en que así
sucediese, pero lo sentía tan sin pudor, cuanto lo sabía sin fundamento sólido;
pues el Espíritu Santo no se lo había revelado como a los santos profetas, que,
conociendo y previendo estos admirables sucesos, decían con alegría de su
corazón: Si hiciere y fabricare el hombre dioses para sí, presto llegará el
desengaño de esta vana ilusión, y experimentará que no son dioses; y en otro
lugar: Vendrá tiempo, dice el Señor, en que exterminaré del mundo los ídolos y
simulacros, y no habrá más memoria de ellos. Pero sobre este punto vaticinó en
términos más claros e incontrastables contra Egipto el santo profeta Isaías por
estas palabras: Se desharán y desaparecerán cuando viniere el Señor los ídolos
que hicieron para, sí los egipcios, y el corazón de éstos se deshará y aniquilará
entre sí; con lo demás que continúa en orden a la misma profecía. De éstos
fueron también los que, teniendo una ciencia positiva e infalible de lo
venidero, se alegraban y lisonjeaban de que hubiese venido el Mesías prometido,
como Simeón y Ana, que al punto que nació Jesús le conocieron; como Isabel, que
con espíritu profético le reconoció existente en el vientre de su Madre, y como
Pedro cuando, revelándoselo el Eterno Padre, dijo: Tú eres Cristo, hijo de Dios
vivo. Mas a este sabio egipcio le inspiraron su futura destrucción los mismos
espíritus, que teniendo presente en carne humaba al Dios todopoderoso, amilanados
y llenos de temor y espanto, le dijeron: A qué viniste antes de tiempo a
perdernos? O porque para ellos repentinamente acaeció lo que creían debía
tardar más tiempo en verificarse, o porque llamaban su destrucción y perdición
al mismo acontecimiento en que fueron descubiertos, pues siendo conocidos los
habían de desamparar y despreciar los hombres, lo cual era antes de tiempo, esto
es, antes de la época en que se debe suceder el juicio universal, en el cual
serán castigados con eterna condenación, juntamente con todos los hombres que
se hallaren asociados a su compañía, como lo insinúa expresamente la verdadera
religión, que ni engaña ni puede ser engañada; y no como este sabio que, dejándose
llevar por una parte y por otra del viento de cualquiera doctrina, mezclando y
confundiendo lo falso con lo verdadero, se duele como si hubiera de extinguirse
la religión, que confiesa después llanamente ser un error.
CAPITULO XXIV: Cómo Hermes claramente confesó el error de sus padres y, con todo, le pesó que hubiese de desaparecer.
Después de algún intervalo vuelve
a discurrir sobre el mismo punto y hablar de los dioses hechura del hombre, diciendo
de este modo: Pero ya de estos tales basta lo referido. Volvamos al hombre y a
la razón, por la cual, concedida por singular beneficio de Dios, se denominó el
hombre animal racional. Admirables se nos presentan las cualidades del hombre
que hemos relacionado por extenso, pero en verdad excede toda admiración que
fuera posible al hombre investigar y descubrir la naturaleza divina, y ser
autor, criador y único artífice de ella. Pues como nuestros mayores anduvieron
muy errados e incrédulos acerca de los dioses, sin atender a su culto y
religión, hallaron traza e invención para formar dioses. Y luego que la
descubrieron la apropiaron y aplicaron una virtud conveniente, tomándola de la
naturaleza del mundo y mezclándola, y ya que no podían crear almas, invocaron
las de los demonios o de los ángeles; y las hicieron entrar, dentro de las
imágenes y en los divinos misterios, por los cuales los ídolos pudiesen tener potestad
y virtud para hacer bien y mal. No sé si los mismos demonios, a fuerza de
conjuros, confesarían esta verdad como la confiesa Hermes; porque dice: nuestros
antepasados andaban muy errados e incrédulos acerca de la calidad de los dioses,
y, sin advertir a su culto y religión hallaron traza y modo para formar dioses.
Porque no dijo que andaban un tanto equivocados para descubrir el arte de hacer
dioses, ni contentóse con decir errados, sino que añadió y dijo muy errados. Este
grande error e incredulidad de los que no le advertían ni se aplicaban al culto
y religión de Dios inventó un raro medio de hacer dioses. Un error tan craso, una
incredulidad tan dura, y la aversión o contradicción del ánimo humanó al culto
y religión de Dios, encontró, sin embargo, modo de que el hombre fabricase con
artificio dioses. Duélese de esta inepcia un hombre tan sabio como Hermes, sintiendo
haya de venir tiempos en que se abrogue la religión divina. Adviertan, pues, cómo
por virtud divina confiesa, aunque implícitamente, la alucinación y error de
sus antepasados, y por una fuerza diabólica se siente penetrado de dolor por el
futuro castigo de los demonios. Porque si sus mayores, procediendo con notable
equivocación sobre la condición de los dioses, y estando dominados de
incredulidad y aversión al culto de la religión divina, hallaron un espacioso
artificio para crear dioses, qué maravilla, que todo lo que hizo esta arte
abominable, contraria a la religión divina, lo quite la religión divina; pues
la verdad es la que enmienda y modera el error, y la fe la que convence a la
incredulidad, y la conversación la que corrige a la aversión?
Porque si, omitiendo las causas, dijera
que sus predecesores habían encontrado traza y modo para hacer dioses, sin duda
nos tocaba a nosotros, si éramos cuerdos y religiosos, el averiguar cómo de
ninguna manera pudieran llegar ellos a conseguir este arte con que el hombre
crea dioses, si no fueran equivocados en la verdad, si creyeran cosas dignas de
Dios, si advirtieran y aplicaran el ánimo al culto y religión divina. Podríamos
decir nosotros que las causas de este arte vano eran el error inmoderado de los
hombres, la incredulidad y la aversión que el ánimo alucinado e infidente tenía
a la religión divina, como la desenvoltura de los que se defienden contra la
verdad merecían que dijésemos. Pero cuando esto admira el hombre más enterado
que todos en lo concerniente a este arte de hacer dioses, y se duele de que ha
de venir tiempo en que todas estas ficciones o estatuas de los dioses
fabricadas por los hombres se manden públicamente quitar y destruir por las
leyes civiles, confesando además y declarando las causas porque llegaran a
experimentar tan fatal excidio, diciendo que sus antepasados, poseídos de sus
errores e incredulidad, y sin advertir ni aplicar su ánimo al culto y religión
divina, descubrieron el arte con que pudieron formar dioses; dejará de ser muy
conforme que nosotros digamos, o, por mejor decir, demos afectuosas y
reverentes gracias a Dios nuestro Señor, que por su amor benéfico hacia
nosotros se sirvió desterrar y abolir tales errores, con causas contrarias a
las que se instituyeron. Porque lo mismo que estableció el error y humano
desvarío, lo abrogó la invención de la verdad; lo que introdujo la incredulidad
lo quitó la fe, lo que instituyó la aversión que tuvieron al culto divino y a
la religión, lo destruyó la conversión sincera a un Dios Santo y verdadero; y
no sólo quitó y desterró de Egipto, del cual solamente se duele este sabio, el
espíritu de los demonios, sino de toda la tierra, donde se canta con indecible
júbilo al Señor un nuevo cántico, como lo, expresaron las letras
'verdaderamente sagradas y verdaderamente proféticas, donde dice la Escritura: Cantad
al Señor un nuevo cántico, cantad y glorificad al Señor toda la tierra. Pues el
titulo del salmo es: Cuando se edificaba la casa después de la cautividad. Pues
construyéndose va el Señor por casa la Ciudad de Dios, que es la Santa Iglesia
en toda la tierra, después del penoso cautiverio eh que los demonios tenían
esclavizados a los hombres, y de estos hombres creyentes, como de unas piedras
vivas y sólidas, se edificaba la casa. Pues no, porque el hombre formase dioses
a su albedrío, dejaban de poseer al que los hacía; porque adorándolos se hacía
su partidario y compañía, no ya de los insensatos y dolorosos, sino de los
astutos demonios. Pues qué son los ídolos, sino lo que insinúa la Sagrada
Escritura?, que tienen ojos y no ven, y todo lo demás que a este tenor pudo
decirse de una masa, aunque artificiosamente labrada, sin embargo, sin vida ni
sentido. Con todo, los espíritus inmundos, encerrados por aquella arte nefaria
en los mismos simulacros, reduciendo a su compañía las almas de sus adoradores,
las veían miserablemente cautivas, por lo que dice el Apóstol: Sabemos bien que
el ídolo es nadie, y lo que sacrifican los gentiles, a los demonios lo
sacrifican y no a Dios; no quiero que os hagáis participes y compañeros de los demonios.
Así que después de este cautiverio, en que los malignos demonios tenían
esclavizados a los hombres, se va edificando la casa de Dios en toda la tierra,
de donde tomó su título aquel salmo que dice: Cantad al Señor un cántico nuevo.
Cantad al Señor toda la tierra. Cantad al Señor y bendecid su nombre. Anunciad
cada día su salud. Anunciad y evangelizad a las gentes su gloria, y todos los
pueblos sus maravillas, porque es grande el Señor y digno de alabanza
sobremanera, y más terrible que todos los dioses; porque todos los dioses de
los gentiles son demonios, pero el Señor hizo los Cielos. El que se dolía de
que había de venir tiempo en que se desterrase del mundo el culto y religión de
los ídolos y el dominio que tenían los demonios sobre los que le adoraban, instigado
del espíritu maligno, quería que durase siempre esta cautividad, la cual concluida,
canta el Salmista rey que se va edificando la casa en toda la tierra. Profetizaba
Hermes aquello doliéndose, y vaticinaba esto el profeta alegrándose. Y porque
es el espíritu vencedor el que cantaba estas divinas alabanzas por medio de los
profetas santos, también Hermes, lo que no quería y sentía que se abrogase, por
un modo y traza admirable fue obligado a confesar que lo habían establecido no
los prudentes, fieles y religiosos, sino los que andaban errados, los que eran
incrédulos y opuestos al culto de la religión divina. Este sabio escritor, aunque
los llame dioses, con todo, cuando confiesa que los formaron tales hombres
cuales, sin duda, no debemos ser nosotros, aun contra su voluntad, manifiesta
que no deben ser adorados por los que no son semejantes a los que los hicieron,
esto es, a los sabios, fieles y religiosos, demostrando al mismo tiempo que los
mismos hombres que los hicieron se impusieron a sí el subsidio de tener por
dioses a los que no lo eran. Porque es infalible aquella divina expresión del
profeta: Si hiciere y fabricare el hombre dioses, ellos no son dioses. Así que
a tales dioses, habiéndolos llamado Hermes dioses de tales, fabricados
artificiosamente por tales, esto es, demonios, no sé por qué arte encerrados y
detenidos en los ídolos con los lazos de sus apetitos o antojos, habiendo, digo,
llamado dioses a los que hablan creado los hombres, con todo, no les concedió
lo que el platónico Apuleyo (de quien hemos ya hablado demostrando cuán absurda
y contradictoria era su opinión) que sean intérpretes e intercesores entre los
dioses que hizo Dios y los hombres que crió el mismo Dios, llevando desde la
tierra los votos y peticiones, y volviendo del cielo con, los despachos y
gracias. Porque es un grande desatino creer que los dioses que crearon los
hombres puedan más con los dioses que hizo Dios que los mismos hombres que hizo
el mismo Dios. Pues el demonio, luego que el hombre le encierra con arte
sacrílego en el simulacro, vino a ser dios aunque peculiar para tal hombre, no
para todos los hombres. Cuál, pues, será este dios a quien no formara el hombre
sino errando y siendo incrédulo, y habiendo vuelto las espaldas al Dios
verdadero? Y si los demonios que se adoran en los templos, encerrados no sé por
qué arte en las imágenes, esto es, en los simulacros y estatuas visibles por
industria de los hombres, que con este artificio los hicieron dioses, caminando
errados y vueltas las espaldas al culto y religión divina, no son internuncios
ni intérpretes entre los hombres y los dioses, y por sus perversas y torpes
costumbres, aun los mismos hombres, aunque infieles y ajenos del culto y
religión divina, son sin duda mejores que aquellos a quienes con sus artificios
hicieron dioses; resta, pues, que la autoridad que usurpan puedan ejercerla
como demonios, ya sea cuando, pareciendo que nos hacen bien nos hacen mal, porque
entonces nos engañan mejor, ya cuando a las claras nos dañan. Y con todo, cualquiera
operación de éstas no pueden efectuaría por sí mismos, sino cuando y en cuanto
se les permite por la alta y secreta providencia de Dios, y no porque puedan
mucho sobre los hombres por su amistad de los dioses, como intermedios entre
los hombres y ellos. Porque de ningún modo pueden tener amistad con los dioses
buenos, que nosotros llamamos ángeles santos y criaturas racionales, que habitan
en las Santas moradas del cielo, ya sean tronos, o dominaciones, a principados,
o potestades, de quienes distan tanto cuanto los vicios de las virtudes y la
malicia de la bondad.
CAPITULO XXV: De la comunicación que puede haber entre los santos ángeles y los hombres.
Dc ningún modo por mediación e
intercesión de los demonios debemos aspirar a la amistad o beneficencia de los
dioses, o, por mejor decir, de los ángeles buenos, sino por la semejanza de la
buena voluntad con que estamos unidos con ellos, vivimos con ellos y adoramos
con ellos al mismo Dios que ellos adoran, aunque no los podamos ver con los
ojos carnales; pero en cuanto somos miserables por la desemejanza de la
voluntad y por la fragilidad de nuestra flaqueza, en tanto nos alejamos de
ellos por el mérito de la vida, no por la distancia del cuerpo. Pues, no porque
dada la condición de la carne vivamos en la tierra, por eso dejamos de
juntarnos y unirnos con ellos, si no gustamos de las cosas terrenas por la
inmundicia del corazón. Pero cuando, recuperada la salud, somos como ellos son,
entonces, y en la fe, nos acercamos y unimos con ellos si creemos también y esperamos
por su intercesión la bienaventuranza de Aquel que los hizo a ellos felices.
CAPITULO XXVI: Que toda la religión de los paganos se empleó y resumió en adorar hombres muertos.
Y verdaderamente es digno de
advertir cómo este egipcio sintiendo el tiempo que habla de sobrevenir, en el
cual había de desterrarse de Egipto lo mismo que confiesa fue establecido por
los que andaban muy errados y eran incrédulos y contrarios al culto de la
religión divina, entre otras cosas, dice: Entonces esta tierra, que es un venerable
asiento de los delubros y templos, estará sumamente llena de sepulcros y
difuntos. Como si de no desaparecer esta vana superstición, no hubieran de
morir los hombres, o se hubieran de sepultar los muertos en otra parte que en
la tierra, pues seguramente que cuanto más fuese corriendo el tiempo y los días,
tanto mayor había de ser el número de los sepulcros por el número mayor de los
muertos. Sin embargo, parece que se duele porque las memorias y capillas de
nuestros mártires habían de suceder a sus delubros y templos. Sin duda por que
leyendo esto los que nos tienen mala voluntad y el corazón dañado, imaginen que
los paganos adoraron a los dioses en los templos, y que nosotros adoramos a los
muertos en los sepulcros, pues es tanta la ceguedad de los hombres impíos, que
ofenden y tropiezan con los mismos montes, y no quieren observar las cosas que
les dan en los ojos, para no echar de ver y confesar que en todas las historias
o memorias de los paganos, o no se hallan, o apenas se encuentran dioses que no
hayan sido hombres, y que, con todo, después de muertos, procurasen honrar a
todos y reverenciarlos como si fuesen dioses. Omito lo que dice Varrón, quien
sustenta que tienen por dioses manes a todos los difuntos, y lo prueba por los sacrificios
que se hacen a casi todos los muertos, entre los cuales refiere también los
juegos fúnebres, como si éste fuera el argumento más convincente de su
divinidad, puesto que los juegos no suelen dedicarse sino a los dioses. El
mismo Hermes, de quien ahora hablamos, en el mismo libro donde, como
vaticinando lo venidero y lamentándose, dice: Entonces esta tierra, que es un
venerable asiento de los delubros y templos, estará inundada de sepulcros y
difuntos; afirma que los dioses de Egipto son hombres muertos. Porque habiendo
dicho que sus antepasados, andando muy errados sobre la razón de los dioses incrédulos
y sin advertir al culto y religión de los dioses, hallaron artificio para hacer
dioses y luego que le encontraron le aplicaron una virtud congruente y
acomodada, tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola; y porque no
podían crear almas invocaron las de los demonios o de los ángeles, las hicieron
entrar dentro de las imágenes y en los divinos misterios, por las cuales los
ídolos pudiesen tener poder y autoridad para hacer bien y mal; después prosigue,
como intentando comprobar esta aserción con ejemplos, y dice: Porque tu abuelo,
Ioh Asclepio!, que fue el primer inventor de la Medicina, a quien está consagrado
un templo en el monte de Libia, cerca de la costa de los cocodrilos, donde yace
su hombre mundano, esto es, su cuerpo, porque lo restante de él o, por mejor
decir, todo él, si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorando
se volvió al cielo, de donde acude ahora también a auxiliar en todo a las
enfermedades de los hombres con su virtud divina, como antes acostumbraba con
el arte de la Medicina. Ved aquí cómo dijo que adoraban por dios a un hombre
difunto en el lugar donde tenía su sepultura, engañándose y engañando, diciendo
que volvió al cielo. Añadiendo después otro ejemplo, dice: Hermes, mi abuelo, cuyo
nombre he heredado yo, pregunto, estando en su patria qué se intitula con su
propio nombre, no ayuda y conserva a todos los mortales que de todo el mundo, acuden
allí? Porque Hermes el mayor, esto es, Mercurio, de quien dice que fue su
abuelo, refiere que está enterrado en Hermópoli, es decir, en la ciudad de su
propio nombre. Ved cómo dice que dos dioses fueron hombres, Esculapio y
Mercurio. De Esculapio sienten lo mismo los griegos y latinos, aunque de Mercurio
opinan muchos que no fue mortal, quien, sin embargo, dice Hermes que fue su
abuelo. Pero acaso dirán que uno fue aquél y otro éste, no obstante de que
tengan un mismo nombre. No reparo mucho en esta objeción, sea o no aquél, y
otro distinto éste; con todo, a éste, como a Esculapio, de hombre le hicieron
dios, según lo refiere Trimegisto, varón tan apreciado entre los suyos y nieto
de Mercurio.
Más adelante continúa aún, y dice:
Sabemos de Isis, mujer de Osiris, cuántos beneficios hace a los que la tienen
favorable, y cuántos daños a los que la tienen enojada. Y, en seguida, para
demostrar que de tal género son los dioses que los hombres crean con el
insinuado artificio (donde da a entender que los demonios han resultado de las
almas de los hombres difuntos, a quienes por el arte que descubrieron los
hombres que caminaban errados, infieles y sin religión, dice que los hicieron
entrar dentro de los simulacros, por cuanto los que formaban tales dioses no
podían realmente crear almas), habiendo dicho él mismo de Isis lo que tengo
referido: A cuántos sabemos que ha dañado el tenerla irritada, prosiguiendo
dice: porque es muy fácil enojarse los dioses terrenos y mundanos, como
aquellos que de ambas naturalezas han formado y compuesto los hombres. De ambas
naturalezas, dice, de alma y de cuerpo, de modo que por el alma se entienda el
demonio, y por el cuerpo el simulacro. Por lo que sucedió, añade, que los
egipcios llamaron a estos animales santos, ordenando que en todas las ciudades se
adoren las almas de los que en vida los consagraron; de tal suerte, que con sus
leyes se gobiernen y se llamen con sus propios nombres. Dónde está aquella que
parecía queja lastimosa, que vendría tiempo en que la tierra de Egipto, venerable
asiento de los delubros y templos, estaría llena de sepulcros y de muertos? En
efecto, el seductor y falso espíritu que impelía a explicarse así, a Hermes fue
obligado a confesar por boca del mismo Hermes que ya entonces estaba aquella
tierra inundada de sepulcros y de difuntos que eran adorados como dioses. Pero
el sentimiento de los demonios les hacía hablar por boca de este sabio, porque
les pesaba de ver que se acercaban y amenazaban las duras penas que habían de
padecer en las memorias o capillas de los santos mártires; pues en muchos
lugares de éstos son atormentados, como lo confiesan ellos mismos, echándolos
de los cuerpos de los hombres, de quienes estaban tiránicamente apoderados.
CAPITULO XXVII: Del modo con que los cristianos honran a los mártires.
Tampoco nosotros fundamos en
honor de los mártires templos, sacerdotes, sacrificios y solemnidades porque
sean nuestros dioses, sino porque el Dios de éstos es el nuestro. Es cierto que
honramos su memoria como de hombres santos, amigos de Dios, que combatieron por
la verdad hasta aventurar y perder la vida de sus cuerpos para que se
manifestase la verdadera religión, convenciendo y confundiendo las falsas y
fingidas religiones, lo cual si algunos lo sentían antes, de miedo lo disimulaban
y reprimían. Quién de los fieles oyó jamás que estando el sacerdote en el altar,
aunque fuese hecho el sacrificio sobre algún cuerpo santo de cualquier mártir a
honra y reverencia de Dios, dijese en sus oraciones: Pedro, o Pablo, o Cipriano,
yo te ofrezco este sacrificio? Pues es manifiesto a todos que se ofrece en sus
capillas u oratorios a Dios, que los hizo hombres y mártires, y los honró y
juntó con sus santos ángeles en el Cielo, para que con aquella ofrenda demos
gracias a Dios por las victorias de estos ínclitos soldados de Jesucristo, y
para que, a imitación de semejantes coronas y palmas; renovando su memoria y suplicando
al mismo Señor que nos favorezca, nos animemos. Todas las obras piadosas que
practican los hombres devotos en los lugares de los mártires son beneficios que
ilustran sus memorias, no sacrificios que se hacen a muertos como a dioses; y todos
los que allí llevan sus comidas (aunque esto no lo hacen los mejores cristianos,
y en las más partes no hay tal costumbre), con todo, los que lo ejecutan, en
poniéndolas allí oran y las quitan, o para comerlas, o para distribuirlas entre
los pobres y necesitados, pues sólo pretenden sacrificar y bendecir en aquel
santo lugar su comida por los méritos de los mártires, en nombre del Señor
verdadero de éstos. Y que esta práctica no sea ofrecer sacrificio a los
mártires lo sabe y comprende el que conoce el único y solo sacrificio que allí
se ofrece: el sacrificio de los cristianos. Así que nosotros no reverenciamos a
nuestros mártires ni con honras divinas ni con culpas humanas, como ellos
adoran a sus dioses, ni les ofrecemos sacrificios ni sus crímenes y afrentas
las convertimos en un acto de religión suyo. De Isis, mujer de Osiris, diosa de
Egipto, y de sus respectivos padres (quienes escriben que todos fueron reyes, y
que sacrificando Isis un día en honor de sus padres descubrió la planta de la
cebada, manifestando, las espigas al rey su esposo y a su consejero Mercurio, por
lo cual quiere que sea la misma que Ceres), cuántos y cuán grandes crímenes y
maldades se hallan escritas no en los poetas, sino en sus escrituras místicas, como
lo que escribe Alejandro Magno a su madre Olimpias, conforme al secreto que le
descubrió y comunicó un sacerdote llamado León; léanlo, pues, los que quieren o
pudieren, y recorran su memoria los que lo hayan leído, y adviertan a qué
especie de hombres muertos, o por qué hazañas practicadas por ellos les
instituyeron como a dioses culto, religión y sacrificios. Y no presuman con
ningún pretexto comparar a estos tales, aunque los reputen por dioses, con
nuestros santos mártires, no obstante de que no los tengamos por dioses; porque
de este modo no instituimos sacerdotes, ni ofrecemos sacrificios a nuestros
mártires, pues esta liturgia es improporcionada, indebida, ilícita, y solamente
debida a un solo Dios; de forma que no los entretendremos ni con sus culpas ni
con sus juegos torpes y abominables en los cuales celebran éstos, o las
abominaciones de sus dioses, si es que en vida, cuando eran hombres, cometieron
semejantes crímenes, o las fingidas diversiones y deleites de los malos demonios,
si es que no fueron hombres. De esta clase de demonios no tuviera Sócrates un
dios, si realmente tuviera un dios, sino que, acaso, estando ajeno e inocente
del arte de formar dioses, le acumularon semejante dios los que quisieron ser
reputados por excelentes y singulares en el arte. Y para qué me dilato más, puesto
que no hay alguno medianamente juicioso que dude no deben ser adorados estos
espíritus por la esperanza de conseguir la vida bienaventurada que ha de
suceder después de la actual y mortal? Pero seguramente dirán que, aunque es
cierto que todos los dioses son buenos, sin embargo, los demonios, unos son
buenos y otros malos, y les parecerá que deben adorarse aquellos por quienes
hemos de alcanzar la vida feliz y eterna, quienes creen que son buenos; y en
cuánto sea cierta o falsa esta opinión, lo demostraremos en el siguiente libro.
LIBRO NOVENO: CRISTO, IMPETRADOR DE LA VIDA ETERNA.
CAPITULO PRIMERO: A qué término ha llegado e! discurso de que se trata y lo que resta averiguar de él.
Algunos escritores han opinado
que hay dioses buenos y también malos; pero otros, sintiendo con más benignidad
de los dioses, los honraron y elogiaron tanto, que no se atrevieron a creer que
hubiese dios alguno que fuese malo; y los que sentaron como cierto que los
dioses unos son buenos y otros son malos, llamaron asimismo dioses a los
demonios, y aunque fuesen dioses, sin embargo, muy pocas veces los designaron
con el dictado de demonios, de tal suerte, que confiesan que al mismo Júpiter, que
quieren sea el rey y príncipe de los demás, le llamó Homero demonio; mas los
que afirman que todos los dioses no son sino buenos, y mucho más excelentes y
mejores que los hombres que se reputan por buenos, con razón se conmueven y
escandalizan de las obras que practican los demonios, las cuales no pueden
negar, y entendiendo que de ningún modo pueden hacerlas los dioses, de quienes
opinan que todos son buenos, se ven precisados a distinguir y hacer diferencia entre
los dioses y los demonios, de tal suerte, que todo cuanto les desagrada con
justa causa en sus obras o en sus malos afectos, con que los ocultos espíritus
manifiestan su índole natural, creen que es propio y característico de los
demonios y no de los dioses.
No obstante, porque también
presumen que estos mismos demonios están colocados en el lugar medio entre los
hombres y los dioses para el efecto de que, como ningún dios se mezcla y
comunica con el hombre, lleven de acá sus votos y peticiones y traigan de allá
lo que hubieren alcanzado; y esto mismo sienten los platónicos, que son los más
insignes y famosos entre los filósofos, con quienes como los más excelentes me
pareció conducente indagar y examinar esta cuestión de si el culto tributado a muchos
dioses sirve para conseguir la vida feliz y bienaventurada que esperamos
después de la muerte; por lo mismo en el libro anterior examinamos cómo los
mismos demonios que se complacen en ciertos objetos de los que huyen y abominan
los hombres cuerdos y virtuosos, esto es, de las acciones sacrílegas, abominables,
de las ficciones que inventaron los poetas, no de cualquier hombre, sino de los
mismos dioses, de la violencia perversa y digna de un severo castigo, de las
artes mágicas, examinemos, digo, cómo los demonios como más allegados amigos, puedan
conciliar los hombres buenos con los dioses buenos y hallamos y averiguamos que
no pueden practicarlo de modo alguno.
CAPITULO II: Si entre los demonios, a los que los dioses son superiores, hay algunos buenos, con cuyo favor pueda el alma del hombre llegar a obtener la verdadera felicidad.
Y así, este libro, según lo
prometimos al fin del pasado, tratará sobre la diferencia que hay, si quieren
que haya alguna, no entre los dioses porque de todos ellos dicen que son buenos,
ni de la distinción que hay entre los dioses y los demonios, de quienes separan
a los dioses y las diferencias de los hombres, colocando a los demonios entre
los dioses y los hombres, sino de la diferencia que hay entre los mismos
demonios, que es el asunto perteneciente a la presente cuestión. Por cuanto
entre la mayor parte de los filósofos gentiles suele decirse comúnmente que los
demonios, unos son buenos y otros malos; cuya opinión, ya sea también de los
filósofos platónicos, ya sea de cualesquier otros, no es razón que la adoptemos
sin examinarla escrupulosamente, porque no crea alguno que debe imitar a los
demonios con espíritus buenos, y mientras por su mediación desea y procura alcanzar
la amistad de los dioses, de todos los cuales cree que son buenos para poder
vivir con ellos; después de su muerte, implicado y alucinado con los
artificiosos engaños de los espíritus malignos, no vaya errado y descaminado
del todo del verdadero Dios, con quien solamente, en quien y de quien consigue
únicamente la bienaventuranza el alma humana, esto es, la racional e
intelectual.
CAPITULO III: Lo que atribuye Apuleyo a los demonios, a quienes, sin quitarles la razón, no les concede virtud alguna.
Cuál es, pues, la diferencia que
se supone entre los demonios buenos y los malos, supuesto que tratando
generalmente de ellos el platónico Apuleyo, y diciendo tantas particularidades
de sus cuerpos aéreos, no expresó cosa alguna de las virtudes del alma, de las
cuales debieran tener si fueran buenos? Así que omitió la causa por la cual
podían ser eternamente felices, mas no pudo callar el indicio por el que consta
de su miseria, confesando que la parte principal, que ellos llaman
entendimiento, con que dijo que eran racionales, por lo menos la que no estaba
prevenida y abroquelada con la virtud, no escapaba de las pasiones desordenadas
del alma, sino que también ella, como suelen los ánimos estúpidos, padece de
algún modo tempestuosas borrascas y perturbaciones, sobre lo cual se explica
así: Del número de estos demonios son casi -dice- todos los dioses que acostumbran
los poetas, no muy distantes de la verdad, fingir que tienen odio o amor a
algunos hombres, concediendo prosperidades, elevando a unos y humillando a
otros; así que se compadecen, se irritan, se afligen y alegran, y padecen todo cuanto
el ánimo de un hombre sufre, corriendo su tormenta con la misma tribulación y
agitación de ánimo por las temibles ondas de pensamientos dudosos; todas las
cuales turbaciones y borrascas son muy ajenas de la tranquilidad de los dioses
celestiales.
Acaso en estas expresiones hay
alguna duda en que diga que se turban como mar proceloso con las bravas
borrascas de sus pasiones, no ciertas partes inferiores del alma, sino el mismo
espíritu de los demonios, con que efectivamente son animales racionales? De
modo que ni merecen que los comparen con los hombres sabios y cuerdos que a
semejantes turbaciones del ánimo (de, las que no se libra la flaqueza humana, aun
cuando las padecen por la suerte y condición de esta vida mortal) las suelen
resistir sin inquietud alguna de su espíritu, sin dejarse arrastrar de ellas
para consentir o ejecutar una sola acción que desdiga del camino recto de la
sabiduría y ley de la justicia, sino que los demonios, siendo semejantes y
parecidos a los hombres necios e injustos, no en los cuerpos, sino en las
condiciones, por no decir peores, por ser más antiguos en tiempo, incurables e
insanables por la debida pena, corren también la tormenta y borrasca del mismo
espíritu, como lo dice este mismo filósofo, sin tener en parte alguna de su
ánimo consistencia ni firmeza en la verdad y en la virtud con que suelen
contrarrestar las turbaciones y aflicciones del alma.
CAPITULO IV: Lo que sienten los peripatéticos y los estoicos sobre las perturbaciones que suceden en el alma.
Dos opiniones hay de los
filósofos sobre los movimientos del alma que los griegos llaman pathí, y
algunos de los latinos, como Cicerón, perturbaciones; otros, aflicciones o
afectos, y otros, más expresamente, deduciendo el sentido literal de la voz
griega, los llaman pasiones. Estas perturbaciones, afecciones o pasiones, dicen
algunos filósofos que las acostumbra padecer también el sabio, pero moderadas y
sujetas a la razón, de modo que el imperio del alma las refrena y reduce a una
moderación conveniente. Los que sienten así son los platónicos o aristotélicos,
porque Aristóteles fue discípulo de Platón y fundó la secta peripatética; pero
otros, como son los estoicos, opinan que de ningún modo padece semejantes
pasiones el sabio, aunque de éstos, es decir, los estoicos, prueba Cicerón en
los Iibros de finibus bonorum et malorum, que están encontrados con los platónicos
y peripatéticos, más en las palabras que en la sustancia, porque los estoicos
no quieren llamar bienes, sino comodidades a los bienes del cuerpo y a los
exteriores, porque no quieren que haya otro bien en el hombre sino la virtud, como
que ésta es el arte y norma del bien vivir, la cual no se halla sino en el alma,
a cuyos bienes llaman los platónicos llanamente y según el común modo de hablar,
bienes, aunque en comparación de la virtud con que se vive bien y ajustadamente
son bien pequeños y escasos, de donde se sigue que como quiera que los unos y
los otros los llamen bienes o comodidades, con todo, los estiman en igual grado,
y en esta cuestión, los estoicos no ponen cosa particular, sino que se agradan
en la novedad de las palabras; así que soy de parecer que en la actual
controversia sobre si el sabio suele tener pasiones o perturbaciones del alma, o
si está del todo libre de ellas, es cuestión de palabras, pues presumo que es
tos filósofos en este punto sienten lo mismo que los platónicos y los
peripatéticos en cuanto a la fuerza y naturaleza del asunto controvertido, no
en cuanto al sonido de las palabras; porque omitiendo otras particularidades
con que pudiera demostrarlo, por no ser prolijo, expondré solamente una, que
será evidentísima. En los libros intitulados de las Noches Árticas escribe Aulo
Gelio, hombre muy instruido y elocuente, que se embarcó en cierta ocasión en
compañía de un famoso filósofo estoico. Este sabio, como lo refiere más larga y
difusamente el mismo Aulio Gelio, lo cual tocaré bien de paso, viendo la nave
combatida de una terrible tempestad v con peligro de sumergirse, conmovido de
la fuerza del temor, se demudó totalmente y perdió su color natural. Los que
presenciaron tan fatal desgracia notaron la repentina mudanza, y aunque
advertían que les amenazaba la muerte estuvieron curiosamente atentos, observando
si el filósofo se turbaba en el ánimo; después sosegada y pasada la borrasca, así
como la seguridad y bonanza, dio lugar para hablar y también para divertirse; uno
de los que iban en la nave, que era hombre rico, natural de la provincia de Asia,
vivía con mucho regalo y ostentación preguntó, bromeándose con el filósofo, por
qué había temido y demudado el color, habiendo él permanecido sin recelo alguno
en el pasado inminente riesgo. Pero el estoico le respondió lo que Aristipo
Socrático, quien oyendo, en ocasión semejante las mismas palabras de otro
hombre, le dijo que con justo motivo no se había turbado por la pérdida de la
vida de un hombre tan perdido y disoluto como él, mas que fue muy puesto en
razón que temiese por la vida de Aristipo, habiendo así cortado y tapado la
boca con tal respuesta a aquel hombre poderoso. Preguntó después Aulio Gelio al
filósofo sobre su anterior terror, no con intención de sonrojarle, sino por
saber cuál había sido la causa de su miedo, quien por enseñar y satisfacer
completamente a uno que deseaba con vivas ansias saber, sacó luego de un
fardito suyo un libro del estoico Epicteto, donde se contenían doctrinas
conformes a los decretos y opiniones de Zenón y de Crisipo, los cuales sabemos fueron
los príncipes y corifeos de los estoicos. En este libro, dice Aulio Gelio que
leyó que había sido opinión de los estoicos que las visiones del alma, que
llaman fantasías y no dependen de nuestra potestad y albedrío, acontecen y
dejan de acontecer al alma cuanto proceden de representaciones horribles y
temibles, y así es necesario que conmuevan y agiten aun el ánimo de un sabio, de
modo que se encoja algún tanto de miedo o se intimide con la melancolía, en
atención a que estas pasiones previenen y se anticipan al ejercicio del juicio
y de la razón; pero que no por eso causaban en él alma la opinión del mal, ni
se aprobaban o consentían, porque quieren que esto esté en nuestra mano, y
entienden hay diferencia entre el ánimo del sabio y el del necio; que el ánimo
del ignorante se rinde a las pasiones, acomodándoles el consentimiento de la
voluntad, pero el del sabio, aunque las padezca necesariamente, con todo, conserva
y guarda en su íntegra y firme voluntad el verdadero y sólido consentimiento sobre
lo que con justa causa debe o no apetecer. Este raciocinio le he expuesto como
he podido, aunque no con tanta extensión como Aulio Gelio, pero, a lo menos, más
conciso, y a lo que presumo, más claro, lo cual refiere este escritor haberlo leído
en el libro de Epicteto con cuanto dijo y sintió siguiendo la doctrina de los
estoicos.
Y si esto es cierto no hay
diferencia, o muy poca, entre la opinión de los estoicos y la de los otros
filósofos sobre las pasiones y perturbaciones del alma, pues unos y otros
defienden y eximen el ánimo del sabio de su dominio, y por eso mismo dicen
acaso los estoicos que no las padece el sabio, porque no entorpecen con error
alguno o manchan su sabiduría, con que efectivamente es sabio. Sin embargo, suceden
en el ánimo del sabio, salva la tranquilidad de la sabiduría, por aquello que
denominan comodidades o incomodidades, aunque no los quieren llamar bienes o
males; porque si realmente aquel filósofo no estimara aquellos objetos que veía
que había de perder en el naufragio, como es esta vida y la salud del cuerpo, no
temiera tanto aquel peligro que le publicara tan bien como demudarse y perder
su color; con todo, podía padecer aquella extraña conmoción, y tener con esto
fija en su ánimo la opinión de que aquella vida y salud del cuerpo, con cuya
pérdida le amenazaba aquella cruel tormenta, no eran bienes que a los que los
poseían hacían buenos, como lo hace la justicia, y lo que dicen de aquellos que
no se deben llamar bienes, sino comodidades, se debe atribuir al debate y
contienda que hay sobre las palabras, y no al examen y averiguación de la
sustancia.
Porque qué importa altercar sobre
si se llaman mejor bienes o comodidades, con tal que por miedo de no perderlos,
no menos el estoico que el peripatético se estremezca y se demude no
llamándolos de un mismo modo, sino estimándolos en un mismo grado? Unos y otros,
en efecto, si con riesgo de estos bienes o comodidades los obligasen a que
cometan algún pecado o acción torpe, de suerte que de otra conformidad no los
puedan conservar, dicen que más quieren perder todo aquello con que se conserva
la vida y salud corporal, que hacer una acción con que se profane y ofenda la
justicia. De esta manera, el ánimo, estando fijo en este propósito, no deja
prevalecer en sí, contra razón, ninguna perturbación, aunque sucedan averías en
las partes inferiores del alma, antes él es señor absoluto de ellas, y, no
consintiéndolas, antes resistiéndolas, hace que reine en él la virtud. Tal como
éste pinta también Virgilio a Eneas donde dice: Mens inmota manet, lacrymae
volvuntur manes: el ánimo está inmóvil, corren en vano las lágrimas.
CAPITULO V: Que las, pasiones que padecen los ánimos no inclinan ni atraen al vicio, sino que prueban la virtud.
No hay necesidad por ahora de, que
demostremos copiosa y particularmente qué es lo que acerca de las pasiones nos
enseña la Sagrada Escritura, que es donde se contiene y encierra la erudición
cristiana; porque aquella misma alma la sujeta a Dios para que la dirija y
favorezca, y las pasiones al alma para que las modere y refrene, de modo que se
conviertan en aprovechamiento de la justicia. En efecto, en la escuela
cristiana, no tanto se pregunta si un ánimo piadoso y temeroso de Dios se
irrita, sino por qué se enoja; ni si se entristece, sino por qué se melancoliza;
ni se teme, sino qué es lo que teme, porque ni el enojarse con quien peca para
que se enmiende, ni el entristecerse por un afligido deseando que se libre, ni
el temer por el que está en peligro, porque no se pierda, no se yo si hay
alguno que, considerándolo bien, lo reprenda.
Porque también es opinión
particular de los estoicos que la misericordia es reprensible; pero cuánto más
razonable fuera que se turbara el otro estoico de compasión y misericordia por
librar un hombre que no que mudase el color por temor del naufragio? Mucho
mejor, con más humanidad, y conforme al sentir de los piadosos y temerosos de
Dios, habló Cicerón en elogio, de César cuando dijo: Entre todas tus virtudes, oh
César!, ninguna hay ni más admirable ni más agradable que la misericordia. Y qué
es la misericordia, sino una compasión de nuestro corazón de la ajena miseria, que
nos obliga e impele si podemos ayudarla? Y este movimiento va sujeto y sirve a
la razón cuando se usa de misericordia, de modo que se conserve la justicia, ya
sea cuando se usa con el necesitado; o cuando se perdona al arrepentido. A ésta
Cicerón, que habló excelente y elocuentemente, no dudó llamarla virtud, a la
cual los estoicos no se ruborizan de colocarla entre los vicios, los cuales, sin
embargo, según la doctrina de Zenón y Crisipo, que fueron los principales jefes
de esta secta, admiten semejantes pasiones en el ánimo del sabio, quien, no
obstante, quieren que esté exento de todos los vicios. De donde se infiere que
no reputan por vicios las pasiones cuando recaen en el sabio, con tal que no prevalezcan
contra la virtud y esencia del alma, viniendo a ser una misma la sentencia de
los peripatéticos, y aun también la de los platónicos y la de los estoicos, a
no ser que, como dice Tulio, ya es costumbre antigua el debatir los griegos
sobre el nombre y modo de decir, siendo más aficionados a altercar que a saber
la verdad.
Pero todavía puede preguntarse
con razón si es propio de la flaqueza e inconstancia de la vida presente el
padecer semejantes afectos, aun en toda especie de ejercicios virtuosos. Porque
los santos ángeles, aunque sin airarse, castiguen a, los que castiga la ley
eterna de Dios, y aunque socorran a los miserables sin compadecerse de su
miseria y favorezcan sin padecer temor a los enemigos que ven en, peligro, sin
embargo, les acomodamos los nombres de las pasiones, en el uso común del
lenguaje humano, por una cierta semejanza que tienen en las obras, mas no por
flaqueza alguna en los afectos; así como el mismo Dios, según la divina
Escritura, se enoja y, con todo, no se turba con ninguna pasión, en atención a
que se aprovechó de esta palabra y la usó el efecto de la venganza, y no porque
en él residiese afecto alguno de turbación.
CAPITULO VI: De que especie son las pasiones que confiesa Apuleyo padecen los demonios, quienes dice favorecen a los hombres delante de los dioses..
Pero, omitiendo por ahora la
cuestión de los santos ángeles, veamos como dicen los platónicos que los
demonios, colocados en el lugar medio entre los dioses y los hombres, padecen
las terribles borrascas de las pasiones. Porque si no sufrieran semejantes
movimientos teniendo el ánimo libre, superior y señor de sí mismos, no dijera
Apuleyo que corren su tormenta con la misma turbación y agitación de ánimos por
las procelosas ondas de pensamientos. El espíritu de éstos, es decir, la parte
superior del alma, con que son racionales, y donde la virtud y la sabiduría, si
existiese alguna en ellos, había de tener el mando y señorío para moderar y
regir las turbulentas pasiones de las partes inferiores del alma, el espíritu
de éstos, digo, como lo confiesa este platónico, padece una cruel tormenta de
perturbaciones, luego el espíritu de los demonios está sujeto a las pasiones de
los apetitos, a temores, enojos y todos los otros afectos; qué parte, pues, les
queda libre y que sea señora de la sabiduría, con que puedan agradar a los
dioses y, a semejanza de los dioses buenos, mirar por los hombres cuando su
espíritu, estando sujeto y oprimido de las imperfecciones y vicios de las
pasiones, todo lo que naturalmente tiene de discurso y entendimiento, con tanta
más eficacia lo aviva para alucinar y engañar cuanto más poseído está del
apetito y pasión de hacer mal?
CAPITULO VII: Que los platónicos dicen que los poetas han infamado a los dioses con sus ficciones, haciéndolos combatir entre sí, siguiendo contrarias opiniones. siendo este oficio propio de los demonios y no de los dioses.
Si alguno dijere que los dioses
fingidos por los poetas, aunque no muy distantes de la verdad, que tienen odio
o amor a algunos hombres, no son absolutamente del número de todos los demonios,
sino de los malos, de quienes dijo Apuleyo que corrían tormenta con las
borrascas de su ánimo por las procelosas ondas de sus pensamientos, cómo
podremos comprender este enigma, pues cuando lo decía no describía la medianía
de algunos en particular, esto es, la de los malos, sino generalmente la de
todos los demonios entre los dioses y los hombres, por razón de sus cuerpos
aéreos? Esto, dice, es lo que suponen los poetas al formar dioses de tales
demonios, ponerles nombre de dioses, y de éstos distribuir entre los hombres
que ellos estiman los amigos y enemigos, con la desenfrenada licencia de su
fingido verso, confesando por otra parte que los dioses están muy lejos de las
condiciones de los demonios, así por razón del lugar celestial que ocupan como
por la riqueza y abundancia de la bienaventuranza que poseen.
Esta es, pues, la ficción de los
poetas, llamar dioses a los que no son dioses, y obligarles a reñir entre sí, bajo
el nombre de dioses, por amor de los hombres que ellos, según la parcialidad
que han adoptado, aman o aborrecen; y dice que no dista mucho de la verdad esta
ficción, porque llamando dioses a los que no lo son, sin embargo, los pintan
tan demonios como son en sí mismos. Por último dice, que de éstos fue aquella
Minerva de Homero, que en medio de las discordias de los griegos acudió a
reprimir y aplacar a Aquiles.
Así que, el ser aquella Minerva, quiere
que sea ficción poética; porque, en efecto, tiene por diosa a Minerva, y la
coloca muy lejos del trato y comunicación de los mortales en el elevado éter, asiento
principal entre los dioses, de quienes cree que son buenos y bienaventurados; y
ser algún demonio que favorecía a los griegos en contra de los troyanos (como
señaló otro que ayudaba a los troyanos en contra de los griegos; a quien
distingue el mismo poeta con el nombre de Venus o de Marte, a cuyos dioses pone
en lugares y moradas celestiales, sin que se ocupen en semejantes encargos) y
el combatir estos demonios entre sí en favor de los que estiman, y en contra de
los que aborrecían, esto confesó que dijeron los poetas, sin separarse mucho de
la verdad. Pues éstos así lo refirieron por aquellos de quienes confiesa que
corren su tormenta como los hombres, con la misma turbación y agitación de
ánimo por las procelosas ondas de pensamientos para poder ejercer en favor de
unos y contra otros el amor y el odio, no según razón y justicia, sino como
acostumbraba el pueblo, semejante a ellos en favorecer a, los cazadores y aurigas
en los juegos circenses, inclinándose a la parte que estaba más apasionado; y
esto parece fue lo que pretendió el filósofo Platónico, que no se creyese
cuando lo dijesen los poetas que lo hacían los mismos dioses, cuyos nombres
ellos fingen y ponen, sino los demonios intermedios.
CAPITULO VIII: Cómo define Apuleyo Platónico los dioses celestiales, los demonios aéreos y los hombres terrenos.
Y qué significa la definición de
éste acerca de los demonios? Hay acaso tan poco que advertir en ella, donde tan
determinadamente comprendió, sin duda, a todos, cuando dijo que los demonios en
el género eran animales; en el ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales;
en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos; en las cuales cinco cualidades no
dijo alguna que al parecer tengan los demonios común, a lo menos con los
hombres virtuosos, que no halle también en los malos.
Porque comprendiendo a los mismos
hombres en una larga descripción, hablando de ellos en su respectivo lugar como
de los más ínfimos y terrenos, después de haber tratado primeramente de los
dioses celestiales, en habiendo encomendado las dos partes, de lo supremo y de
lo ínfimo, pasa a hablar de lo ínfimo. En el tercer lugar, de los demonios
medios, dice lo siguiente: así que los hombres que habitan en la tierra tienen
uso de razón y hablan, tienen almas inmortales, los miembros mortales, los pensamientos
livianos y congojosos, los cuerpos brutos y sujetos, las condiciones
desemejantes y semejantes, los errores, el atrevimiento obstinado, la esperanza
pertinaz, el trabajo inútil, la fortuna caduca, siendo en especial mortales, pero
todos generalmente perpetuos, mudables sucesivamente en la propagación, gozando
de tiempo veloz, de tarda sabiduría, temprana muerte y afligida vida. Aquí, donde
refiere tantos particulares pertenecientes a la mayor parte de los hombres, acaso
pasó en silencio aquella cualidad que sabía concernía a muy pocos, que es la
tarda sabiduría? Lo cual, si lo omitiera, no podría definir bien y rectamente
al hombre con tan prolija descripción, y cuando elogia la excelencia de los
dioses, dice que la misma bienaventuranza, adonde pretenden los hombres arribar
por medio de la sabiduría, era lo que en ellos aparecía más excelente.
Por lo cual, si quisiera que se
entendiera que había algunos demonios buenos, pusiera también en su descripción
alguna circunstancia por donde se comprendiera que tenía con los dioses alguna
parte de bienaventuranza, o con los hombres cualquiera especie de sabiduría. Pero
aquí no refiere cosa alguna buena suya con que los buenos se diferencian de los
malos, aunque anduvo escaso en declarar más libremente la malicia de ellos, no
tanto por no ofenderlos cómo por no disgustar a sus adoradores, con quienes
hablaba. Sin embargo, dio a entender a los cuerdos y prudentes lo que debían
sentir de ellos, supuesto que a los dioses, a todos los cuales quiso que los
tuviesen por virtuosos y bienaventurados, los eximió del todo de sus pasiones, juntándolos
con ellos en sola la eternidad de los cuerpos; repitiendo una y muchas veces
claramente que los demonios en el ánimo son semejantes, no a los dioses, sino a
los hombres, y esto no en lo bueno de la sabiduría, de que también pueden
participar los hombres, sino en la perturbación de las pasiones, la cual domina
en los ignorantes y malos, pero los sabios y virtuosos la tratan de modo que
quisieran más no tenerla que vencerla.
Porque si quisiera que se
entendiera que los demonios tenían con los dioses la eternidad, no de los
cuerpos, sino de los ánimos, sin duda que no distinguiera y apartara a los
hombres de la participación de semejante cualidad; pues, sin duda, como
Platónico defiende que los hombres tienen igualmente los ánimos eternos, y por
eso, describiendo este género de animales, dijo que los hombres tenían las
almas inmortales y los miembros mortales. Y así, si por esta razón no tienen
los hombres común con los dioses la eternidad, por cuanto en el cuerpo son
mortales, luego por la misma la tienen los demonios, porque en el cuerpo son inmortales.
CAPITULO IX: Si por intercesión de los demonios puede granjearse el hombre la amistad de los dioses celestiales.
Qué tales, pues, serán los
medianeros entre los hombres y los dioses, por cuyo medio han de pretender los
hombres la amistad y gracia de los dioses, supuesto que con los hombres tienen
lo peor, que es en el animal lo más estimable, esto es, el alma, y con los
dioses tienen lo mejor, que es en el animal lo más despreciable, que es el
cuerpo? Pues constando todo animal de alma y cuerpo, de las cuales dos
cualidades, sin duda, el alma es más noble que el cuerpo, y aunque defectuosa y
enferma, con todo, es mucho mejor a lo menos que el cuerpo, por muy sano y
firme que esté, porque su naturaleza es más excelente; y por las imperfecciones
de los vicios no se pospone al cuerpo, así como al oro, aunque esté mohoso, se
estima en más que la plata y el plomo, no obstante que estén purísimos estos
metales, estos medianeros de los dioses y de los hombres por cuya interposición
se junta y comunica lo divino y lo humano, con los dioses participan de un
cuerpo eterno y con los hombres de un ánimo vicioso, como si la religión con
que quieren los hombres unirse con los dioses por medio de los demonios
estuviera colocada en el cuerpo y no en el alma.
Y qué pecado, diremos, o qué
culpa colgó a estos medianeros falsos y engañosos, como cabeza abajo, de modo
que tenga la parte inferior del animal, esto es el cuerpo, con los superiores, y
la superior, esto es el alma, con los inferiores, y que en la parte sujeta, y
que sirve que estén unidos con los dioses celestiales, y que con los hombres
terrenos sean miserables en la parte que tiene el mundo? Porque el cuerpo es
esclavo, como lo dice también Salustio, que nos servimos y aprovechamos del
imperio del alma, y comúnmente del servicio del cuerpo. Y añadió el filósofo: Lo
uno tenemos común con los dioses, y lo otro con los brutos, pues hablaba de los
hombres, que, como las bestias, tienen cuerpo mortal.
Pero éstos que los filósofos nos
proveyeron por medianeros entre nosotros y los dioses es verdad que pueden
decir del alma y del cuerpo: el uno le tenemos común con los dioses, y otro con
los hombres; pero, según dije, como trastornados y suspendidos de un modo
irregular, teniendo el cuerpo, que es siervo y esclavo, con los dioses, bienaventurado,
y el alma, que es la señora, con los hombres, miserable; elevados y encumbrados
por la parte inferior, y abatidos y postrados por la superior. Y así, aunque alguno
imagine que pueden tener la eternidad con los dioses, por cuanto sus almas con
ninguna especie de muerte pueden dividirse del cuerpo como la de los animales
terrestres, tampoco debe estimarse en esta conformidad su cuerpo como una
eterna carroza de famosos y honrados héroes, sino como una eterna prisión y
calabozo de cautivos y condenados.
CAPITULO X: Que, según la sentencia de Plotino, son menos miserables los hombres en los cuerpos mortales que los demonios en los eternos.
Plotino, escritor cercano a
nuestros tiempos, es el que se lleva ciertamente la gloria y fama de haber
entendido mejor que los demás a Platón; éste, tratando de las almas de los
hombres, dice así: El padre misericordioso les puso unas prisiones y ataduras
mortales; por lo qué es de dictamen que esto mismo que es ser los hombres
mortales en el cuerpo era misericordia de Dios Padre, porque no estuviesen
siempre presos en la miseria de esta vida.
De esta misericordia ha parecido
indigna la malicia de los demonios, pues en la miseria del ánimo pasivo les
cupo, no cuerpo mortal como a los hombres, sino eterno; porque, efectivamente, serían
más felices que los hombres si tuvieran con ellos el cuerpo mortal, y con los
dioses el alma bienaventurada; y fueran iguales con los hombres si con ánimo
miserable por lo menos merecieran también tener con ellos el cuerpo mortal, si
adquirieran algún tanto de piedad, de modo que llegaran a conseguir el descanso
de los
trabajos siquiera en la muerte. Pero
no solamente son más felices que los hombres teniendo un ánimo miserable, sino
que son aún más miserables con la perpetua prisión del cuerpo; y no quiso que
imaginasen venían a convertirse de demonios en dioses, aprovechando en la
práctica de obras piadosas y prudentes, supuesto que dijo expresamente que los
demonios eran eternos.
CAPITULO XI: De la opinión de los platónicos, que creen que las almas de los hombres son demonios después de salir de los cuerpos.
Dice que las almas de los hombres
son demonios, y que de hombres se hacen lares, si son de buen mérito, y si de
malo, lemures o larvas, y que cuando se ignora si tienen buenos o malos méritos,
entonces se denominan dioses Manes. Y con tal opinión, quién no advierte, por
poco que quiera atenderlo, el abismo que descubren para perseverar en las
perversas costumbres? Pues por más perversos y abandonados que sean los hombres,
creyendo que han de ser o larvas o dioses Manes, vienen a ser tanto peores
cuanto más inclinados y deseosos están de causar males; de modo que entienden
que aun después de muertos los han de convidar con ciertos sacrificios, como si
fuesen honores divinos, a que hagan daño, porque las larvas -dice-, que son
unos malos y perjudiciales demonios que se forman de los hombres; pero ésta es
otra cuestión, y por eso dice que, en griego, los bienaventurados son llamados
Eudémones, por cuanto son buenas almas, esto es, buenos demonios, confirmando
también que las almas de los hombres son demonios.
CAPITULO XII: De las tres cosas contrarias con que, según los platónicos, se distingue la naturaleza de los demonios y la de los hombres.
Pero ahora hablamos de aquellos
que descubrió según su propia naturaleza, colocándolos entre los dioses y los
hombres, en el género, animales; en el entendimiento, racionales; en el ánimo, pasivos;
en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos. En efecto, habiendo puesto
primeramente a los dioses en el alto cielo, y a los hombres en la tierra, distintos
entre sí, así en los lugares como en la dignidad y perfección de su naturaleza,
concluye de este modo: Tenéis dos especies de animales, los dioses, que son muy
diferentes de los hombres en la elevación del lugar, en la perpetuidad de la
vida, en la perfección de la naturaleza, sin que haya entre ellos ninguna
comunicación próxima; así, por ser prolongada en el espacio y distancia que
divide las moradas altas de las ínfimas, como porque en el Cielo la vida es
eterna e indeficiente, y en la tierra caduca y perecedera, y porque aquellas naturalezas
están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas están en lo más despreciable
de la miseria.
Aquí advierto relacionadas tres
cosas contrarias acerca de las dos partes extremas de la naturaleza de los
animales, esto es, de la suma y de la ínfima, pues las insinuadas tres
circunstancias loables y buenas que propuso acerca de los dioses, las vuelve a repetir,
aunque con diferentes términos, de manera que coteja las de los hombres con
otras tres contrarias. Las tres de los dioses son éstas: la altura del lugar, la
perpetuidad de la vida y la perfección de la naturaleza. Estas las volvió a
repetir con diferentes palabras, oponiéndolas otras tres contrarias a la
condición humana: Porque es tan grande -dice- el espacio y distancia que divide
las moradas sumas de las ínfimas, pues había dicho la altura del lugar y la
vivacidad, que añade allá es eterna e indeficiente y acá caduca y perecedera, ya,
que había dicho la perpetuidad de la vida, y dice, que aquellas naturalezas
están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas en lo más ínfimo de la
miseria, pues había dicho la perfección de la naturaleza. Tres cosas afirmó
sobre los dioses, que son la sublimidad del lugar, la eternidad, la
bienaventuranza, y de los hombres otras tres contrarias a éstas, que son el
lugar ínfimo, la mortalidad y la miseria.
CAPITULO XlII: Cómo los demonios, supuesto que con los dioses no son bienaventurados, ni con los hombres miserables, son medios entre unos y otros, sin comunicarse con los unos ni con los otros.
Entre estas tres particularidades
de los dioses y de los hombres, porque en medio colocó a los demonios, no hay
controversia sobre el lugar, pues entre lo más alto y lo más bajo muy bien
viene y se dice el lugar medio. Restan las otras dos, que será razón examinemos
con alguna mayor diligencia, indagando si es cierto que, o no les convienen a
los demonios, o que se les deben acomodar y distribuir como parece que lo pide
la medianía y es innegable que no pueden dejar de convenir a los demonios.
Porque, aunque decimos que el
lugar medio no es el sumo ni el ínfimo, no podemos decir de igual manera que
los demonios, siendo animales racionales, no son bienaventurados ni miserables,
como son las planetas y las bestias, que carecen de sentido o razón, sino que
los que participan de razón es necesario que sean miserables o bienaventurados.
Asimismo, no podemos afirmar con fundamento que los demonios no son mortales ni
eternos, puesto que todos los vivientes, o viven perpetuamente o acaban la vida
con la muerte; pero ya dijo este autor que los demonios, en tiempo, eran
eternos. Qué resta, pues, sino que los medios de las dos ciudades de los sumos
tengan la una, y de las otras dos de los ínfimos la otra? Pues si tuvieran las
dos de los ínfimos o las dos de los sumos, no serían ya medios, sino que o se
excedieran o inclinaran a una de las partes; así que, según llevamos demostrado,
no pueden carecer de ambas, y, por consiguiente, deben medirse con igualdad, tomando
de ambas partes la una, y ya que de los ínfimos no pueden tener la eternidad, porque
no gozan de ella, solamente pueden obtenerla de los sumos, por lo cual no les
queda otra cosa que puedan tener de los ínfimos para cumplir su medianía, sino
la miseria.
Según opinión de los platónicos, los
dioses que ocupan el lugar más elevado participan de una bienaventurada
eternidad, o de una eterna bienaventuranza; los hombres, que obtenían el lugar
más humilde, de una miseria mortal, o de una mortalidad miserable, y los
demonios, que están en medio, de una eternidad miserable, o de una eterna
miseria. Con las cinco cualidades que describió en la definición de los
demonios, todavía no probó que eran medios, como lo prometía, pues dijo que en
tres cosas convenían con nosotros, en ser animales en el género, en el
entendimiento racionales y en el ánimo pasivos, y con los dioses en una, que
consistía en ser eternos en tiempo; y asimismo que tenían una propia, que era
ser aéreos en el cuerpo. Cómo, pues, serán medios, si en una cualidad convienen
con los sumos y en tres con los ínfimos? Quién no advierte cuánto se inclinan y
deprimen a los ínfimos pasando de la medianía? Sin embargo, pueden hallarse
allí realmente medios, de modo que tengan una propia y peculiar, que es el
cuerpo aéreo, como también los sumos ínfimos tienen otra propia suya: los
dioses, cuerpo etéreo, y los hombres, terreno, y que las dos son comunes a
todos, que es que en el género sean animales y en el ánimo racionales.
Porque hablando este autor de los
dioses y de los hombres, tenéis dos especies de animales, y estos autores no suelen
llamar a. los dioses sino racionales en el alma. Dos cosas restan, que son: ser
pasivos en el ánimo y eternos en el tiempo. En una de éstas convienen con los
ínfimos, y en la otra con los sumos, para que, ajustada la medianía con cierta proporción,
ni se eleve a lo sumo, ni se incline ni abata a lo ínfimo, y ésta es aquella
miserable eternidad o eterna miseria de los demonios, en atención a que quien
los llamó pasivos en el ánimo los llamara asimismo miserables si no le dominara
el pudor por respeto a sus adoradores. Y supuesto que, según lo confiesan estos
mismos filósofos, se gobierna el mundo con la providencia dcl sumo Dios y no
por caso fortuito, jamás fuera eterna la miseria de éstos si no fuera excesiva
su malicia; luego si los bienaventurados se llaman Eudémones, no son Eudémones
los demonios a quienes colocan en el lugar medio entre los hombres y los dioses.
Cuál es el lugar de estos buenos demonios que, estando sobre los hombres y
debajo de los dioses, acuden a favorecer a los unos y servir a los otros? Porque
si son buenos y eternos, sin duda son también bienaventurados; pero la
bienaventuranza eterna no consiente que sean medios, pues los compara y
aproxima mucho a los dioses. Por lo cual en vano intentarán demostrar cómo los
demonios buenos, si son igualmente inmortales y bienaventurados, se colocan justamente
en medio entre los dioses, inmortales y bienaventurados, y los hombres, mortales
y miserables; pues teniendo ambas cualidades comunes con los dioses, es a saber,
la bienaventuranza y la inmortalidad, y ninguna de ellas con los hombres, que
son miserables y mortales, no advierten que los ponen muy distantes y
diferentes de los hombres, y juntos con los dioses; y de ningún modo en medio
entre unos y otros. Porque entonces fueran medios si tuvieran sus dos
cualidades peculiares, no comunes con las dos de cualquiera de ambos, sino con
una de las dos de ambos, así como el hombre ocupa un puesto medio entre las
bestias y los ángeles, por ser animal racional mortal, siendo los ángeles
racionales inmortales y las bestias animales irracionales mortales, teniendo, por
lo tanto, de común con los ángeles la razón, y con las bestias la mortalidad. Por
consiguiente, cuando buscamos medio entre bienaventurados inmortales y entre
los miserables mortales, debemos buscar una cualidad que, siendo mortal, sea
bienaventurada o, siendo inmortal, sea miserable.
CAPITULO XIV: Si los hombres, siendo mortales, pueden ser bienaventurados con verdadera bienaventuranza.
Pero acerca de si siendo el
hombre mortal puede también ser bienaventurado, hay grande y reñida
controversia entre los sabios, pues ha habido algunos que examinaron con más
humildad su condición, y dijeron que el hombre no podía ser capaz de la
bienaventuranza mientras existía en la vida mortal; otros se engrandecieron a
sí mismos, atreviéndose a decir que los mortales, siendo sabios, podían ser
bienaventurados. Si esto es cierto, por qué no colocaron a éstos por medianeros
entre los míseros mortales y los inmortales bienaventurados, supuesto que
tenían la bienaventuranza con, los inmortales bienaventurados, y la mortalidad
con los infelices mortales? Y si verdaderamente son bienaventurados, a ninguno
deben tener envidia, porque hay cosa más miserable que la envidia? Por lo cual
deben favorecer y auxiliar en cuanto pudieren a los miserables mortales para
que consigan la bienaventuranza, y después de la muerte puedan ser ellos
también inmortales y agregarse a la amable compañía de los ángeles inmortales y
bienaventurados.
CAPITULO XV: Del hombre Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres.
Y si, lo que es más creíble y
probable, que todos los hombres mientras son mortales es indefectible que sean
igualmente miserables, debemos buscar un medio que sea no sólo hombre, sino
también Dios, a fin de que conduzca a los hombres de esta miseria mortal a la
bienaventurada inmortalidad, interviniendo la bienaventurada mortalidad de este
medio; el cual convino que ni dejara de hacerse mortal ni tampoco permaneciera
mortal. Hízose, pues, mortal, sin disminuir la divinidad del Verbo, recibiendo en
sí la instabilidad de la humana naturaleza, pero no permaneció mortal en la
misma carne, porque la resucitó de entre los muertos, siendo el fruto de su
mediación que ni los mismos por cuya redención se hizo medianero quedaran
sumergidos en la muerte perpetua aun de la carne. Por eso convino que el
mediador entre nosotros y Dios tuviera una mortalidad transeúnte y una
bienaventuranza permanente y extensiva por los siglos de los siglos, para que
con lo mismo que pasa y es puramente temporal se acomodara a la suerte de los
que deben morir, y de muertos los lleve a la posesión perpetua de la patria
celestial; luego, según esta doctrina, los ángeles buenos no pueden ser medios
entre los miserables mortales y, los bienaventurados inmortales, pues son
también bienaventurados e inmortales, y los ángeles malos pueden ser medios, porque
son inmortales con aquellos y miserables con éstos. Al contrario de estos
espíritus es el mediador bueno, que contra su inmortalidad y miseria de ellos
quiso ser mortal por algún tiempo, y pudo perseverar bienaventurado en la
eternidad; por lo que a estos inmortales soberbios y miserables seductores, porque
no atrajeran cautelosamente a la miseria por la jactancia de su inmortalidad, los
destruyó con la humildad de su afrentosa muerte y con la benignidad de su
bienaventuranza respecto de aquellos cuyos corazones purificó con su fe y los
libró de la impura y abominable dominación de los espíritus infernales.
Así que el hombre, mortal y
miserable, desterrado y apartado de los inmortales y bienaventurados, que medios
podrá elegir para poder unirse a la inmortalidad y bienaventuranza? Lo que nos
puede convidar y agradar en la inmortalidad de los demonios es miserable; lo
que nos puede dar en rostro y ofender en la mortalidad de Cristo ya pasó; así
que allá nos debemos guardar de la eterna infelicidad, y acá no hay que temer a
la muerte, que no pudo ser eterna, y debemos amar y desear la bienaventuranza
perpetua; porque con este objeto se interpuso el medio inmortal y miserable, a
fin de no dejarnos pasar a la obtención de la felicidad inmortal, pues
persevera obstinado en lo que impide, esto es, en la misma miseria; pero al
mismo tiempo se interpuso el mortal y bienaventurado para que, pasada la
mortalidad, nos hiciese, de muertos, inmortales, lo cual manifestó en sí mismo
resucitando glorioso, y para hacernos, de infelices, perpetuamente felices, que
es lo que El nunca dejó de ser.
Infiérese, por lo mismo, que el
uno es medio malo que divide y separa a los amigos, y el otro es medio bueno
que reconcilia a los enemigos, por lo que hay muchos medios que nos dividen y
apartan, porque la muchedumbre, que es bienaventurada, viene a serlo por la
participación de un solo Dios, y la multitud de los ángeles malos es miserable
por ser privada de la participación de este Dios, la cual podemos decir que se
opone más pata impedir que se interpone para ayudar a la bienaventuranza; aun
con su misma muchedumbre, en alguna manera embaraza e impide que podamos llegar
a la posesión de aquel único bien beatífico que para que pudiéramos llegar a él
fue necesario que tuviéramos no muchos, sino un solo mediador, quien fuera el
mismo con cuya participación seamos bienaventurados, esto es, el Verbo divino, no
hecho, sino Aquel por cuya, mano y omnipotencia se hicieron y criaron todas las
cosas.
Mas no por eso es tampoco
mediador, por cuanto es Verbo, pues el divino Verbo, que es sumamente inmortal
y sumamente bienaventurado, está muy distante de los miserables mortales, y
sólo es mediador por lo que es hombre, demostrándonos realmente con esto mismo
que no debemos buscar para aquel bien otros mediadores, por quienes entendemos
que nos conviene procurar otras máquinas y escalas para poder subir y llegar, porque
el bienaventurado y beatífico Dios, vistiéndose de nuestra humanidad, nos
proveyó de un medio infalible para que pudiéramos llegar a participar de su
dignidad, pues Iibrándonos de la mortalidad y miseria no nos lleva a los
ángeles inmortales y bienaventurados, para que con su participación seamos
igualmente inmortales y bienaventurados, sino que nos dirige a aquella sacrosanta
Trinidad con cuya participación los ángeles son también bienaventurados; por lo
cual, cuando para ser mediador quiso, en forma de siervo, ser inferior a los
ángeles, sin embargo, en la forma que Dios quedó superior a los ángeles, siendo
El mismo el que en lo inferior era el verdadero camino de la vida eterna, y en
lo superior era la vida misma.
CAPITULO XVI: Si es conforme a razón la sentencia de los platónicos en que dicen que los dioses celestiales, evitando los contagiosos defectos de la tierra, no se mezclan y comunican con los hombres, a quienes favorecen los demonios para que alcancen la gracia y amistad de los dioses.
Por cuanto no es cierto que el
mismo platónico refiere haber dicho Platón que ningún dios se, mezcla con el
hombre, lo cual, añade, es la principal señal de excelencia, no dejándose
profanar con el trato de los hombres; luego confiesa que se dejan profanar los
demonios, y por lo mismo no podrán purificar a los hombres que los profanan; según
esta doctrina, los unos y los otros, todos, vienen a ser inmundos y profanos: los
demonios con el comercio sensible de los hombres, y Estos adorando a los espíritus
infernales. Si es cierto que pueden los demonios ser tratados como
sensiblemente de hombres y mezclarse con ellos, sin contaminarse, sin duda, son
mejores que los dioses, supuesto que si se mezclaran serían profanados; y esta
prerrogativa, dicen, es la principal que tienen los dioses, que por estar tan
altamente separados no los puede contaminar el trato de los hombres; y por lo
perteneciente al sumo Dios, creador de todas las cosas, a quien nosotros
llamamos verdadero Dios, dice que le celebra Platón hablando de este modo: Que
él solamente, a quien por la cortedad e ignorancia del humano lenguaje no le pueden
comprender ni una mínima parte, ninguna especie de palabras las más exageradas,
y que apenas la inteligencia de este Dios se descubre a los sabios, después de
haber primeramente recopilado con el vigor de su ánimo todo lo concerniente a las
cualidades corporales, lo cual les sucede también a ratos, así como suele
dejarse ver en unas densísimas tinieblas una luz cándida y apacible entre
repentinos relámpagos; luego si el que es verdaderamente sobre todas las cosas
sumo Dios, con una inteligible e inefable presencia, aunque a ratos y como una
luz hermosa y agradable en un rápido relámpago, con todo, se descubre a los
corazones de los sabios cuando se apartan en cuanto pueden de las cosas
corporales, y no puede ser contaminado de ellos, a qué fin colocan, pues, a
estos dioses tan distantes en un lugar elevado, por que no se contaminen con el
comercio sensible de los hombres? Como si pudiésemos mejor ver o mirar aquellos
cuerpos etéreos, con cuya luz, en cuanto puede, se alumbra la tierra, y si las
estrellas, no se contaminan porque las miren y observen, tampoco los demonios
se contaminarán cuando los miren y vean los hombres, aunque sea de cerca.
O acaso temen que los contaminen
los hombres con sus palabras a los que no se contaminan con sus ojos? Y por eso
tienen en medio a los demonios para que les refieran las palabras de los
hombres, de quienes están tan remotos y desviados para conservarse y perseverar
purísimos, sin rastro de mancha. Pues qué diré ya de los demás sentidos? Porque,
o los dioses, por oler cuando estuviesen presentes no podrían ser contaminados,
o cuando están presentes los demonios pueden efectuarlo con los vapores de los
cuerpos vivos de los hombres, quienes no se contaminan en los sacrificios con
tanta multitud de cuerpos muertos; en el sentido del gusto, como no tienen
necesidad de ir restaurando la humana naturaleza, tampoco hay hombre que los
necesite para buscar qué comer de los hombres; por lo tocante al tacto, lo
tienen en su libre potestad, pues, aunque parece que este sentido
principalmente se denominó trato sensible, con todo, si quisieran se mezclarían
con los hombres hasta llegar a ver y que los viesen, a oír y que los oyesen; pero
qué necesidad hay del sentido del tacto? Pues ni los hombres se atrevieran a
desearlo, gozando de la vista o conversación de los dioses y de los demonios
buenos. Y si pasara tan adelante la curiosidad, según fuera de su agrado, cómo
pudiera ninguno tocar a Dios o al demonio contra la voluntad de ellos, el que no
puede tocar a un pájaro si no es teniéndole preso y asegurado?
Luego viendo y dejándose ver, hablando
y oyendo, pudieran los dioses, mezclarse corporalmente con los hombres, y si de
esta manera se mezclan los demonios, como dije, y no se contaminan, y los
dioses se contaminaran si se mezclaran, hacen incontaminables a los demonios y
contaminables a los dioses. Y si se contaminan también los demonios, de qué
sirven a los hombres para la obtención de la vida bienaventurada que esperan
después de la muerte, supuesto que los contaminados no pueden purificarlos para
que, ya limpios, se puedan unir con los dioses incontaminados, entre los cuales
y los hombres estaban ellos colocados en el medio? Y si tampoco les hacen este
beneficio, de qué aprovecha a los hombres la amistad y mediación de los
demonios, a no ser que sea para que los hombres, después muertos, no se pasen a
los dioses por ministerio de los demonios, sino que, incorporados unos y otros,
vivan contaminados, y, por consiguiente, ni unos ni otros sean bienaventurados?
Así es, si no es, acaso, que diga alguno que el método que observan los
demonios para purificar a sus amigos es como el que tienen las esponjas y otras
cosas de igual calidad, de suerte que tanto más se ensucian y manchan cuanto
más se limpian y purifican los hombres. Y si esto es cierto, los dioses, que
por no contaminar huyeron de la proximidad y trato social de los hombres, se
mezclan con los demonios, que están más contaminados que ellos. Si no es que
digan que pueden los dioses limpiar a los demonios contaminados por los hombres
sin ser contaminados de ellos, lo cual no pueden hacerlo así con los hombres. Y
quién ha de creer este desatino, sino aquel a quien los falaces demonios
hubieren engañado? Y más que si el dejarse ver y el ver contamina, los hombres
ven a los dioses que él dice que son tan visibles, como son las clarísimas
lumbreras del mundo, y, las demás estrellas; y por esta cuenta más seguros
están los demonios de esta contaminación de los hombres, ya que no pueden ser
vistos si ellos no quieren. O si contamina, no el dejarse ver, sino el ver, nieguen
que estas resplandecientes antorchas del mundo, las cuales tienen por dioses, ven
a los hombres cuando arrojan sus rayos hasta tenderlos por la tierra, los
cuales rayos, no obstante, aunque se derramen y extiendan por todas y
cualesquiera obscenidades, no por eso se contaminan; y los dioses se
contaminarán si se mezclan con los hombres, aunque fuera necesario para ayudarlos
el contacto? Porque los rayos del sol y de la luna tocan la tierra, y con todo,
ella no contamina esta luz.
CAPITULO XVII: Que para conseguir la vida bienaventurada, que consiste en la participación del sumo bien, no tiene necesidad el hombre de tal medianero, como es el demonio, sino de uno, como es Jesucristo.
Pero mucho me admiro que hombres
tan doctos, que pospusieron todas las cualidades corpóreas y sensibles a las
incorpóreas e inteligibles, tratando de la vida bienaventurada hagan mención de
los tratos corporales. Dónde está aquella expresión de Plotino, que dice: Debemos,
pues, acogernos y huir a la esclarecida patria donde está el padre, y todo
cuanto puede desearse? En qué escuadra o embarcación, o cómo hemos de huir? Procurando
ser semejantes a Dios. Luego si cuanto uno más se asemeja a Dios tanto se les
aproxima más, no hay otra distancia que esté lejos de él sino la desemejanza; y
tanto más desemejante es el alma del hombre al incorpóreo; eterno e inmutable
Dios, cuanto es más apasionada de las cosas temporales y mudables.
Y para remediar y reparar este
quebranto, porque a la inmortal pureza que reside en lo sumo no pueden convenir
las cosas mortales y abominables que hay en lo ínfimo, es innegable que es
necesario un medianero, pero tal que tenga el cuerpo inmortal que parezca a los
sumos y el alma poseída de las pasiones, flaca y enfermiza, que se asemeje a
los ínfimos, para que con este defecto no nos envidie nuestra salud eterna, antes,
por el contrario, nos, favorezca para conseguir la salud espiritual, a no ser
tal que, acomodado y ajustado con nosotros, que somos los ínfimos, con la
mortalidad del cuerpo, nos suministre los auxilios más eficaces y realmente
divinos para purificarnos y librarnos con la inmortal justicia de su espíritu, por
la cual quedó con los sumos, no con distancia de lugares, sino con la
excelencia de la semejanza. Este, siendo Dios incontaminable; no puede decirse
que tuviese mancha alguna del hombre de cuya carne se vistió, o de los hombres
entre quienes conversó y vivió siendo hombre; y no son pequeñas entretanto
estas dos saludables máximas que nos demostró con su Encarnación, que ni la verdadera
divinidad se puede contaminar con la carne ni por eso debemos imaginar que los
demonios son mejores que nosotros porque no están vestidos de la humana naturaleza.
Este es, como nos lo dice la Sagrada Escritura, el medianero de Dios y de los
hombres, Cristo Jesús, de cuya divinidad, en que es igual al Padre, y de su
humanidad, en que se hizo semejante a nosotros, no hay aquí lugar para que
podamos discurrir como es razón.
CAPITULO XVIII: Que los demonios, mientras nos prometen con su intercesión el camino para Dios, procuran con engaños desviar a los hombres del camino de la verdad.
Pero los demonios, falsos y
engañosos medianeros, siendo miserables por la abominación de su espíritu y
malignos por muchas obras suyas, son famosos y conocidos; sin embargo, por
medio del espacio de los lugares corporales, y por la sutileza de los cuerpos
aéreos, nos procuran retirar y desviar del aprovechamiento y progreso espiritual
de nuestras almas, no nos abren el camino para lograr conocer y ver a Dios, sino
que nos lo impiden, para que no caminemos por él, llegando a tanto su encono, que
nos ponen obstáculos hasta en el camino corporal, que es falsísimo y lleno de
error por donde no camina la justicia, porque, en efecto, debemos caminar y
subir a Dios no por la excelencia corporal, sino por la espiritual, esto es, por
la semejanza incorpórea; sin embargo, en este propio camino corporal que los
apasionados de los demonios trazan por las escalas y grados de los elementos, colocando
a los demonios aéreos en medio de los dioses etéreos y de los hombres terrenos,
entienden y creen que la principal prerrogativa que tienen los dioses es que
por esta distancia de los lugares no pueden contaminarse con el trato y
comunicación de los hombres, y por eso creen mejor que los demonios son
contaminados por los hombres, que no que los hombres son purificados por los
demonios, y que los mismos dioses se pudieran contaminar si no los defendiera
la elevación del lugar. Y quién es tan estúpido que asienta a que pueda
purificarse por esta vía, cuando enseñan que los hombres son los que contaminan,
los demonios los contaminados y los dioses contaminables, y no elija antes el
camino por donde se evite la concurrencia de los demonios que nos contaminan
más, y por donde los hombres se limpian de la contaminación con la gracia de
Dios inmutable, para llegar a gozar de la purísima compañía de los ángeles
incontaminados?
CAPITULO XIX: Que ya el nombre de demonios, entre sus mismos adoradores, no se usa para significar cosa alguna buena.
Mas porque no se crea que
nosotros alteramos igualmente el genuino sentido de las palabras, por cuanto
algunos de estos demonícolas, por decirlo así, cuyo partidario es también
Labeón, dicen que otros llaman ángeles a los mismos que ellos llaman demonios, me
parece que el asunto me convida a que diga ya alguna cosa de los ángeles buenos,
los cuales no niegan éstos que los hay; sin embargo gustan más llamarlos
demonios buenos que ángeles; pero nosotros, conforme al estilo de la Sagrada Escritura,
bajo cuya creencia somos cristianos, leemos que los ángeles son en parte buenos
y en parte malos, mas los demonios nunca son buenos; y en cualquier lugar que
en la Divina Escritura se halla este nombre, que en latín dicen daemones o daemonia,
no se entienden sino los espíritus malignos, modo de hablar que ha seguido tan
generalmente el vulgo, que aun los mismos que se denominan paganos y pretenden
que deben adorarse muchos dioses y demonios, casi ninguno hay tan literato y
docto que se atreva a decir en buena parte, ni aun a su esclavo, demonio tienes,
sino que cualquiera a quien se lo dijera ha de entender, sin duda, que le quiso
maldecir. Qué ocasión, pues, nos excita a que, además de la ofensa de tantos
oídos que ya casi pueden ser todos los que no suelen tomar este nombre sino en
mala parte, no sea forzoso ponernos a declarar lo que hemos dicho, pudiendo, con
usar del nombre de ángeles, evitar la ofensa y mal sonido que podía haber con
oír el nombre de demonios?
CAPITULO XX: De la cualidad de la ciencia, que hace a los demonios soberbios.
Aunque en el mismo origen de este
nombre, si acudimos a la Sagrada Escritura, hallaremos una exposición digna de consideración.
Dícense demonios porque el nombre es griego, dicho así de la ciencia, y el
Apóstol que habló por boca del Espíritu Santo dice: Que la ciencia causa
hinchazón, pero que la caridad edifica; lo cual no se entiende bien de este
modo si no entendemos que entonces aprovecha la ciencia cuando va asociada de
la caridad, pero sin esta hinchazón, esto es, sin la que levanta y ensoberbece
a manera de gran ventosa; hay, pues, en los demonios ciencia sin caridad, y por
eso son tan altivos, esto es, tan soberbios, que han procurado todo cuanto
pueden, y con quien pueden todavía procuran que los adoren y tributen el honor
y el culto que saben que se debe al Dios verdadero; y contra esta soberbia de
los demonios que estaba apoderada del linaje humano por sus pecados cuánta
fuerza tenga la humildad de Dios que apareció en forma de siervo, no lo acaban
de conocer las almas de los hombres, hinchadas con la abominación de la altivez,
semejantes a los demonios en la soberbia, aunque no en la ciencia.
CAPITULO XXI: Hasta qué grado quiso el Señor dejarse conocer de los demonios.
Los mismos, demonios sabían aun
esto de modo que al mismo Señor, vestido de la humana flaqueza de nuestra carne,
le dijeron: Quid nobis et tibi, Jesu Nazarene? venisti perdere nos? Qué tenemos
nosotros contigo, Jesús Nazareno, que has venido a perdernos y atormentarnos? Claramente
se advierte en estas palabras que había en ellos una ciencia muy profunda, mas
no caridad, porque temían la pena y castigo que les había de venir de mano del
Señor y no amaban la justicia que había en Él, y tanto se dejó conocer de ellos
cuanto quiso, y tanto quiso cuanto fue menester; pero dejóse conocer y se les
manifestó, no como a los santos ángeles que gozan y participan de su eternidad,
según que es Verbo del eterno Padre, sino como fue necesario manifestarles para
espantarlos, de cuya potestad, en alguna manera tiránica, había de librar a los
que están predestinados para su reino y gloria para siempre verdadera y
verdaderamente sempiterna. Manifestóse, pues, a los demonios, no en la parte
que es vida eterna y luz inmutable que alumbra a los piadosos y temerosos de
Dios, la cual los que la alcanzan a ver por la fe que es en él, se purifican y
limpian, sino por ciertos defectos temporales de su virtud y por algunas
señales de su impenetrable presciencia, las cuales se pudiesen descubrir a los
sentidos angélicos, aun de los espíritus malignos, antes que a la flaqueza de
los hombres. Y así, cuando le pareció reprimirlas y ocultarlas un poco, y cuando
se ocultó más profundamente, dudó de él el príncipe de los demonios, y le tentó
para saber si era Cristo, examinando todo cuanto Él se dejó tentar para
acomodar al hombre que consigo traía para ejemplo y dechado nuestro; pero
después de aquella tentación, sirviéndole, como dice el sagrado texto, los
ángeles y los santos, y, por consiguiente, haciéndose terribles y espantosos a
los espíritus inmundos, se fue manifestando más y más a los demonios cuán, grande
era, para que a su mandato, aunque en Él parecía de corta estimación por la
flaqueza de la carne, nadie, se atreviese a resistir.
CAPITULO XXII: Qué diferencia hay entre la ciencia de los santos ángeles y la ciencia de los demonios.
Estos ángeles buenos no estiman
la ciencia de las cosas corporales y temporales con que se hinchan y
ensoberbecen los demonios; no porque las ignoren, sino porque estiman y
aprecian sobremanera la caridad de Dios con que se santifican, y en comparación
de su hermosura, que es no sólo incorpórea, sino inmutable e inefable. de cuyo
santo amor están inflamados, desprecian todas las cosas que están debajo de
ella, y que no son lo que es ella, y a sí propios entre ellas, para poder gozar
con todas las dotes que les constituye en la clase de una bondad suma de aquel
sumo bien, de donde les proviene ser buenos. Y por eso tienen también una
noticia más cierta de las cosas temporales y mudables, por cuanto en el Verbo
divino que crió el mundo ven las principales causas de ellas, con las que se
comprueban unas, se reprueban otras, y todas se gobiernan y ordenan, pero los
demonios no contemplan ni ven en la sabiduría de Dios las causas eternas de los
tiempos y las que son de algún modo las cardinales, sino que con la experiencia
mayor de algunas señales ocultas a nuestros, limitados entendimientos alcanzan
a examinar muchas más, cosas futuras que los hombres, y vaticinan algunas veces
sus admirables disposiciones.
Finalmente, éstos se engañan a
veces y los otros nunca; porque una cosa es conjeturar y comprender bajo el
aspecto de las cosas temporales las temporales y con las mudables las mudables
expresándolas y aplicándolas el juicio temporal y mudable de su voluntad y
limitadas fuerzas, lo cual se permite a los demonios por una razón
incomprensible a nosotros; y otra cosa es prever y presagiar en las eternas e
inmutables leyes de Dios que viven en su sabiduría las vicisitudes y
alteraciones de los tiempos y conocer la voluntad de Dios tan cierta como
poderosa con la participación que tienen de su divino espíritu; lo cual, según
sus respectivos grados, se concede con recta discreción a los santos y ángeles;
así que, no sólo son eternos, sino también, bienaventurados, y el bien con que
son felices es su Dios, que es por quien fueron criados, porque gozan sin alteración
ni disminución alguna, y sin recelo de perderle jamás, de su participación y
contemplación
CAPITULO XXIII: Que el nombre de dioses falsamente se atribuye a los dioses de los gentiles, el cual, con todo, por autoridad de la divina Escritura, viene a ser común así a los santos ángeles como a los hombres.
Si los platónicos se complacen
más de llamar a los ángeles dioses que demonios y de colocarlos entre los
dioses, de quienes escribe su maestro Platón que los crió el sumo Dios, díganlo
del modo que les agrade, porque no hay que molestarse ni reparar respecto de
ellos en la disputa sobre el nombre; pues si dicen que son inmortales y
confiesan llanamente que los crió el sumo Dios, y que son bienaventurados, no
por sí mismos, sino por unirse con su Criador, dicen lo mismo que nosotros, llámenles
como gusten; que éste sea el dictamen de los platónicos o de todos, o de los
más sabios, se puede indagar por sus mismos libros, por cuanto aun en la
expresión del nombre con que llaman dioses a estas criaturas inmortales bienaventuradas
no hay discrepancia notable entre ellos y nosotros, pues leemos también en
nuestras sagradas letras: el Señor de los dioses se lo dijo; y en otra parte: confesad
y alabad al que es Dios de los dioses; en otro lugar: Rey grande sobre todos
los dioses; porque cuando dice: terrible es sobre todos los dioses, la razón
porque así lo dijo lo declara adelante, y prosigue quoniam omnes Dii, Gentium
daemonia, Dominus autem Coelos, fecit, porque todos los dioses de los gentiles
son demonios, y el Señor es solamente el que hizo los cielos; dijo, pues, terribles
sobre todos los dioses, esto es, sobre todos los dioses de los gentiles, a quienes
éstos tienen por tales, siendo así que son demonios, es terrible para ellos, y
por eso con miedo y terror decían al Señor: Para qué viniste a perdernos y
atormentarnos? Donde dice igualmente Dios de los dioses no puede entenderse
Dios de los demonios, y donde dice Rey grande sobre todos los dioses, líbrenos
Dios de decir que es Rey o Caudillo grande sobre todos los demonios.
También llama la misma Escritura
Sagrada dioses a los hombres del pueblo de Dios: Yo dije, dice, dioses sois, y
todos hijos del Excelso, por lo que podemos entender por Dios de estos dioses
al que llamó Dios de estos dioses y sobre tales dioses; Rey grande al que dijo
que era Rey grande sobre todos los dioses. Pero cuando nos preguntan, supuesto
que se llaman dioses los hombres, por individuos del pueblo de Dios, con quien
habla el Señor por medio de los ángeles o por los hombres, cuánto más dignos
serán de este honorífico dictado los inmortales que gozan de aquella
bienaventuranza, adonde, sirviendo a Dios, desean los hombres llegar? Qué hemos
de responder, sino que no en vano la Escritura llame más expresamente dioses a
los hombres que a los inmortales y bienaventurados, a quienes se nos promete
que seremos iguales en, la resurrección, es a saber, porque no se atreviera la
imbecilidad humana a ponernos por Dios algunos de ellos, fundada en su alta
excelencia? Lo cual es fácil de evitar en el hombre. Fue justamente determinado
que más clara y distintamente se llamaran dioses los hombres del pueblo de Dios,
para que se certificaran más y más y confiaran que era solamente su Dios el que
se dijo Dios de los dioses, porque aunque se llamen dioses los inmortales y
bienaventurados que gozan de la patria celestial, con todo, no se llamaron dioses
de los dioses, esto es, dioses de los hombres del pueblo de Dios; por quienes
se dijo: Ego dixi, Dii estis, et filli Excelsi omnes: Yo dije, dioses sois, y
todos hijos del Excelso, de donde proviene lo que dice el Apóstol: Aunque haya
otros que se llamen dioses, ya sea en el cielo o en la tierra, de los cuales, según
el nombre y opinión común, se hallan muchos dioses y muchos señores; sin
embargo, nosotros sólo tenemos un Dios, que es el Padre, de quien como el
verdadero autor y criador del Universo, nos viene todo encaminado para nosotros,
y nosotros para ti, y un solo Señor Jesucristo, por quien el Padre hizo las cosas,
y a nosotros para él.
No hay motivo para controvertir y
altercar con obstinación sobre el nombre, siendo tan evidente y claro el asunto,
que no admite duda alguna; pero siempre que decimos que del número de los
inmortales bienaventurados envió Dios ángeles que anunciasen a los hombres su
voluntad divina, no les agrada esta referencia, porque creen que este
ministerio lo ejercen, no los que llaman dioses, esto es, los inmortales y
bienaventurados, sino los demonios, a quienes se atreven a distinguir solamente
con el nombre de inmortales, aunque no con el de bienaventurados, o a lo menos
si los dicen inmortales y bienaventurados, es de tal modo, que, sin embargo, los
llaman demonios buenos y no dioses colocados en lugar elevado, desviados del
comercio sensible de los hombres. Y aunque esta discusión parezca precisamente
controversia de nombre, no obstante, es tan abominable el nombre de los
demonios, que en todo caso debemos desterrarle de entre los santos ángeles. Ahora,
pues, cerremos este libro, sosteniendo que los inmortales y bienaventurados, de
cualquier modo que los llamen, no son medianeros para conducir a la
inmortalidad y bienaventuranza a los miserables mortales, quienes se distinguen
de ellos por dos diferencias, por la miseria y por la mortalidad, y los que son
medios (que tienen la inmortalidad común con los superiores y la miseria con
los inferiores, por cuanto son miserables con su malicia), la bienaventuranza
que no poseen, más bien pueden envidiárnosla que dárnosla. De estas razones se
deduce que no tienen aliciente alguno de consideración que nos puedan
representar los afectos y aficionados a los demonios, por cuyo respeto debamos
reverenciarlos y auxiliarlos como avudadores y protectores; antes como
mentirosos, debemos evitar su trato y amistad; pero los que los tienen por
buenos, y consiguientemente no sólo por inmortales, sino por bienaventurados, entienden
que deben ser adorados por dioses sirviéndolos afectuosamente con sacrificios y
ceremonias divinas, para conseguir después de su muerte la vida bienaventurada,
cualesquiera que sean ellos y cualquiera que sea el nombre que merezcan; éstos,
digo, que los tienen por buenos, no quieren que adoremos con semejante culto
sino a un solo Dios, que es quien los crió, y con cuya participación son
bienaventurados, como prestándonos este gran Señor su favor y gracia, lo
veremos más extensamente en el libro siguiente.
LIBRO DECIMO: EL CULTO DEL VERDADERO DIOS.
CAPITULO PRIMERO: Que fue también doctrina de los platónicos que la verdadera bienaventuranza la da un solo Dios, ya sea a los ángeles, ya sea a los hombres; pero resta averiguar si los que ellos entienden que por esta misma bienaventuranza deben ser adorados, quieren que Sacrifiquemos solamente a Dios o a ellos también.
Es cierto, entre todos los que
poseen la razón natural, que todos los hombres apetecen ser bienaventurados. Pero
mientras la humana imbecilidad procura averiguar exactamente quiénes son
bienaventurados, y la norma que observan para conseguir esta felicidad, han
resultado en esta discusión muchas y célebres controversias, en las que han
consumido el tiempo y sus estudios los filósofos, las cuales sería muy prolijo
y nada necesario el intentar referir y discutir. Porque y el lector recuerda lo
que propusimos en el libro VIII acerca de la elección de los filósofos, con
quienes podía tratarse la cuestión sobre la vida bienaventurada que ha de
suceder después de la muerte, esto es, si podíamos alcanzarla adorando a un
solo Dios verdadero o a muchos dioses, no será su voluntad que volvamos a
repetir aquí lo mismo, mayormente pudiendo, con volver a leerlo, si acaso se le
hubiere olvidado, ayudar a refrescar la memoria Elegimos con conocimiento de
causa a los platónicos, que justamente son los más famosos y cuerdos entre
todos los filósofos; porque así como pudieron comprender con las luces de su entendimiento
que el alma del hombre, aunque era inmortal, racional o intelectual, con todo
no podía ser bienaventurada sin la participación de la soberana luz de aquél
por quien ella y el mundo fue criado, así también negaron que alguno pueda conseguir
la eterna felicidad que todos los hombres apetecen y desean, a no ser que se
una la pureza de un amor casto con aquel sumo bien, que es el inmutable y
omnipotente Dios. Mas porque los platónicos, ya fuese rindiéndose a la vanidad
y al error común del pueblo, o, como dice el apóstol de las gentes, Pablo: Desvaneciéndose
con sus imaginaciones y raciocinios, opinaron o quisieron que debía adorarse a
muchos dioses y aun algunos de ellos fueron de opinión que debían ser adorados con
honras y sacrificios divinos los demonios; ahora nos resta examinar y averiguar,
con el favor de Dios, cómo los inmortales y bienaventurados, que están en los
celestiales tronos, dominaciones, principados y potestades, a quienes los
platónicos llaman dioses, y algunos de ellos o demonios buenos o como nosotros,
ángeles, cómo ha. de entenderse que quieren que los reverenciemos, y con qué
culto y religión quieren que los sirvamos; esto es, por decirlo más claro, si
quieren que los adoremos, ofrezcamos. sacrificios y les consagremos algunas
cosas de nuestro uso, o a nosotros mismos, con ritos y ceremonias sagradas, o
solamente a su Dios, que lo es también nuestro.
Porque éste es el culto y
religión que se debe tributar a la divinidad o, si hemos de decirlo con más
expresión, a la misma deidad; y para significar este culto y adoración con sola
una palabra, ya que no me ocurre una latina acomodada al asunto, donde es
necesario lo doy a entender en la griega. Porque los nuestros en cualquier
parte que se halla en la Sagrada Escritura esta voz latría han interpretado
servicio. Por el servicio que debe prestarse a los hombres, conforme al cual
prescribe el Apóstol que los siervos estén sujetos a sus señores, suelen
llamarle en griego con otro nombre, más por la voz latría, según el uso común
con que se explicaron los que nos interpretaron las sagradas letras, o siempre
o frecuentísimamente convinieron que se entendiese el servicio que pertenece al
culto y reverencia de Dios. Por lo cual, si se dice solamente culto o
reverencia, parece que no es el que se debe a solo Dios; pues asimismo decimos
que honramos y reverenciamos a los hombres cuando los nombramos o visitamos con
respeto y sumisión. Y no sólo acomodamos el nombre de culto a los objetos a que
nos rendimos con religiosa humillación, sino también a algunos que nos están
sujetos: pues de este verbo sacan su etimología los agrícolas, los colonos e
incolas, y a los mismos dioses no por otra causa los llaman celícolas, sino porque
son incolas o moradores del cielo, no reverenciando a éste, sino a los que
habitan y moran en él, como unos colonos y habitantes del cielo; no como se
llaman colonos los que deben el arrendamiento de las tierras, por utilidad o
fomento de la agricultura o labranza, a los señores que las poseen, sino como
dice un célebre autor de la lengua latina: Una ciudad antigua fue ya en cierto
tiempo habitada por los colonos tirios. De incolo, que es habitar, llamó a los
colonos, y no de la agricultura. Por esta misma razón, las ciudades que fundaron
otras poblaciones mayores con la gente sobrante de su pueblo se llaman colonias.
Y aunque según esta exposición, es, sin duda verdad infalible que el culto no
se debe sino a Dios por una significación propia y literal de esta voz, por
cuanto el culto en el idioma latino se acomoda también a otras cosas, no
obstante, el que se debe a Dios no puede significarse en latín con una palabra
sola. Y aun la misma palabra religión, aunque parezca que significa, no
cualquier culto, sino el verdadero, único, y propio de Dios (por cuya razón los
nuestros interpretan con este nombre lo que en griego se dice Threscia', mas
porque según el uso común latino no sólo de los imperitos, sino también de los
muy instruidos, se debe la religión a las cognaciones humanas, a las afinidades
y a cualesquiera parentescos; con esta palabra no evitamos la ambigüedad, siempre
que se trate de la cuestión sobre el culto de la deidad; de modo que no podemos
decir con toda confianza que la palabra religión sea exclusiva del culto debido
a Dios, pues parece se emplea también para significar la observancia de los
deberes ajenos al parentesco humano. Asimismo la piedad, a quien los griegos
llaman Eusebia, suele significar el culto de Dios; con todo, de ella se usa
cuando, como humanos y agradecidos, la ejercemos con los padres, y conforme al
común lenguaje del vulgo acomodamos este nombre ordinariamente a las obras de
misericordia; lo cual sin duda ha procedido de que Dios manda principalmente
que nos ejercitemos en ellas, las cuales dice que le agradan como sacrificios o
más que sacrificios. De este modo de hablar ha provenido el que llamemos
piadoso al mismo Dios, aunque los griegos no le distinguen en su idioma con el
nombre de Euseben, sin embargo, de que usen comúnmente de la voz Eusebia para
significar la misericordia. Y así en algunos lugares de la Sagrada Escritura, para
que tal distinción se advirtiese mejor, quisieron decir no Eusebian, que suena
como si se dijera buen culto, sino Theosebian, que es culto de Dios. Pero
nosotros no podemos dar a entender cualquiera significación de las insinuadas
con una sola palabra. Así que lo que en griego se dice latría, en latín se
interpreta servicio; pero aquel con que reverenciamos a Dios Lo que se dice en
griego Threscia, en latín se llama Religión; la que observamos para con Dios. Lo
que llaman Theosebia, y nosotros no podemos explicar con sola una palabra, la
distinguimos con las voces de culto de Dios; éste decimos que se debe tributar
únicamente a aquel Dios que es Dios verdadero y que hace dioses a sus
adoradores Todos cuantos inmortales y bienaventurados hay en las moradas
celestiales, si no nos aman ni quieren que seamos bienaventurados, ciertamente
no debemos adorarlos; y si nos aman y estiman, deseando que seamos eternamente
felices, sin duda que con tan piadosa idea quieren que lo seamos del mismo modo
que los son ellos; y por qué causa han de ser ellos bienaventurados de un modo
y nosotros de otro?
CAPITULO II: De lo que sintió el platónico Plotino sobre la superior iluminación.
En la presente cuestión no
sustentamos debate ni controversia alguna con estos insignes filósofos, porque
ellos dejaron escrito abundantemente en sus libros en muchos lugares, que con
el mismo medio que nosotros podemos adoptar, llegan los ángeles a ser
bienaventurados, teniendo por objeto una luz inteligible, que respecto de ellos
es Dios, y es una cosa distinta de ellos, con la que son ilustrados para que
resplandezcan, y con su participación son perfectos y bienaventurados. En
repetidas ocasiones y distintos lugares afirma Plotino, declarando la opinión
de Platón, que ni aun aquella que imaginan ser el alma del Universo es bienaventurada
por algo distinto de aquello porque parece es la nuestra, a saber, por una luz
que no es el alma misma, sino aquel por quien ha sido criada e iluminada por
esta luz inteligiblemente, resplandece el alma en el entendimiento. Lo cual comprueba
con un ejemplo concerniente a las cosas incorpóreas, tomándole de los cuerpos
celestes grandes y visibles, diciendo que Dios es como el sol, y el alma del
mundo como la luna; pues creen que la luna es iluminada con el objeto o presencia
del sol. Añade, pues, aquel célebre platónico que el alma racional (si es que
no debemos llamarla mejor intelectual, de cuyo género entiende que son las
almas de los inmortales y bienaventurados, de las que no duda afirmar habitan
en los asientos o tronos del Cielo) no tiene sobre sí otra naturaleza superior
sino la de Dios, que crió el mundo, y por quien fue asimismo criada, y que no
les viene de otra parte a los soberanos espíritus la vida bienaventurada sino
de donde nos viene a nosotros, conformándose en este punto con la doctrina
evangélica, donde dice el Señor por boca del Evangelista San Juan: Fue un
hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan; éste vino por testigo para que
diese testimonio de la luz, y todos creyeran por él; no era la luz, sino para
dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera, la cual alumbra a todo hombre
que viene a este mundo. Con cuya diferencia se demuestra bastantemente que el
alma racional o intelectual, cual era la que tenía Juan, no podía ser luz para
sí mismo, sino que lucía con la participación de otra verdadera luz. Esto lo
confiesa también el mismo Juan, cuando testificando de ella, dice: Todos
nosotros, cuanto hemos recibido, lo hemos recibido de su plenitud.
CAPITULO III: Del verdadero culto de Dios, del cual, aunque le reconocieron como criador del Universo, se desviaron los platónicos, adorando a los ángeles, ya fuesen buenos, ya fuesen malos, como a Dios.
Si los platónicos y todos cuantos
sintieron como ellos; conociendo a Dios, le glorificaran como a tal y
tributaran rendidas gracias por los incomparables beneficios que reciben de su
bondad, si no hubieran inutilizado sus discursos y raciocinios, y no hubieran dado
ocasión a los errores del pueblo, si no hubieran tenido bastante constancia
para oponerse a ellos, sin duda confesaran que así los inmortales y
bienaventurados como nosotros, mortales y miserables, para poder llegar a ser
inmortales y bienaventurados debemos adorar a un solo Dios de los dioses, que
es nuestro Dios y Señor, y también el suyo.
A este gran Dios debemos tributar
el culto que en griego se dice latría, ya sea en algunos sacramentos, ya sea en
nosotros mismos. Porque todos juntos, unidos por la caridad en la sociedad
cristiana, somos y representamos su templo, y cada uno de por sí mismo sus
verdaderos templos, para que así pueda decirse con verdad que habita en la
unánime concordia de todos y en cada uno, no siendo mayor en todos que en cada
uno respectivamente; pues, ni con la grandeza se extiende y dilata, ni repartido
entre todos disminuye en lo más mínimo. Cuando tenemos nuestro corazón
levantado y puesto en Dios, entonces nuestro corazón es un verdadero altar, aplacamos
su justa indignación por la mediación de un sacerdote, que es su unigénito; le ofrecemos
sangrientas víctimas cuando peleamos valerosamente en defensa de las verdades
de su incontrastable fe hasta derramar la sangre y rendir la vida en testimonio
de estas verdades indefectibles; quemamos y le ofrecemos un suavísimo incienso
cuando, postrados ante su divina presencia, nos abrasamos en su santo e
inefable amor; ofrecémosle sus dones en nosotros v a nosotros mismos, y en esta
oblación piadosa le volvemos lo que realmente es suyo; le consagramos Y
dedicamos en ciertos días solemnes la memoria de sus beneficios, para que con
el transcurso de los tiempos no se apodere de nuestro corazón la ingratitud y
olvido de sus misericordias; le sacrificamos, una hostia de humildad y alabanza
en el ara o templo vivo de nuestra alma, con el ardiente fuego de una caridad
fervorosa. Con el laudable objeto de poder ver a ese Señor del modo que puede
ser visto y de unirnos con él, nos lavamos y purificamos de todas las máculas
de los pecados y apetitos malos e impuros, y nos consagramos bajo sus divinos
auspicios. Pues el Señor Dios Todopoderoso es la fuente inagotable de nuestra bienaventuranza,
es el único fin de todos nuestros deseos. Eligiendo a este Señor por nuestro
único Dios o, por mejor decir, reeligiéndole, reeligiéndole, digo, de cuyo
verbo dicen procedió la voz Religión, caminamos a él por la predilección y el
amor para que, llegando a gozar de la visión intuitiva de su deidad, descansemos
eternamente en aquellas moradas eternas donde se-remos ciertamente
bienaventurados, porque con tan glorioso fin seremos perfectos Nuestro bien y
única felicidad, sobre cuyo último fin se han suscitado tan acres disputas
entre los filósofos, no es otro que unirnos con el Señor y con un abrazo
incorpóreo, si puede decirse así, o con la espiritual unión de este gran Dios, el
alma intelectual se llene y fertilice de verdaderas virtudes. Este es el sumo
bien que nos manda amemos solamente, cuando nos dice por su cronista y
evangelista San Mateo: Con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con
toda nuestra virtud. A la posesión de este incomparable bien nos deben dirigir
y encaminar los que verdaderamente nos aman, y nosotros debemos conducir a los
que amamos tiernamente. Así se cumplen exactamente aquellos dos preceptos
divinos, en los cuales, como en compendio, está cifrado lo que contiene la ley
y los profetas: Amarás a Dios tu Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todo tu espíritu, y amarás a tu prójimo como a ti mismo. Para que el hombre
supiese amarse a sí mismo le determinaron un fin al cual refiriese todas sus
acciones para que fuese bienaventurado; porque el que se ama a sí mismo no apetece
otra felicidad que el ser bienaventurado; y este fin no es otro que unirse con
Dios. Por consiguiente, al que sabe amarse a sí mismo, cuando le mandan que ame
al prójimo como a si mismo, qué otra cosa le prescriben sino que en cuanto pudiere
le encargue y encomiende el amor de Dios? Este es el culto de Dios, ésta la
verdadera religión, ésta la recta piedad, éste es el servicio y obsequio que se
debe solamente a Dios. Cualquiera potestad inmortal, por grande y excelente que
sea su virtud, si nos ama como a sí misma, quiere, para que seamos eternamente
felices, que estemos sujetos y rendidos a aquel Señor a quien estando ella
igualmente subordinada, es bienaventurada. Luego si no adora a Dios es
miserable, porque se priva de la felicidad de ver a Dios; pero si adora a Dios
no quiere que le adoremos a ella como a Dios; por el contrario, ratifica y
favorece con el vigor y sanción inviolable de su voluntad aquella divina
sentencia donde dice la Escritura: Cualquiera que sacrificase a otros dioses
que al Señor verdadero sea castigado con pena de muerte.
CAPITULO IV: Que se debe sacrificio a un solo Dios verdadero.
Y omitiendo por ahora otras
referencias que pertenecen al culto de la religión con que reverenciamos a Dios,
a lo menos no hay hombre sensato que se atreva a decir que el sacrificio se
deba a otro que a Dios. Muchos ritos hemos tomado efectivamente del culto
divino, y los hemos transferido y acomodado a las ceremonias con que honramos y
reverenciamos a los hombres, ya sea por la demasiada humildad, ya por la
lisonja maligna; pero a los que atribuimos estas invenciones son tenidos por
hombres que llaman colendos y reverendos, y si están muy elevados, adorandos; pero
quién creyó jamás que el sacrificio se debía a otro sino a quien supo, creyó o
fingió que era Dios? Cuán antiguo sea el reverenciar a Dios con el uso del
sacrificio, bastantemente nos lo manifiestan los dos hermanos Caín y Abel, entre
quienes reprobó Dios el sacrificio del mayor y aceptó el del menor.
CAPITULO V: De los sacrificios que Dios no pide, pero quiso se observasen para significación de los que pide.
Y quién será tan estúpido e
ignorante que crea que lo que se ofrece en los sacrificios es necesario para
algunos destinos de que Dios tenga necesidad! Lo cual, aunque en varios lugares
lo enseña la Sagrada Escritura, por no dilatarme demasiado, sólo alegare la
expresión del salmo: Dije al Señor, tú eres mi Dios, y no tienes necesidad de
mis bienes. Así hemos de entender que Dios no tiene necesidad de res o animal
alguno, o de cualquier otro ente corruptible o terreno; ni siquiera de la misma
justicia del hombre, pues todo lo que es servir fiel y legítimamente a Dios, resulta
en utilidad del hombre y no de Dios. Pues nadie afirmará que causa provecho a
la fuente porque bebe sus aguas, o a la luz por que ve con ella. Y si los
patriarcas antiguos ofrecieron algunos sacrificios con víctimas de varios
animales (los cuales, aunque los tiene prescritos en el sagrado texto el pueblo
de Dios, no los usa al presente), no debe entenderse sino que con aquellas
figuras se significaron las verdades que realmente pasan en nosotros a fin de
que nos unamos con Dios, y a este último fin dirijamos también al prójimo; así
que el sacrificio visible es un sacramento, esto es, una señal sagrada del
sacrificio invisible. Y así el rey penitente en boca del profeta, o el mismo
profeta rogando con todo esfuerzo que Dios tuviese misericordia de sus pecados,
dice: Si quisiérais, Señor, sacrificio, yo os le ofreciera seguramente; pero no
os pagáis de holocaustos. El sacrificio que quiere Dios es el espíritu
atribulado, pues al corazón compungido y humillado no le despreciará Dios. Notemos
y consideremos cómo donde dijo que Dios no quería sacrificio, allí mismo indica
que Dios le quiere. No quiere, pues, el sacrificio de una res muerta, y sólo
quiere el sacrificio de un corazón contrito. Por la expresión en que dijo que
no quería se significa lo que en seguida dijo que quería. Dijo, pues, que Dios no
gustaba de los sacrificios ofrecidos al modo que los ignorantes creen que los
quiere para que le sirviesen de diversión y complacencia. Porque si los
sacrificios que únicamente apetece entre otros (que es uno solo; a saber: el
corazón contrito y humillado con el dolor verdadero y la penitencia) no
quisiera se significaran con los sacrificios que presumieron deseaba, como si fuesen
agradables y deleitables al Señor; sin duda que no mandara expresamente en la
ley antigua se los ofrecieran. Por lo cual fue indispensable mudarlos al tiempo
oportuno y vaticinado en la Escritura, para que no se creyese que los codiciaba
el mismo Dios, o a lo menos, que eran aceptables por nuestra parte, no por lo
que en ellos se significaba. En esta conformidad dice en otra parte por su real
profeta David; Si fuese posible que alguna vez tuviera hambre, no te diría que
me apacentaras o sacrificaras, porque mío es el orbe de la tierra y cuanto en, él
se contiene; por ventura he de comer yo las carnes de los toros, o he de beber
la sangre de los cabritos? Como si dijera: si tuviera yo necesidad de estos
manjares, no te los pidiera teniéndolos todos en mi poder. Después, prosiguiendo
en relacionar lo que significan aquellas cosas, dice: Ofrece a Dios sacrificio
de alabanza, cumple y paga tus promesas al Altísimo, llámame en el día de la
tribulación, yo me libraré y me glorificarás. Asimismo en el profeta Miqueas se
lee: Con qué recibiré al Señor, con qué aplacaré a mi Dios excelso? Le he de
recibir acaso con holocaustos y con becerritos de un año? Págase Dios por ventura
con un millar de carneros, o con diez millares de cabritos gruesos? Le he de
ofrecer mis primogénitos por la remisión de mi culpa, y el fruto de mis
entrañas por el pecado de mi alma? No te ha avisado ya, hombre, lo bueno y lo
que quiere el Señor de ti? Y qué otra cosa desea sino que vivas justa y
santamente, que seas benigno y misericordioso, pronto y dispuesto para servir y
agradar a Dios tu Señor? Las dos amonestaciones se contienen distintamente en
las expresiones de Miqueas quien claramente declara que no pide Dios para sí
los sacrificios con que se significan los que le complacen. En la carta que se
inscribe a los hebreos dice: No os olvidéis de ser benignos y misericordiosos
para con los pobres y miserables, pues con estos sacrificios se aplaca a Dios y
se consigue su amistad. Y, por consiguiente, donde dice: más quiero de ti la
misericordia que el sacrificio, no es necesario que entendamos otra cosa sino
que prefirió un sacrificio a otro sacrificio, mediante a que aquel que todos
llaman sacrificio es una figura o representación del verdadero sacrificio, y la
misericordia es del mismo modo, verdadero sacrificio, por lo que dice lo que
poco antes referí, que con tales sacrificios se granjea la amistad y gracia de
Dios. Todo cuanto leemos que mandó Dios en diferentes ocasiones sobre los
sacrificios y sobre el ministerio o servicio del Tabernáculo o del templo. se
refiere para significar el amor de Dios y del prójimo, porque en estos dos
Mandamientos, como dice la Sagrada Escritura, está cifrado y recopilado todo lo
que contiene la ley y los profetas,
CAPITULO VI: Del verdadero y perfecto sacrificio.
Sacrificio verdadero es todo
aquello que se practica a fin de unirnos santamente con Dios, refiriéndolo
precisamente a aquel sumo bien con que verdaderamente podemos ser
bienaventurados. Por lo cual la misma misericordia que se emplea en el socorro
del prójimo, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque le haga u
ofrezca el hombre, sin embargo, el sacrificio es cosa divina, de modo que aun
los antiguos latinos llamaron al sacrificio con el nombre de cosa divina. Así
el mismo hombre que se consagra al nombre de Dios y se ofrece solemnemente y de
corazón a este gran Señor, en cuanto muere al mundo para vivir en Dios es
sacrificio; porque también pertenece a la misericordia la que cada uno usa
consigo mismo. Por eso dice la Sagrada Escritura: Usa de misericordia con tu
alma agradando a Dios. Cuando castigamos nuestro cuerpo con la templanza, si lo
hacemos por Dios, como debemos, no dando nuestros miembros para que se sirva de
ellos el pecado por armas e instrumentos para obrar el mal, sino para que use
de ellos Dios nuestro Señor como de armas e instrumentos para hacer bien, es
igualmente sacrificio: Ruégoos, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que
le ofrezcáis y sacrifiquéis vuestros cuerpos, no ya como animales muertos, sino
como una hostia viva, verdaderamente pura y santa, agradable y acepta a Dios, como
un sacrificio racional. Si, pues, el alma, que por ser superior se sirve del
cuerpo como de un siervo o de un instrumento cuando usa bien de él y lo refiere
a Dios hace un sacrificio, cuánto más aceptable será el sacrificio del alma
siempre que éste se refiere a Dios, para que inflamada con el ardiente fuego de
su divino amor pierda totalmente la forma de la concupiscencia del siglo, y estando
sujeta y rendida al mismo Señor, que es forma inmutable, se reforme y renueve
espiritualmente, agradándole y sirviéndole con la brillante cualidad que tomó
de la forma y hermosura divina? Todo lo cual, prosiguiendo el Apóstol el mismo raciocinio,
dice: Y no os conforméis con este siglo, antes transformaros por la renovación
de vuestro espíritu en nuevos hombres, para que desde ahora en adelante no
aprobéis lo que el vulgo profano adopta, sino lo que fuere grato y agradable a su
Divina Majestad, y lo que fuere verdaderamente bueno, agradable y perfecto. Siendo,
como son, verdaderos sacrificios las obras de misericordia, ya sean las que
hacemos por nosotros o por nuestros prójimos, referidas a Dios y siendo
igualmente cierto que no practicamos las obras de misericordia con otro objeto
que con el de libertarnos de la miseria humana, y consiguientemente con el
deseo de conseguir la bienaventuranza, cuya felicidad no nos es asequible sino
con, el favor de aquel sumo bien de quien dijo el real profeta: Que todo su
bien estribaba en unirse con Dios; sin duda que toda esta ciudad redimida, esto
es, la congregación y sociedad de los santos, viene a ser un sacrificio universal
que a Dios ofrece aquel gran sacerdote que se ofreció en la Pasión como cruenta
víctima por nuestra redención, para que fuésemos nosotros el cuerpo de tan excelsa
cabeza, tomando para consumar esta ilustre obra la humilde forma de siervo. Porque
ésta fue la que ofreció el Señor, en ésta fue ofrecido, según ella es medianero,
en ésta es sacerdote, en ésta sacrificio incruento. Así que habiéndonos
exhortado el Apóstol a que ofrezcamos en holocausto nuestros cuerpos como
hostia viva, santa, inmaculada, agradable a Dios, como un sacrificio racional, y
que no nos conformemos con las prácticas reprensibles de este siglo, sino que
nos reformemos interiormente y volvamos a tomar la forma y hermosura de nuestro
espíritu, para que con sentidos perspicaces, sano juicio y discreción notemos y
echemos de ver lo que quiere Dios que ejecutemos, esto es, lo que es bueno, lo
que es aceptable y perfecto ante su Divina Majestad, puesto que, en realidad de
verdad, nosotros somos este sacrificio, nos dice después el mismo Dios por el insinuado
Apóstol estas palabras: Por la gracia que Dios me ha dado, os encargo
generalmente a todos que no presumáis de vosotros más de lo que conviene, despreciando
a los otros, antes sienta cada uno de si con templanza y modestia, según la porción
de dones que le hubiere repartido el Señor, porque así como este cuerpo visible,
aunque es uno, está compuesto de muchos miembros, y no todos tienen un mismo
oficio, así la multitud de los fieles vienen a constituir un cuerpo en
Jesucristo, y cada uno es miembro del otro, teniendo diferentes dones, según la
gracia que Dios nos ha repartido. Este es el sacrificio de los cristianos, formando
nosotros, siendo muchos en número, un cuerpo en Jesucristo. Lo cual frecuenta
la Iglesia en la celebración del augusto Sacramento del altar que usan los
fieles, en el cual la demuestran que en la oblación y sacrificio que ofrece, ella
misma se ofrece.
CAPITULO VII: Que el amor que nos tienen los ángeles santos es de tal conformidad, que no gustan que los adoremos, sino a un solo Dios verdadero.
Con justa razón, los inmortales y
bienaventurados que habitan en las moradas celestiales y gozan de la
participación y visión clara de su Criador, con cuya eternidad están firmes, con
cuya verdad ciertos, y con cuya gracia son santos, porque llenos de misericordia
nos aman a los mortales y miserables, para que seamos inmortales y
bienaventurados, no quieren que les ofrezcamos sacrificios, sino a Aquel cuyo
sacrificio saben que son también ellos juntamente con nosotros. Pues juntamente
con ellos somos una Ciudad de Dios; con quien hablando el real profeta dice: Cosas
ilustres y gloriosas están profetizadas de ti, Ciudad de Dios; y una parte de
ella, que está en nosotros, anda peregrinando, y la otra parte, que está en ellos,
nos ayuda y favorece. De la Ciudad soberana, donde la voluntad de Dios sirve de
ley inteligible e inmutable, de aquella corte soberana, nos vino por ministerio
de los ángeles el divino oráculo que dice: El que sacrificare a los dioses y no
lo hiciese solamente a Dios será desterrado de esta Ciudad. Este oráculo, esta
ley, este precepto, está confirmado con tantos milagros, que nos manifiesta
evidentemente a quien quieren los espíritus angélicos y bienaventurados.. que ofrezcamos
nuestros sacrificios, que es únicamente al Dios verdadero, pues nos desean la
misma eterna felicidad e inmortalidad de que están gozando y gozarán por toda
la eternidad
CAPITULO VIII: De los milagros con que quiso el Señor, para alentar la fe de las personas piadosas, confirmar sus promesas por ministerio de los ángeles.
Acaso creerá alguno que revuelvo
y examino sucesos más remotos de lo que es necesario, si intento referir los
estupendos y antiguos milagros que hizo Dios en confirmación de las promesas
que muchos millares de años antes había hecho el patriarca Abraham, empeñándole
su divina e indefectible palabra de que su generación conseguiría la bendición
de todas las naciones. Quién no ha de llenarse de admiración al observar que
Abraham procreó a Isaac de su esposa Sara, siendo tan anciana que naturalmente
no podía concebir ni ser fecunda; al meditar que en el sacrificio de Abraham
discurrió por el aire una llama que vino del Cielo por medio de las víctimas; al
reflexionar que dieron noticia exacta a Abraham los ángeles de Dios del fuego abrasador
que había de caer del Cielo sobre los ciudadanos de Sodoma, a cuyos espíritus
angélicos había hospedado en su casa bajo la figura y traje de hombres, y de
ellos había sabido la promesa que Dios le había hecho sobre la dilatada posteridad
que había de tener; al advertir que, aproximándose el tiempo en que debía
descender del Cielo aquel milagroso fuego, consiguiese por mediación de los
ángeles el que pudiese salir milagrosamente libre de toda desgracia de la misma
ciudad de Sodoma, Lot, su sobrino, hijo de su hermano, cuya mujer en el camino,
volviendo la vista hacia la ciudad, y convertida de improviso en estatua de sal,
nos advirtió con grande e incomprensible misterio que ninguno en el camino de
su libertad debe volver los ojos del apetito a la vida pasada; al considerar
cuán grandes son las maravillas que obró Moisés al tiempo de sacar al pueblo de
Dios de la dura servidumbre de Egipto, cuando a los magos o sabios de Faraón, rey
de Egipto, que tenía oprimido con su tiranía al pueblo escogido, les permitió
Dios que hiciesen algunos raros portentos para vencerlos y confundirlos con
otros mayores, pues ellos los hacían con encantamientos mágicos y hechicerías, a
que son dados con particular afición los ángeles malos, esto es, los demonios, pero
Moisés los venció fácilmente con el ministerio de los ángeles, tanto más
poderosamente cuanto era más justo que los venciera y humillara en el nombre
del Señor, que hizo el cielo y la tierra; finalmente, desfalleciendo los magos
en la tercera plaga, suscitó Moisés hasta diez, que en sí representaban ocultos
e impenetrables misterios, a las cuales se rindieron los duros corazones de
Faraón y de los egipcios, permitiendo salir libremente al pueblo de Dios; pero
luego se arrepintieron y procuraron dar alcance a los hombres, que iban
marchando y pasando el mar a pie enjuto, porque por disposición divina se
dividieron las aguas y les proporcionó un camino libre y anchuroso, y en este
tiempo, queriendo los egipcios acometer pueblo de Dios, entraron en su
seguimiento por la misma senda, y volviendo a unir milagrosamente las aguas, quedaron
sumergidos en ellas y muertos todos? Qué diré de los milagros que caminando por
el desierto los israelitas hizo Dios en tanto número y tan estupendos, como de las
aguas, que no pudiendo ser bebidas por su amargura, echando en ellas un leño, como
el Señor lo había mandado, perdieron su amargura y hartaron a los sedientos; cómo
asimismo, teniendo hambre, les llovió maná del Cielo; cómo habiendo puesto tasa
a los que lo cogían, a los que se excedieron de ella se les corrompió y llenó
de gusanos, y cómo aunque lo cogieron en doblada cantidad el día antes del
sábado no se les corrompió; cómo deseando comer carne, que parece no había de
bastar ninguna para pueblo tan numeroso, se llenó todo el campo de los hebreos
de volatería, y se apagó el ardor de su apetito con el fastidio de la hartura; cómo
saliéndoles los enemigos al encuentro pretendiendo prohibirles el paso, y
peleando con ellos, con orar Moisés y extender sus brazos en figura de cruz, sin
morir ni uno de los hebreos fueron rotos y vencidos los contrarios; cómo a los
sediciosos que se habían amotinado en el pueblo de Dios, separándose de la
sociedad que Dios había ordenado, para ejemplo visible de las penas, invisibles,
abriéndose la tierra, se los tragó vivos; cómo hiriendo una piedra con una vara
derramó para tanta multitud abundantísimas aguas; cómo habiéndoles Dios enviado
por, justo castigo de sus pecados serpientes que apenas les mordían morían, levantando
un leño con una serpiente de metal y mirándola quedaron sanos, así para con
esta figura socorrer al pueblo afligido como para figurar con la semejanza de
una muerte casi crucificada la muerte que destruyó Cristo con la suya; la cual serpiente,
habiéndose guardado en memoria de este beneficio, y comenzando después el
pueblo ignorante a adorarla como ídolo, el rey Ezequías, sirviendo a Dios como
príncipe religioso, la hizo pedazos, con grande gloria de su celo y religión?
CAPITULO IX: De las artes ilícitas que se usan en el culto de los demonios, de las cuales, disputando el platónico Porfirio, parece que aprueba, a veces, algunas, y que de otras duda y casi las reprueba.
Estas y otras maravillas
semejantes, que sería demasiado prolijidad referir, se hacían para establecer
el culto del verdadero Dios y prohibir el de los dioses falsos, las cuales se
ejecutaban con una fe sencilla y confianza en Dios, no con encantamientos ni fórmulas
verbales, compuestas conforme al arte de su nefaria curiosidad, a, la que o
llaman mágica, o con otro nombre más abominable goecia, o con otro más honroso
theurgia. Los que pretenden distinguir estas ridiculeces, quieren dar a
entender que de los que se entregan al estudio de las artes ilícitas, unos son
reprensibles, cuales son los que el vulgo llama maléficos o hechiceros, porque
éstos dicen que pertenecen a la goecia, y otros, más loables, a quienes
atribuyen la theurgia, siendo indubitable que unos y otros están sujetos y
dedicados a los falsos y engañosos ritos de los demonios, bajo los nombres de
ángeles. Porfirio, aunque con poco gusto, en un discurso lleno de algún modo de
rubor y empacho, promete cierta purificación del alma por medio de la theurgia;
sin embargo, niega que con tal arte pueda alguno conseguir el volver a Dios, de
modo que puede advertirse fácilmente cómo anda fluctuando y dudoso con
pareceres varios entre el vicio de tan sacrílega curiosidad y entre la profesión
de la Filosofía. Porque ya avisa que se guarden los hombres de la profesión de
este arte, como falaz y engañosa, la cual se practica no sin notorio riesgo y
peligro, y está prohibida severamente por las leyes; ya advierte, rindiéndose a
los que la aprueban y elogian, que es útil para purificar una parte del alma, sino
la intelectual con que percibimos la verdad de las cosas inteligibles, que no
tienen semejanza alguna con los cuerpos, a lo menos la espiritual con que
recibimos las imágenes y representaciones vivas de las cosas corporales. Esta
dice que por ciertas consagraciones theúrgicas, que llaman teletas, se hace
capaz y se dispone para recibir espíritus y ángeles para ver los dioses. Aunque
de tales consagraciones confiesa que no se le introduce sombra alguna de
purificación al alma intelectual que la haga idónea para ver a su Dios y
entender las cosas que son verdaderas. De cuya doctrina puede inferirse qué tal
sea la visión que resulta de las theúrgicas consagraciones, y a qué clase de
dioses se ofrecen, pues en ella no se ven las cosas que verdaderamente son. Finalmente,
dice que el alma racional, o como le agrada llamarla, el alma intelectual, puede
elevarse al conocimiento de las cosas celestiales, aunque la parte que en ella es
espiritual no esté purificada con arte alguna theúrgica; y asimismo que la espiritual
se purga por el theurgo tan escasamente, que no puede arribar a la inmortalidad
y eternidad. Así que, no
obstante de que distinga los
ángeles de los demonios, diciendo que el lugar que ocupan los demonios es el
aire; el lugar etéreo o empíreo el que corresponde a los ángeles, y aconseje
que debe usarse de la amistad de algún demonio para que llevándonos él a sus
moradas respectivas pueda cada uno elevarse algún tanto de la tierra después de
muerto, y diga que hay otro camino para llegar a gozar de la inefable compañía
de los ángeles; sin embargo, afirma expresamente que debe cualquiera cautelarse
y huir de la sociedad de los demonios cuando asegura que las almas, después de
la muerte; satisfaciendo sus culpas, abominan con horror el culto de los demonios,
que en vida los acostumbraban engañar. Con todo, no pudo negar que la misma
theurgia, la cual elogia y recomienda como conciliadora de los ángeles y de los
dioses, negocia con tales potestades, que o nos envidian la purgación de las
almas, o se rinden y sujetan a las falaces artes de otros envidiosos, refiriendo
latamente la queja de cierto caldeo alusiva a este punto. Quéjase, dice, un
buen hombre en Caldea de que se le frustraron las penosas tareas que había
sufrido para purificar su alma, habiéndoselas atajado otro, que era poderoso en
lo mismo, sólo por envidia, conjurando y ligando las potestades con sus
sagradas oraciones para que no le concediesen su petición; luego el uno ligó, dice,
y el otro no desligó. Con lo cual, añade, se da a entender que la theurgia
sirve para hacer bien como para hacer mal, y que así los dioses como los
hombres están sujetos también a la disciplina y padecen las perturbaciones y
pasiones que Apuleyo Comúnmente atribuye a los demonios y a los hombres, aunque
distingue, a los dioses de los hombres por la elevación del lugar etéreo y
confirma en esta distinción la sentencia de Platón.
CAPITULO X: De la theurgia, que con la invocación de los demonios promete a las almas una falsa purificación.
Y ved aquí cómo Porfirio, platónico
en la secta, dicen que es más docto que el primero por su estudio en el arte
theúrgico, el cual pinta a los mismos dioses sujetos y rendidos a pasiones y
perturbaciones, puesto que sus conjuros les pudieron aterrar para que no
verificasen la purgación del alma, y pudo espantarlos seguramente el que les
mandaba ejecutasen lo que era malo, cuando el otro, que les pedía lo que era
bueno, por el mismo arte no pudo librarles del miedo para que le hicieran bien.
Y quién no advierte que todo esto es invención de los engañosos demonios, a no
ser que sea un miserable esclavo suyo y esté privado de la gracia del verdadero
libertador? Pues si esto se tratara con los dioses buenos, sin duda que más
pudiera con ellos la buena intención del que pretende, purificar el alma que la
mala del que lo, pretende impedir. Y si a los dioses virtuosos les pareció
indigna de la purificación la persona para quien se pedía, no se negaron por
terrores que les impuso el envidioso, y cómo él dice, impedidos del miedo que
pudiese causarles otra deidad más poderosa, sino libremente. Es digno de
admiración que aquel benigno caldeo, que deseaba purificar el alma con las
consagraciones theúrgicas, no hallase algún otro dios superior que, o les
infundiese mayor temor y obligase a los aterrados dioses a hacer bien, o que
refrenase a los que les causaban miedo, para que libremente y sin obstáculo
hiciesen bien; pero le faltaron sus oraciones y conjuros al buen theurgo para
poder purificar primeramente del contagio del temor a los mismos dioses que
invocaba con el ánimo de purgar su alma. Y si no, díganme: qué causa hay para
que pueda tener a mano y como a su disposición un Dios más poderoso con el
objeto de excitarles terror, y no pueda tenerle para que los libre del miedo? Acaso
se halla un dios que oiga al envidioso y ponga miedo a los dioses para que no
hagan bien, y no se encuentra otro dios que oiga benignamente al bueno, y quite
el terror a los dioses para que puedan hacer bien? Oh famosa theurgia, oh graciosa
purificación del alma, donde vale más lo que puede y prescribe la inmundicia de
la envidia que la pureza de la obra buena, o, por mejor decir, donde es más
poderosa la perversa y abominable falacia de los malignos espíritus que la
buena y saludable doctrina! Porque, cuando éste refiere de los que ejecuten
estas sucias e inmundas purificaciones con tan sacrílegos ritos que notan, como
con espíritu terso, y limpio, unas hermosísimas imágenes, o de ángeles o de
dioses es lo mismo que dice el Apóstol: Que Satanás se suele transfigurar como
en ángel de luz. Suyas son aquellas ilusiones y fantasmas con que procura
enredar las miserables almas en la religión falsa de muchos y falsos dioses y
apartarlos del culto del verdadero Dios, con cuyo favor, y por quien solamente
se purifican y sanan de las envejecidas enfermedades del alma, lo cual se dice
de Proteo cuando el poeta cuenta que no deja forma ni figura que no tome, persiguiendo
unas veces como enemigos; otras, ayudando engañosamente, y ofendiéndolas de
todos modos con lo uno y con lo otro.
CAPITULO XI: De la carta que escribió Porfirio al egipcio Anebunte, en que le pide le enseñe la diversidad de los demonios.
Con más cordura procedió Porfirio
cuando escribió al egipcio Anebunte, en cuyo escrito, como si pidiera parecer, no
sólo descubre, sino que destruye estas sacrílegas artes. Allí reprueba
generalmente, a todos los demonios, de quienes dice que por su imprudencia
atraen los vapores húmedos, y que por eso no residen en la parte etérea, sino
en la aérea, debajo de la luna, y en el mismo globo de este planeta; pero no se
atreve a atribuir absolutamente a los demonios todos los engaños, malicias e imperfecciones
que con razón le ofenden; pues algunos de ellos, siguiendo el sentir de otros
escritores, los llama demonios benignos, confesando no obstante que, generalmente,
todos son imprudentes. Admirase de ver que a los dioses no sólo los sacien y
conviden con víctimas, sino que, también los compelan y obliguen a ejecutar lo
que los nombres quieren; y si los dioses se distinguen y diferencian de los
demonios en lo corpóreo e incorpóreo, cómo ha de presumirse que son dioses el
sol y la luna y las demás cosas visibles del cielo, las cuales es indudable que
son cuerpos? Y si son dioses, cómo aseguran que unos son benéficos y otros
malignos, y cómo siendo corpóreos se unen con los incorpóreos? Pregunta
igualmente, como el que duda, si los que adivinan y practican algunas acciones
admirables participan de almas más poderosas, o si externamente les acuden y
auxilian algunos espíritus, por cuyo medio practican semejantes maravillas. Y
sospecha que esta potestad les viene de fuera, pues por medio de piedras y
hierbas se ve que no sólo ligan a algunos, sino que abren también puertas
cerradas, o hacen algunas maravillas semejantes. Por lo cual dice que otros son
de opinión que hay cierto género de demonios a quienes es connatural y propio
el oír y acudir a los que les piden y que son naturalmente cautelosos, mudables
en todas formas y configuraciones, fingiendo dioses y demonios, y almas de
difuntos, y que éstos son los que ejecutan todos estos portentos, que parece
que son buenos o malos; pero en los que son realmente buenos no ayudan ni
sirven de nada, y ni siquiera los conocen, sino que enredan, acusan e impiden
algunas veces a los que de veras siguen la virtud; que son temerarios y soberbios,
llenos de arrogancia y fausto, que gustan de los perfumes de los sacrificios, se
pagan de lisonjas y todo cuanto dice sobre este género de espíritus cautelosos
y malignos que de fuera acuden al alma, y embelecan y engañan los sentidos humanos,
dormidos o despiertos, lo afirma, no como un principio inconcuso que le tiene
persuadido suficientemente o creído, sino que lo sospecha o duda con tanta
ambigüedad y fútiles fundamentos, que asegura que otros son de esta opinión. En
efecto: fue empresa muy ardua para un filósofo tan ingenioso el llegar a
conocer o argüir atrevidamente y condenar toda la diabólica chusma, a la cual
cualquiera vejezuela cristiana fácilmente conoce, y con singular libertad
escupe y abomina, si no es que acaso este filósofo tema ofender a Anebunte, a
quien escribe como a una insigne cabeza y pontífice de semejante religión, y a
otros aficionados que admiran estas cosas como divinas y pertenecientes al
culto y religión de los dioses. Sin embargo, prosigue como preguntando cosas
que, consideradas con atención y cordura, no pueden atribuirse sino a
potestades y espíritus malignos y engañosos. Pregunta, pues, por qué invocándolos
como buenos los mandan como si fueran malos que ejecuten y practiquen los
injustos mandamientos de los hombres; por qué no prestan oídos a los que los
invoca y pide algún favor, sí el suplicante hubiere incidido en pecados
deshonestos, conduciéndolos, al mismo tiempo tan fácilmente a cualesquiera
torpezas y actos venéreos; por qué advierten a sus sacerdotes que les conviene
abstenerse de comer ciertos animales, sin duda con el objeto de que no se
coinquinen y profanen con los vapores o hálitos de los cuerpos, y por otra
parte gustan y dejan captarse de otros vapores más perniciosos, y de la
oblación de holocaustos, víctimas y sacrificios, prohibiendo a sus sacerdotes
que no toquen los cuerpos muertos, siendo innegable que la mayor parte de
sacrificios que se le ofrece constan de cuerpos muertos. De dónde proviene que
un hombre sujeto a toda suerte de vicios conmine con terribles amenazas, no al
demonio o al alma de algún difunto, sino a los primeros luminares del mundo, sol
y luna, o a cualquiera de las deidades celestiales, aterrándolos con ficciones
para sacarles la verdad? Por qué los intimida, declarando que hará pedazos el
cielo y otros cuerpos poderosos semejantes, cuya ejecución es imposible al
hombre, con el ánimo de que, los dioses, como, niños tiernos, inocentes e
ignorantes, atemorizados con las ridículas y falsas conminaciones, practiquen
exactamente sus mandatos? Y da la razón diciendo por qué Queremon, hombre muy
instruido y versado en semejantes asuntos sagrados, escribe que las maravillas
que se celebran entre los egipcios por tradición y fama común, así de Isis como
de Osiris, su marido, tienen particular fuerza y virtud para obligar a los dioses
a que ejecuten cuanto se les ordene, siempre que el que los conjura con sus
vanas fórmulas, encantaciones y sortilegios les amenaza que las divulgará o las
destruirá de raíz, y todas las veces que con expresiones fuertes les asegura
que disipará y aniquilará los miembros de Osiris si no hicieren todo cuanto les
prescribe. De que el hombre amenace con semejantes desatinos a los dioses, no
como quiera a los de la clase inferior, sino a los mismos que denominan
celestiales y brillan con luz y resplandor refulgente y de que esta conminación
no quede sin efecto, antes, por el contrario, que, forzándolos violentamente
los obligasen a hacer con tales medios cuanto deseaban, se admira con razón
Porfirio; o, por mejor decir, bajo el pretexto de admiración, y como
preguntando la causa que motivaba tan extraño suceso, da a entender que obran
estas maravillas los mismos espíritus, de quienes dijo ya, según el sentir de
otros filósofos, que eran seductores, engañosos y cautelosos, no como él dice
naturalmente, sino por su culpa y malicia, quienes se fingen dioses y almas de
difuntos, y no fingen ser demonios, sino que realmente lo son y lo que él opina,
que los hombres con hierbas, piedras y animales por medio de ciertos sonidos, voces,
figuras, ademanes y ficciones, y con ciertas observaciones sobre la conversión
y movimiento de las estrellas, fabrican en la tierra ciertos entes singulares
para causar y hacer diferentes efectos; todo esto es obra de los mismos
demonios, seductores de los hombres, que tienen subyugados y sujetos a su
dominio, gustando y complaciéndose en la ignorancia y errores de los mortales. Así
que, o dudando efectivamente Porfirio, o indagando y preguntando acerca de la
causa de estos portentos, refiere extrañas particularidades con que se
convencen y arguyen de falsos, demostrando de paso que no pertenecen a las
potestades que nos auxilian en la grande obra de conseguir la vida eterna, sino
a los demonios cautos y engañosos, que los forman para tenernos más embaucados
y alucinados; o porque opinemos y sintamos con más benignidad de un filósofo
tan instruido, por tratar con un sabio egipcio aficionado a tales errores, y
que presumía o se lisonjeaba de saber los secretos más singulares y las causas
más abstractas y recónditas, pretendió ciertamente no ofenderle con la
autoridad de doctor y maestro arrogante y presuntuoso, ni turbarle
contradiciendo públicamente su opinión, antes con figurada humildad de persona
que aparenta desear saber, al preguntarle sobre toda especie de materias, quiso
traerle a la consideración de aquellas maravillas y manifestarle de cuán poco momento
son y cuánto debe huirse de ellas. Finalmente, casi al fin de la carta le pide
que le demuestre y enseñe el camino recto para alcanzar la bienaventuranza, según
la doctrina de los sabios de Egipto. Por lo demás, aquellos que tuviesen trato
familiar con los dioses, de modo que por sólo hallar un fugitivo o conseguir la
posesión de una heredad, o un honrado casamiento, o por sus negociaciones y
otros intereses semejantes inquietarían al divino espíritu, es de parecer que
los tales no se aplicaron al estudio de la sabiduría, y que los mismos dioses
con quienes tenían amistosa correspondencia aunque en otros puntos les dijesen
la verdad, sin embargo, porque nada les advertían sobre la bienaventuranza que
les fue útil y a propósito, no eran dioses, ni benignos demonios, sino del
número de aquellos de quienes dijimos que eran falaces y engañosos, o más
ciertamente todo una quimera o ficción humana.
CAPITULO XII: De los milagros que obra el verdadero Dios por ministerio de los santos ángeles.
Pero porque con estas artes se
obran y ejecutan tales y tan raras operaciones que exceden realmente las
facultades y fuerzas humanas, qué resta ya sino que todo cuanto observamos que
maravillosamente vaticinan y obran como si estuvieran iluminados del espíritu
divino, y, no obstante, no se refiere al culto de un solo Dios verdadero, cuya
perfecta unión absolutamente es solamente el único bien que nos hace bienaventurados;
qué resta, digo, sino que, considerados atentamente todos aquellos raros portentos,
entendamos que son embelecos y engaños con que nos alucinan y divierten los
espíritus infernales, cuyo funesto mal debemos evitar, procurando guardarnos de
sus cautelas con el amparo y protección de la religión verdadera?
Todos los milagros que se hacen
por disposición divina, ya sea interviniendo el ministerio de los ángeles, ya
sea por otro medio, pero dirigidos siempre a recomendarnos el culto y religión
de un solo Dios, en quien consiste solamente la posesión de la bienaventuranza,
debemos creer que los hacen realmente aquellos espíritus justos, o por medio de
los que nos aman según la verdad y piedad, obrando el mismo Dios en ellos. Porque
no debemos prestar nuestra atención a los que niegan que Dios, siendo invisible,
no hace milagros visibles, pues según ellos crió el mundo, del cual no pueden a
lo menos negar que es visible. Cualquier maravilla que sucede en este mundo, sin
duda que es de menos entidad que la creación y conservación del mundo, y de
cuanto contiene en su dilatada extensión, esto es, es menos que el cielo y la
tierra y todo lo que en ellos se contiene, todo lo cual efectivamente lo crió
Dios. De que se infiere que así como el que lo hizo es oculto e incomprensible
al hombre, así también lo es el modo qué observó para la ejecución de tan
grande obra. Así que, aún cuando las maravillas de este mundo visible las tengamos
en poco por verlas tan de ordinario y con tanta frecuencia, sin embargo, cuando
meditamos en ellas con prudencia y dirección, se nos representan mayores que
las más inusitadas y raras; pues la formación del mismo hombre, dotado de
tantas y tan estimables perfecciones, es mayor milagro que cualquiera otro que
se efectúa por medio del hombre. Por lo cual Dios, que hizo visibles el cielo y
la tierra, no se desdeña de hacer milagros visibles en el cielo y en la tierra,
para excitar al alma entregada aún a la contemplación y afición de los objetos
visibles, a que tribute culto y adoración a El, que es invisible. El descifrar
el lugar y tiempo donde y en el que Dios ha de obrar portentos es un arcano
incomprensible y negocio ya determinado sabiamente en su divino consejo, sin
que pueda alterarse en lo más, mínimo; como que en sus previos e indefectibles
decretos y providencia están ya presentes todos los tiempos que han de venir. Pues
este gran Dios, sin moverse temporalmente, mueve todas las cosas temporales, y
de una misma manera conoce lo que está por hacer que lo hecho, y de un mismo
modo oye a los que le invocan que ve y observa a los que le han de invocar y
llamar en sus aflicciones. Pues, aun cuando sus ángeles nos oyen, él nos oye en
ellos como en su templo verdadero, y no formado por mano inferior; así como en
todos sus santos, y lo que prescribe se ejecute temporalmente, corre ya
conforme, a las justas ordenaciones de su santa ley eterna.
CAPITULO XIII: Cómo siendo Dios invisible se dejó ver muchas veces, no según lo que es, sino según lo que podían comprender los que lo veían.
No nos debe extrañar que siendo
invisible se diga que en repetidas ocasiones se apareció visiblemente a los
santos padres de la antigua ley, porque de la misma manera que con el sonido o
eco de la voz se oye y percibe la sentencia y concepto que está en el oculto
seno del entendimiento, así también la forma o figura con que dejó verse Dios, no
era realmente lo que, es el mismo Señor. Sin embargo, el Omnipotente era el que
se dejaba ver en aquella forma corporal, así como la misma sentencia o concepto
es lo que se oye por el sonido y eco de la voz; no ignoraban los padres que veían
a Dios en forma o especie corporal, lo cual no era en realidad de verdad, porque
también hablaba con Moisés cuando conferenciaba con el Señor, y, no obstante, le
decía: Si he hallado gracia delante de ti, déjame que te vea para que te
conozca. Así que, conviniendo, según los inescrutables decretos del Altísimo, que
la ley de Dios se diese y publicase no a una persona sola, o ciertos hombres
sabios, sino a toda una nación y pueblo inmenso; en presencia de todo ese
pueblo se vieron obrar estupendas maravillas en el mundo donde se daba la ley
por uno solo, estando presente toda aquella innumerable multitud a los
pavorosos y tremendos estruendos que se oían. Porque el pueblo de Israel no
creyó a Moisés, como creyeren los lacedemonios al legislador Licurgo cuando les
dijo que había recibido de Júpiter o de Apolo las leyes que él había formado
para sí solo, porque cuando se dio la ley al pueblo a quien se mandaba
reverenciase y adorase a un solo Dios, a vista del mismo pueblo apareció en
cuanto fue necesario la Majestad y Providencia divina con maravillosas señales
y movimientos, para promulgar la misma ley que nos enseña cómo ha de servir la
criatura a su Criador.
CAPITULO XlV: Cómo debe adorarse un solo Dios, no sólo por los bienes eternos, sino también por los temporales, todos los cuales consisten en la potestad de su providencia.
Del mismo modo que van
fomentándose y aprovechando las buenas y Saludables instrucciones de un hombre
virtuoso, así las del linaje humano, en lo referente al pueblo de Dios, fueron
creciendo por determinados períodos, como quien crece progresivamente según el
estado de su edad, para, que viniera a elevarse de la contemplación de las
cosas temporales a las de las eternas, y de las visibles a las invisibles; de
modo, que, aun cuando Dios nos prometía premios visibles, no obstante, nos iba
recomendado la veneración y adoración de un solo Dios, para que el espíritu
humano, por los bienes terrenos y caducos de esta vida transitoria, no se
sujetase a otro que al verdadero Criador y Señor absoluto de las almas. Porque
cualquiera que niega que todo cuanto pueden dar a los hombres, o los ángeles, o
los hombres, no está en la omnipotencia y sumo poder de un Dios todopoderoso, éste,
sin duda, desatina o está demente. A lo menos Plotino, filósofo platónico, tratando
de la Providencia divina, prueba, por la hermosura de las hojas y de las flores,
que la Providencia llega a abrazar y comprender todo cuanto hay; desde el mismo
Dios, cuya hermosura es incomprensible e inefable, hasta estas cosas terrenas y
humildes, de todas las cuales, como despreciables que pasan velozmente y en un
momento perecen, afirma que no pueden tener los correspondientes números y
perfecciones de sus formas, si no les sobreviene la forma de aquella verdadera
forma incomprensible e inconmutable que comprende en sí todas las perfecciones.
Lo mismo enseña Jesucristo Señor nuestro por estas palabras: Considerad las flores
del campo cómo crecen sin trabajar ni hilar, y, no obstante, os digo que ni aun
Salomón en el colmo de su gloria y prosperidad, se vistió como una de éstas. Pues
si a la hierba del campo que hoy nace y mañana se echa al fuego la viste Dios así,
cuánto más a vosotros, gente de poca fe? Así que para el alma del hombre, sujeta
a los deseos y propensiones de la tierra, los mismos bienes caducos e
inestables que temporalmente desea y necesita en esta vida transitoria son de
poco momento en comparación con los bienes eternos de la vida futura; sin
embargo, no los acostumbra pedir ni esperar sino de la mano de un solo Dios, a
fin de que ni aun con el deseo de éstos se aparte del culto y veneración de
Aquel cuya posesión y visión beatífica ha de conseguir por el desprecio y
aversión de semejantes bienes terrenos.
CAPITULO XV: Del ministerio con que los santos ángeles sirven a la divina Providencia.
De tal modo quiso la divina
Providencia trazar y ordenar el curso de los tiempos, que, según dije y se lee
en los Hechos Apostólicos: Fue su voluntad que la ley sobre el culto y religión
de un verdadero Dios se diese por medio de los edictos de los ángeles, y que en
ellos se mostrase visiblemente la persona del mismo Dios, aunque no en realidad,
porque siempre permanece invisible a los ojos corruptibles, sino que por
ciertos indicios apareciese visiblemente por medio de la criatura sujeta a su
Criador, y que hablase con voces articuladas de lengua humana, gastando en las
sílabas sus pausas y detenciones de tiempo, el cual, en su naturaleza, no
corporal, sino espiritual; no sensible, sino inteligible; no temporal, sino
eterna, ni comienza ni deja de hablar, lo cual, estando cerca de El, oyen más
sinceramente, no con el oído del cuerpo, sino con el del espíritu, sus ministros
y mensajeros que gozan y participan de su inmutable verdad, siendo
bienaventurados e inmortales, y lo que oyen con expresiones inefables sobre lo
que deben ejecutar y comunicar a los seres visibles, sensibles y terrenos, lo
hacen sin réplica ni dificultad alguna. Esta ley se dio conforme a la
distribución ordenada de los tiempos, la cual tuvo primeramente, como queda dicho,
promesas terrenas significativas de las eternas, las cuales celebraron muchos
con sacramentos visibles y las entendieron muy pocos. Con todo, en ella con
manifiesta contextación y analogía, así dos veces como de expresos mandatos, se
manda y establece el culto y veneración de un solo Dios, no de alguno de los
que componen la turba de los falsos, sino de Aquel que hizo el cielo y la
tierra, y todas las almas y todo espíritu que no es el mismo Dios; porque éste
es el que crió y, formó, y ellos son sus hechuras, y para que tengan ser y se
conserven, tienen necesidad de valerse en todo del que los hizo.
CAPITULO XVI: Si en la materia de poder alcanzar y merecer la bienaventuranza se debe creer en los ángeles, que piden ser reverenciados con el honor y culto que se debe a Dios, o a aquellos que mandan sirvamos santa y religiosamente, no a ellos, sino a Dios.
A qué ángeles debemos dar asenso
sobre la cuestión de la vida bienaventurada y sempiterna, a los que intentan
que los reverenciemos con ritos y ceremonias religiosas, pidiéndonos que los
adoremos y ofrezcamos sacrificios, o a los que dicen que toda esta reverencia y
culto se debe solamente a un Dios Todopoderoso, Criador de todas las cosas, a
quien prescriben que rindamos todo este honor y culto con verdadera piedad; con
cuya amable vista y contemplación son también bienaventurados, prometiéndonos
que lo seremos también nosotros? Porque la vista de Dios es tan hermosa y digna
de un amor tan singular, que sin ella, aunque tenga uno abundancia de otros
cualesquiera bienes, no duda Plotino decir que es infelicísimo. Siendo, pues, cierto
que unos ángeles nos mueven e incitan con señales admirables a que adoremos con
reverencia y culto de latría a solo Dios, y otros a que se les adore a ellos, es
digno de notarse que aquellos nos prohíben el adorar a éstos, y éstos no se
atreven a prohibir que sea venerado aquél. De éstos a quiénes debemos dar más
crédito? Respóndannos los platónicos, respóndannos cualesquiera filósofos, respóndannos
los theurgos, o, por mejor decir los periurgos, por cuanto son acreedores a que
se les dé este nombre, por tales artes y estudios; finalmente, respóndannos los
hombres, si es que de algún modo vive en ellos algún sentido natural, con el
cual les hizo Dios racionales; respóndannos, digo, si se debe ofrecer
sacrificios a los dioses o ángeles, que mandan expresamente que se les
sacrifique a ellos solos, o solamente a aquel Señor a quien prescriben se haga así
los que prohíben que se les ofrezcan víctimas y sacrificios a ellos mismos y a
los otros, aunque ni éstos ni aquellos hicieran milagros, sino únicamente
mandaran los unos que se les sacrificase a ellos, y los otros ordenaran que
solamente se ofreciesen sacrificios a un solo Dios verdadero, debían muy bien
advertir con piedad y religión cuál de éstos procedía con fausto y soberbia, y
cuál con verdadera religión. Digo más, aun cuando sólo los que quieren se les
sacrifique pudieran mover a los hombres con obras maravillosas, y los que los
prohíben y prescriben que se sacrifique a un solo Dios verdadero, no quisiesen practicar
estas maravillas y milagros visibles, seguramente debíamos anteponer su
autoridad, siguiendo, no el sentido del cuerpo, sino la luz de la razón. Pero habiendo
Dios, para recomendarnos la verdad de su palabra, procedido de manera que por
estos sus mensajeros y ministros inmortales que predican y celebran no su
fausto y soberbia, sino la Majestad Divina, ha hecho milagros mayores, más
ciertos y más evidentes, para que los que desean para sí los sacrificios no
persuadiesen fácilmente a los flacos, el conocimiento de Dios, probando la
falsa religión a sus sentidos con algunos prodigios estupendos; quién habrá tan
ignorante que no elija los verdaderos para seguirlos, puesto que halla en ellos
mucho más de que poder admirarse? Puesto que los milagros que obran los dioses
de los gentiles, de que se hace mención en sus historias (y no hablo de los que
en el decurso de los tiempos suceden por ocultas y secretas causas naturales, aunque
ciertas y subordinadas a la divina Providencia), como son los inusitados partos
de los animales, las apariencias extraordinarias en el cielo y en la tierra, ya
sean las que causan espanto y terror, ya las que hacen notables daños y estragos,
las cuales dicen que se aplacan y mitigan con ritos diabólicos por la engañosa
astucia de los espíritus infernales, sino de los milagros, que con toda
evidencia se hacen por la virtud y potestad divina, como es lo que refieren de
las imágenes o simulacros de los dioses Penates, que condujo Eneas cuando vino
huido de Troya que se mudaron de un lugar a otro; que Tarquino cortó con una
navaja una piedra; que la serpiente de Epidauro acompañó la estatua de
Esculapio, habiéndola embarcado en su nave para traerla a Roma; que la nave en
que iba la estatua de la madre Frigia, no pudiéndola mover todos los esfuerzos
de muchos hombres y bueyes, la movió y trajo a la ribera sólo una tierna
doncella, atándola su faja para testimonio de su castidad; que la virgen Vestal,
sobre cuya honestidad se hacia inquisición, satisfizo a la duda llenando en el
Tíber de agua un harnero sin que se le vertiese una gota; estos portentos y
otros semejantes de ningún modo deben compararse en virtud y grandeza a los que
leemos sucedieron en el pueblo de Dios, cuanto menos los que por las leyes aun
de las naciones que adoraron y reverenciaron a, los falsos dioses fueron
prohibidos y severamente castigados, es a saber, los mágicos y theúrgicos, que
los más de ellos sólo en la apariencia embelesan y engañan los humanos sentidos,
como es el hacer bajar la luna, como dice Lucano, hasta que llegue de cerca a arrojar
su veneno en las hierbas que tiene para este efecto preparadas el encantador. Y
aunque algunos milagros o singulares habilidades suyas, en la grandeza de las
obras parece que se igualan con algunos que hacen las personas piadosas y
religiosas, con todo, el mismo fin con que se hacen manifiesta qué son, sin
comparación, mucho más excelentes los nuestros. Porque con aquellos portentos
se pretende recomendar el culto de muchos dioses, a los cuales tanto menos
debemos sacrificar cuanto más lo desean, y con éstos se nos encarga el culto de
un solo Dios verdadero, quien claramente nos demuestra que no tiene necesidad
de semejantes sacrificios así con el testimonio de sus sagradas letras como con
haber abrogado el mismo Señor, al tiempo de predicar y promulgar la ley
Evangélica, todos los sacrificios y ritos de la Mosaica. Luego si algunos
ángeles desean para sí los sacrificios, deben ser pospuestos a los que los
desean no para sí, sino para Dios, Criador de todas las cosas, a quien sirven
fielmente. Porque con este modo de obrar nos manifiestan el amor sincero que
nos profesan, puesto que con el sacrificio intentan sujetarnos, no a sí mismos,
sino a aquel gran Dios con cuya vista son bienaventurados y eternamente felices.
Pretenden asimismo que nos acerquemos a conseguir aquel sumo bien, de cuyo amor
y obediencia jamás se apartaron, y si los ángeles que quieren se ofrezcan
sacrificios no a uno, sino a muchos, quieren se sacrifique no a sí, sino a muchos
dioses, cuyos ángeles son ellos mismos, aun así deben ser pospuestos a aquellos
que son ángeles de un solo, Dios verdadero, Dios de todos los dioses, a quien
ordenan se tribute adoración y sacrificios, de manera que prohíben expresamente
el sacrificar a otro alguno, y ninguno de ellos veda el sacrificar a este gran
Dios, a quien mandan éstos que se ofrezcan sacrificios. Y si lo que, más da a
entender y demuestra sus altivos y arrogantes engaños, ni son buenos, ni
ángeles de dioses buenos, sino demonios malos que intentan que sacrifiquemos no
a un solo y sumo Dios, sino a ellos mismos, qué mayor favor y amparo debemos
procurar contra ellos que el de un solo Dios a quien sirven los ángeles buenos,
los cuales ordenan que sirvamos con el sacrificio no a ellos, sino a Aquel cuyo
sacrificio debemos ser nosotros mismos?
CAPITULO XVII: De la Arca del Testamento y de los milagros que obró Dios para recomendarnos la autoridad de su ley y promesas.
Por este motivo la ley de Dios, que
se promulgó por ministerio de los ángeles, en la que se mandó reverenciar y
adorar con religión divina a un solo Dios de los dioses, prohibiendo
severamente la adoración de todos los demás dioses, estaba colocada en el arca
que se llamó Arca del Testimonio. Con este nombre se da a entender
bastantemente que Dios no solía incluirse y encerrarse en lugar alguno cuando
desde la misma Arca daba a sus oráculos respuestas y señales visibles, sino que
de allí salían los testimonios de su voluntad divina, puesto que la ley que
estaba escrita en tablas de piedra estaba allí, como dije, en el Arca, la cual
todo el tiempo que peregrinaron por el desierto, llevando consigo el
Tabernáculo, que asimismo se llama Tabernáculo del Testimonio, la conducían los
sacerdotes con la debida reverencia y veneración. Servíales también de señal el
que de día se les aparecía una nube, la cual de noche resplandecía como fuego, y
cuando se movía la nube, se movía todo el campo real, y donde paraba allí
sentaban los reales. Dio Dios al tiempo de la promulgación de su ley santa
otros testimonios confirmados con grandes y estupendos milagros, fuera de los
que he referido, y además de las respuestas que daba desde el sagrado lugar del
Arca. Pues cuando entraron en la tierra de promisión, pasando con la misma Arca
por el Jordán, suspendiendo el río el curso de sus aguas por la parte de arriba
y corriendo por la de abajo, abrió lugar capaz y enjuto para pasar en seco el
Arca y el pueblo. Después, dando siete vueltas con el Arca a la primera ciudad
enemiga que encontraron, cuyos ciudadanos, como gentiles, adoraban muchos
dioses, repentinamente cayeron al suelo sus fuertes muros, sin combatirlos ni
batirlos con máquinas ni otras invenciones guerreras. En seguida, estando ya en
posesión de la tierra de promisión, y por sus enormes pecados, el Arca cayó en
poder de sus enemigos, quienes la cautivaron y colocaron con grande honor y
reverencia en el templo de su dios tutelar, a quien entre todos veneraban más, y
dejándola así cerraron el templo, y abriéndole al día siguiente, hallaron al
ídolo que adoraban caído en el suelo y todo quebrado. Conmovidos los idólatras
con tan estupendo prodigio, y viéndose vergonzosamente castigados, volvieron el
Arca del Testamento al pueblo a quien se la habían tomado; pero de qué modo se
hizo la restitución? Pusiéronla sobre un carro y uncieron en él dos vacas
recién paridas, quitándolas de la ubre sus becerrillos, y de esta manera las
dejaron ir libremente donde quisiesen, intentando por este medio experimentar y
probar la eficacia de la potestad divina; pero las vacas, sin tener persona que
las guiase ni gobernase, caminando directamente hacia el país de los hebreos, sin
hacerlas volver atrás los bramidos de sus hambrientos hijos, pusieron en manos
de los que reverenciaban a Dios aquel grande Sacramento de la ley antigua. Estos
y otros prodigios semejantes son pequeños respecto del gran poder de Dios, pero
son al mismo tiempo grandes para causar temor saludable, enseñar e instruir a
los mortales, porque si los filósofos, especialmente los platónicos, son elogiados
por cuanto opinaron mejor que los demás, como ya llevo referido, y enseñaron
que la divina Providencia administraba y gobernaba igualmente estos objetos
ínfimos y terrenos, fundados en el irrefragable testimonio de la numerosa, varia
y hermosa procreación de seres que hace, nacer, no sólo entre los cuerpos de
los animales, sino también en las flores y las hierbas del campo, con cuánta
más claridad y evidencia presenta un testimonio claro de su divinidad lo que
acaece en su admirable predicación, donde se recomienda y enseña la religión
que prohíbe el sacrificar a criatura alguna de las del Cielo, tierra e infierno,
mandando que solamente ofrezcamos sacrificios a un solo Dios verdadero, el cual
solo, amante y amado, hace bienaventurados? Y definiendo exactamente los
tiempos en que había ordenado se hiciesen los antiguos sacrificios, y prometiendo
que por medio de otro mejor sacerdote los había de mudar en estado más sublime,
nos demuestra y da infalible testimonio de que no los apetece ni quiere, sino
que por ellos nos quiere significar otros mejores, no porque El se ensalce o engrandezca
con estas honras, sino para que nosotros, encendidos con el fuego de su divino
amor, nos alentemos y excitemos a reverenciarle y procuremos unirnos
espiritualmente con este Señor, cuya utilidad redunda en nuestro bien, no en el
suyo.
CAPITULO XVIII: Contra los que niegan que debe darse. crédito a los libros eclesiásticos sobre los milagros que se hicieron para establecer o instruir el pueblo de Dios.
Dirá alguno que estos milagros
son falsos y que nunca sucedieron, sino que mintieron los que los escribieron? Todo
el que así se explica, si niega que en este particular no debemos creer
absolutamente a criatura alguna, podrá decir también que tampoco hay dioses que
cuiden de los mortales. Pues ellos mismos no usaron de otro arbitrio para
persuadir a los hombres a que los adorasen, sino obrando estupendos prodigios, los
cuales refiere igualmente la historia de los gentiles, cuyos dioses pudieron mejor
hacer ostentación de admirables que mostrarse útiles. Y así en esta obra, cuyo
libro X tenemos ya entre manos, no nos encargamos de convencer y refutar a los
que niegan que hay naturaleza divina, o defienden que no vigila ni cuida de las
cosas humanas, sino a los que prefieren y anteponen sus dioses a nuestro Dios, autor
y fundador de esta santísima y gloriosísima Ciudad, ignorando que este mismo es
también el Autor y Criador invisible e inconmutable de este mundo visible y
mudable, verdadero dador de la vida bienaventurada, no con los objetos que ha
criado, sino con su propia Persona. Porque su profeta veracísimo dice
expresamente: Mi bien es unirme con Dios. Pues el sumo bien de que se disputa
entre los filósofos es aquel al cual deben referirse para su consecución todos
los oficios y operaciones humanas. No dijo el real profeta, mi sumo bien, o toda
mi bienaventuranza es el tener abundancia de riquezas, o el vestirme de púrpura,
o empuñar el cetro, o alcanzar la corona real, o lo que no tuvieron pudor en
proferir algunos filósofos, el deleite del cuerpo es mi sumo bien, o lo que
mejor dijeron los más sensatos y cuerdos, la virtud de mi alma es mi sumo bien,
sino para mí, dice, el unirme con Dios es mi sumo bien y toda mi bienaventuranza.
Esta célebre doctrina se la enseñó al real profeta aquel Señor a quien nos
advirtieron los santos ángeles, con el testimonio de los sacrificios legales, que
debíamos solamente ofrecer sacrificios; y asimismo el mismo profeta se había
hecho un sacrificio de cuyo fuego inteligible estaba interiormente abrasado, y
a cuyo espiritual reposo y unión inefable aspiraba con santos deseos. Pero si
los que adoran muchos dioses creen a las historias civiles, o a los libros
mágicos, o lo que tienen por más decente, a los theúrgicos, donde se dice que
hicieron milagros, qué razón hay para que no quieran creer que obró Dios estos
prodigios, referidos en la Santa Escritura, a la cual se debe tanta mayor fe
cuanto sobre todas las cosas es mayor Aquel a quien solo manda que ofrezcamos
nuestro sacrificio?
CAPITULO XIX: Razón por que la verdadera religión nos enseña a ofrecer a un solo Dios verdadero e invisible el sacrificio visible.
Los que imaginan que los
sacrificios visibles convienen también a los otros dioses, y que al verdadero
Dios, como invisible, le convienen los sacrificios invisibles como a mayor, mayores,
y como a mejor, mejores, como son los oficios de la conciencia pura y de la
voluntad buena, sin duda, ignoran que estos sacrificios son figuras y señales
de estos otros, así como las palabras sonoras son señales de los objetos que
representan en el ánimo. Por cuyo motivo, lo mismo que cuando oramos y alabamos
a Dios enderezamos y encaminamos nuestras voces significativas a aquel Señor a
quien ofrecemos en nuestro corazón las mismas cosas que significamos, así
cuando sacrificamos hemos de entender que no debemos ofrecer el sacrificio
visible a otro que aquel gran Dios cuyo sacrificio invisible debemos ser
nosotros mismos en nuestros corazones. Y en este piadoso acto nos aplauden, nos
dan el parabién y nos ayudan en cuanto pueden todos los ángeles y las virtudes
que nos son superiores y más poderosas en la misma bondad y piedad. Y si les
deseamos ofrecer este honor, no quieren admitirle, y cuando Dios los envía a nosotros
de modo que advirtamos su presencia, nos lo prohíben expresamente. De esta
especie hay muchos ejemplos en la Sagrada Escritura. Opinaron algunos que se
debía a los ángeles el mismo honor y culto que se debe a Dios, adorándolos u ofreciéndoles
sacrificio, pero los mismos espíritus celestiales se lo vedaron y ordenaron que
tributasen esta adoración a aquel Señor a quien sabían que solamente se debía; en
cuyo admirable ejemplo imitaron también a los santos ángeles los hombres santos
y temerosos de Dios, pues en Licaonia, habiendo milagrosamente sanado San Pablo
y Bernabé a un hombre, los tuvieron por dioses, queriendo los licaonios
ofrecerles víctimas en sacrificio, y estorbándolo con humilde piedad los santos
Apóstoles, les anunciaron y dieron noticia del Dios verdadero en quien debían
creer. Pero los espíritus seductores no por otra causa piden con tanta
arrogancia se les tribute este honor, sino porque saben que se debe al
verdadero Dios, pues no gustan, como enseña Porfirio y sienten algunos
filósofos, de los olores y perfumes de los cuerpos muertos, sino del honor y
culto que se debe a Dios, ya que en todas partes tienen abundancia de perfumes,
y si quisieran más, ellos mismos podrían proporcionárselo. Así, que los
espíritus que se atribuyen a sí mismos con altivez y soberbia la divinidad no
gustan del humo del cuerpo, sino del alma del que les suplica para enseñorearse
de ella, sujetándola y ganándola para sí, cerrándola el camino para llegar a conocer
al verdadero Dios, para que no sea el hombre su sacrificio, sacrificándose a
otro que a este gran Dios.
CAPITULO XX: Del sumo y verdadero sacrificio que hizo de sí mismo el mediador de Dios y de los hombres.
Por lo cual, el verdadero
mediador, que tomando la forma de siervo se hizo medianero entre Dios y los
hombres, el hombre Cristo Jesús, aunque admite y recibe en la forma de Dios
sacrificio con el Padre, con quien es igualmente un solo Dios verdadero, sin
embargo, bajo la forma de siervo, más quiso ser incruento sacrificio que
recibirle, para que ni aun por este motivo pensase alguno que se debía ofrecer
sacrificio a ninguna especie de criatura humana. Por este sacrificio viene a
ser el mismo Dios sacerdote, siendo El mismo que ofrece, y El mismo la oblación,
la víctima y el sacrificio. Fue su voluntad divina también que fuese sacramento
cotidiano el sacrificio de la Iglesia, la cual, siendo cuerpo místico y
verdadero de esta misma y suprema cabeza, aprende a ofrecerse a sí misma en
virtud del mandato de Jesucristo. A este verdadero sacrificio figuran en muchas
y en diferentes formas y signos los antiguos sacrificios que ofrecían los
santos, figurando o representando a éste sólo por medio de tantos, como si un
mismo asunto se dijese por muchas y diferentes palabras, para encargarle y
recomendarle más próvidamente, sin que de él resultase fastidio alguno. A este
sumo y verdadero sacrificio cedieron todos los sacrificios falsos.
CAPITULO XXI: De la potestad que Dios dio a los demonios para glorificar sus santos por el sufrimiento, los cuales vencieron a los espíritus aéreos, no aplacándolos, sino perseverando en Dios.
Aquella potestad que en ciertos y
determinados tiempos permite y concede Dios a los demonios para que, por medio
de los hombres de cuyo corazón están apoderados, ejerciten tiránicamente su
rencor y enemistad contra la Ciudad de Dios y que admitan sacrificios, no sólo
de los que se los ofrecen voluntariamente, sino también de los que no quieren
ofrecérselos y se resisten, por lo cual los persiguen violentamente hasta lograr
que se los ofrezcan, no sólo no es daño, sino que resulta en utilidad de la
Iglesia para que se cumpla el número de los mártires, a quienes la Ciudad de
Dios estima por ciudadanos más ilustres y honrados, cuanto más fuerte y
valerosamente pelean contra la impiedad de las potestades y tiranos, hasta
derramar su inocente sangre. A éstos, con mayor razón, si lo permitiera el uso
común del idioma de la Iglesia, los llamaríamos nuestros héroes. Por cuanto
este nombre dicen que se deriva de Juno, dado que Juno, en idioma griego, se
llama Hera, y por eso no sé qué hijo suyo, según las fábulas de los griegos, se
llamó Heros, significando con esta fábula, como en sentido místico, que el aire
se atribuya a Juno, en cuyo lugar dicen que habitan los héroes con los demonios,
llamando con este nombre a las almas de los difuntos que hicieron méritos
sobresalientes. Por el contrario, se llamarán nuestros mártires héroes si, como
llevo indicado, lo admitiera el uso y lenguaje eclesiástico, no porque
estuviesen asociados con los demonios en el aire, sino porque vencían a los mismos
demonios, esto es, a las potestades aéreas, y en ellas a la misma Juno, a la
cual, no del todo fuera de propósito, pintan los poetas enemiga de las virtudes,
émula y envidiosa de los varones fuertes que caminan al Cielo. Sin embargo, vuelve
a rendirse a ella miserablemente, Virgilio; pues confesándose esta deidad
vencida por Eneas no obstante, viene Heleno al mismo Eneas para darle un
consejo piadoso y religioso, al decirle: Ofrecerás prontamente tus votos a Juno,
y aplacarás y rendirás a esta poderosa señora con tus humildes dones. Y, conforme
a esta opinión, Porfirio, aunque no siguiendo su dictamen, sino el de los otros,
dice que un Dios bueno o el genio no acude a favorecer al hombre sin que primero
se haya aplacado el malo, como si entre ellos fueran más poderosos los dioses
malos que los buenos, y no queriendo los malos, no pueden aprovechar los buenos,
y pueden dañar y ofender los malos, sin que se lo puedan resistir los buenos. No
es ésta la traza que usa la religión verdadera y realmente santa; no vencen de
este modo nuestros mártires a Juno, esto es, a las potestades aéreas, émulas de
las virtudes de los siervos de Dios. Si conforme al uso común pudiera decirse
así, diríamos que de ninguna manera vencen nuestros héroes a la Hera con humildes
dones, sino con virtudes divinas. Por eso más a propósito pusieron a Escipión
el sobrenombre de Africano, porque venció y conquistó con su valor el África, que
si con dones y dádivas aplacara a los africanos sus enemigos para que se aquietaran
y no, le causaran daño alguno.
CAPITULO XXII: De dónde dimana la potestad que ejercen los santos sobre los demonios y de dónde procede la verdadera purificación del corazón.
Los hombres de Dios, por medio de
la verdadera piedad, salen vencedores contra la potestad aérea, enemiga y
contraria a la piedad, exorcizándola y no aplicándola, y todas sus tentaciones
y acometidas las vencen haciendo oración no a ella, sino a su Dios contra ella.
Pues ésta no vence o sujeta a alguno si no es con la asociación del pecado. Por
lo tanto, la victoria se consigue en nombre de aquel Señor que se hizo hombre y
vivió indemne de toda mácula de pecado, para que por la virtud divina del mismo,
que era juntamente sacerdote y sacrificio, se realizara la remisión de los
pecados, esto es, por el medianero entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo
Jesús, por cuyo medio, efectuada la purificación de nuestros crímenes, nos
reconciliamos y volvemos a la gracia de Dios. Pues los hombres, cuya
purificación no puede hacerse en esta vida por nuestras propias fuerzas y
virtud, sino mediante la divina misericordia, por su indulgencia solamente y no
por nuestra potencia, pues aun aquella escasa virtud que se dice nuestra, el mismo
Dios nos la ha concedido por efecto de su bondad. Muchas facultades y
perfección nos atribuyéramos viviendo en esta carne mortal, si no viviéramos
bajo la merced y beneficio de Dios todo el tiempo que la traemos, hasta que la
dejamos. Por eso nos dio el Señor su gracia por el divino mediador, para que, contemplándonos,
manchados con la torpeza del pecado, nos limpiáramos y purificáramos con la
semejanza de la carne del pecado. En virtud de la divina gracia con que. Dios
manifiesta en nosotros su grande misericordia; caminamos y nos gobernamos en la
vida presente por la fe y, después de ella, por la vista clara y beatífica de
la verdad inmutable llegaremos a gozar de la plenísima perfección.
CAPITULO XXIII: De los principios en que enseñan los platónicos consiste la purificación del alma.
Dice también Porfirio que sabía
por respuestas de los oráculos que no nos purificamos con los sacramentos
Teletas, que llaman ellos de la Luna, ni con los que dicen del Sol, para darnos
a entender en esta expresión que no puede purgarse el hombre con ninguna
especie de sacramentos de ninguno de los dioses Pues qué sacramentos habrá que
nos purifiquen si no purifican los del Sol y de la Luna, que son los dioses
principales que reconocen entre los celestiales? Finalmente, dice que declaró
el mismo oráculo que los principios no podían purificar, porque habiendo dicho
que los sacramentos de la Luna y del Sol no purificaban no entendiese alguno
que valían para purificar los sacramentos de algún otro de la turba de las
vanas deidades. Ya sabemos qué es lo que entiende por principios, como
platónico que es. Porque entiende a Dios Padre y a Dios Hijo, a quien el estilo
griego llama entendimiento paterno o mente paterna; sobre el Espíritu Santo, o
nada dice, o no lo dice expresamente, aunque no comprendo de quién pueda decir
que es medio entre éstos. Pues si quisiera que entendiéramos la tercera
naturaleza, que es la del alma, como la infiere Plotino cuando disputa de las
tres principales sustancias, sin duda que no le llamara medio entre éstos, es
decir, medio entre el Padre y el Hijo; porque Plotino pospone la naturaleza del
alma al entendimiento paterno, y Porfirio, cuando la llama medio, no la pospone,
sino que la interpone. Efectivamente, dijo estas expresiones como pudo o como
quiso, señalando con ellas lo que nosotros llamamos Espíritu Santo; Espíritu no
sólo del Padre ni sólo del Hijo, sino de ambos, pues los filósofos hablan con
más libertad y con los términos que les agrada, sin reparar en si ofenden en
los asuntos difíciles de comprender los oídos religiosos y escrupulosos; pero
nosotros no podemos hablar sino con términos muy limitados y precisos porque la
libertad en el decir no engendre alguna impía opinión en los objetos que con
ella significamos.
CAPITULO XXIV: Del único y verdadero principio que purifica y renueva la humana naturaleza.
Así que nosotros no decimos que
hay dos o tres principios cuando hablamos de Dios, así como tampoco nos es
lícito decir que hay dos o tres dioses, aunque hablando de cada uno en
particular o del Padre, o del Hijo, o del Espíritu Santo, confesamos también
que cada uno es Dios, y sin embargo, no decimos lo que los herejes sabelianos, que
el Padre es el mismo que el Hijo, y que el Espíritu Santo es el mismo que el
Padre y el Hijo, sino que el Padre es Padre del Hijo, y el Hijo, Hijo del Padre,
y que el Espíritu Santo ni es Padre, ni hijo del Padre y del Hijo, por cuya
razón dijeron con verdad que no se purifica el hombre sino con el principio, aunque
los sabelianos, en su modo de explicarse, pusieron los principios en plural.
Pero como Porfirio estaba sujeto
a las envidiosas potestades, de quienes, por una parte, se avergonzaba, y, por
otra, no se atrevía a reprenderlas ni redargüirlas libremente, no quiso
entender que nuestro Señor Jesucristo era el principio con cuya soberana
Encarnación nos purificamos, porque le despreció en la misma carne que tomó
para que sirviese de sacrificio para nuestra purificación, no comprendiendo
afectivamente aquel grande e incomprensible Sacramento por estar lleno de la
soberbia, que Cristo abatió con su humildad, siendo verdadero y benigno
mediador, manifestándose a los mortales en aquella mortalidad que por
libertarse de ella los malignos y engañosos medianeros con extraordinaria
arrogancia se ensoberbecieron y prometieron a los miserables mortales, como
inmortales, su engañoso y frívolo favor y ayuda. Así, que este mediador bueno y
verdadero nos manifestó y enseñó que el pecado es únicamente lo que es malo, no
la sustancia de la carne o la misma naturaleza, la cual pudo recibir sin mácula
de pecado con el alma del hombre, y pudo retenerla y dejarla con la muerte y mudarla
en mejor estado con la resurrección, mostrándonos de paso que la misma muerte, aunque
fuese pena merecida por el pecado, la cual quiso el mismo Dios satisfacer por
nosotros, no se debía ejecutar aun cuando se pudiese, pecando, antes, si fuese
posible, se debía padecer por la justicia; y por eso pudo, muriendo, perdonar
los pecados, porque murió y no por su pecado. A este no conoció el filósofo
platónico que era el principio, porque le reconociera por purificativo, porque
no es el principio la carne o el alma humana, sino el Verbo por quien fueron
criadas todas las cosas. Así que la carne no purifica por sí misma, sino el
Verbo, que quiso vestirse de ella cuando el Verbo se hizo carne y habitó entre
nosotros. Y así hablando de la mística comida de su carne, los que no lo habían
entendido, ofendidos y escandalizados, se fueron diciendo: Dura es esta palabra,
quién la puede escuchar? , y a los demás que habían quedado les dijo: El
espíritu es el que vivifica; la carne nada aprovecha. Por eso habiendo tomado
el principio alma y carne, él es el que purifica el alma y la carne de los
creyentes, y por lo mismo, preguntándole los judíos quién era, respondió que
era principio, lo cual, sin duda, nosotros, siendo carnales, flacos, sujetos a
pecados y envueltos en las tinieblas de la ignorancia, no lo pudiéramos
entender si no nos purificara y sanara el mismo Señor por lo que éramos y no
éramos. Porque éramos hombres, pero no éramos justos, y en su Encarnación hubo
naturaleza humana, pero era justa, no pecadora. Esta es la mediación con que se
dio la mano a los caídos y postrados. Esta es la semilla dispuesta por los
ángeles, con cuyos edictos se promulgó la ley que mandó adorar y reverenciar un
solo Dios, y prometió que vendría este mediador.
CAPITULO XXV: Que todos los santos, así en tiempo de la ley como en los primeros siglos, se justificaron en virtud del sacramento y fe de Jesucristo.
Asimismo con la fe de este
sacramento pudieron purificarse los justos de la antigua ley, viviendo
santamente no sólo antes que la ley se diese al pueblo hebreo, sino también en
tiempo de la misma ley; aunque en las figuras de los ritos espirituales
pareciese que las promesas que contenían eran carnales, por lo cual se llama Testamento
Viejo. Porque hubo entonces también profetas por quienes igualmente que por los
ángeles se predicó la misma promesa, y del número de éstos era aquel cuyo
dictamen y sentencia tan soberana y tan divina referí poco antes, tratando sobre
el fin del sumo bien, del hombre: Todo mi bien v mi bienaventuranza es unirme
con Dios. En cuyo salmo se declara bastantemente la distinción que hay entre
los dos Testamentos que se llaman Viejo y Nuevo. Pues por las promesas carnales
y terrenas, viendo que los impíos abundaban de ellas, dice que vacilaron sus
pies y que estuvo titubeando para caer, pareciéndole como que había servido en
vano a Dios, pues los que le despreciaban y no servían fielmente gozaban de la felicidad
que él esperaba de tan gran Señor; y que sufrió grandes molestias en el examen
de este punto, queriendo averiguar por qué pasaba así; hasta que entró en el
santuario de Dios, y entendió y conoció el último fin y destino de los que
parecían felices y dichosos, a los ojos de su ignorancia. Entonces notó que los
que se encumbraron sobremanera fueron, como dice, derrotados y abatidos, y que
faltaron y perecieron por sus culpas, y todo el colmo de la felicidad temporal
se les volvió como un sueño de uno que, despertado de improviso, se halla
desamparado de los falsos contentos y objetos deleitables que imaginaba en su
fantasía. Y porque en esta tierra o ciudad terrena les parecía que eran, grandes:
Señor, dice, allá en tu Ciudad reducirás a nada aquella su apariencia o
imaginaria felicidad. Pero cuán útil le fue no buscar aun las cosas terrenas, sino
de la mano de un solo Dios verdadero, en cuyo poder están todas las cosas
celestes y terrestres, bien claro lo manifiesta cuando dice: Yo he sido como
una bestia delante de ti, y yo siempre contigo. Como una bestia dijo, efectivamente,
porque no lo entendía. Pues yo no debía esperar de tu mano sino cosas que no
puedo tener comunes con los impíos y pecadores, a los cuales, viendo en abundancia,
imaginé que te había servido en vano, puesto que la tenían los que no habían
querido servirte. Con todo, yo siempre perseveré contigo, porque aun en el
deseo de semejantes objetos no te dejé ni busqué otros dioses, y por eso continúa:
Me tuviste de la mano derecha y me encaminaste por el camino de tu voluntad y
ley, y me recibiste y acogiste con mucho honor y gloria. Como que pertenecen a
la siniestra todas aquellas cosas de que, viendo a los impíos con abundancia, casi
estuvo para caer: Porque qué tengo yo, dice, en el Cielo sin ti, o qué puedo
desear sobre la tierra, sino a ti? Repréndese a sí mismo, y con razón se
arrepiente, porque teniendo un bien tan inestimable en el Cielo, buscó y
pretendió en la tierra de la mano poderosa de su Dios una cosa tan transitoria
y frágil y en algún modo una, felicidad de lodo: Desfalleció, dice, mi corazón
y carne, Dios de mi corazón, es a saber, desfalleció con buen desfallecimiento
y deseo, aspirando de las cosas inferiores a la posesión de las superiores; por
lo que dice en otro salmo: Desea y desfallece mi alma por el goce de los
soberanos palacios del Señor; y asimismo dice en otro: Desfalleció mi alma por
tu salud. Sin embargo, habiendo hablado de ambas cualidades, esto es, del
desfallecimiento del corazón y de la carne, no añadió Dios de mi corazón y de
mi carne, sino Dios de mi corazón, pues por el corazón se purifica la carne; y
así, dice el Señor: Limpiad lo que está dentro, y así lo de afuera estará
limpio. Después llama a su parte a Dios, y no algo de El, sino El mismo: Dios, dice,
de mi corazón, o Dios que para siempre eres mi parte y mi opción; porque entre
muchas cosas a que se aficionan y escogen los hombres, él quiso elegir a Dios: Porque
los que se alejan, dice, de ti perecerán; destruiste a todos los que fornican y
se apartaron de tu fe y religión; esto es, que quieren ser como una
prostitución y amancebamiento de muchos dioses. De donde se deduce la otra
expresión, por cuya ocasión me pareció conveniente referir lo restante del
mismo salmo: Respecto de mí, todo mi bien y bienaventuranza consiste en unirme
con Dios; no desviarme lejos de él, no andar fornicando por diferentes objetos.
Y el unirse con Dios se efectuará perfectamente cuando todo lo que se hubiere
de libertad estuviere ya en salvo y libre. Pero ahora es muy a propósito lo que
sigue: Que es poner su esperanza en Dios, pues la esperanza que se ve no es esperanza,
porque lo que uno ve ya cómo lo espera?, dice el Apóstol, y si lo que no vemos
esperamos, con paciencia y sufrimiento lo esperamos. Viviendo, pues, ahora, con
esta esperanza, practiquemos lo que se sigue, y seamos también, según nuestra
posibilidad ángeles de Dios, esto es, sus nuncios y mensajeros, anunciando su
voluntad y alabando su gloria y divina gracia. Por lo que habiendo dicho: Ahora
pongo mi esperanza en Dios, añadió: para que anuncie y predique todas sus
alabanzas en las puertas de la hija de Sión Esta es la gloriosísima Ciudad de
Dios, ésta es la que reconoce y reverencia a un solo Dios, ésta es la que nos
anunciaron los santos ángeles cuando nos convidaron con su amable compañía, y
quisieron que en ella fuéramos conciudadanos suyos, los cuales no gustan de que
los veneremos como a dioses nuestros, sino que con ellos adoremos a su Dios, que
lo es nuestro, ni que les ofrezcamos sacrificios, sino que con ellos nos ofrezcamos
como verdadero sacrificio al Señor. Así que, sin que pueda dudar ninguno que
considerare esto libremente sin perversa obstinación, todos los inmortales
bienaventurados que no nos envidian, sino que nos estiman sobremanera y desean
que seamos también como ellos lo son bienaventurados; más nos favorecen y
ayudan cuando reverenciamos con ellos a un solo Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo, que si les veneráramos a ellos mismos y les ofreciéramos sacrificios.
CAPITULO XXVI: De la inconstancia de Porfirio, que anda vacilando entre la confesión de un verdadero Dios y el culto de los demonios.
No sé cómo en este particular
Porfirio, a mi entender, pudo tener empacho y pudor de sus amigos los theurgos,
porque los misterios, o más bien ridiculeces de éstos los comprendió bien, mas
no por eso se encargó libremente de la defensa del verdadero Dios contra el
culto de muchos dioses falsos. Pues llegó a decir que del número de los ángeles
había unos que descendían a la tierra y daban a entender a los prohombres theurgos
las máximas y ordenaciones divinas; otros, que en la tierra declaraban los
arcanos y atributos que son peculiares del Padre, su alteza y su profundidad en,
las ideas. Pregunto, pues: hemos de creer que esos ángeles, cuyo oficio es
patentizar la voluntad del Padre, quieren que nos sujetemos y rindamos a otro
que a aquel Señor cuya voluntad nos anuncian? Por lo que nos advierte con justa
razón el mismo filósofo platónico que a éstos antes los debemos imitar que
invocar. No debemos, pues, temer ofender a los inmortales y bienaventurados que
reconocen un solo Dios verdadero, por no ofrecerles sacrificios, pues aquel
culto que saben no se debe sino a un solo Dios verdadero, con cuya inefable
unión son bienaventurados, sin duda, que no se complacen en que se les atribuya
a ellos, ni por figura, alguna significativa ni por el mismo misterio que se
significa por los Sacramentos. Porque tal arrogancia es propia de los demonios
soberbios, altivos y miserables, de la cual se diferencian mucho la piedad de
los que reconocen a Dios y de los que son bienaventurados, no por otro motivo
sino por la unión beatífica que tienen con este Señor. Y para que con toda
claridad comprendamos este sumo bien, se sigue necesariamente que nos hayan de
favorecer con benignidad sincera, y que no se arroguen facultad alguna por la
que nos sujetamos a ellos, sino que nos prediquen y anuncien a aquel gran Dios,
bajo cuyos auspicios soberanos nos vengamos a unir con ellos en paz. A qué
temes todavía, oh filósofo!, y no hablas libremente contra las émulas
potestades que envidian las verdaderas virtudes, y los dones y beneficios del
verdadero Dios? Ya has confesado que los ángeles que nos anuncian la voluntad
del Padre son diferentes de los otros ángeles que descienden no sé con qué artificio
a los hombres theúrgicos; para qué les tributas honores todavía, diciendo que
pronuncian portentos divinos? Y qué cosas divinas declaran los que no nos
anuncian la voluntad del Padre? En efecto; son aquellos a quienes el envidioso
espíritu ligó con sus conjuros a fin de que no practicasen la purificación del
alma y a quienes ni el bueno, como tú dices, deseando ellos hacer la
purificación, los pudo soltar y ponerlos en su potestad. Aun dudas de que éstos
son demonios malignos, o acaso finges que lo ignoras por no ofender a los
theúrgicos, por quienes, engañado con la curiosidad, aprendiste como gran
beneficio estas perniciosas abominaciones y desvaríos? Y te atreves a esta
envidiosa, no digo potencia, sino pestilencia; no quiero llamarla señora, sino
como tú lo confiesas, esclava de los envidiosos y malintencionados; te atreves,
digo, trascendiendo este aire de la atmósfera a levantarla, sobre los cielos y
colocarla en lugar sublime entre vuestros dioses celestiales y aun a infamar con
estas ignominias las mismas estrellas?
CAPITULO XXVII: De la impiedad de Porfirio, que sobrepujó aún el error de Apuleyo.
Cuánto más tolerable y humano fue
el error de Apuleyo, platónico como tú, quien situando a los demonios solamente
en lugar inferior a la luna, aunque honrándolos, sin embargo, voluntaria o, forzosamente,
confesó, que padecían las flaquezas de las pasiones y perturbaciones del ánimo;
pero a los dioses superiores del cielo que pertenecen a los espacios y regiones
etéreas, ya sea los visibles que veía que con sus brillantes resplandores
alumbran todo el mundo, el sol, la luna y los otros luminares celestes; ya sea
los invisibles, de quienes entendía que estaban libres de los defectos y
sensaciones de las turbaciones del alma, los distinguió y segregó de éstos con
toda la diligencia y exactitud que exigían sus facultades intelectuales? Mas tú
aprendiste esta doctrina errónea, no de Platón, sino de tus maestros, los
caldeos, elevando los humanos vicios sobre las alturas etéreas y aun sobre las
empíreas y sobre el firmamento del cielo, para que así puedan vuestros dioses
pronunciar y patentizar los arcanos divinos a los theurgos; y, sin embargo, te
haces superior a las inteligencias divinas sólo por el privilegio que gozas de lograr
la vida intelectual; de tal conformidad, que efectivamente, no te parecen
necesarias para tu uso, como filósofo, las purificaciones del arte theúrgico, y,
con todo, las persuades a otros, como para recompensar con esta satisfacción a
tus maestros, induciendo engañosamente a los que son incapaces de filosofar o
adoptar máximas que confiesas son inútiles para ti, como capaz de superiores
inteligencias; con el ánimo de que cuantos estuvieron alejados de la filosofía,
y no fueren capaces de penetrar y abrazar su virtud, que es muy ardua y
dificultosa y adaptable a muy pocos, acuden con tu autoridad y dictamen a los theúrgicos
para que los purifiquen, si no en el alma intelectual, a lo menos en el alma
espiritual. Y por cuanto sin comparación es mayor el número de los que no
gustan ni se aplican a filosofar, acuden muchos más a tus secretos e ilícitos
preceptores que a las escuelas de Platón, porque ésta fue la promesa que te
hicieron los inmundos e infernales espíritus, fingiéndose dioses etéreos, cuyo
predicador, panegirista y ángel te has constituido, diciendo que los
purificados en el alma espiritual por las operaciones del arte theúrgico aunque
no vuelva al Padre con todo habitarán con los dioses etéreos sobre las regiones
aéreas No escucha ni admite éstas falsedades la congregación de los fieles, a
quienes vino a libertar de la pesada servidumbre y tiranía del demonio Jesucristo
nuestro Señor, porque en él tienen la fuente inagotable de sus misericordias
para conseguir la purificación de su alma, espíritu y cuerpo, y por eso recibió
en sí, sin haber cometido el más mínimo desliz, los pecados de todos los
hombres para sanar del contagio del pecado a todo aquello de que consta el
hombre. Y ojalá que tú le hubieras conocido también, y para tu eterna salvación
te hubiera. puesto con tanta más seguridad en sus manos, que no, o en las de tu
propia virtud, que es en efecto humana, frágil, imbécil, o en las de una
perniciosa curiosidad. Porque no te engañaría aquel gran Dios, a quien, como tú
mismo escribes, vuestros oráculos confesaron por santo e inmortal; por quien
dijo asimismo el príncipe de los poetas, en estilo poético, y aunque en persona,
de otro, con todo, fue veraz si lo refieres a Jesucristo: Cuando vos reinareis,
Señor, si hubieren quedado algunos rastros de nuestras culpas, vos las
perdonaréis y libraréis al mundo del perpetuo miedo. Llámalos, aunque no pecados,
a lo menos rastros de pecados, a los que pueden quedar aun en los más
aprovechados en la virtud de la justicia por la humana flaqueza e inestabilidad
de esta vida; los cuales no los quita ni sana sino el soberano Salvador, por
cuyo respecto se compuso este verso; pues que nos dijo Virgilio estas palabras
como si fuesen producción de su entendimiento, lo demuestra el cuarto verso de
la égloga, que dice: La santa edad postrera ya es llegada, que la Cumea sagrada
había cantado; donde aparece evidentemente que la sibila Cumea fue la autora de
esta predicción. Pero los theurgos, o, por mejor decir, los demonios, que
fingen especies y figuras de dioses, antes profanan que purifican el espíritu
del hombre con la falsedad de sus fantasmas y con el engañoso embeleco de sus
vanas formas: Pues cómo han de purificar el espíritu del hombre los que tienen tan
impuro y sucio el suyo? Porque si no le tuvieran de este modo, de ninguna
manera se dejaran ligar con los conjuros del hombre envidioso y malintencionado,
ni el mismo beneficio vano y fútil que parece habían de hacer, o de miedo le
detuvieran, o con otra igual envidia le denegaran. Basta el que confieses que
no puede limpiarse con purificación theúrgica el alma intelectual, esto es, nuestra
mente, aunque dices que puede purgarse con semejante arte la parte espiritual, es
decir, la inferior a nuestra mente y, sin embargo, confiesas que con esta arte
no puede hacerse a él inmortal o eterna. Pero Jesucristo promete la vida eterna,
y así concurre todo el mundo, con despecho, mas no sin admiración y terror
vuestro. Qué aprovecha decir lo que no pudiste negar, que van errados los
hombres con la disciplina theúrgica, y que suceden a infinitos con sus ciegas y
necias opiniones, siendo un error evidente acudir con nuestros votos y súplicas
a los príncipes y a los ángeles? Y, por otra parte, porque no parezca que has
trabajado en vano, diciendo esto vuelves a enviar los hombres a los theurgos, para
que éstos purifiquen las almas espirituales de los que no viven conforme al
alma intelectual.
CAPITULO XXVIII: Con qué razones ofuscado, Porfirio no pudo conocer la verdadera sabiduría, que es Jesucristo.
Así que introduces a los hombres
en un notable error, y no te avergüenzas de un daño tan grave profesando amor a
la virtud y sabiduría; la cual, si fiel y verdaderamente amaras y profesaras, hubieras
conocido a Cristo, virtud de Dios y sabiduría de Dios, y no hubieras apostatado
y dejado su apreciable humildad, llevado de la vana altivez de tu vana ciencia.
Sin embargo, confiesas que puede el alma espiritual purificarse con la virtud
de la continencia, sin el auxilio de las ates theúrgicas y sin sus decantados
sacramentos, en cuyo estudio te has molestado inútilmente, A veces dices
también que después de la muerte estos sacramentos no alivian el alma; de modo
que ni a la misma que llamas espiritual parece que aprovecha después de la vida
presente; y, no obstante, haces una larga digresión sobre este particular, no
por otro fin, a lo que creo, sino por parecer perito y práctico en semejantes
futilezas, y por venderte al gusto de los aficionados a las artes ilícitas, o
por excitar la curiosidad de otros excitándolos a abrazarlas, Pero es asimismo
cierto lo que dices que se deben temer estas artes, o por el rigor de las leyes,
o por el rigor que hay en practicarlas. Y ojalá que a lo menos oigan y adopten
este tu consejo los miserables y que las desamparen, porque en ellas no se
aneguen y pierdan, o que por ningún pretexto se aproximen al estudio de ellas! Dices
también que no se purifica con ellas la ignorancia, y, por consiguiente, tampoco
se purgan muchos otros vicios, sino únicamente por el entendimiento paterno, que
sabe y conoce la voluntad paterna. Y, sin embargo, no quieres creer que éste es
Jesucristo, pues le desprecias por haber tomado carne humana de una mujer, y
por la ignominia que padeció sufriendo muerte de cruz, hallándose efectivamente
idóneo para reprender en lo superior a la soberana y suprema sabiduría con
despreciarla y abatirla en lo inferior. Y, con todo, es este Señor el que
realmente cumple lo que los santos profetas, con mucha verdad y espíritu divino,
dijeron de él: que había de destruir la sabiduría de los sabios, y confundir la
prudencia de los prudentes, Pues no hemos de entender que destruye y condena en
ellos la sabiduría que les dio, sino la que se atribuyen y arrogan a sí los que
no tienen la suya. Y así, habiendo referido este testimonio profético, prosigue
y dice el Apóstol: Adónde está el sabio? Adónde el escriba, intérprete de la
ley? Adónde el escudriñador de las cosas de este siglo? Acaso no nos dio a entender
Dios que es ignorancia la sabiduría de este mundo? Y porque los mundanos y
carnales por esta hermosísima máquina que Dios hizo con tanta sabiduría, no
conocieron con su sabiduría a Dios, quiso Dios salvar los creyentes por la
predicación de unos necios e ignorantes a los ojos y estimación de los hombres.
Porque los judíos piden prodigios y milagros, los griegos no se contentan sino con
la sabiduría que les cuadre, y nosotros, dice, predicamos a Cristo crucificado,
cuya humildad escandalizó a los judíos y a los gentiles se les hizo disparate; pero
los que el Espíritu Santo llamó a la fe, así de los judíos como de los griegos,
advierten que esta humildad de Cristo es virtud de Dios y sabiduría de Dios, pues
lo que les parece desvarío e ignorancia en Dios, que es la cruz sobrepuja a
toda la fortaleza de los hombres. Esto es lo que desprecian como ignorancia e
imbecilidad los que se tienen a sí mismos como sabios y fuertes. Pero ésta es
la gracia que sana a los dolientes y enfermos, no a los que con soberbia se
jactan de su bienaventuranza, sino a los que con humildad confiesan su
verdadera miseria.
CAPITULO XXIX: De la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, la cual se avergüenza de confesar la impiedad de los platónicos.
Predicas al Padre y a su Hijo, a
quien llamas entendimiento o mente del Padre, y al que es medio entre éstos, del
cual imaginamos que entendéis que es el Espíritu Santo, y a vuestro modo los
llamáis tres dioses. Sobre cuyo particular, aunque usáis de palabras no
conformes al rigor de las ciencias y artes, con todo, advertís como quiera, y
como por las sombras de una imaginación débil, adónde debe aspirarse; pero la
encarnación del inmutable Hijo de Dios, en que consiste la salvación para que
podamos llegar a alcanzar los inefables bienes que creemos o los que podemos
comprender por poco que sea con la luz de nuestro entendimiento, no la queréis
reconocer. Así que veis como de lejos y con, una vista caliginosa, la patria
adonde debemos tener el término de nuestra carrera; pero no tenéis indagado el
camino por donde se debe caminar para llegar a las eternas moradas. Sin embargo,
tú mismo confiesas la gracia, pues dices que a pocos se concede el llegar a
unirse con Dios por virtud de la inteligencia. No dijiste: pocos gustan o pocos
quieren, sino que, diciendo a pocos se concede, sin duda confiesas la gracia de
Dios, no la suficiencia del hombre. Usas también aún más expresamente el nombre
de gracia, cuando, siguiendo la sentencia de Platón, tampoco pones en duda que
el hombre en la vida actual de ningún modo llega a la perfección de la sabiduría;
pero que a los que viven según el entendimiento, todo lo que les falta se los
puede dar cumplidamente después de esta vida la providencia y gracia de Dios. Oh,
si hubieras conocido la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor, y su misma
encarnación con que recibió alma y cuerpo de hombre, entonces pudieras echar de
ver cómo era el dechado y ejemplo sumo de la gracia: Pero qué hago? Veo que en
vano hablo con un muerto en cuanto hablo contigo; pero a los que tanto te
estiman y aman (o por el amor de cualquiera sabiduría o por la
curiosidad de las artes, que
fuera más conducente el que no las aprendieras) a quienes hablo, hablando
contigo, acaso no hablo en vano. La gracia de Dios no se nos pudo encomendar
más graciosa y agradablemente que con hacer que el mismo Hijo único de Dios, quedándose
inmutablemente en la naturaleza divina, se vistiera de la naturaleza humana, se
hiciera hombre y diera al hombre esperanza de su gracia y divino amor por medio
del hombre, por quien los mortales pudieran venir a unirse con aquel Señor que
estaba antes tan lejos de los hombres, siendo inmortal; de los mudables, siendo
inmutable; de los impíos, siendo justo; de los miserables, siendo
bienaventurado. Y porque naturalmente puso en nosotros un deseo eficaz de ser bienaventurados
e inmortales, quedándose el bienaventurado y haciéndose mortal por darnos lo
que deseamos, padeció y nos enseñó a menospreciar y no hacer caso de lo que
tenemos.
Mas para que pudieran aquietarse
vuestros corazones en la inteligencia de esta verdad, era necesaria la humildad,
a la cual con gran dificultad se puede persuadir a vuestra dura cerviz. Porque,
qué cosa increíble decimos, especialmente hablando con vosotros, que sentís
algunas cosas tales, que con ellas os debéis persuadir a vosotros mismos a
creer esto?, qué cosa increíble, pues, os decimos, que Dios tomó alma y cuerpo
humano? Vosotros atribuís tanta eficacia al alma intelectual, la cual, sin duda,
es la humana, que se puede hacer consustancial a aquella mente materna que
confesáis ser el Hijo de Dios. Qué cosa increíble es que a una alma intelectual,
por un modo inefable y singular, la tomase Dios y juntase consigo para la salud
de muchos? Sabemos por la reiterada experiencia de nuestra propia naturaleza
que el cuerpo se une con el alma para formar un hombre entero y cumplido, lo
que si no fuera muy ordinario y usado, fuera más increíble sin duda que esto; porque
mas fácilmente se debe creer que se puede juntar, aunque sea lo humano con lo
divino, lo mudable con lo inmudable, el espíritu con el espíritu, o por usar de
los términos que vosotros empleáis, con más facilidad puede juntarse lo
incorpóreo con lo incorpóreo que lo corpóreo con lo corpóreo. Por ventura os
ofende el inusitado parto del cuerpo, nacido de una virgen? Tampoco esto os debe
ofender, antes os debe mover a creer en Dios, viendo que el que es admirable
nace admirablemente. O acaso el ver que, habiendo una vez dejado el cuerpo con
la muerte, habiéndole renovado y mejorado con la resurrección, le subió a los cielos
incorruptible ya e inmortal? Podría ser que os resistieseis a creerlo, observando
que Porfirio, en los mismos libros que escribió de Regressu animae, de los
cuales he citado bastantes particularidades, enseña frecuentemente que debe
huirse todo lo que es cuerpo, para que el alma pueda permanecer bienaventurada
con Dios. Pero antes él en este particular debió ser corregido, especialmente
sintiendo vosotros con él acerca del alma de este mundo visible y de tan
ingente mole. Pues siguiendo a Platón decís que el mundo es un animal, y animal
beatísimo, el cual queréis también que sea sempiterno. De qué manera, ni jamás
dejará el cuerpo, ni jamás carecerá de la bienaventuranza, si para que sea el
alma bienaventurada debe huir de todo lo que es cuerpo? También el sol y los
demás astros, no sólo confesáis en vuestros libros que son corpóreos, sino que
con una pericia y charlatanería extraordinaria afirmáis que estos astros son
animales beatísimos, y por los cuerpos que tienen, sempiternos. Cuál es, pues, la
causa por que cuando os predican y persuaden la fe cristiana, entonces olvidáis
o fingís que ignoráis lo que acostumbráis a leer y enseñar? Qué razón hay para
que por las mismas opiniones, que vosotros refutáis, no queráis ser cristianos,
sino porque Cristo vino humilde, y vosotros sois soberbios? De la cualidad que
han de tener los cuerpos de los santos en la resurrección (aunque se puede
disputar con más sutileza y escrupulosidad entre los doctos y versados en las
cristianas escrituras), en que hayan de ser sempiternos no ponemos duda alguna,
como en que han de ser de la calidad que manifestó Jesucristo con el ejemplo y
primicias de su resurrección. Pero de cualquiera calidad que fuesen, diciendo
que han de ser totalmente incorruptibles e inmortales, y que no impedirán la
alta contemplación con que el alma se fija en Dios, y confesando vosotros
también que hay en los cielos cuerpos de bienaventurados para siempre, qué razón
hay seáis de opinión que para que seamos bienaventurados se debe huir todo lo
que es cuerpo, por parecer que con algún pretexto razonable huís de la fe
cristiana, si no es lo que repito, que Cristo es humilde y vosotros soberbios? O
acaso os corréis o avergonzáis de que os corrijan? Este vicio es característico
de los espíritus soberbios. En efecto: causa pudor a los varones doctos el
imaginar que los discípulos de Platón vengan a ser, al fin, discípulos de
Jesucristo, quien con su divino espíritu enseñó a un pescador para que
entendiese y dijese: En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y
Dios era el Verbo; esto era en el principio en Dios, todas las cosas fueron
hechas por Él mismo, y sin Él nada se hizo; lo que se hizo en Él mismo era la
vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz brillaba en las tinieblas, y
las tinieblas no la comprendieron.
Este principio del Santo
Evangelio escrito por San Juan decía un platónico (según acostumbraba a
decírnoslo el santo anciano Simpliciano que después fue electo Obispo de Milán)
que se debía escribir con letras de oro y colocarle en todas las Iglesias en los
sitios más eminentes y distinguidos, y por eso vino a ser vilipendiado por los
soberbios este divino Maestro, porque se dignó hacerse hombre, cubrirse de
nuestra carne, bajar a la tierra a vivir con nosotros, sin dejar al mismo
tiempo el cielo ni salir del seno de su Padre; de modo que no les basta a los
miserables el estar dolientes y enfermos, sino que en la misma enfermedad se
ensoberbecen y glorían, despreciando y aun avergonzándose de tomar la medicina
con que pudieran sanar, lo cual no practican para que les den la mano y
levanten, sino para que cayendo, sean más gravemente afligidos.
CAPITULO XXX: Cuántas cosas de Platón ha refutado y corregido Porfirio, no sintiendo con él.
Si después de Platón se estima
por una acción indigna el enmendar o corregir cualquiera doctrina, por qué el
mismo Porfirio le enmendó algunas opiniones, y no de poca importancia? Porque
es indubitable que escribió Platón que las almas de los hombres, después de la
muerte, vuelven a dar la vuelta hasta encerrarse en los cuerpos de las bestias.
Esta sentencia sostuvieron su maestro Platón y Plotino, la cual, sin embargo, no
agradó, y con justa causa, a su discípulo Porfirio, pues éste opinó que las
almas de los hombres volvían a los cuerpos de los hombres, aunque no a los
mismos que habían dejado, sino a otros distintos. Efectivamente, se ruborizó de
creer la transmigración a las bestias, porque, acaso, viniendo una madre a
parar con su alma en alguna mula, no viniese a traer a cuestas a su hijo, y no
tuvo reparo en asentir al disparate de que viniendo una madre a dar en alguna
tierna joven, acaso se casaría con su hijo. Con cuánta más razón y decoro se
cree lo que los santos y verdaderos ángeles nos enseñaron, lo que los profetas
inspirados de Dios dijeron, lo que dijo el mismo Señor, de quien los celestiales
mensajeros enviados en tiempo oportuno y anterior anunciaron que había de venir
por Salvador del linaje humano, y lo que los Apóstoles, delegados del Altísimo,
predicaron, extendiendo el Evangelio por todo el ámbito de la tierra; con
cuánto más decoro y razón, digo, se cree que vuelvan las almas una vez a sus
propios cuerpos que no el que vuelven tantas veces a diferentes cuerpos? Pero, como
llevo insinuado, en gran parte se corrigió Porfirio en esta opinión, a lo menos
cuando estableció como sentir suyo que las almas de los hombres sólo podían
volver a recaer en los cuerpos de los hombres, no dudando dar al través con las
cárceles de las bestias. Dice también que Dios, a este efecto, concedió alma al
mundo, para que, viendo y conociendo los males de la materia corporal, acudiese
al Padre y no estuviese por más tiempo sujeta al contagio de semejantes dolencias.
Cuya opinión, aunque tiene contra sí varios inconvenientes (porque, en efecto, se
dio el ánima al cuerpo para que sujetase operaciones buenas y virtuosas, pues
no. conociera claramente las malas si no las hiciera), sin embargo, en aquel punto,
que no es de poco momento, enmendó la opinión de los otros platónicos, confesando
que el alma, purificada ya de todos los males y puesta con el Padre, no ha de
volver a padecer ya más los infortunios de este mundo. Con cuya opinión, sin
duda, quitó lo que dicen que es especial doctrina de Platón, que así como
suceden siempre los muertos a los vivos, así los vivos a los muertos, y
demuestra que es falso lo que conforme al dictamen de Platón parece que insinúa
Virgilio cuando refiere que las almas purificadas iban a los Campos Elíseos
(con cuyo nombre, como por fábula, parece se significan los gozos y contentos
de los bienaventurados) y venían a parar en el río Letheo, esto es, en el
olvido de las cosas pasadas para que, olvidadas, vuelvan otra vez al mundo y
empiecen de nuevo a desear volver a nuevos cuerpos. Con razón descontentó esta
sentencia a Porfirio, porque, en realidad de verdad, es desvarío creer que las
almas (desde aquella vida, no puede ser bienaventurada sí no es estando cierta
de su eternidad) deseen el contagio de los cuerpos corruptibles, y que de allí
vuelvan a ellos como si la suma pureza o purificación hiciera que vuelvan a, buscar,
la inmundicia. Porque si el purificarse perfectamente hace que se olviden de
todos los males, y el olvido de los infortunios causa deseo de los cuerpos en
los que han de volver a contaminarse con los males, sin duda que la suma
felicidad será causa de la infelicidad, y la perfectísima sabiduría causa de la
ignorancia, Y la suma pureza causa de la inmundicia. Ni el alma será allí
realmente bienaventurada durante el tiempo que residiere en aquel lugar donde
es indispensable que viva engañada, para que sea eternamente feliz. Porque no
será bienaventurada si no estuviere segura, y para que esté segura, falsamente
ha de entender que siempre ha de ser bienaventurada, pues alguna vez ha de
venir a ser miserable. Y a quién da ocasión de gozo la falsa proposición como
gozara con la verdad? Advirtió este inconveniente Porfirio, y por eso dijo que
el alma purificada volvía al Padre para no tornar ya, mas a sujetarse al
contagio de los malos.
Por estos justificados motivos me
persuado que, falsamente creyeron algunos platónicos ser como necesario aquel
círculo y revolución de unas cosas en otras. Lo cual, aun cuando fuera cierto, de
qué podría aprovechar el saberlo; a no ser que acaso por este motivo los
platónicos se atreviesen a anteponérsenos en la doctrina, pues nosotros
ignorábamos en la vida actual lo que ellos en la otra que es mejor estando
purificados sobremanera, y siendo tan sabios no habían de conocer, y creyendo
lo falso habían de ser bienaventurados? Lo cual, si es un absurdo y desvarío, seguramente
que debe preferirse la opinión de Porfirio a la de los que imaginaron los
círculos y revoluciones de las almas con la perpetua alternativa de la
bienaventuranza y de la miseria. Y si esto es así, ved cómo un platónico
disiente de Platón, sintiendo con más cordura; ved cómo observó éste lo que
otro no advirtió, y, sin embargo de ser un maestro tan afamado, no rehusó
corregir su dictamen, anteponiendo la verdad al respeto debido a la persona.
CAPITULO XXXI: Contra el argumento de los platónicos con que pretenden probar que el alma es coeterna a Dios.
Por qué causa no creemos antes a
Dios en las cosas que no podemos penetrar ni rastrear con las luces del humano
ingenio, diciéndonos el mismo filósofo que aun la misma alma no es coeterna a
Dios, sino que fue criada la que no tenía antes ser? Pues para no querer creer
esto los platónicos, les parecía que tenían una causa idónea y suficiente, diciendo
que lo que no había sido antes en todos los tiempos, después no podía ser
sempiterno, aunque del mundo y de los dioses, que escribe Platón haber criado
Dios en el mundo, diga expresamente que comenzaron a ser, que tuvieron
principio, y, sin embargo, no han de tener fin, sino que por la poderosa
voluntad de su Criador han de permanecer para siempre. Pero encontraron modo de
entender esta frase diciendo que ese principio no es de tiempo, sino de
sustitución. Porque así como dicen ellos, si un pie estuviese desde la eternidad
siempre en el polvo, en todos los tiempos estaría debajo de él, su huella, la
cual ninguno podría dudar que la hizo el que la pisa, ni lo uno sería primero
que lo otro, aunque lo uno fuese formado por el otro; así, dicen, también el
mundo y los dioses que fueron criados en él existieron siempre, habiendo
existido en todos los tiempos el que los hizo, y con todo, fueron hechos. Pregunto,
pues: si el alma existió siempre, hemos de decir también que existió siempre su
miseria? Y si comenzó en ella alguna operación en el tiempo que fuese ob
aeterno, por qué no pudo ser que ella comenzase a existir en el tiempo, sin que
antes hubiese sido? Y más, que la bienaventuranza de ésta, que después de la
experiencia de los males ha de ser más firme y constante y ha de durar para
siempre, como este filósofo lo confiesa, sin duda que principió en el tiempo, y,
sin embargo, será para siempre sin haber sido antes? Así que todo el argumento
con el cual entienden que nada puede ser sin fin de tiempo, si no es lo que no
tiene principio de tiempo, queda deshecho, porque hemos hallado la
bienaventuranza del alma, la cual, habiendo tenido principio de tiempo, no
tendrá fin de tiempo. Por lo cual ríndase la humana flaqueza a la autoridad
divina, y sobre la verdadera religión creamos a los bienaventurados e
inmortales, que no desean para sí la honra que saben se debe a su Dios, que lo
es también nuestro; ni mandan que hagamos sacrificios, sino sólo a aquel cuyo
sacrificio debemos ser nosotros con ellos, como muchas veces lo he referido, y
se debe decir frecuentemente; para que nos ofrezca a aquel sacerdote que (en la
naturaleza humana que tomó, según la cual quiso también ser sacerdote) se dignó
ser por nosotros sacrificio hasta morir.
CAPITULO XXXII: Del camino general para libertar el alma, el cual, buscándole mal, no le encontró Porfirio, y lo descubrió solamente la gracia cristiana.
Esta es la religión que contiene
el camino general para libertar el alma, pues por ningún otro camino, sino por
éste, puede alcanzar su libertad, porque éste es en algún modo el camino real
que solamente conduce al reino, al que está inconstante y vacilando con el
encumbramiento temporal, sino al que está firme y seguro con la firmeza de la
eternidad. Y cuando dice Porfirio en el libro I de Regressu animae, cerca del
fin, que no está recibida aún alguna secta o doctrina que demuestre un camino general
para librar el alma, ni por la vía de alguna filosofía cierta, ni por la
costumbres ni disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni
por algún otro camino, y que aún no ha llegado a su noticia este camino por
medio de historia alguna, sin duda confiesa que hay alguno, pero que aún no ha
llegado a su noticia. De modo que no le bastó todo cuanto con la mayor
diligencia había estudiado y aprendido en razón de librar el alma, y lo que a
él le parecía o, por mejor decir, parecía a otros que trataba. Porque advertía
que todavía le faltaba alguna grande y prestante autoridad, que debía seguir
sobre negocio tan importante. Y cuando dice que ni por la vía de una filosofía
verdadera había llegado a su noticia secta alguna que enseñe y manifieste el
camino general para libertar el alma, bastantemente a lo que entiendo muestra, o
que aquella filosofía, en que él había estudiado y filosofado no era la
verdadera, o que en ella no estaba o se hallaba tal camino. Y cómo puede ser ya
verdadera la filosofía donde no se halla este camino? Porque, qué otro camino
general hay para libertar el alma sino aquel mismo por donde se libran todas
las almas, y, por consiguiente, sin el cual ninguna alma se libra? Y cuanto
añade y dice que ni por las costumbres y disciplina de los indios, ni por la
inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, claramente confiesa que
este camino general para librar el alma no está en lo que había hallado en los
indios y en los caldeos, y no pudo remitir al silencio el que había consultado
los oráculos divinos de los caldeos, de quienes hace mención ordinaria y
continuamente Qué camino general, pues, para libertar el alma quiere dar a
entender que no había aún hallado ni en alguna filosofía verdadera ni en las
doctrinas de las naciones que se tenían y estimaban como grandes y cultas en
las materias de la religión, porque prevaleció entre ellas la curiosidad de
querer y conocer y adorar cualesquiera ángeles, del cual camino la historia no
le había aún suministrado noticia? Y cuál es ese camino general sino el que no
es propio y peculiar de cada nación, y nos le dio Dios para que fuese común
generalmente a todas las gentes? El cual, que exista, este filósofo de más que
mediano ingenio, a lo menos no pone duda. Porque no cree que la divina
Providencia pudo dejar al, linaje humano sin este camino general para libertar
el alma; porque no dice que no le hay, sino que este bien tan singular y este
auxilio tan poderoso no está aun recibido, no ha llegado todavía a su noticia, y
no es maravilla, porque Porfirio vivió en tiempo en que este universal camino, dirigido
a eximir el alma de su última ruina, permitía Dios que fuese combatido y
perseguido por los, gentiles que adoraban a los demonios, y por los reyes y
príncipes de la tierra, a fin de establecer y consagrar el número de los mártires,
esto es, de los testigos de la verdad, para demostrarnos por ellos que por la
fe de la religión y testimonio de la verdad debemos tolerar y padecer todos los
males y penurias corporales. Advertía esto Porfirio e imaginaba que con
semejantes persecuciones había de extinguirse y perecer bien presto este camino,
y que por eso no era el general para libertar el alma, no entendiendo que lo
que a él le movía, y lo que temía padecer si lo escogiera, era para mayor
confirmación y para más firme recomendación y aprobación suya.
Esta es la única senda para
librar el alma, ésta es la que Dios por su misericordia concedió generalmente a
todas las naciones, cuya noticia a algunos ha llegado y a otros llegará, sin
que pueda decir por qué ahora y por qué tan tarde?, pues a los consejos y altas
ideas del que la envía no puede darle alcance la flaqueza del humano ingenio. Lo
cual sintió del mismo modo este filósofo cuando dijo que aún no se había
recibido este don de Dios, y que no había llegado a su noticia, mas no por eso probó
que no era verdadero, porque aún no le había recibido en su fe o no había
llegado todavía a su noticia. Este es, digo, el camino general para librar y
salvar a los creyentes, del cual tuvo noticia fiel Abraham, mediante el divino
oráculo: En tu descendencia alcanzarán la bendición todas las gentes. , Quien, aunque
fue de nación caldeo, no obstante, para que pudiese alcanzar semejantes
promesas, y por él se propagase y dilatase su generación, dispuesta por los
ángeles en virtud del Mediador; en cuya descendencia estuviese este camino
general para librar el alma, esto es el que Dios concedió a todas las naciones,
le mandó Dios salir de su tierra de entre sus parientes y de la casa de su
padre. Entonces Abraham, siendo el primero que fue libertado de las
supersticiones de los caldeos, siguió y adoró a un solo Dios verdadero, a quien
creyó fielmente cuando le hizo sus divinas promesas. Este es el camino general,
del cual hablando el rey profeta, David, dice: Dios haya misericordia de nosotros,
bendíganos e ilústrenos con la luz de su divino rostro, y tenga misericordia de
nosotros para que conozcamos, Señor, en la tierra tu camino, y en todas las
gentes tu salud. Y así, después, al cabo de tanto tiempo, habiendo ya tomado
carne de la descendencia de Abraham, dice el Salvador, de sí mismo: Yo soy el
camino, la verdad y la vida. Este es el camino general, de quien con tanta
anterioridad de tiempo estaba profetizado: Estará en aquellos últimos días
manifiesto y, aparejado el monte, de la casa del Señor en la cumbre de los
montes, y sobrepujará todos los collados, acudirán a él muchas naciones, y
dirán: venid y subamos al monte del Señor y a la casa del Señor, Dios de Jacob,
y os anunciará su camino, y andaremos por él, porque ha de salir de Sión la ley,
y de Jerusalén la palabra del Señor. Así que este camino no es peculiar a una
sola nación, sino generalmente a todas. La ley y la palabra del Señor no paró
en Sión y en Jerusalén, sino que salió de allí para derramarse por todo, el
mundo. Y así, el mismo Medianero, después de su Resurrección, estando medrosos
sus discípulos, les dijo: Era necesario que se cumpliera todo lo que está
escrito de mí en la ley, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió
los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, y les dijo cómo
fue necesario que Cristo padeciese y resucitase al tercero día de entre los
muertos, y que por todas las gentes se predicase en su nombre la penitencia y remisión
de los pecados, empezando desde Jerusalén. Este es el camino general para
librar el alma que nos significaron y publicaron los santos ángeles y los
santos profetas; lo primero entre unos pocos hombres que bailaron cuando
pidieron la gracia de Dios, y especialmente entre la nación hebrea, cuya
sagrada República era en algún modo como una profecía y significación de la
Ciudad de Dios, que se había de juntar y componer de todas las naciones; nos lo
significaron, digo, con el Tabernáculo, con el templo, con el sacerdocio y con
los sacrificios, y nos lo profetizaron con algunas expresiones claras y
manifiestas, aunque las más veces místicas; pero habiendo ya encarnado y venido
en persona el mismo Medianero, y sus santos Apóstoles descubriéndonos ya la
gracia del Nuevo Testamento comenzaron a manifestar y enseñar aún más
evidentemente todo lo que estaba ya significado con más oscuridad en los
tiempos pasados, según la distribución del tiempo y edades del linaje humano, conforme
a lo que quiso ordenar y disponer la divina sabiduría, obrando Dios en
confirmación de ello muchos portentos y señales maravillosas, de las cuales he
referido ya algunas. Porque no sólo se vieron ángeles y se oyeron hablar los
ministros del cielo, sino que también los hombres siervos de Dios, con sola su
fe sencilla, lanzaron los espíritus inmundos de los cuerpos y sentidos humanos,
sanaron los defectos y enfermedades corporales; las bestias de la tierra y del
agua, las aves del cielo, los árboles, elementos y estrellas obedecieron la
divina palabra, cedieron los infiernos, resucitaron los muertos, sin contar los
milagros propios y peculiares del mismo Salvador, especialmente el de su
Nacimiento y Resurrección, de los cuales, en el primero, nos mostró claramente
el misterio de la virginidad de su Madre, y en el segundo, un ejemplo de los
que al fin han de resucitar. Este es el camino que limpia y purifica a todo
hombre, y le dispone, siendo mortal, por todas las partes de que consta, a la
inmortalidad. Pues para que no fuese necesario buscar una purificación para la
parte que llama Porfirio intelectual, y otra para la que llama espiritual, y
otra para el mismo cuerpo, por eso se vistió de todo el verdadero y poderoso
Purificador y Salvador. Fuera de este camino, el cual nunca faltó al, género
humano, ya cuando se predicaba que habían de suceder estos prodigios, ya cuando
nos predican que han sucedido, nadie se libró, nadie se libra, nadie se librará.
Sobre lo que dice Porfirio que no
ha llegado aún a su noticia por medio de alguna historia el camino general para
libertar el alma, qué puede haber más ilustre que esta historia que con tan
relevante autoridad se ha divulgado por todo el mundo? O cuál más fiel o
verdadero, donde de tal modo se refieren los sucesos pasados, que se dicen
también los futuros, de los cuales vemos muchos cumplidos, y los que restan
esperamos también, sin duda, que se cumplirán? Porque no puede Porfirio ni
otros cualesquiera platónicos, aun por lo tocante a este camino, despreciar la
adivinación o predicción como cosas terrenas y que pertenecen a esta vida
mortal como con razón hacen con otros vaticinios y predicaciones de
cualesquiera asunto y arte. Pues aseguran que estas adivinaciones no fueron de
hombres ilustrados, y que no debe hacerse caso de ellas, y dicen bien. Porque se
efectúan, o por el conocimiento que se tiene de las causas inferiores, así como
por el arte de la medicina, por medió de algunas señales antecedentes se
pronostican varios sucesos que han de sobrevenir al enfermo, o los espíritus
inmundos adivinan las cosas que tiene ya trazadas y dispuestas, y en los
corazones y gusto de los impíos hacen que a lo hecho cuadre y corresponda lo
dicho, o a lo dicho, lo hecho, para adquirir de algún modo derecho y acción en
la imbécil materia de la humana fragilidad. Pero los varones santos que se
dirigieron por este camino general, por donde se libran las almas, no
procuraron profetizar semejantes sucesos como grandes, aunque no los ignorasen
y los dijesen muchas veces para hacerlos creer que no debía estimarse ni dar a
entender el sentido humano ni hacer después con facilidad la experiencia de
ellos. Pero otras obras eran verdaderamente grandes y divinas, las cuales, según
se les permitía, conocida la divina voluntad, anunciaron que habían de suceder.
Porque la venida de Jesucristo hecho hombre, y todo lo que por este gran Señor
claramente sucedió y se cumplió en su nombre, la penitencia de los hombres y la
conversión de sus voluntades a Dios, la remisión de los pecados y la gracia de la
justicia, la fe de los piadosos y justos, y la multitud que por todo el mundo
había de creer en el verdadero Dios, la ruina y destrucción del culto de los
ídolos y demonios, y el ejercicio con las tentaciones, la purgación de los
aprovechados y la liberación de todo mal; el día del juicio, la resurrección de
los muertos, la eterna condenación de los impíos y el reino eterno de la
gloriosísima Ciudad de Dios que goza inmortalmente de su vista, todo está dicho
y prometido en las Escrituras, hablando de este verdadero camino, del que vemos
tantas cosas cumplidas, que piadosamente creemos que han de suceder así las
demás. Y que la rectitud de este camino que nos conduce directamente hasta ver
a Dios y unirnos con Él eternamente está depositada en el archivo santo de la
divina Escritura, con la misma verdad que se predica y afirma en ella; todos
los que no lo creen, y por eso no lo entienden, pueden combatirlo pero no
expugnarlo.
Por lo que en estos diez libros, aunque
menos de lo que esperaban algunos de mí, no obstante, he satisfecho el deseo de
otros, cuanto ha sido servido de ayudarme el verdadero Dios y Señor, refutando
las contradicciones de los impíos, que al Autor de la Santísima Ciudad, de la
cual nos propusimos tratar, prefieren sus dioses. En los cinco primeros de
estos diez libros escribo contra los que piensan que deben adorarse los dioses
por los bienes de, esta tierra, y en los otros cinco, contra los que entienden
que debe conservarse el culto de los dioses por la vida que ha de haber después
de la muerte. Así que de aquí adelanté, como lo prometí en el libro I, con el
favor de Dios, trataré lo que me pareciese necesario acerca del nacimiento, progreso
y debidos fines de las dos Ciudades que dije que en el presente siglo andaban
mezcladas y unidas una con otra.
LIBRO UNDECIMO: PRINCIPIO DE LAS DOS CIUDADES ENTRE LOS ÁNGELES.
CAPITULO PRIMERO: Parte de la obra donde se empiezan a demostrar los principios y fines de las dos Ciudades, esto es, de la celestial y de la terrena.
Llamamos Ciudad de Dios aquella
de quien nos testifica y acredita la Sagrada Escritura que no por movimientos
fortuitos de átomos, sino realmente por disposición de la alta Providencia
sobre los escritos de todas las gentes rindió a su obediencia, con la prerrogativa
de la autoridad divina, la variedad de todos los ingenios y entendimientos
humanos. Porque de ella está escrito: Cosas admirables y grandiosas están
profetizadas de ti, oh Ciudad de Dios! : y en otro lugar: Grande es, dice el
Señor, y sumamente digno de que se celebre y alabe en la Ciudad de nuestro Dios
y en su montesano, que dilata los contentos y alegría de toda la tierra; y poco
más abajo: Así como lo oímos, así hemos visto cumplido todo en la Ciudad del
Señor de los ejércitos, en la Ciudad de nuestro Dios; Dios la fundó eterna para
siempre; y asimismo en otro salmo: el ímpetu y avenida de las gentes, como unos
ríos caudalosos han de alegrar y acrecentar la Ciudad de Dios, donde el
soberano omnipotente Señor puso y santificó su Tabernáculo y asiento; y puesto
que Dios está y habita en medio de ella, no se moverá ni faltará para siempre jamás
Por estos y otros testimonios semejantes, que sería demasiado prolijo referir, sabemos
que hay una Ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos ser con aquella ansia y
amor que nos inspiró su divino Autor. Al Autor y Fundador de esta Ciudad Santa
quieren anteponer sus dioses los ciudadanos de la Ciudad terrena, sin advertir
que es Dios de los dioses, no de los dioses falsos, esto es, de los impíos y
soberbios, que estando desterrados y privados de su inmutable luz, común y
extensiva a toda clase de personas, y hallándose por este motivo reducidos a
una indigente potestad, pretenden en cierto modo sus particulares señoríos y
dominio, y quieren que sus engañados e ilusos súbditos los reverencien con el
mismo culto que se debe a Dios, sino que es Dios de los dioses piadosos y
santos, que gustan más de sujetarse a sí mismos a un solo Dios que sujetar a muchos
a sí propios; adorar y venerar a Dios más que, ser adorados y reverenciados por
dioses. Pero ya hemos respondido a los enemigos de la Ciudad Santa cuanto nos
ha sido posible, auxiliados, del poderoso favor de nuestro Señor y nuestro Rey
en los diez libros pasados, y sabiendo al presente lo que se espera de mí, y
acordándome de lo que prometí, principiaré a tratar, confiado en el auxilio
eficaz del mismo Señor y Rey nuestro, lo mejor que alcanzaren mis fuerzas, del
nacimiento, progresos y debidos fines de las dos Ciudades, celestial y terrena,
de las que dijimos que andaban confundidas en este siglo de algún modo, y
mezcladas la una con la otra; y en cuanto a lo primero, diré cómo procedieron
los principios de ambas Ciudades en el encuentro y diferencia que tuvieron
entre sí los ángeles.
CAPITULO Il: Del conocimiento de Dios, a cuya noticia no llegó hombre alguno sino por el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo.
Es asunto grande y muy singular
el intentar sobrepujar con las limitadas fuerzas del entendimiento a todas las
criaturas corpóreas e incorpóreas, y averiguado que son mudables, llegar a la
alta contemplación de la inmutable sustancia de Dios, aprender de él y saber de
su incomprensible sabiduría, cómo todas las criaturas que no son lo que él, no
las crió otro que él. Porque no habla Dios con el hombre por medio de alguna
criatura corporal, dejándose percibir de los oídos corporales, de forma que
entre el que excita este sonido o eco y el que oye, se hiera el espacio
intermedio del aire, ni tampoco por alguna criatura espiritual de las que se
visten con representaciones de cuerpos, como en sueños, o de otro modo igual
(pues también habla de esta manera como si hablara a los oídos corpóreos, porque
habla como si tuviera cuerpo y como por interposición de espacio de lugares
corporales), sino que habla Dios al hombre con la misma verdad cuando está
dispuesto para oír con el espíritu, no con el cuerpo. Porque de esta forma
habla a aquella parte del hombre, que en él, es lo más sublime y apreciable, y a
la que sólo el mismo Dios le hace ventaja. Para que con justa causa se entienda,
o, si esto no es posible, a lo menos se crea que el hombre fue criado a imagen
y semejanza de Dios, y sin duda según aquella parte se acerca más a Dios
omnipotente, con la que él excede a sus partes inferiores, las cuales tiene
también comunes con las bestias. Mas por cuanto la misma mente o alma donde
reside naturalmente la razón e inteligencia, por causa de ciertos vicios
reprensibles y envejecidos, está exhausta de fuerzas, no sólo para unirse con
su Señor gozando de Dios, sino también para participar de la luz inmutable, hasta
que, renovándose de día en día, y sanando de su mortal dolencia, se haga capaz
de tanta felicidad, debió, ante todas cosas ser instruida en la fe, y así
quedar purificada. En cuya infalible creencia, para que con mayor confianza
caminase al conocimiento de la verdad; la misma verdad, Dios, Hijo único del
Altísimo, haciéndose hombre sin desprenderse de la divinidad, estableció y
fundó la misma fe, para que tuviese el hombre una senda abierta para llegar a
Dios por medio del Hombre Dios. Porque éste es el medianero entre Dios y los
hombres: el hombre Cristo Jesús. Pues por la parte que es medianero es hombre y
verdadero camino de salud. Porque si entre el que camina y el objeto adonde se
camina es medio el camino, esperanza habrá de llegar; pero si falta o se ignora
Por dónde ha de caminarse, qué aprovecha saber adónde se ha de caminar? Así que
sólo puede ser un camino cierto contra todos los errores el que una misma
persona sea Dios y hombre: adonde se camina, Dios; por donde se camina, hombre.
CAPITULO III: De la autoridad de la Escritura canónica, cuyo autor es el Espíritu Santo.
Este Señor, habiéndonos hablado
primero por los profetas, después por sí mismo y últimamente por los Apóstoles
cuando le pareció conducente, ordenó también una santa Escritura que se llamó
canónica, de grande autoridad, a quien damos fe y crédito sobre los importantes
dogmas que importa que sepamos y que nosotros mismos no somos idóneos y
suficientes para comprender. Porque si podemos conocer, por nosotros mismos las
cosas que no están distantes ni remotas de nuestros sentidos, así interiores
como exteriores (por lo que obtuvieron su peculiar nombre las cosas presentes, porque
decimos que están tan presentes, esto es, tan delante de los sentidos como está
delante de los ojos, lo que cae bajo el sentido de la vista), sin duda que para
saber las cosas que están, distantes de nuestros sentidos, porque no podemos
saberlas por testimonio nuestro, tenemos necesidad de buscar otros testigos; y
a aquellos creemos de cuyos sentidos sabemos que no están, o no estuvieron remotas
las tales cosas. Así que como en las cosas visibles que no hemos visto creemos
a las personas que las vieron, y así en los demás objetos que pertenecen
particularmente a cada uno de los sentidos corporales, de la misma manera en
las cosas que se alcanzan y perciben con el entendimiento (porque él con mucha
propiedad se dice sentido, de donde dimanó el nombre sentencia), quiero decir
en las cosas invisibles que están distante de nuestro sentido exterior, es
necesario que creamos a los que las aprendieron como están dispuestas en
áquella luz incorpórea, o a los que las ven como están en ella.
CAPITULO IV: De la creación del mundo, que ni fue sin tiempo, ni se trazó con nuevo acuerdo que sobre ello tuviese Dios, como si hubiese querido después lo que antes no había querido.
Entre todos los objetos visibles,
el mayor de todos es Dios. Pero que haya mundo lo vemos experimentalmente; y
que haya Dios lo creemos firmemente. Que Dios haya hecho este mundo, a ninguno
debemos creer con más seguridad en este punto que al mismo Dios; pero dónde se
lo hemos oído? Nosotros lo hemos oído y sabemos por el irrefragable testimonio
de la Sagrada Escritura, donde dice su profeta: Al principio crió Dios el cielo
y la tierra. Pero pregunto: Se halló presente este profeta cuando hizo Dios el
cielo y la tierra? No, por cierto; solamente se halló allí la sabiduría de Dios,
por quien fueron criadas todas las cosas, la cual se comunica a las almas
santas, las hace amigas y profetas de Dios, y a éstos en lo interior de su alma,
sin estrépito ni ruido les manifiesta sus divinas obras e incomprensibles
decretos. A éstos también hablan los ángeles de Dios: Que ven siempre la cara
del Padre Eterno, y anuncian su voluntad a los que conviene. Entre éstos, fue
uno el profeta que dijo y escribió: Al principio crió Dios el cielo y la tierra;
quien es un testigo tan abonado para que con su testimonio debamos creer a Dios,
que con el mismo espíritu divino con que conoció el singular arcano que se le
reveló, con ese mismo anunció y vaticinó grandes misterios mucho tiempo antes
de promulgarse esta nuestra santa fe.
Pero por qué quiso Dios eterno e
inmutable hacer entonces el cielo y la tierra, proyecto que hasta entonces no
había realizado? Los que hacen esa pregunta, si son de los que entienden que el
mundo es eterno sin ningún principio, y por lo mismo quieren y opinan que no le
hizo Dios, se apartan infinito de la verdad, y, alucinados con la mortal
flaqueza de la impiedad, desvarían como frenéticos, porque, además de las
expresiones y testimonios de los profetas, el mismo mundo, con su concertada
mutabilidad y movilidad y con la hermosa presencia de todas las cosas visibles,
entregándose al silencio en cierto modo, proclama y da voces que fue hecho, y
que no pudo serlo sino por la poderosa mano de Dios, que inefable e
invisiblemente es grande, e inefable e invisiblemente hermoso; pero si son los
que confiesan que le hizo Dios, y, con todo quieren que no haya tenido
principio en tiempo, sino sólo de creación, de manera que con un modo apenas
concebible haya sido siempre hecho, éstos dicen lo bastante como para defender
a Dios de una fortuita temeridad, para que no se entienda que de improviso le
vino a la imaginación lo que nunca antes le había venido de criar el mundo, y
que tuvo un nuevo querer, no siendo de algún modo mudable; sin embargo, no
advierto cómo en las demás cosas se pueda salvar este modo de decir, especialmente
en el alma, de la cual si dijeran que es coeterna de Dios, en ninguna manera
podrán explicar de dónde le sobrevino la nueva miseria que jamás tuvo antes
eternamente. Porque si dijeren que hubo en todo tiempo alternativa entre su
miseria y bienaventuranza, es necesario que digan también que siempre estará en
esta alternativa, de que deducirán un absurdo; pues aun cuando digan que es
bienaventurada en esto, a lo menos no lo será si antevé su futura miseria y
torpeza, y si no la prevé ni piensa que ha de ser miserable, sino siempre
bienaventurada, con falsa opinión es bienaventurada, que no puede decirse
expresión más necia. Y si imaginan que infinitos siglos atrás existió siempre
esta alternativa entre la bienaventuranza y la miseria del alma, pero que en adelante,
habiéndose ya libertado, no volverá a la miseria; con todo, confesarán por
necesidad que nunca, fue verdaderamente bienaventurada, sino que en adelante
empieza a serlo con una nueva y no engañosa bienaventuranza, y, por
consiguiente, han de decir que le sucede algo nuevo extraordinario que nunca
eternamente en lo pasado le sucedió. Y si negaren que la causa de esta novedad
estuvo en el eterno consejo de Dios, negarán también con esto que es el autor
de su bienaventuranza, que es una impiedad abominable. Y si dijeren que él, con
nuevo acuerdo, trazó que en adelante el alma para siempre fuese bienaventurada,
cómo demostrarán que en Dios no hay aquella mutabilidad, que es también contra
la opinión de ellos? Y si confiesan que fue criada en el tiempo, pero que en lo
sucesivo en ningún tiempo ha de perecer, como el número que tiene verdadero
principio y no tiene fin, y que por eso, habiendo una vez experimentado la
miseria, si se librase de ella nunca jamás vendrá a ser miserable; por lo menos,
no pondrán duda en que esto se hace, quedando en su constancia la inmutabilidad
del consejo de Dios. Así pues, crean también que pudo el mundo hacerse en el
tiempo y que no por eso en hacerle mudó Dios su eterno consejo y voluntad.
CAPITULO V: Que no deben imaginarse infinitos espacios de tiempo antes del mundo, como infinitos espacios de lugares.
Asimismo es indispensable que
sepamos responder a los que confiesan a Dios por autor y criador del mundo, y, sin
embargo, preguntan y dudan acerca del tiempo del principio del mundo, y qué es
lo que nos responden sobre el lugar del mundo. Porque de la misma manera se
pregunta: por qué razón se hizo entonces y no antes?, como puede preguntarse: por
qué fue hecho donde existe, y no en otra parte? Pues si imaginan infinitos
espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar
ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios
de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso
sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de lugares,
en los cuales, si alguno dijere que no pudo estar ocioso Dios todopoderoso, pregunto:
no se infiere de tal antecedente que le será forzoso soñar con Epicuro
innumerables mundos, disintiendo con él solamente en que dice éste que se
forman con los fortuitos movimientos de los átomos, y los otros dirán que los
hizo Dios si quieren que no esté ocioso, por la interminable inmensidad de
Iugares que hay por todas partes fuera del mundo, y que estos tales mundos, como
sienten de éste por ninguna causa podrán deshacerse? Por qué disputamos ahora
con los que sienten con nosotros que Dios es incorpóreo y criador de todas las
naturalezas que no son lo que es este gran Señor? Pues dar entrada en esta
controversia de religión a los que defienden que se debe el culto de los
sacrificios a muchos dioses sería cosa muy exorbitante e indigna. Estos
filósofos excedieron a los demás en fama y autoridad, porque, aunque con
notable distancia, no obstante se aproximaron más que los otros a la verdad. O
acaso han de decir que la substancia de Dios (la cual ni la incluyen, ni
determinan, ni la extienden en lugar, sino que la confiesan, como es razón
sentir de Dios, que está en todas partes con la presencia incorpórea), han de
decir, digo, que está ausente de tantos y tan inmensos espacios de lugares como
hay fuera del mundo, y que está ocupada solamente en un lugar, y aquél, en
comparación de aquella infinidad e inmensidad, tan pequeño como es el lugar
donde está este mundo? No presumo que piensen tales disparates. Confesando, pues
ellos que existe un mundo, el cual aunque de inmensa grandeza corpórea, con
todo, dicen que es finito y determinado en su lugar, y hecho por mano de Dios; lo
que responden a la cuestión sobre los infinitos lugares constituidos fuera del
mundo, porque Dios en ellos cesa de obrar y está ocioso, eso mismo respóndanse
a sí mismo en la controversia sobre los infinitos tiempos antes del mundo, porque,
Dios cesó de obrar en ellos y estuvo ocioso. Y así como, no se infiere, ni es
consecuencia legítima, que por casualidad; más bien qué por alta disposición y razón
divina, haya Dios criado y colocado el mundo en este lugar en donde existe y no
en otro (pues habiendo por todas partes infinitos lugares igualmente
desembarazados y patentes, pudo escoger éste sin que hubiese en él ninguna
prerrogativa o excelencia particular, aunque esta misma disposición y razón
divina por qué así lo hizo no la pueda comprender ningún entendimiento humano).
Así tampoco se infiere ni es consecuencia que entendamos haya sucedido a Dios
algún suceso por acaso y fortuitamente que le nioviera a criar el mundo más en
aquel tiempo que antes, habiendo pasado igualmente los tiempos anteriores por
infinito espacio atrás sin haber diferencia alguna por la que en la elección que
se pudiese preferir un tiempo a otro. Y si dijeren que son vanas las
imaginaciones de los hombres con que piensan infinitos Iugares, no habiendo
otro lugar fuera del mundo, les respondemos que de esa manera opinan vanamente
los hombres sobre los tiempos pasados en que estuvo Dios ocioso, no habiendo
habido tiempo antes de la creación del mundo.
CAPITULO VI: Que el principio de la creación del mundo y el principio de los tiempos es uno, y que no es uno antes que otro.
Porque si bien se distinguen la
eternidad y el tiempo, en que no hay tiempo sin alguna instabilidad movible, ni
hay eternidad que padezca mudanza alguna, quién no advierte que no hubiera
habido tiempos si no se formara la criatura que mudara algunos objetos con
varias mutaciones, de cuyo movimiento y mudanza (como va a una y otra parte, que
no pueden estar juntas, cediendo y sucediéndose en espacios e intervalos más
cortos o más largos de pausas y detenciones) se siguiera y resultara el tiempo?
Así que, siendo Dios, en cuya eternidad no, hay mudanza alguna, el que crió y
dispuso los tiempos, no advierto cómo puede decirse que crió el mundo después
de los espacios de los tiempos; si no es que digan que antes del mundo hubo ya alguna
criatura con cuyos movimientos corriesen los tiempos. Y si las sagradas letras dicen
que al principio hizo Dios el cielo y la tierra, de modo que no hizo otra cosa
primero, porque dijeran antes lo que había hecho si hiciera algo antes de todas
las cosas que hizo; sin duda que el mundo no se hizo en el tiempo, sino con el
tiempo. Porque lo que se hace en el tiempo se hace después de algún tiempo y
antes de algún tiempo; después de aquel que ha pasado y antes de aquel que ha
de venir: pero no podía haber antes del mundo algún tiempo pasado, porque. no
había ninguna criatura con cuyos mudables movimientos fuera sucediendo. Hízose
el mundo con el tiempo, pues en su creación se hizo el movimiento mudable, como
parece se representa en aquel orden de los primeros seis o siete días, en que
se hace mención de la mañana y tarde, hasta que todo lo que hizo Dios en estos
días se acabó y perfeccionó al día sexto, y al séptimo, con gran misterio, se
nos declara que cesó Dios. Y el querer imaginar nosotros cuáles son estos días,
o es asunto sumamente arduo y dificultoso, o imposible, cuanto más el querer
decirlo.
CAPITULO VII: De la calidad de los primeros días, porque antes que se hiciese el sol se dice que tuvieron tarde y mañana.
Por cuanto advertimos que los días
ordinarios y conocidos no tienen tarde sino respecto del ocaso, ni mañana sino
respecto del nacimiento del sol; sin embargo, los tres primeros de la creación
pasaron sin sol; el cual se dice en la Escritura que fue hecho el cuarto; y
aunque se refiere que primeramente se hizo la luz con la palabra de Dios, y que
Dios la dividió y distinguió de las tinieblas, dando por nombre peculiar a la
luz, día, y a las tinieblas, noche; cuál sea aquella luz, cuál sea su
movimiento alternativo, y cuál la mañana y tarde que hizo, está bien lejos de
nuestros sentidos; ni podemos comprender del modo que es, lo que sin embargo
ciertamente debe creerse. Porque o hemos de decir que hay alguna, luz corpórea,
ya sea en las partes superiores del mundo, muy distantes de nuestra vista, ya
sea aquella con que después se encendió el sol; o hemos de decir que por el
nombre de luz se entiende y significa la Ciudad Santa, que constituyen y
componen los santos ángeles y espíritus bienaventurados, de la cual dice el
Apóstol: La Jerusalén que está arriba, nuestra madre, es eterna en los cielos; y
en otro lugar dijo: Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día, no
somos hijos de la noche, ni de las tinieblas. Con todo, en este día se incluye
también la tarde y la mañana en cierto modo, porque la ciencia de la criatura
en comparación de la ciencia del Criador, en alguna manera se hace tarde, y
asimismo esta misma se hace mañana cuando se refiere a la gloria y amor de su Criador;
pero jamás se convierte en noche, cuando no se deja al Criador por el amor a la
criatura. Finalmente, refiriendo la Escritura por su orden los días primeros de
la creación, jamás interpuso el nombre de noche; pues en ningún lugar, dice, hizo
la noche, sino hízose la tarde, e hízose la mañana, un día o el primer día; y
así del segundó y de los demás. Porque el conocimiento de la criatura en sí
misma está más oscuro y descolorido que cuando se conoce en la sabiduría de Dios,
como en un modelo y arte de donde se hizo. Y así más propiamente puede llamarse
tarde que noche; la cual tarde, sin embargo, como he insinuado, cuando se
refiere para alabar y amar a su Criador, viene a parar en mañana. Todo lo cual,
cuando se realiza en el conocimiento de sí mismo, se hace el primer día; cuando
en el conocimiento del firmamento, que hay entre las aguas superiores e
inferiores y se llama cielo, se hace el segundo día; cuando en el conocimiento
de la tierra, mar y de todas las plantas que en la tierra producen semilla y
fruto, el tercero día; cuando en el conocimiento de los luminares mayor y menor,
y de todas las estrellas, el cuarto día; cuando en el conocimiento de todos los
animales del agua y volátiles, el quinto día; cuando en el conocimiento de
todos los animales terrestres y del mismo hombre, el día sexto.
CAPITULO VIII: Cómo ha de entenderse el descanso de Dios cuando después de las obras de los seis días descansó el séptimo.
Pero cuando descansa Dios de
todas sus obras al séptimo día, y le santifica, no debe entenderse
materialmente como si Dios hubiese padecido alguna fatiga o cansancio ideando y
ejecutando tan grandes maravillas en estos días, puesto que dijo y se hicieron
todas las cosas con la virtud de sola su palabra inteligible y sempiterna, no
sonora y temporal; sino que el descanso de Dios significa el de los que
descansan en Dios, así como la alegría de la casa significa el júbilo de los
que se alegran en ella, aunque no los cause contento la misma casa, sino algún
otro objeto deleitable. Cuánto más si la misma casa, con su hermosura, alegra a
los moradores de ella; de manera que no sólo se llama alegre por aquella figura
con que significamos lo contenido por lo que contiene (así como decimos que los
teatros aplauden y los prados braman, cuando en los unos aplauden los hombres, y
en los otros braman los bueyes), sino también por aquella con que se significa
el efecto por la causa eficiente, así como decimos la carta festiva, significando
la alegría de los que se llenan de júbilo leyéndola. Así que
convenientisimamente cuando la autoridad profética dice que descansó Dios, se
significa el descanso de los que en él descansan, y los que el mismo Seflor
hace descansar; prometiendo también esto a los hombres con quienes habla la
profecía, y por quienes se escribió ciertamente que también ellos, después de
las buenas obras que en ellos y por medio de ellos obra Dios, si acudieren y
llegaren a él en esta vida en algún modo con la fe, tendrán en él perpetuo
descanso. Porque esto se figuró también conforme al precepto de la ley, con la
vacación y fiesta del sábado en el antiguo pueblo de Dios, y así me parece que
debemos tratar de ello más particularmente en su propio lugar.
CAPITULO IX: Qué es lo que debemos sentir de la creación de los ángeles, según la Sagrada Escritura.
Porque me he propuesto al
presente la idea de tratar del principio y nacimiento de la Ciudad Santa, y me
ha parecido conducente exponer en primer lugar todo lo que pertenece a los
santos ángeles, que son parte no sólo grande de esta ciudad, sino tambien la
más bienaventurada, en cuanto jamás ha sido peregrina; procuraré explicar, con
el auxilio de Dios, lo que pareciere bastante sobre lo que nos dice acerca de
esta materia la Sagrada Escritura. Y aunque es verdad que donde trata de la
creación del mundo no nos dice clara y distintamente si crió Dios a los ángeles,
o con qué orden los crió, sin embargo, puesto que no dejó de hacer mención de
ellos, o los significó con el nombre de cielo cuando dijo: al principio hizo
Dios el cielo y la tierra; o bajo el nombre de esta luz de que voy hablando. Y
no omitió el hacer mención de ellos se infiere, porque dice que descansó Dios
el séptimo día de todas las maravillosas obras que hizo, habiendo principiado
de este modo el divino libro: Al principio hizo Dios el cielo y la tierra, como
si antes de la creación del cielo y la tierra al parecer no hubiese hecho otra
cosa. Así, que, habiendo empezado por el cielo y la tierra, y la tierra que
formó en primer lugar, como dice a continuación la Sagrada Escritura, siendo
entonces invisible e informe, y como no hubiese criado aún la luz, opacas
tinieblas se extendiesen sobre el abismo, esto es, sobre alguna indistinta
confusión de tierra y agua y después, habiendo dispuesto la creación especial
de todas las cosas, que refiere haber acabado y perfeccionado en los seis días,
cómo había de dejar a los ángeles, como si no se incluyeran en las obras de
Dios, de las que descansó al séptimo día? Y que Dios crió a los ángeles (aunque
aquí no omitió el decirlo, sin embargo, no lo especificó particularmente con
toda claridad), en otro lugar lo indica expresamente el sagrado texto; pues
hasta en el himno que cantaron los tres mancebos en el horno de fuego, diciendo:
Alabad y bendecid todas las obras del
Señor al Señor; enumerando esas
obras divinas hace asimismo mención de los ángeles. Y en el salmo se canta: Alabad
al Señor vosotros que estáis en los cielos; alabadle toda la milicia de los
espíritus celestiales; alabadle, Sol y Luna; alabadle todas las estrellas y
astros luminosos; alabadle los más encumbrados e ilustres cielos; todas las
aguas y raudales cristalinos que están sobre los cielos alaben el nombre del
Señor; porque El es el autor y criador de todos; con sola su divina palabra se
hicieron todas las cosas, y con mandarlo se criaron. También nos manifiesta
aquí con toda evidencia el Espíritu Santo que Dios crió los ángeles, pues
habiéndolos referido y numerado entre las demás criaturas del cielo, concluye y
dice: porque El es el autor y criador de todas, con sola su divina palabra se
hicieron, y con mandarlo se criaron. Y quién será tan necio que se atreva a imaginar
que crió Dios los ángeles después de criar todos los seres comunes que se
refieren en los seis días? Pero cuándo haya alguno tan idiota y poco instruido,
convencerá su vanidad aquella expresión de la Escritura que tiene igual
autoridad infalible, donde dice Dios: Cuando hice las estrellas me alabaron con
grandes aclamaciones todos los ángeles. Luego había ya ángeles cuando crió las
estrellas, las que formó en el cuarto día. Diremos acaso que los hizo al
tercero día? Ni por pensamiento, porque es indudable cuanto obró en este día
dividiendo la tierra de las aguas y repartiendo a cada uno de estos dos
elementos sus especies de animales, produciendo al mismo tiempo que la tierra
todo lo que está plantado en ella. Acaso diremos que al segundo? Tampoco, porque
en él hizo el firmamento entre las aguas superiores e inferiores, al cual llamó
cielo, y en él crió las estrellas al cuarto día. Luego si los ángeles
pertenecen a las obras que Dios hizo en estos días, son, sin duda, aquella luz
refulgente que se llamó día; el cual, para recomendarnos y darnos a entender
que fue uno, no le llamó día primero, sino uno. Mas ni por eso hemos de inferir
que es otro distinto el día segundo o el tercero o los demás, sino que el mismo
uno se repite por cumplimiento del número senario o septenario, para darnos
individual noticia del senario y septenario conocimiento, es decir: el senario,
de las maravillosas obras que Dios hizo; y el septenario, en el que Dios
descansó. Porque cuando dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, si se
entiende bien en esta luz la creación de los ángeles, sin duda que los hizo
partícipes de la luz eterna, que es la inmutable sabiduría de Dios, por quien
fueron criadas todas las cosas, a quien llamamos el unigénito de Dios para que,
alumbrados con la luz sobrenatural que fueron criados, se hicieran luz y se
llamaran día, por la participación de aquella inmutable luz y día, que es el
Verbo divino, por quien ellos y todas las cosas fueron criadas. Porque la luz
verdadera que ilumina a todos los hombres que vienen a este mundo, ésta también
alumbra a todos los ángeles puros y limpios para que sean luz, no en sí mismos,
sino en Dios, de quien si se separa el ángel se hace inmundo, como todos los
que se llaman espíritus inmundos, que no son ya luz en el Señor, sino tinieblas
en sí mismos, privados de la participación de la luz eterna. Porque el mal no
tiene naturaleza alguna, sino que la pérdida del bien recibió el nombre de mal.
CAPITULO X: De la simple e inmutable trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios, en quien no es otro la cualidad y otro la substancia.
Así que el bien que es Dios es
solamente simple, y por eso inmutable. Por este sumo bien fueron criados todos
los bienes, pero no simples, y por lo mismo mudables. Fueron criados, digo, esto
es, fueron hechos, no engendrados; pues lo que se engendró del bien simple, es
del mismo modo simple, lo mismo que aquel de que se engendró, cuyas dos
cualidades o esencias llamamos Padre e Hijo, y ambos con su Espíritu es un solo
Dios, el cual Espíritu del Padre y del Hijo se llama en la Sagrada Escritura Espíritu
Santo, con una noción propia de este nombre. Sin embargo, es otro distinto que
el Padre y el Hijo, porque ni es el Padre ni es el Hijo; otro he dicho, pero no
otra substancia, porque también éste es del mismo modo simple, bien inmutable y
coeterno. Y esta Trinidad es un solo Dios, no dejando de ser simple porque es
Trinidad. Y no llamamos simple a la naturaleza del bien, porque está en ella
sólo el Padre, o sólo el Hijo, o sólo el Espíritu Santo, mediante a que no está
sola esta Trinidad de nombres sin subsistencia de personas, como entendieron
los herejes sabelianos, sino que se llama simple porque todo lo que tiene eso
mismo es, a excepción de que cada una de las personas se refiere a otra, porque,
sin duda, el Padre tiene Hijo, y con todo, él no es el Hijo, y el Hijo tiene
Padre, y con todo, él no es Padre. En lo que se refiere a sí mismo y no a otro,
eso es lo que tiene; como a sí mismo se refiere el viviente porque tiene vida, y
él mismo es la vida.
Así que se dice naturaleza simple
aquel a quien no sucede tener cosa alguna que pueda perder, o en quien sea una
cosa el que lo tiene y otra lo tenido; asi como el vaso que tiene algún licor, o
el cuerpo que tiene color, o el aire, la luz o calor, o cómo el alma, que tiene
la sabiduría; porque ninguna de estas cualidades es aquello que en sí tiene
pues el vaso no es el licor, ni el cuerpo es el color, ni el aire la luz o el
calor, ni el alma la sabiduría. De donde resulta que pueden privarse también de
los objetos que tienen, y convertirse y transformarse en otros hábitos y
cualidades; de modo que el vaso se desocupe del licor de que estaba lleno, y el
cuerpo pierda el color; el aire se oscurezca o refresque; y el alma deje de
saber. Pero si el cuerpo es incorruptible, como lo es el, que se promete a los
santos en la resurrección, aunque es cierto que tiene aquella inadmisible cualidad
de la misma incorrupción, no obstante, quedando la sustancia corporal en su
natural ser, no se identifica con la incorrupción, porque ésta está toda
particularmente esparcida por todas las partes del cuerpo, y no es rnayor en
una parte y menor en otra, porque ninguna parte es más incorrupta que la otra; mas
el mismo cuerpo es mayor en el todo que en la parte, y siendo en él una parte
mayor y otra menor, la que es mayor no es más incorrupta que la que es menor. Así
que una cosa es el cuerpo que no se halla todo en cualquiera parte suya, otra
cosa es la incorrupción, la cual en cualquiera parte suya está todo; porque
cualquiera parte del cuerpo incorruptible, aun la desigual a todas las demás, es
igualmente incorrupta. Porque supongamos, v. gr, no porque el dedo es menor que
toda la mano, por esto es más incorruptible la mano que el dedo; así pues, siendo
desiguales la mano y el dedo, sin embargo, es igual la incorruptibilidad de la
mano y la del dedo; y, consiguientemente, aunque la incorrupción sea
inseparable del cuerpo incorruptible, una cosa es la substancia que se llama
cuerpo y otra su cualidad de incorruptible. Y por eso también no es así la
prenda que tiene. Igualmente la misma alma, aunque sea también sabia, como lo
será cuando se librare para siempre de la presente miseria, aunque entonces
será sabia para siempre, con todo, será sabia por la participación de la sabiduría
inmutable, la cual no es lo mismo que ella. Porque tampoco el aire, aunque
nunca se despoje de la luz que le ilumina, la cual no lo digo como si el alma
fuese aire, según imaginaron algunos que no pudieron penetrar y comprender la
naturaleza incorpórea, sino porque estas cosas, respecto de aquéllas, con ser
todavía tan diversas y desiguales, tienen Cierta semejanza; de modo que muy al
caso se dice que así se ilumina el alma incorpórea con la luz incorpórea de la
simple sabiduría de Dios, como se ilumina el cuerpo del aire con la luz
corpórea, y así como se oscurece cuando le desampara esta luz (porque no son
otra cosa las que llamamos tinieblas de los espacios corporales que el aire que
carece de luz), de la misma manera se oscurece y cubre de tinieblas el alma
privada de la luz de la sabiduna. Así que por esto se llaman aquellas cosas
simples, las cuales principalmente y con verdad son divinas; porque no es en
ellas una cosa la cualidad y otra la sustancia, ni son por participación de
otras divinas, o sabias o bienaventuradas. Con todo, en la Sagrada Escritura se
llama múltiple y vario el espíritu de la sabiduría, porque contiene en sí
muchos objetos admirables; pero los que tiene, éstos también es él, y es uno
todos ellos. Porque no son muchas, sino una la sabiduría, donde residen los
inmensos e infinitos tesoros de las cosas inteligibles, en las cuales existen
todas las causas y razones invisibles e inmutables de las cosas, aun de las
visibles y mudables, las cuales fueron hechas y criadas por ésta. Porque Dios
no ejecutó operación alguna ignorando lo que debía de hacer, lo cual no puede
decirse propiamente de cualquier artífice. Y si sabiendo hizo todas las cosas, hizo
sin duda las que sabía. De lo cual ocurre al entendimiento una idea maravillosa,
aunque verdadera: que nosotros no podíamos tener noticia de este mundo, si no
existiera; pero si Dios no tuviera noticia de él, era imposible que fuera.
CAPITULO XI: Si hemos de creer que los espíritus que no perseveraron en la verdad participaron de aquella bienaventuranza que siempre tuvieron los santos ángeles desde su principio.
Lo cual, siendo innegable en
ninguna manera aquellos espíritus que llamamos ángeles fueron primero tinieblas
por algún espacio de tiempo, sino que luego que fueron criados los crió Dios
luz; con todo, no fueron criados sólo para que fuesen como quiera y viviesen
como quiera, sino que también fueron iluminados para que viviesen sabia y
felizmente. Desviándose algunos de esta ilustración divina, no solamente no
llegaron a conseguir la excelencia de la vida sabia y bienaventurada (la cual, sin
duda, no es sino la eterna y muy cierta y segura de su eternidad), pero aun la
vida racional, aunque no sabia, sino ignorante y destituida de razón, la tienen
de manera que no la pueden perder, ni aun cuando quieran. Y cuánto tiempo
fueron partícipes de aquella sabiduría eterna antes que pecasen, quién lo podrá
determinar? Sin embargo, cómo podremos decir que en esta participación éstos
fueron iguales a aquéllos, que son verdadera y cumplidamente bienaventurados
porque en ninguna manera se engañan, sino que están ciertos de la eternidad de
su bienaventuranza? Pues si en ella fueran iguales, también éstos perseveraran
en su eternidad igualmente bienaventurados, porque estaban igualmente ciertos. Pues
así como la vida se puede decir vida, entretanto que durare, no así podrá
decirse con verdad la vida eterna si ha de tener fin; por cuanto la vida sólo, se
llama vida si se vive; y eterna, si no tiene fin. Por lo cual, aunque no todo
lo que es eterno es bienaventurado, con todo, si verdadera y perfectamente la
vida bienaventurada no es sino eterna, no era tal la vida de éstos, porque
alguna vez se había de acabar; y, por lo tanto, no era eterna, ya supiesen esto,
ya ignorándolo imaginasen otra cosa; porque el temor a los que lo sabían y el
error a los que lo ignoraban no les permitían ser eternamente felices. Y si
esto no lo sabían, de modo que no estribaban ni confiaban en cosas falsas o
inciertas, ni se inclinaban con firme determinación a una parte ni a otra
acerca de si su bien había de ser sempiterno, o alguna vez había de tener fin; la
misma suspensión y duda sobre tan grande felicidad no tenía aquel colmo y
plenitud de vida bienaventurada que creemos hay en los santos ángeles. Porque
al nombre de vida bienaventurada no le queremos acortar y limitar tanto su
significación, que sólo llamemos a Dios bienaventurado, quien sin embargo, de
tal manera es verdaderamente bienaventurado, que no puede haber mayor
bienaventuranza, en cuya comparación nada significa que los ángeles sean
bienaventurados con una bienaventuranza suya, tanta cuanta en ellos puede haber.
CAPITULO XII: De la comparación de la bienaventuranza de los justos que no han alcanzado aun el premio de la divina promesa, con la bienaventuranza de los primeros hombres en el Paraíso antes del pecado.
Ni éstos solos por lo que toca a
la naturaleza racional e intelectual se deben llamar bienaventurados: porque
quién se atreverá a negar que los primeros hombres en el Paraíso antes de caer
en el pecado, fueron bienaventurados, aunque no estuviesen ciertos de su
bienaventuranza, cuán larga había de ser, o si había de ser eterna; la cual, seguramente,
hubiera sido eterna si no pecaran? Pues sin reparo alguno llamamos hoy
bienaventurados a los que viven justa y santamente con esperanza de la futura
inmortalidad, sin culpa que les estrague la conciencia, consiguiendo fácilmente
la divina misericordia para los pecados de la presente flaqueza humana, los
cuales, aunque están ciertos del premio de su perseverancia, con todo, se hallan
inciertos de ella; porque qué hombre habrá que sepa que ha de perseverar hasta
el fin en el ejercicio y aprovechamiento de la justicia, si no es que con
alguna revelación se lo certifique el que no a todos da parte de este sublime arcano
por justos y secretos juicios, aunque a ninguno engañe? Así que por lo
perteneciente al gusto y deleite del bien presente, más bienaventurado era el
primer hombre en el Paraíso que cualquier justo existente en esta humana carne
mortal; pero respecto a la esperanza del bien futuro, cualquiera que sabe con
evidencia, no con opinión, sino con verdad cierta e inefable, que ha de gozar
sin fin, libre de toda molestia, de la amable compañía de los ángeles en la
participación del sumo Dios, es más bienaventurado con cualesquiera aflicciones
y tormentos del cuerpo que lo era aquel hombre estando incierto de su caída en
aquella grande felicidad del Paraíso.
CAPITULO XIII: Si de tal manera crió Diós a todos los ángeles con la misma felicidad, que ni los que cayeron pudieron saber que habían de caer, ni los que no cayeron, después de la ruina de los caídos, recibieron la presciencia de su perseverancia.
Por lo cual, podrá cualquiera
fácilmente echar de ver que de lo uno y de lo otro resulta juntamente la
bienaventuranza que con recto propósito desea la naturaleza intelectual, esto
es, de gozar del bien inmutáble y eterno que es Dios, sin ninguna molestia, y de
saber que ha de perseverar en él para siempre, sin que duda alguna le tenga
suspenso, ni error alguno le engañe. De ésta piadosamente creemos que gozan los
ángeles de la luz, y que no la tuvieron antes que cayesen los ángeles pecadores
que por su malicia fueron privados de aquella luz, lo colegimos por
consecuencia; con todo, se debe creer o ciertamente que si vivieron antes del
pecado, tuvieron alguna bienaventuranza, aunque no la presciencia de si habían
de perseverar. Y, si parece cosa dura el creer, que cuando Dios crió a los
ángeles, a unos los crió de modo que no tuvieron la presciencia de su
perseverancia o de su caída, y a otros los crió de manera que con verdad cierta
e inefable conocieron la eternidad de su bienaventuranza, sino que a todos
desde su principio los crió con igual felicidad, y que así estuvieron hasta que
éstos, que ahora son malos, por su voluntad cayeron de aquella luz de la suma
bondad; sin duda, que es más duro de creer que los santos ángeles estén ahora inciertos
de su eterna bienaventuranza, y que ellos de sí mismos ignoren lo que nosotros
pudimos alcanzar y conocer de ellos por la divina Escritura. Porque qué
católico cristiano ignora que no ha de haber ya ningún nuevo demonio de los
buenos ángeles, así como tampoco el demonio ha de volver ya más a la sociedad de
los ángeles buenos? Porque, prometiendo en el Evangelio, a los santos fieles, que
serán iguales a los ángeles de Dios, asimismo les ofrece que irán a gozar de la
vida eterna; y si es cierto que nosotros estamos seguros de que jamás hemos de
caer de aquella inmortal bienaventuranza, y ellos no lo están, seremos
necesariamente de mejor condición que ellos, y no iguales; mas porque de ningún
modo puede faltar la verdad de que seremos iguales a ellos, sin duda ellos
están también ciertos de su eterna felicidad. De la cual, porque los otros no
estuvieron ciertos (porque no iba a ser eterna la felicidad, de la cual
pudieran estar asegurados, pues había de tener fin), resta confesar que, o
fueron desiguales, o si fueron iguales, después de la caída y ruina de ellos, alcanzaron
los otros la ciencia cierta de su felicidad sempiterna. A no ser que quiera
decir alguno que lo que el Señor dice del demonio en el Evangelio: que el
demonio fue homicida desde el principio, y no perseveró en la verdad, debe
entenderse de tal modo, que no sólo fue homicida desde el principio, esto es, desde
el principio del linaje humano, o sea, desde que fue criado el hombre, a quien
con engaños pudiese matar, sino también que desde el principio de su creación
no perseveró en la verdad; por lo cual, nunca fue bienaventurado con los santos
ángeles, no queriendo sujetarse a su Criador, y complaciéndose, por su soberbia,
en su alta potestad, como si fuera propia, con lo cual quedó engañado y
engañoso, pues quedó para siempre subyugado a la elevada potestad y omnipotencia
del que es Todopoderoso; y el que cón suave sujeción no quiso conservar lo que
verdaderamente es, con altivez y soberbia procura fingir lo que no es, para que
así se entienda con más claridad lo que insinúa el Apóstol y Evangelista San Juan
cuando dice que el diablo peca desde el principio, esto es, desde que fue
criado rehusó la justicia, la cual no puede caber sino en la voluntad piadosa y
rendida a Dios. Los que adoptan esta opinión, pregunto, no sienten lo mismo con
otros herejes, esto es, con los maniqueos, y si hay otras sectas pestilenciales
que sostengan que tiene el demonio procedente como de un principio contrario a
su propia naturaleza mala? Los cuales disparatan tan vanamente, que teniendo
con nosotros y en nuestro abono la autoridad de estas palabras evangélicas, no
advierten ni consideran que no dijo el Señor: no tuvo verdad, sino no perseveró
en la verdad; queriendo manifestar que cayó del conocimiento de la verdad, en
la cual, seguramente, si perseverara participando de ella, perseveraría también,
en la bienaventuranza con los santos ángeles.
CAPITULO XIV: Con qué frase o modo de hablar dice la Escritura del demonio que no perseveró en la verdad, porque no hay en él verdad.
Y añadió la razón, como si
preguntáramos por dónde consta que no perseveró en la verdad y dice: Porque no
hay verdad en él. Y, sin duda, la hubiera en él si perseverára en ella. Esta
causa está expuesta bajo un método de raciocinar no muy corriente y usado, pues
parece que suena así; no perseveró en la verdad porque no hay verdad en él, como
si la causa de que no haya perseverado en la verdad fuera porque no hay verdad
en él, siendo más bien la causa de no haber verdad en él en no haber
permanecido en la verdad. Pero este mismo lenguaje hallamos también en el Salmo,
donde dice: Yo clamé porque me oíste; mi Dios. Debiendo, al parecer, decir: Me
oíste mi Dios porque clamé a ti. Pero habiendo dicho yo clamé, como si le
preguntaran por qué señal demostró el haber clamado, manifestando el deseado
efecto de haberle oído Dios, muestra, sin duda, el afecto de su clamor como si
dijera: por esto doy a entender expresamente que he clamado, porque me habéis
oído.
CAPITULO XV: Cómo ha de entenderse la autoridad de la Escritura: desde el principio peca.
el demonio
La expresión que profiere San
Juan hablando del demonio: Desde el principio, el demonio peca, no entiende que
si es natural, de ningún modo es pecado. Pero qué responderán a los testimonios
incontrastables de los Profetas, o a lo que dice Isaías, significando al
demonio bajo la persona del príncipe de Babilonia: Cómo cayó Lucifer, que nacía
resplandeciente de mañana; o a lo que dice Ezequiel: Estuviste en los deleites
del Paraíso de Dios, adornado de todas las piedras preciosas? De cuyos
testimonios se deduce que estuvo alguna vez sin pecado, porque más expresamente
le dice poco después: Anduviste en tus días sin pecado. Cuyas autoridades, puesto
que no pueden entenderse de otra manera, vienen en confirmación de lo que se
dice: que no perseveró en la verdad, para que lo entendamos de manera que
estuvo en la verdad, pero que no perseveró en ella; y aquella expresión, que
desde el principio el demonio peca, no desde el principio que fue criado se ha
de entender que peca, sino desde el principio del pecado, porque de su soberbia
resultó el haber pecado. Ni lo que se escribe en el libro de Job hablando del
demonio: Esta es la primera o principal criatura que hizo el Señor para que se burlasen
de él sus ángeles, con lo que parece concuerda la expresión del real Profeta
cuando dice: Este dragón que formaste para que se burlen de él, se debe
entender de tal modo, que creamos que le crió desde el principio, para que los ángeles
se burlasen de él, aunque después de cometido su execrable crimen, le ordenó
Dios este castigo. Su principio, pues, es ser hechura del Señor; pues no hay
naturaleza alguna, aun entre las más viles y despreciables sabandijas del mundo,
que no la haya criado y formado aquel Señor de quien procede toda formación, toda
especie y hermosura, todo el orden de las cosas, sin el cual no puede hallarse
o imaginarse cosa alguna criada, cuanto más la criatura angélica que en
dignidad de naturaleza excede a todas las demás que Dios crió.
CAPITULO XVI: De los grados y diferencias de las críaturas, las cuales de una manera se estiman respecto del provecho y utilidad, y de otra respecto del orden de la razón.
Entre las criaturas que son de
cualquiera especie, y no son lo mismo que es Dios, por quien fueron criadas, se
anteponen y aventajan las vivientes a las no vivientes, como también las que
tienen facultad de engendrar o apetecer a las que carecen de esta tendencia; y
entre las que viven se anteponen las que sienten a las que no sienten, como a
los árboles, los animales; y entre las que sienten se anteponen las que
entienden a las que no entienden así como los hombres a las bestias; y entre
las que entienden se anteponen las inmortales a las mortales, como los ángeles
a los hombres. Pero se anteponen así siguiendo el orden de la naturaleza; sin
embargo, hay otros muchos modos de estimación, conforme a la utilidad de cada
cosa; de que resulta que antepongamos algunas cosas insensibles a algunas que
sienten, en tanto grado, que si pudiésemos, quisiéramos desterrarlas del mundo;
ya sea ignorando el lugar que en él tienen, ya sea, aunque lo sepamos, posponiéndolas
a nuestras comodidades e intereses. Porque quién hay que no quiera más tener en
su casa pan que ratones, dineros que pulgas? Pero qué maravilla, citando aun en
la estimación de los mismos hombres, cuya naturaleza es tan sublime, por la
mayor parte se compra más caro un caballo que un esclavo, una piedra preciosa
que una esclava? Así que donde hay semejante libertad en el juzgar, hay mucha
diferencia entre la razón del que lo considera y la necesidad del que lo ha
menester, o el gusto del que lo desea; puesto que la razón estima qué es lo que
en sí vale cada cosa según la excelencia de la naturaleza; y la necesidad estima
qué es aquel objeto por lo que le desea; buscando la razón lo que juzga por
verdad la luz del entendimiento; y el deleite y gusto lo que es agradable a los
sentidos del cuerpo. No obstante, tanto vale en las naturalezas racionales un
como peso de la voluntad y amor, que aunque por la naturaleza se antepongan los
ángeles a los hombres; con todo, por la ley de la justicia, los hombres buenos
son preferidos y antepuestos a los ángeles malos.
CAPITULO XVII: Que el vicio de la malicia no es la naturaleza, sino que es contra la naturaleza; a quien no da ocasión o causa de pecar su Criador, sino su propia voluntad.
Por razón de la naturaleza, no
por la malicia del demonio, inferimos que está con justa causa dicho: Esta es
la primera o principal criatura que hizo el Señor. Porque, sin duda, donde no
había vicio de malicia, procedió la naturaleza no viciada, y el vicio es contra
la naturaleza, de manera que no puede ser sino en daño de la naturaleza. Así
que no fuera vicio el apartarse de Dios, si a la naturaleza, cuyo vicio es el
apartarse de Dios, no le correspondiese mejor el estar con Dios; por lo cual, aun
la voluntad mala es gran testigo de la naturaleza buena. Pero Dios, así como es
Criador benignísimo de las naturalezas buenas, así también justísimarnente ordena
y dispone de las voluntades malas, porque cuando ellas usan mal de las
naturalezas buenas, el Señor usa bien aun de las voluntades malas. Por eso hizo
que el demonio, que en cuanto es producción de su poderosa mano es bueno, y por
su voluntad malo, habiéndole dispuesto y ordenado acá abajo, entre las cosas
inferiores, fuese burlado por sus ángeles, esto es, que sacasen fruto y
aprovechamiento de sus tentaciones los santos, a quienes desea y procura dañar con
ellas. Y porque Dios, cuando le crió, sin duda, no ignoraba la malicia que
había de tener, y preveía los bienes que el espíritu infernal había de sacar de
su malicia, por este motivo dice el Salmo: Este dragón que formaste para que le
escarnezcan, aun de que por el mismo hecho de haberle formado, aunque por su
bondad, bueno, se entienda que por su presciencia tenía ya prevenido y
dispuesto cómo había de usar de él aunque fuese malo
CAPITULO XVIII: De la hermosura del Universo, la cual, por disposición divina, campea aún más.
con la oposición de sus
contrarios
Dios no criara no digo yo a
ninguno de los ángeles, pero ni de los hombres, que supiese con su soberana
presciencia había de ser malo, si no tuviera exacta ciencia de los provechos
que de ella habían de sacar los buenos; disponiendo de esta manera el orden
admirable del Universo, como un hermoso poema, con sus antítesis y
contraposiciones. Porque las que llamamos antítesis son muy oportunas y a
propósito para la elegancia y ornamento de la elocuencia; y en idioma latino se
distinguen con el nombre de oposición, o lo que con más claridad se dice, contraposición.
No está recibido entre nosotros este vocablo, aunque también la lengua latina
usa de esos artificios y adornos de la elocuencia, como los idiomas de todas
las naciones. Y el Apóstol San Pablo, con estas antítesis en su Epístola
Segunda a los Corintios, suave y enérgicamente declara aquel lugar donde dice: Mostrémonos
armados de justicia y buenas obras, a diestro y siniestro, para que caminemos
seguros por la gloria y por la ignominia; por la infamia y la buena fe: teniéndonos
el mundo por embusteros, siendo hombres de verdad; por no conocidos, siendo, sin
embargo, conocidos; por muertos perseverando vivos; por castigados, y no
muertos; por tristes, estando siempre alegres; por pobres, enriqueciendo a
muchos; como quien nada posee; poseyéndolo todo. Así como contraponiendo los contrarios
a sus contrarios se adorna la elegancia del lenguaje, así se compone y adorna
la hermosura del Universo con una cierta elocuencia no de palabras, sino de
obras, contraponiendo los contrarios. Con toda claridad nos enseña esta
doctrina el Eclesiástico cuando dice: Así como es contrario al mal el bien, y
como es contraria la vida a la muerte, así es contrario al justo, el pecador y
esta conformidad observarás en todas las admirables obras del Altísimo de dos
en dos las cosas, una contraria a la otra.
CAPITULO XIX: Qué debe sentirse de lo que dice la Sagrada Escritura que dividió Dios entre.
la luz y las tinieblas
Así que aun cuando la oscuridad
de la divina palabra sea también útil para adquirir exacto conocimiento de
aquel Señor que produce verdades sensibles, y las saca a la luz del
conocimiento, mientras uno la entiende de un modo y otro de otro (pero de tal
manera que lo que se percibe en un lugar oscuro se confirme, o con el
irrefragable testimonio de cosas claras y manifiestas, o con otros lugares que
no admiten duda; ya sea porque revolviendo muchas cosas se viene a conseguir
también la inteligencia de lo que sintió el autor de la Escritura; ya sea que
aquel arcano, se nos oculte a nuestra escasa trascendencia y, sin embargo, con
ocasión de tratar de la profunda oscuridad, se expresan algunas otras verdades);
por consiguiente, no me parece absurda y ajena de las obras de Dios aquella
opinión sobre si cuando crió Dios la primera luz se entiende que crió los
ángeles; y que hizo distinción entre los ángeles santos y los espíritus
inmundos, donde dice: Dividió Dios la luz y las tinieblas, y llamó Dios a la luz
día y a las tinieblas noche. Porque sólo pudo distinguir estas cosas el que
pudo saber primero que cayesen, que habían de caer; y que privados de la luz de
la verdad habían de quedar en su tenebrosa soberbia. Porque entre este tan
conocido día y noche, esto es, entre esta luz y estas tinieblas, mandó que las
dividiesen estos luminares del cielo tan patentes a nuestros sentidos: Háganse,
dice, los luminares en el firmamento del cielo, para que den su luz sobre la
tierra y dividan el día y la noche; y poco después: Hizo Dios, dice, dos
luminares grandes, el luminar mayor para que presidiese al día, y el menor a la
noche, y con ellos las estrellas, y los colocó en el firmamento del cielo para
que difundiesen su luz sobre la tierra y fuesen señores del día y de la noche y
para que dividiesen la luz y las tinieblas. Porque entre aquella luz, que es la
santa congregación de los ángeles, y resplandece con la inteligible ilustración
de la verdad y entre las contrarias tinieblas, esto es, entre aquellas
abominables inteligencias de los ángeles malos que se desviaron de la luz de la
justicia, aquel Señor pudo hacer división, a quien tampoco pudo estar oculta o
incierta la futura malicia, no de la naturaleza, sino de la voluntad.
CAPITULO XX: De lo que dice después de hecha la distinción entre la luz y las tinieblas: Y vio Dios que era buena la luz.
Finalmente, tampoco debe pasarse
en silencio que cuando dijo Dios: Hágase la luz, y se hizo la luz, añadió en
seguida: Y vio Dios la luz que era buena; no dijo estas expresiones después que
hizo distinción entre la luz y las tinieblas, llamando a la luz día, y a las
tinieblas noche; porque ninguno se persuadiese que le agradaban también
aquellas tinieblas, como la luz. Pues cuando éstas son ya inculpables (entre
las cuales y la luz que percibimos con nuestros ojos hacen distinción y
división los luminares del cielo), no antes, sino después, se infiere
claramente que vio Dios que era bueno Y púsolos, dice, en el firmamento del
cielo, para que difundiesen su luz sobre la tierra, presidiesen al día y a la
noche, y dividiesen entre sí la luz y las tinieblas y vio Dios que era bueno. Entonces
ambos resplandecientes luminares le agradaron, porque ambos eran inculpables. Pero
cuando dijo Dios hágase la luz, y se hizo la luz; sigue inmediatamente: Y vio
Dios la luz que era buena; e infiere luego: Separó Dios la luz de las tinieblas,
y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche; pero no añadió aquí: y vio
Dios que era bueno, por no llamar buenos a ambas cosas, siendo la una de ellas mala,
no por su naturaleza, sino por su propia culpa. Y por eso sólo agradó la luz a
su Criador; mas las tinieblas angélicas, aunque las había de disponer en su
respectivo lugar, sin embargo, no las había de aprobar.
CAPITULO XXI: De la eterna e inmutable ciencia y voluntad de Dios, con que todo lo que hizo en el Universo le agradó antes de hacerlo, como lo hizo después.
Porque qué otra cosa debe
entenderse en aquella expresión que frecuentemente repite: Vio Dios que era
bueno, sino la aprobación de la obra practicada conforme a la idea, que es la
sabiduría de Dios? Porque es cierto que Dios no llegó a comprender entonces que
la cosa era buena cuando la crió; pues si no lo supiera, no hiciera cosa alguna
de las que crió. Así que, cuando advierte que es bueno (lo cual si no lo
hubiera visto antes de hacerlo, sin duda no lo hiciera), nos enseña y demuestra
que áquello es bueno, mas no lo aprende. Platón se atrevió a decir más aún: que
se llenó Dios de gozo luego que acabó de ejecutar la admirable obra de la
creación del mundo. De cuya doctrina no hemos de inferir que procedía con tanta
ignorancia que entendiese que se le había acrecentado a Dios alguna
bienaventuranza con la novedad de su obra, sino que quiso manifestar con este
su sentir que agradó a su artífice lo mismo que había hecho, como le había
complacido en idea cuando lo pensaba hacer; no porque en modo alguno haya
variedad en la ciencia de Dios, de suerte que sean diferentes en ella las cosas
que aún no son de las que ya son y las que serán; pues no de la misma manera
que nosotros prevé Dios lo que ha de ser, o ve lo presente, o mira lo pasado, sino
con otra muy diferente de la que acostumbran nuestros discursos y pensamientos.
Pues el Señor no ve, discurriendo de uno en otro, mudando el pensamiento, sino
totalmente de un modo inmutable; de forma que entre las cosas que se hacen
temporalmente, las futuras aún no son, las presentes ya son, y las pasadas ya
no son; pero Dios todas las comprende con una estable y eterna presciencia; no
de una manera con los ojos y de otra con el entendimiento, porque no consta de
alma y cuerpo; ni tampoco las comprende de un modo ahora y de otro después, pues
su ciencia no se muda, como la nuestra, con la variedad del presente, pretérito
y futuro: En quien no hay mudanza ni sombra alguna de vicisitud. Porque su
conocimiento no pasa de pensamiento en pensamiento, sino que a su vista
incorpórea están patentes y presentes juntamente todas las cosas que conoce; pues
así comprende los tiempos sin ninguna temporal noción, como mueve las cosas
temporales sin ninguna mudanza temporal suya. Así que entonces vio que era
bueno lo que hizo, cuando vio que era bueno para hacerlo, y no porque lo vio
hecho duplicó la ciencia o en alguna parte la acrecentó, como si tuviera menor
ciencia primero que hiciese lo que veía, pues no obrara con tanta perfección si
no fuera tan consumada su inteligencia, que sus obras no le puedan añadir cosa
alguna. Por lo cual, si a nosotros solamente se nos hubiera de significar quién
crió la luz, bastara decir: hizo Dios la luz; pero si nos dijeran no solo quién
la hizo, sino por qué medio la hizo, sería suficiente decir así: Dijo Dios: hágase
la luz, y se hizo la luz, para que entendiéramos que no solamente hizo Dios la
luz, sino que también la hizo por el Verbo; mas porque convenía que se nos
intimasen tres cosas que debíamos saber sobre la creacion de la criatura
racional, es a saber, quién la hizo, por quién la hizo, y por qué la hizo, por
eso dice: Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, y vio Dios que la luz era
buena. Por este motivo, si quéremos saber quién la hizo, Dios; si por quién la
hizo, dijo: hágase, e hizose; si por qué la hizo, porque era buena. No hay
autor más excelente que Dios, ni arte más eficaz que la palabra de Dios; ni
causa mejor que lo bueno para que lo criara Dios bueno. Esta causa dice Platón
que es la justísima de la creación del mundo, para que por el buen Dios fueran
hechas buenas obras, ya sea que esto lo hubiese leído, ya lo hubiese quizá
entendido de los que lo habían leído, ya con su agudísimo y perspicaz ingenio
hubiese llegado a tener conocimiento de las cosas invisibles de Dios, por medio
de las criadas, ya las hubiese aprendido de los que las habían conocido.
CAPITULO XXII: De aquellos a quienes no satisfacen algunas cosas que hizo el buen Criador en la creación del Universo bien hechas, y juzgan que hay alguna naturaleza mala.
Pero la causa que hubo para criar
las cosas buenas, que es la bondad de Dios, esta causa, digo, tan justa y tan
idónea, que considera diligentemente, y piadosamente meditada y ponderada, resuelve
todas las controversias de los que disputan acerca del principio y origen del
mundo; algunos herejes no la comprendieron, porque advierten que a esta
necesitada y frágil mortalidad, que procede del justo castigo, la ofenden
muchas cosas que no la convienen; como el fuego, el frío, la ferocidad de las
bestias u otras cosas semejantes, y no observan y consideran cuánto campean
estas mismas en sus propios lugares y naturaleza; cuánta es la hermosura y
orden de su disposición; cuánto todas ellas contribuyen por su parte con su
hermosura y ornato a formar como una común república; y a nosotros mismos
cuántas comodidades nos prestan, usando de ellas con congruencia y discreción, tanto,
que los mismos venenos que son perniciosos por la inconveniencia, si
convenientemente se aplican, se convierten en saludables medicamentos; y al
contrario, cuán dañosos sean aún los objetos del mayor gusto y diversión, como
la comida y la bebida, y esta luz, usando de ellas sin moderación y oportunidad.
Por lo que nos advierte la divina Providencia que no despreciemos neciamente
las cosas, sino con diligencia procuremos saber la utilidad y provecho que tienen,
y cuando nuestro ingenio limitado no lo comprendiese, creamos que está oculto, así
como lo estaban algunas otras cosas que apenas pudimos descubrir; pues la
utilidad que resulta del secreto, o sirva para ejercitar nuestra humildad o
para quebrantar nuestra soberbia, puesto que no hay naturaleza que sea mala, y
este nombre de malo no denota otra cosa que una privación de lo bueno. Sin
embargo, desde las cosas terrenas hasta las celestiales, desde las visibles
hasta las invisibles, algunas buenas son mejores que otras, a fin de que todas
fuesen desiguales; pero Dios, artífice grande en las cosas grandes, no es menor
en las pequeñas, cuya pequeñez no debe estimarse ni medirse por su grandeza, sino
por la sabiduría del artífice; así como si al rostro de un hombre le rayasen
una ceja, cuán cortísima porción seria lo que se le quitaría al cuerpo, y cuán
grande a la hermosura, que consta, no de la grandeza, sino de la igualdad y
dimensión de los miembros. Y verdaderamente no hay motivo para que nos
admiremos que los que piensan que hay alguna naturaleza mala, nacida y propagada
de un principio contrario suyo, no quieran admitir esta causa de la creación
del mundo, es a saber: que Dios, siendo bueno, hizo cosas buenas; pues creen
que forzado y compelido de la extrema necesidad, rebelándose contra él el mal, llegó
a formar la fábrica del mundo; y que en la batalla, procurando reprimir y
vencer el mal, vino a mezclar con él su naturaleza buena, la cual, habiendo
quedado abominablemente profanada y cruelmente cautivada y oprimida con grandes
molestias, apenas la puede purificar y librar, aunque no toda, sino que lo que
de ella no se pudo purificar de aquella coinquinación, viene a servir de prisión
al enemigo que tiene dentro vencido y encerrado. Pero los maniqueos no fueran
tan necios o, por mejor decir, tan insensatos y frenéticos, si creyeran que la
naturaleza divina es inmutable, como es totalmente incurruptible, a la cual no
hay cosa que pueda ofender o dañar, y con cristiana cordura y juicio sano
sintieran que el alma, que pudo mudarse y empeorarse con la voluntad y
corromperse con el pecado, y así privarse de la felicidad de gozar de la luz de
la inmutable verdad, no era parte de Dios ni de la naturaleza que es Dios, sino
criada, por lo que es muy diferente y desigual a su Criador.
CAPITULO XXIII: Del error con que culpan la doctrina de Origenes.
Pero es mucho más digno de
admiración que algunos que con nosotros admiten un principio de todas las cosas
y que ninguna naturaleza que no sea Dios puede tener ser sino del que es su
autor, sin embargo, no quisieron creer bien y sencillamente esta causa tan
justa y tan sencilla de la creación del mundo, que Dios, siendo, como es, bueno,
crió cosas buenas que existieran después de Dios, las cuales, aunque buenas, no
eran como Dios, y no las pudo hacer sino Dios bueno; antes dicen que las almas,
aunque no son partes de Dios, sino hechas y criadas por Dios, pecaron
apartándose de su Criador, y por diferentes progresos, según la diversidad de
los pecados, en el espacio que hay desde el cielo y la tierra, merecieron
diferentes cuerpos como cárceles y prisiones y que éste es el mundo, y que ésta
fue la causa de hacer el mundo, no para que se criaran cosas buenas, sino para
que se corrigieran y reprimieran las malas. De este error con razón culpan y
reprenden a Orígenes, porque en los libros que él intitula Periarjon o de los
Principios, esto mismo sintió y escribió. Examinando esta obra me lleno de
admiración al observar que persona tan docta y ejercitada en la literatura
eclesiástica, no advirtiese lo primero cuán contrario era esta opinión a la
intención de la Sagrada Escritura, obra tan admirable y de tanta autoridad, que,
concluyendo la relación de todas las obras de Dios, y vio Dios que era bueno, e
infiriendo después de haberlas concluido todas: Y vio Diós todas las cosas que
hizo y eran por extremo buenas, no quiso que se reconociese otra causa de la
creación del mundo, sino la de que hizo cosas buenas, Dios bueno. Donde se lee
que si ninguno pecara, el mundo estuviera adornado y lleno solamente de naturalezas
buenas; y no porque acaeció pecar se llenó todo el Universo de pecados, supuesto
que mucho mayor número de justos conservaron en los cielos el orden de su
naturaleza. Y la mala voluntad, no porque rehusó guardar el orden de la
naturaleza, por eso se eximió de las leyes del justo Dios, que ordena y dispone
rectamente todas las cosas; porque así como una pintura, colocado en su
respectivo lugar el color negro, es hermosa, así el mundo, si uno le pudiese
ver, aun con los mismos pecadores es hermoso, aunque a éstos, considerados de
por sí, los haga torpes y abominables su propia deformidad.
Lo segundo debiera advertir
Orígenes, y todos los que esto sienten, que si fuera verdadera la opinión de
que el mundo fue criado, porque las almas conforme a los méritos de sus pecados
tomaran cuerpos como mazmorras, donde estuviesen encerradas pagando su pena; las
que pecaron menos, en los cuerpos superiores y más ligeros, y las que más, en
inferiores y más graves, sin duda se seguiría que los demonios, que, son lo
peor que puede haber, habían de tener cuerpos terrenos, que es lo más inferior
y más grave que hay, antes que no los hombres buenos. Mas para que
entendiéramos que los méritos de las almas no deben estimarse por la calidad de
los cuerpos, el demonio, que es el peor de todos, tiene cuerpo aéreo, y el
hombre, aunque al presente es malo, sin, embargo, su malicia es mucho menor y
menos grave, y por lo menos lo era antes de que pecara: no obstante, el hombre,
digo, tomó cuerpo de lodo y barro. Y qué mayor desatino puede decirse, que
fabricando Dios el sol para que fuese único en el mundo, no atendió su artífice
al decoro y ornato de la hermosura, o al bien y conservación de las cosas
corporales, sino que se debió a que un alma pecó, de tal suerte, que mereció
que la encerrasen en semejante cuerpo? Y, por consiguiente, si sucediera que no
una, sino dos, y no dos, sino diez o ciento, pecaran igualmente de una manera, tuviera
este mundo cien soles. Lo cual, para que no aconteciera, no lo previno la
admirable providencia del artífice para la conservación y hermosura de las
cosas corporales, sino que aconteció por haber progresado tanto un alma pecando
que sola se hizo digna de tal cuerpo. Verdaderamente y con justa causa se debe
reprimir, no el progreso y desmán de las almas, acerca de las cuales no saben
lo que dicen, sino el progreso de los que sienten semejantes disparates, desviándose
tanto de la verdad. Así que cuando en cualquiera criatura se preguntan y
consideran las tres cosas que he insinuado: quién la hizo, por qué medio la
hizo y por qué la hizo, de modo que se responda: Dios, por el Verbo, y porque
es bueno; si en ello con la profundidad del sentido místico se nos intima la
misma Trinidad, esto es, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o si ocurre
alguna dificultad porque algún lugar de la Escritura nos impida entenderlo así,
es cuestión larga y difusa, y no es razón obligarnos a explicarlo todo en un
libro.
CAPITULO XXIV: De la Santísima Trinidad, la cual por todas sus obras sembró y esparció algunos indicios para significársenos.
Creemos, tenemos y fielmente
confesamos que el Padre engendró al Verbo, esto es, a la sabiduría, por quien
crió todas las cosas, al Unigénito Hijo, siendo el uno igual al otro, eterno
con el coeterno, sumamente bueno con el sumamente bueno; y que el Espíritu
Santo es justamente espíritu del Padre y del Hijo, y el mismo consustancial y
coeterno con ambos; y que todo esto es una Trinidad por la propiedad de las
personas, y un solo Dios por la inseparable divinidad, así como es un solo Dios,
todopoderoso por la inseparable omnipotencia, pero de tal modo, que cuando de
cada uno de por sí se pregunta sobre estas cualidades, se responda que
cualquiera de ellos es Dios, y es todopoderoso; y cuando juntamente de todos
digamos que no son tres dioses o tres todopoderosos, sino un solo Dios
todopoderoso, tan grande es alli la inseparable unidad en los tres, la cual así
se quiso predicar. Pero si me preguntaren si el Espíritu Santo del buen Padre y
del buen Hijo, porque es común a ambos, se puede decir expresamente la bondad
de ambos, no me atrevo arrojadamente a determinarlo; sin embargo, más fácilmente
me atrevería a llamarle santidad de ambos, no como cualidad común a ambos, sino
siendo la misma sustancia y tercera persona en la Trinidad. Y este sentir me
parece más probable al observar que siendo el Padre espíritu, y el Hijo
espíritu, y el Padre santo, y el Hijo santo, sin embargo, propiamente es la
tercera persona la que se llama Espíritu Santo, como santidad sustancial y
consustancial de ambos. Pero si no es otra cosa la bondad divina que la
santidad, seguramente que aquella cuestión es igualmente conforme a razón, y no
atrevida presunción; para que en las obras de Dios, por medio de cierto secreto
e incomprensible lenguaje con que se ejercita nuestro entendimiento, entendamos
que se nos insinúa y significa la misma Trinidad, donde dice quién hizo cada
criatura, por quién la hizo y por qué la hizo. El Padre del Verbo dijo hágase, y
lo que, diciéndolo el mismo Señor, se hizo, sin duda, se hizo por el Verbo; y
sobre lo que dice que vio Dios que era bueno, no se nos significa bien claro
que Dios, sin necesidad alguna suya, sino solamente por su bondad, hizo lo que
hizo esto es, porque es bueno; y lo dijo después de haberlo hecho, para
indicarnos que el objeto que fue criado cuadra y conviene a la bondad de aquel
por quien fue hecho; cuya bondad, si se entiende que es el Espíritu Santo, toda
la Trinidad se nos manifiesta en sus obras. De aquí la Ciudad Santa habitada de
los angélicos espíritus celestiales, toma su origen, su información y
bienaventuranza. Porque si preguntan sobre el principio de dónde viene, Dios la
fundó; si de dónde es sabia, Dios es el que la ilumina; si de dónde es
bienaventurada, Dios es de quien goza; subsistiendo se modifica, con la
contemplación se ilustra y con la unión goza de perpetua alegría; vive, ve y
ama; vive en la eternidad de Dios, luce en la verdad de Dios y goza en la
bondad de Dios.
CAPITULO XXV: Cómo toda la filosofía está dividida en tres partes.
Fundados en estos principios, a
lo que puede entenderse, opinaron y quisieron los filósofos que la disciplina o
arte de la sabiduría, esto es, la filosofía, se dividiese en tres partes, o, por
mejor decir, pudieron advertir que estaba dividida en tres; a cuyas partes
pudieron llamar: a una, física; a otra, lógica, y a otra, ética (las cuales
acostumbran llamar ya muchos escritores en idioma latino: natural, racional y
moral, y de ellas brevemente hicimos mención en el Libro VIII); no porque se
infiera que en estas tres partes imaginasen o formasen alguna idea, según Dios,
de la Trinidad; aunque dicen que Platón fue el primero que halló y enseñó esta
división, el cual fue de parecer que no había otro autor que Dios de todas las
naturalezas, ni dador de la inteligencia, ni inspirador del amor con que pueda
vivirse bien y bienaventuradamente. Aunque los filósofos sientan diversamente
acerca de la naturaleza del Universo, del método de rastrear e indagar la
verdad, y del fin del bien a que debemos enderezar y referir todas nuestras
acciones, con todo, en estas tres célebres y generales cuestiones ocupan y
emplean toda su atención. De modo que habiendo en cada una de ellas mucha variedad
de opiniones, sin embargo, ninguno duda que hay alguna causa efectriz de la
naturaleza, alguna forma de ciencia y resumen de la vida. También se consideran
tres circunstancias en cualquier artífice, para que pueda sacar una buena producción:
la naturaleza, la doctrina y el uso. La naturaleza debe atenderse y estimarse
según el ingenio, la doctrina según la ciencia y el uso según el fruto. Tampoco
ignoro que propiamente el fruto es del que goza y el uso, del que usa, en lo
cual, al parecer, se nota esta diferencia: que gozamos de aquella cosa que, no
debiéndose referir a otra, ella por sí misma nos deleita; pero usamos de
aquella que buscamos, no por sí, sino por otra (por lo que debemos usar más de
las temporales que gozarlas; para que merezcamos gozar de las eternas, no como
los ignorantes y los que proceden con error queriendo gozar del dinero y usando
de Dios, porque no expenden el dinero por amor de Dios, sino que adoran a Dios
por el dinero); con todo, adoptando el modo de hablar recibido más comúnmente, digo
que usamos también del fruto y gozamos del uso, porque en un sentido propio se
dicen frutos los del campo, de todos los cuales usamos en la vida presente. Así
que según esta costumbre llamo yo uso en las tres circunstancias que advertí
debían considerarse en el hombre, que son la naturaleza, la doctrina y el uso. Por
éstas hallaron los filósofos, como insinué, las tres disciplinas o ciencias que
creyeron necesarias para conseguir la vida bienaventurada: la natural por amor
a la naturaleza, la racional por la doctrina y la moral por el uso. Luego si la
naturaleza que tenemos la tuviéramos de nosotros mismos, sin duda que nosotros
fuéramos también autores de nuestra sabiduría, y no procuráramos alcanzarla por
medio de la doctrina, esto es, aprendiéndola de otra parte. Y nuestro amor, procediendo
de nosotros y referido a nosotros, bastara para vivir felizmente, sin tener
necesidad de otro algún bien para gozarle; pero supuesto que nuestra naturaleza,
para que tuviese ser, necesitó tener a Dios por autor y su Criador, sin duda
para que sigamos la verdad al mismo debemos tener por doctor, y al mismo
igualmente para que seamos bienaventurados por dador de la suavidad y gozo
interior.
CAPITULO XXVI: De la imagen de la Santísima Trinidad, que en cierto modo se halla en la naturaleza del hombre aún no beatificado.
Y aun nosotros en nosotros mismos
reconocemos la imagen de Dios, esto es, de aquella suma Trinidad, aunque no tan
perfecta y cabal como es en sí misma, antes sí en gran manera diferentísima; ni
coeterna con ella, ni de la misma sustancia que ella; sino que naturalmente no
hay cosa en todas cuantas hizo el Señor que más se aproxime a Dios, la cual aún
debemos ir perfeccionando con la reforma de las costumbres, para que venga a
ser también muy cercana en la semejanza. Porque nosotros somos y conocemos que
somos y amamos nuestro ser y conocimiento. Y en estas tres cosas que digo no
hay falsedad alguna que pueda turbar nuestro entendimiento; porque estas cosas
no las atinamos y tocamos con algún sentido corporal como hacemos con las
exteriores, como el color con ver, el sonido con oír, el olor con oler, el
sabor con gustar, las cosas duras y blandas con tocar; y también las imágenes
de estas mismas cosas sensibles, que son muy semejantes a ellas, aunque no son
corpóreas, las revolvemos en la imaginación, las conservamos en la memoria y
por ellas nos movemos a desearlas, sino que sin ninguna imaginación engañosa de
la fantasía, me consta ciertamente que soy, y que eso lo conozco y amo. Acerca
de estas verdades no hay motivo para temer argumento alguno de los académicos, aunque
digan: qué, si te engañas? Porque si me engaño ya soy; pues el que realmente no
es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño. Y si
existo porque me engaño, cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me
engaño? Y pues existiría si me engañase aun cuando me engañe, sin duda en lo
que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en
lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy,
así conozco igualmente esto mismo: que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas,
este mismo amor es como un tercero, y no de menor estimación. Porque no me
engaño en que me amo, no engañándome en las cosas que amo, pues aun cuando
ellas fuesen falsas, sería cierto que amaba la falsas. Porque cómo me reprendieran
rectamente y con justa razón me prohibieran el amor de las cosas falsas, si
fuese falso que yo las amaba? Pero siendo ellas verdaderas y ciertas, quién
duda que cuando las amo, también su amor es verdadero y cierto? Y tan cierto es
que no hay uno solo que no quiera ser, como que no hay ninguno que no quiera ser
bienaventurado. Pues cómo puede ser bienaventurado si es nada?
CAPITULO XXVII: De la esencia, de la ciencia y del amor de ambos.
El mismo ser, en virtud de cierto
impulso natural; es tan suave y gustoso, que no por otra causa, aun los que son
miserables y extremadamente indigentes no apetecen morir, y advirtiendo que son
miserables, no quiren que los Iibren de la miseria. Aun aquellos que conocen
que son y en realidad de verdad son miserables, y no sólo los juzgan por
miserables los sabios, por observar que son ignorantes, sino también los que se
estiman por dichosos y bienaventurados, porque son pobres y mendigos; aun a
ésos, si alguno les concediese la inmortalidad con la condición de que
juntamente con ella jamás les faltase la miseria, proponiéndoles que si no
quisiesen vivir siempre en la misma miseria no habían de tener de ningún modo
ser, sino habían de perecer; seguramente que saltaran de contento y eligieran
primero el vivir siempre así, que no el dejar de ser del todo. Testigo es de
este aserto la experiencia y la conocida opinión de estos filósofos. Porque, cuál
es la causa por que temen morir, y gustan más vivir en aquella miseria que
concluir y acabar con ella de una vez con la muerte, sino porque bastantemente
se deja entender cuánto rehusa la naturaleza el no ser? Y por eso, como
advierten que han de morir, desean se les conceda por gran beneficio la
especial gracia de que les permitan vivir algún tiempo más en la misma miseria
y morir más tarde. Luego sin duda manifiestan con cuánto aplauso recibirían la
inmortalidad, aun la que no pudiese dejar de ser pobre y menesterosa. Y qué diremos
de los animales irracionales, a quienes no se les concedió facultad de
considerar sobre este punto, contando desde los más corpulentos y desaforados
dragones hasta los más pequeños e imperceptibles gusanillos e insectos? Acaso
no dan a entender que quieren y aman el vivir y el ser, y por eso huyen y
rehusan el morir con todos los movimientos y demostraciones que pueden? Pues
qué, las plantas y todas las matas y arbustos que carecen de sentido para poder
evitar con manifiestas mociones su daño, para poder lanzar al aire su renuevo, no
fijan y encaminan otro de raíces por la tierra con que poder atraer el sustento
y conservar así en cierto modo su ser? Finalmente, los mismos cuerpos, que no
solamente carecen de todo sentido, sino también de vida seminal, de tal modo o
suben arriba, o bajan abajo, o se nivelan en medio, que conservan su ser, donde
pueden existir según su naturaleza.
Y cuánto estime y aprecie el
conocer, y cuánto desee no ser engañada la naturaleza, puede deducirse de que
más quiere uno quejarse y lamentarse disfrutando de juicio sano, que alegrarse
estando demente. La cual virtud e impulso admirable, a excepción del hombre, no
la llegan a comprender los demás animales, aunque algunos de ellos, para
examinar esta brillante luz corporal, tengan más agudo y perspicaz el sentido
de la vista; mas no pueden arribar al exacto conocimiento de aquella luz incorpórea,
con la que de algún modo se ilumina nuestro entendimiento, para que podamos
juzgar rectamente de estas cosas; pues conforme a las ilustraciones que
recibimos de ella, podemos entender. Sin embargo, los sentidos de los animales irracionales,
aunque no contengan en sí ciencia alguna, tienen a lo menos una semejanza de
ciencia; pero las demás cosas corporales se llaman sensibles, no porque sienten,
sino porque se dejan sentir. Entre ellas, las plantas tienen la semejanza o propiedad
común con los sentidos de sustentarse y crecer; y aunque éstas y todos los
objetos corpóreos tienen sus causas secretas en la naturaleza, no obstante, por
sus formas y varias apariencias con que se hermosea la visible fábrica del
Universo, abren camino a los sentidos para que las vean y sientan, de suerte
que, en vez de ser incapaces de conocimiento, parece que quieren en cierto modo
darse a conocer. Sin embargo, nosotros las conocemos con el sentido corporal, y
no juzgamos de ellas con el sentido del cuerpo, porque disfrutamos de otro
sentido correspondiente al hombre interior mucho más excelente y noble, con el
cual sentimos y conocemos las cosas justas y las injustas: las justas por una
especie inteligible, y las injustas por su privación. Al oficio peculiar de
este sentido no llega ni la agudeza de los ojos, ni la viveza de los oídos, ni
el espíritu del olfato, ni el gusto de la boca, ni el tacto del cuerpo. Allí es
donde estoy cierto que soy, y estoy cierto que lo sé, y esto amo; y asimismo estoy
firmemente seguro que lo amo.
CAPITULO XXVIII: Si debemos amar tambien al mismo amor con que amamos el ser y saber, para acercarnos más a la imagen de la Trinidad divina.
Pero ya hemos dicho lo bastante, y
cuanto parece que exige la naturaleza de esta obra, sobre la esencia y noticia
en cuanto son amadas en nosotros; y cómo se halla también en los demás objetos
inferiores a ellas, aunque diferente, una cierta semejanza suya; pero no hemos
raciocinado sobre el amor con que se aman; es decir, si amamos ese mismo amor. Es
innegable que se ama y lo probamos así: porque los hombres que más rectamente
aman, lo aman más. Porque no se llama hombre bueno el que sabe lo que es bueno,
sino el que ama lo bueno.
Por qué, pues, no advertimos en
nosotros mismos que amamos también al mismo amor con que amamos todo lo bueno? Supuesto
que también es amor aquel con que se ama lo que no debe amarse, y este amor
aborrece en sí el que ama aquel amor con que se ama lo que debe amarse. Pues
ambos pueden hallarse en un hombre; y esto es un bien para la humana criatura, para
que, elevándose aquél con que vivimos bien, se humille éste con que vivimos mal
hasta que perfectamente sane y se mude en bien todo lo que vivimos. Porque si
fuéramos bestias, apreciaríamos la vida carnal y lo que es conforme a sus sentidos,
y esto sin duda fuera suficiente bien nuestro, y conforme a esta máxima, yéndonos
bien con ello no buscáramos otra cosa. Asimismo, si fuéramos árboles, aunque no
pudiéramos amar objeto alguno con la potencia sensitiva, sin embargo, se daría a
entender que apetecíamos en cierto modo el ser más fértiles y fructuosos. Si
fuéramos piedra, agua, aire o fuego u otra cosa semejante, aunque destituidos
de todo sentido y vida, con todo, no estuviérámos privados de cierto apetito en
su orden, deseando hallarnos en nuestro propio lugar. Porque las inclinaciones
de la balanza del peso son como un peculiar amor de los cuerpos, ya procuren
con su gravedad el lugar humilde, ya siendo leves el alto y más elevado. Pues
así como al cuerpo le lleva y conduce su propio peso, así al ánimo su amor
dondequiera que vaya. Y puesto que somos hombres criados según la imagen y
semejanza de nuestro Criador, a quien pertenece realmente la verdadera
eternidad, la eterna verdad, el eterno y verdadero amor, y él mismo es la
eterna, verdadera y amable Trinidad, no confusa, ni tampoco separada; discurriendo
ahora por los objetos que nos son inferiores (porque tampoco tuvieran ser ni se
contuvieran debajo de especie alguna, ni apetecieran o conservaran orden
metódico, si no los formara aquel Señor que es sumo, súmamente sabio y
sumamente bueno), discurriendo, pues, digo por todas las cosas que hizo Dios
con admirable estabilidad; vamos recogiendo algunos como vestigios suyos, que nos
ha dejado impresos, en partes más, y en partes menos; pero considerando y
observando en nosotros mismos su imagen, como el hijo menor del Evangelio, y
volviendo sobre nosotros, levantemos nuestra contemplación y volvamos a aquel
Señor de quien nos habíamos apartado, ofendiéndole con nuestros enormes pecados.
Allí nuestro ser no tendrá muerte; allí nuestro saber no padecerá error; allí
nuestro amor no sufrirá ofensa. Y ahora, aunque estemos seguros de estas tres
cosas y no las creemos por otros testigos, sino que nosotros mismos las
sentimos presentes y las vemos con la infalible vista interior del alma; con
todo, porque con nuestras limitadas luces no podemos saber cuánto tiempo han de
permanecer, o si nunca han de faltar, y adónde han de llegar si obrasen bien, y
adónde si mal; por este motivo, o buscamos o tenemos otros testigos, de cuya fe
y crédito y de la razón por qué no deba dudarse de ellos, por no ser este lugar
propio para tratarlo, lo expondremos después con más exactitud y diligencia. Asi
que en este libro hemos hablado de la Ciudad de Dios, a saber, de la que no es
peregrina en la presente vida mortal, sino que vive siempre inmortal en los
cielos; esto es, de los santos ángeles que están unidos con Dios, y que jamás
le desampararan ni desampararán eternamente. Ya hemos dicho cómo entre éstos y
aquéllos, que desamparando la luz eterna se convirtieron en tinieblas, Dios al
principio puso distinción; prosigamos, pues, con su divino auxilio lo comenzado,
y declarémoslo según alcanzaren nuestras débiles fuerzas.
CAPITULO XXIX: De la ciencia de los santos ángeles con que conocen a la Trinidad en su misma divinidad, y ven las causas de las obras en el mismo que las obras, primero que en las mismas obras del artífice.
Los santos ángeles no tienen
noticia de Dios por medio de palabras, sino por la misma presencia de la
inmutable verdad, esto es, por el Verbo unigénito del Padre. Y al mismo Verbo, al
Padre y al Espíritu Santo; y que ésta es una Trinidad inseparable, de modo que
cada persona de por sí en ella es una substancia, y, sin embargo, todas tres no
son tres Dioses, sino un solo Dios, lo saben de tal suerte, que no conocen
mejor que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Y aun a la misma criatura
la conocen mejor allí, esto es, en la divina sabiduría, como en el arte o idea
con que fue criada, mejor digo, que en sí misma, y, por consiguiente, a sí
mismos mejor allí que en sí mismos, aunque también se conocen a sí en sí mismos,
porque son criaturas y un ser distinto de aquel que los crió. Allí, pues, se
conocen como un conocimiento diurno; pero en sí mismos, como un conocimiento vespertino,
según dijimos ya. Porque hay mucha diferencia en que se conozca un objeto en la
forma y razón, según la cual fue criado, o en sí mismo; así como de un modo
distinto se sabe la rectitud de las líneas o la verdad de las figuras con las
luces del entendimiento, y de otra manera cuando se escriben en el polvo; de un
modo la justicia en la inmutable verdad, y de otro en el alma del justo Y así
consecutivamente lo demás, como el firmamento que observamos haber entre las
aguas superiores y las inferiores que se llamó cielo; como en la tierra la
congregación de las aguas y la aparición y descubrimiento de la tierra, la creación
y formación de las hierbas y de las plantas; como la creación del sol, luna y
estrellas; como la de los animales que viven en el aire y en las aguas, es a
saber, de los volátiles y peces, y las de las bestias grandes que nadan; como
la de otras cualesquiera que andan a pie o arrastrando por la tierra, y la del
mismo hombre que excede en excelencia y nobleza a todos los seres creados. Todas
estas cosas, de una manera las conocen los ángeles en el Verbo divino, donde
existen sus causas y razones inmutablemente permanentes, según las cuales
fueron criadas; y de otra manera en sí mismas, allí participan de un conocimiento
más claro, aqui de uno más confuso, como en el conocimiento del arte y de las
obras; las cuales obras, cuando se refieren a alabanza y honra de su Criador, amanece
y sale la luz como una apacible mañana en los entendimientos de los que las
contemplan atentamente.
CAPITULO XXX: De la perfección del número senario, que es el primero que sale cabal, con la cantidad de sus partes.
Y éstas por la perfección del
número senario, repitiendo un mismo día seis veces, se refiere que se concluyó
su creación en seis días, no porque Dios tuviese necesidad de tanto espacio de
tiempo, o porque no pudo criar juntamente todas las cosas, y que después ellas
mismas con sus acomodados movimientos hicieron los tiempos, sino porque nos
significó por el número senario la perfección y consumación de sus obras. Pues
el número senario es el primero que se completa con sus artes; esto es, con su
sexta parte, con la tercera y con la media, que son una, dos y tres; las cuales,
sumadas, hacen seis. Y cuando se consideran así los números, deben entenderse
las partes de las que podamos señalar la cuota, esto es, qué parte de cantidad sea;
asi como la media, la tercera, la cuarta y las demás que se dominan de algún
número. Porque, supongamos, v. gr., el número nueve, en el cual el cuarto es
una parte suya, pero no por eso podemos decir qué parte de cantidad sea; uno
bien pueden caberle, porque es su nona parte, y tres también, porque es su
tercera; pero unidas estas dos partes suyas, es, a saber, la nona y la tercera,
esto es, una y tres, distan mucho de toda la suma, que es nueve. Y asimismo en
el denario; el cuaternio es una parte suya, pero cuanta sea su cuota no puede
asignarse; pero una bien puede caberle, porque es su décima parte. Tiene
también la quinta, que son dos; tiene igualmente la mitad, que son cinco; pero
sumadas éstas, sus tres partes, la décima, quinta y media, esto es, una, dos y
cinco, no llenan el número de diez, porque son ocho; y sumadas las partes del número
duodenario, trascienden y suben a más, porque contiene la duodécima, que es una;
tiene la sexta, que son dos; tiene también la cuarta, que son tres; tiene la
tercera, que son cuatro; tiene la mitad, que son seis; pero una, dos, tres, cuatro
y seis hacen, no doce, sino mucho más, porque vienen a ser dieciséis. Me ha
parecido conducente decir esto en compendio, para recomendar la perfección del
número senario, que es el primero, como dije, que se viene a formar él mismo de
sus partes unidas y sumadas, en el cual finalizó Dios las maravillosas obras de
su creación. Por lo cual no debe despreciarse la razón del número; y cuánto
debe estimarse, lo advertirán en muchos lugares de la Sagrada Escritura los que
con exactitud y escrupulosidad lo consideraren; pues no sin grave fundamento se
dice entre las divinas alabanzas: Todo lo ordenaste, Señor, y dispusiste con
medida, número y peso.
CAPITULO XXXI: Del día séptimo, en que se nos encomienda la plenitud y el descanso.
En el séptimo día, esto es, en un
mismo día siete veces repetido, se nos manifiesta y recomienda el descanso de
Dios y la santificación de este día. Y así Dios no quiso consagrar como santo
este día con ninguna otra obra suya, sino con su reposo, el cual carece de
tarde, o de la hora vespertina, porque no hay en él criatura que, siendo
conocida de una manera en el Verbo divino y de otra en sí misma, cause
diferente noticia; una como diurna, y otra como nocturna o vespertina. Y aunque
sobre la perfección del número septenario pueden decirse muchas cosas, sin
embargo, este libro crece ya demasiado, y recelo asimismo crea alguno que, aprovechándome
de la ocasión, quiero hacer ostentación con más altivez que utilidad de lo poco
que sé, así, que conduce atender a la modestia y gravedad que exige el asunto, para
que, hablando quizá con extensión del número, no se entienda que me he olvidado
de la medida y del peso. Por lo que baste solamente advertir que el primer
número impar total es el ternario, y el total par o igual el cuaternario, y que
de estos dos consta el septenario. Por cuyo motivo en repetidas ocasiones se
pone por el todo, como cuando se dice: siete veces caerá el justo y se
levantará, esto es siempre que cayere no perecerá, lo cual no se entiende de
las culpas y pecados, sino de las tribulaciones que humillan nuestra soberbia; y
siete veces al dia te alabaré, que es lo que en otro lugar dice el mismo real
profeta, aunque en otro sentido, siempre estará su alabanza en mi boca. Hállanse
en las sagradas letras muchas autoridades semejantes a éstas, donde el número
septenario se pone, como insinué, por el todo del asunto que se trata, y por
eso con este mismo número se nos significa muchas veces el Espiritu Santo, de
quien dice Jesucristo que nos instruirá en la verdad. Allí esta el descanso de
Dios, con el cual se reposa en Dios. Porque en el todo, esto es, en la plenitud
de la perfección se halla el descanso, pero en la parte el trabajo y la fatiga.
Por eso trabajamos, cuando sabemos en parte; pero cuando llegare lo que es perfecto
y consumado, desaparecerá lo que es imperfecto y en parte. Y de aquí es que con
suma molestia escudriñamos y examinamos estas escrituras santas; pero los
santos ángeles, a cuya amable compañía y congregación aspiramos y suspiramos en
esta penosísima peregrinación, así como participan de una eternidad permanente,
así disfrutan de una singular facilidad en conocer y de una inalterable
felicidad en descansar, porque sin molestia suya nos ayudan, pues con los
movimientos espirituales, que son puros y libres, no trabajan.
CAPITULO XXXII: Sobre la opinión de los que sostienen que la creación de los ángeles ha sido anterior a la del mundo.
Pero para que ninguno porfíe con
pesadas altercaciones, y digan que no fueron significados los espíritus
angélicos en la expresión de la Escritura, hágase la luz, y se hizo la luz, y
enseñe que crió Dios en primer lugar alguna luz corpórea; y que crió los
ángeles, no sólo antes de formar el firmamento, sino aún antes de lo que se
dice: que en principio hizo Dios el cielo y la tierra; y que cuando dice en el
principio, no lo dice porque aquello fuese lo primero que hizo, habiendo criado
antes los ángeles, sino porque todo lo hizo en la sabiduría, que es su Verbo eterno,
al cual llama la Escritura principio (así como el mismo Verbo encarnado, según
se dice en el Evangelio, preguntado por los judíos quién era, les respondió que
era el principio), tampoco me pondré a altercar sobre este punto y argüir
contra ellos, señaladamente porque esta opinión me cuadra y me lisonjeo de ver
que hasta en el principio del santo libro del Génesis se nos recomienda la
Trinidad. Pues cuando dice en el principio hizo Dios al cielo y la tierra, lo
dice para que se entienda que el Padre lo hizo en el hijo, como lo confirma el
real profeta cuando dice: Cuán grandes y magníficas son, Señor, tus obras; todas
las hiciste en el espíritu de la sabiduría! Y muy al caso, poco después, hace
también mención del Espíritu Santo; pues habiendo explicado la calidad de la
tierra que al principio hizo Dios, o a qué especie de materia, destinada para
la futura construcción del mundo, había llamado con el nombre de cielo y tierra,
prosiguiendo el mismo asunto, dijo: que la tierra era invisible y descompuesta,
y que había tinieblas sobre el abismo de las aguas; luego para que se
verificase la exacta mención que hacía de la Trinidad, dice: y el espíritu de
Dios se movía y extendía por las aguas. Por lo cual cada uno entenderá el texto
como más le agradare, porque es tan profundo y misterioso que para inteligencia
de los que lean puede producirnos muchos sentidos, que todos ellos no desdigan
ni discrepen de las reglas de la fe cristiana; pero con la condición de que
ninguno ponga duda en que los santos ángeles residen en las sublimes moradas
del cielo, y aunque no son coeternos a Dios, están, sin embargo, seguros y
ciertos de su eterna y verdadera bienaventuranza. Y cuando nos enseña el Señor
que los pequeñuelos pertenecen a la compañía de los espíritus celestiales, no
sólo dijo vendrán a ser iguales a los ángeles de Dios, sino que nos manifiesta,
también la contemplación y visión beatífica de que gozan los mismos ángeles, cuando
dice: Mirad, no desprecéis uno de estos pequeñuelos, porque os digo que sus
ángeles en los cielos están siempre mirando el rostro de mi Padre, que está en
los cielos.
CAPITULO XXXIII: De las dos compañías diferentes y desiguales de los ángeles, que no fuera de propósito se entiende haberlas comprendido y nombrado bajo de los nombres de luz y tinieblas.
Que hubiesen pecado algunos
ángeles, y Dios los arrojase a los lugares más profundos de la tierra, que es
como una cárcel suya, donde perseverasen hasta la última condenación que ha de
verificarse el día terrible del juicio, lo demuestra con toda evidencia el
príncipe de los apóstoles, San Pedro, por estas palabras: que Dios no perdonó a
los ángeles que pecaron, sino que los arrojó al abismo, donde las tinieblas les
sirven de maromas para ser atormentados y tenidos como en reserva para el día
del juicio. Quién duda que entre éstos y los otros que se conservaron en la gracia
del Señor incóIumes de todo pecado, hizo Dios una notable distinción, o con su
presciencia o efectivamente por la obra, y que con razón fueron llamados luz? Puesto
que a nosotros, que vivimos todavía con la fe y estamos aún en la expectativa
de igualarnos con ellos, nos llamó ya el Apóstol luz: fuisteis, dice, alguna
vez tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Que estos ángeles apóstatas
sean designados expresamente con el nombre de tinieblas lo advertirá el que
crea realmente que son peores que los hombres infieles. Por lo cual, aun cuando
haya de entenderse otra luz en este lugar, del Génesis, donde leemos: dijo Dios
hágase la luz, y se hizo la luz; y signifique otras tinieblas, cuando dice: hizo
Dios división entre la luz y las tinieblas; con todo, nosotros entendemos que
se significan estas dos angélicas compañías: una, que está gozando de la visión
intuitiva de Dios, y otra, que está desesperada por su soberbia; una, a quien
dice el real profeta, adoradle todos sus ángeles, y otra, cuyo príncipe y caudillo
atrevidamente dice: todo esto te daré, si te postrares y me adorares; una que
está abrasada en el santo amor de Dios; otra, que está humeando de altivez con
el amor inmundo de su propia altura; y porque, como insinúa la Sagrada
Escritura: Dios se opone a los soberbios y a los humildes da su gracia; la una
vive y mora en los cielos de los cielos, y la otra, echada y desterrada de
ellos, anda tumultuando en este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y
pacifica con la luz de la piedad; la otra camina turbada y borrascosa con las
tinieblas de sus apetitos; la una, teniéndolo por conveniente la divina
Providencia, nos favorece con clemencia y nos castiga con justicia; la otra se
deshace y abrasa de pura soberbia con el insaciable deseo de sujetarnos y
hacernos daño; la una es mensajera de la bondad divina, para que nos aconseje y
notifique todo lo que procede de la voluntad divina; la otra anda reprimida y
refrenada por la omnipotencia del Altísimo, para que no nos cause tantos perjuicios
como quisiera; la una se lisonjea y burla de la otra para que, contra su
voluntad, no aprovechen sus persecuciones; la otra tiene envidia de aquella, porque
va recogiendo piadosamente sus peregrinos y descaminados. Habiendo, pues, entendido
nosotros en este lugar del Génesis, bajo nombre de luz y tinieblas, significadas
estas dos compañías angélicas, entre sí diferentes y contrarias, la una que es
de naturaleza buena y de voluntad recta, y la otra también de naturaleza buena,
pero de perversa voluntad, y habiéndolas declarado y apoyado con otros
testimonios más convincentes de la Sagrada Escritura aunque acaso sintió lo
contrario sobre este lugar el que lo escribió, no hemos ventilado inútilmente
la oscuridad de esta autoridad; porque cuando no hayamos podido aclarar
rastreando la voluntad del autor de este libro, sin embargo, no nos hemos
separado de la norma de la fe cristiana, la cual es bien notoria a los fieles
por otros testimonios de la Sagrada Escritura que tienen igual autoridad. Pues
aunque aquí se refieren las obras corporales que hizo Dios, tienen, sin duda, cierta
analogía con las espirituales, según la cual, dice el Apóstol: todos vosotros
sois hijos de la luz e hijos de Dios, pues no lo somos de la noche ni de las
tinieblas Y si también sintió lo mismo que decimos el que lo escribió, nuestra
intención y deseos habrán llegado al complemento y único fin del objeto que
controvertíamos, de manera que el hombre de Dios, dotado de sabiduría insigne y
divina, o, mejor dicho, por Él, el Espíritu Santo refiriendo las obras que hizo
Dios, todas las cuales dice que las concluyó al sexto día, de ninguna manera se
crea que omitió los ángeles, ya sea cuando dice: en el principio, por que los
crió el primero; ya sea lo que más a propósito se entiende en el principio, porque
las hizo en el Verbo Unigénito del Padre, según su expresión: en el principio
hizo Dios el cielo y la tierra, en cuyas palabras nos significa todas las
criaturas, las espirituales y corporales, que es lo más creíble o las dos
mayores partes del mundo que contienen en su seno todas las cosas criadas; de
tal suerte, que primero las propuso todas en general, y después continuó sus
partes respectivas según el número misterioso de los días.
CAPITULO XXXIV: Sobre lo que algunos opinan, que debajo del nombre de las aguas que fueron divididas cuando Dios crió el firmamento, se nos significaron los ángeles, y sobre lo que algunos entienden que las aguas no fueron criadas.
Algunos han entendido que bajo el
nombre de las aguas en cierto modo se nos significó la congregación de los
ángeles, y que esto es lo que quiere decirse en estas expresiones: Hágase el
firmamento entre agua y agua; de modo que se entienden colocados sobre el
firmamento los ángeles; y debajo del firmamento o de las aguas visibles, la
multitud de los ángeles malos, o toda la especie humana. Lo cual, si es cierto,
no aparece en el sagrado texto cuándo fueron criados los ángeles, sino sólo que
fueron separados los unos de los otros; aunque también hay algunos que niegan que
Dios crió las aguas, por cuanto no hallan lugar alguno donde dijese Dios: háganse
las aguas. Lo cual podría decir asimismo de la tierra, puesto que no se lee en
la Escritura que dijese Dios: Hágase la tierra. Pero responden que dice el
sagrado texto: En el principio crió Dios el cielo y la tierra. Luego allí debe
entenderse también el agua, porque a ambas comprende con un mismo nombre, puesto
que suyo es el mar y él le hizo, hechura de sus manos es la tierra. Pero los
que por las aguas que están sobre los cielos quieren que se entiedan los
ángeles, fúndanse en el peso de los elementos, y por eso no imaginan que pudo
dar asiento a la naturaleza fluida y grave en la parte superior del mundo; los
cuales, si a su modo, y según sus razones y discursos pudieran formar al hombre,
no le pusieran en la cabeza la pituita que en griego se llama phlegma, y que en
los respectivos elementos de nuestro cuerpo ocupa el lugar de las aguas, porque
allí es donde tiene la phlegma su asiento muy a propósito, sin duda, según que
Dios así lo hizo; pero conforme a la conjetura de éstos, tan absurdamente que
si lo ignoráramos y estuviera asimismo escrito en este libro que Dios puso el
humor fluido y frío, y por consiguiente grave, en la parte superior a todas las
demás del cuerpo humano, estos especuladores y examinadores de los elementos de
ningún modo lo creyeran. Y cuando fueran de los que se sujetaron a la autoridad
de la misma Escritura, se persuadirían que bajo este nombre se debía entender
alguna otra cosa. Mas porque si cada asunto de los que más se escriben el
divino libro de la Creación del Mundo, le hubiéramos de desenvolver y tratar de
propósito, fuera indispensable alargarnos y desviarnos demasiado del objeto de
esta obra, ya que hemos disputado lo que ha parecido conducente y bastante
acerca de las dos clases de ángeles, diferentes y contrarias entre sí, en las
cuales se hallan igualmente ciertos principios de las dos ciudades que se
conocen en las cosas humanas, de las cuales pienso hablar desde ahora en
adelante, concluyamos ya aquí con este libro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.