lunes, 5 de enero de 2015

LA CIUDAD DE DIOS 2.



LIBRO SEXTO: TEOLOGÍA MÍTICA Y CIVIL DE VARRÓN.


PROEMIO


Me parece que he disputado bastante en estos cinco libros pasados contra los que temerariamente sostienen que por la importancia y comodidad de la vida mortal, y por el goce de los bienes terrenos, deben adorarse con el rito y adoración que los griegos llaman latría, y se debe únicamente al solo Dios verdadero, a muchos y falsos dioses, de los cuales la verdad católica evidencia que son simulacros inútiles, o espíritus inmundos y perniciosos demonios, o por lo menos criaturas, y no el mismo Criador.
Y quién no advierte que para una necedad y pertinacia tan grandes no bastan estos cinco libros ni otros infinitos por más que sean muchos en el número? En atención a que se reputa por gloria y honra de la humana lisonja no rendirse a todos los contrastes de una verdad acrisolada, cuando resulta en perjuicio sin duda de aquel en quien reina tan monstruoso vicio. Porque también una enfermedad peligrosa contra toda la industria del? que la cura es invencible, no precisamente porque cause daño alguno al médico, sino por el que resulta al enfermo considerado como incurable. Pero las personas que lo que leen lo examinan con madurez y circunspección habiéndolo entendido y considerado sin ninguna, o a lo menos no con demasiada obstinación en el error en que se veían sumergidos, echarán de ver fácilmente que con estos cinco libros que hemos concluido hemos satisfecho bastantemente a más de lo que exigía la necesidad de la cuestión, antes que haber quedado cortos, y no podrán poner en duda que toda esa odiosidad que los necios se esfuerzan en arrojar contra la religión cristiana, tomando pie de las calamidades de este mundo y de la fragilidad y vicisitudes de las cosas terrenas, con disimulo, más aún, con la aprobación de los doctos que obrando contra su conciencia se hacen necios por su loca impiedad, no dudarán, digo, que es un juicio vacío completamente de todo sentido y razón y llenó de vana temeridad y odio malvado.


CAPITULO PRIMERO: De los que dicen que adoran a los dioses, no por esta vida presente, sino por la eterna.


Ahora, pues, porque según lo pide nuestra promesa habremos también de refutar y desengañar a los que intentan defender que debe tributarse adoración a los dioses de los gentiles, que destruyen la religión cristiana, no por los intereses y felicidades de esta vida, sino por la que después de la muerte se espera, quiero dar principio a mi discurso por el verdadero oráculo del salmista rey, donde se lee: Bienaventurado el hombre que pone toda su confianza en Dios, y el que no se aparta de El, ni fingió las vanidades y los falsos desvaríos. Con todo, entre todas las ilusorias doctrinas y falsos despropósitos, los que más tolerablemente se pueden oír son los de los filósofos a quienes no satisfizo la opinión y error universal de las gentes, que dedicaron simulacros a los dioses, suponiendo muchas falsedades de los que llaman dioses inmortales, las cuales, siendo falsas e impías, las fingieron o, una vez fingidas, las creyeron, y, creídas, las introdujeron en el culto y ceremonias de su religión. Con estos tales, que aunque no diciéndolo libremente, pero si al menos en sus obras, como entre dientes aseguraban que no aprovechan semejantes desatinos, no del todo fuera de propósito se tratará esta cuestión: si conviene adorar por la vida que se espera después de la muerte, no a un solo Dios, que hizo todo lo criado espiritual y corporal, sino a muchos dioses, de quienes algunos de los mismos filósofos, entre ellos los más acreditados y sabios, sintieron que fueron criados por aquél solo y colocados en un lugar sublime.
Porque quién sufrirá se diga y defienda que los dioses de que hicimos mención en el libro IV, a quienes se atribuye a cada uno, respectivamente, su oficio y cargo de negocios de poco momento, conceden a los mortales la vida eterna? Por ventura aquellos sabios y científicos varones que se glorían por un beneficio digno del mayor aprecio el haber escrito y enseñado, para que se supiese, el método y motivo con que se había de suplicar a cada uno de los dioses, y qué era lo que se les debía pedir, a fin de que, inconsiderada y neciamente, como suele hacerse por risa y mofa en el teatro, no pidiesen agua a Baco y vino a las ninfas, aconsejaran a ninguno rogase a los dioses inmortales que cuando hubiese pedido a las ninfas vino y le respondiesen: Nosotras sólo tenemos agua, eso pedidlo a Baco, dijese entonces prudentemente: Si no tenéis vino, a lo menos dadme la vida eterna? Qué idea puede haber más monstruosa que este disparate? Acaso excitadas a risa, porque suelen ser fáciles en reír, a no ser que afecten engañar, como que son demonios, no responderán al que así les rogare: Hombre de bien, pensáis que tenemos en nuestra mano la vida, siendo así que habéis oído repetidas veces que ni aun disponemos de vida?
Así que es Una necedad y desvarío insufrible pedir o esperar la vida eterna de semejantes dioses, de quienes se dice que cada partecilla de esta trabajosa y breve vida, y si hay alguna que pertenezca a su fomento, incremento y sustento, la tiene debajo de su amparo; pero es con tal restricción, que lo que está bajó la tutela y disposición de uno lo deben pedir a otro, de que resulta se tenga por tan absurda, imposible y temeraria tal potestad, como lo son los donaires y disparates del bobo de la farsa, y cuando esto lo hacen actores ingeniosos ante el público, con razón se ríen de ellos en el teatro y cuando lo hacen los necios ignorándolo, con más justa causa se burlan y mofan de ellos en el mundo.
Con mucho ingenio descubrieron los doctos y dejaron escrito en sus obras a qué dios o diosa de los que fundaron las ciudades se debería acudir en busca de diversos remedios; es a saber, qué es lo que se debía pedir a Baco, a las ninfas, a Vulcano, y así a los demás; de lo que parte referí en el libro IV y parte me pareció conveniente pasarlo en silencio, y si es un error notable pedir vino a Ceres, pan a Baco, agua a Vulcano y fuego a las ninfas, cuánto mayor disparate será pedir a alguno de éstos la vida eterna? Por lo mismo, si cuando preguntábamos acerca del reino de la tierra qué dioses o diosas debía creerse que le podían dar, habiendo examinado este punto, averiguamos era muy ajeno de la verdad el pensar que los reinos, a lo menos de la tierra, los daba ninguno de los que componen tanta multitud de falsos dioses. Por ventura, no será una disparatada impiedad el creer que la vida eterna, que sin duda alguna y sin comparación se debe preferir a todos los reinos de la tierra, la pueda dar a nadie ninguno de ellos?
Porque está fuera de toda controversia que semejantes dioses no podían dar ni aun el reino de la tierra, por sólo el especioso título de ser ellos dioses grandes y soberanos; siendo estos dones tan viles y despreciables, que no se dignarían cuidar de ellos, viéndose en tan encumbrada fortuna, a no ser que digamos que por más que uno, con justa razón vilipendie, considerando la fragilidad humana, los caducos títulos del reino de la tierra, estos dioses fueron de tal calidad. que parecieron indignos de que se les confiase la distribución y conservación de ellas, no obstante de ser correspondiente a su alta dignidad encomendárselas y ponerlas bajo su custodia
Y, por consiguiente, si conforme a lo que manifestamos en los dos libros anteriores, ninguno de los que componen la turba de los dioses, ya sea de los plebeyos o de los patricios, es idóneo para dar los reinos mortales a los mortales, cuánto menos podrá de mortales hacer inmortales?
Y más que si lo tratamos con los que defienden deben ser adorados los dioses, no por las facilidades de la vida presente, sino por la futura, acaso nos dirán que de ninguna manera se les debe tributar veneración, a lo menos por aquellas cosas que se les atribuyen como repartidas entre ellos y propias de la potestad peculiar de cada uno, porque así lo persuada la luz de la verdad, sino porque así lo introdujo la opinión común, fundada en la vanidad humana y en el fanatismo, como se persuaden los que sostienen que su culto es necesario para sufragar a las necesidades de la vida mortal, contra quienes en los cinco libros precedentes he disputado lo preciso cuanto me ha sido posible. Pero siendo, como es, innegable nuestra doctrina; si la edad de los que adoran a la diosa Juventas fuera más feliz y florida, y la de los que la desprecian se acabara en el verdor de su juventud, o en ella, como en un cuerpo cargado de años, quedarán yertos y fríos; si la fortuna Barbada con más gracia y donaire vistiera las quijadas de sus devotos, y a los que no lo fuesen los viéramos lampiños y mal barbados, dijéramos muy bien que hasta aquí cada una de estas diosas podía en alguna manera limitarse a sus peculiares oficios, y, por consiguiente, que no se debía pedir ni a la Juventas la vida eterna, pues no podía dar ni aun la barba; ni de la fortuna Barbada se debía esperar cosa buena después de esta vida, porque durante ella no tenía autoridad alguna para conceder siquiera aquella misma edad en que suele nacer la barba.
Mas ahora, no siendo necesario su culto ni aun para las cosas que ellos entienden que les están sujetas, ya que muchos que fueron devotos dé la diosa Juventas no florecieron en aquella edad, y muchos que no lo fueron gozaron del vigor de la juventud; y asimismo algunos que se encomendaron a la fortuna Barbada, o no tuvieron barbas o las tuvieron muy escasas; y si hay algunos que por conseguir de ella las barbas la reverencian, los barbados que la desprecian se mofan y burlan de ellos.
Es posible que esté tan obcecado el corazón humano que viendo está lleno de embelecos y es inútil el culto de los dioses para obtener estos bienes temporales y momentáneos, sobre los que dicen que cada uno preside particularmente a su objeto, crea que sea importante para conseguir vida eterna? Esta, ni aun aquellos, han osado afirmar que la pueden dar; ni aun aquellos, digo, que para que el vulgo necio los adorase, porque pensaban que eran muchos en demasía, y que ninguno debía estar ocioso, les repartieron con tanta prolijidad y menudencia todos estos oficios temporales.


CAPITULO Il: Qué es lo que se debe creer que sintió Varrón de los dioses de los gentiles, cuyos linajes y sacrificios, de que él dio noticia fueron tales, que hubiera usado con ellos de más reverencia si del todo los hubiera pasado en silencio.


Quién anduvo buscando todas estas particularidades con más curiosidad que Marco Varrón? Quién las descubrió más doctamente? Quién las consideró con más atención? Quién las distinguió con más exactitud y las escribió con más profusión y diligencia? Este escritor, aunque no es en el estilo y lenguaje muy suave, con todo, inserta tanta doctrina y tan buenas sentencias, que en todo género de erudición y letras que nosotros llamamos humanas y ellos liberales, enseña tanto al que busca la ciencia cuanto Cicerón deleita al que se complace en la hermosura de la frase. Finalmente, el mismo Tulio habla de éste con tanta aprobación, que dice en los libros académicos que la disputa la tuvo con Marco Varrón, sujeto, dice, entre todos sin controversia agudísimo y sin ninguna duda doctísimo; no le llama elocuentísimo o fecundísimo, porque en realidad de verdad en la retórica y elocuencia con mucho no llega a igualarse con los muy elocuentes y fecundos, sino entre todos, sin disputa, agudísimo.
En aquellos libros, digo, en los académicos, donde pretende probar que todas las cosas son dudosas, le distinguió con el apreciable título de doctísimo. Verdaderamente que de esta prenda estaba tan cierto, que quitó la duda que suele poner en todo, como si habiendo de tratar de este célebre escritor, conforme a la costumbre que tienen los académicos de dudar de todo, se hubiera olvidado de que era académico. Y en el libro I, celebrando las obras que escribió el mismo Varrón: Andando, dice, nosotros peregrinando y errantes por nuestra ciudad como si fuéramos forasteros, tus libros puedo asegurar nos encaminaron y tornaron a casa, para que, al fin, pudiéramos advertir quiénes éramos y adónde estábamos; tú nos declaraste la edad de nuestra patria, tú las descripciones de los tiempos, tú la razón de la religión, el oficio de los sacerdotes, la disciplina doméstica y pública de los sitios, regiones, pueblos y de todas las cosas divinas y humanas nos declaraste los nombres, géneros, oficios y causas.
Este Varrón, pues, es de tan excelente e insigne doctrina, que brevemente recopila su elogio Terenciano, en este elegante y conciso verso Varrón por todas partes doctísimo. Leyó tanto, que causa admiración tuviese tiempo para escribir sobre ninguna materia; y, sin embargo, escribió tantos volúmenes cuantos apenas es fácil persuadirse que ninguno pudo jamás leer. Este Varrón, digo, tan perspicaz e instruido, si escribiera contra las cosas divinas, de que escribió también y dijera que no eran cosas religiosas, sino supersticiosas, no sé si escribiera en ellas cosas tan dignas de risa, tan impertinentes y tan abominables. Con todo, adoró a estos mismos dioses y fue de dictamen que se debían reverenciar, tanto, que en los mismos libros dice teme no se pierdan, no por violencia causada por los enemigos, sino por negligencia de los ciudadanos. De esta inminente ruina dice que los libra depositándolos y guardándolos en la memoria de los buenos, por medio de aquellos sus libros, con una diligencia harto más provechosa que la que es fama usó Metelo cuando libró su estatua de Vesta, y Eneas sus Penates del voraz incendio de Troya. Y con todo, deja allí escritas a la posteridad sentencias dignas que los sabios y los ignorantes las desechen y algunas sumamente contrarias a las verdades de la religión. En virtud de este proceder, qué debemos pensar sino que este hombre, siendo muy ingenioso y docto, aunque no libre por la gracia del Espíritu Santo, se halló oprimido de la detestable costumbre y leyes de su patria, y, con todo, no quiso pasar en silencio las causas que le movían, so color de encomendar la religión?


CAPITULO III: La división que hace Varrón de los libros que compuso acerca de las antigüedades de las cosas humanas y divinas.


Habiendo escrito cuarenta y un libros sobre las antigüedades, los dividió según materias divinas y humanas. En estas últimas consume veinticinco, en las divinas dieciséis, siguiendo en la división de materias esta distribución; de forma que reparte en cuatro partes veinticuatro libros concernientes a las cosas humanas, designando seis a cada parte. Allí trata por extenso quiénes, dónde, cuándo y qué llevan a cabo. Así que en los seis primeros habla de los hombres, en los seis segundos de los lugares, en los seis terceros de los tiempos, y en los seis últimos de las cosas; y así cuatro veces seis hacen veinticuatro. Pero, además, colocó uno por sí solo, al principio, que en común habla de todos los asuntos propuestos. El que trata asimismo de las cosas divinas guardó el mismo método en la división, por lo respectivo a los ritos y víctimas que se deben ofrecer a los dioses, ya que los hombres, en determinados lugares y tiempos les ofrecen el culto divino. Las cuatro materias que, he dicho las comprendió en cada tres libros: en los tres primeros trata de los hombres; en los tres siguientes, de los lugares; en el tercer grupo, de los tiempos; en los tres últimos, del culto divino; designando en ese lugar, por medio de una sencilla distinción, quiénes, dónde, cuándo y qué ofrecen. Mas porque convenía decir -que era lo que principalmente se esperaba de él- quiénes eran aquellos a quienes se ofrece, trató también de los mismos dioses en los tres postreros, para que cinco veces tres fuesen quince, y son entre todos, como he dicho, dieciséis; porque al principio puso uno de por sí, que primero habla en común de todos. Y acabado éste, luego, conforme a la división hecha en las cinco partes, los primeros que pertenecen a los hombres los reparte de este modo: en el primero trata de los pontífices; en el segundo, de los augures o adivinos; en el tercero, de los quince varones que atendían a las funciones sagradas. Los tres segundos, que miran a los lugares, de esta manera: en el primero trata de los oratorios; en el segundo, de los templos sagrados; en el tercero, de los lugares religiosos; y los tres que siguen luego, que conciernen a los tiempos, esto es, a los días festivos, que en el primero habla de las ferias, en el segundo de los juegos circenses, en el tercero de los escénicos. Los del cuarto ternario, que pertenecen a las cosas sagradas; los divide así: en el primero diserta sobre las consagraciones; en el segundo, de la reverencia y culto particular, y en el tercero, del público. A éste, como aparato de los asuntos que ha de exponer en los tres que restan, siguen, en último lugar, los mismos dioses, en cuyo honor ha empleado todas sus tareas literarias, por este orden: en el primero trata de los dioses ciertos; en el segundo, de los inciertos; en el tercero y último, de los dioses escogidos.


CAPITULO IV: Que, conforme a la disputa de Varrón, entre los que adoran a los dioses, las cosas humanas son más antiguas que las divinas.


De lo que hemos ya insinuado y dios adelante puede fácilmente advertir el que obstinadamente no fuere enemigo de sí propio, que en toda esta traza, en esta hermosa y sutil distribución y distinción, en vano se busca y espera la vida eterna, que imprudentemente la quieren y desean. Porque toda esta doctrina, o es invención de los hombres o de los demonios, y no de los demonios que ellos llaman buenos, sino, por hablar más claro, de los espíritus inmundos o, más ciertamente, malignos, los cuales con admirable odio y envidia ocultamente plantan en los juicios de los impíos unas opiniones erróneas y perniciosas con que el alma más y más se vaya desvaneciendo y no pueda acomodarse ni adaptarse con la inmutable y eterna verdad; y en ocasiones, evidentemente, las infunden en los sentidos y las confirman con los embelecos y engaños que les es posible imaginar.
Este mismo Varrón confiesa que por eso no escribió en primer lugar de las cosas humanas y después de las divinas, porque antes hubo ciudades, y después éstas ordenaron e instituyeron las ceremonias de la religión. Pero, al mismo tiempo, es indudable que a la verdadera religión no la fundó ninguna ciudad de la tierra, antes sí, ella es la que establece una ciudad verdaderamente celestial. Y ésta nos la inspira y enseña el verdadero Dios, que da la vida eterna a los que de corazón le sirven. La razón en que se funda Varrón cuando confiesa que por eso escribió primeramente de las cosas humanas y después de las divinas, porque éstas, fueron instituidas y ordenadas por los hombres, es ésta: Así como es primero el pintor que la tabla pintada, primero el arquitecto que el edificio, así son primero las ciudades que las instituciones que ordenaron estas mismas. Aunque dice que escribiera antes de los dioses y después de los hombres, si escribiera sobre toda la naturaleza de los dioses, como si escribiera aquí de alguna y no de toda, o como si alguna naturaleza de los dioses, aunque no sea toda, no debe ser primero que la de los hombres. Cuanto más que en los tres últimos libros, tratando cuidadosamente de los dioses ciertos, de los inciertos y de los escogidos, parece que no omite ninguna naturaleza de los dioses. Qué significa, pues, lo que dice? Si escribiéramos de toda la naturaleza de los dioses y de los hombres, primero concluyéramos con la divina que tocáramos a la humana? Porque, o escribe de toda la naturaleza de los dioses, o de alguna o de ninguna; si de toda, debe ser preferida, sin duda, a las cosas humanas; si de alguna, por qué también ésta no ha de preceder a las cosas humanas? Acaso no merece alguna parte de los dioses ser antepuesta aun a toda la naturaleza de los hombres? Y si es demasiado que alguna parte divina logre preferencia generalmente sobre todas las cosas humanas, por lo menos será razón que se anteponga siquiera a las romanas, puesto que escribió los libros relativos a las cosas humanas, no precisamente por lo que respecta a todo el orbe de la tierra, sino en cuanto conciernen a sola Roma. A los cuales, sin embargo, en los libros de las cosas divinas, dijo que, según el orden analítico que habla observado en escribir, con razón los, había antepuesto, así como debe ser preferido el pintor a la tabla pintada, el arquitecto al edificio, confesando con toda claridad que estas cosas divinas, igualmente que la pintura y el edificio, son instituciones que deben su erección a los hombres.
Resta, por último, sepamos que no escribió sobre naturaleza alguna de los dioses, lo cual no lo quiso hacer claramente y al descubierto; antes lo dejó a la consideración de los que lo entienden, Pues cuando se dice no toda, comúnmente se entiende , alguna; pero puede entenderse asimismo ninguna, porque la que es ninguna, ni es todo ni es alguna; en atención a que, como él dice: Sí escribiera de toda la naturaleza de los dioses, en el orden de la escritura debiera preferiría a las cosas humanas; y conforme lo dice a voces, la verdad, aunque él lo calla, debiera anteponerla por lo menos, a las glorias romanas, cuando no fuera toda, a lo menos alguna; es así que con razón se pospone, luego no quiere hacer alusión a los dioses, donde se infiere que no quiso preferir las cosas humanas a las divinas; antes, por el contrario, a las verdaderas no quiso anteponer las falsas; pues en cuanto escribió acerca de las cosas humanas siguió la historia según el orden de los sucesos y acaecimientos; mas en lo que llama cosas divinas, qué autoridad siguió sino meras conjeturas y sueños fantásticos?
Esto es, en efecto, lo que quiso con tanta sutileza dar a entender, no sólo escribiendo últimamente de éstas y no de aquéllas sino también dando la razón por qué lo hizo así. La cual, si omitiera, acaso esto mismo que hizo lo defendieran otros de diversa manera; pero en la misma causa que dio no dejó lugar a los otros para sospechar lo que quisiesen a su albedrío. Con pruebas bien concluyentes y con razones harto claras dio a entender que prefirió los hombres a las instituciones humanas, y no la naturaleza humana a la naturaleza de los dioses. Y por esto confieso ingenuamente que Varrón escribió los libros pertenecientes a las cosas divinas, no según el idioma de la verdad que concierne a la naturaleza, sino según la falsedad que toca al error. Lo cual reprodujo más extensamente en otro lugar, como lo insinúe en el Libro IV, diciendo que él seguirá gustosamente el estilo y traza de la naturaleza si él fundara una nueva ciudad; pero, como había hallado una ya fundada, no pudo sino acomodarse y seguir las prácticas de ella.


CAPITULO V: De los tres géneros de Teología, según Varrón fabulosa, natural y civil.


Y de qué aprecio es la proposición por la que sostiene que hay tres géneros de Teología, esto es, ciencia de los dioses, de los cuales el uno se llama mítico, el otro físico y el tercero civil? Al primer género le denominaremos con propiedad fabuloso, que es lo mismo que mthicon, pues mithos, en griego, quiere decir fábula: que al segundo llamemos natural, ya la costumbre de hablar así lo exige; al tercero, que se llama civil, él mismo le nombró en lengua latina. Después dice llaman mítico aquel del que usan los poetas, físico del que los filósofos, civil del que usa el pueblo. En el primero, dice, se hallan infinitas ficciones indignas de la naturaleza de los inmortales; por cuanto en él se advierte cómo un dios nació de la cabeza, otro procedió de un muslo, otro de unas gotas de sangre. En él se lee cómo los dioses fueron ladrones, adúlteros y cómo sirvieron a los hombres; finalmente, en él atribuyen a los dioses todas las criminalidades que no sólo puede cometer un hombre, sino también aquellas que apenas se pueden acumular al más vil y despreciable. Aquí, a lo menos, donde pudo, donde se atrevió y donde le pareció que pudo hacerlo sin costarle molestia alguna, declaró con razones patéticas y demostrativas y sin obscuridad o ambigüedad, cuán grande agravio e injuria se hacía a la naturaleza de los dioses fingiendo de ellos mentirosas fábulas; explicóse en términos tan insinuantes y propios, porque hablaba no de la Teología natural, no de la civil, sino de la fabulosa, a la cual le pareció debía culpar y reprender libremente.
Veamos lo que dice de lo segundo: El segundo género es, dice, el que he enseñado, del cual nos dejaron escritos los filósofos muchos libros, donde se expone qué sean los dioses, de qué género y calidad, desde qué tiempo proceden, si son ab aeterno, si constan de fuego, como creyó Heráclito, si de números; como Pitágoras; si de átomos, como Epicuro, y otros desvaríos semejantes más acomodados para oídos entre paredes, en las escuelas, que afuera en el trato humano y conversación social. No culpó o reprendió proposición alguna relativa al género que llama físico y pertenece a los filósofos; sólo refirió las controversias que existen entre ellos, de las que han nacido tanta multitud de sectas, como se advierte, todas tan discordantes entre sí. Con todo, separó de este género, sacándole del trato común, esto es, de las investigaciones del vulgo y encerrándole dentro de las escuelas y sus paredes. Mas al otro, esto es, al primero, mentiroso y obsceno, no le apartó ni exterminó de las ciudades. Oh, verdaderamente religiosos oídos los del vulgo, y sobre todo los de un romano! Lo que los filósofos disputan acerca de los dioses inmortales no lo pueden oír y lo que cantan los poetas y representan los farsantes, porque todo es indigno de la naturaleza de los inmortales, y porque son crímenes que pueden recaer no sólo en cualquier hombre, sino en el más bajo, humilde y despreciable; no sólo lo toleran, sino que oyen con gusto; y no contentos con esto, resuelven autorizadamente que esto es lo que agrada a los mismos dioses, y que por medio de semejantes representaciones teatrales debe aplacarse su ira.
Diré alguno: estos dos géneros, mítico y físico, esto es, el fabuloso y el natural, debemos distinguirlos del civil, de que ahora tratamos, así como él los distinguió, y veamos ya cómo declara el civil. Bien considero las razones que militan para que se deba distinguir del fabuloso, supuesto que es falso, torpe e indigno; mas el querer distinguir el natural del civil, qué otra cosa es, sino confesar que el mismo civil es asimismo mentiroso? Porque si aquél es natural, qué tiene de reprensible para que se deba excluir? Y si éste que se llama civil no es natural, qué mérito tiene para que se deba admitir? Esta es, en efecto, la causa porque primero escribió de las cosas humanas y últimamente de las divinas; pues en éstas no siguió la naturaleza de los dioses, sino las intrucciones de los hombres. Examinemos, pues, al mismo tiempo la Teología civil: El tercer género es, dice, el que en las ciudades los ciudadanos, con especialidad los sacerdotes, deben saber y administrar, en el cual se incluye qué dioses deben adorarse y reverenciar públicamente, qué ritos y sacrificios es razón que cada uno les ofrezca. Veamos ahora también lo que se sigue: La primera Teología, dice, principalmente es acomodada para el teatro; la segunda, para el mundo; la tercera, para la ciudad. Quién no echa de ver a cuál dio la primacía? Sin duda que a la segunda, de la que dijo arriba cómo era peculiar a los filósofos, porque ésta, añade, que pertenece al mundo, es la que éstos reputan por la más excelente de todas. Pero las otras dos Teologías, la primera y la tercera, es a saber, la del teatro y la de la ciudad, las distinguió o las separó? Porque advertimos que no porque una cosa sea propia de la ciudad puede consiguientemente pertenecer al mundo, aunque vemos que las ciudades están en el mundo; pues es posible acontezca que la ciudad instruida y fundada en opiniones falsas adore y crea tales cosas, cuya naturaleza no se halla en parte alguna del mundo o fuera de su ámbito. Y el teatro, dónde está sino en la ciudad? Y quién instituyó el teatro sino la ciudad? Y por qué le instituyó sino por afición a los juegos escénicos? Y dónde se hallan colocados los juegos escénicos sino entre las cosas divinas, de las cuales se escriben estos libros con tanto ingenio y agudeza?


CAPITULO VI: De a Teología mítica, esto es, fabulosa, y de la civil, contra Varrón.


Oh Marco Varrón! Eres ciertamente el más ingenioso entre todos los hombres, y, sin duda, el más sabio; pero hombre, en fin, y no Dios; y, por lo mismo, aunque no ha sido elevado a la cumbre de la verdad y de la libertad por el espíritu de Dios para ver y publicar las maravillas divinas, bien echas de ver cuánta diferencia se debe hacer entre las cosas divinas y entre las fruslerías y mentiras humanas; pero temes ofender las erróneas opiniones y las pervertidas costumbres del pueblo, que las ha recibido entre las supersticiones públicas; asimismo, notas que estas ficciones repugnan a la naturaleza de los dioses, aun de aquellos que la flaqueza del espíritu humano imagina destruidos en los elementos de este mundo; tú lo echas de ver cuando por todas partes las consideras, y todo cuanto tenéis escrito en vuestros libros lo dice a voces: qué hace aquí, aunque sea excelentísimo, el humano ingenio? De qué te sirve en tal conflicto la sabiduría humana, aunque tan vasta y tan inmensa? Deseas adorar los dioses naturales y eres forzado a venerar los civiles? Hallaste que los unos eran fabulosos, contra quienes pudiste libremente decir tu sentir, y, sin embargo, aun contra tu misma voluntad, viniste a salpicar en los civiles. Por qué confiesas que los fabulosos son acomodados para el teatro, los naturales para el mundo, los civiles para la ciudad, siendo, como es, el mundo obra de todo un Dios, y las ciudades y los teatros invenciones humanas, y no siendo los dioses, de quienes se burlan y ríen en los teatros, otros que los que se adoran en los templos, y no dedicando los juegos a otros que a los que ofrecéis las víctimas y sacrificios? Con cuánta más libertad y con cuánta más sutileza hicieras esta división, diciendo que unos eran dioses naturales y otros instituidos por los hombres. Pero que de los establecidos por los hombres, una cosa enseña la doctrina de los poetas, otra la de los sacerdotes, aunque una y otra profesan entre sí una amistad mutua, por lo que ambas tienen de falsas; y de una y otra gustan los demonios, a quienes ofende la doctrina de la verdad.
Dejando a un lado por un breve rato la Teología que llaman natural, de la cual hablaremos después, os parece, acaso, que debemos perder o esperar la vida eterna de los dioses poéticos, teátricos, juglares y escénicos? Ni por pensamiento; antes nos libre Dios de cometer tan execrable y sacrílego desatino. Acaso interpondremos nuestros ruegos para suplicar nos concedan la vida eterna unos dioses que gustan oír unos desvaríos, y se aplacan cuando se refieren y frecuentan en semejantes lugares sus culpas? Ninguno, a lo que pienso, ha llegado con su desvarío a un tan grande despeñadero de tan loca impiedad. De donde se infiere que nadie alcanza la vida eterna con la Teología fabulosa, ni con la civil; porque una va, sembrando doctrinas detestables, fingiendo de los dioses acciones torpes, y la otra, con el aplauso que las presta, las va segando y cogiendo; la una esparce mentiras, la otra las coge; la una recrimina a las deidades con supuestas culpas, la otra recibe y abraza entre las cosas divinas los juegos donde se celebran tales crímenes; la una, adornada con la poesía humana, pregona abominables ficciones de los dioses; la otra consagra esta misma poesía a las solemnidades de los mismos dioses; la una canta las impurezas y bellaquerías de los dioses, la otra las estima sobremanera; la una las publica y finge, y la otra o las confirma por verdaderas o se deleita aun con las falsas; ambas son seguramente torpes, ambas odiosas; pero la una -que es la teátrica-, profesa públicamente la torpeza, y la otra -que es la civil-, se adorna con la obscenidad de aquella. Es posible que hemos, de esperar alcanzar la vida eterna con lo que ésta, caduca y temporal, se profana?
Y si adultera la vida el comercio y trato con los hombres facinerosos cuando se entrometen a hacer consentir nuestros afectos y voluntades en sus maldades, cómo no ha de profanarla y pervertir la sociedad con los demonios, que se adoran y veneran con sus culpas? Si éstas son verdaderas, qué malos los que son adorados?; si falsas, cuán mal son adorados? Cuando esto decimos, quizá parecerá al que fuere demasiado ignorante en esta materia que sólo las impurezas que se celebran de semejantes dioses son indignas de la, Majestad Divina; ridículas y abominables las que cantan los poetas y se representan en los juegos escénicos; pero los sacramentos que celebran, no los histriones, sino los sacerdotes, son limpios, puros y ajenos de toda esta impiedad e indecencia. Si esto fuese así, jamás nadie fuera de parecer que se celebrasen en honra y reverencia de los dioses las torpezas que pasan en el teatro, nunca ordenaran los mismos dioses que públicamente se representaran; mas no se ruborizan de hacer semejantes abominaciones en obsequio de los dioses, en los teatros, porque lo mismo se practica en los templos; finalmente, el mismo autor referido, procurando distinguir la Teología civil de la fabulosa, y formar una tercera Teología en su género, más quiso que la entendiésemos compuesta de la una y de la otra que distinta y separada de ambas. Y así dice que lo que escriben los poetas es menos de lo que debe seguir el pueblo, y lo que los filósofos es más de lo que conviene escudriñar al vulgo. Asegurando asimismo que, no obstante de estar tan encontradas entre sí una y otra doctrinas, sin embargo, están recibidas no pocas opiniones de tantos géneros en el gobierno de los pueblos; con lo cual, lo que fuere común con los poetas, lo escribiremos juntamente con lo civil, aunque entre éstos debemos más arrimarnos y comunicar con los filósofos que con los poetas Luego no del todo habla con los poetas, aunque en otro lugar dice que, por, lo respectivo a las generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la autoridad de los poetas que a la de los físicos, por cuanto aquí designa lo que debía hacer, y allí lo que se hacía. Los físicos, añade, escribieron para la utilidad común, y los poetas para deleitar. Y así, según este sentir, lo que han escrito estos poetas y lo que no debe seguir el pueblo son las culpas de los dioses, los cuales con todo deleitan, igualmente así al pueblo como a los dioses. Porque a fin de deleitar, escriben, como dicen los poetas, y no para aprovechar; y con todo, escriben lo que los dioses pueden apetecer y el pueblo se lo pueda representar.


CAPITULO VII: De la semejanza y conveniencia que hay entre la Teología civil y fabulosa.


Así que la Teología civil se reduce a la Teología fabulosa, teatral, escénica, llena de preceptos indignos y torpes, y toda esta que justamente parece se debe reprender o condenar es parte de la otra, que, según su dictamen, se, debe reverenciar y adorar, y parte no por cierto despreciable; la cual no sólo no es distinta ni ajena en todas sus partes de todo lo que es cuerpo, sino que del todo es muy conforme con ella, y convenientemente, como miembro de un mismo cuerpo, se la han acomodado. y juntado con ella.
Y si no, digan, qué nos manifiestan aquellas estatuas, las formas, las edades, los sexos y hábitos de los dioses? Por ventura consideran los poetas a Júpiter barbado y a Mercurio desbarbado, y los pontífices no? Pregunto: fueron los cómicos solos los que atribuyeron enormes crímenes a Priapo, y no los sacerdotes? O le presentan en los lugares sagrados a la pública adoración bajo otro aspecto, o con distintos adornos cuando le sacan para que se rían de él en los teatros? Acaso los comediantes representan a Saturno viejo y a Apolo joven, o de una manera diferente como están sus estatuas en los templos? Por qué, preguntó, Fórculo, que preside las puertas y Lementino el umbral, son dioses varones, y Cardea, que custodia los quicios, es hembra? Acaso no se hallan estas simplezas en los libros relativos, a las cosas divinas, las cuales, poetas graves las tuvieron por indignas de incluirlas en sus obras? Por qué causa Diana, la del teatro, trae armas, y la de la ciudad no es más que una simple doncella? Por qué motivo Apolo, el de la escena es citarista, y el de Delfos no ejercita tal arte? Pero todos estos despropósitos son tolerables respecto de otros más torpes. Qué sintieron del mismo Júpiter los que colocaron al ama que le crió en el Capitolio? Por ventura por este hecho no confirmaron la opinión del Evemero, quien, no con fabulosa locuacidad, sino con exactitud histórica, escribió que todos estos dioses fueron hombres, y hombres mortales? Igualmente, los que fingieron a los dioses Epulones parásitos convidados a la mesa de Júpiter, qué otra cosa quisieron que fuesen sino unas ceremonias de pura farsa? Porque si en el teatro dijera el bobo o el gracioso que en el convite de Júpiter hubo también sus parásitos, sin duda que parecería que había intentado con este donaire hacer reír a la gente; pero lo dijo Varrón, y no en ocasión que escarnecía a los dioses, sino cuando los recomendaba y celebraba. Testigos fidedignos de que lo escribió así con los libros, no los pertenecientes a las cosas humanas, sino los que tratan de las divinas, y no en parte donde explicaba los juegos escénicos, sino donde enseñaba al mundo los ritos del Capitolio; finalmente, de estas ficciones se deja vilmente vencer, confesando que así como supieron de los dioses que tuvieron forma humana, así también creyeron que gustaban de los humanos deleites.


CAPITULO VIII: De las interpretaciones de las razones naturales que procuran aducir los doctores paganos en favor de sus dioses.


Sin embargo, dicen que todo esto tiene ciertas interpretaciones fisiológicas, esto es, razones naturales, como si nosotros en la presente controversia buscásemos la Fisiología y no la Teología; es decir, no la razón de la naturaleza, sino la de Dios, porque, aunque el verdadero Dios es Dios, no por opinión, sino por naturaleza, con todo, no toda naturaleza es Dios, pues, en efecto, la del hombre, la de la bestia, la del árbol, la de la piedra, es naturaleza, y nada de esto es Dios; y si, cuando tratamos de los misterios de la madre de los dioses, lo principal de esta interpretación consiste en que la madre de los dioses es la tierra, para qué pasamos adelante en la imaginación? Para qué escudriñamos lo demás? Qué argumento hay que concluya con más evidencia en favor de los que sostienen que todos estos dioses fueron 'hombres? Y en esta conformidad son terrígenas e hijos de la tierra, así como la tierra es su madre; pero en la verdadera Teología, la tierra es obra de Dios y no madre; con todo, como quiera que interpreten sus misterios y los refieran a la naturaleza de las cosas, el ser hombres afeminados no es según el orden de lo natural, sino contra toda la naturaleza. Esta dolencia, este crimen, esta ignominia es la que se practica entre aquellas ceremonias, lo que en las corrompidas costumbres de los hombres apenas se confiesa en los tormentos; y si estas ceremonias, que, según se demuestra, son más abominables que las torpezas escénicas, se excusan y purgan porque tienen sus interpretaciones, con las que se manifiesta que significan la naturaleza de las cosas, por qué no se excusará y purificará asimismo lo que dicen los poetas? Pues que ellos han interpretado muchas cosas de la misma manera, y esto de forma que lo más horrible y abominable que cuentan como de que Saturno se comió a sus hijos, lo exponen así algunos; que todo cuanto el dilatado transcurso del tiempo, significado por el nombre de Saturno, engendra, él mismo lo consume. O, como piensa el mismo Varrón, porque Saturno pertenece a las semillas, las cuales vuelven a caer en la misma tierra de donde traen su origen, y otros de otra manera, y así lo demás concerniente al asunto
Y con todo ello, se llama Teología fabulosa, la cual, con todas estas sus interpretaciones, reprenden, desechan y condenan; y porque ha fingido acciones impropias del carácter de los dioses, no sólo con razón la diferencia de la natural, que es propia de las filósofos, sino también de la civil, de que, tratamos, de la que dicen que pertenece a las ciudades y al pueblo, lo cual ha sido con este fin, porque como los hombres ingeniosos y doctos que escriben de estas materias observaron que ambas Teologías eran dignas de condenación, así la fabulosa como la civil, y se atrevieron a condenar aquélla y no ésta, propusieron aquélla para condenarla, y a ésta, que era su semejante, la pusieron en público para que se comparase con la otra no para que la escogiesen, sino para que se entendiese que era digna de desechar juntamente con la otra, y de esta manera, sin riesgo alguno de los que temían reprender la Teología civil, dando de mano a la una y a la otra, que llaman natural, hállase lugar en los corazones de los que mejor sienten. Porque la civil y la fabulosa, ambas son fabulosas y ambas civiles, ambas las hallará fabulosas el que prudentemente considerare las vanidades y las torpezas de ambas, y ambas civiles, el que advierte incluidos los juegos escénicos, que pertenecen a la fabulosa, entre las fiestas de los dioses civiles y entre las cosas divinas de las ciudades
Esto supuesto, cómo se puede atribuir el poder de dar la vida eterna a ninguno de estos dioses, a quienes sus propias estatuas, sus ritos y religión convencen que son semejantes a los dioses fabulosos que claramente reprueban, y muy parecidos a ellos en las formas, edades, sexo, hábito, matrimonios, generaciones, ritos? En todo lo cual se conoce que, o fueron hombres, y que conforme a la vida y muerte de cada uno les ordenaron sus peculiares ritos y solemnidades, insinuándoles y aun asegurándoles este error y ceguera los demonios, o que realmente fueron unos espíritus inmundos, que se entrometieron en su voluntad, favorecidos de cualquier ocasión ventajosa para engañar los juicios humanos.


CAPITULO IX: De los oficios que cada uno de los dioses tiene.


Y qué diremos de los oficios peculiares de los dioses, repartidos tan vilmente y tan por menudo, por los cuales, dicen, es menester suplicarles conforme al destino y oficio que cada uno tiene? Sobre cuyo punto hemos ya dicho bastante, aunque no todo lo que había que decir; pues, por ventura no se conforma más esta doctrina con los chistes y donaires de la farsa que con la autoridad y dignidad de los dioses? Si proveyese uno de dos amas a un hijo suyo para que la una no le diese más que la comida, y la otra la bebida, así como los romanos designaron para este encargo dos diosas: Educa y Potina, sin duda parecería que perdía el juicio, y que hacía en su casa una acción semejante a las que practica el cómico en el teatro con una desvergüenza extraordinaria. El mismo Varrón confiesa que semejantes obscenidades era imposible las hiciesen aquellas mujeres ministras de Baco, sino enajenadas de juicio, aunque después estas abominables fiestas llegaron a ofender tanto los ojos del Senado, más cuerdo y modesto, que las extinguió y abolió por un solemne decreto; y a lo menos, al fin quizá, echaron de ver lo que influyen los espíritus inmundos sobre los corazones humanos cuando los tienen por dioses. Estas impurezas, a buen seguro que no se ejecutaran en los teatros, porque allí se burlan, juegan y no andan furiosos; no obstante, el adorar dioses que gusten también de semejantes fiestas es una especie de furor.
Y de qué valor es aquella proposición, donde haciendo distinción del religioso y supersticioso, dice que el supersticioso teme a los dioses, y que el religioso sólo los respeta como a padres, y no los teme como a enemigos; añadiendo que todos son tan buenos, que les es más fácil el perdonar; a los culpados que el ofender al inocente? Con todo, refiere que a la mujer, después del parto, la ponen tres dioses de centinela, para que de noche no entre el dios Silvano y la cause alguna molestia; que para significar estos guardas, tres hombres, por la noche, visitan y rondan los umbrales de la casa, y que primeramente hieren el umbral con un hacha, después le golpean con mazo y mano de mortero, y, por último, le barren con unas escobas, a fin de que con estos símbolos de la labranza y cultivo se prohiba la entrada al dios Silvano, ya que no se cortan ni se podan los árboles sin hierro, ni el farro se hace sin el mazo con que le deshacen, ni el grano de las mieses se junta sin las escobas, y que de estas tres cosas tomaron sus nombres tres dioses: Intercidona, de la intercisión o del partir de la hacha; Pilumno, del pilón o mazo; Daverra, de las escobas, para que con el amparo de estos dioses la mujer estuviese segura e indemne contra las furiosas invasiones del dios Silvano; y así contra la fuerza y rigor de un dios injurioso y malo, no aprovechara la guarda de los buenos, si no fueran muchos contra uno, y contrastaran al áspero, horrendo, inculto y en realidad silvestre, como con sus contrarios, con los símbolos de la labranza y cultivo. Es ésta, pregunto, la inocencia de los dioses, ésta la concordia? Son éstos los dioses saludables de las ciudades, más dignos ciertamente de befa y risa que los escarnios de poetas y teatros?
Váyanse, pues, y procuren distinguir con la sutileza que pudieren la teología civil de la fabulosa, las ciudades de los teatros, los templos de las escenas, los ritos de los pontífices, de los versos de los poetas, como las cosas honestas, de las torpes; las verdaderas, de las falsas; las graves, de las livianas; las veras, de las burlas, y las que se deben desear de las que se deben huir.
Bien entendemos lo que pretende; conocen que la teología teatral y fabulosa depende de la civil, y que de los versos de los poetas, como de un espejo cristalino, resulta su retrato; y por eso, cuando hablan de ésta que no se atreven a condenar, con más libertad arguyen y reprenden aquélla, que es su imagen, para que los que advierten sus deseos abominen también el mismo original de ésta, cuyo dechado e imagen es aquélla, la cual, con todo, los mismos dioses, viéndose en ella como en un espejo, la aman; de modo que se descubre y echa de ver mejor en ambos lo que ellos son, y que tales son; y así también, con terribles amenazas, forzaron a los que los adoraban a que les dedicasen las impurezas. de la teología fabulosa, la pusiesen en sus solemnidades y la tuviesen entre sus cosas sagradas, en lo que, por una parte, nos enseñaron con la mayor evidencia que ellos eran unos espíritus torpes, y por otra, a la teología teatral, tan abatida y reprobada, la hicieron miembro y parte de la civil, que es en cierto modo escogida y aprobada, para siendo toda ella generalmente obscena y engañosa, Y estando llena en sí misma de dioses fingidos, una parte estuviese en la liturgia de los sacerdotes y otra en los versos de los poetas. Y si contiene igualmente otras partes, más, es otra cuestión; por ahora, por lo que se refiere a la división de Varrón, me parece que bastantemente he demostrado cómo la teología urbana y teatral pertenece a una misma civil; y así, participando ambas de unas mismas torpezas absurdas, impropiedades y falsedades, no hay motivo para que personas religiosas y piadosas imaginen esperar de la una y de la otra la vida eterna.
Finalmente, hasta el mismo Varrón refiere y enumera los dioses, comenzando desde la concepción del hombre. Empieza por Jano y va siguiendo la serie de los dioses hasta la muerte del hombre decrépito, y concluye con los dioses, que pertenecen al mismo hombre, hasta llegar a la diosa Nenia, que es la que se invoca en los entierros de los ancianos; después sigue declarando otros dioses, que pertenecen, no al mismo hombre, sino a las cosas que son propias del hombre, como es el sustento, el vestido y todo lo demás que es necesario para la vida, manifestando en todos estos ramos cuál es el oficio de cada uno, y por qué se debe acudir y suplicar a cada uno de ellos; pero con toda esta su exactitud y curiosidad, no se hallará que demostró o nombró un solo Dios a quien se daba pedir la vida eterna, y solamente por ella sola somos en realidad cristianos.
En vista de esto, quién será tan estúpido que no advierta que este hombre, declarando con tanta prolijidad la teología civil, manifestando que es tan semejante a la fabulosa, impía, detestable e ignominiosa, e indicando con sobrada evidencia que la fabulosa es parte de ésta, no hace sino preparar el camino en los corazones de los hombres a la natural, la cual, dice, pertenece a los filósofos, lo que desempeña con tanta sutileza, que reprende abiertamente la fabulosa, y aunque no se atreve a motejar la civil, no obstante, al tiempo de declararla y examinarla, muestra cómo es reprensible; y así, reprobadas la una y la otra, a juicio de los que lo entienden bien, quede sola la natural, para que usen de ella; de lo cual, con el auxilio del verdadero Dios. trataremos con más extensión en su lugar.


CAPITULO X: De la libertad con que Séneca reprendió la teología civil, con más vigor que Varrón la fabulosa.

Pero la libertad que faltó, a Varrón para reprender a cara descubierta y con desahogo, como la otra, esta teología urbana tan parecida la teatral, no faltó, aunque no del todo, pero sí en alguna parte, a Anneo Séneca, que por varios indicios sabemos floreció en tiempo de nuestros santos apóstoles, porque la tuvo en la pluma, aunque le faltó en la vida. Y así, en el libro que escribió contra las supersticiones, más abundantemente y con mayor vehemencia reprende esta teología civil y urbana que Varrón la teatral y fabulosa; pues tratando de las estatuas: dedican -dice- a los dioses sagrados, inmortales e inviolables en materia vilísima e inmóvil, vistiéndolos de formas propias de hombres, fieras y peces, y a algunos los hacen de ambos sexos y de diferentes cuerpos, llamándolos dioses, los cuales, si tomaran espíritu y vida y de improviso los encontraran, los tuvieran por monstruos. Después, un poco más abajo, habiendo referido los dictámenes de algunos filósofos, y celebrando la teología natural se opuso a sí mismo una duda, y dice: Aquí dirá alguno: He de sufrir yo a Platón y al peripatético Estratón, que el uno hizo a Dios sin cuerpo y el otro sin alma? Y respondiendo a este argumento, dice: Te parecen más verdaderos los sueños de Tito Tacio, o los de Rómulo, o los de Tulio Hostilio? Tito Tacio dedicó a la diosa Cloacina, Rómulo a Pico Tiberino, Hostilio al Pavor y a la Palidez, afectos pestilenciales del hombre, de los cuales el uno es un movimiento o alteración del ánimo espantado y despavorido, y el otro del cuerpo, y no es enfermedad, sino color; y has de creer que éstos son dioses, canonizándolos y colocándolos en el cielo? De los mismos ritos, atroces y torpes, acaso no escribió también con la mayor libertad? El uno dice- se corta las partes que tiene de hombre, y el otro los músculos de los brazos: cómo o cuándo temen a los dioses airados los que, así granjean y lisonjean los propicios? Parece que por ningún motivo se deben reverenciar los dioses, si es que igualmente quieren se les tribute este honor. Tan grande es el furor y desvarío de un juicio perturbado y sacado de sus quicios, que piensan aplacar a los dioses con sacrificios tales que ni aun los hombres más bárbaros, traídos por argumento de fábulas y tragedias crueles, se muestran más inhumanos y atroces que ellos. Los tiranos, aunque hicieron pedazos los miembros de algunos, sin embargo, a nadie mandaron que se los despedazase a sí propio. A algunos han castrado por contemplar o contemporizarse con el apetito sensual de algunos príncipes; mas ninguno puso en sí mismo las manos por mandato de algún señor para dejar de ser hombres. A sí propios se despedazaron en los templos, y bañados en su propia sangre y mortales heridas, imploraron el favor de sus mentidas deidades; si alguno tiene lugar de ver lo que hacen y lo que padecen, advertirá acciones tan indecentes e impropias de los honestos, tan indignas de los libertinos, tan desemejantes y contrarias a las de los cuerdos y sensatos, que no dudaría decir que están dementes y furiosos si fueran menos en número; pero ahora la numerosa multitud de fanáticos sirve para que los tengan por juiciosos.
Pues lo que insinúa que pasa en el mismo Capitolio, y lo que, sin miedo alguno, reprende severamente, quién creerá que lo ejecutan, sino personas que escarnecen de ello o que están furiosas? Y así, habiéndose reído porque en las funciones sagradas de los egipcios lloraban el haber perdido a Osiris, y luego inmediatamente manifestaban particular alegría de haberle hallado, viendo que el perderle y el hallarle era fingido; aunque el dolor y alegría de los que nada perdieron y nada hallaron, realmente le representaban: con todo dice- ésta locura y furor tiene su tiempo limitado; es tolerable volverse locos una vez en el año. Vine al Capitolio; vergüenza causará el descubrir la demencia que un furor ridículo ha tomado por oficio: uno hace como que presenta los nombres al dios, otro se ocupa en avisar a Júpiter las horas, otro se muestra que es lector, otro untador, que con un irrisible menear de brazos contrahace al que unta. Hay algunas mujeres que fingen están aderezando los cabellos a Juno y a Minerva, y estando no sólo lejos de la estatua, sino del templo, mueven sus dedos como quien está componiendo y tocando a otra. Hay otras que tienen el espejo, otras que llaman a los dioses para que les favorezcan en sus pleitos. Hay quien les ofrece memoriales y les informa de su causa: un excelente archimimo, o director de escena, anciano ya decrépito, cada día iba a recitar en el Capitolio, como si los dioses oyeran de buena gana al que los hombres habían ya dejado. Allí veréis ociosos todo género de oficiales, asistiendo al servicio de los dioses inmortales. Y poco después dice: éstos, aunque ofrecen al dios un ministerio superfluo y excusado, sin embargo, no es torpe ni infame: hay algunas mujeres que están sentadas en el Capitolio, persuadidas de que Júpiter está enamorado de ellas, sin tener respeto ni miedo a Juno, no obstante de ser una diosa colérica e iracunda.
Esta libertad no la tuvo Varrón; solo se atrevió a reprender la teología poética, sin meterse con la civil, a la que éste fustigó. Con todo, si atendiéramos a la verdad. peores son los templos donde se ejecutan estas abominaciones que los teatros en donde se fingen. Y así, en orden a los ritos de la teología civil, aconseja Séneca al sabio que no los conserve religiosamente en el corazón, sino que los finja en las obras, porque dice: todo lo cual guardará el sabio como las sanciones establecidas por la ley, pero no como agradables a los dioses. Y poco después añade: Pues que hacemos también casamientos con los dioses, y aun esto no es piadosa y legítimamente, por cuanto casamos a hermanos con hermanas. A Belona casamos con Marte, a Venus con Vulcano, a Salacia con Neptuno; aunque a algunos los dejamos solteros, como si les hubiera faltado con quién, principalmente habiendo algunas viudas como Populonia o Fulgora, y la diosa Rumina, a quienes no me espanto no hubiese quien las pidiese. Toda esta turba plebeya de dioses, la cual por largo tiempo la amontonó una dilatada y sucesiva superstición, la adoramos dice- en tales términos, que parece que su culto y veneración pertenece más al uso ya adaptado. Por lo tanto, ni aquellas sus leyes civiles, ni el uso y la costumbre instituyeron en la teología civil cosa que fuese agradable a los dioses, o fuese de importancia; pero éste, a quien los filósofos, sus maestros, hicieron así libre, como que era ilustre senador del pueblo romano, reverenciaba lo que reprendía, practicaba lo que condenaba, lo que culpaba adoraba; y, en efecto, la Filosofía le había enseñado adecuadas máximas para que no fuese supersticioso en el mundo; mas él, por amor y respeto a las leyes civiles y a las costumbres establecidas, aunque no ejecutase lo que el escénico finge en el teatro, sin embargo, le imitaba en el templo, que es tanto peor y más reprensible; pues lo que hacía por ficción lo hacía de modo que el pueblo pensaba lo hacía de veras, y el actor de burlas; y fingiendo, antes deleitaba que engañaba.


CAPITULO XI: Lo que sintió Séneca de los judíos.


Séneca, entre otras supersticiones relativas a la teología civil, reprende igualmente los ritos de los judíos, con especialidad la solemnidad del sábado, diciendo que la celebran inútilmente; porque en los días que interponen cada siete días, estando ociosos, pierden casi la séptima parte de su vida, y se, malbaratan muchas cosas dejándolas de hacer al tiempo que debieran; pero no se atrevió a hacer mención de los cristianos, que ya entonces eran aborrecidos de los judíos, ni en bien ni en mal, o por no alabarlos quebrantando la antigua costumbre de su patria, o por no reprenderlos quizá contra su voluntad; pero hablando de los judíos, dice: Y con todo eso, han cundido y prevalecido tanto las costumbres y método de vivir de esta malvada nación, que están ya recibidas por todas las provincias de la tierra, y los vencidos han dado leyes a los vencedores. Admirábase diciendo esto, y no sabía lo que Dios obraba; al fin puso su parecer, significando lo que sentía acerca de aquellos ritos, y dice así: Con todo, ellos saben y entienden las causas en que se fundan sus ritos y ceremonias, y la mayor parte del pueblo hace lo que ignora por qué lo hace; pero sobre los ritos de los judíos, las causas porque fueron instituidos por la autoridad divina, la manera que se observó en su establecimiento, y cómo después por la misma autoridad en el tiempo en que convino se los quitaron al pueblo de Dios, a quien fue servido revelar el misterio de la vida eterna, ya en otra parte lo hemos expuesto, principalmente cuando disputamos contra los maniqueos, y en estos libros lo manifestaremos también en lugar más oportuno.


CAPITULO XII: Que descubierta la vanidad de los dioses de los gentiles, es, sin duda, que no pueden ellos dar a ninguno la vida eterna, pues que no ayudan tampoco para esta vida temporal.


Mas ahora acerca de estas tres teologías que los griegos llaman mítica, física y política, y en idioma latino pueden llamarse fabulosa, natural y civil, de ésta hemos demostrado que no se debe esperar la vida eterna; tampoco de la fabulosa, a la cual, aún los mismos que adoran muchos y falsos dioses, con bastante libertad reprenden; y menos de la civil, cuya parte principal se convence ser la fabulosa, descubriéndose que es muy semejante a ella y aun peor; pero si no pareciese suficiente a los incrédulos lo que hemos referido en este libro, añada también lo que hemos dicho copiosamente en los precedentes, y especialmente en el IV, hablando de Dios, dador y dispensador de la felicidad. Porque a quién debieran consagrarse los hombres por amor de la vida eterna, sino sólo a la felicidad, si ésta fuera diosa? Y, supuesto que no lo es, sino un don de Dios, a qué dios sino al dador de la felicidad nos hemos de consagrar los que con piadosa caridad amamos y deseamos la vida eterna, donde se halla la verdadera y completa felicidad? Que ninguno de los dioses que con tanta torpeza se reverencian, y que si no los adoran más torpemente se enojan, aunque se confiesan ellos mismos por espíritus inmundos; que ninguno de éstos, digo, sea dador de la felicidad, creo que por lo que llevamos referido ninguno tiene que dudar; y el que no da la felicidad, cómo podrá dar la vida eterna? Cuál es la causa porque llamamos vida eterna aquella donde hay felicidad sin fin? Pues si el alma vive en las penas eternas, donde también los espíritus malignos han de ser atormentados, mejor debe ser llamada aquélla muerte eterna que, vida; porque no hay muerte mayor ni más temible que aquella donde no muere la muerte; pero como la naturaleza del alma, que fue criada inmortal, no puede existir sin alguna vida, cualquiera que sea, su muerte más infausta es hallarse ajena y privada de la vida de Dios en la eternidad del tormento. De donde se infiere que la vida eterna, esto es, la feliz y bienaventurada sin fin, sólo la da el que da la verdadera felicidad; la cual, por cuanto está demostrado que no la pueden dar los dioses que reverencian esta teología civil, por lo mismo, no sólo no se les debe venerar por interés de las cosas temporales y terrenas, según lo manifestamos en los cinco libros anteriores, pero mucho menos por la vida eterna que esperamos después de la muerte; lo cual hemos probado en este solo libro, aprovechándonos también de las máximas establecidas en los precedentes, y por cuanto suele estar demasiado arraigada la malicia de una envejecida costumbre, si a alguno le pareciere que hemos dicho poco en razón de condenar y desterrar, esta teología civil, atienda con diligencia a lo que con el favor de Dios estudiaremos en el libro siguiente.


LIBRO SEPTIMO: LOS DIOSES SELECTOS DE LA TEOLOGÍA CIVIL.


PROEMIO


Si pareciere que soy algo más exacto y prolijo en procurar arrancar y extirpar las perversas y envejecidas opiniones contrarias a la verdadera religión, las cuales tenía arraigadas profunda y obstinadamente en los corazones meticulosos el error en que tanto tiempo había estado el género humano; y si vieren dedicar mis tareas literarias, y según lo que alcanzan mil facultades intelectuales cooperar, con la gracia de aquel que como verdadero Dios es poderoso, para extirparlas (aunque los ingenios que son más vivos y superiores en la comprensión quedan y suficientemente satisfechos con los libros que dejamos explicados), lo habrán de sufrir con paciencia; y por amor a la salud eterna de sus prójimos, entender no es superfluo lo que ya respecto de ellos echan de ver que no es necesario. Grande negocio, y muy interesante es el que se hace cuando se predica y enseña que se debe buscar y adorar la verdadera y realmente santa esencia divina, y aun cuando ella no nos deje suministrar los medios necesarios para sustentar la humana fragilidad de que al presente estamos vestidos; sin embargo, la causa final por que se debe buscar y adorar, no es el humo transitorio de esta vida mortal, sino la vida dichosa y bien aventurada, que no es otra sino la eterna.


CAPITULO PRIMERO: Si habiéndonos constado que no hay divinidad en la teología civil, debemos creer que la debemos hallar en los dioses que llaman selectos o escogidos.

Que esta divinidad, o, por decirlo así, deidad (porque ya tampoco los nuestros se recelan de usar de esta palabra, por traducir del idioma griego lo que ellos llaman Ceoteta), que esta divinidad o deidad, digo, no se halla en la teología denominada civil, es decir, que la felicidad de la vida eterna no se alcanza con el culto de semejantes dioses, cuales instituyeron las ciudades, y del modo que ellas establecieron fuesen adorados; a quien esta verdad no hubiera aún convencido con la doctrina propuesta en el libro VI que acabamos de concluir, en leyendo acaso éste, no tendrá que desear más para la averiguación de esta cuestión; porque es factible piense alguno que por la vida bienaventurada, que no es otra sino la eterna, se debe tributar adoración a los dioses selectos y principales que Varrón comprendió en el último libro, de los cuales tratamos ya: sobre este punto no digo lo que indica Tertuliano, quizá con más donaire que verdad: Que si los dioses se escogen como las cebollas, sin duda que los demás se juzgan por impertinentes; no digo esto porque observo que de los escogidos se eligen igualmente algunos para algún otro objeto mayor y más excelente; así como en la milicia luego que se ha levantado y escogido la gente bisoña, de ésta también se eligen para algún lance mayor y más importante de la guerra los más útiles, y cuando en la Iglesia se escogen y eligen los propósitos y cabezas, no por eso reprueban a las demás, llamándose con razón todos los buenos fieles escogidos. Elígense para un edificio las piedras angulares, sin reprobar las demás, que sirven para otros destinos y partes del edificio. Escógense las uvas para comer, sin reprobar las demás que dejamos para beber, y no hay necesidad de discurrir por otros ramos, siendo este asunto sumamente claro; por lo cual, no porque algunos dioses sean escogidos entre muchos, se debe menospreciar, o, al que escribió sobre ellos, o a los que los adoran, o a los mismos dioses, antes se debe advertir quiénes sean éstos y para que efecto los escogieron.


CAPITULO II: Cuáles son los dioses elegidos y si se les excluye de los oficios de los dioses plebeyos.


Varrón enumera y encarece en uno de sus libros estos dioses elegidos: Jano, Júpiter, Saturno, Genio, Mercurio, Apolo, Marte, Vulcano, Neptuno, Sol, Orco, el padre Libero, la Tierra, Ceres; Juno, la Luna, Diana, Minerva, Venus y Vesta. Poco más o menos, entre todos son veinte, doce machos y ocho hembras. Se pregunta si estos dioses llámanse elegidos por sus mayores administraciones en el mundo o porque son más conocidos por los pueblos y se les rinde mayor culto. Si es precisamente porque son de orden superior las obras que administran, no debíamos haberlos encontrado entre aquella turba de dioses casi plebeyos, destinados a trabajillos casi insignificantes. Comencemos por Jano. Este, cuando se concibe la prole, de donde toman principio todas las obras, distribuidas al por menor a los dioses pequeños, abre la puerta para recibir el semen. Allí se halla también Saturno por el semen mismo. Allí alienta también Libero, que, haciendo derramar el semen, libra al varón. Allí también Lbera, que otros quieren que sea Venus a la vez, que presta a la hembra el mismo servicio, con el fin de que también ella, emitido el semen, quede libre. Todos éstos son de los llamados selectos. Pero también se halla allí la diosa Mena, que preside los menstruos al correr. Esta, aunque es hija de Júpiter, es plebeya. La provincia de los menstruos corrientes asígnala el mismo autor en el libro de los dioses selectos a Juno, que es la reina de los elegidos. Lucina, como Juno, con la susodicha Mena, su hijastra, preside la menstruación. Allí hacen acto de presencia también dos obscurísimas divinidades, Vitunno y Sentino, de los cuales uno da la vida a la criatura; y otro, los sentidos. En realidad, dan mucho más, siendo tan vulgares, que los otros próceres y selectos. Porque qué es, sin vida y sin sentido, lo que la mujer lleva en su seno sino un no sé qué abyectisimo y comparable al cieno y al polvo?


CAPITULO III: Nulidad de la razón aducida para mostrar la elección de algunos dioses, siendo más excelente el cometido asignado a muchos inferiores.


1. Cuál fue la causa que compelió a tantos dioses elegidos a entregarse a las obras más insignificantes, cuando en la partición de esta munificencia son superados por Vitunno y por Sentino, que duermen en las sombras de una obscura fama? Da Jano, dios selecto, entrada al semen y le abre la puerta, por así decirlo. Confiere Saturno, también selecto, el semen mismo, y Libero, selecto, a su vez confiere la emisión del semen a los varones. Esto mismo confiere Libera, que es Ceres o Venus, a las hembras. Da Juno, la elegida, pero no sola, sino con Mena, hija de Júpiter, los menstruos corrientes para el crecimiento de lo concebido. Confiere el obscuro y plebeyo Vitunno la vida, y el obscuro y plebeyo Sentino el sentido, funciones ambas que sobrepujan las de los otros dioses en la misma proporción que la vida y, el sentido son superados por el entendimiento y la razón. Como los seres racionales y dotados de entendimiento son más poderosos, sin duda, que los que viven y sienten sin entendimiento y sin razón, como las bestias, así los seres dotados de vida y de sentido merecidamente llevan la preferencia a los que ni viven ni sienten. Se debió, pues, colocar entre los dioses selectos a Vitunno, vivificador, y a Sentino, sensificador, antes que a Jano, admisor del semen, y que a Saturno, dador o creador del mismo, y que a Libero y a Libera, movedores o emisores de él. Es monstruosa la sola imaginación de los sémenes sin vida y sin sentido. Estos dones escogidos no los dan los dioses selectos, sino ciertos dioses desconocidos y que están al margen de la dignidad de éstos.
Si encuentran respuesta adecuada para atribuir, y no sin razón, a Jano el poder de todos los principios, precisamente en que abre la puerta a la concepción, y para asignar, el de todos los sémenes a Saturno, en que no puede separarse la seminación del hombre de su propia operación; y asimismo, para imputar a Libero y a Libera el poder de emitir los sémenes todos, en que presiden también lo tocante a la sustitución de los hombres, y para decir que la facultad de purgar y dar a luz es privativa de Juno, precisamente en que no falta a las purgaciones de las mujeres y a los partos de los hombres, busquen respuesta para Vitunno y Sentino, si quieren que estos dioses presidan a todo lo que vive y siente. Si conceden esto, consideren la sublimidad del lugar en que han de colocarlos, porque nacen de semen se da en la tierra y sobre la tierra; en cambio, vivir y sentir, según opinan ellos, se da también en los dioses del cielo. Si dicen que éstas solas son las atribuciones de Vitunno y Sentino, vivir en la carne y adminicular a los sentidos, por qué aquel Dios que hace vivir y sentir a todas las cosas no dará también vida y sentido a la carne, extendiendo con su operación universal este don a los partos? Qué necesidad hay de Vitunno y de Sentino? Si Aquel que con su regencia universal preside la vida y los sentidos confió estas cosas carnales, como bajas y humildes, a éstos como a siervos suyos, están los dioses selectos tan faltos de domésticos, que no encuentren a quienes confiar estas cosas, sino que con toda su nobleza, causa aparente de su altivez, se ven obligados a desempeñar las mismas funciones que los plebeyos? Juno, elegida y reina, esposa y hermana de Júpiter, es Iterduca de los niños y ejerce su oficio con dos diosas de las más vulgares, con Abeona y con Adeona. Allí colocaron también a la diosa Mente encargada de dar buena mente a los niños, y no se la elevó al rango de los dioses selectos, como si pudiera proporcionarse algo mayor al hombre. En cambio, se elevó a ese rango a Juno, por ser Iterduca y Domiduca, como si fuera de algún provecho tomar el camino y ser conducido a casa si la mente no es buena. Los electores no tuvieron a bien enumerar la diosa que da este bien entre los dioses selectos. Sin duda que ésta debe ser antepuesta aun a Minerva, a la cual atribuyeron, entre tantas obras pequeñas, la memoria de los niños. Quién pondrá en tela de juicio que es mucho mejor tener una buena mente que una memoria de las más prodigiosas? Nadie que tenga buena mente es malo, mientras que algunos pésimos tienen una memoria asombrosa. Estos son tanto peores cuanto menos pueden olvidar lo mal que imaginan. Con todo, Minerva está entre los dioses selectos, y la diosa Mente se halla arrinconada entre la canalla.
Qué diré de la Virtud? Qué de la Felicidad? Ya he dicho mucho sobre ellas en el libro IV. Teniéndolas entre las diosas, no quisieron honrarlas con un puesto entre los dioses selectos, y honraron a Marte y a Orco, uno hacedor de muertes, y otro, receptor de las mismas
2. Viendo, como vemos, a los dioses de la elite confundidos en sus mezquinas funciones con los dioses inferiores, como miembros del senado con el populacho, y hallando, como hallamos, que algunos de los dioses que no han creído dignos de ser elegidos tienen oficios mucho más importantes y nobles que los llamados selectos, no podemos menos de pensar que se les llama selectos y primates no por su más prestante gobierno del mundo, sino porque han tenido la fortuna de ser más conocidos por los pueblos. Por eso dice Varrón que a algunos dioses padres y a algunas diosas madres les sobrevino la plebeyez, igual que a los hombres. Si, pues, la Felicidad no cumplió que estuviera entre los dioses selectos justamente quizá porque alcanzaron tal nobleza no por sus méritos, sino fortuitamente, siquiera, colóquese entre ellos, o mejor, antes que ellos, a la Fortuna. Esta diosa, creen, confiere a cada uno sus bienes no por disposición racional, sino a la buena de Dios, a tontas y a locas. Esta debió ocupar el primer puesto entre los dioses selectos, ya que entre ellos hizo la principal ostentación de su poder. La razón es que los vemos escogidos, no por su destacada virtud, no por una felicidad racional, sino por el temerario poder de la Fortuna, según el sentir de sus adoradores. Tal vez el mismo disertísimo Salustio tiene la atención fija en aquellos dioses, cuando escribe: En realidad de verdad, la Fortuna señorea todas las cosas. Ella lo enaltece y lo encubre todo, más por capricho que por verdad. No puede hallarse el porqué de que se encomie a Venus y se encubra a la Virtud, siendo así que a una y a otra consagraron ellos por diosas y no hay cotejo posible en sus méritos. Y si mereció ser ennoblecida cabalmente por ser más apetecida, pues es indudable que aman muchos más a Venus que a la Virtud, por qué se elogió a la diosa Minerva y se dejó en la penumbra a la diosa Pecunia, siendo así que entre los mortales halaga mucho más la avaricia que la pericia? Aun entre los mismos que cultivan el arte te verás negro para encontrar un hombre cuyo arte no sea venal a costa de dinero. Siempre se estima más el fin que mueve a la obra que la obra hecha. Si esta selección ha sido obra del juicio de la insensata chusma, por qué no se ha preferido la diosa Pecunia a Minerva, pues que hay muchos artífices por el dinero? Y si esta distinción es obra de unos cuantos sabios, por qué no han preferido la Virtud a Venus, cuando la razón la prefiere con mucho? Siquiera, como he dicho, la Fortuna, que, según el parecer de los que creen en sus muchas atribuciones, señorea todas las cosas y las enaltece y encubre más por capricho que por verdad, debiera ocupar el primer puesto entre los dioses elegidos, ya que goza de vara tan alta con los dioses, es verdad y que es tanto su valimiento, que, por su temerario juicio, ensalza a los que quiere y encubre a los que le place. O es que no le fue posible colocarse allí, quizá no por otra razón que porque la Fortuna misma creyó tener fortuna adversa? Luego, se opuso a sí misma, puesto que, haciendo nobles a los otros, no se ennobleció a sí misma.


CAPITULO IV: Que mejor se portaron con los dioses inferiores, quienes no son infamados con oprobio alguno, que con los selectos, cuyas increíbles torpezas se celebran en sus funciones.


Todo el que fuese deseoso de la humana gloria y alabanza celebraría a estos dioses selectos, y los llamaría afortunados si no los viese escogidos más para sufrir injurias que para obtener honores; porque su misma vileza tejió y formó aquella ínfima turba para no cubrirse de oprobios. Nosotros nos mofamos seguramente cuando los vemos distribuidos (repartidos entre sí sus respectivos encargos, con las ficciones de las opiniones humanas) como arrendadores de alcabalas, o como artífices de las obras de plata, donde para que salga perfecto un pequeño vaso pasa por las manos de muchos artífices, cuando podría perfeccionarse por un oficial instruido en su arte. Aunque no se opinó lo contrario, resolviendo que debía consultarse a la multitud de los artífices, pues se deliberó así para que cada uno de ellos aprendiese breve, y fácilmente cada una de las. partes de su oficio, y todos ellos. no fuesen obligados a perfeccionarse tardíamente y con dificultad en un arte sola. Con todo eso, apenas se halla uno de los dioses no selectos, que por algún crimen abominable no haya incurrido en mala fama; y apenas ninguno de los elegidos que no tuviese sobre su honor una singular nota de alguna insigne afrenta: éstos descendieron a los humildes ministerios de éstos, y aquéllos no llegaron a perpetrar los detestables y públicos crímenes de aquéllos. De Jano no me ocurre fácilmente acción alguna que pertenezca a su deshonor e infamia; y acaso fue tal, que observó una vida inocente, absteniéndose de los delitos y pecados obscenos que a los demás se acumulan; recibió, pues, con benignidad y cariño a Saturno cuando andaba huido vagando por todas partes: partió con su huésped el reino, fundando cada uno de éstos una ciudad, Jano a Janículo, y Saturno a Saturnia; pero los que en el culto de los dioses apetecen todo desdoro a aquel cuya vida hallaron menos torpe, deshonraron su estatua con una monstruosa deformidad, pintándole ya con dos caras, ya con cuatro, como gemelo; por ventura, quisieron que porque muchos dioses escogidos, perpetrando los más horrendos crímenes, habían perdido la frente, siendo éste el más inocente, apareciese con mayor número de frentes?


CAPITULO V: De la doctrina secreta de los paganos, y de sus razones físicas.


Pero mejor será oír sus propias interpretaciones físicas con que procuran, bajo el pretexto de exponer una doctrina más profunda, disimular la abominación y torpezas de sus miserables errores: primeramente Varrón exagera sobremanera estas interpretaciones, diciendo que los antiguos fingieron las estatuas, las insignias y ornamentos de los dioses, para que, viéndolos con los ojos corporales los que hubiesen penetrado y aprendido la misteriosa doctrina, pudiesen examinar con los del entendimiento el alma del mundo y sus partes, esto es, los verdaderos dioses; y que los que fabricaron sus estatuas en figura humana, parece lo hicieron así por cuanto el espíritu de los mortales, que reside en el cuerpo humano, es muy semejante al alma inmortal, como si para designar los dioses se pusiesen algunos vasos; y en el templo de Libero se colocase una vasija que sirva de traer vino, para significar el vino, tomando por lo que contiene lo contenido
Esto supuesto, decimos que por la estatua que tiene forma humana se significa el alma racional, porque en ella, como en un vaso, suele existir esta naturaleza, la cual creen que es dios o los dioses. Esta es misteriosa doctrina que había penetrado el doctísimo Varrón, de donde pudo deducir y enseñar estas máximas. Pero oh hombre ingeniosísimo!, por ventura, alucinado con los misterios de esta doctrina, te has olvidado de aquella tu innata prudencia, con que con mucho juicio sentiste que las primeras estatuas que notaste en el pueblo no sólo quitaron el temor a sus ciudadanos, sino acrecentaron y añadieron errores condenables, y que más santamente reverenciaron a los dioses sin estatuas los antiguos romanos? Porque éstos te dieron autoridad para que te atrevieras a propalar tal injuria contra los romanos que después se siguieron. Pues aun concedido que los antiguos hubieran venerado las estatuas, no hubiera sido mejor entregarle al silencio por el temor popular de que te hallas poseído, que con la ocasión de exponer estas perniciosas y vanas ficciones. publicar y pregonar con una vanidad y arrogancia extraordinaria los misterios de tan detestable doctrina? Sin embargo, está tu alma, tan docta e ingeniosa no obstante de hallarse ilustrada con los misterios de esta doctrina, de ningún modo pudo llegar a conocer al sumo Dios, esto es, a Aquel por quien fue hecha, no con quien fue formada el alma; no a aquel cuya porción es, sino cuya hechura y criatura es; no al que es el alma de todos, sino al que es el criador de todas las almas, por cuya ilustración llega a ser el alma bienaventurada, si no corresponde ingrata a sus beneficios: pero qué tales sean y en cuánto se deben estimar los misterios de esta doctrina, lo que se sigue lo manifestará.
Confiesa, con todo, el doctísimo Varrón que el alma del mundo y sus partes son verdaderos dioses; de este principio se deduce que toda su teología, que es, en efecto, la natural, a quien atribuye una singular autoridad, cuanto se pudo extender fue hasta la naturaleza del alma racional; porque de la natural muy poco dice en el prólogo de este libro, donde veremos si por las interpretaciones fisiológicas puede referir a esta teología natural la civil, que fue la última donde escribió de los dioses escogidos, que, si puede hacerlo, toda será natural. Y qué necesidad había de distinguir con tanto cuidado la civil de ella? Y si la distinción fue buena, supuesto que ni la natural, que tanto le contenta, es verdadera, porque se extiende únicamente hasta el alma, y no hasta el verdadero Dios, que crió la misma alma, cuánto más despreciable será y falsa la civil, pues se ocupa principalmente en disertar acerca de la naturaleza de los cuerpos, como lo mostrarán sus mismas interpretaciones que con tanta exactitud y escrupulosidad han examinado y referido estos espíritus fanáticos, de los cuales necesariamente habré de referir alguna particularidad.


CAPITULO VI: De la opinión de Varrón, que pensó que Dios era el alma del mundo, y que, con todo, en sus partes tenía muchas almas, y que la naturaleza de éstas es divina.


Dice, pues, el mismo Varrón, hablando en el prólogo todavía de la teología natural, que él es de opinión que Dios es el alma del mundo a quien los griegos llaman Kosmos, y que este mismo mundo, es dios; pero que así como el hombre sabio, constando de cuerpo y alma, se dice sabio por aquella parte del alma que le ennoblece, así el mundo se dice dios por la misma parte del alma, por cuanto consta de alma y cuerpo.
Aquí parece confiesa, como quiera, un dios; mas por introducir también otros muchos, añade que el mundo se divide en dos partes: en cielo y tierra; y el cielo en otras dos: éter y aire; y la tierra en agua y tierra, de cuyos elementos asegura ser el supremo el éter; el segundo el aire; el tercero el agua, y el ínfimo la tierra; y que todas estas cuatro partes están pobladas de almas, esto es, que en la parte etérea y en el aire se hallan las dos de los mortales; en el agua y en la tierra las de los inmortales; que desde la suprema esfera del cielo hasta el círculo de la luna, las almas etéreas son los astros y las estrellas; que éstos, que son dioses celestiales, no sólo se ven con el entendimiento, sino que también se observan con los ojos, que entre el círculo de la luna y la última región de las nubes y vientos están las almas etéreas; pero que éstas se alcanzan a ver sólo con el entendimiento, y no con los ojos; y que se llaman Heroas, Lares y Genios. Esta es, en efecto, la teología natural que brevemente propone en este su preámbulo, la cual le contentó no sólo a él, sino también a muchos filósofos; de la cual trataremos más particularmente cuando, auxiliados del verdadero Dios, hubiéremos concluido con lo que resta de la civil, por lo que se refiere a los dioses escogidos.


CAPITULO VII: Si fue conforme a razón hacer dos dioses distintos a Jano y Término.


Pregunto, pues, de Jano, por quien comenzó Varrón la genealogía de los dioses, quién es? Responden que es el mundo. Breve sin duda y clara la respuesta. Mas por qué dicen pertenecen a éste los principios de las cosas naturales, y los fines a otro, que llaman Término? Porque con respecto a los principios y fines, cuentan que dedicaron a estos dioses dos meses, januario o enero a Jano, y febrero a Término; y por lo mismo, dicen que en el mismo mes de febrero se celebran las fiestas terminales, en las que practican la ceremonia de la purificación que llaman Februo, de que la misma deidad tomó su apellido; pero pregunto, cómo los principios de las cosas naturales pertenecen acaso al mundo, que es Jano, y no le pertenecen los fines, de suerte que sea necesario acomodar y proveer a los fines de otro dios? Acaso todas las cosas que insinúan se hacen en este mundo, no confiesan también que se terminan en este mismo mundo? Qué impertinencia es ésta; darle la mitad del poder en cuanto al ejercicio, y dos caras en las estatuas? Por ventura no interpretaran con más propiedad a este dios de dos caras, si dijeran que Jano y Término eran una misma deidad y acomodaran, la una cara a los principios, y a los fines la otra, pues el que hace alguna cosa debe atender a lo uno y a lo otro; porque siempre que uno se mueve a producir cualquier acción que sea, si no mira al principio tampoco mira al fin? Y así es necesario que la memoria, cuando se pone a recordar alguna especie, tenga juntamente consigo la intención de mirar al fin; porque al que se le olvidare lo que comenzó, cómo ha de poder concluirlo?
Y si entendieran que la vida bienaventurada principiaba en este mundo y que acababa fuera de él, y por lo mismo atribuyeran a Jano, esto es, al mundo, la potestad sola de los principios, sin duda que prefirieran y pusieran antes de él a Término, y a éste no le excluyeran del número de los dioses escogidos, aunque ahora, cuándo consideran igualmente en estos dioses los principios y fines de las cosas temporales, con todo, debía ser preferido y más honrado Término; porque es indecible el contento que experimenta cuando se pone fin a una obra,, ya que los principios siempre están llenos de dificultades hasta que se conducen a buen fin, el cual, principalmente, atiende, procura, espera y sumamente desea el que empieza alguna cosa, y no se ve contento y satisfecho con lo comenzado si no lo acaba

CAPITULO VIII: Por qué razón los que adoran a Jano fingieron su imagen de dos caras, la cual, con todo, quieren también que la veamos de cuatro.


Pero salga ya al público la interpretación de la estatua de Jano Bifronte, o de dos caras: dicen que tiene dos, una delante y otra a las espaldas, porque el hueco de nuestra boca, cuando la abrimos, parece semejante al mundo, y así al paladar los griegos le llamaron Uranon, y algunos poetas latinos le llamaron cielo. Desde este hueco de la boca se ve una puerta o entrada, de la parte de afuera, hacia los dientes, y otra de la parte de adentro, hacia la garganta. Ved aquí en lo que ha parado el mundo, por adaptar el nombre griego o poético que significa nuestro paladar; pero esto qué tiene que ver con el alma? Qué con la vida eterna? Adórese a este dios por solas las salivas, supuesto que ambas puertas del paladar se abren delante del cielo, ya para tragarlas o ya para expelerlas. Y qué mayor absurdo que no hallar en el mismo mundo dos puertas contrapuestas, una enfrente de otra, por las cuales pueda recibir algún alimento dentro o
expelerlo afuera? Tampoco nuestra boca y garganta tienen semejante con el mundo, y menos el querer fingir, en Jano la imagen del mundo por solo el paladar, cuya semejanza no tiene Jano; y cuando le hacen de cuatro caras y le llaman Jano Gémino, lo interpretan por las cuatro partes del mundo, como si el mundo tendiese la vista y mirase algún objeto de afuera, como Jano le observa por todas sus caras; además, si Jano es el mundo, y éste consta de cuatro partes, falsa es la estatua de Jano que tiene dos caras; o, si es verdadero, por que también en el nombre de Oriente y Occidente sabemos entender todo el mundo, pregunto: cuando nombramos las otras dos partes, del Septentrión y del Mediodía, por qué llaman a aquel Jano de cuatro caras Gémino? Hemos de llamar igualmente al mundo Gémino? Ciertamente, no tienen expresiones adecuadas para poder interpretar y acomodar las cuatro puertas que están abiertas para los que entran y salen, a semejanza del mundo, así como las tuvieron, por lo menos, para poderlo decir de Jano Brifonte, en boca del hombre si no es que los socorra Neptuno dándoles partes de un pez, que además de la abertura de la boca y de la garganta tengan también otras dos a la diestra y a la siniestra, y, sin embargo de tantas, puertas, no hay alma que se pueda escapar de tal ilusión, si no es la que oye a la misma verdad, que le dice: Ego sum Janus. Yo, soy la puerta,


CAPITULO IX: De la potestad de Júpiter y de la comparación de ésta con Jano.


Declaramos, pues, quién es el que quieren entendamos por Jove, a quien llaman también Júpiter; es un dios, responden, que tiene dominio y potestad absoluta sobre las causas que obran en el mundo; y cuán grande sea esta excelencia o prerrogativa, lo declara el celebrado verso de Virgilio, dichoso el que consigue saber las causas de las cosas; pero la razón por que se prefiere Jano, nos la insinúa el ingenioso y docto Varrón, cuando dice: Jano ejerce potestad sobre las cosas primeras, y Júpiter sobre las principales; así que con razón Júpiter es tenido por rey o monarca de todos; porque lo sumo vence a lo primero, pues aunque lo primero preceda en tiempo, sin embargo, lo sumo se le aventaja en dignidad; pero esto estuviera bien dicho cuando en las cosas que se hacen se distinguieran las primeras y las sumas, así como el principio de una acción es el partir y lo sumo el llegar; el principio de ella es empezar a aprender, y lo sumo, alcanzar la ciencia; y así en todas las cosas lo primero es el principio, y lo sumo el fin; mas este punto ya le tenemos averiguado entre Jano y Término; con todo, las causas que se atribuyen a Júpiter son las eficientes, y no los efectos a las cosas hechas, no siendo posible de modo alguno que ni aun en tiempo sean primero que ellas los efectos o cosas hechas, o los principios de las hechas, porque siempre es primero la causa eficiente y activa que la que es hecho o pasiva; por lo cual, si tocan y pertenecen a Jano los principios de las cosas que se hacen o están hechas, no por eso son primero que las causas eficientes que atribuyen a Júpiter, 'pues así como no se hace cosa alguna, así tampoco se empieza a hacer alguna a que no haya precedido su causa eficiente, y realmente si a este dios, en cuya suprema potestad, están todas las causas de todas las naturalezas hechas, y de las cosas naturales llaman los gentiles Júpiter, y le reverencian con tantas ignominias y tan abominables culpas, más sacrílegos son que si no le tuviesen por dios.
Y así, más acertadamente obrarían poniendo a otro que mereciera y le cuadrara aquella torpe y obscena veneración el nombre de Júpiter, colocando en su lugar algún objeto vano de que blasfemaran, como dicen que a Saturno le pusieron una piedra para que la comiese en lugar de su hijo, que no decir que este dios truena y adultera, gobierna todo el mundo y comete tantas maldades, y que tiene en su mano las causas sumas de todas las naturalezas y cosas naturales, y que las suyas no son buenas.
Asimismo pregunto: qué lugar dan entre los dioses a Júpiter, si Jano es el mundo? Porque, según la doctrina de este autor, el alma del mundo y sus partes son los verdaderos dioses, y así, todo lo que esto no fuere, según éstos, sin duda no será el verdadero dios. Dirán, por Ventura, que Júpiter es el alma del mundo y Jano su cuerpo; esto es, este mundo visible? Si así lo persuaden, no habrá motivo para poder decir que Jano es dios, porque el cuerpo del mundo no es dios, aun según su mismo sentir, sino el alma del mundo y sus partes.
Por, lo que el mismo Varrón dice claramente que su opinión es que Dios es el alma del mundo, y que este mismo mundo es Dios, pero que así como el hombre sabio, constando de alma y cuerpo, sin embargo, se dice sabio por el alma que le ennoblece, el mundo se dice dios por la misma alma, constando, como consta también, de alma y de cuerpo; de donde se infiere que el cuerpo solo del mundo no es dios, sino, o sola su alma, o juntamente el cuerpo y el alma; por la misma razón, si Jano es el mundo y dios es Jano, querrán acaso decir que Júpiter, para que pueda ser dios, es necesario sea alguna parte de Jano? Antes, por el contrario, suelen atribuir el poder absoluto sobre todo el universo a Júpiter, y por eso dijo Virgilio que todo el mundo estaba lleno de Júpiter Así que Júpiter, para que sea dios, y especialmente rey y monarca de los dioses, no puede imaginar sea otro que el mundo, para que así reine sobre los demás dioses, que según éstos son sus partes. Conforme a esta opinión, el mismo Varrón, en el libro que compuso distinto de éstos, acerca del culto y reverencia de los dioses, declara unos versos de Valerio Sorano, que dicen así: Júpiter todopoderoso es el progenitor de los reyes, de las cosas naturales y de todos los dioses, y el progenitor de los dioses es un dios y todos los dioses.


CAPITULO X: Si es buena la distinción de Jano y de Júpiter.


Siendo, pues, Jano y Júpiter el mundo, y siendo uno solo el mundo. por qué son dos dioses Jano y Júpiter? Por qué de por sí tienen sus templos, sus aras, diversos ritos y diferentes estatuas? Si es porque una es la virtud y naturaleza de los principios y otra la de las causas, y la primera tomó el nombre de Jano y la segunda de Júpiter, pregunto: si porque un juez tenga en diferentes negocios dos jurisdicciones o dos ciencias, hemos de decir que por cuanto es distinta la, virtud y la, naturaleza de cada una de ésta, por eso son dos jueces o dos artífices? Y en iguales circunstancias, porque un mismo dios tenga potestad sobre los principios y él mismo la tenga sobre las causas, acaso por eso es forzoso imaginemos dos dioses, porque los principios y las causas son dos cosas? Y si esto les parece que es conforme a razón, también dirán que el mismo Júpiter será tantos dioses cuantos son los sobrenombres que le han puesto con relación a tantas facultades como tiene y ejerce, ya que son muchas y diversas las causas por las cuales le pusieron tantos sobrenombres, de los cuales referiré algunos.


CAPITULO XI: De los sobrenombres de Júpiter que se refieren no a muchos dioses, sino a uno mismo.


Llámanle vencedor, invicto, auxiliador, impulsador, estator, cien pies, Supinal, Tigilio, Almo, Rumino y de otras maneras que sería largo el referirlas. Todos estos sobrenombres pusieron a un solo dios con respecto a diferentes causas y potestades, y, con todo, no en atención a tantos objetos, le obligaron a que fuese otros tantos dioses, porque todo lo vencía y de nadie era vencido, pues socorría a los que lo habían menester, tenía poder para impeler, estar permanente, establecer, trastornar, sostenía y sustentaba el mundo con una viga o puntal, todo lo mantiene y sustenta, y, finalmente, con la ruma, esto es, los pechos, cría los animales. Entre estas prerrogativas como hemos visto, algunas son grandes y otras pequeñas, y con todo, dicen que uno es el que lo hace todo.
Pienso que las causas y principios, de las cosas, que es el motivo por que quisieron que un mundo fuese dos dioses, Júpiter y Jano, están entre sí más conexas que su opinión, mediante la cual aseguran que contiene en si al mundo, y que da la leche a los animales; y, no obstante, para desempeñar estos dos ministerios, tan distintos entre sí en virtud y en dignidad, no fue preciso que fuesen dos dioses, sino un Júpiter, que por el primero se llamó Tigilo, viga o puntal, que tiene y sustenta, y por el segundo, Rumino, que da el pecho; no quiero decir que por dar el pecho a los animales que maman, mejor se le pudo llamar Juno que Júpiter, mayormente habiendo también otra diosa Rumina, que en este cargo le podía ayudar a servir, porque imagino responderán que Juno no es otra que Júpiter, conforme a los versos de Valerio Sorano, donde dice: Júpiter todopoderoso es el progenitor de los reyes, de las cosas naturales y de los dioses y progenitora de los dioses. Pero pregunto por qué se llamó también Rumino, pues es el mismo en el concepto de los que quizá con alguna más exactitud y curiosidad lo consideran, aquella diosa Rumina? Porque si con razón parecía impropio de la majestad de las diosas que en una sola espiga uno cuidase del nudo de la caña y otro del hollejo, cuánto más indecoroso es que de un oficio tan ínfimo y bajo como es dar de mamar a los animales, cuide la autoridad de los dioses, que el uno de ellos sea Júpiter, que es el rey monarca de todos, y que esto no lo haga siquiera con su esposa, sino con una deidad humilde y desconocida, como es Rumina, y el propio Rumino; Rumino, acaso, por los machos que maman, y Rumina por las hembras?
Cómo diría yo que no quisieron poner nombre de mujer a Júpiter, si en aquellos versos no le llamaran asimismo progenitor y progenitora, y entre otros nombres suyos no leyera que también se llama Pecunia, a cuya diosa hallamos entre aquellos oficiales munuscularios, como lo dijimos en, el libro IV; pero ya que la Pecunia la tienen los varones y las hembras, véanlo ellos por qué no se llamó igualmente Pecunia y Pecunio, como Rumina y Rumino


CAPITULO XII: Que también Júpiter se llama Pecunia.


Y con cuánto donaire y gracejo dieron razón de este nombre! Llamábase también, dicen, Pecunia, porque todas las cosas son o dependen de la Pecunia. Oh, qué plausible razón de nombre del dios! Antes aquel cuyas son todas las cosas es envilecido e injuriado siempre que se le llama pecunia o dinero; porque, respecto de todo cuanto hay en el Cielo y en la tierra, qué es el dinero, en general, con respecto a cuanto posee el hombre con nombre de dinero? Pero, en efecto, la codicia puso a Júpiter este nombre, para que el que ama el dinero le parezca que ama no a cualquiera dios, sino al mismo rey y monarca de todos; mas fuera otra cosa muy diferente si se llamara riquezas, porque una cosa es riqueza y otra el dinero; porque llamamos ricos a los sabios, virtuosos y buenos, quienes, o no tienen dinero, o muy poco, y, con todo, son, en realidad, más ricos en virtudes, cuyo ornamento les basta aun en las necesidades corporales, contentándose con lo que poseen; y llamamos pobres a los codiciosos que están siempre suspirando, deseando y anhelando por las riquezas del mundo, sin embargo en su mayor abundancia no es posible dejen de tener necesidad, y al mismo Dios verdadero, con razón, le llamamos rico no por el dinero, sino por su omnipotencia.
Llámense también ricos los adinerados, mas en el interior son pobres si son ambiciosos; asimismo se llaman pobres los que no tienen dinero; pero interiormente son ricos si son sabios. En qué estimación debe tener, pues, el sabio la Teología en la cual el rey y monarca de los dioses toma el nombre de aquel objeto: que ningún verdadero sabio, deseó, y cuanto más congruamente, si se aprendiera con esta, doctrina alguna máxima saludable que fuese útil para la vida eterna, llamaran a Dios, que es gobernador del mundo, no dinero, sino sabiduría, cuyo amor nos purifica de la inmundicia de la codicia, esto es, del afecto y deseo desordenado del dinero?


CAPITULO XIII: Que declarando qué cosa es Saturno y qué es Genio, enseñan que el uno y el otro es un solo Júpiter.


Pero qué necesidad hay de que hablemos más de este Júpiter a quien acaso se deben referir todas las otras deidades. sólo con el objeto de refutar la opinión que establece muchos dioses, supuesto que éste es el mismo que todos, ya sea teniéndolos por sus portes o potestades, ya sea que la virtud del alma, la cual imaginan difundida por todos los seres creados, haya tomado de Ias partes de esta máquina, de las cuales se compone este mundo visible, y de los diversos oficios y cargos de la naturaleza sus nombres, como si fuera de muchos dioses? Porque qué es Saturno? Es uno de los principales dioses, dice, en cuya potestad y dominio están todas las sementeras. Por ventura, la exposición de los versos de Valerio Sorano no nos persuade, claramente que Júpiter es el mundo, y que expele de sí todas las semillas, y que asimismo las recibe en si? Luego él es en cuya mano está el dominio de todas las sementeras Qué cosa es Genio? Es un dios, dice, que preside y tiene potestad sobre todo cuanto se engendra. Y quién otro imaginan ellos tiene esta facultad, sino el mundo, de quien dice que Júpiter todopoderoso es progenitor y progenitora? Y cuando, en otro lugar, añade que el genio es el alma racional de cada uno, y que por eso cada uno tiene su genio particular, y que la tal alma del mundo es diosa, a esto mismo, sin duda, lo reduce, para que se crea que la misma alma del mundo es como un genio universal; luego éste es el mismo a quien llaman Júpiter; porque si todo genio es dios, y toda alma del hombre es genio, se sigue que toda alma del hombre sea dios; y si el mismo absurdo y desvarío nos compele a abominarlos, resta que llamen singularmente y como por excelencia dios a aquel genio de quien aseguran que es el alma del mundo, y, por consiguiente; Júpiter.


CAPITULO XIV: De los oficios de Mercurio y de Marte.


Pero a Mercurio y a Marte, ya que no hallaron medio para referirlos y acomodarlos entre algunas partes del mundo y entre las obras de Dios que se observan en los elementos, pudieran acomodarlos siquiera entre las operaciones de los hombres, designándolos por presidentes y ministros del habla y de la guerra; y el uno de éstos, que es Mercurio, si tiene la potestad de infundir el habla igualmente a los dioses, tendrá dominio también sobre el mismo rey de los dioses, si es que Júpiter habla conforme a su voluntad y albedrío, o toma de él la virtud y facultad de hablar, lo cual ciertamente es un disparate.
Si dijeren que sólo se le atribuye la facultad de conceder el habla a los hombres, no es creíble quisiese Júpiter humillarse al oficio vil de dar de mamar no sólo a los niños, sino también a las bestias, por lo que se llamó Rumino, y se resistiese a que le tocase el cuidado y cargo de nuestra lengua, con que nos aventajamos a los irracionales. Conforme a esta doctrina, se deduce que uno mismo es Júpiter y Mercurio; y si la misma habla se llama Mercurio, como lo demuestran las interpretaciones que han escrito sobre la etimología y derivación de su nombre, por eso dicen se llamó Mercurio, como que corre por medio, por cuanto el habla, corre por medio entre los hombres; y por lo mismo se llamó Hermes en griego, porque el habla o la interpretación, que sin duda pertenece al habla, se llama Hermenia, por cuyo motivo preside sobre las mercaderías; porque entre los que venden y compran andan de por medio las palabras. Y ésta es la causa porque le ponen alas sobre la cabeza y en los pies, queriendo significar que vuela por los aires muy ligera la palabra, y que por eso se llamó mensajero, porque por medio de la palabra damos aviso y noticia de nuestros pensamientos y conceptos. Si Mercurio, pues, es la misma palabra, aun por confesión de ellos, no es dios. Pero como hacen dioses a los que son demonios, suplicando y adorando a los espíritus inmundos, vienen a caer en poder de los que no son dioses, sino demonios De la misma manera, como no pudieron hallar para Marte algún elemento o parte del mundo adonde como quiera ejercitara alguna obra natural, dijeron que era dios de la guerra, que es obra de los hombres y no de la codicia; luego si la felicidad nos diera una paz sólida y perpetua, Marte no tuviera en qué entender; y si Marte es la misma guerra, así como Mercurio la palabra, ojalá que cuán claro está que no es dios, así no haya tampoco guerra que ni aun fingidamente se llame dios.


CAPITULO XV: De algunas estrellas a las que los gentiles pusieron los nombres de sus dioses.


Sino es que acaso estas estrellas sean los dioses cuyos nombres les pusieron, porque a una estrella llaman Mercurio, y asimismo a otra Marte; sin embargo, allí, esto es, en el globo celeste, está también la que llaman Júpiter, y, con todo, según éstos, el mundo es Júpiter; del mismo modo la que llaman Saturno, y, no obstante, además de ella le atribuyen otra no pequeña sustancia, es a saber: la de todas las simientes; allí también aquélla, que es la más clara y resplandeciente de todas, que llaman Venus, y, sin embargo, esta misma Venus quieren que sea también la Luna, aunque entre sí mismos sobre esta radiante y refulgente estrella sostienen una reñida controversia, así como sobre la manzana de oro la sustentaron Juno y Venus, porque el lucero unos dicen que es de Venus, y otros de Juno; pero, como acostumbra, vence Venus, pues son muchos mas los que atribuyen esta estrella a Venus, no hallándose apenas uno que sienta lo contrario. Y quién podía dejar, de reírse al ver que dicen que Júpiter es rey y monarca de todos, observando, al mismo tiempo, que su estrella queda muy atrás en resplandor y claridad respecto de la mucha que tiene la estrella de Venus; pues tanto más refulgente y resplandeciente debía ser aquélla que las demás, cuanto es Júpiter más poderoso que todos? Responden que así parece, porque ésta que notamos menos resplandeciente está más elevada y mucho más distante de la tierra; luego si la dignidad mayor mereció lugar más alto, por qué allí Saturno está más elevado que Júpiter? Cómo no pudo la vanidad de la fábula que hizo rey a Júpiter llegar hasta las estrellas, antes, por el contrario, permitió consiguiese Saturno en el cielo la gloria y preeminencia que no pudo adquirir en su reino ni en el Capitolio? Por qué razón a Jano no le cupo alguna estrella? Si es porque el mundo y todos están contenidos en él, también Júpiter es el mundo, y con todo eso la tiene. O acaso éste negoció como pudo sus intereses, y en lugar de una estrella que no le cupo entre los astros se proveyó de tantas caras en la tierra? Asimismo, si por sólo las estrellas tienen a Mercurio y a Marte por partes del mundo para poderlos considerar como dioses supuestos, que, en realidad, la palabra y la guerra no son partes del mundo, sino actos y operaciones de los hombres, por qué causa a Aries, a Tauro, Cáncer, a Escorpión y los demás semejantes a éstos, que reputan por signos celestes, y constan cada uno no de una sola estrella, sino de muchas, y dicen que están colocados más arriba en el supremo cielo, donde un movimiento más constante da a las estrellas un curso inalterable, por qué razón, digo, a éstos no les dedicaron aras, ni sacrificios, ni templos, ni los tuvieron por dioses, ni colocaron no digo en el número de los escogidos, mas ni entre los humildes y casi plebeyos?


CAPITULO XVI: De Apolo y Diana y de los demás dioses escogidos, que quisieron fueran partes del mundo.


A Apolo, aunque le tienen por adivino y médico, con todo, para poderle colocar en alguna parte del mundo, dicen que él es también el Sol, y asimismo su hermana Diana la Luna, que obtiene la intendencia de los caminos, queriendo sea doncella, porque no pare o produce cosa alguna, y asegurando que ambos tienen saetas, porque estas dos estrellas llegan con sus rayos desde el cielo hasta la tierra. Vulcano quieren que sea el fuego del mundo; Neptuno, las aguas; el padre Plutón, esto es, el orco o infierno, la parte terrena e ínfima del mundo. Libero y Ceres hacen presidentes de las semillas, o al uno, de las masculinas, y a la otra, de las femeninas, o a él que presida a la humedad, y a ella la sequedad de las semillas; todas las cuales virtudes se refieren, en efecto, al mundo, esto es, a Júpiter; pues por lo mismo se dijo progenitor y progenitora, porque echa y produce de si todas las semillas y las recibe en sí. Igualmente quieren que la gran madre sea la misma, Ceres, de la cual dicen no ser otra que la tierra, a la cual llaman también Juno, y por eso la atribuyen las causas segundas de las cosas, con haber dicho de Júpiter que es progenitor y progenitora de los dioses, porque, según ellos, todo el mundo es el mismo Júpiter; a Minerva también, porque la designaron para que presidiese las artes humanas, y no hallaron estrella donde colocarla, dijeron que era, o la suprema parte etérea o la Luna; y de la misma Vesta creyeron era la mayor o más principal de todas las diosas, porque es la tierra; aunque al mismo tiempo imaginaron que se debía atribuir a ésta el fuego del mundo, más ligero, que pertenece y sirve para los usos ordinarios de los hombres, y no el violento, cual es el de Vulcano; y por eso quieren que todos estos dioses escogidos sean este mundo; algunos todo él generalmente, otros sus partes; todo generalmente, como Júpiter; sus partes, como el Genio, la gran Madre, el Sol, la Luna, o, por mejor decir, Apolo y Diana; y, a veces, a un dios hacen muchas cosas, y otras a una cosa designan muchos dioses, fundados en que un dios abraza muchas, con el mismo Júpiter, pues éste es todo el mundo, éste sólo el cielo, y éste es y se llama estrella. Asimismo, Juno, la señora dispensadora de las causas segundas, es también el aire, la tierra y, si venciera a Venus, del mismo modo la estrella. De la misma manera, Minerva es la suprema parte etérea y la misma Luna, la cual imaginan que está en el lugar más ínfimo de la región etérea; y una misma cosa la hacen muchos dioses en esta conformidad, pues el mundo es Jano y es Júpiter; asimismo, la tierra es Juno, es la gran Madre y, es Ceres.


CAPITULO XVII: Que el mismo Varrón tuvo por dudosas sus opiniones acerca de los dioses.


Y así como todo lo que he puesto por ejemplo no explica, antes oscurece, este punto, así es en todo lo demás, pues conforme los lleva y arroja el ímpetu de su opinión errónea, así se abalanzan a esto y dejan aquello, tanto, que el mismo Varrón, primero, quiso dudar de todo que afirmar cosa alguna.
Porque habiendo concluido el primer libro de los tres últimos que hablan de los dioses ciertos, empezando a tratar de los dioses inciertos, dice: No porque en este libro tenga por dudosas las opiniones que hay acerca de los dioses debo ser reprendido, porque al que le pareciere que conviene y puede resolverse, lo podrá hacer cuando las hubiere leído; yo, respecto de mí, más fácilmente me persuadiré a que lo que dije en el primer libro lo tenga por dudoso, que no lo que hubiere de escribir en éste lo, resuelva todo como cierto e indudable. Y así hizo incierto no sólo este libro de los dioses inciertos, sino también aquel de los ciertos; y en este tercero, relativo a los dioses escogidos, después que hizo su preámbulo, tomando para ello lo que le pareció de la teología natural, habiendo de comenzar a tratar de las vanidades y desarregladas ficciones de la teología civil, a cuyo examen imparcial no sólo no le dirigía ni encaminaba la verdad sencilla, sino que también le hacía grande fuerza y violencia la autoridad de sus antepasados: De los dioses públicos, dice, del pueblo romano escribiré en este libro, a quienes dedicaron templos y los celebraron adornándolos con muchas estatuas; mas como escribe Xenófanes Colonio, pondré lo que imagino y no lo que como cierto defiendo; porque de hombres es el dudar sobre estas cosas, y de Dios el saberlas.
Así que, habiendo de tratar de las instituciones hechas por los hombres con temor y recelo, promete exponer, no sucesos ignorados y que no les da crédito, sino máximas sobre las que hay opinión y razón para dudar; porque no del mismo modo que sabía que había mundo, que había, cielo y tierra, y veía al cielo resplandeciente y adornado de estrellas, y a la tierra fértil y poblada de semillas, y todo lo demás en esta conformidad, ni de la misma manera que creía cierta y firmemente que toda esta máquina y naturaleza se regía y gobernaba por una cierta virtud invisible y muy poderosa, así en los propios términos podía afirmar de Jano que era el mundo, o averiguar de Saturno cómo era padre de Júpiter, cómo vino a ser su súbdito y vasallo reinando Júpiter, y todo lo demás correspondiente al asunto.


CAPITULO XVIII: Cual sea la causa más creíble de donde nació el error del paganismo.


De todo lo cual la razón más verosímil y más creíble que se alega es cuando dicen que fueron hombres y que a cada uno de ellos le instituyeron su culto divino y peculiares solemnidades los mismos que por adulación y lisonja quisieron formar los dioses; conformándose en este punto con la condición de los dioses, con sus costumbres, con sus acciones y sucesos acaecidos, y cundiendo este culto paulatinamente por los ánimos de los hombres, semejantes a los demonios y amigos de estas sutilezas, se divulgó por todo el mundo su santificación, adornándola por su parte las ficciones y mentiras de los poetas, y encaminándolos e induciéndolos a su adoración los cautelosos espíritus; pero más fácilmente pudo suceder que el impío joven, temeroso de que su cruel padre le matase, y codicioso del reino, echase y despojase de él a su mismo padre, que es lo que Varrón interpreta cuando dice que Saturno, su padre, fue vencido por Júpiter, su hijo; porque primero es la causa que pertenece a Júpiter que la simiente que toca a Saturno, pues si esto fuera cierto, nunca Saturno fuera primero, ni sería padre de Júpiter, pues siempre la causa precede a la simiente y jamás precede o se engendra de la simiente; pero mientras procura adornar, como con interpretaciones naturales, fábulas vanas y algunos hechos particulares de los hombres, aun los hombres más ingeniosos se meten en un caos tan lleno de confusiones, que nos es forzoso dolernos y compadecemos de su vanidad.


CAPITULO XIX: De las interpretaciones de los que sacan razón para adorar a Saturno.


Refiere -dice- que Saturno acostumbraba a comer y devorar lo mismo que de él nacía, volviendo las semillas al mismo lugar donde eran procreadas, y el haberle puesto en lugar de Júpiter un terrón para se le tragase, significa dice- que los hombres, en sus sementeras, comenzaron con sus manos a enterrar debajo de la tierra las mieses, antes que se inventase el arado. Luego la tierra debió llamarse Saturno, y no las semillas, porque ella en algún modo es la que se traga lo que había engendrado, cuando las semillas, que habían nacido de ella, vuelven otra vez a su seno.
Sobre lo que añaden que porque Júpiter tomó y se comió un terrón, qué importa esta necedad para lo que insinúan que los hombres con sus manos cubrieron la semilla en el terrón de la tierra? Acaso no se lo tragó, como lo demás, porque se cubrió con un terrón de tierra? Esto se dice y suena del mismo modo, que si el que opuso el terrón quitara y escondiera la semilla, así como refieren que ofreciendo a Saturno el terrón, le quitaron de delante a Júpiter, y no como si cubriendo la semilla con el terrón, no hiciera que se le tragase mucho mejor. Y más que, entendido así, la semilla es Júpiter, y no causa de la semilla, como poco antes indicamos, pero qué han de hacer unos hombres que, como interpretan necedades, no hallan qué poder decir con discreción? Tiene una hoz, dicen, que alude a la agricultura.
Y a la verdad, cuando él reinaba aún no se conocía la agricultura; y por eso añaden que fueron sus tiempos los primeros según que el mismo interpreta las fábulas y patrañas, porque los primeros hombres se sustentaban y vivían de las semillas que voluntariamente producía la tierra. Por ventura, tomó la hoz luego que perdió el cetro, para que después de haber reinado en los primeros tiempos con descanso, reinando su hilo se diese a la labranza y al trabajo? Después -dice- que por esta causa algunos le solían ofrecer en holocausto niños, como los cartagineses; y otras personas mayores, como los galos, porque la mejor de las semillas es el género humano. De esta cruel superstición, para qué hemos de hablar más? Antes debemos advertir y tener por indudable que todas estas interpretaciones no se refieren al verdadero Dios (que es una naturaleza viva, incorpórea e inmutable, a quien debe pedirse sinceramente la vida bienaventurada, que ha de durar siempre), sino que todos sus fines vienen a parar en cosas corporales, temporales, mudables y mortales. Lo que refieren las fábulas -dice- que Saturno castró al cielo su padre, significa que la semilla divina está en la potestad de Saturno y no del cielo. Esta proposición, la misma razón la convence de fabulosa, porque en el cielo no nace cosa alguna de la semilla; pero adviertan que si Saturno es hijo del cielo, es también hijo de Júpiter. Porque muchos afirman con toda aseveración que el cielo es el mismo Júpiter. Por eso estas reflexiones que no caminan por la senda de la verdad por la mayor parte, aunque ninguno las violente, ellas mismas se destruyen. Dice que se llamó Cronón, que en griego significa el espacio de tiempo, sin el cual -añade- la semilla no puede fecundizar. Estas particularidades y otras infinitas se dicen de Saturno, y todas se refieren a la semilla; pero si Saturno es bastante por sí solo, ejerciendo un poder, absoluto, como figuran tiene sobre las semillas, a qué para ellas buscan otros dioses, principalmente a Libero y Libera, que es Ceres, de quienes vuelve a referir tantas virtudes especiales como si nada hubiera dicho de Saturno?


CAPITULO XX: De los sacramentos de Ceres Eleusina.


Entre los ritos de Ceres, los más celebrados son los eleusinos, los cuales fueron muy famosos en Atenas. Acerca de los cuales, este autor nada interpreta, sino lo que toca al trigo descubierto por Ceres, y lo perteniente a Proserpina, a quien perdió llevándosela robada al Orco. Esta -dice- significa la fecundidad de las semillas, la cual, habiendo faltado por una temporada, y estando triste la tierra con su ausencia, de esta esterilidad nació una nueva opinión y fama, de que el Orco se había llevado a la hija de Ceres; esto es, a la fecundidad, que de Proserpendo se llamó Proserpina y que la detuvo por algún tiempo en los infiernos; lo cual, como lo celebrasen con tristeza y llanto público, y volviese nuevamente la misma fecundidad, restituida Proserpina, renació la alegría, por cuyo motivo se le instituyeron sus peculiares solemnidades. Dice después que se practican muchas ceremonias en sus sacrificios y festividades que no pertenecen sino precisamente a la invención de las mieses.


CAPITULO XXI: Torpeza de los sacrificios celebrados en honor de Libero.


Los misterios de Libero, a quien hicieron presidir las semillas líquidas y, por tanto, no sólo los licores de los frutos, de entre los cuales ocupa el primer lugar, en cierto modo, el vino, sino también los sémenes de los animales; ruborízame decir a cuánta torpeza llegaron, y ruborízame por la prolijidad del discurso, pero no por su arrogante enervamiento. Entre las cosas que me veo precisado a silenciar, porque son muchas, una es ésta: En las encrucijadas de Italia se celebraban los misterios de Libero -dice Varrón-, y con tal libertinaje y torpeza, que en su honor se reverenciaban las vergüenzas de los hombres. Y esto se hacía no en privado, donde fuera más verecundo, sino en público, triunfando así la carnal torpeza. Este impúdico miembro, durante las festividades de Libero, era colocado con grande honor en carrozas y paseado primeramente del campo a las encrucijadas y luego hasta la ciudad. En la villa llamada Lavinio se dedicaba todo un mes a festejar a Libero. En estos días usaban todos las palabras más indecorosas, hasta que aquel miembro, en procesión por las calles, reposaba por fin en su lugar. A este miembro deshonesto era preciso que una honestísima madre de familia le impusiera públicamente la corona. De esta suerte debía amansarse al dios Libero para el mayor rendimiento de las cosechas. Así debía repelerse el hechizo de los campos, a fin de que la matrona se viera obligada a hacer en público lo que ni la meretriz, si fueran espectadoras las matronas, debió permitirse en las tablas. Sólo una razón fundó la creencia de que Saturno no era suficiente para las semillas. Esta era el que el alma inmunda hallara ocasión para multiplicar sus dioses, y privada, en premio de su inmundicia, del único y verdadero Dios y prostituida por muchos y falsos dioses, ávida de una mayor inmundicia, llamara a estos sacrilegios sacramentos y a sí misma se entregara a la canalla de sucios demonios para ser violada y mancillada.


CAPITULO XXII: De Neptuno, Salacia y Venilia.


Supuesto que, en efecto, tenía ya Neptuno por socia en el poder a su mujer, Salacia, la cual dijeron era el agua de la parte más ínfima y profunda del mar, por qué motivo juntaron también con ella a Venilia, sino para que sin justa causa que persuadiese el culto divino y una religión necesaria, sólo por la voluntariedad de un alma contaminada con los vicios más detestables, se multiplicara la invocación de los demonios? Pero salga a la luz la exposición de la famosa teología, que reprima con sus razones esta reprensión. Venilia –dice- es la onda que viene a la orilla, y Salacia la que vuelve al mar, por qué razón, pues, forman dos diosas siendo una la onda que va y viene? En efecto, esto es liviandad extremada que hierve por haber muchos dioses, pues aunque el agua que va, y viene no sean dos, con todo, con ocasión de esta ilusión, convidando a los demonios se profana más el alma que va a los infiernos y no vuelve.
Por vida vuestra, Varrón, o vosotros, que habéis leído los libros de estos hombres tan doctos presumís que habéis aprendido una doctrina admirable, interpretadme esto: no quiero decir conforme a aquella eterna e inmutable naturaleza, la cual es solamente Dios, sino siquiera según el alma del mundo y sus partes, que tenéis vosotros por verdaderos dioses. Como quiera que sea, es error más tolerable hicieseis que fuera vuestro dios Neptuno, aquella parte del alma del mundo que discurre por el mar; pero que sea posible que la onda que se dirige a la costa y la que vuelve al mar sean dos partes del mundo, quién de vosotros está fuera de sí que se pueda persuadir de tan extraña ilusión? Por qué os las designaron como diosas, sino porque proveyó la providencia de aquellos sabios, vuestros predecesores, no que os gobernasen más demonios, que son los que número de dioses, sino que os poseyeran y gustan de estas ficciones y vanidades lisonjeras? Y por qué, pregunto, Salacia, según esta exposición, perdió la parte inferior del mar, donde estaba sujeta a su marido? Por qué, diciendo ahora que es la onda que va y viene, me la venís a colocar en la superficie? Es por ventura porque su esposo se enamoró de Venilia, y, enojada, ella le arrojó y desposeyó de la parte superior del mar?


CAPITULO XXIII: De la tierra, la cual confirma Varrón que es diosa, porque el alma del mundo, que él sostiene que es Dios, discurre también por esta ínfima parte de su cuerpo, y le comunica su virtud divina.


Una es, sin duda, la tierra, la cual vemos poblada de animales distintos entre sí; pero ésta, que es un cuerpo grandioso entre los elementos y la ínfima parte del mundo, pregunto: por qué motivo quieren que sea diosa? Es acaso porque es fecunda? Y conforme a esta razón, por qué causa no serán con mejor título dioses los hombres, que labrándola y cultivándola la hacen más frugal y fecunda, digo cuando la aran y no cuando la adoran? La parte del alma del mundo -dicen- que discurre por ella, la hace diosa; como, si no estuviera más ciertamente el alma en los hombres, la cual, si reside en éstos no hay cuestión; y, con todo, a los hombres no los tienen por dioses, antes, por el contrario, los sujetan con admirable y miserable error a éstos que no son dioses y son menos que ellos, reverenciándolos y tributándoles culto. Por lo menos, el mismo Varrón, en el citado libro de los dioses escogidos, dice: que hay tres grados o clases de alma en cualquiera naturaleza, y generalmente en toda ella. El uno que pasa y discurre por todas las partes corporales que viven y no tienen sentido, sino solamente vigor para vivir, y supone que esta virtud en nuestro cuerpo se comunica y esparce por los huesos, uñas y cabellos, de la misma manera que en el mundo los árboles se sustentan y crecen, y en cierto modo viven. Llama segundo grado del alma aquel en que hay sentido, asegurando que esta virtud se comunica a los ojos, orejas, narices, boca y tacto. El tercer grado del alma dice que es el sumo y supremo, que se llama ánimo, en el cual preside la inteligencia, de la cual, a excepción del hombre, carecen todos los mortales; y esta parte del alma en el mundo dice que se llama dios, y en nosotros genio. Y añade que hay también piedras y esta tierra que vemos, a las cuales no se les comunica el sentido, que son como los huesos y uñas del dios; que el sol, la luna y las estrellas que contemplamos son los sentidos de que usa; que el éter es su alma, cuya fuerza, que llega hasta los astros, hace dioses a las mismas estrellas, y por su medio convierte a lo que llega a la tierra en diosa Tellus, y a lo que pasa al mar lo hace dios Neptuno. Vuelva, pues, de esta que piensa ser teología natural, donde, como para tomar algún descanso y aliento, cansado y fatigado de tantos rodeos, se había acogido y divertido. Vuelva, digo, vuelva a la civil, aquí le tengo todavía, mientras discurro un rato acerca de ella; aún no me introduzco a disputar en si la tierra y las piedras son semejantes a nuestros huesos y uñas, ni tampoco en si así como carecen de sentido carecen también de inteligencia, o en si dicen que nuestros huesos y uñas tienen inteligencia porque están en el hombre, que tiene inteligencia; sin duda, tan necio es el que dice que éstos son los dioses en el mundo, como lo es el que asegura que en nosotros los huesos y las uñas son los hombres. Pero esta controversia acaso es asunto cuya investigación pertenece a los filósofos; por ahora todavía quiero sostener la cuestión con ese político; esto es, civil; porque, puede ser que aun cuando parece quiso levantar un poco la cabeza, acogiéndose a la libertad de la teología natural, con todo, andando aún vacilante aquél, desde éste también fijase la vista en ella y que esto lo dijo porque no se entienda y crea que sus antepasados u otras ciudades adoraron vanamente a la tierra y a Neptuno.
Mas lo que ahora pregunto es: cómo la parte del alma del mundo que se difunde y comunica por la tierra, siendo, como es, una la tierra, no hizo igualmente una diosa, la que en su sentir es Tellus? Y si lo hizo así, dónde estará el Orco, hermano de Júpiter y Neptuno, a quien llaman el padre Plutón? Adónde Proserpina, su mujer, que según otra opinión que se hallaba en los mismos libros, dicen que es, no la fecundidad de la tierra, sino su parte inferior? Si dicen que la parte del alma del mundo, cuando se difunde y comunica por la parte superior de la tierra, hace dios al padre Plutón, y cuando por la inferior hace diosa a Proserpina, la Tellus, qué será? Porque el todo, que era ella, está dividido de tal manera en estas dos partes y dioses, que no puede hallarse quién sea esta tercera y dónde esté, a no ser que diga alguno que juntos estos dioses, Orco y Proserpina, constituyen una diosa, Tellus, y que no son ya tres, sino una o dos; con todo, tres dicen que son, por tres se tienen, tres se adoran con sus aras, con sus templos, con sus sacramentos, con sus imágenes, con sus sacerdotes, y por medio de éstos, también con sus falsos y engañosos demonios, que profanan y abusan de la pobre alma del hombre; pero, respóndanme todavía: por qué parte de la tierra se difunde y comunica la parte del alma del mundo para hacer al dios Tellumón? No da otra contestación, sino que una misma tierra contiene dos virtudes: una masculina, que produce las semillas, y otra femenina, que las recibe y cría, y por eso de la virtud de la femenina se llamó Tellus, y de la masculina, Tellumón; pero supuesta esta doctrina, por qué motivo los pontífices como él lo insinúa, aumentando aún otros dos, sacrifican a cuatro: a Tellus, Tellumón, Altor y Rusor? Ya hemos hablado de la Tellus y de Tellumón, mas por qué se ofrecen víctimas a Altor? Porque, dice, de la tierra se sustenta todo lo que nace. Por qué a Rusor? Porque dice que de nuevo todo vuelve a la tierra.


CAPITULO XXIV: De los sobrenombres de la tierra y sus significaciones, las cuales, aunque demostraban muchas cosas, no por eso debían confirmar las opiniones de muchos dioses.


Luego una misma tierra, por estas cuatro virtudes, debía tener cuatro sobrenombres, y no era el caso de crear cuatro dioses, Cómo hay un Júpiter con tantos sobrenombres y un Juno con otros tantos, en todos los cuales, dicen, se hallan diferentes virtudes que pertenecen a un dios o a una diosa, y no muchos sobrenombres que constituyen asimismo muchos dioses? Pero verdaderamente que así como algunas veces aun a las más viles y prostituidas mujercillas les pesa, se cansan y avergüenzan de la canalla que con sus deshonestidades han traído tras sí, de la misma manera el alma que ha dado en ser obscena y se ha sometido al apetito de los espíritus inmundos, cuando al principio gustó más de sensualidad, tanto más en repetidas ocasiones se arrepintió de haber multiplicado dioses para rendírseles, y ser profanada de ellos; porque hasta el mismo Varrón, corrido y avergonzado de la multitud de los dioses, quiere que la tierra, o Tellus, no sea más que una diosa. A la misma -dice- llaman la gran Madre, asegurando que el tener el tamboril significa que ella es el orbe de la tierra, y las torres en la cabeza, que tiene villas y lugares: que el fingir alrededor de ella asientos es porque moviéndose todas las cosas, ella permanece inmóvil; que el haber dispuesto sirviesen a esta diosa los galos, significa que los que carecen de simiente es menester sigan la tierra porque en ella se hallan todas las cosas; el andar saltando y brincando junto a ella, es una advertencia -dice- a los que labran la tierra para que no se sienten, porque siempre hay que hacer en su cultivo: el sonido de los tamboriles y el ruido que se hace sacudiendo la herramienta y las manos y otras cosas de este jaez significa lo que pasa en la labranza del campo. Es de cobre, porque los antiguos, antes que descubriesen el hierro, la labraban con cobre. Acompáñanla -dice- con un león suelto y manso, para demostrar que no hay pedazo de tierra tan áspero y silvestre que no convenga ararlo y cultivarlo. Después añade y dice que el haber llamado a la madre Tellus con muchos nombres y sobrenombres ha dado ocasión de entender que son muchos dioses. La Tellus -dice- piensan que es Opis, porque obrando, opere, y trabajando en ella con el continuo cultivo se mejora; Madre, porque pare y produce muchas cosas; magna o grande, porque pare y produce el mantenimiento; Proserpina, porque de ella nacen y gracias a ella, como que trepan, Proserpere, las mieses; Vesta, porque se viste de hierbas, y de este modo dice-, no fuera de propósito, reducen a ésta otras diosas. Luego si es una sola diosa ésta, que, averiguada la verdad, tampoco lo es, para qué la hacen muchas? Sean de una sola tantos nombres y no haya tantas diosas como nombres; pero la autoridad del error en que vivieron sus antepasados les hace mucha fuerza, y al mismo Varrón, después de haber dado este parecer, le hace titubear; porque, añade y dice: Lo cual no se opone a la opinión de nuestros predecesores acerca de estas diosas, pensando que son muchas. Y cómo no ha de ser contradictorio, siendo absolutamente distinto tener una diosa muchos nombres o ser muchas diosas? Con todo, puede ser -dice- que una misma cosa sea una, y en ella algunas cosas sean muchas. Concedo que en un hombre haya muchas particularidades; luego por esto también habrá muchos hombres? De la misma manera, porque en una misma diosa hay muchas cualidades, acaso por eso ha de haber también muchas diosas? Pero dividan como quieran, junten, multipliquen y vuelvan a multiplicar y a enredarlo todo. Esto son, en efecto, los insignes misterios de Tellus y de la gran Madre, viniendo a reducirse todo su poder a las semillas mortales y corruptibles, y al cultivo de la tierra. Y que sea posible que cuantas sandeces se refieren a éstas y paran en esta limitada potestad, el tamboril, las torres, los hombres castrados o galos, el furioso brincar y sacudir de miembros, el ruido de los cencerros, la ficción de los leones, puedan prometer a ninguno la vida eterna! Y que sea posible que los galos castrados se dediquen al servicio de esa diosa magna, para significar que los que carecen del semen generativo han menester seguir la tierra, como sí, por el contrario, la misma servidumbre no les hiciese tener necesidad de simiente! Por qué cuando sirviendo a esta diosa, o no teniendo simiente la adquieren, o sirviendo a esta diosa teniendo simiente la pierden? Esto es interpretar o desatinar? Y no se advierte y considera lo que han prevalecido los malignos espíritus, que con no haber atrevido a ofrecer con estos ritos cosa ninguna grande, con todo, pudieron pedir cosas tan horribles y crueles. Si la tierra no fuera diosa trabajando los hombres, pusieran las manos en ella, para alcanzar por ella las semillas y no las pusieren cruelmente en sí para perder la simiente por amor a ella. Si no fuera diosa, de tal modo se hiciera fecunda con las manos ajenas, que no obligara a los hombres a hacerse estériles con las suyas propias.


CAPITULO XXV: Interpretación hallada por la ciencia de los sabios griegos sobre la mutilación de Atis.


No menciona a Atis ni busca explicación para él. En memoria de su amor se castraba el galo. Pero los griegos doctos y sabios no pudieron callar causa tan santa y esclarecida. El célebre filósofo Porfirio dice que Atis simboliza las flores, por el aspecto primaveral de la tierra, más bello que en las demás estaciones, y que está castrado, porque la flor cae antes que el fruto. Luego no compararon la flor al hombre mismo o a aquella semejanza de hombre llamado Atis, sino a las partes viriles. Estas, en vida de él, cayeron, mejor diría, no cayeron ni se las cogieron, pero sí se las desgarraron. Y, perdida aquella flor, no se siguió fruto alguno, sino la esterilidad. Qué significa este resto de él y qué lo que quedó en el emasculado? A qué hace referencia? Qué interpretación se da de ello? Por ventura sus esfuerzos impotentes e inútiles no hacen ver que debe creerse sobre el hombre mutilado lo que corrió la fama y se dio al público? Con razón soslayó. Varrón este punto y no quiso tocarlo porque no se ocultó a varón tan sabio.


CAPITULO XXVI: Torpeza de los misterios de la gran Madre.


Tampoco quiso decir nada Varrón, ni recuerdo haberlo leído en parte alguna, sobre los bardajes consagrados a la gran Madre, injuriosos para el pudor de uno y otro sexo. Aun hoy en día, con los cabellos perfumados, con color quebrado, miembros lánguidos y paso afeminado, andan pidiendo al pueblo por las calles y plazas de Cartago, y así pasan su vida torpemente. Faltó explicación, se ruborizó la razón, y la lengua guardó silencio. La grandeza, no de la divinidad, sino de la bellaquería de la gran Madre, superó a la de todos los dioses hijos. A este monstruo, ni la monstruosidad de Jano es comparable. Aquél tenía deformidad sólo en sus simulacros; ésta tiene en sus misterios deforme crueldad. Aquél tenía miembros añadidos en piedra; ésta los tiene perdidos en los hombres. Este descoco no es superado por tantos y tamaños estupros del propio Júpiter. Aquél, entre corruptelas femeninas, infamó el cielo con solo Ganímedes; ésta, con tantos bardajes de profesión y públicos, profanó la tierra e hizo injuria al cielo. Quizá podamos cotejar a ésta o anteponer a ella en este género de torpísima crueldad a Saturno, de quien se cuenta que castró a su padre. Pero, en los misterios de Saturno, a los hombres les fue hacedero morir a manos ajenos y no ser castrados por las propias. Devoró él a los hijos, según cantan los poetas. De ello los físicos dan la interpretación que quieren. La historia dice simplemente que los mató. Y si los cartagineses les sacrificaban sus hijos, es usanza que no admitieron los romanos. Sin embargo, esta gran Madre de los dioses introdujo en los templos romanos a los eunucos, y conservó esta cruel costumbre en la creencia de que ayudaba las fuerzas de los romanos extirpando la virilidad en los hombres. Qué son, comparados con este mal, los robos de Mercurio, la lascivia de Venus, los estupros y las torpezas de los demás, que citara tomándolo de los libros si no se cantaran y se representaran diariamente en los teatros? Qué son éstos comparados con la grandeza de tamaña bellaquería, sólo pertenencia de la gran Madre? Y esto con el agravante de decir que son ficciones de los poetas, como si los poetas fingieran también que son gratas y aceptas a los dioses. Demos por bueno que el que se canten o se escriba, sea audacia o petulancia de los poetas. Pero el que se añadan por mandato y extorsión de los dioses a las cosas divinas y a sus honras, qué es sino culpa de los dioses, mas aún, confesión de demonios y decepción de miserables? En todo caso, aquello de que la Madre de los dioses mereció culto por la consagración de los eunucos, no lo fingieron los poetas, sino que ellos prefirieron horrorizarse a versificarlo. Quién se ha de consagrar a estos dioses selectos para vivir después de la muerte felizmente, si, consagrado a ellos antes de morir, no puede vivir honestamente, sometido a tan feas supersticiones y rendido a tan inmundos demonios? Todo esto, dice, se refiere al mundo. Considere no sea más bien a lo inmundo. Qué no puede referirse al mundo de lo que se prueba que está en el mundo? Nosotros, empero, buscamos un espíritu que, enclavado en la religión verdadera, no adore al mundo como a su Dios, sino que alabe al mundo como a obra de Dios por Dios, y, purificado de las humanas sordideces, llegue limpió a Dios, Hacedor del mundo.


CAPITULO XXVII: De las ficciones y quimeras de los fisiólogos o naturales, que ni adoran al verdadero Dios, ni con el culto y veneración con que se le debe adorar.


Cuando considero las mismas fisiologías o exposiciones naturales con que los hombres doctos e ingeniosos procuran convertir las cosas humanas en divinas, advierto que no pudieron revocar o atribuir cosa alguna sino a obras temporales y terrenas y a la naturaleza corpórea que, aunque invisible, con todo es mudable, cuyo defecto no se halla en el verdadero Dios. Y si esto lo aplicaran a la religión con significaciones siquiera convenientes (aunque fuera lastimoso, porque con ellas no se daría noticia exacta, ni publicaría el nombre de Dios verdadero), con todo en alguna manera fuera tolerable, viendo que no se hacían ni se prescribían preceptos tan abominables y torpes; pero ahora, siendo como es una acción impía y detestable que el alma adore por verdadero Dios al cuerpo o alma, cuánto más nefando será tributar culto a estas sustancias, para que el cuerpo y el alma del que si las adora no alcance salud ni gloria humana? Por lo cuál, cuando se adora con templo, sacerdote y sacrificio algún elemento del mundo, o algún espíritu criado, aunque no sea inmundo y malo, no por eso es malo, porque son malas las ceremonias con que lo adoran, sino porque son tales que con ellas sólo se debe adorar a Aquel a quien se debe, tal culto y religión.
Y si alguno opinase que adora a un solo Dios verdadero, esto es, al creador de todas las almas y cuerpos con disparates y monstruosidades de imágenes, con sacrificios de homicidios, y con fiestas de juegos y espectáculos torpes y abominables, no por eso peca, por cuanto no debe adorarse al mismo que adora, sino porque tributa culto al que deben reverenciar, no como se debe venerar; y el que con semejantes obscenidades; esto es, con obras torpes y obscenas, adorare al verdadero Dios no peca precisamente porque no deba ser adorado aquel a quien adora, sino porque no le adora como debe; pero, en cambio, él, con tales torpezas, adora no al verdadero Dios, es decir, al autor del alma y del cuerpo, sino a la criatura (aunque no sea mala; ya ésta sea alma, ya sea cuerpo, ya sea juntamente alma y cuerpo), dos veces peca contra Dios; lo uno porque adora por Dios a lo que no es dios, y lo otro porque le adora con tales ritos con los que no se debe adorar ni a Dios ni a los que no es Dios; pero en qué términos, esto es, cuán torpemente hayan tributado adoración éstos a las mentidas deidades, fácil es conocerlo. Y qué hayan adorado, y a quienes, seria dificultoso indagarlo, si no dijeran sus historias cómo ofrecieron a sus dioses aquellos mismos holocaustos y ceremonias que confiesan por abominables y torpes; y así, quitados los rodeos, resulta que con toda esta teología civil, han convidado e introducido a los impíos demonios e inmundos espíritus en las necias y vistosas imágenes, y por ellos igualmente en los estúpidos corazones para que, los posean.


CAPITULO XXVIII: Que la doctrina que trae Varrón sobre la teología no es consecuente consigo misma.


Qué utilidad se sigue de que el docto e ingenioso Varrón procure, y no pueda, con una sutil y delicada doctrina reducir todos estos dioses al cielo y a la tierra? Sin duda se le van de las manos, se le deslizan, se le escapan y caen; porque habiendo de tratar de las hembras, esto es, de las diosas, dice: Cómo insinué en el primer libro de los lugares, donde hemos considerado dos principios y orígenes que traen los dioses del cielo y de la tierra, por lo que éstos unos se dicen celestes y otros terrestres, así como arriba principiamos por el cielo cuando tratamos de Jano, que unos dijeron era el cielo, otros el mundo, así, hablando de los hombres, empezaremos a escribir de la tierra. Bien advierto cuán penosa molestia es la que padece tal y tan elevado ingenio, dejándose arrastrar de una razón verosímil, mediante la cual sostiene que el cielo es el que hace, y la tierra la que padece; y por eso atribuye al uno la virtud masculina y a la otra la femenina, sin reflexionar que el que hizo hados a ambos es el que desempeña todas estas funciones con su virtud propia.
Conforme a esta exposición, interpreta en el libro precedente los famosos misterios de los Samotraces, diciendo: Declarará y escribirá algunas particularidades de que no tienen noticia ni aun los suyos, a quienes casi religiosamente promete enviárselas, porque insinúa allí que él ha deducido, por muchos indicios que ha visto en las estatuas, que una cosa significa el cielo, otra la tierra, otras los ejemplos o dechados de las cosas que Platón llamó ideas. Por el cielo quiere se entienda Júpiter, por la tierra Juno, por las ideas Minerva, estableciendo igualmente que el cielo es el que hace o el principal agente, la tierra de quien se forma la idea según la cual se hace. Sobre este particular no quiere decir, como afirmó Platón, que estas ideas tienen tanta virtud que el cielo, conforme a ellas, no sólo obró en la producción de otros seres, sino que fue hecho también el mismo cielo. Lo que digo es que este autor en el libro de los dioses selectos destruyó la razón relativa a los tres dioses con que había casi abarcado toda su idea, por cuanto al cielo atribuye los dioses masculinos, los femeninos a la tierra, entre los cuales puso a Minerva, a quien la había colocado anteriormente sobre el mismo cielo. Asimismo Neptuno, que es dios varón, reside en el mar, el cual pertenece más a la tierra que al cielo; finalmente, del padre Ditis, que en el lenguaje griego se llama Plutón, también varón, hermano de ambos, dicen es dios terrestre, que preside la parte superior de la tierra, y en la inferior tiene a su mujer, Proserpina. Acaso no es un medio extraordinario y ridículo el que usa para reducir los dioses al cielo y las diosas a la tierra? Qué tiene este discurso de sólido, qué de constante, de cordura, de resolución y certeza? En efecto: la Tellus o tierra es el principio y origen de las diosas, es a saber, la gran Madre con quien anda la turba de los espíritus abominables y torpes, los afeminados, bardajes castrados, los que se cortan y laceran los miembros, los que andan saltando y brincando alrededor de ella como dementes y atolondrados.
A qué viene decir que es cabeza de los dioses Jano, y de las diosas la tierra, si ni allá constituye una cabeza el error, ni acá la hace sana y cuerda el furor? Para qué procuran en vano reducir estas supuestas cualidades al mundo como si se pudiera adorar al mundo por verdadero dios O a la criatura por su creador? Si una verdad manifiesta los deja plenamente convencidos de que nada pueden sobre este punto, refieran solamente tales patrañas a los hombres muertos y a los malvados demonios, y no habrá más pleitos.


CAPITULO XXIX: Que todo lo que los fisiólogos y filósofos naturales refieren al mundo y a sus partes lo debían referir a un solo Dios verdadero.


Porque todo cuanto estos escritores insinúan de tales deidades, como fundados en razones físicas y naturales, lo refieren al mundo: seguramente que sin escrúpulo de sentir sacrílegamente lo podemos atribuir con más justa razón al verdadero Dios, que hizo el mundo y es el Criador de todas las almas y cuerpos, y se puede advertir mediante este raciocinio. Nosotros adoramos a Dios, no al cielo ni a la tierra, de los cuales consta este mundo, ni alma ni a las almas que se hallan repartidas entré todos y cualesquiera vivientes, sino a Dios, que hizo el cielo y la tierra y todo cuanto hay en ellos, el cual creó todas las almas, así las que viven y carecen de sentido y de razón, como las que sienten y usan también de la razón


CAPITULO XXX: Cómo se distingue el criador de la criatura para que no se adoren por uno tantos dioses cuantas son las obras de un mismo autor.


Empezando a discurrir ya por los efectos, o por las obras admirables de Dios, que es uno solo y verdadero, por respeto de las cuales, mientras procuran éstos, como con cierta honestidad, interpretar ritos torpes y abominables, vienen a multiplicar y a establecer muchos dioses, y todos falsos; nosotros adoramos a aquel Dios que a las naturalezas que crió las dio los principios y fines de su sustancia y movimiento; a Aquel que tiene en su mano, conoce y dispone las causas de las cosas; a Aquel que crió la virtud de las semillas, formó el alma racional para que le sirviese a sus inescrutables designios; les dio el uso y facultad de hablar; repartió a los espíritus que fue su voluntad el singular don de vaticinar lo venidero, y por medio de quienes quiera las dice, y por medio de las personas que son de su agrado destierra las enfermedades; a Aquel que preside también riguroso cuando conviene castigar y corregir el linaje humano, en los principios, progresos y fines de las mismas guerras; a Aquel que no sólo crió, sino que también gobierna el vehemente y violento fuego de este mundo conforme al temperamento de la inmensa naturaleza: que es criador y gobernador de todas las aguas: que hizo el sol, astro el más resplandeciente de todas las luces corpóreas que se ven en el hemisferio, comunicándole virtud y movimiento conforme a su esfera; que hasta a los mismos condenados al infierno no niega su dominio y potestad; que sustituye y concede a las cosas mortales y caducas sus simientes, alimentos, así secos como líquidos; que fundó la tierra y la fecunda; que reparte sus frutos a las bestias y a los hombres; que conoce y ordena las causas, no sólo principales, sino también las subsiguientes o accesorias; que dio a la luna su curso y movimiento; que suministra con las mutaciones de los lugares los caminos por el cielo y por la tierra; que a los entendimientos humanos que crió les concedió también para el auxilio y alivio de su vida y naturaleza una noticia exacta y conocimientos de varias ciencias y artes; que a las sociedades y familias de los hombres concedió para los usos ordinarios e indispensables el beneficio del fuego de la tierra, de que se pudiesen servir en los hogares y en las luces. Estos son, en efecto, los cargos que el ingenioso y erudito Varrón, fundado en ciertas interpretaciones físicas y naturales, o tomadas de otro, o halladas por su propia conjetura, anduvo indeciso y confuso para distribuirlos y repartirlos entre los dioses escogidos.
Y estas admirables obras son las que hace y en las que entiende Aquel que es un solo Dios verdadero; aunque este mismo Dios, así como está dondequiera, todo, sin estar encerrado en ningún lugar, ni atado o ceñido a una sola cosa, sin ser divisible en partes y de ninguna parte mudable, llena el cielo y la tierra con su presente omnipotencia. Y así, sin estar ausente su naturaleza, también administra todo lo que crió con tan particular sabiduría, que a cada cosa la deja ejercer libremente y ejecutar sus acciones propias; porque aun cuando no puede haber cosa alguna sin él, no obstante ninguna es lo que él. Hace también muchas cosas por medio de los ángeles; pero si no es consigo propio, no hace felices a los ángeles; por lo mismo, aunque por algunas causas ocultas envía ángeles a los hombres, con todo, no hace felices a los hombres con los ángeles, sino consigo propio, como a los ángeles. De este solo y verdadero Dios esperamos nosotros la vida eterna.


CAPITULO XXXI: De qué beneficios de Dios gozan propiamente los que siguen la verdad, además de los que a todos comunica la divina liberalidad.


Por cuanto nosotros, además de estos beneficios comunes, que por medio de esta recta administración y gobierno del mundo, distribuye este gran Dios a los buenos y a los malos, tenemos de su Divina Majestad un indicio seguro y propio de los justos, del grande amor que nos profesa; aunque no podamos darle las debidas gracias por el ser que tenemos, de que vivimos, de que vemos el cielo y la tierra, de que tenemos entendimiento y razón, con que podemos buscar a este mismo que crió todas las cosas, debemos, sin embargo, corresponderle agradecidos, observando exactamente su santa ley; pero de que estando nosotros cargados y sumergidos en horribles pecados, sin dedicarnos, como debiéramos, a la contemplación de su luz, ciegos de amor y afición a las tinieblas, esto es, al pecado, no nos haya desamparado y dejado del todo, antes más bien nos haya enviado a su Unigénito, para que haciéndose hombre por nosotros y padeciendo afrentosa muerte conociésemos cuánto estima Dios al hombre; nos purificásemos con aquel incruento sacrificio de todas nuestras culpas e infundiendo con su espíritu en nuestros corazones su inefable amor, superadas todas las dificultades, viniesen a conseguir el descanso eterno y a gozar de la inmensa dulzura de su contemplación y visión beatífica. Qué corazones, qué lenguas pretenderán ser bastantes para darle las debidas gracias?


CAPITULO XXXII: Que el misterio de la redención de Jesucristo nunca faltó en los siglos pasados, y que siempre se predicó y manifestó con diversas figuras y significaciones.


Este misterio de la vida eterna viene de atrás, y ya desde el principio de la creación del hombre se predicó por ministerio de los ángeles, a quienes convenía, por medio de ciertas señales y ritos acomodados, a aquellos tiempos. Después se juntó el pueblo hebreo bajo una cierta forma de República que prefiguró este oculto sacramento, donde parte por algunos que lo entendían y parte por otros que eran incapaces de comprenderlo, se anunció todo cuanto por la venida de Cristo hasta ahora ha sucedido y en adelante ha de suceder. Después se derramó esta nación entre los gentiles, mediante el incontrastable testimonio de las escrituras, donde estaba profetizada la salud eterna por medio de Jesucristo.
Porque no sólo las profecías que en el sagrado texto se escriben, ni tampoco solamente los preceptos que conforman la vida y la piedad, y se expresan en aquellos libros, sino también los sacramentos, los sacerdotes, el Tabernáculo o templo, los altares, los sacrificios, las ceremonias, los días festivos y todo lo demás perteneciente al culto que se debe a Dios, que en griego, propiamente, se llama latría, nos significaron y anunciaron todo aquello que para la vida eterna de los fieles creemos que se ha cumplido en Cristo, vemos que se cumple y esperamos que se ha de cumplir.


CAPITULO XXXIII: Que sólo por medio de la Religión cristiana se pudo descubrir el engaño de los malignos espíritus que gustan del error en los hombres.


Por esta religión, verdadera y única, se pudo descubrir que los dioses de los gentiles eran sumamente impuros y unos obscenos demonios, que con ocasión de algunas personas difuntas, y so color de las criaturas humanas, procuraron los tuviesen por dioses, gustando con detestable y abominable soberbia de los honores casi divinos, que no eran otra cosa que un complejo de acciones criminales y nefandas, envidiando a los hombres la conversión a su verdadero Dios. De cuyo cruel e impío poder y dominio se libró el hombre, creyendo sinceramente en Aquel que para levantarnos nos dio un ejemplo de humildad tan especial, cuanto fue mayor la soberbia por la que ellos cayeron destronados.
Del número de éstos son no sólo aquellos de quienes hemos ya referido varias particularidades y otras semejantes que han infestado las demás naciones y provincias, sino también de que ahora tratamos, como escogidos para componer el Senado de los dioses, y a la verdad elegidos por la grandeza y publicidad de sus culpas no por la dignidad y méritos de sus virtudes, cuyos misterios, procurando Varrón reducirlos a razones naturales, buscando cómo dar un color honesto a las acciones torpes, no acaba de hallar cosa que le cuadre ni convenga, porque las causas que imagina, o, por mejor decir, quiere que se imaginen, no son causas de aquellos sacramentos. Porque si lo fuesen, no sólo éstas, sino también otras cualesquiera de esta especie, aunque no perteneciesen al verdadero Dios y a la vida eterna, que es la que en religión se debe buscar únicamente, con todo, dando cualquiera razón de la naturaleza de las cosas, mitigarían algún tanto la ofensa y escándalo que había causado su imponderable torpeza y desvarío, no entendido en la celebración de sus sacramentos, como lo procuró hacer el mismo Varrón en algunas fábulas teatrales o en los misterios de los templos, donde no con la semejanza de os templos dio por buenos los teatros, sino antes con la semejanza de los teatros condenó los templos; sin embargo, como quiera procuró aplacar el sentido ofendido y escandalizado con las obscenidades que le causaban horror, dando la razón a las causas naturales.


CAPITULO XXXIV: De los libros de Numa Pompilio, los cuales mandó quemar el Senado por que no se publicasen las causas que en ellos se contenían de los ritos.


Con todo, por el contrario, descubrimos (como el mismo docto autor lo escribe, citando los libros de Numa Pompilio), que no se pudieron tolerar de ningún modo las causas que allí se dan de los misterios de sus dioses, y no sólo las tuvieron por dignas de que, leyéndolas, viniesen a noticia de personas religiosas, pero ni aun quisieron que escritas se guardasen en el archivo de las tinieblas; por lo mismo quiero ya decir lo que prometí explicar en su propio lugar, en el libro III de esta obra. Porque, según refiere el mismo Varrón en el libro del culto de los dioses: Cierto hombre, llamado Terencio, poseía una heredad en el Janículo, y un quintero suyo, arando con sus bueyes junto a la sepultura de Numa Pompilio, extrajo con el arado, debajo de la tierra, los libros donde estaban escritas las causas de los ritos que había instituido este monarca; y trayéndolos a la ciudad los entregó al Pretor, el cual, leyendo los títulos, pareciéndole asunto de importancia, los remitió al Senado, donde habiéndose leído algunas causas principales porque cada rito se había establecido en la religión, el Senado siguió el parecer del muerto Numa, y, como buenos religiosos, los senadores decretaron que el Pretor mandase quemar aquellos libros. Crea cada uno lo que él imagina, o, por mejor decir, cualquier famoso defensor de tan grande impiedad diga lo que le impele a decir su furiosa obstinación. A mí me basta advertir que las causas de los ritos que escribió el rey Pompilio, fundador de los misterios y religión de los romanos, fueron tales, que no convino tuviesen noticia de ellas ni el pueblo, ni el Senado ni aun los mismos sacerdotes, como también que el mismo Numa Pompilio, con curiosidad ilícita Y supersticiosa, llegó a saber y penetrar aquellos secretos de los demonios, los cuales, aunque los escribió para avisarse a sí mismo con su lectura, sin embargo, con ser rey que a nadie temía, ni se atrevió a enseñarlos a sus vasallos, ni a destruirlos borrándolos o consumiéndolos del todo; de suerte que lo que quiso que ninguno lo supiese por no instruir a los hombres en máximas obscenas y nefandas, y lo que temió violar por no provocar contra sí la ira de los dioses, lo enterró y sepultó donde le pareció más seguro, no creyendo que podía llegar el arado a su sepultura; pero temiendo el Senado condenar la religión de sus antepasados, y hallándose por esto forzado a seguir el parecer de Numa, con todo, reputó aquellos libros por tan perniciosos, que no quiso mandar se volviesen a enterrar (porque la curiosidad humana no diese con más vehemencia en buscar lo que ya se había divulgado), sino que las llamas consumiesen tan abominables memorias, pareciéndole era ya necesario celebrar aquellos ritos, tuvo por más tolerable el error, todas las veces que se ignorasen sus causas, que no el permitir se supiese públicamente, lo cual era exponerse a que se alborotase y turbase la ciudad.


CAPITULO XXXV: De la hidromancia con que anduvo engañado Numa, viendo algunas imágenes de los demonios.


Por cuanto aun al mismo Numa (como no tuvo ningún profeta de Dios, ningún ángel santo que le ilustrase) le fue preciso usar de la hidromancia para poder ver en el agua las imágenes de los dioses, o, por mejor decir, los engaños de los demonios, y así le instruyesen en lo que debía ordenar y observar acerca de la religión.
Este modo de adivinar, dice el mismo Varrón, que vino de Persia, del cual usó Numa, y después el filósofo Pitágoras, donde no sin intervención de sangre dice que se hacen sus preguntas a las sombras infernales, y añade que en griego se llama Necromancia; la cual, ya se llame hidromancia o necromancia, es lo mismo que adonde aparecen, o parece que adivinan los muertos. Con qué arte se ejecute, examinen lo ellos; porque no intento indicar que estas artes, aun antes de la venida de nuestro Salvador, entre los mismos gentiles se solían prohibir con leyes rigurosas y castigarlas con severísimas penas. No quiero, digo, indicarlo, porque acaso entonces se permitían y eran lícitas semejantes especulaciones; pero es indudable que con estas artes aprendió Pompilio aquellos ritos de la religión, cuyo ejercicio divulgó y cuyas causas enterró; por eso se receló él mismo de lo que aprendió, y el Senado quemó los libros en que se contenían estas necedades; en esta inteligencia, para qué Varrón me quiere alegar no sé qué otras causas, al parecer físicas de aquellos ritos; que si los insinuados libros se hallaran, sin duda no los quemaran; ni acaso estos que escribió y dedicó Varrón al pontífice Cayo César y dio a luz tampoco los quemaran los senadores si realmente las contuvieran? Así que, por haber descubierto Numa Pompilio el agua con que hacía la hidromancia, por eso se dice que tuvo por mujer a la ninfa Egeria, como se declara en el libro de Varrón arriba citado.
De este modo, la verdad de las cosas, mezclándola con mentiras se suele convertir en fábulas. En aquella hidromancia, aquél curiosísimo rey romano aprendió los ritos que habían de conservar, los pontífices en sus libros y a las causas de ellos, las cuales, a excepción de él, quiso que ninguno las supiese; y, así, habiéndolas escrito separadamente, hizo en cierto modo que muriesen y acabasen consigo, cuando procuró desterrarlas del conocimiento de los hombres y sepultarlas. En dichos libros, o había tan abominables y perjudiciales máximas de que gustaban los demonios (que por ellas se advertía cómo toda la teología civil era maldita, aun en sentir de los que en los mismos misterios habían recibido tantas nociones vergonzosas y abominables), o se descubría que no era otra cosa que hombres muertos todos aquellos que casi todas las naciones, por una dilatada serie de siglos, habían creído eran dioses inmortales, supuesto que se complacían igualmente de semejantes ritos los mismos demonios, que con la vana apariencia de falsos portentos se suponían y entrometían allí para que los adorasen por los mismos muertos a quienes ellos habían procurado fuesen reputados por dioses.
Pero, por oculta providencia del verdadero Dios, sucedió que, estando en gracia y reconciliados con su amigo Pompilio, por medio de aquellas artes con que se pudo ejercer la hidromancia, se les permitiese que le confesasen con claridad todas, aquellas patrañas, y, con todo, no se les permitió le advirtiesen que cuando muriese procurase antes quemarlas que enterrarlas, pues para que no se supiese no pudieron ni impedir al arado que las extrajo afuera, ni la pluma de Varrón, por cuyo medio llegó hasta nuestros tiempos la noticia circunstanciada de cuánto pasó sobre este asunto; siendo, como es, sabido que no pueden ejecutar lo que no se les permite, sin embargo, se les permite en muchas ocasiones, por alto y justo juicio del sumo Dios, por los pecados de aquellos respecto de quienes es conveniente que solamente los aflijan o también los sujeten y engañen; y cuán pernicioso y ajeno del culto del verdadero Dios pareció lo que se contenía en aquellos libros, se puede inferir de la providencia del Senado, que más quiso quemar lo que Pompilio había escondido que temer lo que temió él mismo, que no pudo atreverse a practicar una acción tan generosa. El que no desea tener en la vida futura vida feliz, ni en la presente una verdaderamente piadosa y religiosa, con tales misterios busque la muerte eterna; pero el que no quiere tener comunicación con los malignos demonios, no tema la perniciosa superstición con que son adorados, sino reconozca la verdadera religión con que se descubren y vencen.


LIBRO OCTAVO: DIOSES DE LA TEOLOGÍA NATURAL DE VARRÓN.


CAPITULO PRIMERO: Sobre la cuestión de la teología natural, y que ésta se ha de averiguar con los filósofos más excelentes y sabios.


Ahora es preciso procedamos con mas circunspección y escrupulosidad que en la resolución y explicación de las cuestiones tratadas en los libros anteriores; pues hemos de hablar de la teología natural no con cualquiera especie de personas (porque no es novelesca ni civil, esto es, teatral o urbana, que la una alaba las culpas de los dioses y la otra descubre sus apetitos más abominables, y, por consiguiente, deseos de espíritus malignos antes que de dioses), sino con filósofos, cuyo nombre en latín significa amantes de la sabiduría,. y si la verdadera sabiduría es Dios, que crió todas las cosas conforme a lo que le enseñó la autoridad divina y la misma verdad, el verdadero filósofo es el que ama a Dios; mas no hallándose la Filosofía en todos los que se precian de este glorioso dictado (porque no son ciertamente amadores de la verdadera sabiduría todos los que se llaman filósofos), necesitamos escoger entre todos aquellos de cuyas opiniones hemos podido tener noticia por la lectura de los libros, con quienes muy al caso podamos tratar de esta materia; porque no pretendo en esta obra refutar todas las opiniones vanas de todos los filósofos, sino solamente las que se refieren a la Teología (expresión griega que sabemos significa los conocimientos que tenemos de Dios), y éstos no los de todos, sino únicamente los de aquellos que, aunque conceden que hay Dios, y que cuida y vigila sobre las cosas humanas, con todo, imaginan que no es suficiente el culto y religión de un solo Dios inmutable para conseguir una vida bienaventurada más allá de la muerte, sino que a este efecto Aquel que es uno crió e instituyó muchos para que los adorásemos. Estos ya dejan muy atrás la opinión de Varrón y se aproximan más a la verdad; porque él solo pudo abarcar en su teología natural el mudo o su alma; pero éstos sobre toda la naturaleza del alma confiesan que hay Dios, que hizo no sólo este mundo visible, que ordinariamente se comprende bajo el nombre de cielo y tierra, sino también todas cuantas almas hay, y que a la racional e intelectual, cuál es el alma del hombre, con la participación y comunicación de su luz inmutable e incorpórea, la hace bienaventurada y dichosa, y ninguno que haya leído este punto con alguna reflexión ignora que estos filósofos son los que llamamos platónicos, derivando su nombre del de su maestro Platón.


CAPITULO II: De dos géneros de filósofos, esto es, del itálico y jónico, y de sus autores..


De Platón, brevemente tocaré lo que me pareciese necesario para la presente cuestión, refiriendo primero los que en la profesión de las mismas letras le precedieron. Por lo que se refiere a la literatura griega, que es el idioma que se tiene por mas ilustre entre los demás de los gentiles, de dos sectas de filósofos se hace en ella mención. La una, llamada itálica, por aquella parte de Italia que antiguamente se llamó Magna Grecia. La otra, jónica, en las tierras que ahora se llaman Grecia. La itálica tuvo por su autor y corifeo a Pitágoras Samio, de quien, según es fama, tuvo principio el, nombre de Filosofía, porque llamándose antes sabios los que en algún modo parecía que se aventajaban a los otros con el buen ejemplo de su vida, preguntado éste qué facultad era la que profesaba, respondió que era filósofo, esto es, estudioso y aficionado a la sabiduría, pues el manifestarse por sabio parecía acción muy arrogante y altanera El príncipe y jefe de la secta jónica fue Thales Milesio, uno de aquellos siete que llamaron sabios. Los seis se diferenciaban y distinguían entre sí en la forma de su profesión y en ciertos preceptos acomodados para vivir bien; pero Thales fue tan excelente y aventajado, que habiendo inquirido y examinado menudamente la naturaleza y puesto por escrito sus disputas, dejó sucesores de su doctrina, y fue admirable, especialmente porque habiendo comprendido el movimiento de los astros, llegó a saber pronosticar los eclipses del Sol y de la Luna. Sin embargo, creyó que el agua era principio de todas las cosas, y que de ella recibían su existencia todos los elementos del mundo, y el mismo mundo y cuanto en él nace, no atribuyendo a la mente divina nada de esta obra que, observada la estructura del mundo, aparece tan admirable. A éste sucedió Anaximandro, su discípulo, y mudó de opinión en cuanto a la naturaleza de las cosas, porque le pareció que no nacían, o se producían, cómo defendía Thales, del agua, sino que cada cosa debía su origen a sus peculiares principios; los cuales sostuvo que eran infinitos y que engendraban infinitos mundos y todo cuanto en ellos nacía, y que estos mundos unas veces se disolvían y otras renacían tanto cuanto cada uno pudo durar en su tiempo, sin atribuir tampoco en estas obras del Universo algún poder o influencia a la mente divina. Este dejó a Anaxímenes por su discípulo y sucesor, quien atribuyó todas las cosas naturales al aire infinito; no negó los dioses ni los pasó en silencio, mas no creyó que ellos hubiesen criado el aire, sino que del aire nacieron ellos. Anaxágoras, discípulo de éste, fue de dictamen que la mente divina era la que hacía todas las cosas que vemos, y dijo que todas las cosas, según sus tamaños y especies propias, se hacían de la materia infinita, que consta de partes semejantes u homogénea pero todas por mano de la mente divina. Asimismo Diógenes, otro discípulo de Anaxímenes, enseñó que el aire era la materia de todas las cosas, de la cual se hacían y formaban; pero que al mismo tiempo participaba de la mente divina, sin la cual nada se podía hacer de él. Sucedió a Anaxágoras su discípulo Arquelao, quien igualmente opinó que de tal modo constaban todas las cosas de aquellas partículas entre sí semejantes u homogéneas de que formaban, que aseguraba tenían también mente, la cual, uniendo o disolviendo los cuerpos eternos, esto es, aquellas partículas, hacía todas las cosas. Discípulo de éste dicen que fue Sócrates, maestro de Platón, por quien hemos referido brevemente todo lo dicho.


CAPITULO III: De la doctrina de Sócrates.


Escriben algunos que Sócrates fue el primero que acomodó y dirigió toda la Filosofía al loable objeto de corregir y arreglar las costumbres, habiendo empleado sus penosas tareas literarias los filósofos que le precedieron precisamente en el estudio y contemplación de las cosas físicas, esto es, naturales, dejando a un lado la de las morales, tan interesantes como necesarias al bien de la sociedad; pero no me parece fácil averiguar si Sócrates adoptó este medio por estar íntimamente penetrado y enfadado de la oscuridad e incertidumbre de las cosas, y por este motivo se aplicó a estudiar algún objeto claro y cierto que fuese necesario para la consecución de la vida eterna y feliz, por sola la cual parece se desveló y trabajó con más industria que todos los filósofos, o, como algunos sospechan, pensando más benignamente de él, no quería que ánimos contaminados por los apetitos y desórdenes terrenos presumiesen extenderse a las cosas divinas. Pues advertía que andaban solícitos inquiriendo las causas de las cosas, y como las primeras y principales entendía que no dependían sino de la voluntad de un solo Dios verdadero, le parecía que no se podían comprender sino con ánimo puro y sencillo, y por eso se debía trabajar en purificar la vida con buenas costumbres, para que, descargado y libre el ánimo de los apetitos que le oprimían, con su vigor natural se elevase a la contemplación de las cosas eternas, y con la limpieza y pureza de la inteligencia pudiese ver la naturaleza de la luz incorpórea e inmutable, adonde con firme estabilidad viven las causas de todas las naturalezas criadas. Sin embargo, consta que con la admirable gracia y agudísimo donaire que tenía en disputar, aun en las mismas cuestiones morales, a las que parecía había aplicado todo su entendimiento, notó y dio la vaya a los necios e ignorantes que presumen saber mucho, confesando su ignorancia o disimulando su ciencia. Por lo cual, habiéndose ganado enemigos que le imputaron calumniosamente una fea criminalidad, fue condenado y muerto, aunque después la misma ciudad de Atenas, que públicamente le había condenado, públicamente le lloró, revolviendo la indignación del pueblo contra los dos sujetos que le acusaron, de forma que el uno pereció a manos del furioso pueblo, y el otro se, libertó de igual infortunio desterrándose voluntariamente para siempre. Sócrates, pues, tan famoso e insigne en vida y muerte, dejó muchos discípulos que siguieron su doctrina, cuyo estudio principalmente se ocupó en las controversias y doctrinas morales, donde se trata del sumo bien, sin el cual el hombre no puede ser dichoso ni bienaventurado. Mas como este bien no le hallasen clara y evidentemente en los escritos y disputas de Sócrates, pues afirma por una parte lo que destruye por otra, tomaron de allí lo que cada uno quiso y colocaron el fin del sumo bien donde a cada uno le pareció o con el objeto que más le agradó. Llaman fin del bien aquel que, alcanzando, hace al que lo posee bienaventurado y feliz, y fueron tan diversos los pareceres y opiniones que tuvieron los socráticos acerca de este último fin (apenas se puede creer que pudiese haber tantos entre discípulos de un mismo maestro), que algunos dijeron que el deleite era el sumo bien, como Aristipo; otros, que la virtud, como Antístenes, y de esta manera otros muchos tuvieron otras y diferentes opiniones, que seria cosa larga referirlas todas.


CAPITULO IV: De Platón, que fue el principal entre los discípulos de Sócrates, y dividió toda la Filosofía en tres partes.


Entre los discípulos de Sócrates, no sin justa razón floreció con nombre y gloria tan excelente Platón, que oscureció la de todos los demás. Ateniense de sangre y de familia ilustre, aventajando con su maravilloso ingenio a todos sus condiscípulos, con todo, desestimando su caudal y pareciéndole que ni éste ni la doctrina de Sócrates era bastante para llegar a perfeccionarse en el estudio de la Filosofía, dio en peregrinar por cuantos países le fue posible, acudiendo a todas partes donde le convidaba la fama de que podía aprender a instruirse en alguna ciencia útil y singular. Así aprendió en Egipto toda la literatura que allí se apreciaba como grande y se enseñaba, de donde, navegando hacia las regiones de Italia, en la que era célebre y famoso el nombre de los pitagóricos, comprendió fácilmente todo lo que entonces florecía de la Filosofía itálica, oyendo a los demás eminentes doctores que había entre ellos. Amando como amaba sobre todos a su maestro Sócrates, le introduce casi en todos sus diálogos, haciéndole autor, y que diga aun lo mismo que Platón había aprendido de otros, o lo que él, con cuanta inteligencia pudo, había conseguido, mezclándolo todo y sazonándolo con la sal, donaire y disputas de su maestro. Así pues, consistiendo el estudio de la Sabiduría en la acción y contemplación, de modo que una parte puede llamarse activa y la otra contemplativa (la activa concerniente al modo de pasar la vida, esto es, de arreglar las costumbres, y la contemplativa, a la meditación de las causas naturales y contemplación de la verdad sincera), de Sócrates dicen que se señaló en la activa, y de Pitágoras que se dedicó más a la contemplación, empleando en ella todo cuanto pudo las fuerzas de su entendimiento, y por eso elogian a Platón, porque, abrazando y uniendo lo uno en lo otro, puso en su perfección la Filosofía, la que distribuye en tres partes. La primera es la moral, la cual principalmente consiste en la acción; la segunda es la natural, que se ocupa en la contemplación; la tercera es la racional, que distingue lo verdadero de lo falso, la cual, aunque sea necesaria para la una y para la otra, esto es para la acción y contemplación, sin embargo, a la contemplación es a quien principalmente toca averiguar y descubrir la verdad. Por eso esta división tripartita no es contraria a la división según la cual toda la sabiduría consiste en la acción y contemplación. Pero qué sintió Platón de estas cosas o de cada una de ellas, esto es, dónde entendió o creyó que estaba el fin de todas las acciones? Dónde la causa de todas las naturalezas? Dónde la luz de todas las razones? Imagino que sería asunto largo el declararlo, y que no es bueno tampoco afirmarlo temerariamente. Porque, como procura guardar el estilo conocido de disimular lo que sabe o lo que siente, propio de su maestro Sócrates, a quien introduce en sus libros disputando, y a él le agradó igualmente este estilo, sucede que aun en asuntos graves tampoco se puedan echar de ver fácilmente las opiniones del mismo Platón. Mas de lo que se lee en sus escritos, o de lo que dijo, o de lo que refiere que otros pensaron y a él le agradó, importan que refiramos algunas particularidades y las pongamos en esta obra, ya sean en favor de la verdadera religión, que es la que profesa y defiende nuestra fe, o ya parezca que le son contrarias por lo tocante a la cuestión de un solo Dios y de muchos, el cual nos afirma y enseña que se debe adorar la doctrina de la religión católica, por la vida que después de la muerte ha de ser verdaderamente bienaventurada. Acaso los que se celebran y tienen fama que con más agudeza y verdad entendieron y siguieron a Platón como al más famoso y excelente entre los demás filósofos gentiles, acerca de Dios sienten y opinan claramente que en él se halla la causa de la humana subsistencia, la razón de la inteligencia y el orden de la vida; cuyos atributos es sabido pertenecen, el uno, a la parte natural; el segundo, a la racional, y el tercero, a la moral. Pues si el hombre fue criado tal, como por la cualidad que en él es la más excelente de todas, y le hace superior a todos los entes, alcance lo que excede a cuantas dichas y felicidades pueden conseguirse; esto es, el conocimiento y visión beatífica de un solo Dios verdadero, sumamente bueno, justo y omnipotente, sin el cual no hay naturaleza que pueda subsistir por sí, ni doctrina que nos alumbre, ni costumbre que nos convenga, búsquese, pues, a este gran Dios en quien tendremos nuestra felicidad segura, sígase a este mismo en quien todos lo tenemos cierto, y ámese de corazón a éste, en quien todo lo tendremos bueno.


CAPITULO V: Que de la teología se debe disputar principalmente con los platónicos, cuya opinión se debe preferir a los dogmas y sectas de todos los filósofos.


Si, pues, Platón dijo que el sabio era el verdadero imitador, conocedor y amador de este gran Dios, con cuya participación es feliz y bienaventurado, qué necesidad hay de examinar los demás filósofos, si ninguno de ellos se aproximó tanto a nosotros como los platónicos? Seguramente debe ceder a éstos no sólo la teología fabulosa, que con los crímenes de los dioses divierte y deleita a los impíos, e igualmente la civil, en la cual los impuros y obscenos demonios, con el dictado pomposo de dioses, seduciendo con engaños a los hombres entregados a los placeres de la tierra, quisieron tener los errores humanos por sus honores divinos, y para que viesen ocularmente en los juegos sus abominables culpas, tuvieron a sus falsos adoradores por ecónomos y directores de sus vanidades, pues por medio de ellos despertaban y excitaban con aquella profesión soez e inmunda a otros menos cantos a ejercer su culto y devoción, y de los mismos espectadores tomaban y establecían para sí otros juegos más deleitables. Así que si se ejecuta alguna acción en sus templos que tenga visos de honesta, se lustra y mancilla mezclándose con la torpeza y profanidad de los teatros, y todas las obscenidades que se ejecutan en las escenas son loables comparada con ellas la deshonestidad y torpeza de los templos. Ceda también a estos filósofos todo cuanto Varrón interpretó sobre estos misterios, acomodándolos al cielo y a la tierra, a las semillas y producción de cosas mortales y corruptibles, pues ni se significan con aquellos vanos ritos las cosas que él pretende insinuar y dar a entender, por lo cual la verdad no va asociada del mismo influjo que él supone, ni aun cuando lo manifestara realmente; sin embargo, el alma racional no debía adorar como a su Dios a objetos que en el orden natural le son inferiores, ni había de tener y preferir como deidades a unos entes inanimados, sobre quienes el verdadero Dios la prefirió y antepuso Cédales asimismo toda la doctrina concerniente a este punto, que Numa Pompilio procuró esconder, sepultándola consigo mismo, y descubriéndola el arado la mandó quemar el Senado. En este género podemos incluir igualmente, sólo por sentir con humanidad y rectitud de la conducta de Numa, todo cuanto escribe Alejandro de Macedonia a su madre, que le descubrió y confió León, gran sacerdote y ministro de los divinos misterios de los egipcios, en cuyo escrito no sólo Pico y Fauno, Eneas y Rómulo, y aun Hércules, Esculapio y Baco, hijo de Semele, los hermanos Tindaridas y otros mortales se tienen y están comprendidos en el catálogo de los dioses, sino también los mismos dioses principales que designaron sus antepasados, a quienes sin nombrar parece que los apunta Cicerón en sus Cuestiones Tusculanas, Júpiter, Juno, Saturno, Vulcano, Vesta y otros muchos que procura Varrón referir a las partes y elementos del mundo, de quienes se hace ver sin la menor ambigüedad que fueron hombres. Porque temiendo este insigne sacerdote un severo castigo por haber revelado los misterios, suplica a Alejandro que luego que haya escrito y dado noticia a su madre de lo contenido mande quemar su carta. No sólo, pues, cuanto contienen estas dos teologías, es a saber, la fabulosa y la civil, debe ceder a los filósofos platónicos, que confesaron que el Dios verdadero era el autor de todas las causas, el ilustrador de la verdad y el dador de la bienaventuranza, sino que también deben ceder a los ínclitos varones que tuvieron una noticia exacta de un Dios tan grande tan justo, esto es, a todos los otros filósofos que, gobernados por una razón recta y atendiendo sólo a las cualidades del cuerpo, creyeron que los principios de la Naturaleza eran corporales, así como Thales imaginó que era el agua; Anaxímenes, el aire; los estoicos, el fuego; Epicuro, los átomos, esto es, unos menudos corpúsculos que ni pueden dividirse ni sentirse, y otros varios que no es necesario nos detengamos a referir, quienes sostuvieron que los cuerpos, o simples o compuestos, vivientes o no vivientes, pero en realidad cuerpos, eran la causa y principio de las cosas. Pues algunos de ellos, como fueron los epicúreos, creyeron que de las cosas no vivas podían engendrarlas las vivas, y de los vivientes, formarse los vivientes y no vivientes, auque, en efecto, confesaban que de lo corpóreo se hacían cosas corpóreas. Los estoicos creyeron que el fuego, que es uno de los cuatro elementos de que consta este mundo visible, era el viviente, el sabio, el hacedor del mismo mundo y todo cuanto hay en él, y que este mismo fuego era Dios. Estos y todos sus semejantes sólo pudieron imaginar las patrañas que les pintaron confusamente sus limitados entendimientos, sujetos a los sentidos de la carne. Porque en si tenían lo que no veían, y dentro de sí imaginaban lo que fuera habían visto, aun cuando no lo veían, sino sólo lo imaginaban. Y esto, delante de tal pensamiento, ya no es cuerpo, sino semejanza de cuerpo. Aquella representación con que se observa en el ánimo esta semejanza del cuerpo, ni es cuerpo ni semejanza de él, y aquello con que se ve y se juzga si esta representación es hermosa o fea, sin duda es mejor que lo mismo que se juzga. Este es el espíritu del hombre y la naturaleza del alma racional, la cual, en efecto, no es cuerpo, supuesto que la representación del cuerpo, cuando se ve y se juzga en el ánimo del que imagina y piensa, tampoco es cuerpo. Luego no es ni tierra, ni agua, ni aire, ni fuego, de cuyos cuatro cuerpos, que llamamos cuatro elementos, vemos que está compuesto este mundo corpóreo. Y si nuestro espíritu no es cuerpo, cómo Dios, que es criador de este espíritu, es cuerpo? Cedan, pues, también estos filósofos, como hemos dicho, a los platónicos, y cédanles asimismo aquellos que, aunque no se atrevieron a decir que Dios era cuerpo, sin embargo, creyeron que nuestro espíritu era de la misma naturaleza que él; tan poco poderosa fue a excitarlos y desengañarlos la mutabilidad tan palpable de nuestro espíritu, que el intentar atribuirla a la naturaleza divina sería impiedad abominable. Pero añade que con el cuerpo se muda y altera la naturaleza del alma, aunque por su esencia es inmutable. Con más razón debieran entonces decir que la carne se hiere con algún cuerpo, y que, sin embargo, por sí misma es incapaz de ser herida. Lo cierto es que lo que es inmutable con ninguna cosa se puede cambiar, y lo que con el cuerpo puede mudarse con algo se puede mudar y no puede llamarse inmutable.


CAPITULO VI: De lo que sintieron los platónicos en la parte de la Filosofía que se llama física.


Observaron estos filósofos, que con justa causa vemos preferidos a los demás en fama y gloria, que ninguna especie de cuerpo es Dios; por cuyo motivo trascendieron e hicieron análisis de todos los cuerpos para hallar a Dios. Advirtieron que todo cuanto era mudable o estaba sujeto a las leves de la instabilidad no era el sumo Dios, y así dirigieron todos sus discursos a examinar y averiguar la esencia y cualidades de todas las almas y espíritus instables, para descubrir en ellas al mismo Dios. Notaron aún más, que toda forma existente en cualquier ente mudable con la que recibe su primitivo ser, de cualquier modo o naturaleza que sea, no puede ser sino dependiente de aquel ente superior que realmente tiene ser y es inmutable. Por lo cual ni el cuerpo de todo el mundo, con sus figuras, cualidades, movimiento concertado, ni los elementos que están ordenados desde el cielo hasta la tierra, ni cualesquiera cuerpos que haya en ellos, ni todas las vidas, así las que nutre y contiene, como la de los árboles y vegetales o la que además de esta cualidad entiende y discurre como la de los hombres, o la que no tiene necesidad de la nutrición, sino que únicamente contiene, siente y entiende, cual es la de los ángeles, no puede ser sino dependiente de aquel que simple y absolutamente tiene ser, porque en él no es una cosa el ser y otra el vivir, como si pudiese ser no viviendo, ni es una cosa el vivir y; otra el entender, como si pudiese vivir no entendiendo, ni es una cosa en él el entender y otra el ser bienaventurado, sino que es lo mismo que en él es vivir, entender y ser bienaventurado; esto es, en él el ser. Por causa de esta inmutabilidad y simplicidad vinieron a conocerle y a inferir que él hizo todas estas cosas y que no pudo ser hecho por alguno. Pues consideraron que todo lo que tiene ser, o es cuerpo o vida, y que la vida es una cualidad más apreciable que el cuerpo, y que la especie o forma del cuerpo era sensible, y la de la vida, inteligible, por cuya razón prefirieron, la especie y forma inteligible a la sensible. Llamamos sensibles los objetos que pueden percibirse con la vista y con el tacto del cuerpo; inteligibles, los que se pueden comprender con la vista y reflexión del entendimiento; pues no hay hermosura o belleza corporal, ya sea en el estado de quietud del cuerpo, como es la figura, ya sea en el movimiento, como es el cántico o la música, de la que no pueda ser juez árbitro el alma. Lo cual, sin duda, no pudiera ser si no residiera en ella esta apreciable especie, que no tiene grandeza de mole, ni ruido de voces, ni espacio de lugar o tiempo. Y si esta cualidad no fuese mudable, tampoco juzgarla una mejor que otro de las especies sensibles; mejor el más ingenioso que el más estúpido, mejor el sabio que el ignorante, mejor el más ejercitado que el menos práctico, y aun uno mismo cuando va aprovechando mejor ciertamente que antes. Ahora bien, lo que admite más y menos, sin duda que es mudable; por cuyo motivo los hombres instruidos, ingeniosos y ejercitados en estas materias vinieron a entender que la primera especie no residía en estas, cosas, sujetas a tal mutabilidad. Advirtiendo, pues éstos que el cuerpo y el alma eran más y menos especiosos, y que, si pudieran carecer de toda especie, serian absolutamente nada, conocieron que existía alguna causa donde estuviese y residiese la primera especie inmutable, y por lo mismo incomparable, creyendo con razón que allí estaba el principio de todas las cosas, el que había sido hecho de ninguno, y por quien habían sido criados todos los seres. De modo que la noticia que pueden tener los hombres de Dios, ésa se la manifestó Él mismo, cuando con la luz de su entendimiento vieron las cosas invisibles de Dios, rastreándolas por las cosas criadas, por la fábrica y artificio maravilloso de este mundo; y cuando observaron su sempiterna virtud y divinidad, por cuyas manos pasaron asimismo todas estas cosas visibles. Y temporales. Basta este autorizado testimonio, por lo concerniente a la parte que llaman física, esto es, natural.


CAPITULO VII: Por cuanto, más aventajados que los demás, deben tenerse los platónicos en La lógica, esto es, en la filosofía racional.


Por lo que toca a la doctrina en que consiste la otra parte, que llaman lógica, esto es, racional, de ningún modo se pueden comparar con ellos los que colocan el examen y juicio de la verdad en los sentidos corporales, pareciéndoles que todo cuanto se sabe y aprende se debe tantear y medir con sus inconstantes y engañosas reglas, como los epicúreos, y cualesquiera otros que siguen la misma opinión, y también los estoicos, quienes, habiendo ejercitado con la mayor agudeza y energía el arte de disputar, que llaman Dialéctica, fueron de dictamen que ésta se debía derivar de los sentidos del cuerpo; diciendo que por estos principios concebía el alma aquellas nociones que llaman Ennoias con que declaran las cosas que definen, y que de ellos procede y dimana toda la forma y estilo con que se aprende y enseña. Sobre cuya aserción no puede menos de llenarme de admiración cuando dicen que no son hermosos sino los sabios, y al mismo tiempo no puedo comprender con qué sentidos del cuerpo ven esta hermosura, y con qué ojos carnales advierten la forma y belleza de la sabiduría. Mas estos otros, que con razón anteponemos a los demás, distinguieron las cosas que vemos con el entendimiento de las que tocamos con los sentidos, no defraudando a los sentidos lo que pueden en virtud de sus facultades, ni dándoles más de lo que pueden; y dijeron que la luz del entendimiento para aprender y saber todas las cosas era el mismo Dios, por quien fueron hechas todas.


CAPITULO VIII: Que también en la filosofía moral tienen el primer lugar los platónicos.


La tercera y última parte es la moral, que en griego dicen Ethica, donde se busca aquel sumo bien, al cual, refiriendo nosotros todas nuestras acciones, deseándolo por sí solo y no por otro, y consiguiéndolo, al fin, no tengamos que buscar más para ser bienaventurados. Por cuya razón se llama también fin, pues por él deseamos las otras cosas; mas a aquel sumo bien no se le busca sino por sí propio. Este bien beatificó unos dijeron que le venía al hombre del cuerpo, otros del alma, otros de ambos juntamente; porque advertían que el hombre constaba de alma y cuerpo, creyendo, por consiguiente, que de una de estas partes integrales o de ambas, podía procederles el bien, digo el bien final, con que fuesen verdaderamente felices, adonde enderezasen y refiriesen todas. sus acciones morales, y después de haberlo conseguido no buscaron objeto alguno a qué referirlo. Por cuya causa los que se dice añadieron un tercer género de bienes, que llaman extrínsecos, como es el honor, la gloria, el dinero y otras cosas semejantes, no le aumentaron como si fuese bien final, esto es, digno de apetecerse por sí mismo, sino por otro bien, por el cual este género de bien era bueno para los buenos y malo para los malos. Así, los que pusieron el bien del hombre en el alma o en el cuerpo, o en lo uno y en lo otro, no sintieron otra cosa sino que se debía colocar en el hombre; mas los que le designaron en el cuerpo, le colocaron en la parte más soez del hombre; y los que en el alma, en la parte más noble; y los que en lo uno y en lo otro, en todo el hombre. Pues ya sea en una parte o en todo el hombre; ello, no es sino el hombre. Y no porque haya estas tres diferencias se formaron solas tres sectas de filósofos, sino muchas; pues entre ellos se conocieron muchas y diversas opiniones sobre el bien del cuerpo, el bien del alma y el bien de ambos juntos. Cedan, pues, todos éstos a aquellos filósofos que dijeron que era bienaventurado el hombre, no el que gozaba del cuerpo, ni el que goza del alma, sino el que gozaba de Dios, no como goza el alma del cuerpo; o de sí misma, o como el amigo del amigo, sino como el ojo de la luz; si se hubieren de alegar algunas razones dé éstos para demostrar qué sean o qué tal sean estas semejanzas, con el favor del mismo Dios, lo declararemos en otro lugar lo mejor que nos fuese posible Baste por ahora decir que Platón determinó en que el fin del sumo bien era vivir según la virtud, el cual solamente podía alcanzar el, que tenía conocimiento de Dios y le imitaba en sus operaciones, y que no era por otra causa bienaventurado; por eso no duda asegurar que filosofar rectamente es amar a Dios de corazón, cuya naturaleza es incorpórea. De cuya doctrina se infiere, efectivamente, que entonces será bienaventurado el estudioso y amigo de la sabiduría cuando principiare a gozar de Dios. Pues aunque no sea siempre feliz el que goza del objeto amado (porque muchos, apreciando lo que no debe amarse, son miserables, y mucho más cuando de ello gozan); sin embargo, ninguno es bienaventurado si no goza de lo que ama, pues los mismos que aman los objetos que no deben amar no imaginan que son felices, sino cuando los gozan. Cuando uno disfruta aquello mismo que ama y aprecia al verdadero y sumo bien, quién sino un hombre estúpido y miserable puede negar que es bienaventurado? Este mismo verdadero y sumo bien, dice Platón que es Dios, y por eso desea que el filósofo sea amante de Dios; pues supuesto que la filosofía pretende y endereza sus especulaciones al goce de la vida bienaventurada, gozando de Dios será feliz el que amare a Dios.


CAPITULO IX: De la filosofía que más se acercó a la verdad de la fe católica.


Cualesquiera filósofos que sintieron así del sumo y verdadero Dios, es, a saber, opinaron que e, autor de las cosas criadas, luz de las que deben conocerse y bien de las que deben ejecutarse, y que de el tenemos el principio de nuestra naturaleza y la felicidad de nuestra vida, ya se llamen con mas propiedad platónicos, ya tenga su secta cualquiera otro nombre, ya hayan sido solamente los principales de la secta jónica los que sintieron de este modo, como fue el mismo Platón y los que entendieron bien sus dogmas; ya fuesen también los discípulos de la secta itálica, por amor y respeto a Pitágoras y sus defensores, y si acaso hubo otros filósofos del mismo dictamen; ya, asimismo, los que entre otras naciones han sido tenidos por sabios o filósofos, a saber: los atlánticos, líbicos, egipcios, indios, persas, caldeos, escitas, franceses, españoles, y si, por fortuna, existen otros que hayan entendido y enseñado esto mismo, todos los preferimos a los demás y confesamos ingenuamente son los que más se han aproximado a nuestra opinión.


CAPITULO X: Excelencia del cristianismo religioso entre todas las teorías filosóficas.


Aunque el cristiano, versado únicamente en la literatura eclesiástica, ignore acaso el nombre de los platónicos y no tenga la menor noticia de si hubo entre los griegos dos sectas de filósofos, jónicos e itálicos; sin embargo, no está tan ignorante de las cosas humanas que no sepa que los filósofos profesan: o el estudio de la sabiduría o la misma sabiduría. Con todo, se guarda de los que filosofan y no saben más que cuántos son los elementos de este mundo, sin extenderse al conocimiento de Dios, por quien fue criado el mundo. Así está advertido por el precepto apostólico, que dice: Guardaos no os engañe ninguno en la filosofía y con vanas, seducciones, conforme a los elementos de este mundo Mas porque no imagine que todos son iguales, atienda lo que el mismo apóstol refiere de algunos de ellos. Porque todo cuanto puede saberse naturalmente de Dios lo comprendieron ellos; no obstante este conocimiento, se lo deben a Dios, porque, él se lo manifestó, si no por medio de los profetas, a los menos se lo dio a conocer por las maravillas del mundo, pues las cosas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, entendiéndolas e infiriéndolas por las hechas desde la creación del mundo, y se deja también ver su eterna virtud y divinidad. Y hablando con los atenienses, después, de referir un incomprensible misterio de Dios que muy pocos podían entender: Que en él vivimos, nos movemos y somos, añadió: como dijeron algunos de los vuestros. Sabe guardarse muy bien de estos mismos en los puntos en que erraron; porque donde dice el apóstol que por cosas criadas les manifestó Dios cómo con la luz de su entendimiento pudiesen ver las invisibles, también dice que no reverenciaron ni adoraron como debían al mismo Dios, pues tributaron a otros que no debían el honor y gloria que sólo se debe dar a Él solo Porque conociendo a Dios, sin embargo, no le dieron la gloria y honra a Dios, ni le dieron gracias, sino que, ensoberbecidos, devanearon en sus discursos y quedó su insensato corazón lleno de tinieblas. Y mientras que se jactaban de sabios pararon en ser unos necios, hasta llegar a transferir a un simulacro en imagen del hombre corruptible y a figuras de aves, y de bestias cuadrúpedas, y de serpientes, el honor debido solamente a Dios incorruptible e inmortal.
En cuya expresión, sin duda, entendió a los romanos, griegos y egipcios que se gloriaban de sabios, aunque de este punto trataremos después con ellos mismos. Pero en cuanto concuerdan con nosotros en la confesión de un solo Dios, autor y criador de este mundo, quien no sólo sobre todos los cuerpos es incorpóreo, sino también sobre todas las almas es incorruptible, principio nuestro, luz nuestra, bien nuestro; en esto preferimos estos filósofos a todos los demás.
Aunque el cristiano ignorante de la doctrina de estos filósofos no use en sus disputas los términos y expresiones que no aprendió, de modo que la parte en que se trata de la investigación de la naturaleza la llame: o natural en latín o física en griego; racional o lógica donde se enseña demostrativamente el criterio de la verdad y método de discurrir y raciocinar; y moral o ética, donde se trata de las costumbres y del último fin de los bienes que deben desearse y de los males que se deben evitar; no por eso ignora que recibimos de un solo Dios verdadero y todopoderoso la naturaleza con que nos formó a su imagen y semejanza la doctrina inconcusa con que podamos conocerle a Él y a nosotros mismos, y la gracia con que, uniéndonos con él, seamos bienaventurados. Así, que ésta es la causa por que anteponemos estos filósofos a los demás; porque habiendo éstos consumido su ingenio y estudio en la inquisición de las causas naturales, y en saber el método de aprender v de, vivir, aquellos, con sólo conocer a Dios, hallaron y descubrieron la causa de la creación del mundo, la verdadera luz para percibir la verdad, y la verdadera fuente para beber en sus cristalinas aguas la felicidad. Ya sean, pues, los platónicos, ya cualesquiera filósofos de otra nación, los que sienten así de, Dios, opinan del mismo modo que nosotros. No obstante, tuvimos por conveniente tratar esta controversia más con los platónicos que con otros, porque su erudición y sabiduría es más conocida; pues aun los griegos, cuyo idioma es el que más florece entre los gentiles, la celebraron mucho, y asimismo los latinos, excitados o de su excelencia o de su gloria, se entregaron a ella con más gusto y voluntad, y traduciéndola en su lengua nativa, la han ido ilustrando y ennobleciendo más.


CAPITULO XI: De dónde pudo Platón alcanzar aquella noticia con que tanto se acercó a la doctrina cristiana.


Admíranse algunos de los que se han unido a nuestra sociedad por la gracia de Jesucristo, cuando oyen o leen que Platón opinó con tanto acierto acerca de Dios, observando asimismo que su doctrina concuerda en gran parte con las verdades incontrastables de nuestra religión; por lo que imaginan muchos que cuando fue a Egipto oyó allí al profeta Jeremías, o que en la misma peregrinación leyó los libros de los profetas, cuya opinión he estampado en algunos de mis escritos. Pero ajustado cabalmente el cómputo de los tiempos conforme a las reglas de la cronología, resulta que desde la época en que profetizó Jeremías hasta que nació Platón transcurrieron casi cien años; y habiendo vivido sólo ochenta y uno, contando desde el año en, que murió hasta el tiempo en que Ptolomeo, rey de Egipto, envió a pedir a los judíos las escrituras de los profetas de su nación hebrea, y mandó interpretarlas y conservarlas por medio de la exposición de los setenta intérpretes hebreos que sabían también el idioma griego, pasaron casi sesenta años; de lo cual se infiere que Platón, en su peregrinación, ni pudo ver a Jeremías, como que había muerto tantos años antes, ni leer las mismas escrituras, que aún no se habían traducido al griego, cuya lengua poseía, a no ser que digamos que, siendo este filósofo tan aplicado al estudio y tan instruido en las ciencias, tuvo noticia de ellas por intérprete, así como la tuvo de las egipcias, no para traducirlas por escrito (lo cual dicen logró Ptolomeo que se efectuase a costa de una considerable gracia que les dispensó y por el temor que podía inspirarles el mandato real), sino para aprender según su capacidad cuanto en ellas se contenía, comunicándole y tratándolo con otros sabios. Y que así pueda presumirse parece lo persuaden los incontestables testimonios que se hallan en el Génesis, donde se lee: Al principio hizo Dios el cielo y la tierra; la tierra estaba informe y vacía, y había tinieblas sobre el abismo, y el espíritu de Dios se movía sobre las aguas. Y en el Timeo, de Platón, que es un libro que escribió sobre la creación del mundo, dice que Dios, en aquella admirable obra, juntó primeramente la tierra, y el fuego. Es evidente que al fuego le señala por verdadero lugar el cielo y a la tierra la misma tierra. Esta expresión tiene cierta analogía con lo que dice la Escritura, que al principio hizo Dios el cielo y la tierra. Después los otros dos medios dice que son el agua y el aire; por lo que sospechan que entendió del mismo modo aquella expresión: que el espíritu de Dios se movía sobre las aguas. Porque advirtiendo con poca circunspección en qué sentido suele llamar la Escritura el espíritu de Dios, parece pudo entender que en el citado lugar se hizo mención de los cuatro elementos. Asimismo, cuando insinúa Platón que el filósofo es amante de Dios no hay objeto que más nos encienda en la lectura de las sagradas letras; especialmente aquella expresión me excita a creer que Platón no dejó de instruirse en los libros, donde se refiere que el ángel habló en nombre de Dios al santo Moisés, de modo que, preguntándole éste qué nombre tenía el que le mandaba ir a poner en libertad al pueblo hebreo, sacándole de la servidumbre de Egipto, le respondió: Yo soy el que soy, y dirás a los hijos de Israel: el que es, me envió a vosotros; como dando a entender que las cosas que son mudables son nada en comparación del que verdaderamente es, porque es inmutable. Esta divina sentencia defendió acérrimamente Platón, y la recomendó con el mayor encargo; y dudo si se hallará descrita en los libros de cuántos sabios precedieron a Platón, si no es en el lugar donde se dijo: Yo soy el que soy: el que es me envió a vosotros.


CAPITULO XII: Que también los platónicos, aunque sintieron bien de un solo Dios verdadero, con todo, fueron de parecer que debían adorarse muchos dioses.


Pero en cualquiera libro que él aprendiese esta divina sentencia, ya fuese en los escritos de los que le precedieron, o como dice el Apóstol: Que lo que naturalmente se puede conocer de Dios, lo alcanzaron, porque él se lo manifestó; pues las causas invisibles de Dios se dejan ver con la luz del entendimiento, por las ejecutadas desde la creación del mundo, y asimismo su sempiterna virtud y divinidad, me parece ahora que con justa causa he elegido a los filósofos platónicos para ventilar esta cuestión que al presente tenemos entre manos, porque en ella se trata de la teología natural, donde se investiga si debe adorarse a un solo Dios o a muchos por el interés de la felicidad que debe conseguirse en la vida futura. Lo cual creo que he declarado suficientemente en los libros anteriores.
Elegí principalmente a estos filósofos, porque cuanto mejor sintieron acerca de un solo Dios que hizo el cielo y la tierra, tanto más son tenidos por ilustres entre los demás; y los que después les sucedieron los prefirieron a todos en tanto grado, que habiendo Aristóteles, discípulo de Platón, hombre de excelente ingenio, y aunque en el estilo y elocuencia inferior a Platón, no obstante, superior a otros muchos, habiendo, digo, establecido la secta Peri-patética y congregando aun en vida de su maestro con su grande fama muchos discípulos que seguían su secta, y habiendo después de la muerte de Platón, Speusipo, hijo de su hermana, y Xenócrates, su querido discípulo, sucedídole en su escuela, que se llamaba Academia; con todo, los filósofos más modernos y famosos y que tuvieron por conveniente seguir a Platón, no quisieron llamarse peripatéticos o académicos, sino platónicos, entre quienes son muy nombrados Plotino, Jámblico y Porfirio, griegos, y en ambas lenguas, esto es, en la griega y latina, ha sido muy insigne platónico Apuleyo el Africano. Pero todos éstos, los demás, sus semejantes y el mismo Platón, siguieron la opinión de que se debían adorar muchos dioses.


CAPITULO XIII: De la sentencia de Platón, en que establece que los dioses no son sino buenos y amigos de las virtudes.


Y así, aunque en otros puntos, y algunos bastante graves, sean también de distinta opinión, sin embargo, como el artículo que acabo de referir importa mucho y la controversia que tratamos es acerca de lo mismo, les pregunto en primer lugar: A qué dioses les parece debe darse culto y veneración, a los buenos o a los malos, o debe tributarse a unos y otros? Pero sobre este punto tenemos expresa la sentencia de Platón, que dice que todos los dioses son buenos, y ninguno de ellos es malo. Luego se sigue que este culto y adoración debe darse a los buenos; porque, entonces, se hace este culto a los dioses cuando se hace a los buenos, supuesto que no serán dioses si no fuesen buenos. Y si esto es cierto, sin duda que resulta vana y fútil la opinión de algunos que presumen que deben aplacarse con sacrificios a los dioses malos porque no nos dallen, y que debemos invocar a los buenos para que nos favorezcan; puesto que no hay dioses malos y el culto, como dicen, debe tributarse a los buenos. Quiénes son, pues, los que se Iisonjean y gustan de los juegos escénicos y piden que se los mezclen con los ritos divinos, y que en su nombre y honor se celebren? Cuyo poder, aunque no sea indicio de que son nada en la omnipotencia, sin embargo, este afecto es un signo demostrativo y real de que son malos. Porque es innegable la opinión de Platón sobre los juegos escénicos cuando a los mismos poetas, porque habían compuesto obras tan obscenas e indignas de la bondad y majestad de los dioses, fue de dictamen que se les desterrase de la ciudad. Qué dioses son éstos, que sobre los juegos escénicos debaten y se oponen al mismo Platón? Por cuanto este insigne filósofo no puede tolerar que infamen a los dioses con crímenes supuestos, y éstos prescriben que, con la exposición de sus propias culpas, se celebren sus fiestas. Finalmente, cuando estas deidades mandaron restaurar los juegos escénicos, pidiendo cosas torpes, se manifestaron asimismo malignos con los daños que causaron quitando a Tito Latino un hijo y postrándole en una penosa y peligrosa dolencia, solamente porque rehusó cumplir su mandato; mas Platón, sin embargo de ser tan inicuos, es de dictamen que no se les debe temer, antes perseverando constante en su opinión, no duda en desterrar de una República bien ordenada todas las sacrílegas futilezas y ficciones de los poetas, de las que los dioses, por lo que participan de la abominación y de la torpeza, se complacen y deleitan. Como ya insinué en el libro II, Labeón coloca a Platón entre los semidioses. El cual Labeón opina que los dioses malos se aplacan con sacrificios cruentos y con semejantes medios, y los buenos con juegos y festividades de regocijo y alegría. Pero cuál es la causa porque el semidiós Platón se atreve con tanta constancia a abolir aquellos placeres y deleites que tiene por torpes, privando de este festejo, no como quiera a los semidioses, sino a los mismos dioses, y lo que es más reparable, a los buenos? Cuyas deidades, evidentemente, comprueban cuán falso sea el dictamen de Labeón, supuesto que en el suceso de Latino no sólo se mostraron lascivos y deseosos de fiestas, sino también crueles y terribles. Declarérennos, pues, este misterio, los platónicos, que sustentan la opinión de su maestro, defendiendo que todos los dioses son buenos y honestos, y que en la práctica de las virtudes son socios inseparables de los sabios, y que sentir lo contrario de alguno de los dioses es impiedad. Dicen: nos agrada declararlo. Pues oigámoslos con atención.


CAPITULO XIV: De la opinión de los que dicen que las almas racionales son de tres clases, a saber: las que hay en los dioses celestiales, en los demonios aéreos y en los hombres terrenos.


Todos los animales, dicen, que tienen alma racional, se dividen en tres clases: en dioses, hombres y demonios. Los dioses ocupan el lugar más elevado, los hombres el más humilde y los demonios el medio entre unos y otros. Por lo que el lugar propio de los dioses es el cielo, el de los hombres la tierra y el de los demonios el aire. Y así como tienen diferentes lugares, tienen también diferentes naturalezas. Por lo cual los dioses son mejores que los hombres y los demonios; los hombres son inferiores a los dioses y demonios, y como lo son en el orden de los elementos, así lo son también en la diferencia de los méritos Los demonios, puesto que están en medio, así como deben ser pospuestos a los dioses, debajo de los cuales habitan, así se deben preferir a los hombres sobre quienes moran. Porque con los dioses participan de la inmortalidad de los cuerpos, y con los hombres de las pasiones del alma, y así no es maravilla, dicen, que gusten también de las torpezas de los juegos y de las ficciones de los poetas, supuesto que están sujetos asimismo a las pasiones humanas, de que los dioses están muy ajenos y totalmente libres. De todo lo cual se infiere que cuando abomina y prohíbe Platón las ficciones poéticas no quita el gusto y entretenimiento de los juegos escénicos a los dioses, todos los cuales son buenos y excelsos, sino a los demonios. Si esto es cierto, aunque también lo hallemos escrito en otros (sin embargo, Apuleyo Madurense, platónico, escribió sólo sobre este punto un libro que intituló el Dios de Sócrates, donde examina y declara de qué clase era el dios que tenía consigo Sócrates, con quien profesaba estrecha amistad, el cual dicen que acostumbraba advertirle dejase de hacer alguna acción cuando el suceso no podía serle favorable; pero Apuleyo claramente afirma, y abundantemente confirma que aquél no era dios, sino demonio, cuando disputa con la mayor exactitud sobre la opinión de Platón de la alteza de los dioses, de la, bajeza de los hombres y de la medianía de los demonios), si esto es indudable, pregunto: Cómo se atrevió Platón, desterrando de la ciudad a los poetas, a quitar las diversiones del teatro, ya que no a los dioses, a quienes eximió del contagio humano, a lo menos a los mismos demonios, sino porque así advirtió que el alma del hombre, aun cuando reside en el cuerpo humano, por el resplandor de la virtud y de la honestidad, no hace caso de los obscenos mandatos de los demonios y abomina de su inmundicia? Y si Platón, por sus sentimientos honestos, lo reprende y prohíbe, sin duda que los demonios lo pidieron y mandaron torpemente. Luego, o Apuleyo se engaña, y el dios que Sócrates tuvo por amigo no fue de este orden, o Platón siente cosas entre sí contrarias, honrando por una parte a los demonios y por otra desterrando sus deleites y festejos de una República virtuosa y bien gobernada, o no debemos dar el parabién a Sócrates de su amistad con el, demonio, la cual causó tanto rubor al mismo Apuleyo, que intituló su libro con el nombre del Dios de Sócrates, debiéndole llamar, según su doctrina, en que tan diligente y copiosamente distingue los dioses de los demonios, no del dios, sino del demonio de Sócrates. Y quiso mejor poner este nombre en el mismo discurso que no el título del libro, pues merced a la sana y verdadera doctrina que dio luz a las tinieblas de los hombres, todos, o casi todos, tienen tanto horror al nombre de demonio, que cualquiera que antes del discurso de Apuleyo, en que se acredita, Ia dignidad de los demonios, leyera el título del demonio de Sócrates, entendiera que aquel hombre no había estado en su sano juicio. Y el mismo Apuleyo qué halló que alabar en los demonios sino la sutileza y firmeza de sus cuerpos y el lugar elevado donde habitan? Pues de sus costumbres, hablando de todos en general, no sólo no refirió alguna buena, sino muchas malas. Finalmente, leyendo aquel libro, no hay quien deje de admirarse que ellos hayan querido que en su culto y veneración les sirvan igualmente con las torpezas y deshonestidades del teatro, y queriendo que les tengan por dioses, puedan holgarse y lisonjearse con las culpas de los dioses, y qué todo aquello de que en sus fiestas se ríen, o con horror abominan por su impura solemnidad, o por su torpe crueldad pueda, convenir a sus apetitos y afectos.


CAPITULO XV: Que ni por razón de los cuerpos aéreos, ni por habitar en lugar superior, se aventajaban los demonios a los hombres.


Por lo cual; un corazón verdaderamente religioso y rendido al verdadero Dios, considerando estas futilezas, de ningún modo debe pensar que los demonios son mejores que él porqué tienen cuerpos más bien organizados, pues por la misma razón pudiera igualmente ser aventajado por muchas bestias, que en la viveza de los sentidos, en la facilidad y ligereza de los movimientos, en la robustez de las fuerzas, en la firmeza y solidez de los cuerpos, nos hacen conocida ventaja. Qué hombre puede igualarse en la perspicacia de la vista con las águilas y los buitres; en el olfato con los perros; en la velocidad con las liebres, con los ciervos y con las aves; en el valor con los leones y elefantes; en la vida larga con las serpientes, de quienes se dice que dejando los despojos de la senectud, y mudando su antigua túnica, vuelven a remozar? Pero así como en el discurso y la razón somos más excelentes que éstos, así también, viviendo bien y virtuosamente, debemos ser mejores que los demonios. Por esta causa la divina Providencia concedió ciertos dones corporales más singulares a estos animales, a quienes nosotros seguramente hacemos ventaja, para recomendarnos de este modo que tuviésemos cuidado de cultivar aquella parte en que les hacemos ventaja con mucha mayor diligencia que el cuerpo, y para que aprendiésemos a despreciar la excelencia corporal que observamos tenían también los demonios en comparación de la buena y virtuosa vida, en que les hacemos ventaja; esperando igualmente nosotros la inmortalidad de los cuerpos, no la que ha de ser atormentada con penas eternas, sino a la que preceda y acompañe la limpieza y pureza de las almas Por lo que respecta a la superioridad del lugar, excita la risa el pensar que porque ellos habitan en el aire y nosotros en la tierra se nos deben anteponer, pues si así fuera, también pueden ser preferidas a nosotros todas las aves del cielo. Y si dijesen que las aves, cuando están cansadas de volar o tienen necesidad de suministrar algún sustento al cuerpo se vuelvan a la tierra, o para descansar o para comer, y que estas operaciones no las hacen los demonios, pregunto: Acaso intentarán decir que las aves nos aventajan a nosotros, y los demonios a las aves? Y si esto es un desatino, no hay motivo para que creamos que porque habitan en elemento más elevado son dignos de que nos rindamos a ellos con afecto de religión. Porque así como es posible que las aves del aire no sólo no se nos antepongan a nosotros, que somos terrestres, sino también se nos rindan y sujeten por la dignidad del alma racional que tenemos, así es posible que los demonios, aunque sean más aéreos, no por eso sean mejores que nosotros, que somos terrestres, porque el aire está más alto que la tierra, sino que debemos ser preferidos, porque la desesperación de ellos de ninguna manera se debe comparar con la esperanza de los hombres piadosos y temerosos de Dios. Pues aun la razón de Platón, que dispone con cierta proporción los cuatro elementos, entrometiendo entre los dos extremos, que son el fuego movible y la tierra inmoble, los medios, que son el aire y el agua (de modo que cuando, el aire es más superior que el agua, y el fuego más que el aire, tanto más superior es el agua que la tierra), con bastante claridad nos desengañan para que no deseamos estimar los méritos y dignidad de los animales por los grados de los elementos. Aun el mismo Apuleyo, con los demás, confiesa que el hombre es animal terrestre, quien, no obstante, es, sin comparación, más excelente, y se aventaja a los animales acuáticos, aunque prefiera Platón las aguas a la tierra; para que así entendamos que cuando se trata del mérito y dignidad de las almas, no debemos guardar el mismo orden que vemos hay en los grados de los cuerpos, sino que es posible que una alma mejor habite en cuerpo inferior y una peor en cuerpo superior.


CAPITULO XVI: Lo que sintió Apuleyo platónico de las costumbres de los demonios.


Hablando, pues, este mismo platónico de la condición de los demonios, dice que padecen las mismas pasiones del alma que los hombres; que se enojan e irritan con las injurias; que se aplacan con los dones; que gustan de honores y se complacen con diferentes sacrificios y ritos, y que se enojan cuando se deja de hacer alguna ceremonia en ellos. Entre otras cosas, dice también que a ellos pertenecen las adivinaciones de los augures, arúspices, adivinos v sueños; que son los autores de los milagros o maravillas de los magos o sabios. Y definiéndolos brevemente, dice que los demonios, en su clase, son animales; en el ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos, y en el tiempo, eternos; y que de estas cinco cualidades, las tres primeras son comunes a nosotros, la cuarta es propia suya, y la quinta común con los dioses Pero advierto que entre las tres primeras que tienen comunes con nosotros, dos las tienen también con los dioses. Porque dice que los dioses son asimismo animales, y a cada cual distribuye en su respectivo elemento; a nosotros nos coloca entre los animales terrestres con los demás que viven en la tierra y sienten; entre los acuáticos, a los peces y otros animales que nadan; entre los aéreos, a los demonios; entre los etéreos, a los dioses. Y en cuanto los demonios son en su género animales, esta cualidad no sólo la tienen común con los hombres, sino también con los dioses y con los brutos; en cuanto son racionales, convienen con los dioses y con los hombres; en cuanto son eternos, sólo con los dioses; en cuanto son pasivos en el ánimo, sólo con los hombres; en cuanto son aéreos en el cuerpo, esto lo tienen ellos solos. Así no es extraño que en su género sean animales, supuesto que lo son también los brutos; porque en el tiempo sean racionales, no son más que nos otros, que también lo somos; y el que sean eternos, qué tiene de bueno si no son bienaventurados? Porque mejor es la felicidad temporal que la eternidad miserable. Porque en el ánimo sean pasivos, cómo pueden ser más que nosotros, pues también lo somos, ni tampoco lo fuéramos si no fuéramos miserables? Que en el cuerpo sean aéreos, en cuánto debe apreciarse esta cualidad, ya que a cualquier cuerpo se aventaja el alma, y en el culto de religión que se debe por parte del alma, de ningún modo se debe a una naturaleza inferior al alma? Si entre las prendas recomendables que refiere de los demonios pusiera la virtud, la sabiduría, la felicidad, y dijera que éstos las tenían comunes y eternas con los dioses, sin duda que expresara alguna cualidad digna de apetecerse, y, por consiguiente, muy apreciable; sin embargo, no por eso deberíamos adorarlos como a Dios, sino antes a aquel de quien nos constara que ellos lo habían recibido. Cuánto menos serán dignos del culto divino unos animales aéreos que para esto son racionales, para que puedan ser míseros; para esto pasivos, para que sean miserables; para esto eternos, para que no puedan acabar con la miseria?


CAPITULO XVII: Si es razón que el hombre adore aquellos espíritus de cuyos vicios le conviene librarse.


Por dejar lo demás y tratar solamente de lo que dice que los demonios tienen común con nosotros, esto es, las pasiones del alma; si todos los cuatro elementos están llenos cada uno de sus animales, el fuego y el aire de los inmortales, agua y tierra de los mortales, pregunto: Por qué las almas de los demonios padecen turbaciones y tormentos de las pasiones? Porque perturbación es lo que en griego se dice phatos, por lo cual los llamó en el ánimo pasivos; pues, palabra por palabra, pathos se dijera pasión, que es un movimiento del ánimo contra la razón. Por qué motivo hay esta cualidad en los ánimos de los demonios, no habiéndola en los brutos? Pues cuando se echa de ver alguna circunstancia como esta en los brutos, no es perturbación, dado que no es contra razón, de que carecen los brutos. Y que en los hombres haya estas perturbaciones, lo causa la ignorancia o la miseria, porque aun no somos bienaventurados con aquella perfección de sabiduría que se nos promete al fin, cuando estuviéramos libres de esta mortalidad. Pero los dioses dicen que no padecen estas perturbaciones, porque no sólo son eternos, sino también bienaventurados, pues las mismas almas racionales dicen que tienen también ellos, aunque puras y purificadas de toda mácula y contagio. Por lo cual, si los dioses no se perturban por ser animales bienaventurados y no miserables, y los brutos no se perturban porque son animales que ni pueden ser bienaventurados ni miserables, resta que los demonios, como los hombres, se perturben, precisamente porque son animales no bienaventurados, sino miserables.
Por qué ignorancia, pues, o, por mejor decir, por qué demencia nos sujetamos por medio de alguna religión a los demonios, supuesto que por la religión verdadera nos libertamos del vicio en que somos semejantes a ellos? Porque siendo los demonios espíritus a quienes incita y hostiga la ira (como Apuleyo, aun forzado, lo confiesa, no obstante que les perdona y disimula muchos defectos y los tenga por dignos de que los honren como a dioses), a nosotros la verdadera religión nos manda que no nos dejemos dominar de la ira, sino que la resistamos tenazmente. Y dejándose los demonios atraer con dones y dádivas por nosotros, nos prescribe la verdadera religión que no favorezcamos a ninguno excitados por los dones. Y dejándose los demonios ablandar y mitigar con las honras, a nosotros nos manda la verdadera religión que de ningún modo nos muevan semejantes ficciones. Y aborreciendo los demonios a algunos hombres y amando a otros, no con juicio prudente y desapasionado, sino, como él dice, con ánimo pasivo, a nosotros nos encarga la verdadera religión que amemos aun a nuestros enemigos. Finalmente todo aquel ímpetu del corazón y amargura del espíritu y todas las turbulencias y tempestades del alma con que dice que los demonios fluctúan y se atormentan, nos manda la verdadera religión que las dejemos. Qué razón, pues, hay sino una ignorancia y error miserable, para que te humilles reverenciando a quien deseas ser desemejante viviendo, y que religiosamente adores a quien no quieres imitar, siendo el sumo o principal dogma de la religión imitar al que adoras?


CAPITULO XVIII: Qué tal sea la religión que enseña que los hombres, para encaminarse a los dioses buenos, deben aprovecharse del patrocinio o intercesión de los demonios.


En vano Apuleyo y todos los que con él sienten les hicieron este honor, poniéndolos en el aire, en medio, entre el cielo y la tierra, de modo que como ningún dios se mezcla o comunica con el hombre, ellos sirvan para llevar las oraciones de los hombres a los dioses, y de allí volver a los hombres con lo que han conseguido con ellos. Porque los que creyeron esto tuvieron por cosa indigna que se mezclaran con los dioses los hombres y los hombres con los dioses, y por cosa digna que se mezclasen los demonios con los dioses y con los hombres, para que de aquí lleven nuestras peticiones, y de allá las traigan despachadas; de modo que el hombre casto, honesto y ajeno a las abominaciones de las artes mágicas, tome por patronos para que le oigan los dioses a aquellos que aman y gustan de cosas, las cuales no amándolas él se hace más digno, para que más fácilmente y de mejor gana le oigan; porque ellos gustan de las torpezas y abominaciones de la escena, de las cuales no se agrada la honestidad. En las hechicerías y maleficios gustan de mil modos y artificios de hacer mal, de lo que no se complace la inocencia. Luego la castidad y la inocencia, si quisieren alcanzar alguna gracia de los dioses, no podrán por sus méritos, sino interviniendo sus enemigos. No hay motivo para que éste nos procure justificar las ficciones poéticas y las futilezas del teatro. Tenemos contra ellas a Platón, su maestro, y para ellos de tanta autoridad; a no ser que el pudor humano se tenga en tan poco que no sólo apruebe las torpezas, sino también se persuada que se complace en ellas la pureza divina.


CAPITULO XIX: De la impiedad del arte mágica, la cual se funda en el patrocinio de los malignos espíritus.


Por lo que toca a las artes mágicas, de las cuales a algunos demasiado infelices y demasiado impíos se les antoja gloriarse, alegaré contra ellos la misma luz de este mundo. Porque con qué causa se castigan estas ficciones tan severamente con el rigor de las leyes, si son obras de los dioses a quienes se debe respeto y veneración? Acaso establecieron los cristianos estas leyes con que se procede contra las artes mágicas? Y por qué otra razón, sino porque estos maleficios son en perjuicio de los hombres, dijo el ilustre poeta: Por los dioses te juro, y por tu dulce vida, querida hermana, que contra mi voluntad acudo a las artes mágicas; y lo que en otra parte dice asimismo de estas artes: He visto transferir las mieses sembradas de un extremo a otro; porque con esta pestilente y abominable arte dicen que los frutos ajenos los suelen trasladar de unas a otras tierras? Y Cicerón no refiere que en las doce tablas, esto es, en las leyes más antiguas de los romanos, hay establecida pena de muerte contra el que usare de ellas? Finalmente, pregunto al mismo Apuleyo: fue él acusado delante de los jueces cristianos por las artes mágicas? Las cuales, supuesto que se las pusieron por capitulo de residencia, si sabía que eran divinas, religiosas y conformes a las operaciones de las potestades divinas, no sólo debían confesarlas, sino también profesarlas, condenando antes las leyes que las prohibían y reputaban por perjudiciales, que tenerlas por admirables y dignas de veneración. Porque de este modo o les persuadiera a los jueces su parecer, o cuando ellos quisiesen atenerse al tenor de las injustas leyes y le condenasen a él, predicador y elogiador de semejantes artes a la pena de muerte, los mismos demonios darían a su alma el premio que merecía, pues por publicar sus divinas obras no temió perder la vida. Como nuestros mártires, acusándolos criminalmente por defender la religión cristiana, con la que sabían habían de salvarse y ser gloriosos para siempre, no quisieron, negándola, libertarse de las penas temporales, sino que confesándola, profesándola, predicándola y sufriendo por ella fiel y valerosamente acerbos tormentos y muriendo seguramente en Dios confundieron las leyes con que se la prohibían y las hicieron mudar Existe una oración de este filósofo platónico muy extensa y elegante, en la cual se defiende y justifica del crimen que le acumulaban de profesar las artes mágicas, y no quiere defender de otra manera su inocencia sino negando, lo que no puede cometer un inocente. Y todas las maravillas de los magos, las cuales con razón siente que deben condenarse, se hacen por arte y obra de los demonios, y ya que se persuade que deben adorarse, advierta lo que enseña cuando dice que son necesarios para que lleven nuestras oraciones a los dioses, puesto que debemos huir de sus obras si queremos que nuestras oraciones lleguen delante del verdadero Dios. Pregunto lo segundo: qué especie de oraciones le parece llevan los demonios de los hombres a los dioses buenos, las mágicas o las lícitas? Si las mágicas, los dioses no gustan de ellas; si las lícitas, no las quieren por medio de tales arbitrios. Y si el pecador, arrepentido mayormente por haber cometido alguna culpa mágica, ruega, es posible que consiga el perdón por intercesión de aquellos con cuyo favor le pesa haber caído en tan torpe culpa? O acaso los mismos demonios, para poder alcanzar la remisión a los que se arrepienten, hacen también primero penitencia por haberlos engañado, para que se les perdone? Esto jamás se ha dicho de los demonios; porque, si fuese así, de ningún modo se atreverían a desear la honra y culto que se debe a Dios los que por medio de la penitencia apetecían alcanzar la gracia del perdón; porque en lo uno hay una soberbia digna de abominación y en lo otro una humildad digna de compasión.


CAPITULO XX: Si sé debe creer que los dioses buenos de mejor gana se comunican con los demonios que con los hombres.


Pero ciertamente dirán que hay una causa muy convincente, por la cual es indispensable que los demonios sean medianeros entre los dioses y entre los hombres, para que lleven los deseos y peticiones de los hombres a los dioses y de éstos traigan las respuestas dé las gracias que hubieren alcanzado a los hombres. Y pregunto: Cuál es esta causa y cuánta la necesidad? Porque ningún Dios, dicen, se mezcla o comunica con el hombre. Donosa santidad la de Dios, que no se comunica con el hombre humilde, y se comunica con el demonio arrogante; no se comunica con el hombre arrepentido, y se comunica con el demonio engañador; no se comunica con el hombre, que se acoge al amparo de su divinidad, y se comunica con el demonio, que finge tener divinidad; no se comunica con el hombre, que le pide perdón de la culpa; y se comunica con el demonio, que le persuade; no se comunica con el hombre, que por medio de los libros filosóficos destierra a los poetas de una República bien ordenada, y se comunica con el demonio, que, por medio de los juegos escénicos, pide a los principales magnates y pontífices de la ciudad los escarnios que hacen de ellos los poetas; no se comunica con el hombre, que prohíbe las ficciones de las culpas de los dioses, y se comunica con el demonio, que gusta y se deleita con los supuestos crímenes de los dioses; no se comunica con el hombre, que con justas leyes castiga los delitos e inepcias de los mágicos, y se comunica con el demonio, que enseña y practica las artes mágicas; no se comunica con el hombre, que huye de imitar a los demonios, y se comunica con el demonio, que anda a caza para engañar a los hombres.


CAPITULO XXI: Si los dioses se aprovechan de los demonios para que les sirvan de mensajeros e intérpretes, y si ignoran que los engañan o quieren ser engañados por ellos.


La necesidad tan grande de sostener un disparate e indignidad tan calificada, es porque los dioses del cielo que cuidan de las cosas humanas, sin duda no supieron lo que hacían los hombres en la tierra si los demonios aéreos no se lo avisaran; porque la región celeste está muy distante de la tierra, y es muy elevada, y el aire confina por una parte con ella y por otra con la tierra. ioh admirable sabiduría! Qué otra cosa sienten estos sabios de los dioses, los cuales sostienen que todos son buenos, sino que cuidan de las cosas humanas por no parecer indignos del culto y veneración que les tributan y que por la distancia de los elementos ignoran, las cosas humanas, para que se entienda que los demonios son necesarios, Y así se crea que también ellos deben ser adorados, para que por ellos puedan saber los dioses lo que pasa en las cosas humanas, y cuando fuese menester acudir al socorro de los hombres? Si esto es cierto, estos dioses, buenos tienen más noticia del demonio por la contigüidad del cuerpo que del hombre por la bondad del alma. ioh necesidad digna de la mayor compasión, o, por mejor decir, vanidad ridícula y abominable, por no llamarla ilusión fútil y despreciable! Porque si los dioses pueden ver nuestra alma con la suya libre de los impedimentos del cuerpo, para esta operación no necesitan de intermediarios los demonios; y si los dioses de la región etérea conocen por su cuerpo los indicios corporales de las almas, como son el semblante, el habla, el movimiento, infiriendo así lo que les anuncian los demonios, pueden ser también engañados con los embustes y mentiras de los demonios, esa divinidad no puede ignorar nuestras acciones. Tuviera especial complacencia en que me dijeran estos alucinados eruditos si los demonios comunicaron a los dioses cómo desagradaron a Platón las ficciones de los Poetas sobre las culpas de los dioses, y les encubrieron que ellos, se complacían con los festejos; o si les callaron lo uno y lo otro, y no quisieron que los dioses supiesen cosa alguna acerca de este asunto; o si les descubrieron lo uno y lo otro; la prudencia religiosa de Platón para con los dioses, y su apetito perjudicial al honor de los dioses; o, si, aunque quisieron encubrir a los dioses, el dictamen de Platón, reducido a no querer permitir que fuesen infamados los dioses con crímenes supuestos por la impía licencia de los poetas, sin embargo, no tuvieron pudor ni temor en manifestarles su propia vileza de que gustaban de los juegos escénicos, en los que se celebraban las ignominiosas criminalidades de los dioses. De estas cuatro razones que les propongo, elijan la que más les agrade, y consideren en cualquiera de ellas con cuánta impiedad sienten de los dioses buenos; porque si escogiesen la primera, han de conceder precisamente que no pudieron los dioses buenos vivir con el virtuoso Platón, porque prohibía la publicación de sus enormes relaciones, y que vivieron sin embargo, con los demonios malos, que se lisonjeaban con la celebración de sus maldades; y que los dioses buenos no conocían al hombre bueno que distaba mucho de ellos, sino por medio de los malos demonios, a quienes, teniéndolos tan próximos, no podían conocer. Si eligiesen la segunda, y dijesen que lo uno y lo otro les callaron los demonios, de modo que los dioses por ningún motivo tuvieron noticia, ni de la religiosa ley de Platón, ni del sacrílego gusto y deleite de los demonios, qué suceso de importancia pueden saber los dioses de los acontecimientos humanos, por medio de la legacía de los demonios, cuando ignoran las saludables sanciones que decretan por la religión los hombres virtuosos, en honor de los dioses buenos, contra el voluptuoso deseo de los malos demonios? Y si escogiesen la tercera y respondieren que no sólo tuvieron noticia por medio de los mismos demonios del sentir de Platón, que vedaba la manifestación de los afrentosos dicterios de los dioses, sino también de la lascivia y maldad de los demonios, que se entretienen y recrean con las injurias de los dioses, pregunto: esto es dar aviso o hacer mofa? Y los dioses oyen lo uno y lo otro, y lo conocen y sufren con tanta conformidad, que no sólo no rehúsan la comunicación con los malignos demonios y desean y obran acciones tan contrarias a la dignidad de los. dioses y a la religión de Platón, sino que por medio de estos impíos vecinos, al buen Platón, estando muy distantes de ellos, le remiten sus dones? Pues de tal modo los unió entre sí el orden de los elementos, que pueden comunicarse con los que les agravian, y con Platón, que los defiende, no pueden; sabiendo lo uno y lo otro, aunque no son poderosos para mudar la constitución del aire y de la tierra. Y si escogieren la cuarta, peor es que las demás; porque quién ha de sufrir que los demonios digan a los dioses inmortales las ignominias y culpas que los poetas les suponen, y los indignos escarnios que se les hacen en los teatros, y el ardiente gusto y suavísimo deleite con que los mismos demonios se entretienen con estas fruslerías? A vista de esta doctrina deben confundirse y callar cuando Platón, con gravedad filosófica, fue de parecer que se desterrasen estas infamias de una República bien ordenada, de modo que ya con esto los dioses buenos se vean obligados a saber por estos medios las obscenidades de estos perversos: no ajenas, sino de los mismos que se las dicen; y no los permiten y dejan saber lo contrario a ellas, es decir, las bondades de los filósofos; siendo lo primero en agravio y lo segundo en honra de los mismos dioses.


CAPITULO XXII: Que se debe dejar el culto de los demonios contra Apuleyo.


Y puesto que no debe adoptarse ninguna de estas cuatro cosas, porque con cualesquiera de ellas no se sienta tan impíamente de los dioses, resta que de ningún modo debe creerse lo que procura persuadirnos Apuleyo y cualesquiera otros filósofos que son de su dictamen, y sostienen que de tal manera están colocados en el lugar medio los demonios entre los dioses y los hombres, que son como internuncios e intérpretes, para que desde acá lleven nuestras peticiones y de allá nos traigan las gracias de los dioses, sino que son unos espíritus deseosísimos de hacer mal, ajenos totalmente de lo que es justo y bueno, llenos de soberbia, carcomidos de envidia, forjados de engaños y cautelas que habitan en la región del aire, porque cuando los echaron de la altura del cielo superior (lo que merecieron por la culpa y transgresión irreiterable los condenaron a este lugar como a cárcel conveniente para ellos; y no porque la región del aire era superior en el sitio a la tierra y al agua, por eso también ellos en el mérito son superiores a los hombres, los cuales fácilmente los exceden y hacen ventaja, no en el cuerpo terreno, sino en haber escogido en su favor al verdadero Dios, y en la conciencia piadosa y temerosa de Dios. Y aunque es verdad que ellos se apoderaron de muchos que son indignos de la participación de la verdadera religión como de cautivos y súbditos suyos, persuadiendo a la mayor parte de éstos que son dioses, embelecándolos con señales maravillosas y engañosas de obras y adivinaciones; sin embargo, a otros que miraron y consideraron con más atención sus vicios, no pudieron persuadirles que eran dioses, y así fingieron que eran entre los dioses y los hombres los internuncios, y los que alcanzaban de ellos los beneficios; mas ni aun esta honra quisieron se les diese los que tampoco creían que eran dioses, porque advertían que eran malos; porque éstos eran de opinión que todos los dioses eran buenos; y, con todo, no se atrevían a decir que del todo eran indignos del honor que se debe a Dios, principalmente por no ofender al pueblo el cual veían que con tantos sacrificios y templos los honraba y servía por una envejecida superstición.


CAPITULO XXIII: Lo que sintió Hermes Trimegisto de la idolatría, y de dónde pudo saber que se habían de suprimir las supersticiones de Egipto.


De modo diverso sintió y escribió de ellos Hermes, egipcio, a quien llaman Trimegisto; pues Apuleyo, aun cuando conceda que no son dioses, pero diciendo que son medianeros entre los dioses y los hombres, de modo que son necesarios a los hombres para el trato con los mismos dioses, no diferencia su culto de la religión de los dioses superiores. Mas el egipcio dice que hay unos dioses que los hizo el sumo Dios, y otros que los hicieron los hombres. El que oye esto como yo lo he puesto, entiende que habla de los simulacros que son obras de las manos de los hombres; con todo, dice que las imágenes visibles y palpables son como cuerpos de los dioses, y que hay en éstos ciertos espíritus atraídos allí que tienen algún poder, ya sea para hacer mal, ya para cumplir algunos votos y deseos de los que los honran y reverencian con culto divino. El enlazar, pues, y juntar estos espíritus invisibles por cierta parte con los visibles de materia corpórea, de manera que los simulacros dedicados y sujetos a aquellos espíritus sean como unos cuerpos animados, esto dicen que es hacer dioses, y que en los hombres hay esta grande y admirable potestad de formar dioses. Extractaré las palabras de este egipcio cómo se hallan traducidas en nuestro idioma: y porque, dice él, nos notifican que hablemos de la cognación y comunicación de los hombres y de los dioses, mira, oh Asclepio!, la potestad y vigor del hombre: así como el Señor y Padre, o, lo que es lo mismo, Dios, es hacedor y autor de los dioses celestiales, así el hombre es el fabricador de los dioses que están en los templos contentos de la proximidad del hombre. Y poco después añade: La humanidad de tal modo persevera en aquella imitación de la divinidad, acordándose siempre de su naturaleza humana y de su origen, que así como el Padre y Señor, por que fuesen semejantes a él, hizo a los dioses eternos, así el hombre hizo y figuró a sus dioses semejantes a él a la similitud de su rostro. Aquí, habiéndole Asclepio, con quien principalmente conferenciaba, respondido y dicho: Habláis, oh Trimegisto!, de las estatuas? ; entonces dice: Oh Asclepio! Ves estatuas, como tú mismo desconfías, estatuas animadas llenas de sentido y espíritu, y que ejecutan tales y tan grandes maravillas. Estatuas que saben lo futuro, adivinan y dicen en diferentes cosas lo que acaso ignora cualquier adivino; que causan las enfermedades en los hombres, y las curan y los convierten en tristes y alegres conforme lo merecieron. Ignoras, por ventura, oh Asclepio!, que Egipto es un retrato e imagen del cielo, o, lo que es mas cierto, es una traslación portentosa donde se establecen y descienden todas las cosas que se gobiernan y practican en el cielo? Y si ha de decir la verdad, añade, esta nuestra tierra es un templo vivo de todo el mundo. Y pues es conveniente que el prudente lo prevea y sepa todo, no es razón que vosotros ignoréis lo que voy a decir. Vendrá tiempo en que se advertirá que los egipcios inútilmente guardaron tan piadosa y devotamente la religión a los dioses, y que, cesando toda su santa veneración, los dejará frustrados y burlados. Después Hermes, con muchos raciocinios, prosigue este asunto, donde parece que profetiza o adivina aquella feliz época en que la religión cristiana, cuanto es más verdadera y santa, con tanta más eficacia y libertad destruye y echa por tierra todas las engañosas ficciones; para que la gracia del verdadero Salvador libre al hombre del cautiverio de los dioses, que por si estableció el hombre, y los someta a aquel Dios que hizo al hombre. Pero cuando habla, no vaticina estas maravillas, habla como si fuera amigo de estos mismos engaños; ni expresa claramente el nombre cristiano, pero lamenta que se destierren de Egipto las observancias que le hacen semejante al cielo y anuncia con lacrimoso estilo los sucesos venideros; pues era de los que dice el Apóstol: que conociendo a Dios no le dieron la gloria de Dios, ni se le mostraron agradecidos, sino que dieron en vano con sus imaginaciones y discursos, y quedó su necio corazón rodeado y sumergido en las tinieblas de su presunción y arrogancia, porque en lo mismo en que se gloriaban de sabios y literatos, en esto mismo quedaron necios e ignorantes, andando tan ciegos que profanaron la majestad de Dios inmortal1 mudándola en la imagen o estatua de hombre mortal; y lo demás que sería largo referir. Alegando Hermes tan sólidos fundamentos sobre el único y solo Dios verdadero, Criador del mundo, conformes a lo que prescribe la verdad, no sé de qué modo se deja llevar de las, oscuras tinieblas de su corazón a cosas como éstas; que quiere estén sujetos los hombres a los dioses, que confiesa son obras de los mismos hombres, y siente haya de venir tiempo en que esto desaparezca; como si pudiese haber cosa más desdichada que el hombre, a quien dominan los figmentos y estatuas que ha fabricado por sus manos; siendo más fácil que, adorando a los dioses que formó con sus propias manos, deje de ser hombre, que no porque él los adore sean dioses lo que hizo el mismo hombre, porque más presto sucede: Que el hombre colocado en honrosa condición, y en un estado superior semejante a la imagen de Dios, no conociendo, antes olvidado de su condición y nobleza, se iguale en su miseria a las bestias; que llegue a anteponerse una obra de las manos del hombre a la obra de Dios, hecha por Dios a su semejanza, esto es, al mismo hombre. Por eso el hombre pierde algún tanto de ser que tiene de aquel que le crió, cuando se sujeta y toma por superior a lo que formó con sus mismas manos. De que estas falsedades, maldades y sacrilegios desapareciesen se dolía el egipcio Hermes, porque sabía que había de llegar tiempo en que así sucediese, pero lo sentía tan sin pudor, cuanto lo sabía sin fundamento sólido; pues el Espíritu Santo no se lo había revelado como a los santos profetas, que, conociendo y previendo estos admirables sucesos, decían con alegría de su corazón: Si hiciere y fabricare el hombre dioses para sí, presto llegará el desengaño de esta vana ilusión, y experimentará que no son dioses; y en otro lugar: Vendrá tiempo, dice el Señor, en que exterminaré del mundo los ídolos y simulacros, y no habrá más memoria de ellos. Pero sobre este punto vaticinó en términos más claros e incontrastables contra Egipto el santo profeta Isaías por estas palabras: Se desharán y desaparecerán cuando viniere el Señor los ídolos que hicieron para, sí los egipcios, y el corazón de éstos se deshará y aniquilará entre sí; con lo demás que continúa en orden a la misma profecía. De éstos fueron también los que, teniendo una ciencia positiva e infalible de lo venidero, se alegraban y lisonjeaban de que hubiese venido el Mesías prometido, como Simeón y Ana, que al punto que nació Jesús le conocieron; como Isabel, que con espíritu profético le reconoció existente en el vientre de su Madre, y como Pedro cuando, revelándoselo el Eterno Padre, dijo: Tú eres Cristo, hijo de Dios vivo. Mas a este sabio egipcio le inspiraron su futura destrucción los mismos espíritus, que teniendo presente en carne humaba al Dios todopoderoso, amilanados y llenos de temor y espanto, le dijeron: A qué viniste antes de tiempo a perdernos? O porque para ellos repentinamente acaeció lo que creían debía tardar más tiempo en verificarse, o porque llamaban su destrucción y perdición al mismo acontecimiento en que fueron descubiertos, pues siendo conocidos los habían de desamparar y despreciar los hombres, lo cual era antes de tiempo, esto es, antes de la época en que se debe suceder el juicio universal, en el cual serán castigados con eterna condenación, juntamente con todos los hombres que se hallaren asociados a su compañía, como lo insinúa expresamente la verdadera religión, que ni engaña ni puede ser engañada; y no como este sabio que, dejándose llevar por una parte y por otra del viento de cualquiera doctrina, mezclando y confundiendo lo falso con lo verdadero, se duele como si hubiera de extinguirse la religión, que confiesa después llanamente ser un error.


CAPITULO XXIV: Cómo Hermes claramente confesó el error de sus padres y, con todo, le pesó que hubiese de desaparecer.


Después de algún intervalo vuelve a discurrir sobre el mismo punto y hablar de los dioses hechura del hombre, diciendo de este modo: Pero ya de estos tales basta lo referido. Volvamos al hombre y a la razón, por la cual, concedida por singular beneficio de Dios, se denominó el hombre animal racional. Admirables se nos presentan las cualidades del hombre que hemos relacionado por extenso, pero en verdad excede toda admiración que fuera posible al hombre investigar y descubrir la naturaleza divina, y ser autor, criador y único artífice de ella. Pues como nuestros mayores anduvieron muy errados e incrédulos acerca de los dioses, sin atender a su culto y religión, hallaron traza e invención para formar dioses. Y luego que la descubrieron la apropiaron y aplicaron una virtud conveniente, tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola, y ya que no podían crear almas, invocaron las de los demonios o de los ángeles; y las hicieron entrar, dentro de las imágenes y en los divinos misterios, por los cuales los ídolos pudiesen tener potestad y virtud para hacer bien y mal. No sé si los mismos demonios, a fuerza de conjuros, confesarían esta verdad como la confiesa Hermes; porque dice: nuestros antepasados andaban muy errados e incrédulos acerca de la calidad de los dioses, y, sin advertir a su culto y religión hallaron traza y modo para formar dioses. Porque no dijo que andaban un tanto equivocados para descubrir el arte de hacer dioses, ni contentóse con decir errados, sino que añadió y dijo muy errados. Este grande error e incredulidad de los que no le advertían ni se aplicaban al culto y religión de Dios inventó un raro medio de hacer dioses. Un error tan craso, una incredulidad tan dura, y la aversión o contradicción del ánimo humanó al culto y religión de Dios, encontró, sin embargo, modo de que el hombre fabricase con artificio dioses. Duélese de esta inepcia un hombre tan sabio como Hermes, sintiendo haya de venir tiempos en que se abrogue la religión divina. Adviertan, pues, cómo por virtud divina confiesa, aunque implícitamente, la alucinación y error de sus antepasados, y por una fuerza diabólica se siente penetrado de dolor por el futuro castigo de los demonios. Porque si sus mayores, procediendo con notable equivocación sobre la condición de los dioses, y estando dominados de incredulidad y aversión al culto de la religión divina, hallaron un espacioso artificio para crear dioses, qué maravilla, que todo lo que hizo esta arte abominable, contraria a la religión divina, lo quite la religión divina; pues la verdad es la que enmienda y modera el error, y la fe la que convence a la incredulidad, y la conversación la que corrige a la aversión?
Porque si, omitiendo las causas, dijera que sus predecesores habían encontrado traza y modo para hacer dioses, sin duda nos tocaba a nosotros, si éramos cuerdos y religiosos, el averiguar cómo de ninguna manera pudieran llegar ellos a conseguir este arte con que el hombre crea dioses, si no fueran equivocados en la verdad, si creyeran cosas dignas de Dios, si advirtieran y aplicaran el ánimo al culto y religión divina. Podríamos decir nosotros que las causas de este arte vano eran el error inmoderado de los hombres, la incredulidad y la aversión que el ánimo alucinado e infidente tenía a la religión divina, como la desenvoltura de los que se defienden contra la verdad merecían que dijésemos. Pero cuando esto admira el hombre más enterado que todos en lo concerniente a este arte de hacer dioses, y se duele de que ha de venir tiempo en que todas estas ficciones o estatuas de los dioses fabricadas por los hombres se manden públicamente quitar y destruir por las leyes civiles, confesando además y declarando las causas porque llegaran a experimentar tan fatal excidio, diciendo que sus antepasados, poseídos de sus errores e incredulidad, y sin advertir ni aplicar su ánimo al culto y religión divina, descubrieron el arte con que pudieron formar dioses; dejará de ser muy conforme que nosotros digamos, o, por mejor decir, demos afectuosas y reverentes gracias a Dios nuestro Señor, que por su amor benéfico hacia nosotros se sirvió desterrar y abolir tales errores, con causas contrarias a las que se instituyeron. Porque lo mismo que estableció el error y humano desvarío, lo abrogó la invención de la verdad; lo que introdujo la incredulidad lo quitó la fe, lo que instituyó la aversión que tuvieron al culto divino y a la religión, lo destruyó la conversión sincera a un Dios Santo y verdadero; y no sólo quitó y desterró de Egipto, del cual solamente se duele este sabio, el espíritu de los demonios, sino de toda la tierra, donde se canta con indecible júbilo al Señor un nuevo cántico, como lo, expresaron las letras 'verdaderamente sagradas y verdaderamente proféticas, donde dice la Escritura: Cantad al Señor un nuevo cántico, cantad y glorificad al Señor toda la tierra. Pues el titulo del salmo es: Cuando se edificaba la casa después de la cautividad. Pues construyéndose va el Señor por casa la Ciudad de Dios, que es la Santa Iglesia en toda la tierra, después del penoso cautiverio eh que los demonios tenían esclavizados a los hombres, y de estos hombres creyentes, como de unas piedras vivas y sólidas, se edificaba la casa. Pues no, porque el hombre formase dioses a su albedrío, dejaban de poseer al que los hacía; porque adorándolos se hacía su partidario y compañía, no ya de los insensatos y dolorosos, sino de los astutos demonios. Pues qué son los ídolos, sino lo que insinúa la Sagrada Escritura?, que tienen ojos y no ven, y todo lo demás que a este tenor pudo decirse de una masa, aunque artificiosamente labrada, sin embargo, sin vida ni sentido. Con todo, los espíritus inmundos, encerrados por aquella arte nefaria en los mismos simulacros, reduciendo a su compañía las almas de sus adoradores, las veían miserablemente cautivas, por lo que dice el Apóstol: Sabemos bien que el ídolo es nadie, y lo que sacrifican los gentiles, a los demonios lo sacrifican y no a Dios; no quiero que os hagáis participes y compañeros de los demonios. Así que después de este cautiverio, en que los malignos demonios tenían esclavizados a los hombres, se va edificando la casa de Dios en toda la tierra, de donde tomó su título aquel salmo que dice: Cantad al Señor un cántico nuevo. Cantad al Señor toda la tierra. Cantad al Señor y bendecid su nombre. Anunciad cada día su salud. Anunciad y evangelizad a las gentes su gloria, y todos los pueblos sus maravillas, porque es grande el Señor y digno de alabanza sobremanera, y más terrible que todos los dioses; porque todos los dioses de los gentiles son demonios, pero el Señor hizo los Cielos. El que se dolía de que había de venir tiempo en que se desterrase del mundo el culto y religión de los ídolos y el dominio que tenían los demonios sobre los que le adoraban, instigado del espíritu maligno, quería que durase siempre esta cautividad, la cual concluida, canta el Salmista rey que se va edificando la casa en toda la tierra. Profetizaba Hermes aquello doliéndose, y vaticinaba esto el profeta alegrándose. Y porque es el espíritu vencedor el que cantaba estas divinas alabanzas por medio de los profetas santos, también Hermes, lo que no quería y sentía que se abrogase, por un modo y traza admirable fue obligado a confesar que lo habían establecido no los prudentes, fieles y religiosos, sino los que andaban errados, los que eran incrédulos y opuestos al culto de la religión divina. Este sabio escritor, aunque los llame dioses, con todo, cuando confiesa que los formaron tales hombres cuales, sin duda, no debemos ser nosotros, aun contra su voluntad, manifiesta que no deben ser adorados por los que no son semejantes a los que los hicieron, esto es, a los sabios, fieles y religiosos, demostrando al mismo tiempo que los mismos hombres que los hicieron se impusieron a sí el subsidio de tener por dioses a los que no lo eran. Porque es infalible aquella divina expresión del profeta: Si hiciere y fabricare el hombre dioses, ellos no son dioses. Así que a tales dioses, habiéndolos llamado Hermes dioses de tales, fabricados artificiosamente por tales, esto es, demonios, no sé por qué arte encerrados y detenidos en los ídolos con los lazos de sus apetitos o antojos, habiendo, digo, llamado dioses a los que hablan creado los hombres, con todo, no les concedió lo que el platónico Apuleyo (de quien hemos ya hablado demostrando cuán absurda y contradictoria era su opinión) que sean intérpretes e intercesores entre los dioses que hizo Dios y los hombres que crió el mismo Dios, llevando desde la tierra los votos y peticiones, y volviendo del cielo con, los despachos y gracias. Porque es un grande desatino creer que los dioses que crearon los hombres puedan más con los dioses que hizo Dios que los mismos hombres que hizo el mismo Dios. Pues el demonio, luego que el hombre le encierra con arte sacrílego en el simulacro, vino a ser dios aunque peculiar para tal hombre, no para todos los hombres. Cuál, pues, será este dios a quien no formara el hombre sino errando y siendo incrédulo, y habiendo vuelto las espaldas al Dios verdadero? Y si los demonios que se adoran en los templos, encerrados no sé por qué arte en las imágenes, esto es, en los simulacros y estatuas visibles por industria de los hombres, que con este artificio los hicieron dioses, caminando errados y vueltas las espaldas al culto y religión divina, no son internuncios ni intérpretes entre los hombres y los dioses, y por sus perversas y torpes costumbres, aun los mismos hombres, aunque infieles y ajenos del culto y religión divina, son sin duda mejores que aquellos a quienes con sus artificios hicieron dioses; resta, pues, que la autoridad que usurpan puedan ejercerla como demonios, ya sea cuando, pareciendo que nos hacen bien nos hacen mal, porque entonces nos engañan mejor, ya cuando a las claras nos dañan. Y con todo, cualquiera operación de éstas no pueden efectuaría por sí mismos, sino cuando y en cuanto se les permite por la alta y secreta providencia de Dios, y no porque puedan mucho sobre los hombres por su amistad de los dioses, como intermedios entre los hombres y ellos. Porque de ningún modo pueden tener amistad con los dioses buenos, que nosotros llamamos ángeles santos y criaturas racionales, que habitan en las Santas moradas del cielo, ya sean tronos, o dominaciones, a principados, o potestades, de quienes distan tanto cuanto los vicios de las virtudes y la malicia de la bondad.


CAPITULO XXV: De la comunicación que puede haber entre los santos ángeles y los hombres.


Dc ningún modo por mediación e intercesión de los demonios debemos aspirar a la amistad o beneficencia de los dioses, o, por mejor decir, de los ángeles buenos, sino por la semejanza de la buena voluntad con que estamos unidos con ellos, vivimos con ellos y adoramos con ellos al mismo Dios que ellos adoran, aunque no los podamos ver con los ojos carnales; pero en cuanto somos miserables por la desemejanza de la voluntad y por la fragilidad de nuestra flaqueza, en tanto nos alejamos de ellos por el mérito de la vida, no por la distancia del cuerpo. Pues, no porque dada la condición de la carne vivamos en la tierra, por eso dejamos de juntarnos y unirnos con ellos, si no gustamos de las cosas terrenas por la inmundicia del corazón. Pero cuando, recuperada la salud, somos como ellos son, entonces, y en la fe, nos acercamos y unimos con ellos si creemos también y esperamos por su intercesión la bienaventuranza de Aquel que los hizo a ellos felices.


CAPITULO XXVI: Que toda la religión de los paganos se empleó y resumió en adorar hombres muertos.


Y verdaderamente es digno de advertir cómo este egipcio sintiendo el tiempo que habla de sobrevenir, en el cual había de desterrarse de Egipto lo mismo que confiesa fue establecido por los que andaban muy errados y eran incrédulos y contrarios al culto de la religión divina, entre otras cosas, dice: Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los delubros y templos, estará sumamente llena de sepulcros y difuntos. Como si de no desaparecer esta vana superstición, no hubieran de morir los hombres, o se hubieran de sepultar los muertos en otra parte que en la tierra, pues seguramente que cuanto más fuese corriendo el tiempo y los días, tanto mayor había de ser el número de los sepulcros por el número mayor de los muertos. Sin embargo, parece que se duele porque las memorias y capillas de nuestros mártires habían de suceder a sus delubros y templos. Sin duda por que leyendo esto los que nos tienen mala voluntad y el corazón dañado, imaginen que los paganos adoraron a los dioses en los templos, y que nosotros adoramos a los muertos en los sepulcros, pues es tanta la ceguedad de los hombres impíos, que ofenden y tropiezan con los mismos montes, y no quieren observar las cosas que les dan en los ojos, para no echar de ver y confesar que en todas las historias o memorias de los paganos, o no se hallan, o apenas se encuentran dioses que no hayan sido hombres, y que, con todo, después de muertos, procurasen honrar a todos y reverenciarlos como si fuesen dioses. Omito lo que dice Varrón, quien sustenta que tienen por dioses manes a todos los difuntos, y lo prueba por los sacrificios que se hacen a casi todos los muertos, entre los cuales refiere también los juegos fúnebres, como si éste fuera el argumento más convincente de su divinidad, puesto que los juegos no suelen dedicarse sino a los dioses. El mismo Hermes, de quien ahora hablamos, en el mismo libro donde, como vaticinando lo venidero y lamentándose, dice: Entonces esta tierra, que es un venerable asiento de los delubros y templos, estará inundada de sepulcros y difuntos; afirma que los dioses de Egipto son hombres muertos. Porque habiendo dicho que sus antepasados, andando muy errados sobre la razón de los dioses incrédulos y sin advertir al culto y religión de los dioses, hallaron artificio para hacer dioses y luego que le encontraron le aplicaron una virtud congruente y acomodada, tomándola de la naturaleza del mundo y mezclándola; y porque no podían crear almas invocaron las de los demonios o de los ángeles, las hicieron entrar dentro de las imágenes y en los divinos misterios, por las cuales los ídolos pudiesen tener poder y autoridad para hacer bien y mal; después prosigue, como intentando comprobar esta aserción con ejemplos, y dice: Porque tu abuelo, Ioh Asclepio!, que fue el primer inventor de la Medicina, a quien está consagrado un templo en el monte de Libia, cerca de la costa de los cocodrilos, donde yace su hombre mundano, esto es, su cuerpo, porque lo restante de él o, por mejor decir, todo él, si es que está todo el hombre en el sentido de la vida, mejorando se volvió al cielo, de donde acude ahora también a auxiliar en todo a las enfermedades de los hombres con su virtud divina, como antes acostumbraba con el arte de la Medicina. Ved aquí cómo dijo que adoraban por dios a un hombre difunto en el lugar donde tenía su sepultura, engañándose y engañando, diciendo que volvió al cielo. Añadiendo después otro ejemplo, dice: Hermes, mi abuelo, cuyo nombre he heredado yo, pregunto, estando en su patria qué se intitula con su propio nombre, no ayuda y conserva a todos los mortales que de todo el mundo, acuden allí? Porque Hermes el mayor, esto es, Mercurio, de quien dice que fue su abuelo, refiere que está enterrado en Hermópoli, es decir, en la ciudad de su propio nombre. Ved cómo dice que dos dioses fueron hombres, Esculapio y Mercurio. De Esculapio sienten lo mismo los griegos y latinos, aunque de Mercurio opinan muchos que no fue mortal, quien, sin embargo, dice Hermes que fue su abuelo. Pero acaso dirán que uno fue aquél y otro éste, no obstante de que tengan un mismo nombre. No reparo mucho en esta objeción, sea o no aquél, y otro distinto éste; con todo, a éste, como a Esculapio, de hombre le hicieron dios, según lo refiere Trimegisto, varón tan apreciado entre los suyos y nieto de Mercurio.
Más adelante continúa aún, y dice: Sabemos de Isis, mujer de Osiris, cuántos beneficios hace a los que la tienen favorable, y cuántos daños a los que la tienen enojada. Y, en seguida, para demostrar que de tal género son los dioses que los hombres crean con el insinuado artificio (donde da a entender que los demonios han resultado de las almas de los hombres difuntos, a quienes por el arte que descubrieron los hombres que caminaban errados, infieles y sin religión, dice que los hicieron entrar dentro de los simulacros, por cuanto los que formaban tales dioses no podían realmente crear almas), habiendo dicho él mismo de Isis lo que tengo referido: A cuántos sabemos que ha dañado el tenerla irritada, prosiguiendo dice: porque es muy fácil enojarse los dioses terrenos y mundanos, como aquellos que de ambas naturalezas han formado y compuesto los hombres. De ambas naturalezas, dice, de alma y de cuerpo, de modo que por el alma se entienda el demonio, y por el cuerpo el simulacro. Por lo que sucedió, añade, que los egipcios llamaron a estos animales santos, ordenando que en todas las ciudades se adoren las almas de los que en vida los consagraron; de tal suerte, que con sus leyes se gobiernen y se llamen con sus propios nombres. Dónde está aquella que parecía queja lastimosa, que vendría tiempo en que la tierra de Egipto, venerable asiento de los delubros y templos, estaría llena de sepulcros y de muertos? En efecto, el seductor y falso espíritu que impelía a explicarse así, a Hermes fue obligado a confesar por boca del mismo Hermes que ya entonces estaba aquella tierra inundada de sepulcros y de difuntos que eran adorados como dioses. Pero el sentimiento de los demonios les hacía hablar por boca de este sabio, porque les pesaba de ver que se acercaban y amenazaban las duras penas que habían de padecer en las memorias o capillas de los santos mártires; pues en muchos lugares de éstos son atormentados, como lo confiesan ellos mismos, echándolos de los cuerpos de los hombres, de quienes estaban tiránicamente apoderados.

CAPITULO XXVII: Del modo con que los cristianos honran a los mártires.


Tampoco nosotros fundamos en honor de los mártires templos, sacerdotes, sacrificios y solemnidades porque sean nuestros dioses, sino porque el Dios de éstos es el nuestro. Es cierto que honramos su memoria como de hombres santos, amigos de Dios, que combatieron por la verdad hasta aventurar y perder la vida de sus cuerpos para que se manifestase la verdadera religión, convenciendo y confundiendo las falsas y fingidas religiones, lo cual si algunos lo sentían antes, de miedo lo disimulaban y reprimían. Quién de los fieles oyó jamás que estando el sacerdote en el altar, aunque fuese hecho el sacrificio sobre algún cuerpo santo de cualquier mártir a honra y reverencia de Dios, dijese en sus oraciones: Pedro, o Pablo, o Cipriano, yo te ofrezco este sacrificio? Pues es manifiesto a todos que se ofrece en sus capillas u oratorios a Dios, que los hizo hombres y mártires, y los honró y juntó con sus santos ángeles en el Cielo, para que con aquella ofrenda demos gracias a Dios por las victorias de estos ínclitos soldados de Jesucristo, y para que, a imitación de semejantes coronas y palmas; renovando su memoria y suplicando al mismo Señor que nos favorezca, nos animemos. Todas las obras piadosas que practican los hombres devotos en los lugares de los mártires son beneficios que ilustran sus memorias, no sacrificios que se hacen a muertos como a dioses; y todos los que allí llevan sus comidas (aunque esto no lo hacen los mejores cristianos, y en las más partes no hay tal costumbre), con todo, los que lo ejecutan, en poniéndolas allí oran y las quitan, o para comerlas, o para distribuirlas entre los pobres y necesitados, pues sólo pretenden sacrificar y bendecir en aquel santo lugar su comida por los méritos de los mártires, en nombre del Señor verdadero de éstos. Y que esta práctica no sea ofrecer sacrificio a los mártires lo sabe y comprende el que conoce el único y solo sacrificio que allí se ofrece: el sacrificio de los cristianos. Así que nosotros no reverenciamos a nuestros mártires ni con honras divinas ni con culpas humanas, como ellos adoran a sus dioses, ni les ofrecemos sacrificios ni sus crímenes y afrentas las convertimos en un acto de religión suyo. De Isis, mujer de Osiris, diosa de Egipto, y de sus respectivos padres (quienes escriben que todos fueron reyes, y que sacrificando Isis un día en honor de sus padres descubrió la planta de la cebada, manifestando, las espigas al rey su esposo y a su consejero Mercurio, por lo cual quiere que sea la misma que Ceres), cuántos y cuán grandes crímenes y maldades se hallan escritas no en los poetas, sino en sus escrituras místicas, como lo que escribe Alejandro Magno a su madre Olimpias, conforme al secreto que le descubrió y comunicó un sacerdote llamado León; léanlo, pues, los que quieren o pudieren, y recorran su memoria los que lo hayan leído, y adviertan a qué especie de hombres muertos, o por qué hazañas practicadas por ellos les instituyeron como a dioses culto, religión y sacrificios. Y no presuman con ningún pretexto comparar a estos tales, aunque los reputen por dioses, con nuestros santos mártires, no obstante de que no los tengamos por dioses; porque de este modo no instituimos sacerdotes, ni ofrecemos sacrificios a nuestros mártires, pues esta liturgia es improporcionada, indebida, ilícita, y solamente debida a un solo Dios; de forma que no los entretendremos ni con sus culpas ni con sus juegos torpes y abominables en los cuales celebran éstos, o las abominaciones de sus dioses, si es que en vida, cuando eran hombres, cometieron semejantes crímenes, o las fingidas diversiones y deleites de los malos demonios, si es que no fueron hombres. De esta clase de demonios no tuviera Sócrates un dios, si realmente tuviera un dios, sino que, acaso, estando ajeno e inocente del arte de formar dioses, le acumularon semejante dios los que quisieron ser reputados por excelentes y singulares en el arte. Y para qué me dilato más, puesto que no hay alguno medianamente juicioso que dude no deben ser adorados estos espíritus por la esperanza de conseguir la vida bienaventurada que ha de suceder después de la actual y mortal? Pero seguramente dirán que, aunque es cierto que todos los dioses son buenos, sin embargo, los demonios, unos son buenos y otros malos, y les parecerá que deben adorarse aquellos por quienes hemos de alcanzar la vida feliz y eterna, quienes creen que son buenos; y en cuánto sea cierta o falsa esta opinión, lo demostraremos en el siguiente libro.


LIBRO NOVENO: CRISTO, IMPETRADOR DE LA VIDA ETERNA.


CAPITULO PRIMERO: A qué término ha llegado e! discurso de que se trata y lo que resta averiguar de él.


Algunos escritores han opinado que hay dioses buenos y también malos; pero otros, sintiendo con más benignidad de los dioses, los honraron y elogiaron tanto, que no se atrevieron a creer que hubiese dios alguno que fuese malo; y los que sentaron como cierto que los dioses unos son buenos y otros son malos, llamaron asimismo dioses a los demonios, y aunque fuesen dioses, sin embargo, muy pocas veces los designaron con el dictado de demonios, de tal suerte, que confiesan que al mismo Júpiter, que quieren sea el rey y príncipe de los demás, le llamó Homero demonio; mas los que afirman que todos los dioses no son sino buenos, y mucho más excelentes y mejores que los hombres que se reputan por buenos, con razón se conmueven y escandalizan de las obras que practican los demonios, las cuales no pueden negar, y entendiendo que de ningún modo pueden hacerlas los dioses, de quienes opinan que todos son buenos, se ven precisados a distinguir y hacer diferencia entre los dioses y los demonios, de tal suerte, que todo cuanto les desagrada con justa causa en sus obras o en sus malos afectos, con que los ocultos espíritus manifiestan su índole natural, creen que es propio y característico de los demonios y no de los dioses.
No obstante, porque también presumen que estos mismos demonios están colocados en el lugar medio entre los hombres y los dioses para el efecto de que, como ningún dios se mezcla y comunica con el hombre, lleven de acá sus votos y peticiones y traigan de allá lo que hubieren alcanzado; y esto mismo sienten los platónicos, que son los más insignes y famosos entre los filósofos, con quienes como los más excelentes me pareció conducente indagar y examinar esta cuestión de si el culto tributado a muchos dioses sirve para conseguir la vida feliz y bienaventurada que esperamos después de la muerte; por lo mismo en el libro anterior examinamos cómo los mismos demonios que se complacen en ciertos objetos de los que huyen y abominan los hombres cuerdos y virtuosos, esto es, de las acciones sacrílegas, abominables, de las ficciones que inventaron los poetas, no de cualquier hombre, sino de los mismos dioses, de la violencia perversa y digna de un severo castigo, de las artes mágicas, examinemos, digo, cómo los demonios como más allegados amigos, puedan conciliar los hombres buenos con los dioses buenos y hallamos y averiguamos que no pueden practicarlo de modo alguno.


CAPITULO II: Si entre los demonios, a los que los dioses son superiores, hay algunos buenos, con cuyo favor pueda el alma del hombre llegar a obtener la verdadera felicidad.


Y así, este libro, según lo prometimos al fin del pasado, tratará sobre la diferencia que hay, si quieren que haya alguna, no entre los dioses porque de todos ellos dicen que son buenos, ni de la distinción que hay entre los dioses y los demonios, de quienes separan a los dioses y las diferencias de los hombres, colocando a los demonios entre los dioses y los hombres, sino de la diferencia que hay entre los mismos demonios, que es el asunto perteneciente a la presente cuestión. Por cuanto entre la mayor parte de los filósofos gentiles suele decirse comúnmente que los demonios, unos son buenos y otros malos; cuya opinión, ya sea también de los filósofos platónicos, ya sea de cualesquier otros, no es razón que la adoptemos sin examinarla escrupulosamente, porque no crea alguno que debe imitar a los demonios con espíritus buenos, y mientras por su mediación desea y procura alcanzar la amistad de los dioses, de todos los cuales cree que son buenos para poder vivir con ellos; después de su muerte, implicado y alucinado con los artificiosos engaños de los espíritus malignos, no vaya errado y descaminado del todo del verdadero Dios, con quien solamente, en quien y de quien consigue únicamente la bienaventuranza el alma humana, esto es, la racional e intelectual.


CAPITULO III: Lo que atribuye Apuleyo a los demonios, a quienes, sin quitarles la razón, no les concede virtud alguna.


Cuál es, pues, la diferencia que se supone entre los demonios buenos y los malos, supuesto que tratando generalmente de ellos el platónico Apuleyo, y diciendo tantas particularidades de sus cuerpos aéreos, no expresó cosa alguna de las virtudes del alma, de las cuales debieran tener si fueran buenos? Así que omitió la causa por la cual podían ser eternamente felices, mas no pudo callar el indicio por el que consta de su miseria, confesando que la parte principal, que ellos llaman entendimiento, con que dijo que eran racionales, por lo menos la que no estaba prevenida y abroquelada con la virtud, no escapaba de las pasiones desordenadas del alma, sino que también ella, como suelen los ánimos estúpidos, padece de algún modo tempestuosas borrascas y perturbaciones, sobre lo cual se explica así: Del número de estos demonios son casi -dice- todos los dioses que acostumbran los poetas, no muy distantes de la verdad, fingir que tienen odio o amor a algunos hombres, concediendo prosperidades, elevando a unos y humillando a otros; así que se compadecen, se irritan, se afligen y alegran, y padecen todo cuanto el ánimo de un hombre sufre, corriendo su tormenta con la misma tribulación y agitación de ánimo por las temibles ondas de pensamientos dudosos; todas las cuales turbaciones y borrascas son muy ajenas de la tranquilidad de los dioses celestiales.
Acaso en estas expresiones hay alguna duda en que diga que se turban como mar proceloso con las bravas borrascas de sus pasiones, no ciertas partes inferiores del alma, sino el mismo espíritu de los demonios, con que efectivamente son animales racionales? De modo que ni merecen que los comparen con los hombres sabios y cuerdos que a semejantes turbaciones del ánimo (de, las que no se libra la flaqueza humana, aun cuando las padecen por la suerte y condición de esta vida mortal) las suelen resistir sin inquietud alguna de su espíritu, sin dejarse arrastrar de ellas para consentir o ejecutar una sola acción que desdiga del camino recto de la sabiduría y ley de la justicia, sino que los demonios, siendo semejantes y parecidos a los hombres necios e injustos, no en los cuerpos, sino en las condiciones, por no decir peores, por ser más antiguos en tiempo, incurables e insanables por la debida pena, corren también la tormenta y borrasca del mismo espíritu, como lo dice este mismo filósofo, sin tener en parte alguna de su ánimo consistencia ni firmeza en la verdad y en la virtud con que suelen contrarrestar las turbaciones y aflicciones del alma.


CAPITULO IV: Lo que sienten los peripatéticos y los estoicos sobre las perturbaciones que suceden en el alma.


Dos opiniones hay de los filósofos sobre los movimientos del alma que los griegos llaman pathí, y algunos de los latinos, como Cicerón, perturbaciones; otros, aflicciones o afectos, y otros, más expresamente, deduciendo el sentido literal de la voz griega, los llaman pasiones. Estas perturbaciones, afecciones o pasiones, dicen algunos filósofos que las acostumbra padecer también el sabio, pero moderadas y sujetas a la razón, de modo que el imperio del alma las refrena y reduce a una moderación conveniente. Los que sienten así son los platónicos o aristotélicos, porque Aristóteles fue discípulo de Platón y fundó la secta peripatética; pero otros, como son los estoicos, opinan que de ningún modo padece semejantes pasiones el sabio, aunque de éstos, es decir, los estoicos, prueba Cicerón en los Iibros de finibus bonorum et malorum, que están encontrados con los platónicos y peripatéticos, más en las palabras que en la sustancia, porque los estoicos no quieren llamar bienes, sino comodidades a los bienes del cuerpo y a los exteriores, porque no quieren que haya otro bien en el hombre sino la virtud, como que ésta es el arte y norma del bien vivir, la cual no se halla sino en el alma, a cuyos bienes llaman los platónicos llanamente y según el común modo de hablar, bienes, aunque en comparación de la virtud con que se vive bien y ajustadamente son bien pequeños y escasos, de donde se sigue que como quiera que los unos y los otros los llamen bienes o comodidades, con todo, los estiman en igual grado, y en esta cuestión, los estoicos no ponen cosa particular, sino que se agradan en la novedad de las palabras; así que soy de parecer que en la actual controversia sobre si el sabio suele tener pasiones o perturbaciones del alma, o si está del todo libre de ellas, es cuestión de palabras, pues presumo que es tos filósofos en este punto sienten lo mismo que los platónicos y los peripatéticos en cuanto a la fuerza y naturaleza del asunto controvertido, no en cuanto al sonido de las palabras; porque omitiendo otras particularidades con que pudiera demostrarlo, por no ser prolijo, expondré solamente una, que será evidentísima. En los libros intitulados de las Noches Árticas escribe Aulo Gelio, hombre muy instruido y elocuente, que se embarcó en cierta ocasión en compañía de un famoso filósofo estoico. Este sabio, como lo refiere más larga y difusamente el mismo Aulio Gelio, lo cual tocaré bien de paso, viendo la nave combatida de una terrible tempestad v con peligro de sumergirse, conmovido de la fuerza del temor, se demudó totalmente y perdió su color natural. Los que presenciaron tan fatal desgracia notaron la repentina mudanza, y aunque advertían que les amenazaba la muerte estuvieron curiosamente atentos, observando si el filósofo se turbaba en el ánimo; después sosegada y pasada la borrasca, así como la seguridad y bonanza, dio lugar para hablar y también para divertirse; uno de los que iban en la nave, que era hombre rico, natural de la provincia de Asia, vivía con mucho regalo y ostentación preguntó, bromeándose con el filósofo, por qué había temido y demudado el color, habiendo él permanecido sin recelo alguno en el pasado inminente riesgo. Pero el estoico le respondió lo que Aristipo Socrático, quien oyendo, en ocasión semejante las mismas palabras de otro hombre, le dijo que con justo motivo no se había turbado por la pérdida de la vida de un hombre tan perdido y disoluto como él, mas que fue muy puesto en razón que temiese por la vida de Aristipo, habiendo así cortado y tapado la boca con tal respuesta a aquel hombre poderoso. Preguntó después Aulio Gelio al filósofo sobre su anterior terror, no con intención de sonrojarle, sino por saber cuál había sido la causa de su miedo, quien por enseñar y satisfacer completamente a uno que deseaba con vivas ansias saber, sacó luego de un fardito suyo un libro del estoico Epicteto, donde se contenían doctrinas conformes a los decretos y opiniones de Zenón y de Crisipo, los cuales sabemos fueron los príncipes y corifeos de los estoicos. En este libro, dice Aulio Gelio que leyó que había sido opinión de los estoicos que las visiones del alma, que llaman fantasías y no dependen de nuestra potestad y albedrío, acontecen y dejan de acontecer al alma cuanto proceden de representaciones horribles y temibles, y así es necesario que conmuevan y agiten aun el ánimo de un sabio, de modo que se encoja algún tanto de miedo o se intimide con la melancolía, en atención a que estas pasiones previenen y se anticipan al ejercicio del juicio y de la razón; pero que no por eso causaban en él alma la opinión del mal, ni se aprobaban o consentían, porque quieren que esto esté en nuestra mano, y entienden hay diferencia entre el ánimo del sabio y el del necio; que el ánimo del ignorante se rinde a las pasiones, acomodándoles el consentimiento de la voluntad, pero el del sabio, aunque las padezca necesariamente, con todo, conserva y guarda en su íntegra y firme voluntad el verdadero y sólido consentimiento sobre lo que con justa causa debe o no apetecer. Este raciocinio le he expuesto como he podido, aunque no con tanta extensión como Aulio Gelio, pero, a lo menos, más conciso, y a lo que presumo, más claro, lo cual refiere este escritor haberlo leído en el libro de Epicteto con cuanto dijo y sintió siguiendo la doctrina de los estoicos.
Y si esto es cierto no hay diferencia, o muy poca, entre la opinión de los estoicos y la de los otros filósofos sobre las pasiones y perturbaciones del alma, pues unos y otros defienden y eximen el ánimo del sabio de su dominio, y por eso mismo dicen acaso los estoicos que no las padece el sabio, porque no entorpecen con error alguno o manchan su sabiduría, con que efectivamente es sabio. Sin embargo, suceden en el ánimo del sabio, salva la tranquilidad de la sabiduría, por aquello que denominan comodidades o incomodidades, aunque no los quieren llamar bienes o males; porque si realmente aquel filósofo no estimara aquellos objetos que veía que había de perder en el naufragio, como es esta vida y la salud del cuerpo, no temiera tanto aquel peligro que le publicara tan bien como demudarse y perder su color; con todo, podía padecer aquella extraña conmoción, y tener con esto fija en su ánimo la opinión de que aquella vida y salud del cuerpo, con cuya pérdida le amenazaba aquella cruel tormenta, no eran bienes que a los que los poseían hacían buenos, como lo hace la justicia, y lo que dicen de aquellos que no se deben llamar bienes, sino comodidades, se debe atribuir al debate y contienda que hay sobre las palabras, y no al examen y averiguación de la sustancia.
Porque qué importa altercar sobre si se llaman mejor bienes o comodidades, con tal que por miedo de no perderlos, no menos el estoico que el peripatético se estremezca y se demude no llamándolos de un mismo modo, sino estimándolos en un mismo grado? Unos y otros, en efecto, si con riesgo de estos bienes o comodidades los obligasen a que cometan algún pecado o acción torpe, de suerte que de otra conformidad no los puedan conservar, dicen que más quieren perder todo aquello con que se conserva la vida y salud corporal, que hacer una acción con que se profane y ofenda la justicia. De esta manera, el ánimo, estando fijo en este propósito, no deja prevalecer en sí, contra razón, ninguna perturbación, aunque sucedan averías en las partes inferiores del alma, antes él es señor absoluto de ellas, y, no consintiéndolas, antes resistiéndolas, hace que reine en él la virtud. Tal como éste pinta también Virgilio a Eneas donde dice: Mens inmota manet, lacrymae volvuntur manes: el ánimo está inmóvil, corren en vano las lágrimas.


CAPITULO V: Que las, pasiones que padecen los ánimos no inclinan ni atraen al vicio, sino que prueban la virtud.


No hay necesidad por ahora de, que demostremos copiosa y particularmente qué es lo que acerca de las pasiones nos enseña la Sagrada Escritura, que es donde se contiene y encierra la erudición cristiana; porque aquella misma alma la sujeta a Dios para que la dirija y favorezca, y las pasiones al alma para que las modere y refrene, de modo que se conviertan en aprovechamiento de la justicia. En efecto, en la escuela cristiana, no tanto se pregunta si un ánimo piadoso y temeroso de Dios se irrita, sino por qué se enoja; ni si se entristece, sino por qué se melancoliza; ni se teme, sino qué es lo que teme, porque ni el enojarse con quien peca para que se enmiende, ni el entristecerse por un afligido deseando que se libre, ni el temer por el que está en peligro, porque no se pierda, no se yo si hay alguno que, considerándolo bien, lo reprenda.
Porque también es opinión particular de los estoicos que la misericordia es reprensible; pero cuánto más razonable fuera que se turbara el otro estoico de compasión y misericordia por librar un hombre que no que mudase el color por temor del naufragio? Mucho mejor, con más humanidad, y conforme al sentir de los piadosos y temerosos de Dios, habló Cicerón en elogio, de César cuando dijo: Entre todas tus virtudes, oh César!, ninguna hay ni más admirable ni más agradable que la misericordia. Y qué es la misericordia, sino una compasión de nuestro corazón de la ajena miseria, que nos obliga e impele si podemos ayudarla? Y este movimiento va sujeto y sirve a la razón cuando se usa de misericordia, de modo que se conserve la justicia, ya sea cuando se usa con el necesitado; o cuando se perdona al arrepentido. A ésta Cicerón, que habló excelente y elocuentemente, no dudó llamarla virtud, a la cual los estoicos no se ruborizan de colocarla entre los vicios, los cuales, sin embargo, según la doctrina de Zenón y Crisipo, que fueron los principales jefes de esta secta, admiten semejantes pasiones en el ánimo del sabio, quien, no obstante, quieren que esté exento de todos los vicios. De donde se infiere que no reputan por vicios las pasiones cuando recaen en el sabio, con tal que no prevalezcan contra la virtud y esencia del alma, viniendo a ser una misma la sentencia de los peripatéticos, y aun también la de los platónicos y la de los estoicos, a no ser que, como dice Tulio, ya es costumbre antigua el debatir los griegos sobre el nombre y modo de decir, siendo más aficionados a altercar que a saber la verdad.
Pero todavía puede preguntarse con razón si es propio de la flaqueza e inconstancia de la vida presente el padecer semejantes afectos, aun en toda especie de ejercicios virtuosos. Porque los santos ángeles, aunque sin airarse, castiguen a, los que castiga la ley eterna de Dios, y aunque socorran a los miserables sin compadecerse de su miseria y favorezcan sin padecer temor a los enemigos que ven en, peligro, sin embargo, les acomodamos los nombres de las pasiones, en el uso común del lenguaje humano, por una cierta semejanza que tienen en las obras, mas no por flaqueza alguna en los afectos; así como el mismo Dios, según la divina Escritura, se enoja y, con todo, no se turba con ninguna pasión, en atención a que se aprovechó de esta palabra y la usó el efecto de la venganza, y no porque en él residiese afecto alguno de turbación.


CAPITULO VI: De que especie son las pasiones que confiesa Apuleyo padecen los demonios, quienes dice favorecen a los hombres delante de los dioses..


Pero, omitiendo por ahora la cuestión de los santos ángeles, veamos como dicen los platónicos que los demonios, colocados en el lugar medio entre los dioses y los hombres, padecen las terribles borrascas de las pasiones. Porque si no sufrieran semejantes movimientos teniendo el ánimo libre, superior y señor de sí mismos, no dijera Apuleyo que corren su tormenta con la misma turbación y agitación de ánimos por las procelosas ondas de pensamientos. El espíritu de éstos, es decir, la parte superior del alma, con que son racionales, y donde la virtud y la sabiduría, si existiese alguna en ellos, había de tener el mando y señorío para moderar y regir las turbulentas pasiones de las partes inferiores del alma, el espíritu de éstos, digo, como lo confiesa este platónico, padece una cruel tormenta de perturbaciones, luego el espíritu de los demonios está sujeto a las pasiones de los apetitos, a temores, enojos y todos los otros afectos; qué parte, pues, les queda libre y que sea señora de la sabiduría, con que puedan agradar a los dioses y, a semejanza de los dioses buenos, mirar por los hombres cuando su espíritu, estando sujeto y oprimido de las imperfecciones y vicios de las pasiones, todo lo que naturalmente tiene de discurso y entendimiento, con tanta más eficacia lo aviva para alucinar y engañar cuanto más poseído está del apetito y pasión de hacer mal?


CAPITULO VII: Que los platónicos dicen que los poetas han infamado a los dioses con sus ficciones, haciéndolos combatir entre sí, siguiendo contrarias opiniones. siendo este oficio propio de los demonios y no de los dioses.


Si alguno dijere que los dioses fingidos por los poetas, aunque no muy distantes de la verdad, que tienen odio o amor a algunos hombres, no son absolutamente del número de todos los demonios, sino de los malos, de quienes dijo Apuleyo que corrían tormenta con las borrascas de su ánimo por las procelosas ondas de sus pensamientos, cómo podremos comprender este enigma, pues cuando lo decía no describía la medianía de algunos en particular, esto es, la de los malos, sino generalmente la de todos los demonios entre los dioses y los hombres, por razón de sus cuerpos aéreos? Esto, dice, es lo que suponen los poetas al formar dioses de tales demonios, ponerles nombre de dioses, y de éstos distribuir entre los hombres que ellos estiman los amigos y enemigos, con la desenfrenada licencia de su fingido verso, confesando por otra parte que los dioses están muy lejos de las condiciones de los demonios, así por razón del lugar celestial que ocupan como por la riqueza y abundancia de la bienaventuranza que poseen.
Esta es, pues, la ficción de los poetas, llamar dioses a los que no son dioses, y obligarles a reñir entre sí, bajo el nombre de dioses, por amor de los hombres que ellos, según la parcialidad que han adoptado, aman o aborrecen; y dice que no dista mucho de la verdad esta ficción, porque llamando dioses a los que no lo son, sin embargo, los pintan tan demonios como son en sí mismos. Por último dice, que de éstos fue aquella Minerva de Homero, que en medio de las discordias de los griegos acudió a reprimir y aplacar a Aquiles.
Así que, el ser aquella Minerva, quiere que sea ficción poética; porque, en efecto, tiene por diosa a Minerva, y la coloca muy lejos del trato y comunicación de los mortales en el elevado éter, asiento principal entre los dioses, de quienes cree que son buenos y bienaventurados; y ser algún demonio que favorecía a los griegos en contra de los troyanos (como señaló otro que ayudaba a los troyanos en contra de los griegos; a quien distingue el mismo poeta con el nombre de Venus o de Marte, a cuyos dioses pone en lugares y moradas celestiales, sin que se ocupen en semejantes encargos) y el combatir estos demonios entre sí en favor de los que estiman, y en contra de los que aborrecían, esto confesó que dijeron los poetas, sin separarse mucho de la verdad. Pues éstos así lo refirieron por aquellos de quienes confiesa que corren su tormenta como los hombres, con la misma turbación y agitación de ánimo por las procelosas ondas de pensamientos para poder ejercer en favor de unos y contra otros el amor y el odio, no según razón y justicia, sino como acostumbraba el pueblo, semejante a ellos en favorecer a, los cazadores y aurigas en los juegos circenses, inclinándose a la parte que estaba más apasionado; y esto parece fue lo que pretendió el filósofo Platónico, que no se creyese cuando lo dijesen los poetas que lo hacían los mismos dioses, cuyos nombres ellos fingen y ponen, sino los demonios intermedios.


CAPITULO VIII: Cómo define Apuleyo Platónico los dioses celestiales, los demonios aéreos y los hombres terrenos.


Y qué significa la definición de éste acerca de los demonios? Hay acaso tan poco que advertir en ella, donde tan determinadamente comprendió, sin duda, a todos, cuando dijo que los demonios en el género eran animales; en el ánimo, pasivos; en el entendimiento, racionales; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos; en las cuales cinco cualidades no dijo alguna que al parecer tengan los demonios común, a lo menos con los hombres virtuosos, que no halle también en los malos.
Porque comprendiendo a los mismos hombres en una larga descripción, hablando de ellos en su respectivo lugar como de los más ínfimos y terrenos, después de haber tratado primeramente de los dioses celestiales, en habiendo encomendado las dos partes, de lo supremo y de lo ínfimo, pasa a hablar de lo ínfimo. En el tercer lugar, de los demonios medios, dice lo siguiente: así que los hombres que habitan en la tierra tienen uso de razón y hablan, tienen almas inmortales, los miembros mortales, los pensamientos livianos y congojosos, los cuerpos brutos y sujetos, las condiciones desemejantes y semejantes, los errores, el atrevimiento obstinado, la esperanza pertinaz, el trabajo inútil, la fortuna caduca, siendo en especial mortales, pero todos generalmente perpetuos, mudables sucesivamente en la propagación, gozando de tiempo veloz, de tarda sabiduría, temprana muerte y afligida vida. Aquí, donde refiere tantos particulares pertenecientes a la mayor parte de los hombres, acaso pasó en silencio aquella cualidad que sabía concernía a muy pocos, que es la tarda sabiduría? Lo cual, si lo omitiera, no podría definir bien y rectamente al hombre con tan prolija descripción, y cuando elogia la excelencia de los dioses, dice que la misma bienaventuranza, adonde pretenden los hombres arribar por medio de la sabiduría, era lo que en ellos aparecía más excelente.
Por lo cual, si quisiera que se entendiera que había algunos demonios buenos, pusiera también en su descripción alguna circunstancia por donde se comprendiera que tenía con los dioses alguna parte de bienaventuranza, o con los hombres cualquiera especie de sabiduría. Pero aquí no refiere cosa alguna buena suya con que los buenos se diferencian de los malos, aunque anduvo escaso en declarar más libremente la malicia de ellos, no tanto por no ofenderlos cómo por no disgustar a sus adoradores, con quienes hablaba. Sin embargo, dio a entender a los cuerdos y prudentes lo que debían sentir de ellos, supuesto que a los dioses, a todos los cuales quiso que los tuviesen por virtuosos y bienaventurados, los eximió del todo de sus pasiones, juntándolos con ellos en sola la eternidad de los cuerpos; repitiendo una y muchas veces claramente que los demonios en el ánimo son semejantes, no a los dioses, sino a los hombres, y esto no en lo bueno de la sabiduría, de que también pueden participar los hombres, sino en la perturbación de las pasiones, la cual domina en los ignorantes y malos, pero los sabios y virtuosos la tratan de modo que quisieran más no tenerla que vencerla.
Porque si quisiera que se entendiera que los demonios tenían con los dioses la eternidad, no de los cuerpos, sino de los ánimos, sin duda que no distinguiera y apartara a los hombres de la participación de semejante cualidad; pues, sin duda, como Platónico defiende que los hombres tienen igualmente los ánimos eternos, y por eso, describiendo este género de animales, dijo que los hombres tenían las almas inmortales y los miembros mortales. Y así, si por esta razón no tienen los hombres común con los dioses la eternidad, por cuanto en el cuerpo son mortales, luego por la misma la tienen los demonios, porque en el cuerpo son inmortales.


CAPITULO IX: Si por intercesión de los demonios puede granjearse el hombre la amistad de los dioses celestiales.


Qué tales, pues, serán los medianeros entre los hombres y los dioses, por cuyo medio han de pretender los hombres la amistad y gracia de los dioses, supuesto que con los hombres tienen lo peor, que es en el animal lo más estimable, esto es, el alma, y con los dioses tienen lo mejor, que es en el animal lo más despreciable, que es el cuerpo? Pues constando todo animal de alma y cuerpo, de las cuales dos cualidades, sin duda, el alma es más noble que el cuerpo, y aunque defectuosa y enferma, con todo, es mucho mejor a lo menos que el cuerpo, por muy sano y firme que esté, porque su naturaleza es más excelente; y por las imperfecciones de los vicios no se pospone al cuerpo, así como al oro, aunque esté mohoso, se estima en más que la plata y el plomo, no obstante que estén purísimos estos metales, estos medianeros de los dioses y de los hombres por cuya interposición se junta y comunica lo divino y lo humano, con los dioses participan de un cuerpo eterno y con los hombres de un ánimo vicioso, como si la religión con que quieren los hombres unirse con los dioses por medio de los demonios estuviera colocada en el cuerpo y no en el alma.
Y qué pecado, diremos, o qué culpa colgó a estos medianeros falsos y engañosos, como cabeza abajo, de modo que tenga la parte inferior del animal, esto es el cuerpo, con los superiores, y la superior, esto es el alma, con los inferiores, y que en la parte sujeta, y que sirve que estén unidos con los dioses celestiales, y que con los hombres terrenos sean miserables en la parte que tiene el mundo? Porque el cuerpo es esclavo, como lo dice también Salustio, que nos servimos y aprovechamos del imperio del alma, y comúnmente del servicio del cuerpo. Y añadió el filósofo: Lo uno tenemos común con los dioses, y lo otro con los brutos, pues hablaba de los hombres, que, como las bestias, tienen cuerpo mortal.
Pero éstos que los filósofos nos proveyeron por medianeros entre nosotros y los dioses es verdad que pueden decir del alma y del cuerpo: el uno le tenemos común con los dioses, y otro con los hombres; pero, según dije, como trastornados y suspendidos de un modo irregular, teniendo el cuerpo, que es siervo y esclavo, con los dioses, bienaventurado, y el alma, que es la señora, con los hombres, miserable; elevados y encumbrados por la parte inferior, y abatidos y postrados por la superior. Y así, aunque alguno imagine que pueden tener la eternidad con los dioses, por cuanto sus almas con ninguna especie de muerte pueden dividirse del cuerpo como la de los animales terrestres, tampoco debe estimarse en esta conformidad su cuerpo como una eterna carroza de famosos y honrados héroes, sino como una eterna prisión y calabozo de cautivos y condenados.


CAPITULO X: Que, según la sentencia de Plotino, son menos miserables los hombres en los cuerpos mortales que los demonios en los eternos.


Plotino, escritor cercano a nuestros tiempos, es el que se lleva ciertamente la gloria y fama de haber entendido mejor que los demás a Platón; éste, tratando de las almas de los hombres, dice así: El padre misericordioso les puso unas prisiones y ataduras mortales; por lo qué es de dictamen que esto mismo que es ser los hombres mortales en el cuerpo era misericordia de Dios Padre, porque no estuviesen siempre presos en la miseria de esta vida.
De esta misericordia ha parecido indigna la malicia de los demonios, pues en la miseria del ánimo pasivo les cupo, no cuerpo mortal como a los hombres, sino eterno; porque, efectivamente, serían más felices que los hombres si tuvieran con ellos el cuerpo mortal, y con los dioses el alma bienaventurada; y fueran iguales con los hombres si con ánimo miserable por lo menos merecieran también tener con ellos el cuerpo mortal, si adquirieran algún tanto de piedad, de modo que llegaran a conseguir el descanso de los
trabajos siquiera en la muerte. Pero no solamente son más felices que los hombres teniendo un ánimo miserable, sino que son aún más miserables con la perpetua prisión del cuerpo; y no quiso que imaginasen venían a convertirse de demonios en dioses, aprovechando en la práctica de obras piadosas y prudentes, supuesto que dijo expresamente que los demonios eran eternos.


CAPITULO XI: De la opinión de los platónicos, que creen que las almas de los hombres son demonios después de salir de los cuerpos.


Dice que las almas de los hombres son demonios, y que de hombres se hacen lares, si son de buen mérito, y si de malo, lemures o larvas, y que cuando se ignora si tienen buenos o malos méritos, entonces se denominan dioses Manes. Y con tal opinión, quién no advierte, por poco que quiera atenderlo, el abismo que descubren para perseverar en las perversas costumbres? Pues por más perversos y abandonados que sean los hombres, creyendo que han de ser o larvas o dioses Manes, vienen a ser tanto peores cuanto más inclinados y deseosos están de causar males; de modo que entienden que aun después de muertos los han de convidar con ciertos sacrificios, como si fuesen honores divinos, a que hagan daño, porque las larvas -dice-, que son unos malos y perjudiciales demonios que se forman de los hombres; pero ésta es otra cuestión, y por eso dice que, en griego, los bienaventurados son llamados Eudémones, por cuanto son buenas almas, esto es, buenos demonios, confirmando también que las almas de los hombres son demonios.


CAPITULO XII: De las tres cosas contrarias con que, según los platónicos, se distingue la naturaleza de los demonios y la de los hombres.


Pero ahora hablamos de aquellos que descubrió según su propia naturaleza, colocándolos entre los dioses y los hombres, en el género, animales; en el entendimiento, racionales; en el ánimo, pasivos; en el cuerpo, aéreos; en el tiempo, eternos. En efecto, habiendo puesto primeramente a los dioses en el alto cielo, y a los hombres en la tierra, distintos entre sí, así en los lugares como en la dignidad y perfección de su naturaleza, concluye de este modo: Tenéis dos especies de animales, los dioses, que son muy diferentes de los hombres en la elevación del lugar, en la perpetuidad de la vida, en la perfección de la naturaleza, sin que haya entre ellos ninguna comunicación próxima; así, por ser prolongada en el espacio y distancia que divide las moradas altas de las ínfimas, como porque en el Cielo la vida es eterna e indeficiente, y en la tierra caduca y perecedera, y porque aquellas naturalezas están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas están en lo más despreciable de la miseria.
Aquí advierto relacionadas tres cosas contrarias acerca de las dos partes extremas de la naturaleza de los animales, esto es, de la suma y de la ínfima, pues las insinuadas tres circunstancias loables y buenas que propuso acerca de los dioses, las vuelve a repetir, aunque con diferentes términos, de manera que coteja las de los hombres con otras tres contrarias. Las tres de los dioses son éstas: la altura del lugar, la perpetuidad de la vida y la perfección de la naturaleza. Estas las volvió a repetir con diferentes palabras, oponiéndolas otras tres contrarias a la condición humana: Porque es tan grande -dice- el espacio y distancia que divide las moradas sumas de las ínfimas, pues había dicho la altura del lugar y la vivacidad, que añade allá es eterna e indeficiente y acá caduca y perecedera, ya, que había dicho la perpetuidad de la vida, y dice, que aquellas naturalezas están en la cumbre de la bienaventuranza, y éstas en lo más ínfimo de la miseria, pues había dicho la perfección de la naturaleza. Tres cosas afirmó sobre los dioses, que son la sublimidad del lugar, la eternidad, la bienaventuranza, y de los hombres otras tres contrarias a éstas, que son el lugar ínfimo, la mortalidad y la miseria.


CAPITULO XlII: Cómo los demonios, supuesto que con los dioses no son bienaventurados, ni con los hombres miserables, son medios entre unos y otros, sin comunicarse con los unos ni con los otros.


Entre estas tres particularidades de los dioses y de los hombres, porque en medio colocó a los demonios, no hay controversia sobre el lugar, pues entre lo más alto y lo más bajo muy bien viene y se dice el lugar medio. Restan las otras dos, que será razón examinemos con alguna mayor diligencia, indagando si es cierto que, o no les convienen a los demonios, o que se les deben acomodar y distribuir como parece que lo pide la medianía y es innegable que no pueden dejar de convenir a los demonios.
Porque, aunque decimos que el lugar medio no es el sumo ni el ínfimo, no podemos decir de igual manera que los demonios, siendo animales racionales, no son bienaventurados ni miserables, como son las planetas y las bestias, que carecen de sentido o razón, sino que los que participan de razón es necesario que sean miserables o bienaventurados. Asimismo, no podemos afirmar con fundamento que los demonios no son mortales ni eternos, puesto que todos los vivientes, o viven perpetuamente o acaban la vida con la muerte; pero ya dijo este autor que los demonios, en tiempo, eran eternos. Qué resta, pues, sino que los medios de las dos ciudades de los sumos tengan la una, y de las otras dos de los ínfimos la otra? Pues si tuvieran las dos de los ínfimos o las dos de los sumos, no serían ya medios, sino que o se excedieran o inclinaran a una de las partes; así que, según llevamos demostrado, no pueden carecer de ambas, y, por consiguiente, deben medirse con igualdad, tomando de ambas partes la una, y ya que de los ínfimos no pueden tener la eternidad, porque no gozan de ella, solamente pueden obtenerla de los sumos, por lo cual no les queda otra cosa que puedan tener de los ínfimos para cumplir su medianía, sino la miseria.
Según opinión de los platónicos, los dioses que ocupan el lugar más elevado participan de una bienaventurada eternidad, o de una eterna bienaventuranza; los hombres, que obtenían el lugar más humilde, de una miseria mortal, o de una mortalidad miserable, y los demonios, que están en medio, de una eternidad miserable, o de una eterna miseria. Con las cinco cualidades que describió en la definición de los demonios, todavía no probó que eran medios, como lo prometía, pues dijo que en tres cosas convenían con nosotros, en ser animales en el género, en el entendimiento racionales y en el ánimo pasivos, y con los dioses en una, que consistía en ser eternos en tiempo; y asimismo que tenían una propia, que era ser aéreos en el cuerpo. Cómo, pues, serán medios, si en una cualidad convienen con los sumos y en tres con los ínfimos? Quién no advierte cuánto se inclinan y deprimen a los ínfimos pasando de la medianía? Sin embargo, pueden hallarse allí realmente medios, de modo que tengan una propia y peculiar, que es el cuerpo aéreo, como también los sumos ínfimos tienen otra propia suya: los dioses, cuerpo etéreo, y los hombres, terreno, y que las dos son comunes a todos, que es que en el género sean animales y en el ánimo racionales.
Porque hablando este autor de los dioses y de los hombres, tenéis dos especies de animales, y estos autores no suelen llamar a. los dioses sino racionales en el alma. Dos cosas restan, que son: ser pasivos en el ánimo y eternos en el tiempo. En una de éstas convienen con los ínfimos, y en la otra con los sumos, para que, ajustada la medianía con cierta proporción, ni se eleve a lo sumo, ni se incline ni abata a lo ínfimo, y ésta es aquella miserable eternidad o eterna miseria de los demonios, en atención a que quien los llamó pasivos en el ánimo los llamara asimismo miserables si no le dominara el pudor por respeto a sus adoradores. Y supuesto que, según lo confiesan estos mismos filósofos, se gobierna el mundo con la providencia dcl sumo Dios y no por caso fortuito, jamás fuera eterna la miseria de éstos si no fuera excesiva su malicia; luego si los bienaventurados se llaman Eudémones, no son Eudémones los demonios a quienes colocan en el lugar medio entre los hombres y los dioses. Cuál es el lugar de estos buenos demonios que, estando sobre los hombres y debajo de los dioses, acuden a favorecer a los unos y servir a los otros? Porque si son buenos y eternos, sin duda son también bienaventurados; pero la bienaventuranza eterna no consiente que sean medios, pues los compara y aproxima mucho a los dioses. Por lo cual en vano intentarán demostrar cómo los demonios buenos, si son igualmente inmortales y bienaventurados, se colocan justamente en medio entre los dioses, inmortales y bienaventurados, y los hombres, mortales y miserables; pues teniendo ambas cualidades comunes con los dioses, es a saber, la bienaventuranza y la inmortalidad, y ninguna de ellas con los hombres, que son miserables y mortales, no advierten que los ponen muy distantes y diferentes de los hombres, y juntos con los dioses; y de ningún modo en medio entre unos y otros. Porque entonces fueran medios si tuvieran sus dos cualidades peculiares, no comunes con las dos de cualquiera de ambos, sino con una de las dos de ambos, así como el hombre ocupa un puesto medio entre las bestias y los ángeles, por ser animal racional mortal, siendo los ángeles racionales inmortales y las bestias animales irracionales mortales, teniendo, por lo tanto, de común con los ángeles la razón, y con las bestias la mortalidad. Por consiguiente, cuando buscamos medio entre bienaventurados inmortales y entre los miserables mortales, debemos buscar una cualidad que, siendo mortal, sea bienaventurada o, siendo inmortal, sea miserable.


CAPITULO XIV: Si los hombres, siendo mortales, pueden ser bienaventurados con verdadera bienaventuranza.


Pero acerca de si siendo el hombre mortal puede también ser bienaventurado, hay grande y reñida controversia entre los sabios, pues ha habido algunos que examinaron con más humildad su condición, y dijeron que el hombre no podía ser capaz de la bienaventuranza mientras existía en la vida mortal; otros se engrandecieron a sí mismos, atreviéndose a decir que los mortales, siendo sabios, podían ser bienaventurados. Si esto es cierto, por qué no colocaron a éstos por medianeros entre los míseros mortales y los inmortales bienaventurados, supuesto que tenían la bienaventuranza con, los inmortales bienaventurados, y la mortalidad con los infelices mortales? Y si verdaderamente son bienaventurados, a ninguno deben tener envidia, porque hay cosa más miserable que la envidia? Por lo cual deben favorecer y auxiliar en cuanto pudieren a los miserables mortales para que consigan la bienaventuranza, y después de la muerte puedan ser ellos también inmortales y agregarse a la amable compañía de los ángeles inmortales y bienaventurados.


CAPITULO XV: Del hombre Cristo Jesús, mediador entre Dios y los hombres.


Y si, lo que es más creíble y probable, que todos los hombres mientras son mortales es indefectible que sean igualmente miserables, debemos buscar un medio que sea no sólo hombre, sino también Dios, a fin de que conduzca a los hombres de esta miseria mortal a la bienaventurada inmortalidad, interviniendo la bienaventurada mortalidad de este medio; el cual convino que ni dejara de hacerse mortal ni tampoco permaneciera mortal. Hízose, pues, mortal, sin disminuir la divinidad del Verbo, recibiendo en sí la instabilidad de la humana naturaleza, pero no permaneció mortal en la misma carne, porque la resucitó de entre los muertos, siendo el fruto de su mediación que ni los mismos por cuya redención se hizo medianero quedaran sumergidos en la muerte perpetua aun de la carne. Por eso convino que el mediador entre nosotros y Dios tuviera una mortalidad transeúnte y una bienaventuranza permanente y extensiva por los siglos de los siglos, para que con lo mismo que pasa y es puramente temporal se acomodara a la suerte de los que deben morir, y de muertos los lleve a la posesión perpetua de la patria celestial; luego, según esta doctrina, los ángeles buenos no pueden ser medios entre los miserables mortales y, los bienaventurados inmortales, pues son también bienaventurados e inmortales, y los ángeles malos pueden ser medios, porque son inmortales con aquellos y miserables con éstos. Al contrario de estos espíritus es el mediador bueno, que contra su inmortalidad y miseria de ellos quiso ser mortal por algún tiempo, y pudo perseverar bienaventurado en la eternidad; por lo que a estos inmortales soberbios y miserables seductores, porque no atrajeran cautelosamente a la miseria por la jactancia de su inmortalidad, los destruyó con la humildad de su afrentosa muerte y con la benignidad de su bienaventuranza respecto de aquellos cuyos corazones purificó con su fe y los libró de la impura y abominable dominación de los espíritus infernales.
Así que el hombre, mortal y miserable, desterrado y apartado de los inmortales y bienaventurados, que medios podrá elegir para poder unirse a la inmortalidad y bienaventuranza? Lo que nos puede convidar y agradar en la inmortalidad de los demonios es miserable; lo que nos puede dar en rostro y ofender en la mortalidad de Cristo ya pasó; así que allá nos debemos guardar de la eterna infelicidad, y acá no hay que temer a la muerte, que no pudo ser eterna, y debemos amar y desear la bienaventuranza perpetua; porque con este objeto se interpuso el medio inmortal y miserable, a fin de no dejarnos pasar a la obtención de la felicidad inmortal, pues persevera obstinado en lo que impide, esto es, en la misma miseria; pero al mismo tiempo se interpuso el mortal y bienaventurado para que, pasada la mortalidad, nos hiciese, de muertos, inmortales, lo cual manifestó en sí mismo resucitando glorioso, y para hacernos, de infelices, perpetuamente felices, que es lo que El nunca dejó de ser.
Infiérese, por lo mismo, que el uno es medio malo que divide y separa a los amigos, y el otro es medio bueno que reconcilia a los enemigos, por lo que hay muchos medios que nos dividen y apartan, porque la muchedumbre, que es bienaventurada, viene a serlo por la participación de un solo Dios, y la multitud de los ángeles malos es miserable por ser privada de la participación de este Dios, la cual podemos decir que se opone más pata impedir que se interpone para ayudar a la bienaventuranza; aun con su misma muchedumbre, en alguna manera embaraza e impide que podamos llegar a la posesión de aquel único bien beatífico que para que pudiéramos llegar a él fue necesario que tuviéramos no muchos, sino un solo mediador, quien fuera el mismo con cuya participación seamos bienaventurados, esto es, el Verbo divino, no hecho, sino Aquel por cuya, mano y omnipotencia se hicieron y criaron todas las cosas.
Mas no por eso es tampoco mediador, por cuanto es Verbo, pues el divino Verbo, que es sumamente inmortal y sumamente bienaventurado, está muy distante de los miserables mortales, y sólo es mediador por lo que es hombre, demostrándonos realmente con esto mismo que no debemos buscar para aquel bien otros mediadores, por quienes entendemos que nos conviene procurar otras máquinas y escalas para poder subir y llegar, porque el bienaventurado y beatífico Dios, vistiéndose de nuestra humanidad, nos proveyó de un medio infalible para que pudiéramos llegar a participar de su dignidad, pues Iibrándonos de la mortalidad y miseria no nos lleva a los ángeles inmortales y bienaventurados, para que con su participación seamos igualmente inmortales y bienaventurados, sino que nos dirige a aquella sacrosanta Trinidad con cuya participación los ángeles son también bienaventurados; por lo cual, cuando para ser mediador quiso, en forma de siervo, ser inferior a los ángeles, sin embargo, en la forma que Dios quedó superior a los ángeles, siendo El mismo el que en lo inferior era el verdadero camino de la vida eterna, y en lo superior era la vida misma.


CAPITULO XVI: Si es conforme a razón la sentencia de los platónicos en que dicen que los dioses celestiales, evitando los contagiosos defectos de la tierra, no se mezclan y comunican con los hombres, a quienes favorecen los demonios para que alcancen la gracia y amistad de los dioses.


Por cuanto no es cierto que el mismo platónico refiere haber dicho Platón que ningún dios se, mezcla con el hombre, lo cual, añade, es la principal señal de excelencia, no dejándose profanar con el trato de los hombres; luego confiesa que se dejan profanar los demonios, y por lo mismo no podrán purificar a los hombres que los profanan; según esta doctrina, los unos y los otros, todos, vienen a ser inmundos y profanos: los demonios con el comercio sensible de los hombres, y Estos adorando a los espíritus infernales. Si es cierto que pueden los demonios ser tratados como sensiblemente de hombres y mezclarse con ellos, sin contaminarse, sin duda, son mejores que los dioses, supuesto que si se mezclaran serían profanados; y esta prerrogativa, dicen, es la principal que tienen los dioses, que por estar tan altamente separados no los puede contaminar el trato de los hombres; y por lo perteneciente al sumo Dios, creador de todas las cosas, a quien nosotros llamamos verdadero Dios, dice que le celebra Platón hablando de este modo: Que él solamente, a quien por la cortedad e ignorancia del humano lenguaje no le pueden comprender ni una mínima parte, ninguna especie de palabras las más exageradas, y que apenas la inteligencia de este Dios se descubre a los sabios, después de haber primeramente recopilado con el vigor de su ánimo todo lo concerniente a las cualidades corporales, lo cual les sucede también a ratos, así como suele dejarse ver en unas densísimas tinieblas una luz cándida y apacible entre repentinos relámpagos; luego si el que es verdaderamente sobre todas las cosas sumo Dios, con una inteligible e inefable presencia, aunque a ratos y como una luz hermosa y agradable en un rápido relámpago, con todo, se descubre a los corazones de los sabios cuando se apartan en cuanto pueden de las cosas corporales, y no puede ser contaminado de ellos, a qué fin colocan, pues, a estos dioses tan distantes en un lugar elevado, por que no se contaminen con el comercio sensible de los hombres? Como si pudiésemos mejor ver o mirar aquellos cuerpos etéreos, con cuya luz, en cuanto puede, se alumbra la tierra, y si las estrellas, no se contaminan porque las miren y observen, tampoco los demonios se contaminarán cuando los miren y vean los hombres, aunque sea de cerca.
O acaso temen que los contaminen los hombres con sus palabras a los que no se contaminan con sus ojos? Y por eso tienen en medio a los demonios para que les refieran las palabras de los hombres, de quienes están tan remotos y desviados para conservarse y perseverar purísimos, sin rastro de mancha. Pues qué diré ya de los demás sentidos? Porque, o los dioses, por oler cuando estuviesen presentes no podrían ser contaminados, o cuando están presentes los demonios pueden efectuarlo con los vapores de los cuerpos vivos de los hombres, quienes no se contaminan en los sacrificios con tanta multitud de cuerpos muertos; en el sentido del gusto, como no tienen necesidad de ir restaurando la humana naturaleza, tampoco hay hombre que los necesite para buscar qué comer de los hombres; por lo tocante al tacto, lo tienen en su libre potestad, pues, aunque parece que este sentido principalmente se denominó trato sensible, con todo, si quisieran se mezclarían con los hombres hasta llegar a ver y que los viesen, a oír y que los oyesen; pero qué necesidad hay del sentido del tacto? Pues ni los hombres se atrevieran a desearlo, gozando de la vista o conversación de los dioses y de los demonios buenos. Y si pasara tan adelante la curiosidad, según fuera de su agrado, cómo pudiera ninguno tocar a Dios o al demonio contra la voluntad de ellos, el que no puede tocar a un pájaro si no es teniéndole preso y asegurado?
Luego viendo y dejándose ver, hablando y oyendo, pudieran los dioses, mezclarse corporalmente con los hombres, y si de esta manera se mezclan los demonios, como dije, y no se contaminan, y los dioses se contaminaran si se mezclaran, hacen incontaminables a los demonios y contaminables a los dioses. Y si se contaminan también los demonios, de qué sirven a los hombres para la obtención de la vida bienaventurada que esperan después de la muerte, supuesto que los contaminados no pueden purificarlos para que, ya limpios, se puedan unir con los dioses incontaminados, entre los cuales y los hombres estaban ellos colocados en el medio? Y si tampoco les hacen este beneficio, de qué aprovecha a los hombres la amistad y mediación de los demonios, a no ser que sea para que los hombres, después muertos, no se pasen a los dioses por ministerio de los demonios, sino que, incorporados unos y otros, vivan contaminados, y, por consiguiente, ni unos ni otros sean bienaventurados? Así es, si no es, acaso, que diga alguno que el método que observan los demonios para purificar a sus amigos es como el que tienen las esponjas y otras cosas de igual calidad, de suerte que tanto más se ensucian y manchan cuanto más se limpian y purifican los hombres. Y si esto es cierto, los dioses, que por no contaminar huyeron de la proximidad y trato social de los hombres, se mezclan con los demonios, que están más contaminados que ellos. Si no es que digan que pueden los dioses limpiar a los demonios contaminados por los hombres sin ser contaminados de ellos, lo cual no pueden hacerlo así con los hombres. Y quién ha de creer este desatino, sino aquel a quien los falaces demonios hubieren engañado? Y más que si el dejarse ver y el ver contamina, los hombres ven a los dioses que él dice que son tan visibles, como son las clarísimas lumbreras del mundo, y, las demás estrellas; y por esta cuenta más seguros están los demonios de esta contaminación de los hombres, ya que no pueden ser vistos si ellos no quieren. O si contamina, no el dejarse ver, sino el ver, nieguen que estas resplandecientes antorchas del mundo, las cuales tienen por dioses, ven a los hombres cuando arrojan sus rayos hasta tenderlos por la tierra, los cuales rayos, no obstante, aunque se derramen y extiendan por todas y cualesquiera obscenidades, no por eso se contaminan; y los dioses se contaminarán si se mezclan con los hombres, aunque fuera necesario para ayudarlos el contacto? Porque los rayos del sol y de la luna tocan la tierra, y con todo, ella no contamina esta luz.


CAPITULO XVII: Que para conseguir la vida bienaventurada, que consiste en la participación del sumo bien, no tiene necesidad el hombre de tal medianero, como es el demonio, sino de uno, como es Jesucristo.


Pero mucho me admiro que hombres tan doctos, que pospusieron todas las cualidades corpóreas y sensibles a las incorpóreas e inteligibles, tratando de la vida bienaventurada hagan mención de los tratos corporales. Dónde está aquella expresión de Plotino, que dice: Debemos, pues, acogernos y huir a la esclarecida patria donde está el padre, y todo cuanto puede desearse? En qué escuadra o embarcación, o cómo hemos de huir? Procurando ser semejantes a Dios. Luego si cuanto uno más se asemeja a Dios tanto se les aproxima más, no hay otra distancia que esté lejos de él sino la desemejanza; y tanto más desemejante es el alma del hombre al incorpóreo; eterno e inmutable Dios, cuanto es más apasionada de las cosas temporales y mudables.
Y para remediar y reparar este quebranto, porque a la inmortal pureza que reside en lo sumo no pueden convenir las cosas mortales y abominables que hay en lo ínfimo, es innegable que es necesario un medianero, pero tal que tenga el cuerpo inmortal que parezca a los sumos y el alma poseída de las pasiones, flaca y enfermiza, que se asemeje a los ínfimos, para que con este defecto no nos envidie nuestra salud eterna, antes, por el contrario, nos, favorezca para conseguir la salud espiritual, a no ser tal que, acomodado y ajustado con nosotros, que somos los ínfimos, con la mortalidad del cuerpo, nos suministre los auxilios más eficaces y realmente divinos para purificarnos y librarnos con la inmortal justicia de su espíritu, por la cual quedó con los sumos, no con distancia de lugares, sino con la excelencia de la semejanza. Este, siendo Dios incontaminable; no puede decirse que tuviese mancha alguna del hombre de cuya carne se vistió, o de los hombres entre quienes conversó y vivió siendo hombre; y no son pequeñas entretanto estas dos saludables máximas que nos demostró con su Encarnación, que ni la verdadera divinidad se puede contaminar con la carne ni por eso debemos imaginar que los demonios son mejores que nosotros porque no están vestidos de la humana naturaleza. Este es, como nos lo dice la Sagrada Escritura, el medianero de Dios y de los hombres, Cristo Jesús, de cuya divinidad, en que es igual al Padre, y de su humanidad, en que se hizo semejante a nosotros, no hay aquí lugar para que podamos discurrir como es razón.


CAPITULO XVIII: Que los demonios, mientras nos prometen con su intercesión el camino para Dios, procuran con engaños desviar a los hombres del camino de la verdad.


Pero los demonios, falsos y engañosos medianeros, siendo miserables por la abominación de su espíritu y malignos por muchas obras suyas, son famosos y conocidos; sin embargo, por medio del espacio de los lugares corporales, y por la sutileza de los cuerpos aéreos, nos procuran retirar y desviar del aprovechamiento y progreso espiritual de nuestras almas, no nos abren el camino para lograr conocer y ver a Dios, sino que nos lo impiden, para que no caminemos por él, llegando a tanto su encono, que nos ponen obstáculos hasta en el camino corporal, que es falsísimo y lleno de error por donde no camina la justicia, porque, en efecto, debemos caminar y subir a Dios no por la excelencia corporal, sino por la espiritual, esto es, por la semejanza incorpórea; sin embargo, en este propio camino corporal que los apasionados de los demonios trazan por las escalas y grados de los elementos, colocando a los demonios aéreos en medio de los dioses etéreos y de los hombres terrenos, entienden y creen que la principal prerrogativa que tienen los dioses es que por esta distancia de los lugares no pueden contaminarse con el trato y comunicación de los hombres, y por eso creen mejor que los demonios son contaminados por los hombres, que no que los hombres son purificados por los demonios, y que los mismos dioses se pudieran contaminar si no los defendiera la elevación del lugar. Y quién es tan estúpido que asienta a que pueda purificarse por esta vía, cuando enseñan que los hombres son los que contaminan, los demonios los contaminados y los dioses contaminables, y no elija antes el camino por donde se evite la concurrencia de los demonios que nos contaminan más, y por donde los hombres se limpian de la contaminación con la gracia de Dios inmutable, para llegar a gozar de la purísima compañía de los ángeles incontaminados?


CAPITULO XIX: Que ya el nombre de demonios, entre sus mismos adoradores, no se usa para significar cosa alguna buena.


Mas porque no se crea que nosotros alteramos igualmente el genuino sentido de las palabras, por cuanto algunos de estos demonícolas, por decirlo así, cuyo partidario es también Labeón, dicen que otros llaman ángeles a los mismos que ellos llaman demonios, me parece que el asunto me convida a que diga ya alguna cosa de los ángeles buenos, los cuales no niegan éstos que los hay; sin embargo gustan más llamarlos demonios buenos que ángeles; pero nosotros, conforme al estilo de la Sagrada Escritura, bajo cuya creencia somos cristianos, leemos que los ángeles son en parte buenos y en parte malos, mas los demonios nunca son buenos; y en cualquier lugar que en la Divina Escritura se halla este nombre, que en latín dicen daemones o daemonia, no se entienden sino los espíritus malignos, modo de hablar que ha seguido tan generalmente el vulgo, que aun los mismos que se denominan paganos y pretenden que deben adorarse muchos dioses y demonios, casi ninguno hay tan literato y docto que se atreva a decir en buena parte, ni aun a su esclavo, demonio tienes, sino que cualquiera a quien se lo dijera ha de entender, sin duda, que le quiso maldecir. Qué ocasión, pues, nos excita a que, además de la ofensa de tantos oídos que ya casi pueden ser todos los que no suelen tomar este nombre sino en mala parte, no sea forzoso ponernos a declarar lo que hemos dicho, pudiendo, con usar del nombre de ángeles, evitar la ofensa y mal sonido que podía haber con oír el nombre de demonios?


CAPITULO XX: De la cualidad de la ciencia, que hace a los demonios soberbios.


Aunque en el mismo origen de este nombre, si acudimos a la Sagrada Escritura, hallaremos una exposición digna de consideración. Dícense demonios porque el nombre es griego, dicho así de la ciencia, y el Apóstol que habló por boca del Espíritu Santo dice: Que la ciencia causa hinchazón, pero que la caridad edifica; lo cual no se entiende bien de este modo si no entendemos que entonces aprovecha la ciencia cuando va asociada de la caridad, pero sin esta hinchazón, esto es, sin la que levanta y ensoberbece a manera de gran ventosa; hay, pues, en los demonios ciencia sin caridad, y por eso son tan altivos, esto es, tan soberbios, que han procurado todo cuanto pueden, y con quien pueden todavía procuran que los adoren y tributen el honor y el culto que saben que se debe al Dios verdadero; y contra esta soberbia de los demonios que estaba apoderada del linaje humano por sus pecados cuánta fuerza tenga la humildad de Dios que apareció en forma de siervo, no lo acaban de conocer las almas de los hombres, hinchadas con la abominación de la altivez, semejantes a los demonios en la soberbia, aunque no en la ciencia.


CAPITULO XXI: Hasta qué grado quiso el Señor dejarse conocer de los demonios.


Los mismos, demonios sabían aun esto de modo que al mismo Señor, vestido de la humana flaqueza de nuestra carne, le dijeron: Quid nobis et tibi, Jesu Nazarene? venisti perdere nos? Qué tenemos nosotros contigo, Jesús Nazareno, que has venido a perdernos y atormentarnos? Claramente se advierte en estas palabras que había en ellos una ciencia muy profunda, mas no caridad, porque temían la pena y castigo que les había de venir de mano del Señor y no amaban la justicia que había en Él, y tanto se dejó conocer de ellos cuanto quiso, y tanto quiso cuanto fue menester; pero dejóse conocer y se les manifestó, no como a los santos ángeles que gozan y participan de su eternidad, según que es Verbo del eterno Padre, sino como fue necesario manifestarles para espantarlos, de cuya potestad, en alguna manera tiránica, había de librar a los que están predestinados para su reino y gloria para siempre verdadera y verdaderamente sempiterna. Manifestóse, pues, a los demonios, no en la parte que es vida eterna y luz inmutable que alumbra a los piadosos y temerosos de Dios, la cual los que la alcanzan a ver por la fe que es en él, se purifican y limpian, sino por ciertos defectos temporales de su virtud y por algunas señales de su impenetrable presciencia, las cuales se pudiesen descubrir a los sentidos angélicos, aun de los espíritus malignos, antes que a la flaqueza de los hombres. Y así, cuando le pareció reprimirlas y ocultarlas un poco, y cuando se ocultó más profundamente, dudó de él el príncipe de los demonios, y le tentó para saber si era Cristo, examinando todo cuanto Él se dejó tentar para acomodar al hombre que consigo traía para ejemplo y dechado nuestro; pero después de aquella tentación, sirviéndole, como dice el sagrado texto, los ángeles y los santos, y, por consiguiente, haciéndose terribles y espantosos a los espíritus inmundos, se fue manifestando más y más a los demonios cuán, grande era, para que a su mandato, aunque en Él parecía de corta estimación por la flaqueza de la carne, nadie, se atreviese a resistir.


CAPITULO XXII: Qué diferencia hay entre la ciencia de los santos ángeles y la ciencia de los demonios.


Estos ángeles buenos no estiman la ciencia de las cosas corporales y temporales con que se hinchan y ensoberbecen los demonios; no porque las ignoren, sino porque estiman y aprecian sobremanera la caridad de Dios con que se santifican, y en comparación de su hermosura, que es no sólo incorpórea, sino inmutable e inefable. de cuyo santo amor están inflamados, desprecian todas las cosas que están debajo de ella, y que no son lo que es ella, y a sí propios entre ellas, para poder gozar con todas las dotes que les constituye en la clase de una bondad suma de aquel sumo bien, de donde les proviene ser buenos. Y por eso tienen también una noticia más cierta de las cosas temporales y mudables, por cuanto en el Verbo divino que crió el mundo ven las principales causas de ellas, con las que se comprueban unas, se reprueban otras, y todas se gobiernan y ordenan, pero los demonios no contemplan ni ven en la sabiduría de Dios las causas eternas de los tiempos y las que son de algún modo las cardinales, sino que con la experiencia mayor de algunas señales ocultas a nuestros, limitados entendimientos alcanzan a examinar muchas más, cosas futuras que los hombres, y vaticinan algunas veces sus admirables disposiciones.
Finalmente, éstos se engañan a veces y los otros nunca; porque una cosa es conjeturar y comprender bajo el aspecto de las cosas temporales las temporales y con las mudables las mudables expresándolas y aplicándolas el juicio temporal y mudable de su voluntad y limitadas fuerzas, lo cual se permite a los demonios por una razón incomprensible a nosotros; y otra cosa es prever y presagiar en las eternas e inmutables leyes de Dios que viven en su sabiduría las vicisitudes y alteraciones de los tiempos y conocer la voluntad de Dios tan cierta como poderosa con la participación que tienen de su divino espíritu; lo cual, según sus respectivos grados, se concede con recta discreción a los santos y ángeles; así que, no sólo son eternos, sino también, bienaventurados, y el bien con que son felices es su Dios, que es por quien fueron criados, porque gozan sin alteración ni disminución alguna, y sin recelo de perderle jamás, de su participación y contemplación


CAPITULO XXIII: Que el nombre de dioses falsamente se atribuye a los dioses de los gentiles, el cual, con todo, por autoridad de la divina Escritura, viene a ser común así a los santos ángeles como a los hombres.


Si los platónicos se complacen más de llamar a los ángeles dioses que demonios y de colocarlos entre los dioses, de quienes escribe su maestro Platón que los crió el sumo Dios, díganlo del modo que les agrade, porque no hay que molestarse ni reparar respecto de ellos en la disputa sobre el nombre; pues si dicen que son inmortales y confiesan llanamente que los crió el sumo Dios, y que son bienaventurados, no por sí mismos, sino por unirse con su Criador, dicen lo mismo que nosotros, llámenles como gusten; que éste sea el dictamen de los platónicos o de todos, o de los más sabios, se puede indagar por sus mismos libros, por cuanto aun en la expresión del nombre con que llaman dioses a estas criaturas inmortales bienaventuradas no hay discrepancia notable entre ellos y nosotros, pues leemos también en nuestras sagradas letras: el Señor de los dioses se lo dijo; y en otra parte: confesad y alabad al que es Dios de los dioses; en otro lugar: Rey grande sobre todos los dioses; porque cuando dice: terrible es sobre todos los dioses, la razón porque así lo dijo lo declara adelante, y prosigue quoniam omnes Dii, Gentium daemonia, Dominus autem Coelos, fecit, porque todos los dioses de los gentiles son demonios, y el Señor es solamente el que hizo los cielos; dijo, pues, terribles sobre todos los dioses, esto es, sobre todos los dioses de los gentiles, a quienes éstos tienen por tales, siendo así que son demonios, es terrible para ellos, y por eso con miedo y terror decían al Señor: Para qué viniste a perdernos y atormentarnos? Donde dice igualmente Dios de los dioses no puede entenderse Dios de los demonios, y donde dice Rey grande sobre todos los dioses, líbrenos Dios de decir que es Rey o Caudillo grande sobre todos los demonios.
También llama la misma Escritura Sagrada dioses a los hombres del pueblo de Dios: Yo dije, dice, dioses sois, y todos hijos del Excelso, por lo que podemos entender por Dios de estos dioses al que llamó Dios de estos dioses y sobre tales dioses; Rey grande al que dijo que era Rey grande sobre todos los dioses. Pero cuando nos preguntan, supuesto que se llaman dioses los hombres, por individuos del pueblo de Dios, con quien habla el Señor por medio de los ángeles o por los hombres, cuánto más dignos serán de este honorífico dictado los inmortales que gozan de aquella bienaventuranza, adonde, sirviendo a Dios, desean los hombres llegar? Qué hemos de responder, sino que no en vano la Escritura llame más expresamente dioses a los hombres que a los inmortales y bienaventurados, a quienes se nos promete que seremos iguales en, la resurrección, es a saber, porque no se atreviera la imbecilidad humana a ponernos por Dios algunos de ellos, fundada en su alta excelencia? Lo cual es fácil de evitar en el hombre. Fue justamente determinado que más clara y distintamente se llamaran dioses los hombres del pueblo de Dios, para que se certificaran más y más y confiaran que era solamente su Dios el que se dijo Dios de los dioses, porque aunque se llamen dioses los inmortales y bienaventurados que gozan de la patria celestial, con todo, no se llamaron dioses de los dioses, esto es, dioses de los hombres del pueblo de Dios; por quienes se dijo: Ego dixi, Dii estis, et filli Excelsi omnes: Yo dije, dioses sois, y todos hijos del Excelso, de donde proviene lo que dice el Apóstol: Aunque haya otros que se llamen dioses, ya sea en el cielo o en la tierra, de los cuales, según el nombre y opinión común, se hallan muchos dioses y muchos señores; sin embargo, nosotros sólo tenemos un Dios, que es el Padre, de quien como el verdadero autor y criador del Universo, nos viene todo encaminado para nosotros, y nosotros para ti, y un solo Señor Jesucristo, por quien el Padre hizo las cosas, y a nosotros para él.
No hay motivo para controvertir y altercar con obstinación sobre el nombre, siendo tan evidente y claro el asunto, que no admite duda alguna; pero siempre que decimos que del número de los inmortales bienaventurados envió Dios ángeles que anunciasen a los hombres su voluntad divina, no les agrada esta referencia, porque creen que este ministerio lo ejercen, no los que llaman dioses, esto es, los inmortales y bienaventurados, sino los demonios, a quienes se atreven a distinguir solamente con el nombre de inmortales, aunque no con el de bienaventurados, o a lo menos si los dicen inmortales y bienaventurados, es de tal modo, que, sin embargo, los llaman demonios buenos y no dioses colocados en lugar elevado, desviados del comercio sensible de los hombres. Y aunque esta discusión parezca precisamente controversia de nombre, no obstante, es tan abominable el nombre de los demonios, que en todo caso debemos desterrarle de entre los santos ángeles. Ahora, pues, cerremos este libro, sosteniendo que los inmortales y bienaventurados, de cualquier modo que los llamen, no son medianeros para conducir a la inmortalidad y bienaventuranza a los miserables mortales, quienes se distinguen de ellos por dos diferencias, por la miseria y por la mortalidad, y los que son medios (que tienen la inmortalidad común con los superiores y la miseria con los inferiores, por cuanto son miserables con su malicia), la bienaventuranza que no poseen, más bien pueden envidiárnosla que dárnosla. De estas razones se deduce que no tienen aliciente alguno de consideración que nos puedan representar los afectos y aficionados a los demonios, por cuyo respeto debamos reverenciarlos y auxiliarlos como avudadores y protectores; antes como mentirosos, debemos evitar su trato y amistad; pero los que los tienen por buenos, y consiguientemente no sólo por inmortales, sino por bienaventurados, entienden que deben ser adorados por dioses sirviéndolos afectuosamente con sacrificios y ceremonias divinas, para conseguir después de su muerte la vida bienaventurada, cualesquiera que sean ellos y cualquiera que sea el nombre que merezcan; éstos, digo, que los tienen por buenos, no quieren que adoremos con semejante culto sino a un solo Dios, que es quien los crió, y con cuya participación son bienaventurados, como prestándonos este gran Señor su favor y gracia, lo veremos más extensamente en el libro siguiente.


LIBRO DECIMO: EL CULTO DEL VERDADERO DIOS.


CAPITULO PRIMERO: Que fue también doctrina de los platónicos que la verdadera bienaventuranza la da un solo Dios, ya sea a los ángeles, ya sea a los hombres; pero resta averiguar si los que ellos entienden que por esta misma bienaventuranza deben ser adorados, quieren que Sacrifiquemos solamente a Dios o a ellos también.


Es cierto, entre todos los que poseen la razón natural, que todos los hombres apetecen ser bienaventurados. Pero mientras la humana imbecilidad procura averiguar exactamente quiénes son bienaventurados, y la norma que observan para conseguir esta felicidad, han resultado en esta discusión muchas y célebres controversias, en las que han consumido el tiempo y sus estudios los filósofos, las cuales sería muy prolijo y nada necesario el intentar referir y discutir. Porque y el lector recuerda lo que propusimos en el libro VIII acerca de la elección de los filósofos, con quienes podía tratarse la cuestión sobre la vida bienaventurada que ha de suceder después de la muerte, esto es, si podíamos alcanzarla adorando a un solo Dios verdadero o a muchos dioses, no será su voluntad que volvamos a repetir aquí lo mismo, mayormente pudiendo, con volver a leerlo, si acaso se le hubiere olvidado, ayudar a refrescar la memoria Elegimos con conocimiento de causa a los platónicos, que justamente son los más famosos y cuerdos entre todos los filósofos; porque así como pudieron comprender con las luces de su entendimiento que el alma del hombre, aunque era inmortal, racional o intelectual, con todo no podía ser bienaventurada sin la participación de la soberana luz de aquél por quien ella y el mundo fue criado, así también negaron que alguno pueda conseguir la eterna felicidad que todos los hombres apetecen y desean, a no ser que se una la pureza de un amor casto con aquel sumo bien, que es el inmutable y omnipotente Dios. Mas porque los platónicos, ya fuese rindiéndose a la vanidad y al error común del pueblo, o, como dice el apóstol de las gentes, Pablo: Desvaneciéndose con sus imaginaciones y raciocinios, opinaron o quisieron que debía adorarse a muchos dioses y aun algunos de ellos fueron de opinión que debían ser adorados con honras y sacrificios divinos los demonios; ahora nos resta examinar y averiguar, con el favor de Dios, cómo los inmortales y bienaventurados, que están en los celestiales tronos, dominaciones, principados y potestades, a quienes los platónicos llaman dioses, y algunos de ellos o demonios buenos o como nosotros, ángeles, cómo ha. de entenderse que quieren que los reverenciemos, y con qué culto y religión quieren que los sirvamos; esto es, por decirlo más claro, si quieren que los adoremos, ofrezcamos. sacrificios y les consagremos algunas cosas de nuestro uso, o a nosotros mismos, con ritos y ceremonias sagradas, o solamente a su Dios, que lo es también nuestro.
Porque éste es el culto y religión que se debe tributar a la divinidad o, si hemos de decirlo con más expresión, a la misma deidad; y para significar este culto y adoración con sola una palabra, ya que no me ocurre una latina acomodada al asunto, donde es necesario lo doy a entender en la griega. Porque los nuestros en cualquier parte que se halla en la Sagrada Escritura esta voz latría han interpretado servicio. Por el servicio que debe prestarse a los hombres, conforme al cual prescribe el Apóstol que los siervos estén sujetos a sus señores, suelen llamarle en griego con otro nombre, más por la voz latría, según el uso común con que se explicaron los que nos interpretaron las sagradas letras, o siempre o frecuentísimamente convinieron que se entendiese el servicio que pertenece al culto y reverencia de Dios. Por lo cual, si se dice solamente culto o reverencia, parece que no es el que se debe a solo Dios; pues asimismo decimos que honramos y reverenciamos a los hombres cuando los nombramos o visitamos con respeto y sumisión. Y no sólo acomodamos el nombre de culto a los objetos a que nos rendimos con religiosa humillación, sino también a algunos que nos están sujetos: pues de este verbo sacan su etimología los agrícolas, los colonos e incolas, y a los mismos dioses no por otra causa los llaman celícolas, sino porque son incolas o moradores del cielo, no reverenciando a éste, sino a los que habitan y moran en él, como unos colonos y habitantes del cielo; no como se llaman colonos los que deben el arrendamiento de las tierras, por utilidad o fomento de la agricultura o labranza, a los señores que las poseen, sino como dice un célebre autor de la lengua latina: Una ciudad antigua fue ya en cierto tiempo habitada por los colonos tirios. De incolo, que es habitar, llamó a los colonos, y no de la agricultura. Por esta misma razón, las ciudades que fundaron otras poblaciones mayores con la gente sobrante de su pueblo se llaman colonias. Y aunque según esta exposición, es, sin duda verdad infalible que el culto no se debe sino a Dios por una significación propia y literal de esta voz, por cuanto el culto en el idioma latino se acomoda también a otras cosas, no obstante, el que se debe a Dios no puede significarse en latín con una palabra sola. Y aun la misma palabra religión, aunque parezca que significa, no cualquier culto, sino el verdadero, único, y propio de Dios (por cuya razón los nuestros interpretan con este nombre lo que en griego se dice Threscia', mas porque según el uso común latino no sólo de los imperitos, sino también de los muy instruidos, se debe la religión a las cognaciones humanas, a las afinidades y a cualesquiera parentescos; con esta palabra no evitamos la ambigüedad, siempre que se trate de la cuestión sobre el culto de la deidad; de modo que no podemos decir con toda confianza que la palabra religión sea exclusiva del culto debido a Dios, pues parece se emplea también para significar la observancia de los deberes ajenos al parentesco humano. Asimismo la piedad, a quien los griegos llaman Eusebia, suele significar el culto de Dios; con todo, de ella se usa cuando, como humanos y agradecidos, la ejercemos con los padres, y conforme al común lenguaje del vulgo acomodamos este nombre ordinariamente a las obras de misericordia; lo cual sin duda ha procedido de que Dios manda principalmente que nos ejercitemos en ellas, las cuales dice que le agradan como sacrificios o más que sacrificios. De este modo de hablar ha provenido el que llamemos piadoso al mismo Dios, aunque los griegos no le distinguen en su idioma con el nombre de Euseben, sin embargo, de que usen comúnmente de la voz Eusebia para significar la misericordia. Y así en algunos lugares de la Sagrada Escritura, para que tal distinción se advirtiese mejor, quisieron decir no Eusebian, que suena como si se dijera buen culto, sino Theosebian, que es culto de Dios. Pero nosotros no podemos dar a entender cualquiera significación de las insinuadas con una sola palabra. Así que lo que en griego se dice latría, en latín se interpreta servicio; pero aquel con que reverenciamos a Dios Lo que se dice en griego Threscia, en latín se llama Religión; la que observamos para con Dios. Lo que llaman Theosebia, y nosotros no podemos explicar con sola una palabra, la distinguimos con las voces de culto de Dios; éste decimos que se debe tributar únicamente a aquel Dios que es Dios verdadero y que hace dioses a sus adoradores Todos cuantos inmortales y bienaventurados hay en las moradas celestiales, si no nos aman ni quieren que seamos bienaventurados, ciertamente no debemos adorarlos; y si nos aman y estiman, deseando que seamos eternamente felices, sin duda que con tan piadosa idea quieren que lo seamos del mismo modo que los son ellos; y por qué causa han de ser ellos bienaventurados de un modo y nosotros de otro?


CAPITULO II: De lo que sintió el platónico Plotino sobre la superior iluminación.


En la presente cuestión no sustentamos debate ni controversia alguna con estos insignes filósofos, porque ellos dejaron escrito abundantemente en sus libros en muchos lugares, que con el mismo medio que nosotros podemos adoptar, llegan los ángeles a ser bienaventurados, teniendo por objeto una luz inteligible, que respecto de ellos es Dios, y es una cosa distinta de ellos, con la que son ilustrados para que resplandezcan, y con su participación son perfectos y bienaventurados. En repetidas ocasiones y distintos lugares afirma Plotino, declarando la opinión de Platón, que ni aun aquella que imaginan ser el alma del Universo es bienaventurada por algo distinto de aquello porque parece es la nuestra, a saber, por una luz que no es el alma misma, sino aquel por quien ha sido criada e iluminada por esta luz inteligiblemente, resplandece el alma en el entendimiento. Lo cual comprueba con un ejemplo concerniente a las cosas incorpóreas, tomándole de los cuerpos celestes grandes y visibles, diciendo que Dios es como el sol, y el alma del mundo como la luna; pues creen que la luna es iluminada con el objeto o presencia del sol. Añade, pues, aquel célebre platónico que el alma racional (si es que no debemos llamarla mejor intelectual, de cuyo género entiende que son las almas de los inmortales y bienaventurados, de las que no duda afirmar habitan en los asientos o tronos del Cielo) no tiene sobre sí otra naturaleza superior sino la de Dios, que crió el mundo, y por quien fue asimismo criada, y que no les viene de otra parte a los soberanos espíritus la vida bienaventurada sino de donde nos viene a nosotros, conformándose en este punto con la doctrina evangélica, donde dice el Señor por boca del Evangelista San Juan: Fue un hombre enviado de Dios, cuyo nombre era Juan; éste vino por testigo para que diese testimonio de la luz, y todos creyeran por él; no era la luz, sino para dar testimonio de la luz. Era la luz verdadera, la cual alumbra a todo hombre que viene a este mundo. Con cuya diferencia se demuestra bastantemente que el alma racional o intelectual, cual era la que tenía Juan, no podía ser luz para sí mismo, sino que lucía con la participación de otra verdadera luz. Esto lo confiesa también el mismo Juan, cuando testificando de ella, dice: Todos nosotros, cuanto hemos recibido, lo hemos recibido de su plenitud.


CAPITULO III: Del verdadero culto de Dios, del cual, aunque le reconocieron como criador del Universo, se desviaron los platónicos, adorando a los ángeles, ya fuesen buenos, ya fuesen malos, como a Dios.


Si los platónicos y todos cuantos sintieron como ellos; conociendo a Dios, le glorificaran como a tal y tributaran rendidas gracias por los incomparables beneficios que reciben de su bondad, si no hubieran inutilizado sus discursos y raciocinios, y no hubieran dado ocasión a los errores del pueblo, si no hubieran tenido bastante constancia para oponerse a ellos, sin duda confesaran que así los inmortales y bienaventurados como nosotros, mortales y miserables, para poder llegar a ser inmortales y bienaventurados debemos adorar a un solo Dios de los dioses, que es nuestro Dios y Señor, y también el suyo.
A este gran Dios debemos tributar el culto que en griego se dice latría, ya sea en algunos sacramentos, ya sea en nosotros mismos. Porque todos juntos, unidos por la caridad en la sociedad cristiana, somos y representamos su templo, y cada uno de por sí mismo sus verdaderos templos, para que así pueda decirse con verdad que habita en la unánime concordia de todos y en cada uno, no siendo mayor en todos que en cada uno respectivamente; pues, ni con la grandeza se extiende y dilata, ni repartido entre todos disminuye en lo más mínimo. Cuando tenemos nuestro corazón levantado y puesto en Dios, entonces nuestro corazón es un verdadero altar, aplacamos su justa indignación por la mediación de un sacerdote, que es su unigénito; le ofrecemos sangrientas víctimas cuando peleamos valerosamente en defensa de las verdades de su incontrastable fe hasta derramar la sangre y rendir la vida en testimonio de estas verdades indefectibles; quemamos y le ofrecemos un suavísimo incienso cuando, postrados ante su divina presencia, nos abrasamos en su santo e inefable amor; ofrecémosle sus dones en nosotros v a nosotros mismos, y en esta oblación piadosa le volvemos lo que realmente es suyo; le consagramos Y dedicamos en ciertos días solemnes la memoria de sus beneficios, para que con el transcurso de los tiempos no se apodere de nuestro corazón la ingratitud y olvido de sus misericordias; le sacrificamos, una hostia de humildad y alabanza en el ara o templo vivo de nuestra alma, con el ardiente fuego de una caridad fervorosa. Con el laudable objeto de poder ver a ese Señor del modo que puede ser visto y de unirnos con él, nos lavamos y purificamos de todas las máculas de los pecados y apetitos malos e impuros, y nos consagramos bajo sus divinos auspicios. Pues el Señor Dios Todopoderoso es la fuente inagotable de nuestra bienaventuranza, es el único fin de todos nuestros deseos. Eligiendo a este Señor por nuestro único Dios o, por mejor decir, reeligiéndole, reeligiéndole, digo, de cuyo verbo dicen procedió la voz Religión, caminamos a él por la predilección y el amor para que, llegando a gozar de la visión intuitiva de su deidad, descansemos eternamente en aquellas moradas eternas donde se-remos ciertamente bienaventurados, porque con tan glorioso fin seremos perfectos Nuestro bien y única felicidad, sobre cuyo último fin se han suscitado tan acres disputas entre los filósofos, no es otro que unirnos con el Señor y con un abrazo incorpóreo, si puede decirse así, o con la espiritual unión de este gran Dios, el alma intelectual se llene y fertilice de verdaderas virtudes. Este es el sumo bien que nos manda amemos solamente, cuando nos dice por su cronista y evangelista San Mateo: Con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con toda nuestra virtud. A la posesión de este incomparable bien nos deben dirigir y encaminar los que verdaderamente nos aman, y nosotros debemos conducir a los que amamos tiernamente. Así se cumplen exactamente aquellos dos preceptos divinos, en los cuales, como en compendio, está cifrado lo que contiene la ley y los profetas: Amarás a Dios tu Señor con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu, y amarás a tu prójimo como a ti mismo. Para que el hombre supiese amarse a sí mismo le determinaron un fin al cual refiriese todas sus acciones para que fuese bienaventurado; porque el que se ama a sí mismo no apetece otra felicidad que el ser bienaventurado; y este fin no es otro que unirse con Dios. Por consiguiente, al que sabe amarse a sí mismo, cuando le mandan que ame al prójimo como a si mismo, qué otra cosa le prescriben sino que en cuanto pudiere le encargue y encomiende el amor de Dios? Este es el culto de Dios, ésta la verdadera religión, ésta la recta piedad, éste es el servicio y obsequio que se debe solamente a Dios. Cualquiera potestad inmortal, por grande y excelente que sea su virtud, si nos ama como a sí misma, quiere, para que seamos eternamente felices, que estemos sujetos y rendidos a aquel Señor a quien estando ella igualmente subordinada, es bienaventurada. Luego si no adora a Dios es miserable, porque se priva de la felicidad de ver a Dios; pero si adora a Dios no quiere que le adoremos a ella como a Dios; por el contrario, ratifica y favorece con el vigor y sanción inviolable de su voluntad aquella divina sentencia donde dice la Escritura: Cualquiera que sacrificase a otros dioses que al Señor verdadero sea castigado con pena de muerte.


CAPITULO IV: Que se debe sacrificio a un solo Dios verdadero.


Y omitiendo por ahora otras referencias que pertenecen al culto de la religión con que reverenciamos a Dios, a lo menos no hay hombre sensato que se atreva a decir que el sacrificio se deba a otro que a Dios. Muchos ritos hemos tomado efectivamente del culto divino, y los hemos transferido y acomodado a las ceremonias con que honramos y reverenciamos a los hombres, ya sea por la demasiada humildad, ya por la lisonja maligna; pero a los que atribuimos estas invenciones son tenidos por hombres que llaman colendos y reverendos, y si están muy elevados, adorandos; pero quién creyó jamás que el sacrificio se debía a otro sino a quien supo, creyó o fingió que era Dios? Cuán antiguo sea el reverenciar a Dios con el uso del sacrificio, bastantemente nos lo manifiestan los dos hermanos Caín y Abel, entre quienes reprobó Dios el sacrificio del mayor y aceptó el del menor.


CAPITULO V: De los sacrificios que Dios no pide, pero quiso se observasen para significación de los que pide.


Y quién será tan estúpido e ignorante que crea que lo que se ofrece en los sacrificios es necesario para algunos destinos de que Dios tenga necesidad! Lo cual, aunque en varios lugares lo enseña la Sagrada Escritura, por no dilatarme demasiado, sólo alegare la expresión del salmo: Dije al Señor, tú eres mi Dios, y no tienes necesidad de mis bienes. Así hemos de entender que Dios no tiene necesidad de res o animal alguno, o de cualquier otro ente corruptible o terreno; ni siquiera de la misma justicia del hombre, pues todo lo que es servir fiel y legítimamente a Dios, resulta en utilidad del hombre y no de Dios. Pues nadie afirmará que causa provecho a la fuente porque bebe sus aguas, o a la luz por que ve con ella. Y si los patriarcas antiguos ofrecieron algunos sacrificios con víctimas de varios animales (los cuales, aunque los tiene prescritos en el sagrado texto el pueblo de Dios, no los usa al presente), no debe entenderse sino que con aquellas figuras se significaron las verdades que realmente pasan en nosotros a fin de que nos unamos con Dios, y a este último fin dirijamos también al prójimo; así que el sacrificio visible es un sacramento, esto es, una señal sagrada del sacrificio invisible. Y así el rey penitente en boca del profeta, o el mismo profeta rogando con todo esfuerzo que Dios tuviese misericordia de sus pecados, dice: Si quisiérais, Señor, sacrificio, yo os le ofreciera seguramente; pero no os pagáis de holocaustos. El sacrificio que quiere Dios es el espíritu atribulado, pues al corazón compungido y humillado no le despreciará Dios. Notemos y consideremos cómo donde dijo que Dios no quería sacrificio, allí mismo indica que Dios le quiere. No quiere, pues, el sacrificio de una res muerta, y sólo quiere el sacrificio de un corazón contrito. Por la expresión en que dijo que no quería se significa lo que en seguida dijo que quería. Dijo, pues, que Dios no gustaba de los sacrificios ofrecidos al modo que los ignorantes creen que los quiere para que le sirviesen de diversión y complacencia. Porque si los sacrificios que únicamente apetece entre otros (que es uno solo; a saber: el corazón contrito y humillado con el dolor verdadero y la penitencia) no quisiera se significaran con los sacrificios que presumieron deseaba, como si fuesen agradables y deleitables al Señor; sin duda que no mandara expresamente en la ley antigua se los ofrecieran. Por lo cual fue indispensable mudarlos al tiempo oportuno y vaticinado en la Escritura, para que no se creyese que los codiciaba el mismo Dios, o a lo menos, que eran aceptables por nuestra parte, no por lo que en ellos se significaba. En esta conformidad dice en otra parte por su real profeta David; Si fuese posible que alguna vez tuviera hambre, no te diría que me apacentaras o sacrificaras, porque mío es el orbe de la tierra y cuanto en, él se contiene; por ventura he de comer yo las carnes de los toros, o he de beber la sangre de los cabritos? Como si dijera: si tuviera yo necesidad de estos manjares, no te los pidiera teniéndolos todos en mi poder. Después, prosiguiendo en relacionar lo que significan aquellas cosas, dice: Ofrece a Dios sacrificio de alabanza, cumple y paga tus promesas al Altísimo, llámame en el día de la tribulación, yo me libraré y me glorificarás. Asimismo en el profeta Miqueas se lee: Con qué recibiré al Señor, con qué aplacaré a mi Dios excelso? Le he de recibir acaso con holocaustos y con becerritos de un año? Págase Dios por ventura con un millar de carneros, o con diez millares de cabritos gruesos? Le he de ofrecer mis primogénitos por la remisión de mi culpa, y el fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? No te ha avisado ya, hombre, lo bueno y lo que quiere el Señor de ti? Y qué otra cosa desea sino que vivas justa y santamente, que seas benigno y misericordioso, pronto y dispuesto para servir y agradar a Dios tu Señor? Las dos amonestaciones se contienen distintamente en las expresiones de Miqueas quien claramente declara que no pide Dios para sí los sacrificios con que se significan los que le complacen. En la carta que se inscribe a los hebreos dice: No os olvidéis de ser benignos y misericordiosos para con los pobres y miserables, pues con estos sacrificios se aplaca a Dios y se consigue su amistad. Y, por consiguiente, donde dice: más quiero de ti la misericordia que el sacrificio, no es necesario que entendamos otra cosa sino que prefirió un sacrificio a otro sacrificio, mediante a que aquel que todos llaman sacrificio es una figura o representación del verdadero sacrificio, y la misericordia es del mismo modo, verdadero sacrificio, por lo que dice lo que poco antes referí, que con tales sacrificios se granjea la amistad y gracia de Dios. Todo cuanto leemos que mandó Dios en diferentes ocasiones sobre los sacrificios y sobre el ministerio o servicio del Tabernáculo o del templo. se refiere para significar el amor de Dios y del prójimo, porque en estos dos Mandamientos, como dice la Sagrada Escritura, está cifrado y recopilado todo lo que contiene la ley y los profetas,


CAPITULO VI: Del verdadero y perfecto sacrificio.


Sacrificio verdadero es todo aquello que se practica a fin de unirnos santamente con Dios, refiriéndolo precisamente a aquel sumo bien con que verdaderamente podemos ser bienaventurados. Por lo cual la misma misericordia que se emplea en el socorro del prójimo, si no se hace por Dios, no es sacrificio. Pues aunque le haga u ofrezca el hombre, sin embargo, el sacrificio es cosa divina, de modo que aun los antiguos latinos llamaron al sacrificio con el nombre de cosa divina. Así el mismo hombre que se consagra al nombre de Dios y se ofrece solemnemente y de corazón a este gran Señor, en cuanto muere al mundo para vivir en Dios es sacrificio; porque también pertenece a la misericordia la que cada uno usa consigo mismo. Por eso dice la Sagrada Escritura: Usa de misericordia con tu alma agradando a Dios. Cuando castigamos nuestro cuerpo con la templanza, si lo hacemos por Dios, como debemos, no dando nuestros miembros para que se sirva de ellos el pecado por armas e instrumentos para obrar el mal, sino para que use de ellos Dios nuestro Señor como de armas e instrumentos para hacer bien, es igualmente sacrificio: Ruégoos, pues, hermanos, por la misericordia de Dios, que le ofrezcáis y sacrifiquéis vuestros cuerpos, no ya como animales muertos, sino como una hostia viva, verdaderamente pura y santa, agradable y acepta a Dios, como un sacrificio racional. Si, pues, el alma, que por ser superior se sirve del cuerpo como de un siervo o de un instrumento cuando usa bien de él y lo refiere a Dios hace un sacrificio, cuánto más aceptable será el sacrificio del alma siempre que éste se refiere a Dios, para que inflamada con el ardiente fuego de su divino amor pierda totalmente la forma de la concupiscencia del siglo, y estando sujeta y rendida al mismo Señor, que es forma inmutable, se reforme y renueve espiritualmente, agradándole y sirviéndole con la brillante cualidad que tomó de la forma y hermosura divina? Todo lo cual, prosiguiendo el Apóstol el mismo raciocinio, dice: Y no os conforméis con este siglo, antes transformaros por la renovación de vuestro espíritu en nuevos hombres, para que desde ahora en adelante no aprobéis lo que el vulgo profano adopta, sino lo que fuere grato y agradable a su Divina Majestad, y lo que fuere verdaderamente bueno, agradable y perfecto. Siendo, como son, verdaderos sacrificios las obras de misericordia, ya sean las que hacemos por nosotros o por nuestros prójimos, referidas a Dios y siendo igualmente cierto que no practicamos las obras de misericordia con otro objeto que con el de libertarnos de la miseria humana, y consiguientemente con el deseo de conseguir la bienaventuranza, cuya felicidad no nos es asequible sino con, el favor de aquel sumo bien de quien dijo el real profeta: Que todo su bien estribaba en unirse con Dios; sin duda que toda esta ciudad redimida, esto es, la congregación y sociedad de los santos, viene a ser un sacrificio universal que a Dios ofrece aquel gran sacerdote que se ofreció en la Pasión como cruenta víctima por nuestra redención, para que fuésemos nosotros el cuerpo de tan excelsa cabeza, tomando para consumar esta ilustre obra la humilde forma de siervo. Porque ésta fue la que ofreció el Señor, en ésta fue ofrecido, según ella es medianero, en ésta es sacerdote, en ésta sacrificio incruento. Así que habiéndonos exhortado el Apóstol a que ofrezcamos en holocausto nuestros cuerpos como hostia viva, santa, inmaculada, agradable a Dios, como un sacrificio racional, y que no nos conformemos con las prácticas reprensibles de este siglo, sino que nos reformemos interiormente y volvamos a tomar la forma y hermosura de nuestro espíritu, para que con sentidos perspicaces, sano juicio y discreción notemos y echemos de ver lo que quiere Dios que ejecutemos, esto es, lo que es bueno, lo que es aceptable y perfecto ante su Divina Majestad, puesto que, en realidad de verdad, nosotros somos este sacrificio, nos dice después el mismo Dios por el insinuado Apóstol estas palabras: Por la gracia que Dios me ha dado, os encargo generalmente a todos que no presumáis de vosotros más de lo que conviene, despreciando a los otros, antes sienta cada uno de si con templanza y modestia, según la porción de dones que le hubiere repartido el Señor, porque así como este cuerpo visible, aunque es uno, está compuesto de muchos miembros, y no todos tienen un mismo oficio, así la multitud de los fieles vienen a constituir un cuerpo en Jesucristo, y cada uno es miembro del otro, teniendo diferentes dones, según la gracia que Dios nos ha repartido. Este es el sacrificio de los cristianos, formando nosotros, siendo muchos en número, un cuerpo en Jesucristo. Lo cual frecuenta la Iglesia en la celebración del augusto Sacramento del altar que usan los fieles, en el cual la demuestran que en la oblación y sacrificio que ofrece, ella misma se ofrece.


CAPITULO VII: Que el amor que nos tienen los ángeles santos es de tal conformidad, que no gustan que los adoremos, sino a un solo Dios verdadero.


Con justa razón, los inmortales y bienaventurados que habitan en las moradas celestiales y gozan de la participación y visión clara de su Criador, con cuya eternidad están firmes, con cuya verdad ciertos, y con cuya gracia son santos, porque llenos de misericordia nos aman a los mortales y miserables, para que seamos inmortales y bienaventurados, no quieren que les ofrezcamos sacrificios, sino a Aquel cuyo sacrificio saben que son también ellos juntamente con nosotros. Pues juntamente con ellos somos una Ciudad de Dios; con quien hablando el real profeta dice: Cosas ilustres y gloriosas están profetizadas de ti, Ciudad de Dios; y una parte de ella, que está en nosotros, anda peregrinando, y la otra parte, que está en ellos, nos ayuda y favorece. De la Ciudad soberana, donde la voluntad de Dios sirve de ley inteligible e inmutable, de aquella corte soberana, nos vino por ministerio de los ángeles el divino oráculo que dice: El que sacrificare a los dioses y no lo hiciese solamente a Dios será desterrado de esta Ciudad. Este oráculo, esta ley, este precepto, está confirmado con tantos milagros, que nos manifiesta evidentemente a quien quieren los espíritus angélicos y bienaventurados.. que ofrezcamos nuestros sacrificios, que es únicamente al Dios verdadero, pues nos desean la misma eterna felicidad e inmortalidad de que están gozando y gozarán por toda la eternidad


CAPITULO VIII: De los milagros con que quiso el Señor, para alentar la fe de las personas piadosas, confirmar sus promesas por ministerio de los ángeles.


Acaso creerá alguno que revuelvo y examino sucesos más remotos de lo que es necesario, si intento referir los estupendos y antiguos milagros que hizo Dios en confirmación de las promesas que muchos millares de años antes había hecho el patriarca Abraham, empeñándole su divina e indefectible palabra de que su generación conseguiría la bendición de todas las naciones. Quién no ha de llenarse de admiración al observar que Abraham procreó a Isaac de su esposa Sara, siendo tan anciana que naturalmente no podía concebir ni ser fecunda; al meditar que en el sacrificio de Abraham discurrió por el aire una llama que vino del Cielo por medio de las víctimas; al reflexionar que dieron noticia exacta a Abraham los ángeles de Dios del fuego abrasador que había de caer del Cielo sobre los ciudadanos de Sodoma, a cuyos espíritus angélicos había hospedado en su casa bajo la figura y traje de hombres, y de ellos había sabido la promesa que Dios le había hecho sobre la dilatada posteridad que había de tener; al advertir que, aproximándose el tiempo en que debía descender del Cielo aquel milagroso fuego, consiguiese por mediación de los ángeles el que pudiese salir milagrosamente libre de toda desgracia de la misma ciudad de Sodoma, Lot, su sobrino, hijo de su hermano, cuya mujer en el camino, volviendo la vista hacia la ciudad, y convertida de improviso en estatua de sal, nos advirtió con grande e incomprensible misterio que ninguno en el camino de su libertad debe volver los ojos del apetito a la vida pasada; al considerar cuán grandes son las maravillas que obró Moisés al tiempo de sacar al pueblo de Dios de la dura servidumbre de Egipto, cuando a los magos o sabios de Faraón, rey de Egipto, que tenía oprimido con su tiranía al pueblo escogido, les permitió Dios que hiciesen algunos raros portentos para vencerlos y confundirlos con otros mayores, pues ellos los hacían con encantamientos mágicos y hechicerías, a que son dados con particular afición los ángeles malos, esto es, los demonios, pero Moisés los venció fácilmente con el ministerio de los ángeles, tanto más poderosamente cuanto era más justo que los venciera y humillara en el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra; finalmente, desfalleciendo los magos en la tercera plaga, suscitó Moisés hasta diez, que en sí representaban ocultos e impenetrables misterios, a las cuales se rindieron los duros corazones de Faraón y de los egipcios, permitiendo salir libremente al pueblo de Dios; pero luego se arrepintieron y procuraron dar alcance a los hombres, que iban marchando y pasando el mar a pie enjuto, porque por disposición divina se dividieron las aguas y les proporcionó un camino libre y anchuroso, y en este tiempo, queriendo los egipcios acometer pueblo de Dios, entraron en su seguimiento por la misma senda, y volviendo a unir milagrosamente las aguas, quedaron sumergidos en ellas y muertos todos? Qué diré de los milagros que caminando por el desierto los israelitas hizo Dios en tanto número y tan estupendos, como de las aguas, que no pudiendo ser bebidas por su amargura, echando en ellas un leño, como el Señor lo había mandado, perdieron su amargura y hartaron a los sedientos; cómo asimismo, teniendo hambre, les llovió maná del Cielo; cómo habiendo puesto tasa a los que lo cogían, a los que se excedieron de ella se les corrompió y llenó de gusanos, y cómo aunque lo cogieron en doblada cantidad el día antes del sábado no se les corrompió; cómo deseando comer carne, que parece no había de bastar ninguna para pueblo tan numeroso, se llenó todo el campo de los hebreos de volatería, y se apagó el ardor de su apetito con el fastidio de la hartura; cómo saliéndoles los enemigos al encuentro pretendiendo prohibirles el paso, y peleando con ellos, con orar Moisés y extender sus brazos en figura de cruz, sin morir ni uno de los hebreos fueron rotos y vencidos los contrarios; cómo a los sediciosos que se habían amotinado en el pueblo de Dios, separándose de la sociedad que Dios había ordenado, para ejemplo visible de las penas, invisibles, abriéndose la tierra, se los tragó vivos; cómo hiriendo una piedra con una vara derramó para tanta multitud abundantísimas aguas; cómo habiéndoles Dios enviado por, justo castigo de sus pecados serpientes que apenas les mordían morían, levantando un leño con una serpiente de metal y mirándola quedaron sanos, así para con esta figura socorrer al pueblo afligido como para figurar con la semejanza de una muerte casi crucificada la muerte que destruyó Cristo con la suya; la cual serpiente, habiéndose guardado en memoria de este beneficio, y comenzando después el pueblo ignorante a adorarla como ídolo, el rey Ezequías, sirviendo a Dios como príncipe religioso, la hizo pedazos, con grande gloria de su celo y religión?


CAPITULO IX: De las artes ilícitas que se usan en el culto de los demonios, de las cuales, disputando el platónico Porfirio, parece que aprueba, a veces, algunas, y que de otras duda y casi las reprueba.


Estas y otras maravillas semejantes, que sería demasiado prolijidad referir, se hacían para establecer el culto del verdadero Dios y prohibir el de los dioses falsos, las cuales se ejecutaban con una fe sencilla y confianza en Dios, no con encantamientos ni fórmulas verbales, compuestas conforme al arte de su nefaria curiosidad, a, la que o llaman mágica, o con otro nombre más abominable goecia, o con otro más honroso theurgia. Los que pretenden distinguir estas ridiculeces, quieren dar a entender que de los que se entregan al estudio de las artes ilícitas, unos son reprensibles, cuales son los que el vulgo llama maléficos o hechiceros, porque éstos dicen que pertenecen a la goecia, y otros, más loables, a quienes atribuyen la theurgia, siendo indubitable que unos y otros están sujetos y dedicados a los falsos y engañosos ritos de los demonios, bajo los nombres de ángeles. Porfirio, aunque con poco gusto, en un discurso lleno de algún modo de rubor y empacho, promete cierta purificación del alma por medio de la theurgia; sin embargo, niega que con tal arte pueda alguno conseguir el volver a Dios, de modo que puede advertirse fácilmente cómo anda fluctuando y dudoso con pareceres varios entre el vicio de tan sacrílega curiosidad y entre la profesión de la Filosofía. Porque ya avisa que se guarden los hombres de la profesión de este arte, como falaz y engañosa, la cual se practica no sin notorio riesgo y peligro, y está prohibida severamente por las leyes; ya advierte, rindiéndose a los que la aprueban y elogian, que es útil para purificar una parte del alma, sino la intelectual con que percibimos la verdad de las cosas inteligibles, que no tienen semejanza alguna con los cuerpos, a lo menos la espiritual con que recibimos las imágenes y representaciones vivas de las cosas corporales. Esta dice que por ciertas consagraciones theúrgicas, que llaman teletas, se hace capaz y se dispone para recibir espíritus y ángeles para ver los dioses. Aunque de tales consagraciones confiesa que no se le introduce sombra alguna de purificación al alma intelectual que la haga idónea para ver a su Dios y entender las cosas que son verdaderas. De cuya doctrina puede inferirse qué tal sea la visión que resulta de las theúrgicas consagraciones, y a qué clase de dioses se ofrecen, pues en ella no se ven las cosas que verdaderamente son. Finalmente, dice que el alma racional, o como le agrada llamarla, el alma intelectual, puede elevarse al conocimiento de las cosas celestiales, aunque la parte que en ella es espiritual no esté purificada con arte alguna theúrgica; y asimismo que la espiritual se purga por el theurgo tan escasamente, que no puede arribar a la inmortalidad y eternidad. Así que, no
obstante de que distinga los ángeles de los demonios, diciendo que el lugar que ocupan los demonios es el aire; el lugar etéreo o empíreo el que corresponde a los ángeles, y aconseje que debe usarse de la amistad de algún demonio para que llevándonos él a sus moradas respectivas pueda cada uno elevarse algún tanto de la tierra después de muerto, y diga que hay otro camino para llegar a gozar de la inefable compañía de los ángeles; sin embargo, afirma expresamente que debe cualquiera cautelarse y huir de la sociedad de los demonios cuando asegura que las almas, después de la muerte; satisfaciendo sus culpas, abominan con horror el culto de los demonios, que en vida los acostumbraban engañar. Con todo, no pudo negar que la misma theurgia, la cual elogia y recomienda como conciliadora de los ángeles y de los dioses, negocia con tales potestades, que o nos envidian la purgación de las almas, o se rinden y sujetan a las falaces artes de otros envidiosos, refiriendo latamente la queja de cierto caldeo alusiva a este punto. Quéjase, dice, un buen hombre en Caldea de que se le frustraron las penosas tareas que había sufrido para purificar su alma, habiéndoselas atajado otro, que era poderoso en lo mismo, sólo por envidia, conjurando y ligando las potestades con sus sagradas oraciones para que no le concediesen su petición; luego el uno ligó, dice, y el otro no desligó. Con lo cual, añade, se da a entender que la theurgia sirve para hacer bien como para hacer mal, y que así los dioses como los hombres están sujetos también a la disciplina y padecen las perturbaciones y pasiones que Apuleyo Comúnmente atribuye a los demonios y a los hombres, aunque distingue, a los dioses de los hombres por la elevación del lugar etéreo y confirma en esta distinción la sentencia de Platón.


CAPITULO X: De la theurgia, que con la invocación de los demonios promete a las almas una falsa purificación.


Y ved aquí cómo Porfirio, platónico en la secta, dicen que es más docto que el primero por su estudio en el arte theúrgico, el cual pinta a los mismos dioses sujetos y rendidos a pasiones y perturbaciones, puesto que sus conjuros les pudieron aterrar para que no verificasen la purgación del alma, y pudo espantarlos seguramente el que les mandaba ejecutasen lo que era malo, cuando el otro, que les pedía lo que era bueno, por el mismo arte no pudo librarles del miedo para que le hicieran bien. Y quién no advierte que todo esto es invención de los engañosos demonios, a no ser que sea un miserable esclavo suyo y esté privado de la gracia del verdadero libertador? Pues si esto se tratara con los dioses buenos, sin duda que más pudiera con ellos la buena intención del que pretende, purificar el alma que la mala del que lo, pretende impedir. Y si a los dioses virtuosos les pareció indigna de la purificación la persona para quien se pedía, no se negaron por terrores que les impuso el envidioso, y cómo él dice, impedidos del miedo que pudiese causarles otra deidad más poderosa, sino libremente. Es digno de admiración que aquel benigno caldeo, que deseaba purificar el alma con las consagraciones theúrgicas, no hallase algún otro dios superior que, o les infundiese mayor temor y obligase a los aterrados dioses a hacer bien, o que refrenase a los que les causaban miedo, para que libremente y sin obstáculo hiciesen bien; pero le faltaron sus oraciones y conjuros al buen theurgo para poder purificar primeramente del contagio del temor a los mismos dioses que invocaba con el ánimo de purgar su alma. Y si no, díganme: qué causa hay para que pueda tener a mano y como a su disposición un Dios más poderoso con el objeto de excitarles terror, y no pueda tenerle para que los libre del miedo? Acaso se halla un dios que oiga al envidioso y ponga miedo a los dioses para que no hagan bien, y no se encuentra otro dios que oiga benignamente al bueno, y quite el terror a los dioses para que puedan hacer bien? Oh famosa theurgia, oh graciosa purificación del alma, donde vale más lo que puede y prescribe la inmundicia de la envidia que la pureza de la obra buena, o, por mejor decir, donde es más poderosa la perversa y abominable falacia de los malignos espíritus que la buena y saludable doctrina! Porque, cuando éste refiere de los que ejecuten estas sucias e inmundas purificaciones con tan sacrílegos ritos que notan, como con espíritu terso, y limpio, unas hermosísimas imágenes, o de ángeles o de dioses es lo mismo que dice el Apóstol: Que Satanás se suele transfigurar como en ángel de luz. Suyas son aquellas ilusiones y fantasmas con que procura enredar las miserables almas en la religión falsa de muchos y falsos dioses y apartarlos del culto del verdadero Dios, con cuyo favor, y por quien solamente se purifican y sanan de las envejecidas enfermedades del alma, lo cual se dice de Proteo cuando el poeta cuenta que no deja forma ni figura que no tome, persiguiendo unas veces como enemigos; otras, ayudando engañosamente, y ofendiéndolas de todos modos con lo uno y con lo otro.


CAPITULO XI: De la carta que escribió Porfirio al egipcio Anebunte, en que le pide le enseñe la diversidad de los demonios.


Con más cordura procedió Porfirio cuando escribió al egipcio Anebunte, en cuyo escrito, como si pidiera parecer, no sólo descubre, sino que destruye estas sacrílegas artes. Allí reprueba generalmente, a todos los demonios, de quienes dice que por su imprudencia atraen los vapores húmedos, y que por eso no residen en la parte etérea, sino en la aérea, debajo de la luna, y en el mismo globo de este planeta; pero no se atreve a atribuir absolutamente a los demonios todos los engaños, malicias e imperfecciones que con razón le ofenden; pues algunos de ellos, siguiendo el sentir de otros escritores, los llama demonios benignos, confesando no obstante que, generalmente, todos son imprudentes. Admirase de ver que a los dioses no sólo los sacien y conviden con víctimas, sino que, también los compelan y obliguen a ejecutar lo que los nombres quieren; y si los dioses se distinguen y diferencian de los demonios en lo corpóreo e incorpóreo, cómo ha de presumirse que son dioses el sol y la luna y las demás cosas visibles del cielo, las cuales es indudable que son cuerpos? Y si son dioses, cómo aseguran que unos son benéficos y otros malignos, y cómo siendo corpóreos se unen con los incorpóreos? Pregunta igualmente, como el que duda, si los que adivinan y practican algunas acciones admirables participan de almas más poderosas, o si externamente les acuden y auxilian algunos espíritus, por cuyo medio practican semejantes maravillas. Y sospecha que esta potestad les viene de fuera, pues por medio de piedras y hierbas se ve que no sólo ligan a algunos, sino que abren también puertas cerradas, o hacen algunas maravillas semejantes. Por lo cual dice que otros son de opinión que hay cierto género de demonios a quienes es connatural y propio el oír y acudir a los que les piden y que son naturalmente cautelosos, mudables en todas formas y configuraciones, fingiendo dioses y demonios, y almas de difuntos, y que éstos son los que ejecutan todos estos portentos, que parece que son buenos o malos; pero en los que son realmente buenos no ayudan ni sirven de nada, y ni siquiera los conocen, sino que enredan, acusan e impiden algunas veces a los que de veras siguen la virtud; que son temerarios y soberbios, llenos de arrogancia y fausto, que gustan de los perfumes de los sacrificios, se pagan de lisonjas y todo cuanto dice sobre este género de espíritus cautelosos y malignos que de fuera acuden al alma, y embelecan y engañan los sentidos humanos, dormidos o despiertos, lo afirma, no como un principio inconcuso que le tiene persuadido suficientemente o creído, sino que lo sospecha o duda con tanta ambigüedad y fútiles fundamentos, que asegura que otros son de esta opinión. En efecto: fue empresa muy ardua para un filósofo tan ingenioso el llegar a conocer o argüir atrevidamente y condenar toda la diabólica chusma, a la cual cualquiera vejezuela cristiana fácilmente conoce, y con singular libertad escupe y abomina, si no es que acaso este filósofo tema ofender a Anebunte, a quien escribe como a una insigne cabeza y pontífice de semejante religión, y a otros aficionados que admiran estas cosas como divinas y pertenecientes al culto y religión de los dioses. Sin embargo, prosigue como preguntando cosas que, consideradas con atención y cordura, no pueden atribuirse sino a potestades y espíritus malignos y engañosos. Pregunta, pues, por qué invocándolos como buenos los mandan como si fueran malos que ejecuten y practiquen los injustos mandamientos de los hombres; por qué no prestan oídos a los que los invoca y pide algún favor, sí el suplicante hubiere incidido en pecados deshonestos, conduciéndolos, al mismo tiempo tan fácilmente a cualesquiera torpezas y actos venéreos; por qué advierten a sus sacerdotes que les conviene abstenerse de comer ciertos animales, sin duda con el objeto de que no se coinquinen y profanen con los vapores o hálitos de los cuerpos, y por otra parte gustan y dejan captarse de otros vapores más perniciosos, y de la oblación de holocaustos, víctimas y sacrificios, prohibiendo a sus sacerdotes que no toquen los cuerpos muertos, siendo innegable que la mayor parte de sacrificios que se le ofrece constan de cuerpos muertos. De dónde proviene que un hombre sujeto a toda suerte de vicios conmine con terribles amenazas, no al demonio o al alma de algún difunto, sino a los primeros luminares del mundo, sol y luna, o a cualquiera de las deidades celestiales, aterrándolos con ficciones para sacarles la verdad? Por qué los intimida, declarando que hará pedazos el cielo y otros cuerpos poderosos semejantes, cuya ejecución es imposible al hombre, con el ánimo de que, los dioses, como, niños tiernos, inocentes e ignorantes, atemorizados con las ridículas y falsas conminaciones, practiquen exactamente sus mandatos? Y da la razón diciendo por qué Queremon, hombre muy instruido y versado en semejantes asuntos sagrados, escribe que las maravillas que se celebran entre los egipcios por tradición y fama común, así de Isis como de Osiris, su marido, tienen particular fuerza y virtud para obligar a los dioses a que ejecuten cuanto se les ordene, siempre que el que los conjura con sus vanas fórmulas, encantaciones y sortilegios les amenaza que las divulgará o las destruirá de raíz, y todas las veces que con expresiones fuertes les asegura que disipará y aniquilará los miembros de Osiris si no hicieren todo cuanto les prescribe. De que el hombre amenace con semejantes desatinos a los dioses, no como quiera a los de la clase inferior, sino a los mismos que denominan celestiales y brillan con luz y resplandor refulgente y de que esta conminación no quede sin efecto, antes, por el contrario, que, forzándolos violentamente los obligasen a hacer con tales medios cuanto deseaban, se admira con razón Porfirio; o, por mejor decir, bajo el pretexto de admiración, y como preguntando la causa que motivaba tan extraño suceso, da a entender que obran estas maravillas los mismos espíritus, de quienes dijo ya, según el sentir de otros filósofos, que eran seductores, engañosos y cautelosos, no como él dice naturalmente, sino por su culpa y malicia, quienes se fingen dioses y almas de difuntos, y no fingen ser demonios, sino que realmente lo son y lo que él opina, que los hombres con hierbas, piedras y animales por medio de ciertos sonidos, voces, figuras, ademanes y ficciones, y con ciertas observaciones sobre la conversión y movimiento de las estrellas, fabrican en la tierra ciertos entes singulares para causar y hacer diferentes efectos; todo esto es obra de los mismos demonios, seductores de los hombres, que tienen subyugados y sujetos a su dominio, gustando y complaciéndose en la ignorancia y errores de los mortales. Así que, o dudando efectivamente Porfirio, o indagando y preguntando acerca de la causa de estos portentos, refiere extrañas particularidades con que se convencen y arguyen de falsos, demostrando de paso que no pertenecen a las potestades que nos auxilian en la grande obra de conseguir la vida eterna, sino a los demonios cautos y engañosos, que los forman para tenernos más embaucados y alucinados; o porque opinemos y sintamos con más benignidad de un filósofo tan instruido, por tratar con un sabio egipcio aficionado a tales errores, y que presumía o se lisonjeaba de saber los secretos más singulares y las causas más abstractas y recónditas, pretendió ciertamente no ofenderle con la autoridad de doctor y maestro arrogante y presuntuoso, ni turbarle contradiciendo públicamente su opinión, antes con figurada humildad de persona que aparenta desear saber, al preguntarle sobre toda especie de materias, quiso traerle a la consideración de aquellas maravillas y manifestarle de cuán poco momento son y cuánto debe huirse de ellas. Finalmente, casi al fin de la carta le pide que le demuestre y enseñe el camino recto para alcanzar la bienaventuranza, según la doctrina de los sabios de Egipto. Por lo demás, aquellos que tuviesen trato familiar con los dioses, de modo que por sólo hallar un fugitivo o conseguir la posesión de una heredad, o un honrado casamiento, o por sus negociaciones y otros intereses semejantes inquietarían al divino espíritu, es de parecer que los tales no se aplicaron al estudio de la sabiduría, y que los mismos dioses con quienes tenían amistosa correspondencia aunque en otros puntos les dijesen la verdad, sin embargo, porque nada les advertían sobre la bienaventuranza que les fue útil y a propósito, no eran dioses, ni benignos demonios, sino del número de aquellos de quienes dijimos que eran falaces y engañosos, o más ciertamente todo una quimera o ficción humana.


CAPITULO XII: De los milagros que obra el verdadero Dios por ministerio de los santos ángeles.


Pero porque con estas artes se obran y ejecutan tales y tan raras operaciones que exceden realmente las facultades y fuerzas humanas, qué resta ya sino que todo cuanto observamos que maravillosamente vaticinan y obran como si estuvieran iluminados del espíritu divino, y, no obstante, no se refiere al culto de un solo Dios verdadero, cuya perfecta unión absolutamente es solamente el único bien que nos hace bienaventurados; qué resta, digo, sino que, considerados atentamente todos aquellos raros portentos, entendamos que son embelecos y engaños con que nos alucinan y divierten los espíritus infernales, cuyo funesto mal debemos evitar, procurando guardarnos de sus cautelas con el amparo y protección de la religión verdadera?
Todos los milagros que se hacen por disposición divina, ya sea interviniendo el ministerio de los ángeles, ya sea por otro medio, pero dirigidos siempre a recomendarnos el culto y religión de un solo Dios, en quien consiste solamente la posesión de la bienaventuranza, debemos creer que los hacen realmente aquellos espíritus justos, o por medio de los que nos aman según la verdad y piedad, obrando el mismo Dios en ellos. Porque no debemos prestar nuestra atención a los que niegan que Dios, siendo invisible, no hace milagros visibles, pues según ellos crió el mundo, del cual no pueden a lo menos negar que es visible. Cualquier maravilla que sucede en este mundo, sin duda que es de menos entidad que la creación y conservación del mundo, y de cuanto contiene en su dilatada extensión, esto es, es menos que el cielo y la tierra y todo lo que en ellos se contiene, todo lo cual efectivamente lo crió Dios. De que se infiere que así como el que lo hizo es oculto e incomprensible al hombre, así también lo es el modo qué observó para la ejecución de tan grande obra. Así que, aún cuando las maravillas de este mundo visible las tengamos en poco por verlas tan de ordinario y con tanta frecuencia, sin embargo, cuando meditamos en ellas con prudencia y dirección, se nos representan mayores que las más inusitadas y raras; pues la formación del mismo hombre, dotado de tantas y tan estimables perfecciones, es mayor milagro que cualquiera otro que se efectúa por medio del hombre. Por lo cual Dios, que hizo visibles el cielo y la tierra, no se desdeña de hacer milagros visibles en el cielo y en la tierra, para excitar al alma entregada aún a la contemplación y afición de los objetos visibles, a que tribute culto y adoración a El, que es invisible. El descifrar el lugar y tiempo donde y en el que Dios ha de obrar portentos es un arcano incomprensible y negocio ya determinado sabiamente en su divino consejo, sin que pueda alterarse en lo más, mínimo; como que en sus previos e indefectibles decretos y providencia están ya presentes todos los tiempos que han de venir. Pues este gran Dios, sin moverse temporalmente, mueve todas las cosas temporales, y de una misma manera conoce lo que está por hacer que lo hecho, y de un mismo modo oye a los que le invocan que ve y observa a los que le han de invocar y llamar en sus aflicciones. Pues, aun cuando sus ángeles nos oyen, él nos oye en ellos como en su templo verdadero, y no formado por mano inferior; así como en todos sus santos, y lo que prescribe se ejecute temporalmente, corre ya conforme, a las justas ordenaciones de su santa ley eterna.


CAPITULO XIII: Cómo siendo Dios invisible se dejó ver muchas veces, no según lo que es, sino según lo que podían comprender los que lo veían.


No nos debe extrañar que siendo invisible se diga que en repetidas ocasiones se apareció visiblemente a los santos padres de la antigua ley, porque de la misma manera que con el sonido o eco de la voz se oye y percibe la sentencia y concepto que está en el oculto seno del entendimiento, así también la forma o figura con que dejó verse Dios, no era realmente lo que, es el mismo Señor. Sin embargo, el Omnipotente era el que se dejaba ver en aquella forma corporal, así como la misma sentencia o concepto es lo que se oye por el sonido y eco de la voz; no ignoraban los padres que veían a Dios en forma o especie corporal, lo cual no era en realidad de verdad, porque también hablaba con Moisés cuando conferenciaba con el Señor, y, no obstante, le decía: Si he hallado gracia delante de ti, déjame que te vea para que te conozca. Así que, conviniendo, según los inescrutables decretos del Altísimo, que la ley de Dios se diese y publicase no a una persona sola, o ciertos hombres sabios, sino a toda una nación y pueblo inmenso; en presencia de todo ese pueblo se vieron obrar estupendas maravillas en el mundo donde se daba la ley por uno solo, estando presente toda aquella innumerable multitud a los pavorosos y tremendos estruendos que se oían. Porque el pueblo de Israel no creyó a Moisés, como creyeren los lacedemonios al legislador Licurgo cuando les dijo que había recibido de Júpiter o de Apolo las leyes que él había formado para sí solo, porque cuando se dio la ley al pueblo a quien se mandaba reverenciase y adorase a un solo Dios, a vista del mismo pueblo apareció en cuanto fue necesario la Majestad y Providencia divina con maravillosas señales y movimientos, para promulgar la misma ley que nos enseña cómo ha de servir la criatura a su Criador.


CAPITULO XlV: Cómo debe adorarse un solo Dios, no sólo por los bienes eternos, sino también por los temporales, todos los cuales consisten en la potestad de su providencia.


Del mismo modo que van fomentándose y aprovechando las buenas y Saludables instrucciones de un hombre virtuoso, así las del linaje humano, en lo referente al pueblo de Dios, fueron creciendo por determinados períodos, como quien crece progresivamente según el estado de su edad, para, que viniera a elevarse de la contemplación de las cosas temporales a las de las eternas, y de las visibles a las invisibles; de modo, que, aun cuando Dios nos prometía premios visibles, no obstante, nos iba recomendado la veneración y adoración de un solo Dios, para que el espíritu humano, por los bienes terrenos y caducos de esta vida transitoria, no se sujetase a otro que al verdadero Criador y Señor absoluto de las almas. Porque cualquiera que niega que todo cuanto pueden dar a los hombres, o los ángeles, o los hombres, no está en la omnipotencia y sumo poder de un Dios todopoderoso, éste, sin duda, desatina o está demente. A lo menos Plotino, filósofo platónico, tratando de la Providencia divina, prueba, por la hermosura de las hojas y de las flores, que la Providencia llega a abrazar y comprender todo cuanto hay; desde el mismo Dios, cuya hermosura es incomprensible e inefable, hasta estas cosas terrenas y humildes, de todas las cuales, como despreciables que pasan velozmente y en un momento perecen, afirma que no pueden tener los correspondientes números y perfecciones de sus formas, si no les sobreviene la forma de aquella verdadera forma incomprensible e inconmutable que comprende en sí todas las perfecciones. Lo mismo enseña Jesucristo Señor nuestro por estas palabras: Considerad las flores del campo cómo crecen sin trabajar ni hilar, y, no obstante, os digo que ni aun Salomón en el colmo de su gloria y prosperidad, se vistió como una de éstas. Pues si a la hierba del campo que hoy nace y mañana se echa al fuego la viste Dios así, cuánto más a vosotros, gente de poca fe? Así que para el alma del hombre, sujeta a los deseos y propensiones de la tierra, los mismos bienes caducos e inestables que temporalmente desea y necesita en esta vida transitoria son de poco momento en comparación con los bienes eternos de la vida futura; sin embargo, no los acostumbra pedir ni esperar sino de la mano de un solo Dios, a fin de que ni aun con el deseo de éstos se aparte del culto y veneración de Aquel cuya posesión y visión beatífica ha de conseguir por el desprecio y aversión de semejantes bienes terrenos.


CAPITULO XV: Del ministerio con que los santos ángeles sirven a la divina Providencia.


De tal modo quiso la divina Providencia trazar y ordenar el curso de los tiempos, que, según dije y se lee en los Hechos Apostólicos: Fue su voluntad que la ley sobre el culto y religión de un verdadero Dios se diese por medio de los edictos de los ángeles, y que en ellos se mostrase visiblemente la persona del mismo Dios, aunque no en realidad, porque siempre permanece invisible a los ojos corruptibles, sino que por ciertos indicios apareciese visiblemente por medio de la criatura sujeta a su Criador, y que hablase con voces articuladas de lengua humana, gastando en las sílabas sus pausas y detenciones de tiempo, el cual, en su naturaleza, no corporal, sino espiritual; no sensible, sino inteligible; no temporal, sino eterna, ni comienza ni deja de hablar, lo cual, estando cerca de El, oyen más sinceramente, no con el oído del cuerpo, sino con el del espíritu, sus ministros y mensajeros que gozan y participan de su inmutable verdad, siendo bienaventurados e inmortales, y lo que oyen con expresiones inefables sobre lo que deben ejecutar y comunicar a los seres visibles, sensibles y terrenos, lo hacen sin réplica ni dificultad alguna. Esta ley se dio conforme a la distribución ordenada de los tiempos, la cual tuvo primeramente, como queda dicho, promesas terrenas significativas de las eternas, las cuales celebraron muchos con sacramentos visibles y las entendieron muy pocos. Con todo, en ella con manifiesta contextación y analogía, así dos veces como de expresos mandatos, se manda y establece el culto y veneración de un solo Dios, no de alguno de los que componen la turba de los falsos, sino de Aquel que hizo el cielo y la tierra, y todas las almas y todo espíritu que no es el mismo Dios; porque éste es el que crió y, formó, y ellos son sus hechuras, y para que tengan ser y se conserven, tienen necesidad de valerse en todo del que los hizo.


CAPITULO XVI: Si en la materia de poder alcanzar y merecer la bienaventuranza se debe creer en los ángeles, que piden ser reverenciados con el honor y culto que se debe a Dios, o a aquellos que mandan sirvamos santa y religiosamente, no a ellos, sino a Dios.


A qué ángeles debemos dar asenso sobre la cuestión de la vida bienaventurada y sempiterna, a los que intentan que los reverenciemos con ritos y ceremonias religiosas, pidiéndonos que los adoremos y ofrezcamos sacrificios, o a los que dicen que toda esta reverencia y culto se debe solamente a un Dios Todopoderoso, Criador de todas las cosas, a quien prescriben que rindamos todo este honor y culto con verdadera piedad; con cuya amable vista y contemplación son también bienaventurados, prometiéndonos que lo seremos también nosotros? Porque la vista de Dios es tan hermosa y digna de un amor tan singular, que sin ella, aunque tenga uno abundancia de otros cualesquiera bienes, no duda Plotino decir que es infelicísimo. Siendo, pues, cierto que unos ángeles nos mueven e incitan con señales admirables a que adoremos con reverencia y culto de latría a solo Dios, y otros a que se les adore a ellos, es digno de notarse que aquellos nos prohíben el adorar a éstos, y éstos no se atreven a prohibir que sea venerado aquél. De éstos a quiénes debemos dar más crédito? Respóndannos los platónicos, respóndannos cualesquiera filósofos, respóndannos los theurgos, o, por mejor decir los periurgos, por cuanto son acreedores a que se les dé este nombre, por tales artes y estudios; finalmente, respóndannos los hombres, si es que de algún modo vive en ellos algún sentido natural, con el cual les hizo Dios racionales; respóndannos, digo, si se debe ofrecer sacrificios a los dioses o ángeles, que mandan expresamente que se les sacrifique a ellos solos, o solamente a aquel Señor a quien prescriben se haga así los que prohíben que se les ofrezcan víctimas y sacrificios a ellos mismos y a los otros, aunque ni éstos ni aquellos hicieran milagros, sino únicamente mandaran los unos que se les sacrificase a ellos, y los otros ordenaran que solamente se ofreciesen sacrificios a un solo Dios verdadero, debían muy bien advertir con piedad y religión cuál de éstos procedía con fausto y soberbia, y cuál con verdadera religión. Digo más, aun cuando sólo los que quieren se les sacrifique pudieran mover a los hombres con obras maravillosas, y los que los prohíben y prescriben que se sacrifique a un solo Dios verdadero, no quisiesen practicar estas maravillas y milagros visibles, seguramente debíamos anteponer su autoridad, siguiendo, no el sentido del cuerpo, sino la luz de la razón. Pero habiendo Dios, para recomendarnos la verdad de su palabra, procedido de manera que por estos sus mensajeros y ministros inmortales que predican y celebran no su fausto y soberbia, sino la Majestad Divina, ha hecho milagros mayores, más ciertos y más evidentes, para que los que desean para sí los sacrificios no persuadiesen fácilmente a los flacos, el conocimiento de Dios, probando la falsa religión a sus sentidos con algunos prodigios estupendos; quién habrá tan ignorante que no elija los verdaderos para seguirlos, puesto que halla en ellos mucho más de que poder admirarse? Puesto que los milagros que obran los dioses de los gentiles, de que se hace mención en sus historias (y no hablo de los que en el decurso de los tiempos suceden por ocultas y secretas causas naturales, aunque ciertas y subordinadas a la divina Providencia), como son los inusitados partos de los animales, las apariencias extraordinarias en el cielo y en la tierra, ya sean las que causan espanto y terror, ya las que hacen notables daños y estragos, las cuales dicen que se aplacan y mitigan con ritos diabólicos por la engañosa astucia de los espíritus infernales, sino de los milagros, que con toda evidencia se hacen por la virtud y potestad divina, como es lo que refieren de las imágenes o simulacros de los dioses Penates, que condujo Eneas cuando vino huido de Troya que se mudaron de un lugar a otro; que Tarquino cortó con una navaja una piedra; que la serpiente de Epidauro acompañó la estatua de Esculapio, habiéndola embarcado en su nave para traerla a Roma; que la nave en que iba la estatua de la madre Frigia, no pudiéndola mover todos los esfuerzos de muchos hombres y bueyes, la movió y trajo a la ribera sólo una tierna doncella, atándola su faja para testimonio de su castidad; que la virgen Vestal, sobre cuya honestidad se hacia inquisición, satisfizo a la duda llenando en el Tíber de agua un harnero sin que se le vertiese una gota; estos portentos y otros semejantes de ningún modo deben compararse en virtud y grandeza a los que leemos sucedieron en el pueblo de Dios, cuanto menos los que por las leyes aun de las naciones que adoraron y reverenciaron a, los falsos dioses fueron prohibidos y severamente castigados, es a saber, los mágicos y theúrgicos, que los más de ellos sólo en la apariencia embelesan y engañan los humanos sentidos, como es el hacer bajar la luna, como dice Lucano, hasta que llegue de cerca a arrojar su veneno en las hierbas que tiene para este efecto preparadas el encantador. Y aunque algunos milagros o singulares habilidades suyas, en la grandeza de las obras parece que se igualan con algunos que hacen las personas piadosas y religiosas, con todo, el mismo fin con que se hacen manifiesta qué son, sin comparación, mucho más excelentes los nuestros. Porque con aquellos portentos se pretende recomendar el culto de muchos dioses, a los cuales tanto menos debemos sacrificar cuanto más lo desean, y con éstos se nos encarga el culto de un solo Dios verdadero, quien claramente nos demuestra que no tiene necesidad de semejantes sacrificios así con el testimonio de sus sagradas letras como con haber abrogado el mismo Señor, al tiempo de predicar y promulgar la ley Evangélica, todos los sacrificios y ritos de la Mosaica. Luego si algunos ángeles desean para sí los sacrificios, deben ser pospuestos a los que los desean no para sí, sino para Dios, Criador de todas las cosas, a quien sirven fielmente. Porque con este modo de obrar nos manifiestan el amor sincero que nos profesan, puesto que con el sacrificio intentan sujetarnos, no a sí mismos, sino a aquel gran Dios con cuya vista son bienaventurados y eternamente felices. Pretenden asimismo que nos acerquemos a conseguir aquel sumo bien, de cuyo amor y obediencia jamás se apartaron, y si los ángeles que quieren se ofrezcan sacrificios no a uno, sino a muchos, quieren se sacrifique no a sí, sino a muchos dioses, cuyos ángeles son ellos mismos, aun así deben ser pospuestos a aquellos que son ángeles de un solo, Dios verdadero, Dios de todos los dioses, a quien ordenan se tribute adoración y sacrificios, de manera que prohíben expresamente el sacrificar a otro alguno, y ninguno de ellos veda el sacrificar a este gran Dios, a quien mandan éstos que se ofrezcan sacrificios. Y si lo que, más da a entender y demuestra sus altivos y arrogantes engaños, ni son buenos, ni ángeles de dioses buenos, sino demonios malos que intentan que sacrifiquemos no a un solo y sumo Dios, sino a ellos mismos, qué mayor favor y amparo debemos procurar contra ellos que el de un solo Dios a quien sirven los ángeles buenos, los cuales ordenan que sirvamos con el sacrificio no a ellos, sino a Aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros mismos?


CAPITULO XVII: De la Arca del Testamento y de los milagros que obró Dios para recomendarnos la autoridad de su ley y promesas.


Por este motivo la ley de Dios, que se promulgó por ministerio de los ángeles, en la que se mandó reverenciar y adorar con religión divina a un solo Dios de los dioses, prohibiendo severamente la adoración de todos los demás dioses, estaba colocada en el arca que se llamó Arca del Testimonio. Con este nombre se da a entender bastantemente que Dios no solía incluirse y encerrarse en lugar alguno cuando desde la misma Arca daba a sus oráculos respuestas y señales visibles, sino que de allí salían los testimonios de su voluntad divina, puesto que la ley que estaba escrita en tablas de piedra estaba allí, como dije, en el Arca, la cual todo el tiempo que peregrinaron por el desierto, llevando consigo el Tabernáculo, que asimismo se llama Tabernáculo del Testimonio, la conducían los sacerdotes con la debida reverencia y veneración. Servíales también de señal el que de día se les aparecía una nube, la cual de noche resplandecía como fuego, y cuando se movía la nube, se movía todo el campo real, y donde paraba allí sentaban los reales. Dio Dios al tiempo de la promulgación de su ley santa otros testimonios confirmados con grandes y estupendos milagros, fuera de los que he referido, y además de las respuestas que daba desde el sagrado lugar del Arca. Pues cuando entraron en la tierra de promisión, pasando con la misma Arca por el Jordán, suspendiendo el río el curso de sus aguas por la parte de arriba y corriendo por la de abajo, abrió lugar capaz y enjuto para pasar en seco el Arca y el pueblo. Después, dando siete vueltas con el Arca a la primera ciudad enemiga que encontraron, cuyos ciudadanos, como gentiles, adoraban muchos dioses, repentinamente cayeron al suelo sus fuertes muros, sin combatirlos ni batirlos con máquinas ni otras invenciones guerreras. En seguida, estando ya en posesión de la tierra de promisión, y por sus enormes pecados, el Arca cayó en poder de sus enemigos, quienes la cautivaron y colocaron con grande honor y reverencia en el templo de su dios tutelar, a quien entre todos veneraban más, y dejándola así cerraron el templo, y abriéndole al día siguiente, hallaron al ídolo que adoraban caído en el suelo y todo quebrado. Conmovidos los idólatras con tan estupendo prodigio, y viéndose vergonzosamente castigados, volvieron el Arca del Testamento al pueblo a quien se la habían tomado; pero de qué modo se hizo la restitución? Pusiéronla sobre un carro y uncieron en él dos vacas recién paridas, quitándolas de la ubre sus becerrillos, y de esta manera las dejaron ir libremente donde quisiesen, intentando por este medio experimentar y probar la eficacia de la potestad divina; pero las vacas, sin tener persona que las guiase ni gobernase, caminando directamente hacia el país de los hebreos, sin hacerlas volver atrás los bramidos de sus hambrientos hijos, pusieron en manos de los que reverenciaban a Dios aquel grande Sacramento de la ley antigua. Estos y otros prodigios semejantes son pequeños respecto del gran poder de Dios, pero son al mismo tiempo grandes para causar temor saludable, enseñar e instruir a los mortales, porque si los filósofos, especialmente los platónicos, son elogiados por cuanto opinaron mejor que los demás, como ya llevo referido, y enseñaron que la divina Providencia administraba y gobernaba igualmente estos objetos ínfimos y terrenos, fundados en el irrefragable testimonio de la numerosa, varia y hermosa procreación de seres que hace, nacer, no sólo entre los cuerpos de los animales, sino también en las flores y las hierbas del campo, con cuánta más claridad y evidencia presenta un testimonio claro de su divinidad lo que acaece en su admirable predicación, donde se recomienda y enseña la religión que prohíbe el sacrificar a criatura alguna de las del Cielo, tierra e infierno, mandando que solamente ofrezcamos sacrificios a un solo Dios verdadero, el cual solo, amante y amado, hace bienaventurados? Y definiendo exactamente los tiempos en que había ordenado se hiciesen los antiguos sacrificios, y prometiendo que por medio de otro mejor sacerdote los había de mudar en estado más sublime, nos demuestra y da infalible testimonio de que no los apetece ni quiere, sino que por ellos nos quiere significar otros mejores, no porque El se ensalce o engrandezca con estas honras, sino para que nosotros, encendidos con el fuego de su divino amor, nos alentemos y excitemos a reverenciarle y procuremos unirnos espiritualmente con este Señor, cuya utilidad redunda en nuestro bien, no en el suyo.


CAPITULO XVIII: Contra los que niegan que debe darse. crédito a los libros eclesiásticos sobre los milagros que se hicieron para establecer o instruir el pueblo de Dios.


Dirá alguno que estos milagros son falsos y que nunca sucedieron, sino que mintieron los que los escribieron? Todo el que así se explica, si niega que en este particular no debemos creer absolutamente a criatura alguna, podrá decir también que tampoco hay dioses que cuiden de los mortales. Pues ellos mismos no usaron de otro arbitrio para persuadir a los hombres a que los adorasen, sino obrando estupendos prodigios, los cuales refiere igualmente la historia de los gentiles, cuyos dioses pudieron mejor hacer ostentación de admirables que mostrarse útiles. Y así en esta obra, cuyo libro X tenemos ya entre manos, no nos encargamos de convencer y refutar a los que niegan que hay naturaleza divina, o defienden que no vigila ni cuida de las cosas humanas, sino a los que prefieren y anteponen sus dioses a nuestro Dios, autor y fundador de esta santísima y gloriosísima Ciudad, ignorando que este mismo es también el Autor y Criador invisible e inconmutable de este mundo visible y mudable, verdadero dador de la vida bienaventurada, no con los objetos que ha criado, sino con su propia Persona. Porque su profeta veracísimo dice expresamente: Mi bien es unirme con Dios. Pues el sumo bien de que se disputa entre los filósofos es aquel al cual deben referirse para su consecución todos los oficios y operaciones humanas. No dijo el real profeta, mi sumo bien, o toda mi bienaventuranza es el tener abundancia de riquezas, o el vestirme de púrpura, o empuñar el cetro, o alcanzar la corona real, o lo que no tuvieron pudor en proferir algunos filósofos, el deleite del cuerpo es mi sumo bien, o lo que mejor dijeron los más sensatos y cuerdos, la virtud de mi alma es mi sumo bien, sino para mí, dice, el unirme con Dios es mi sumo bien y toda mi bienaventuranza. Esta célebre doctrina se la enseñó al real profeta aquel Señor a quien nos advirtieron los santos ángeles, con el testimonio de los sacrificios legales, que debíamos solamente ofrecer sacrificios; y asimismo el mismo profeta se había hecho un sacrificio de cuyo fuego inteligible estaba interiormente abrasado, y a cuyo espiritual reposo y unión inefable aspiraba con santos deseos. Pero si los que adoran muchos dioses creen a las historias civiles, o a los libros mágicos, o lo que tienen por más decente, a los theúrgicos, donde se dice que hicieron milagros, qué razón hay para que no quieran creer que obró Dios estos prodigios, referidos en la Santa Escritura, a la cual se debe tanta mayor fe cuanto sobre todas las cosas es mayor Aquel a quien solo manda que ofrezcamos nuestro sacrificio?


CAPITULO XIX: Razón por que la verdadera religión nos enseña a ofrecer a un solo Dios verdadero e invisible el sacrificio visible.


Los que imaginan que los sacrificios visibles convienen también a los otros dioses, y que al verdadero Dios, como invisible, le convienen los sacrificios invisibles como a mayor, mayores, y como a mejor, mejores, como son los oficios de la conciencia pura y de la voluntad buena, sin duda, ignoran que estos sacrificios son figuras y señales de estos otros, así como las palabras sonoras son señales de los objetos que representan en el ánimo. Por cuyo motivo, lo mismo que cuando oramos y alabamos a Dios enderezamos y encaminamos nuestras voces significativas a aquel Señor a quien ofrecemos en nuestro corazón las mismas cosas que significamos, así cuando sacrificamos hemos de entender que no debemos ofrecer el sacrificio visible a otro que aquel gran Dios cuyo sacrificio invisible debemos ser nosotros mismos en nuestros corazones. Y en este piadoso acto nos aplauden, nos dan el parabién y nos ayudan en cuanto pueden todos los ángeles y las virtudes que nos son superiores y más poderosas en la misma bondad y piedad. Y si les deseamos ofrecer este honor, no quieren admitirle, y cuando Dios los envía a nosotros de modo que advirtamos su presencia, nos lo prohíben expresamente. De esta especie hay muchos ejemplos en la Sagrada Escritura. Opinaron algunos que se debía a los ángeles el mismo honor y culto que se debe a Dios, adorándolos u ofreciéndoles sacrificio, pero los mismos espíritus celestiales se lo vedaron y ordenaron que tributasen esta adoración a aquel Señor a quien sabían que solamente se debía; en cuyo admirable ejemplo imitaron también a los santos ángeles los hombres santos y temerosos de Dios, pues en Licaonia, habiendo milagrosamente sanado San Pablo y Bernabé a un hombre, los tuvieron por dioses, queriendo los licaonios ofrecerles víctimas en sacrificio, y estorbándolo con humilde piedad los santos Apóstoles, les anunciaron y dieron noticia del Dios verdadero en quien debían creer. Pero los espíritus seductores no por otra causa piden con tanta arrogancia se les tribute este honor, sino porque saben que se debe al verdadero Dios, pues no gustan, como enseña Porfirio y sienten algunos filósofos, de los olores y perfumes de los cuerpos muertos, sino del honor y culto que se debe a Dios, ya que en todas partes tienen abundancia de perfumes, y si quisieran más, ellos mismos podrían proporcionárselo. Así, que los espíritus que se atribuyen a sí mismos con altivez y soberbia la divinidad no gustan del humo del cuerpo, sino del alma del que les suplica para enseñorearse de ella, sujetándola y ganándola para sí, cerrándola el camino para llegar a conocer al verdadero Dios, para que no sea el hombre su sacrificio, sacrificándose a otro que a este gran Dios.


CAPITULO XX: Del sumo y verdadero sacrificio que hizo de sí mismo el mediador de Dios y de los hombres.


Por lo cual, el verdadero mediador, que tomando la forma de siervo se hizo medianero entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, aunque admite y recibe en la forma de Dios sacrificio con el Padre, con quien es igualmente un solo Dios verdadero, sin embargo, bajo la forma de siervo, más quiso ser incruento sacrificio que recibirle, para que ni aun por este motivo pensase alguno que se debía ofrecer sacrificio a ninguna especie de criatura humana. Por este sacrificio viene a ser el mismo Dios sacerdote, siendo El mismo que ofrece, y El mismo la oblación, la víctima y el sacrificio. Fue su voluntad divina también que fuese sacramento cotidiano el sacrificio de la Iglesia, la cual, siendo cuerpo místico y verdadero de esta misma y suprema cabeza, aprende a ofrecerse a sí misma en virtud del mandato de Jesucristo. A este verdadero sacrificio figuran en muchas y en diferentes formas y signos los antiguos sacrificios que ofrecían los santos, figurando o representando a éste sólo por medio de tantos, como si un mismo asunto se dijese por muchas y diferentes palabras, para encargarle y recomendarle más próvidamente, sin que de él resultase fastidio alguno. A este sumo y verdadero sacrificio cedieron todos los sacrificios falsos.


CAPITULO XXI: De la potestad que Dios dio a los demonios para glorificar sus santos por el sufrimiento, los cuales vencieron a los espíritus aéreos, no aplacándolos, sino perseverando en Dios.


Aquella potestad que en ciertos y determinados tiempos permite y concede Dios a los demonios para que, por medio de los hombres de cuyo corazón están apoderados, ejerciten tiránicamente su rencor y enemistad contra la Ciudad de Dios y que admitan sacrificios, no sólo de los que se los ofrecen voluntariamente, sino también de los que no quieren ofrecérselos y se resisten, por lo cual los persiguen violentamente hasta lograr que se los ofrezcan, no sólo no es daño, sino que resulta en utilidad de la Iglesia para que se cumpla el número de los mártires, a quienes la Ciudad de Dios estima por ciudadanos más ilustres y honrados, cuanto más fuerte y valerosamente pelean contra la impiedad de las potestades y tiranos, hasta derramar su inocente sangre. A éstos, con mayor razón, si lo permitiera el uso común del idioma de la Iglesia, los llamaríamos nuestros héroes. Por cuanto este nombre dicen que se deriva de Juno, dado que Juno, en idioma griego, se llama Hera, y por eso no sé qué hijo suyo, según las fábulas de los griegos, se llamó Heros, significando con esta fábula, como en sentido místico, que el aire se atribuya a Juno, en cuyo lugar dicen que habitan los héroes con los demonios, llamando con este nombre a las almas de los difuntos que hicieron méritos sobresalientes. Por el contrario, se llamarán nuestros mártires héroes si, como llevo indicado, lo admitiera el uso y lenguaje eclesiástico, no porque estuviesen asociados con los demonios en el aire, sino porque vencían a los mismos demonios, esto es, a las potestades aéreas, y en ellas a la misma Juno, a la cual, no del todo fuera de propósito, pintan los poetas enemiga de las virtudes, émula y envidiosa de los varones fuertes que caminan al Cielo. Sin embargo, vuelve a rendirse a ella miserablemente, Virgilio; pues confesándose esta deidad vencida por Eneas no obstante, viene Heleno al mismo Eneas para darle un consejo piadoso y religioso, al decirle: Ofrecerás prontamente tus votos a Juno, y aplacarás y rendirás a esta poderosa señora con tus humildes dones. Y, conforme a esta opinión, Porfirio, aunque no siguiendo su dictamen, sino el de los otros, dice que un Dios bueno o el genio no acude a favorecer al hombre sin que primero se haya aplacado el malo, como si entre ellos fueran más poderosos los dioses malos que los buenos, y no queriendo los malos, no pueden aprovechar los buenos, y pueden dañar y ofender los malos, sin que se lo puedan resistir los buenos. No es ésta la traza que usa la religión verdadera y realmente santa; no vencen de este modo nuestros mártires a Juno, esto es, a las potestades aéreas, émulas de las virtudes de los siervos de Dios. Si conforme al uso común pudiera decirse así, diríamos que de ninguna manera vencen nuestros héroes a la Hera con humildes dones, sino con virtudes divinas. Por eso más a propósito pusieron a Escipión el sobrenombre de Africano, porque venció y conquistó con su valor el África, que si con dones y dádivas aplacara a los africanos sus enemigos para que se aquietaran y no, le causaran daño alguno.


CAPITULO XXII: De dónde dimana la potestad que ejercen los santos sobre los demonios y de dónde procede la verdadera purificación del corazón.


Los hombres de Dios, por medio de la verdadera piedad, salen vencedores contra la potestad aérea, enemiga y contraria a la piedad, exorcizándola y no aplicándola, y todas sus tentaciones y acometidas las vencen haciendo oración no a ella, sino a su Dios contra ella. Pues ésta no vence o sujeta a alguno si no es con la asociación del pecado. Por lo tanto, la victoria se consigue en nombre de aquel Señor que se hizo hombre y vivió indemne de toda mácula de pecado, para que por la virtud divina del mismo, que era juntamente sacerdote y sacrificio, se realizara la remisión de los pecados, esto es, por el medianero entre Dios y los hombres, el Hombre Cristo Jesús, por cuyo medio, efectuada la purificación de nuestros crímenes, nos reconciliamos y volvemos a la gracia de Dios. Pues los hombres, cuya purificación no puede hacerse en esta vida por nuestras propias fuerzas y virtud, sino mediante la divina misericordia, por su indulgencia solamente y no por nuestra potencia, pues aun aquella escasa virtud que se dice nuestra, el mismo Dios nos la ha concedido por efecto de su bondad. Muchas facultades y perfección nos atribuyéramos viviendo en esta carne mortal, si no viviéramos bajo la merced y beneficio de Dios todo el tiempo que la traemos, hasta que la dejamos. Por eso nos dio el Señor su gracia por el divino mediador, para que, contemplándonos, manchados con la torpeza del pecado, nos limpiáramos y purificáramos con la semejanza de la carne del pecado. En virtud de la divina gracia con que. Dios manifiesta en nosotros su grande misericordia; caminamos y nos gobernamos en la vida presente por la fe y, después de ella, por la vista clara y beatífica de la verdad inmutable llegaremos a gozar de la plenísima perfección.


CAPITULO XXIII: De los principios en que enseñan los platónicos consiste la purificación del alma.


Dice también Porfirio que sabía por respuestas de los oráculos que no nos purificamos con los sacramentos Teletas, que llaman ellos de la Luna, ni con los que dicen del Sol, para darnos a entender en esta expresión que no puede purgarse el hombre con ninguna especie de sacramentos de ninguno de los dioses Pues qué sacramentos habrá que nos purifiquen si no purifican los del Sol y de la Luna, que son los dioses principales que reconocen entre los celestiales? Finalmente, dice que declaró el mismo oráculo que los principios no podían purificar, porque habiendo dicho que los sacramentos de la Luna y del Sol no purificaban no entendiese alguno que valían para purificar los sacramentos de algún otro de la turba de las vanas deidades. Ya sabemos qué es lo que entiende por principios, como platónico que es. Porque entiende a Dios Padre y a Dios Hijo, a quien el estilo griego llama entendimiento paterno o mente paterna; sobre el Espíritu Santo, o nada dice, o no lo dice expresamente, aunque no comprendo de quién pueda decir que es medio entre éstos. Pues si quisiera que entendiéramos la tercera naturaleza, que es la del alma, como la infiere Plotino cuando disputa de las tres principales sustancias, sin duda que no le llamara medio entre éstos, es decir, medio entre el Padre y el Hijo; porque Plotino pospone la naturaleza del alma al entendimiento paterno, y Porfirio, cuando la llama medio, no la pospone, sino que la interpone. Efectivamente, dijo estas expresiones como pudo o como quiso, señalando con ellas lo que nosotros llamamos Espíritu Santo; Espíritu no sólo del Padre ni sólo del Hijo, sino de ambos, pues los filósofos hablan con más libertad y con los términos que les agrada, sin reparar en si ofenden en los asuntos difíciles de comprender los oídos religiosos y escrupulosos; pero nosotros no podemos hablar sino con términos muy limitados y precisos porque la libertad en el decir no engendre alguna impía opinión en los objetos que con ella significamos.


CAPITULO XXIV: Del único y verdadero principio que purifica y renueva la humana naturaleza.


Así que nosotros no decimos que hay dos o tres principios cuando hablamos de Dios, así como tampoco nos es lícito decir que hay dos o tres dioses, aunque hablando de cada uno en particular o del Padre, o del Hijo, o del Espíritu Santo, confesamos también que cada uno es Dios, y sin embargo, no decimos lo que los herejes sabelianos, que el Padre es el mismo que el Hijo, y que el Espíritu Santo es el mismo que el Padre y el Hijo, sino que el Padre es Padre del Hijo, y el Hijo, Hijo del Padre, y que el Espíritu Santo ni es Padre, ni hijo del Padre y del Hijo, por cuya razón dijeron con verdad que no se purifica el hombre sino con el principio, aunque los sabelianos, en su modo de explicarse, pusieron los principios en plural.
Pero como Porfirio estaba sujeto a las envidiosas potestades, de quienes, por una parte, se avergonzaba, y, por otra, no se atrevía a reprenderlas ni redargüirlas libremente, no quiso entender que nuestro Señor Jesucristo era el principio con cuya soberana Encarnación nos purificamos, porque le despreció en la misma carne que tomó para que sirviese de sacrificio para nuestra purificación, no comprendiendo afectivamente aquel grande e incomprensible Sacramento por estar lleno de la soberbia, que Cristo abatió con su humildad, siendo verdadero y benigno mediador, manifestándose a los mortales en aquella mortalidad que por libertarse de ella los malignos y engañosos medianeros con extraordinaria arrogancia se ensoberbecieron y prometieron a los miserables mortales, como inmortales, su engañoso y frívolo favor y ayuda. Así, que este mediador bueno y verdadero nos manifestó y enseñó que el pecado es únicamente lo que es malo, no la sustancia de la carne o la misma naturaleza, la cual pudo recibir sin mácula de pecado con el alma del hombre, y pudo retenerla y dejarla con la muerte y mudarla en mejor estado con la resurrección, mostrándonos de paso que la misma muerte, aunque fuese pena merecida por el pecado, la cual quiso el mismo Dios satisfacer por nosotros, no se debía ejecutar aun cuando se pudiese, pecando, antes, si fuese posible, se debía padecer por la justicia; y por eso pudo, muriendo, perdonar los pecados, porque murió y no por su pecado. A este no conoció el filósofo platónico que era el principio, porque le reconociera por purificativo, porque no es el principio la carne o el alma humana, sino el Verbo por quien fueron criadas todas las cosas. Así que la carne no purifica por sí misma, sino el Verbo, que quiso vestirse de ella cuando el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Y así hablando de la mística comida de su carne, los que no lo habían entendido, ofendidos y escandalizados, se fueron diciendo: Dura es esta palabra, quién la puede escuchar? , y a los demás que habían quedado les dijo: El espíritu es el que vivifica; la carne nada aprovecha. Por eso habiendo tomado el principio alma y carne, él es el que purifica el alma y la carne de los creyentes, y por lo mismo, preguntándole los judíos quién era, respondió que era principio, lo cual, sin duda, nosotros, siendo carnales, flacos, sujetos a pecados y envueltos en las tinieblas de la ignorancia, no lo pudiéramos entender si no nos purificara y sanara el mismo Señor por lo que éramos y no éramos. Porque éramos hombres, pero no éramos justos, y en su Encarnación hubo naturaleza humana, pero era justa, no pecadora. Esta es la mediación con que se dio la mano a los caídos y postrados. Esta es la semilla dispuesta por los ángeles, con cuyos edictos se promulgó la ley que mandó adorar y reverenciar un solo Dios, y prometió que vendría este mediador.


CAPITULO XXV: Que todos los santos, así en tiempo de la ley como en los primeros siglos, se justificaron en virtud del sacramento y fe de Jesucristo.


Asimismo con la fe de este sacramento pudieron purificarse los justos de la antigua ley, viviendo santamente no sólo antes que la ley se diese al pueblo hebreo, sino también en tiempo de la misma ley; aunque en las figuras de los ritos espirituales pareciese que las promesas que contenían eran carnales, por lo cual se llama Testamento Viejo. Porque hubo entonces también profetas por quienes igualmente que por los ángeles se predicó la misma promesa, y del número de éstos era aquel cuyo dictamen y sentencia tan soberana y tan divina referí poco antes, tratando sobre el fin del sumo bien, del hombre: Todo mi bien v mi bienaventuranza es unirme con Dios. En cuyo salmo se declara bastantemente la distinción que hay entre los dos Testamentos que se llaman Viejo y Nuevo. Pues por las promesas carnales y terrenas, viendo que los impíos abundaban de ellas, dice que vacilaron sus pies y que estuvo titubeando para caer, pareciéndole como que había servido en vano a Dios, pues los que le despreciaban y no servían fielmente gozaban de la felicidad que él esperaba de tan gran Señor; y que sufrió grandes molestias en el examen de este punto, queriendo averiguar por qué pasaba así; hasta que entró en el santuario de Dios, y entendió y conoció el último fin y destino de los que parecían felices y dichosos, a los ojos de su ignorancia. Entonces notó que los que se encumbraron sobremanera fueron, como dice, derrotados y abatidos, y que faltaron y perecieron por sus culpas, y todo el colmo de la felicidad temporal se les volvió como un sueño de uno que, despertado de improviso, se halla desamparado de los falsos contentos y objetos deleitables que imaginaba en su fantasía. Y porque en esta tierra o ciudad terrena les parecía que eran, grandes: Señor, dice, allá en tu Ciudad reducirás a nada aquella su apariencia o imaginaria felicidad. Pero cuán útil le fue no buscar aun las cosas terrenas, sino de la mano de un solo Dios verdadero, en cuyo poder están todas las cosas celestes y terrestres, bien claro lo manifiesta cuando dice: Yo he sido como una bestia delante de ti, y yo siempre contigo. Como una bestia dijo, efectivamente, porque no lo entendía. Pues yo no debía esperar de tu mano sino cosas que no puedo tener comunes con los impíos y pecadores, a los cuales, viendo en abundancia, imaginé que te había servido en vano, puesto que la tenían los que no habían querido servirte. Con todo, yo siempre perseveré contigo, porque aun en el deseo de semejantes objetos no te dejé ni busqué otros dioses, y por eso continúa: Me tuviste de la mano derecha y me encaminaste por el camino de tu voluntad y ley, y me recibiste y acogiste con mucho honor y gloria. Como que pertenecen a la siniestra todas aquellas cosas de que, viendo a los impíos con abundancia, casi estuvo para caer: Porque qué tengo yo, dice, en el Cielo sin ti, o qué puedo desear sobre la tierra, sino a ti? Repréndese a sí mismo, y con razón se arrepiente, porque teniendo un bien tan inestimable en el Cielo, buscó y pretendió en la tierra de la mano poderosa de su Dios una cosa tan transitoria y frágil y en algún modo una, felicidad de lodo: Desfalleció, dice, mi corazón y carne, Dios de mi corazón, es a saber, desfalleció con buen desfallecimiento y deseo, aspirando de las cosas inferiores a la posesión de las superiores; por lo que dice en otro salmo: Desea y desfallece mi alma por el goce de los soberanos palacios del Señor; y asimismo dice en otro: Desfalleció mi alma por tu salud. Sin embargo, habiendo hablado de ambas cualidades, esto es, del desfallecimiento del corazón y de la carne, no añadió Dios de mi corazón y de mi carne, sino Dios de mi corazón, pues por el corazón se purifica la carne; y así, dice el Señor: Limpiad lo que está dentro, y así lo de afuera estará limpio. Después llama a su parte a Dios, y no algo de El, sino El mismo: Dios, dice, de mi corazón, o Dios que para siempre eres mi parte y mi opción; porque entre muchas cosas a que se aficionan y escogen los hombres, él quiso elegir a Dios: Porque los que se alejan, dice, de ti perecerán; destruiste a todos los que fornican y se apartaron de tu fe y religión; esto es, que quieren ser como una prostitución y amancebamiento de muchos dioses. De donde se deduce la otra expresión, por cuya ocasión me pareció conveniente referir lo restante del mismo salmo: Respecto de mí, todo mi bien y bienaventuranza consiste en unirme con Dios; no desviarme lejos de él, no andar fornicando por diferentes objetos. Y el unirse con Dios se efectuará perfectamente cuando todo lo que se hubiere de libertad estuviere ya en salvo y libre. Pero ahora es muy a propósito lo que sigue: Que es poner su esperanza en Dios, pues la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que uno ve ya cómo lo espera?, dice el Apóstol, y si lo que no vemos esperamos, con paciencia y sufrimiento lo esperamos. Viviendo, pues, ahora, con esta esperanza, practiquemos lo que se sigue, y seamos también, según nuestra posibilidad ángeles de Dios, esto es, sus nuncios y mensajeros, anunciando su voluntad y alabando su gloria y divina gracia. Por lo que habiendo dicho: Ahora pongo mi esperanza en Dios, añadió: para que anuncie y predique todas sus alabanzas en las puertas de la hija de Sión Esta es la gloriosísima Ciudad de Dios, ésta es la que reconoce y reverencia a un solo Dios, ésta es la que nos anunciaron los santos ángeles cuando nos convidaron con su amable compañía, y quisieron que en ella fuéramos conciudadanos suyos, los cuales no gustan de que los veneremos como a dioses nuestros, sino que con ellos adoremos a su Dios, que lo es nuestro, ni que les ofrezcamos sacrificios, sino que con ellos nos ofrezcamos como verdadero sacrificio al Señor. Así que, sin que pueda dudar ninguno que considerare esto libremente sin perversa obstinación, todos los inmortales bienaventurados que no nos envidian, sino que nos estiman sobremanera y desean que seamos también como ellos lo son bienaventurados; más nos favorecen y ayudan cuando reverenciamos con ellos a un solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que si les veneráramos a ellos mismos y les ofreciéramos sacrificios.


CAPITULO XXVI: De la inconstancia de Porfirio, que anda vacilando entre la confesión de un verdadero Dios y el culto de los demonios.


No sé cómo en este particular Porfirio, a mi entender, pudo tener empacho y pudor de sus amigos los theurgos, porque los misterios, o más bien ridiculeces de éstos los comprendió bien, mas no por eso se encargó libremente de la defensa del verdadero Dios contra el culto de muchos dioses falsos. Pues llegó a decir que del número de los ángeles había unos que descendían a la tierra y daban a entender a los prohombres theurgos las máximas y ordenaciones divinas; otros, que en la tierra declaraban los arcanos y atributos que son peculiares del Padre, su alteza y su profundidad en, las ideas. Pregunto, pues: hemos de creer que esos ángeles, cuyo oficio es patentizar la voluntad del Padre, quieren que nos sujetemos y rindamos a otro que a aquel Señor cuya voluntad nos anuncian? Por lo que nos advierte con justa razón el mismo filósofo platónico que a éstos antes los debemos imitar que invocar. No debemos, pues, temer ofender a los inmortales y bienaventurados que reconocen un solo Dios verdadero, por no ofrecerles sacrificios, pues aquel culto que saben no se debe sino a un solo Dios verdadero, con cuya inefable unión son bienaventurados, sin duda, que no se complacen en que se les atribuya a ellos, ni por figura, alguna significativa ni por el mismo misterio que se significa por los Sacramentos. Porque tal arrogancia es propia de los demonios soberbios, altivos y miserables, de la cual se diferencian mucho la piedad de los que reconocen a Dios y de los que son bienaventurados, no por otro motivo sino por la unión beatífica que tienen con este Señor. Y para que con toda claridad comprendamos este sumo bien, se sigue necesariamente que nos hayan de favorecer con benignidad sincera, y que no se arroguen facultad alguna por la que nos sujetamos a ellos, sino que nos prediquen y anuncien a aquel gran Dios, bajo cuyos auspicios soberanos nos vengamos a unir con ellos en paz. A qué temes todavía, oh filósofo!, y no hablas libremente contra las émulas potestades que envidian las verdaderas virtudes, y los dones y beneficios del verdadero Dios? Ya has confesado que los ángeles que nos anuncian la voluntad del Padre son diferentes de los otros ángeles que descienden no sé con qué artificio a los hombres theúrgicos; para qué les tributas honores todavía, diciendo que pronuncian portentos divinos? Y qué cosas divinas declaran los que no nos anuncian la voluntad del Padre? En efecto; son aquellos a quienes el envidioso espíritu ligó con sus conjuros a fin de que no practicasen la purificación del alma y a quienes ni el bueno, como tú dices, deseando ellos hacer la purificación, los pudo soltar y ponerlos en su potestad. Aun dudas de que éstos son demonios malignos, o acaso finges que lo ignoras por no ofender a los theúrgicos, por quienes, engañado con la curiosidad, aprendiste como gran beneficio estas perniciosas abominaciones y desvaríos? Y te atreves a esta envidiosa, no digo potencia, sino pestilencia; no quiero llamarla señora, sino como tú lo confiesas, esclava de los envidiosos y malintencionados; te atreves, digo, trascendiendo este aire de la atmósfera a levantarla, sobre los cielos y colocarla en lugar sublime entre vuestros dioses celestiales y aun a infamar con estas ignominias las mismas estrellas?


CAPITULO XXVII: De la impiedad de Porfirio, que sobrepujó aún el error de Apuleyo.


Cuánto más tolerable y humano fue el error de Apuleyo, platónico como tú, quien situando a los demonios solamente en lugar inferior a la luna, aunque honrándolos, sin embargo, voluntaria o, forzosamente, confesó, que padecían las flaquezas de las pasiones y perturbaciones del ánimo; pero a los dioses superiores del cielo que pertenecen a los espacios y regiones etéreas, ya sea los visibles que veía que con sus brillantes resplandores alumbran todo el mundo, el sol, la luna y los otros luminares celestes; ya sea los invisibles, de quienes entendía que estaban libres de los defectos y sensaciones de las turbaciones del alma, los distinguió y segregó de éstos con toda la diligencia y exactitud que exigían sus facultades intelectuales? Mas tú aprendiste esta doctrina errónea, no de Platón, sino de tus maestros, los caldeos, elevando los humanos vicios sobre las alturas etéreas y aun sobre las empíreas y sobre el firmamento del cielo, para que así puedan vuestros dioses pronunciar y patentizar los arcanos divinos a los theurgos; y, sin embargo, te haces superior a las inteligencias divinas sólo por el privilegio que gozas de lograr la vida intelectual; de tal conformidad, que efectivamente, no te parecen necesarias para tu uso, como filósofo, las purificaciones del arte theúrgico, y, con todo, las persuades a otros, como para recompensar con esta satisfacción a tus maestros, induciendo engañosamente a los que son incapaces de filosofar o adoptar máximas que confiesas son inútiles para ti, como capaz de superiores inteligencias; con el ánimo de que cuantos estuvieron alejados de la filosofía, y no fueren capaces de penetrar y abrazar su virtud, que es muy ardua y dificultosa y adaptable a muy pocos, acuden con tu autoridad y dictamen a los theúrgicos para que los purifiquen, si no en el alma intelectual, a lo menos en el alma espiritual. Y por cuanto sin comparación es mayor el número de los que no gustan ni se aplican a filosofar, acuden muchos más a tus secretos e ilícitos preceptores que a las escuelas de Platón, porque ésta fue la promesa que te hicieron los inmundos e infernales espíritus, fingiéndose dioses etéreos, cuyo predicador, panegirista y ángel te has constituido, diciendo que los purificados en el alma espiritual por las operaciones del arte theúrgico aunque no vuelva al Padre con todo habitarán con los dioses etéreos sobre las regiones aéreas No escucha ni admite éstas falsedades la congregación de los fieles, a quienes vino a libertar de la pesada servidumbre y tiranía del demonio Jesucristo nuestro Señor, porque en él tienen la fuente inagotable de sus misericordias para conseguir la purificación de su alma, espíritu y cuerpo, y por eso recibió en sí, sin haber cometido el más mínimo desliz, los pecados de todos los hombres para sanar del contagio del pecado a todo aquello de que consta el hombre. Y ojalá que tú le hubieras conocido también, y para tu eterna salvación te hubiera. puesto con tanta más seguridad en sus manos, que no, o en las de tu propia virtud, que es en efecto humana, frágil, imbécil, o en las de una perniciosa curiosidad. Porque no te engañaría aquel gran Dios, a quien, como tú mismo escribes, vuestros oráculos confesaron por santo e inmortal; por quien dijo asimismo el príncipe de los poetas, en estilo poético, y aunque en persona, de otro, con todo, fue veraz si lo refieres a Jesucristo: Cuando vos reinareis, Señor, si hubieren quedado algunos rastros de nuestras culpas, vos las perdonaréis y libraréis al mundo del perpetuo miedo. Llámalos, aunque no pecados, a lo menos rastros de pecados, a los que pueden quedar aun en los más aprovechados en la virtud de la justicia por la humana flaqueza e inestabilidad de esta vida; los cuales no los quita ni sana sino el soberano Salvador, por cuyo respecto se compuso este verso; pues que nos dijo Virgilio estas palabras como si fuesen producción de su entendimiento, lo demuestra el cuarto verso de la égloga, que dice: La santa edad postrera ya es llegada, que la Cumea sagrada había cantado; donde aparece evidentemente que la sibila Cumea fue la autora de esta predicción. Pero los theurgos, o, por mejor decir, los demonios, que fingen especies y figuras de dioses, antes profanan que purifican el espíritu del hombre con la falsedad de sus fantasmas y con el engañoso embeleco de sus vanas formas: Pues cómo han de purificar el espíritu del hombre los que tienen tan impuro y sucio el suyo? Porque si no le tuvieran de este modo, de ninguna manera se dejaran ligar con los conjuros del hombre envidioso y malintencionado, ni el mismo beneficio vano y fútil que parece habían de hacer, o de miedo le detuvieran, o con otra igual envidia le denegaran. Basta el que confieses que no puede limpiarse con purificación theúrgica el alma intelectual, esto es, nuestra mente, aunque dices que puede purgarse con semejante arte la parte espiritual, es decir, la inferior a nuestra mente y, sin embargo, confiesas que con esta arte no puede hacerse a él inmortal o eterna. Pero Jesucristo promete la vida eterna, y así concurre todo el mundo, con despecho, mas no sin admiración y terror vuestro. Qué aprovecha decir lo que no pudiste negar, que van errados los hombres con la disciplina theúrgica, y que suceden a infinitos con sus ciegas y necias opiniones, siendo un error evidente acudir con nuestros votos y súplicas a los príncipes y a los ángeles? Y, por otra parte, porque no parezca que has trabajado en vano, diciendo esto vuelves a enviar los hombres a los theurgos, para que éstos purifiquen las almas espirituales de los que no viven conforme al alma intelectual.


CAPITULO XXVIII: Con qué razones ofuscado, Porfirio no pudo conocer la verdadera sabiduría, que es Jesucristo.

Así que introduces a los hombres en un notable error, y no te avergüenzas de un daño tan grave profesando amor a la virtud y sabiduría; la cual, si fiel y verdaderamente amaras y profesaras, hubieras conocido a Cristo, virtud de Dios y sabiduría de Dios, y no hubieras apostatado y dejado su apreciable humildad, llevado de la vana altivez de tu vana ciencia. Sin embargo, confiesas que puede el alma espiritual purificarse con la virtud de la continencia, sin el auxilio de las ates theúrgicas y sin sus decantados sacramentos, en cuyo estudio te has molestado inútilmente, A veces dices también que después de la muerte estos sacramentos no alivian el alma; de modo que ni a la misma que llamas espiritual parece que aprovecha después de la vida presente; y, no obstante, haces una larga digresión sobre este particular, no por otro fin, a lo que creo, sino por parecer perito y práctico en semejantes futilezas, y por venderte al gusto de los aficionados a las artes ilícitas, o por excitar la curiosidad de otros excitándolos a abrazarlas, Pero es asimismo cierto lo que dices que se deben temer estas artes, o por el rigor de las leyes, o por el rigor que hay en practicarlas. Y ojalá que a lo menos oigan y adopten este tu consejo los miserables y que las desamparen, porque en ellas no se aneguen y pierdan, o que por ningún pretexto se aproximen al estudio de ellas! Dices también que no se purifica con ellas la ignorancia, y, por consiguiente, tampoco se purgan muchos otros vicios, sino únicamente por el entendimiento paterno, que sabe y conoce la voluntad paterna. Y, sin embargo, no quieres creer que éste es Jesucristo, pues le desprecias por haber tomado carne humana de una mujer, y por la ignominia que padeció sufriendo muerte de cruz, hallándose efectivamente idóneo para reprender en lo superior a la soberana y suprema sabiduría con despreciarla y abatirla en lo inferior. Y, con todo, es este Señor el que realmente cumple lo que los santos profetas, con mucha verdad y espíritu divino, dijeron de él: que había de destruir la sabiduría de los sabios, y confundir la prudencia de los prudentes, Pues no hemos de entender que destruye y condena en ellos la sabiduría que les dio, sino la que se atribuyen y arrogan a sí los que no tienen la suya. Y así, habiendo referido este testimonio profético, prosigue y dice el Apóstol: Adónde está el sabio? Adónde el escriba, intérprete de la ley? Adónde el escudriñador de las cosas de este siglo? Acaso no nos dio a entender Dios que es ignorancia la sabiduría de este mundo? Y porque los mundanos y carnales por esta hermosísima máquina que Dios hizo con tanta sabiduría, no conocieron con su sabiduría a Dios, quiso Dios salvar los creyentes por la predicación de unos necios e ignorantes a los ojos y estimación de los hombres. Porque los judíos piden prodigios y milagros, los griegos no se contentan sino con la sabiduría que les cuadre, y nosotros, dice, predicamos a Cristo crucificado, cuya humildad escandalizó a los judíos y a los gentiles se les hizo disparate; pero los que el Espíritu Santo llamó a la fe, así de los judíos como de los griegos, advierten que esta humildad de Cristo es virtud de Dios y sabiduría de Dios, pues lo que les parece desvarío e ignorancia en Dios, que es la cruz sobrepuja a toda la fortaleza de los hombres. Esto es lo que desprecian como ignorancia e imbecilidad los que se tienen a sí mismos como sabios y fuertes. Pero ésta es la gracia que sana a los dolientes y enfermos, no a los que con soberbia se jactan de su bienaventuranza, sino a los que con humildad confiesan su verdadera miseria.


CAPITULO XXIX: De la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, la cual se avergüenza de confesar la impiedad de los platónicos.


Predicas al Padre y a su Hijo, a quien llamas entendimiento o mente del Padre, y al que es medio entre éstos, del cual imaginamos que entendéis que es el Espíritu Santo, y a vuestro modo los llamáis tres dioses. Sobre cuyo particular, aunque usáis de palabras no conformes al rigor de las ciencias y artes, con todo, advertís como quiera, y como por las sombras de una imaginación débil, adónde debe aspirarse; pero la encarnación del inmutable Hijo de Dios, en que consiste la salvación para que podamos llegar a alcanzar los inefables bienes que creemos o los que podemos comprender por poco que sea con la luz de nuestro entendimiento, no la queréis reconocer. Así que veis como de lejos y con, una vista caliginosa, la patria adonde debemos tener el término de nuestra carrera; pero no tenéis indagado el camino por donde se debe caminar para llegar a las eternas moradas. Sin embargo, tú mismo confiesas la gracia, pues dices que a pocos se concede el llegar a unirse con Dios por virtud de la inteligencia. No dijiste: pocos gustan o pocos quieren, sino que, diciendo a pocos se concede, sin duda confiesas la gracia de Dios, no la suficiencia del hombre. Usas también aún más expresamente el nombre de gracia, cuando, siguiendo la sentencia de Platón, tampoco pones en duda que el hombre en la vida actual de ningún modo llega a la perfección de la sabiduría; pero que a los que viven según el entendimiento, todo lo que les falta se los puede dar cumplidamente después de esta vida la providencia y gracia de Dios. Oh, si hubieras conocido la gracia de Dios por Jesucristo nuestro Señor, y su misma encarnación con que recibió alma y cuerpo de hombre, entonces pudieras echar de ver cómo era el dechado y ejemplo sumo de la gracia: Pero qué hago? Veo que en vano hablo con un muerto en cuanto hablo contigo; pero a los que tanto te estiman y aman (o por el amor de cualquiera sabiduría o por la
curiosidad de las artes, que fuera más conducente el que no las aprendieras) a quienes hablo, hablando contigo, acaso no hablo en vano. La gracia de Dios no se nos pudo encomendar más graciosa y agradablemente que con hacer que el mismo Hijo único de Dios, quedándose inmutablemente en la naturaleza divina, se vistiera de la naturaleza humana, se hiciera hombre y diera al hombre esperanza de su gracia y divino amor por medio del hombre, por quien los mortales pudieran venir a unirse con aquel Señor que estaba antes tan lejos de los hombres, siendo inmortal; de los mudables, siendo inmutable; de los impíos, siendo justo; de los miserables, siendo bienaventurado. Y porque naturalmente puso en nosotros un deseo eficaz de ser bienaventurados e inmortales, quedándose el bienaventurado y haciéndose mortal por darnos lo que deseamos, padeció y nos enseñó a menospreciar y no hacer caso de lo que tenemos.
Mas para que pudieran aquietarse vuestros corazones en la inteligencia de esta verdad, era necesaria la humildad, a la cual con gran dificultad se puede persuadir a vuestra dura cerviz. Porque, qué cosa increíble decimos, especialmente hablando con vosotros, que sentís algunas cosas tales, que con ellas os debéis persuadir a vosotros mismos a creer esto?, qué cosa increíble, pues, os decimos, que Dios tomó alma y cuerpo humano? Vosotros atribuís tanta eficacia al alma intelectual, la cual, sin duda, es la humana, que se puede hacer consustancial a aquella mente materna que confesáis ser el Hijo de Dios. Qué cosa increíble es que a una alma intelectual, por un modo inefable y singular, la tomase Dios y juntase consigo para la salud de muchos? Sabemos por la reiterada experiencia de nuestra propia naturaleza que el cuerpo se une con el alma para formar un hombre entero y cumplido, lo que si no fuera muy ordinario y usado, fuera más increíble sin duda que esto; porque mas fácilmente se debe creer que se puede juntar, aunque sea lo humano con lo divino, lo mudable con lo inmudable, el espíritu con el espíritu, o por usar de los términos que vosotros empleáis, con más facilidad puede juntarse lo incorpóreo con lo incorpóreo que lo corpóreo con lo corpóreo. Por ventura os ofende el inusitado parto del cuerpo, nacido de una virgen? Tampoco esto os debe ofender, antes os debe mover a creer en Dios, viendo que el que es admirable nace admirablemente. O acaso el ver que, habiendo una vez dejado el cuerpo con la muerte, habiéndole renovado y mejorado con la resurrección, le subió a los cielos incorruptible ya e inmortal? Podría ser que os resistieseis a creerlo, observando que Porfirio, en los mismos libros que escribió de Regressu animae, de los cuales he citado bastantes particularidades, enseña frecuentemente que debe huirse todo lo que es cuerpo, para que el alma pueda permanecer bienaventurada con Dios. Pero antes él en este particular debió ser corregido, especialmente sintiendo vosotros con él acerca del alma de este mundo visible y de tan ingente mole. Pues siguiendo a Platón decís que el mundo es un animal, y animal beatísimo, el cual queréis también que sea sempiterno. De qué manera, ni jamás dejará el cuerpo, ni jamás carecerá de la bienaventuranza, si para que sea el alma bienaventurada debe huir de todo lo que es cuerpo? También el sol y los demás astros, no sólo confesáis en vuestros libros que son corpóreos, sino que con una pericia y charlatanería extraordinaria afirmáis que estos astros son animales beatísimos, y por los cuerpos que tienen, sempiternos. Cuál es, pues, la causa por que cuando os predican y persuaden la fe cristiana, entonces olvidáis o fingís que ignoráis lo que acostumbráis a leer y enseñar? Qué razón hay para que por las mismas opiniones, que vosotros refutáis, no queráis ser cristianos, sino porque Cristo vino humilde, y vosotros sois soberbios? De la cualidad que han de tener los cuerpos de los santos en la resurrección (aunque se puede disputar con más sutileza y escrupulosidad entre los doctos y versados en las cristianas escrituras), en que hayan de ser sempiternos no ponemos duda alguna, como en que han de ser de la calidad que manifestó Jesucristo con el ejemplo y primicias de su resurrección. Pero de cualquiera calidad que fuesen, diciendo que han de ser totalmente incorruptibles e inmortales, y que no impedirán la alta contemplación con que el alma se fija en Dios, y confesando vosotros también que hay en los cielos cuerpos de bienaventurados para siempre, qué razón hay seáis de opinión que para que seamos bienaventurados se debe huir todo lo que es cuerpo, por parecer que con algún pretexto razonable huís de la fe cristiana, si no es lo que repito, que Cristo es humilde y vosotros soberbios? O acaso os corréis o avergonzáis de que os corrijan? Este vicio es característico de los espíritus soberbios. En efecto: causa pudor a los varones doctos el imaginar que los discípulos de Platón vengan a ser, al fin, discípulos de Jesucristo, quien con su divino espíritu enseñó a un pescador para que entendiese y dijese: En el principio era el Verbo, y el Verbo era en Dios, y Dios era el Verbo; esto era en el principio en Dios, todas las cosas fueron hechas por Él mismo, y sin Él nada se hizo; lo que se hizo en Él mismo era la vida, y la vida era la luz de los hombres, y la luz brillaba en las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron.
Este principio del Santo Evangelio escrito por San Juan decía un platónico (según acostumbraba a decírnoslo el santo anciano Simpliciano que después fue electo Obispo de Milán) que se debía escribir con letras de oro y colocarle en todas las Iglesias en los sitios más eminentes y distinguidos, y por eso vino a ser vilipendiado por los soberbios este divino Maestro, porque se dignó hacerse hombre, cubrirse de nuestra carne, bajar a la tierra a vivir con nosotros, sin dejar al mismo tiempo el cielo ni salir del seno de su Padre; de modo que no les basta a los miserables el estar dolientes y enfermos, sino que en la misma enfermedad se ensoberbecen y glorían, despreciando y aun avergonzándose de tomar la medicina con que pudieran sanar, lo cual no practican para que les den la mano y levanten, sino para que cayendo, sean más gravemente afligidos.


CAPITULO XXX: Cuántas cosas de Platón ha refutado y corregido Porfirio, no sintiendo con él.


Si después de Platón se estima por una acción indigna el enmendar o corregir cualquiera doctrina, por qué el mismo Porfirio le enmendó algunas opiniones, y no de poca importancia? Porque es indubitable que escribió Platón que las almas de los hombres, después de la muerte, vuelven a dar la vuelta hasta encerrarse en los cuerpos de las bestias. Esta sentencia sostuvieron su maestro Platón y Plotino, la cual, sin embargo, no agradó, y con justa causa, a su discípulo Porfirio, pues éste opinó que las almas de los hombres volvían a los cuerpos de los hombres, aunque no a los mismos que habían dejado, sino a otros distintos. Efectivamente, se ruborizó de creer la transmigración a las bestias, porque, acaso, viniendo una madre a parar con su alma en alguna mula, no viniese a traer a cuestas a su hijo, y no tuvo reparo en asentir al disparate de que viniendo una madre a dar en alguna tierna joven, acaso se casaría con su hijo. Con cuánta más razón y decoro se cree lo que los santos y verdaderos ángeles nos enseñaron, lo que los profetas inspirados de Dios dijeron, lo que dijo el mismo Señor, de quien los celestiales mensajeros enviados en tiempo oportuno y anterior anunciaron que había de venir por Salvador del linaje humano, y lo que los Apóstoles, delegados del Altísimo, predicaron, extendiendo el Evangelio por todo el ámbito de la tierra; con cuánto más decoro y razón, digo, se cree que vuelvan las almas una vez a sus propios cuerpos que no el que vuelven tantas veces a diferentes cuerpos? Pero, como llevo insinuado, en gran parte se corrigió Porfirio en esta opinión, a lo menos cuando estableció como sentir suyo que las almas de los hombres sólo podían volver a recaer en los cuerpos de los hombres, no dudando dar al través con las cárceles de las bestias. Dice también que Dios, a este efecto, concedió alma al mundo, para que, viendo y conociendo los males de la materia corporal, acudiese al Padre y no estuviese por más tiempo sujeta al contagio de semejantes dolencias. Cuya opinión, aunque tiene contra sí varios inconvenientes (porque, en efecto, se dio el ánima al cuerpo para que sujetase operaciones buenas y virtuosas, pues no. conociera claramente las malas si no las hiciera), sin embargo, en aquel punto, que no es de poco momento, enmendó la opinión de los otros platónicos, confesando que el alma, purificada ya de todos los males y puesta con el Padre, no ha de volver a padecer ya más los infortunios de este mundo. Con cuya opinión, sin duda, quitó lo que dicen que es especial doctrina de Platón, que así como suceden siempre los muertos a los vivos, así los vivos a los muertos, y demuestra que es falso lo que conforme al dictamen de Platón parece que insinúa Virgilio cuando refiere que las almas purificadas iban a los Campos Elíseos (con cuyo nombre, como por fábula, parece se significan los gozos y contentos de los bienaventurados) y venían a parar en el río Letheo, esto es, en el olvido de las cosas pasadas para que, olvidadas, vuelvan otra vez al mundo y empiecen de nuevo a desear volver a nuevos cuerpos. Con razón descontentó esta sentencia a Porfirio, porque, en realidad de verdad, es desvarío creer que las almas (desde aquella vida, no puede ser bienaventurada sí no es estando cierta de su eternidad) deseen el contagio de los cuerpos corruptibles, y que de allí vuelvan a ellos como si la suma pureza o purificación hiciera que vuelvan a, buscar, la inmundicia. Porque si el purificarse perfectamente hace que se olviden de todos los males, y el olvido de los infortunios causa deseo de los cuerpos en los que han de volver a contaminarse con los males, sin duda que la suma felicidad será causa de la infelicidad, y la perfectísima sabiduría causa de la ignorancia, Y la suma pureza causa de la inmundicia. Ni el alma será allí realmente bienaventurada durante el tiempo que residiere en aquel lugar donde es indispensable que viva engañada, para que sea eternamente feliz. Porque no será bienaventurada si no estuviere segura, y para que esté segura, falsamente ha de entender que siempre ha de ser bienaventurada, pues alguna vez ha de venir a ser miserable. Y a quién da ocasión de gozo la falsa proposición como gozara con la verdad? Advirtió este inconveniente Porfirio, y por eso dijo que el alma purificada volvía al Padre para no tornar ya, mas a sujetarse al contagio de los malos.
Por estos justificados motivos me persuado que, falsamente creyeron algunos platónicos ser como necesario aquel círculo y revolución de unas cosas en otras. Lo cual, aun cuando fuera cierto, de qué podría aprovechar el saberlo; a no ser que acaso por este motivo los platónicos se atreviesen a anteponérsenos en la doctrina, pues nosotros ignorábamos en la vida actual lo que ellos en la otra que es mejor estando purificados sobremanera, y siendo tan sabios no habían de conocer, y creyendo lo falso habían de ser bienaventurados? Lo cual, si es un absurdo y desvarío, seguramente que debe preferirse la opinión de Porfirio a la de los que imaginaron los círculos y revoluciones de las almas con la perpetua alternativa de la bienaventuranza y de la miseria. Y si esto es así, ved cómo un platónico disiente de Platón, sintiendo con más cordura; ved cómo observó éste lo que otro no advirtió, y, sin embargo de ser un maestro tan afamado, no rehusó corregir su dictamen, anteponiendo la verdad al respeto debido a la persona.


CAPITULO XXXI: Contra el argumento de los platónicos con que pretenden probar que el alma es coeterna a Dios.


Por qué causa no creemos antes a Dios en las cosas que no podemos penetrar ni rastrear con las luces del humano ingenio, diciéndonos el mismo filósofo que aun la misma alma no es coeterna a Dios, sino que fue criada la que no tenía antes ser? Pues para no querer creer esto los platónicos, les parecía que tenían una causa idónea y suficiente, diciendo que lo que no había sido antes en todos los tiempos, después no podía ser sempiterno, aunque del mundo y de los dioses, que escribe Platón haber criado Dios en el mundo, diga expresamente que comenzaron a ser, que tuvieron principio, y, sin embargo, no han de tener fin, sino que por la poderosa voluntad de su Criador han de permanecer para siempre. Pero encontraron modo de entender esta frase diciendo que ese principio no es de tiempo, sino de sustitución. Porque así como dicen ellos, si un pie estuviese desde la eternidad siempre en el polvo, en todos los tiempos estaría debajo de él, su huella, la cual ninguno podría dudar que la hizo el que la pisa, ni lo uno sería primero que lo otro, aunque lo uno fuese formado por el otro; así, dicen, también el mundo y los dioses que fueron criados en él existieron siempre, habiendo existido en todos los tiempos el que los hizo, y con todo, fueron hechos. Pregunto, pues: si el alma existió siempre, hemos de decir también que existió siempre su miseria? Y si comenzó en ella alguna operación en el tiempo que fuese ob aeterno, por qué no pudo ser que ella comenzase a existir en el tiempo, sin que antes hubiese sido? Y más, que la bienaventuranza de ésta, que después de la experiencia de los males ha de ser más firme y constante y ha de durar para siempre, como este filósofo lo confiesa, sin duda que principió en el tiempo, y, sin embargo, será para siempre sin haber sido antes? Así que todo el argumento con el cual entienden que nada puede ser sin fin de tiempo, si no es lo que no tiene principio de tiempo, queda deshecho, porque hemos hallado la bienaventuranza del alma, la cual, habiendo tenido principio de tiempo, no tendrá fin de tiempo. Por lo cual ríndase la humana flaqueza a la autoridad divina, y sobre la verdadera religión creamos a los bienaventurados e inmortales, que no desean para sí la honra que saben se debe a su Dios, que lo es también nuestro; ni mandan que hagamos sacrificios, sino sólo a aquel cuyo sacrificio debemos ser nosotros con ellos, como muchas veces lo he referido, y se debe decir frecuentemente; para que nos ofrezca a aquel sacerdote que (en la naturaleza humana que tomó, según la cual quiso también ser sacerdote) se dignó ser por nosotros sacrificio hasta morir.


CAPITULO XXXII: Del camino general para libertar el alma, el cual, buscándole mal, no le encontró Porfirio, y lo descubrió solamente la gracia cristiana.


Esta es la religión que contiene el camino general para libertar el alma, pues por ningún otro camino, sino por éste, puede alcanzar su libertad, porque éste es en algún modo el camino real que solamente conduce al reino, al que está inconstante y vacilando con el encumbramiento temporal, sino al que está firme y seguro con la firmeza de la eternidad. Y cuando dice Porfirio en el libro I de Regressu animae, cerca del fin, que no está recibida aún alguna secta o doctrina que demuestre un camino general para librar el alma, ni por la vía de alguna filosofía cierta, ni por la costumbres ni disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, y que aún no ha llegado a su noticia este camino por medio de historia alguna, sin duda confiesa que hay alguno, pero que aún no ha llegado a su noticia. De modo que no le bastó todo cuanto con la mayor diligencia había estudiado y aprendido en razón de librar el alma, y lo que a él le parecía o, por mejor decir, parecía a otros que trataba. Porque advertía que todavía le faltaba alguna grande y prestante autoridad, que debía seguir sobre negocio tan importante. Y cuando dice que ni por la vía de una filosofía verdadera había llegado a su noticia secta alguna que enseñe y manifieste el camino general para libertar el alma, bastantemente a lo que entiendo muestra, o que aquella filosofía, en que él había estudiado y filosofado no era la verdadera, o que en ella no estaba o se hallaba tal camino. Y cómo puede ser ya verdadera la filosofía donde no se halla este camino? Porque, qué otro camino general hay para libertar el alma sino aquel mismo por donde se libran todas las almas, y, por consiguiente, sin el cual ninguna alma se libra? Y cuanto añade y dice que ni por las costumbres y disciplina de los indios, ni por la inducción de los caldeos, ni por algún otro camino, claramente confiesa que este camino general para librar el alma no está en lo que había hallado en los indios y en los caldeos, y no pudo remitir al silencio el que había consultado los oráculos divinos de los caldeos, de quienes hace mención ordinaria y continuamente Qué camino general, pues, para libertar el alma quiere dar a entender que no había aún hallado ni en alguna filosofía verdadera ni en las doctrinas de las naciones que se tenían y estimaban como grandes y cultas en las materias de la religión, porque prevaleció entre ellas la curiosidad de querer y conocer y adorar cualesquiera ángeles, del cual camino la historia no le había aún suministrado noticia? Y cuál es ese camino general sino el que no es propio y peculiar de cada nación, y nos le dio Dios para que fuese común generalmente a todas las gentes? El cual, que exista, este filósofo de más que mediano ingenio, a lo menos no pone duda. Porque no cree que la divina Providencia pudo dejar al, linaje humano sin este camino general para libertar el alma; porque no dice que no le hay, sino que este bien tan singular y este auxilio tan poderoso no está aun recibido, no ha llegado todavía a su noticia, y no es maravilla, porque Porfirio vivió en tiempo en que este universal camino, dirigido a eximir el alma de su última ruina, permitía Dios que fuese combatido y perseguido por los, gentiles que adoraban a los demonios, y por los reyes y príncipes de la tierra, a fin de establecer y consagrar el número de los mártires, esto es, de los testigos de la verdad, para demostrarnos por ellos que por la fe de la religión y testimonio de la verdad debemos tolerar y padecer todos los males y penurias corporales. Advertía esto Porfirio e imaginaba que con semejantes persecuciones había de extinguirse y perecer bien presto este camino, y que por eso no era el general para libertar el alma, no entendiendo que lo que a él le movía, y lo que temía padecer si lo escogiera, era para mayor confirmación y para más firme recomendación y aprobación suya.
Esta es la única senda para librar el alma, ésta es la que Dios por su misericordia concedió generalmente a todas las naciones, cuya noticia a algunos ha llegado y a otros llegará, sin que pueda decir por qué ahora y por qué tan tarde?, pues a los consejos y altas ideas del que la envía no puede darle alcance la flaqueza del humano ingenio. Lo cual sintió del mismo modo este filósofo cuando dijo que aún no se había recibido este don de Dios, y que no había llegado a su noticia, mas no por eso probó que no era verdadero, porque aún no le había recibido en su fe o no había llegado todavía a su noticia. Este es, digo, el camino general para librar y salvar a los creyentes, del cual tuvo noticia fiel Abraham, mediante el divino oráculo: En tu descendencia alcanzarán la bendición todas las gentes. , Quien, aunque fue de nación caldeo, no obstante, para que pudiese alcanzar semejantes promesas, y por él se propagase y dilatase su generación, dispuesta por los ángeles en virtud del Mediador; en cuya descendencia estuviese este camino general para librar el alma, esto es el que Dios concedió a todas las naciones, le mandó Dios salir de su tierra de entre sus parientes y de la casa de su padre. Entonces Abraham, siendo el primero que fue libertado de las supersticiones de los caldeos, siguió y adoró a un solo Dios verdadero, a quien creyó fielmente cuando le hizo sus divinas promesas. Este es el camino general, del cual hablando el rey profeta, David, dice: Dios haya misericordia de nosotros, bendíganos e ilústrenos con la luz de su divino rostro, y tenga misericordia de nosotros para que conozcamos, Señor, en la tierra tu camino, y en todas las gentes tu salud. Y así, después, al cabo de tanto tiempo, habiendo ya tomado carne de la descendencia de Abraham, dice el Salvador, de sí mismo: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Este es el camino general, de quien con tanta anterioridad de tiempo estaba profetizado: Estará en aquellos últimos días manifiesto y, aparejado el monte, de la casa del Señor en la cumbre de los montes, y sobrepujará todos los collados, acudirán a él muchas naciones, y dirán: venid y subamos al monte del Señor y a la casa del Señor, Dios de Jacob, y os anunciará su camino, y andaremos por él, porque ha de salir de Sión la ley, y de Jerusalén la palabra del Señor. Así que este camino no es peculiar a una sola nación, sino generalmente a todas. La ley y la palabra del Señor no paró en Sión y en Jerusalén, sino que salió de allí para derramarse por todo, el mundo. Y así, el mismo Medianero, después de su Resurrección, estando medrosos sus discípulos, les dijo: Era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la ley, en los profetas y en los salmos. Entonces les abrió los ojos del entendimiento para que entendiesen las Escrituras, y les dijo cómo fue necesario que Cristo padeciese y resucitase al tercero día de entre los muertos, y que por todas las gentes se predicase en su nombre la penitencia y remisión de los pecados, empezando desde Jerusalén. Este es el camino general para librar el alma que nos significaron y publicaron los santos ángeles y los santos profetas; lo primero entre unos pocos hombres que bailaron cuando pidieron la gracia de Dios, y especialmente entre la nación hebrea, cuya sagrada República era en algún modo como una profecía y significación de la Ciudad de Dios, que se había de juntar y componer de todas las naciones; nos lo significaron, digo, con el Tabernáculo, con el templo, con el sacerdocio y con los sacrificios, y nos lo profetizaron con algunas expresiones claras y manifiestas, aunque las más veces místicas; pero habiendo ya encarnado y venido en persona el mismo Medianero, y sus santos Apóstoles descubriéndonos ya la gracia del Nuevo Testamento comenzaron a manifestar y enseñar aún más evidentemente todo lo que estaba ya significado con más oscuridad en los tiempos pasados, según la distribución del tiempo y edades del linaje humano, conforme a lo que quiso ordenar y disponer la divina sabiduría, obrando Dios en confirmación de ello muchos portentos y señales maravillosas, de las cuales he referido ya algunas. Porque no sólo se vieron ángeles y se oyeron hablar los ministros del cielo, sino que también los hombres siervos de Dios, con sola su fe sencilla, lanzaron los espíritus inmundos de los cuerpos y sentidos humanos, sanaron los defectos y enfermedades corporales; las bestias de la tierra y del agua, las aves del cielo, los árboles, elementos y estrellas obedecieron la divina palabra, cedieron los infiernos, resucitaron los muertos, sin contar los milagros propios y peculiares del mismo Salvador, especialmente el de su Nacimiento y Resurrección, de los cuales, en el primero, nos mostró claramente el misterio de la virginidad de su Madre, y en el segundo, un ejemplo de los que al fin han de resucitar. Este es el camino que limpia y purifica a todo hombre, y le dispone, siendo mortal, por todas las partes de que consta, a la inmortalidad. Pues para que no fuese necesario buscar una purificación para la parte que llama Porfirio intelectual, y otra para la que llama espiritual, y otra para el mismo cuerpo, por eso se vistió de todo el verdadero y poderoso Purificador y Salvador. Fuera de este camino, el cual nunca faltó al, género humano, ya cuando se predicaba que habían de suceder estos prodigios, ya cuando nos predican que han sucedido, nadie se libró, nadie se libra, nadie se librará.
Sobre lo que dice Porfirio que no ha llegado aún a su noticia por medio de alguna historia el camino general para libertar el alma, qué puede haber más ilustre que esta historia que con tan relevante autoridad se ha divulgado por todo el mundo? O cuál más fiel o verdadero, donde de tal modo se refieren los sucesos pasados, que se dicen también los futuros, de los cuales vemos muchos cumplidos, y los que restan esperamos también, sin duda, que se cumplirán? Porque no puede Porfirio ni otros cualesquiera platónicos, aun por lo tocante a este camino, despreciar la adivinación o predicción como cosas terrenas y que pertenecen a esta vida mortal como con razón hacen con otros vaticinios y predicaciones de cualesquiera asunto y arte. Pues aseguran que estas adivinaciones no fueron de hombres ilustrados, y que no debe hacerse caso de ellas, y dicen bien. Porque se efectúan, o por el conocimiento que se tiene de las causas inferiores, así como por el arte de la medicina, por medió de algunas señales antecedentes se pronostican varios sucesos que han de sobrevenir al enfermo, o los espíritus inmundos adivinan las cosas que tiene ya trazadas y dispuestas, y en los corazones y gusto de los impíos hacen que a lo hecho cuadre y corresponda lo dicho, o a lo dicho, lo hecho, para adquirir de algún modo derecho y acción en la imbécil materia de la humana fragilidad. Pero los varones santos que se dirigieron por este camino general, por donde se libran las almas, no procuraron profetizar semejantes sucesos como grandes, aunque no los ignorasen y los dijesen muchas veces para hacerlos creer que no debía estimarse ni dar a entender el sentido humano ni hacer después con facilidad la experiencia de ellos. Pero otras obras eran verdaderamente grandes y divinas, las cuales, según se les permitía, conocida la divina voluntad, anunciaron que habían de suceder. Porque la venida de Jesucristo hecho hombre, y todo lo que por este gran Señor claramente sucedió y se cumplió en su nombre, la penitencia de los hombres y la conversión de sus voluntades a Dios, la remisión de los pecados y la gracia de la justicia, la fe de los piadosos y justos, y la multitud que por todo el mundo había de creer en el verdadero Dios, la ruina y destrucción del culto de los ídolos y demonios, y el ejercicio con las tentaciones, la purgación de los aprovechados y la liberación de todo mal; el día del juicio, la resurrección de los muertos, la eterna condenación de los impíos y el reino eterno de la gloriosísima Ciudad de Dios que goza inmortalmente de su vista, todo está dicho y prometido en las Escrituras, hablando de este verdadero camino, del que vemos tantas cosas cumplidas, que piadosamente creemos que han de suceder así las demás. Y que la rectitud de este camino que nos conduce directamente hasta ver a Dios y unirnos con Él eternamente está depositada en el archivo santo de la divina Escritura, con la misma verdad que se predica y afirma en ella; todos los que no lo creen, y por eso no lo entienden, pueden combatirlo pero no expugnarlo.
Por lo que en estos diez libros, aunque menos de lo que esperaban algunos de mí, no obstante, he satisfecho el deseo de otros, cuanto ha sido servido de ayudarme el verdadero Dios y Señor, refutando las contradicciones de los impíos, que al Autor de la Santísima Ciudad, de la cual nos propusimos tratar, prefieren sus dioses. En los cinco primeros de estos diez libros escribo contra los que piensan que deben adorarse los dioses por los bienes de, esta tierra, y en los otros cinco, contra los que entienden que debe conservarse el culto de los dioses por la vida que ha de haber después de la muerte. Así que de aquí adelanté, como lo prometí en el libro I, con el favor de Dios, trataré lo que me pareciese necesario acerca del nacimiento, progreso y debidos fines de las dos Ciudades que dije que en el presente siglo andaban mezcladas y unidas una con otra.

LIBRO UNDECIMO: PRINCIPIO DE LAS DOS CIUDADES ENTRE LOS ÁNGELES.


CAPITULO PRIMERO: Parte de la obra donde se empiezan a demostrar los principios y fines de las dos Ciudades, esto es, de la celestial y de la terrena.


Llamamos Ciudad de Dios aquella de quien nos testifica y acredita la Sagrada Escritura que no por movimientos fortuitos de átomos, sino realmente por disposición de la alta Providencia sobre los escritos de todas las gentes rindió a su obediencia, con la prerrogativa de la autoridad divina, la variedad de todos los ingenios y entendimientos humanos. Porque de ella está escrito: Cosas admirables y grandiosas están profetizadas de ti, oh Ciudad de Dios! : y en otro lugar: Grande es, dice el Señor, y sumamente digno de que se celebre y alabe en la Ciudad de nuestro Dios y en su montesano, que dilata los contentos y alegría de toda la tierra; y poco más abajo: Así como lo oímos, así hemos visto cumplido todo en la Ciudad del Señor de los ejércitos, en la Ciudad de nuestro Dios; Dios la fundó eterna para siempre; y asimismo en otro salmo: el ímpetu y avenida de las gentes, como unos ríos caudalosos han de alegrar y acrecentar la Ciudad de Dios, donde el soberano omnipotente Señor puso y santificó su Tabernáculo y asiento; y puesto que Dios está y habita en medio de ella, no se moverá ni faltará para siempre jamás Por estos y otros testimonios semejantes, que sería demasiado prolijo referir, sabemos que hay una Ciudad de Dios, cuyos ciudadanos deseamos ser con aquella ansia y amor que nos inspiró su divino Autor. Al Autor y Fundador de esta Ciudad Santa quieren anteponer sus dioses los ciudadanos de la Ciudad terrena, sin advertir que es Dios de los dioses, no de los dioses falsos, esto es, de los impíos y soberbios, que estando desterrados y privados de su inmutable luz, común y extensiva a toda clase de personas, y hallándose por este motivo reducidos a una indigente potestad, pretenden en cierto modo sus particulares señoríos y dominio, y quieren que sus engañados e ilusos súbditos los reverencien con el mismo culto que se debe a Dios, sino que es Dios de los dioses piadosos y santos, que gustan más de sujetarse a sí mismos a un solo Dios que sujetar a muchos a sí propios; adorar y venerar a Dios más que, ser adorados y reverenciados por dioses. Pero ya hemos respondido a los enemigos de la Ciudad Santa cuanto nos ha sido posible, auxiliados, del poderoso favor de nuestro Señor y nuestro Rey en los diez libros pasados, y sabiendo al presente lo que se espera de mí, y acordándome de lo que prometí, principiaré a tratar, confiado en el auxilio eficaz del mismo Señor y Rey nuestro, lo mejor que alcanzaren mis fuerzas, del nacimiento, progresos y debidos fines de las dos Ciudades, celestial y terrena, de las que dijimos que andaban confundidas en este siglo de algún modo, y mezcladas la una con la otra; y en cuanto a lo primero, diré cómo procedieron los principios de ambas Ciudades en el encuentro y diferencia que tuvieron entre sí los ángeles.


CAPITULO Il: Del conocimiento de Dios, a cuya noticia no llegó hombre alguno sino por el mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo.


Es asunto grande y muy singular el intentar sobrepujar con las limitadas fuerzas del entendimiento a todas las criaturas corpóreas e incorpóreas, y averiguado que son mudables, llegar a la alta contemplación de la inmutable sustancia de Dios, aprender de él y saber de su incomprensible sabiduría, cómo todas las criaturas que no son lo que él, no las crió otro que él. Porque no habla Dios con el hombre por medio de alguna criatura corporal, dejándose percibir de los oídos corporales, de forma que entre el que excita este sonido o eco y el que oye, se hiera el espacio intermedio del aire, ni tampoco por alguna criatura espiritual de las que se visten con representaciones de cuerpos, como en sueños, o de otro modo igual (pues también habla de esta manera como si hablara a los oídos corpóreos, porque habla como si tuviera cuerpo y como por interposición de espacio de lugares corporales), sino que habla Dios al hombre con la misma verdad cuando está dispuesto para oír con el espíritu, no con el cuerpo. Porque de esta forma habla a aquella parte del hombre, que en él, es lo más sublime y apreciable, y a la que sólo el mismo Dios le hace ventaja. Para que con justa causa se entienda, o, si esto no es posible, a lo menos se crea que el hombre fue criado a imagen y semejanza de Dios, y sin duda según aquella parte se acerca más a Dios omnipotente, con la que él excede a sus partes inferiores, las cuales tiene también comunes con las bestias. Mas por cuanto la misma mente o alma donde reside naturalmente la razón e inteligencia, por causa de ciertos vicios reprensibles y envejecidos, está exhausta de fuerzas, no sólo para unirse con su Señor gozando de Dios, sino también para participar de la luz inmutable, hasta que, renovándose de día en día, y sanando de su mortal dolencia, se haga capaz de tanta felicidad, debió, ante todas cosas ser instruida en la fe, y así quedar purificada. En cuya infalible creencia, para que con mayor confianza caminase al conocimiento de la verdad; la misma verdad, Dios, Hijo único del Altísimo, haciéndose hombre sin desprenderse de la divinidad, estableció y fundó la misma fe, para que tuviese el hombre una senda abierta para llegar a Dios por medio del Hombre Dios. Porque éste es el medianero entre Dios y los hombres: el hombre Cristo Jesús. Pues por la parte que es medianero es hombre y verdadero camino de salud. Porque si entre el que camina y el objeto adonde se camina es medio el camino, esperanza habrá de llegar; pero si falta o se ignora Por dónde ha de caminarse, qué aprovecha saber adónde se ha de caminar? Así que sólo puede ser un camino cierto contra todos los errores el que una misma persona sea Dios y hombre: adonde se camina, Dios; por donde se camina, hombre.


CAPITULO III: De la autoridad de la Escritura canónica, cuyo autor es el Espíritu Santo.


Este Señor, habiéndonos hablado primero por los profetas, después por sí mismo y últimamente por los Apóstoles cuando le pareció conducente, ordenó también una santa Escritura que se llamó canónica, de grande autoridad, a quien damos fe y crédito sobre los importantes dogmas que importa que sepamos y que nosotros mismos no somos idóneos y suficientes para comprender. Porque si podemos conocer, por nosotros mismos las cosas que no están distantes ni remotas de nuestros sentidos, así interiores como exteriores (por lo que obtuvieron su peculiar nombre las cosas presentes, porque decimos que están tan presentes, esto es, tan delante de los sentidos como está delante de los ojos, lo que cae bajo el sentido de la vista), sin duda que para saber las cosas que están, distantes de nuestros sentidos, porque no podemos saberlas por testimonio nuestro, tenemos necesidad de buscar otros testigos; y a aquellos creemos de cuyos sentidos sabemos que no están, o no estuvieron remotas las tales cosas. Así que como en las cosas visibles que no hemos visto creemos a las personas que las vieron, y así en los demás objetos que pertenecen particularmente a cada uno de los sentidos corporales, de la misma manera en las cosas que se alcanzan y perciben con el entendimiento (porque él con mucha propiedad se dice sentido, de donde dimanó el nombre sentencia), quiero decir en las cosas invisibles que están distante de nuestro sentido exterior, es necesario que creamos a los que las aprendieron como están dispuestas en áquella luz incorpórea, o a los que las ven como están en ella.


CAPITULO IV: De la creación del mundo, que ni fue sin tiempo, ni se trazó con nuevo acuerdo que sobre ello tuviese Dios, como si hubiese querido después lo que antes no había querido.


Entre todos los objetos visibles, el mayor de todos es Dios. Pero que haya mundo lo vemos experimentalmente; y que haya Dios lo creemos firmemente. Que Dios haya hecho este mundo, a ninguno debemos creer con más seguridad en este punto que al mismo Dios; pero dónde se lo hemos oído? Nosotros lo hemos oído y sabemos por el irrefragable testimonio de la Sagrada Escritura, donde dice su profeta: Al principio crió Dios el cielo y la tierra. Pero pregunto: Se halló presente este profeta cuando hizo Dios el cielo y la tierra? No, por cierto; solamente se halló allí la sabiduría de Dios, por quien fueron criadas todas las cosas, la cual se comunica a las almas santas, las hace amigas y profetas de Dios, y a éstos en lo interior de su alma, sin estrépito ni ruido les manifiesta sus divinas obras e incomprensibles decretos. A éstos también hablan los ángeles de Dios: Que ven siempre la cara del Padre Eterno, y anuncian su voluntad a los que conviene. Entre éstos, fue uno el profeta que dijo y escribió: Al principio crió Dios el cielo y la tierra; quien es un testigo tan abonado para que con su testimonio debamos creer a Dios, que con el mismo espíritu divino con que conoció el singular arcano que se le reveló, con ese mismo anunció y vaticinó grandes misterios mucho tiempo antes de promulgarse esta nuestra santa fe.
Pero por qué quiso Dios eterno e inmutable hacer entonces el cielo y la tierra, proyecto que hasta entonces no había realizado? Los que hacen esa pregunta, si son de los que entienden que el mundo es eterno sin ningún principio, y por lo mismo quieren y opinan que no le hizo Dios, se apartan infinito de la verdad, y, alucinados con la mortal flaqueza de la impiedad, desvarían como frenéticos, porque, además de las expresiones y testimonios de los profetas, el mismo mundo, con su concertada mutabilidad y movilidad y con la hermosa presencia de todas las cosas visibles, entregándose al silencio en cierto modo, proclama y da voces que fue hecho, y que no pudo serlo sino por la poderosa mano de Dios, que inefable e invisiblemente es grande, e inefable e invisiblemente hermoso; pero si son los que confiesan que le hizo Dios, y, con todo quieren que no haya tenido principio en tiempo, sino sólo de creación, de manera que con un modo apenas concebible haya sido siempre hecho, éstos dicen lo bastante como para defender a Dios de una fortuita temeridad, para que no se entienda que de improviso le vino a la imaginación lo que nunca antes le había venido de criar el mundo, y que tuvo un nuevo querer, no siendo de algún modo mudable; sin embargo, no advierto cómo en las demás cosas se pueda salvar este modo de decir, especialmente en el alma, de la cual si dijeran que es coeterna de Dios, en ninguna manera podrán explicar de dónde le sobrevino la nueva miseria que jamás tuvo antes eternamente. Porque si dijeren que hubo en todo tiempo alternativa entre su miseria y bienaventuranza, es necesario que digan también que siempre estará en esta alternativa, de que deducirán un absurdo; pues aun cuando digan que es bienaventurada en esto, a lo menos no lo será si antevé su futura miseria y torpeza, y si no la prevé ni piensa que ha de ser miserable, sino siempre bienaventurada, con falsa opinión es bienaventurada, que no puede decirse expresión más necia. Y si imaginan que infinitos siglos atrás existió siempre esta alternativa entre la bienaventuranza y la miseria del alma, pero que en adelante, habiéndose ya libertado, no volverá a la miseria; con todo, confesarán por necesidad que nunca, fue verdaderamente bienaventurada, sino que en adelante empieza a serlo con una nueva y no engañosa bienaventuranza, y, por consiguiente, han de decir que le sucede algo nuevo extraordinario que nunca eternamente en lo pasado le sucedió. Y si negaren que la causa de esta novedad estuvo en el eterno consejo de Dios, negarán también con esto que es el autor de su bienaventuranza, que es una impiedad abominable. Y si dijeren que él, con nuevo acuerdo, trazó que en adelante el alma para siempre fuese bienaventurada, cómo demostrarán que en Dios no hay aquella mutabilidad, que es también contra la opinión de ellos? Y si confiesan que fue criada en el tiempo, pero que en lo sucesivo en ningún tiempo ha de perecer, como el número que tiene verdadero principio y no tiene fin, y que por eso, habiendo una vez experimentado la miseria, si se librase de ella nunca jamás vendrá a ser miserable; por lo menos, no pondrán duda en que esto se hace, quedando en su constancia la inmutabilidad del consejo de Dios. Así pues, crean también que pudo el mundo hacerse en el tiempo y que no por eso en hacerle mudó Dios su eterno consejo y voluntad.


CAPITULO V: Que no deben imaginarse infinitos espacios de tiempo antes del mundo, como infinitos espacios de lugares.


Asimismo es indispensable que sepamos responder a los que confiesan a Dios por autor y criador del mundo, y, sin embargo, preguntan y dudan acerca del tiempo del principio del mundo, y qué es lo que nos responden sobre el lugar del mundo. Porque de la misma manera se pregunta: por qué razón se hizo entonces y no antes?, como puede preguntarse: por qué fue hecho donde existe, y no en otra parte? Pues si imaginan infinitos espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de tiempo antes del mundo, en los cuales opinan que no pudo Dios estar ocioso sin empezar la obra, piensan asimismo fuera del mundo infinitos espacios de lugares, en los cuales, si alguno dijere que no pudo estar ocioso Dios todopoderoso, pregunto: no se infiere de tal antecedente que le será forzoso soñar con Epicuro innumerables mundos, disintiendo con él solamente en que dice éste que se forman con los fortuitos movimientos de los átomos, y los otros dirán que los hizo Dios si quieren que no esté ocioso, por la interminable inmensidad de Iugares que hay por todas partes fuera del mundo, y que estos tales mundos, como sienten de éste por ninguna causa podrán deshacerse? Por qué disputamos ahora con los que sienten con nosotros que Dios es incorpóreo y criador de todas las naturalezas que no son lo que es este gran Señor? Pues dar entrada en esta controversia de religión a los que defienden que se debe el culto de los sacrificios a muchos dioses sería cosa muy exorbitante e indigna. Estos filósofos excedieron a los demás en fama y autoridad, porque, aunque con notable distancia, no obstante se aproximaron más que los otros a la verdad. O acaso han de decir que la substancia de Dios (la cual ni la incluyen, ni determinan, ni la extienden en lugar, sino que la confiesan, como es razón sentir de Dios, que está en todas partes con la presencia incorpórea), han de decir, digo, que está ausente de tantos y tan inmensos espacios de lugares como hay fuera del mundo, y que está ocupada solamente en un lugar, y aquél, en comparación de aquella infinidad e inmensidad, tan pequeño como es el lugar donde está este mundo? No presumo que piensen tales disparates. Confesando, pues ellos que existe un mundo, el cual aunque de inmensa grandeza corpórea, con todo, dicen que es finito y determinado en su lugar, y hecho por mano de Dios; lo que responden a la cuestión sobre los infinitos lugares constituidos fuera del mundo, porque Dios en ellos cesa de obrar y está ocioso, eso mismo respóndanse a sí mismo en la controversia sobre los infinitos tiempos antes del mundo, porque, Dios cesó de obrar en ellos y estuvo ocioso. Y así como, no se infiere, ni es consecuencia legítima, que por casualidad; más bien qué por alta disposición y razón divina, haya Dios criado y colocado el mundo en este lugar en donde existe y no en otro (pues habiendo por todas partes infinitos lugares igualmente desembarazados y patentes, pudo escoger éste sin que hubiese en él ninguna prerrogativa o excelencia particular, aunque esta misma disposición y razón divina por qué así lo hizo no la pueda comprender ningún entendimiento humano). Así tampoco se infiere ni es consecuencia que entendamos haya sucedido a Dios algún suceso por acaso y fortuitamente que le nioviera a criar el mundo más en aquel tiempo que antes, habiendo pasado igualmente los tiempos anteriores por infinito espacio atrás sin haber diferencia alguna por la que en la elección que se pudiese preferir un tiempo a otro. Y si dijeren que son vanas las imaginaciones de los hombres con que piensan infinitos Iugares, no habiendo otro lugar fuera del mundo, les respondemos que de esa manera opinan vanamente los hombres sobre los tiempos pasados en que estuvo Dios ocioso, no habiendo habido tiempo antes de la creación del mundo.


CAPITULO VI: Que el principio de la creación del mundo y el principio de los tiempos es uno, y que no es uno antes que otro.


Porque si bien se distinguen la eternidad y el tiempo, en que no hay tiempo sin alguna instabilidad movible, ni hay eternidad que padezca mudanza alguna, quién no advierte que no hubiera habido tiempos si no se formara la criatura que mudara algunos objetos con varias mutaciones, de cuyo movimiento y mudanza (como va a una y otra parte, que no pueden estar juntas, cediendo y sucediéndose en espacios e intervalos más cortos o más largos de pausas y detenciones) se siguiera y resultara el tiempo? Así que, siendo Dios, en cuya eternidad no, hay mudanza alguna, el que crió y dispuso los tiempos, no advierto cómo puede decirse que crió el mundo después de los espacios de los tiempos; si no es que digan que antes del mundo hubo ya alguna criatura con cuyos movimientos corriesen los tiempos. Y si las sagradas letras dicen que al principio hizo Dios el cielo y la tierra, de modo que no hizo otra cosa primero, porque dijeran antes lo que había hecho si hiciera algo antes de todas las cosas que hizo; sin duda que el mundo no se hizo en el tiempo, sino con el tiempo. Porque lo que se hace en el tiempo se hace después de algún tiempo y antes de algún tiempo; después de aquel que ha pasado y antes de aquel que ha de venir: pero no podía haber antes del mundo algún tiempo pasado, porque. no había ninguna criatura con cuyos mudables movimientos fuera sucediendo. Hízose el mundo con el tiempo, pues en su creación se hizo el movimiento mudable, como parece se representa en aquel orden de los primeros seis o siete días, en que se hace mención de la mañana y tarde, hasta que todo lo que hizo Dios en estos días se acabó y perfeccionó al día sexto, y al séptimo, con gran misterio, se nos declara que cesó Dios. Y el querer imaginar nosotros cuáles son estos días, o es asunto sumamente arduo y dificultoso, o imposible, cuanto más el querer decirlo.


CAPITULO VII: De la calidad de los primeros días, porque antes que se hiciese el sol se dice que tuvieron tarde y mañana.


Por cuanto advertimos que los días ordinarios y conocidos no tienen tarde sino respecto del ocaso, ni mañana sino respecto del nacimiento del sol; sin embargo, los tres primeros de la creación pasaron sin sol; el cual se dice en la Escritura que fue hecho el cuarto; y aunque se refiere que primeramente se hizo la luz con la palabra de Dios, y que Dios la dividió y distinguió de las tinieblas, dando por nombre peculiar a la luz, día, y a las tinieblas, noche; cuál sea aquella luz, cuál sea su movimiento alternativo, y cuál la mañana y tarde que hizo, está bien lejos de nuestros sentidos; ni podemos comprender del modo que es, lo que sin embargo ciertamente debe creerse. Porque o hemos de decir que hay alguna, luz corpórea, ya sea en las partes superiores del mundo, muy distantes de nuestra vista, ya sea aquella con que después se encendió el sol; o hemos de decir que por el nombre de luz se entiende y significa la Ciudad Santa, que constituyen y componen los santos ángeles y espíritus bienaventurados, de la cual dice el Apóstol: La Jerusalén que está arriba, nuestra madre, es eterna en los cielos; y en otro lugar dijo: Todos vosotros sois hijos de la luz e hijos del día, no somos hijos de la noche, ni de las tinieblas. Con todo, en este día se incluye también la tarde y la mañana en cierto modo, porque la ciencia de la criatura en comparación de la ciencia del Criador, en alguna manera se hace tarde, y asimismo esta misma se hace mañana cuando se refiere a la gloria y amor de su Criador; pero jamás se convierte en noche, cuando no se deja al Criador por el amor a la criatura. Finalmente, refiriendo la Escritura por su orden los días primeros de la creación, jamás interpuso el nombre de noche; pues en ningún lugar, dice, hizo la noche, sino hízose la tarde, e hízose la mañana, un día o el primer día; y así del segundó y de los demás. Porque el conocimiento de la criatura en sí misma está más oscuro y descolorido que cuando se conoce en la sabiduría de Dios, como en un modelo y arte de donde se hizo. Y así más propiamente puede llamarse tarde que noche; la cual tarde, sin embargo, como he insinuado, cuando se refiere para alabar y amar a su Criador, viene a parar en mañana. Todo lo cual, cuando se realiza en el conocimiento de sí mismo, se hace el primer día; cuando en el conocimiento del firmamento, que hay entre las aguas superiores e inferiores y se llama cielo, se hace el segundo día; cuando en el conocimiento de la tierra, mar y de todas las plantas que en la tierra producen semilla y fruto, el tercero día; cuando en el conocimiento de los luminares mayor y menor, y de todas las estrellas, el cuarto día; cuando en el conocimiento de todos los animales del agua y volátiles, el quinto día; cuando en el conocimiento de todos los animales terrestres y del mismo hombre, el día sexto.


CAPITULO VIII: Cómo ha de entenderse el descanso de Dios cuando después de las obras de los seis días descansó el séptimo.


Pero cuando descansa Dios de todas sus obras al séptimo día, y le santifica, no debe entenderse materialmente como si Dios hubiese padecido alguna fatiga o cansancio ideando y ejecutando tan grandes maravillas en estos días, puesto que dijo y se hicieron todas las cosas con la virtud de sola su palabra inteligible y sempiterna, no sonora y temporal; sino que el descanso de Dios significa el de los que descansan en Dios, así como la alegría de la casa significa el júbilo de los que se alegran en ella, aunque no los cause contento la misma casa, sino algún otro objeto deleitable. Cuánto más si la misma casa, con su hermosura, alegra a los moradores de ella; de manera que no sólo se llama alegre por aquella figura con que significamos lo contenido por lo que contiene (así como decimos que los teatros aplauden y los prados braman, cuando en los unos aplauden los hombres, y en los otros braman los bueyes), sino también por aquella con que se significa el efecto por la causa eficiente, así como decimos la carta festiva, significando la alegría de los que se llenan de júbilo leyéndola. Así que convenientisimamente cuando la autoridad profética dice que descansó Dios, se significa el descanso de los que en él descansan, y los que el mismo Seflor hace descansar; prometiendo también esto a los hombres con quienes habla la profecía, y por quienes se escribió ciertamente que también ellos, después de las buenas obras que en ellos y por medio de ellos obra Dios, si acudieren y llegaren a él en esta vida en algún modo con la fe, tendrán en él perpetuo descanso. Porque esto se figuró también conforme al precepto de la ley, con la vacación y fiesta del sábado en el antiguo pueblo de Dios, y así me parece que debemos tratar de ello más particularmente en su propio lugar.


CAPITULO IX: Qué es lo que debemos sentir de la creación de los ángeles, según la Sagrada Escritura.


Porque me he propuesto al presente la idea de tratar del principio y nacimiento de la Ciudad Santa, y me ha parecido conducente exponer en primer lugar todo lo que pertenece a los santos ángeles, que son parte no sólo grande de esta ciudad, sino tambien la más bienaventurada, en cuanto jamás ha sido peregrina; procuraré explicar, con el auxilio de Dios, lo que pareciere bastante sobre lo que nos dice acerca de esta materia la Sagrada Escritura. Y aunque es verdad que donde trata de la creación del mundo no nos dice clara y distintamente si crió Dios a los ángeles, o con qué orden los crió, sin embargo, puesto que no dejó de hacer mención de ellos, o los significó con el nombre de cielo cuando dijo: al principio hizo Dios el cielo y la tierra; o bajo el nombre de esta luz de que voy hablando. Y no omitió el hacer mención de ellos se infiere, porque dice que descansó Dios el séptimo día de todas las maravillosas obras que hizo, habiendo principiado de este modo el divino libro: Al principio hizo Dios el cielo y la tierra, como si antes de la creación del cielo y la tierra al parecer no hubiese hecho otra cosa. Así, que, habiendo empezado por el cielo y la tierra, y la tierra que formó en primer lugar, como dice a continuación la Sagrada Escritura, siendo entonces invisible e informe, y como no hubiese criado aún la luz, opacas tinieblas se extendiesen sobre el abismo, esto es, sobre alguna indistinta confusión de tierra y agua y después, habiendo dispuesto la creación especial de todas las cosas, que refiere haber acabado y perfeccionado en los seis días, cómo había de dejar a los ángeles, como si no se incluyeran en las obras de Dios, de las que descansó al séptimo día? Y que Dios crió a los ángeles (aunque aquí no omitió el decirlo, sin embargo, no lo especificó particularmente con toda claridad), en otro lugar lo indica expresamente el sagrado texto; pues hasta en el himno que cantaron los tres mancebos en el horno de fuego, diciendo: Alabad y bendecid todas las obras del
Señor al Señor; enumerando esas obras divinas hace asimismo mención de los ángeles. Y en el salmo se canta: Alabad al Señor vosotros que estáis en los cielos; alabadle toda la milicia de los espíritus celestiales; alabadle, Sol y Luna; alabadle todas las estrellas y astros luminosos; alabadle los más encumbrados e ilustres cielos; todas las aguas y raudales cristalinos que están sobre los cielos alaben el nombre del Señor; porque El es el autor y criador de todos; con sola su divina palabra se hicieron todas las cosas, y con mandarlo se criaron. También nos manifiesta aquí con toda evidencia el Espíritu Santo que Dios crió los ángeles, pues habiéndolos referido y numerado entre las demás criaturas del cielo, concluye y dice: porque El es el autor y criador de todas, con sola su divina palabra se hicieron, y con mandarlo se criaron. Y quién será tan necio que se atreva a imaginar que crió Dios los ángeles después de criar todos los seres comunes que se refieren en los seis días? Pero cuándo haya alguno tan idiota y poco instruido, convencerá su vanidad aquella expresión de la Escritura que tiene igual autoridad infalible, donde dice Dios: Cuando hice las estrellas me alabaron con grandes aclamaciones todos los ángeles. Luego había ya ángeles cuando crió las estrellas, las que formó en el cuarto día. Diremos acaso que los hizo al tercero día? Ni por pensamiento, porque es indudable cuanto obró en este día dividiendo la tierra de las aguas y repartiendo a cada uno de estos dos elementos sus especies de animales, produciendo al mismo tiempo que la tierra todo lo que está plantado en ella. Acaso diremos que al segundo? Tampoco, porque en él hizo el firmamento entre las aguas superiores e inferiores, al cual llamó cielo, y en él crió las estrellas al cuarto día. Luego si los ángeles pertenecen a las obras que Dios hizo en estos días, son, sin duda, aquella luz refulgente que se llamó día; el cual, para recomendarnos y darnos a entender que fue uno, no le llamó día primero, sino uno. Mas ni por eso hemos de inferir que es otro distinto el día segundo o el tercero o los demás, sino que el mismo uno se repite por cumplimiento del número senario o septenario, para darnos individual noticia del senario y septenario conocimiento, es decir: el senario, de las maravillosas obras que Dios hizo; y el septenario, en el que Dios descansó. Porque cuando dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, si se entiende bien en esta luz la creación de los ángeles, sin duda que los hizo partícipes de la luz eterna, que es la inmutable sabiduría de Dios, por quien fueron criadas todas las cosas, a quien llamamos el unigénito de Dios para que, alumbrados con la luz sobrenatural que fueron criados, se hicieran luz y se llamaran día, por la participación de aquella inmutable luz y día, que es el Verbo divino, por quien ellos y todas las cosas fueron criadas. Porque la luz verdadera que ilumina a todos los hombres que vienen a este mundo, ésta también alumbra a todos los ángeles puros y limpios para que sean luz, no en sí mismos, sino en Dios, de quien si se separa el ángel se hace inmundo, como todos los que se llaman espíritus inmundos, que no son ya luz en el Señor, sino tinieblas en sí mismos, privados de la participación de la luz eterna. Porque el mal no tiene naturaleza alguna, sino que la pérdida del bien recibió el nombre de mal.


CAPITULO X: De la simple e inmutable trinidad del Padre, Hijo y Espíritu Santo, un solo Dios, en quien no es otro la cualidad y otro la substancia.


Así que el bien que es Dios es solamente simple, y por eso inmutable. Por este sumo bien fueron criados todos los bienes, pero no simples, y por lo mismo mudables. Fueron criados, digo, esto es, fueron hechos, no engendrados; pues lo que se engendró del bien simple, es del mismo modo simple, lo mismo que aquel de que se engendró, cuyas dos cualidades o esencias llamamos Padre e Hijo, y ambos con su Espíritu es un solo Dios, el cual Espíritu del Padre y del Hijo se llama en la Sagrada Escritura Espíritu Santo, con una noción propia de este nombre. Sin embargo, es otro distinto que el Padre y el Hijo, porque ni es el Padre ni es el Hijo; otro he dicho, pero no otra substancia, porque también éste es del mismo modo simple, bien inmutable y coeterno. Y esta Trinidad es un solo Dios, no dejando de ser simple porque es Trinidad. Y no llamamos simple a la naturaleza del bien, porque está en ella sólo el Padre, o sólo el Hijo, o sólo el Espíritu Santo, mediante a que no está sola esta Trinidad de nombres sin subsistencia de personas, como entendieron los herejes sabelianos, sino que se llama simple porque todo lo que tiene eso mismo es, a excepción de que cada una de las personas se refiere a otra, porque, sin duda, el Padre tiene Hijo, y con todo, él no es el Hijo, y el Hijo tiene Padre, y con todo, él no es Padre. En lo que se refiere a sí mismo y no a otro, eso es lo que tiene; como a sí mismo se refiere el viviente porque tiene vida, y él mismo es la vida.
Así que se dice naturaleza simple aquel a quien no sucede tener cosa alguna que pueda perder, o en quien sea una cosa el que lo tiene y otra lo tenido; asi como el vaso que tiene algún licor, o el cuerpo que tiene color, o el aire, la luz o calor, o cómo el alma, que tiene la sabiduría; porque ninguna de estas cualidades es aquello que en sí tiene pues el vaso no es el licor, ni el cuerpo es el color, ni el aire la luz o el calor, ni el alma la sabiduría. De donde resulta que pueden privarse también de los objetos que tienen, y convertirse y transformarse en otros hábitos y cualidades; de modo que el vaso se desocupe del licor de que estaba lleno, y el cuerpo pierda el color; el aire se oscurezca o refresque; y el alma deje de saber. Pero si el cuerpo es incorruptible, como lo es el, que se promete a los santos en la resurrección, aunque es cierto que tiene aquella inadmisible cualidad de la misma incorrupción, no obstante, quedando la sustancia corporal en su natural ser, no se identifica con la incorrupción, porque ésta está toda particularmente esparcida por todas las partes del cuerpo, y no es rnayor en una parte y menor en otra, porque ninguna parte es más incorrupta que la otra; mas el mismo cuerpo es mayor en el todo que en la parte, y siendo en él una parte mayor y otra menor, la que es mayor no es más incorrupta que la que es menor. Así que una cosa es el cuerpo que no se halla todo en cualquiera parte suya, otra cosa es la incorrupción, la cual en cualquiera parte suya está todo; porque cualquiera parte del cuerpo incorruptible, aun la desigual a todas las demás, es igualmente incorrupta. Porque supongamos, v. gr, no porque el dedo es menor que toda la mano, por esto es más incorruptible la mano que el dedo; así pues, siendo desiguales la mano y el dedo, sin embargo, es igual la incorruptibilidad de la mano y la del dedo; y, consiguientemente, aunque la incorrupción sea inseparable del cuerpo incorruptible, una cosa es la substancia que se llama cuerpo y otra su cualidad de incorruptible. Y por eso también no es así la prenda que tiene. Igualmente la misma alma, aunque sea también sabia, como lo será cuando se librare para siempre de la presente miseria, aunque entonces será sabia para siempre, con todo, será sabia por la participación de la sabiduría inmutable, la cual no es lo mismo que ella. Porque tampoco el aire, aunque nunca se despoje de la luz que le ilumina, la cual no lo digo como si el alma fuese aire, según imaginaron algunos que no pudieron penetrar y comprender la naturaleza incorpórea, sino porque estas cosas, respecto de aquéllas, con ser todavía tan diversas y desiguales, tienen Cierta semejanza; de modo que muy al caso se dice que así se ilumina el alma incorpórea con la luz incorpórea de la simple sabiduría de Dios, como se ilumina el cuerpo del aire con la luz corpórea, y así como se oscurece cuando le desampara esta luz (porque no son otra cosa las que llamamos tinieblas de los espacios corporales que el aire que carece de luz), de la misma manera se oscurece y cubre de tinieblas el alma privada de la luz de la sabiduna. Así que por esto se llaman aquellas cosas simples, las cuales principalmente y con verdad son divinas; porque no es en ellas una cosa la cualidad y otra la sustancia, ni son por participación de otras divinas, o sabias o bienaventuradas. Con todo, en la Sagrada Escritura se llama múltiple y vario el espíritu de la sabiduría, porque contiene en sí muchos objetos admirables; pero los que tiene, éstos también es él, y es uno todos ellos. Porque no son muchas, sino una la sabiduría, donde residen los inmensos e infinitos tesoros de las cosas inteligibles, en las cuales existen todas las causas y razones invisibles e inmutables de las cosas, aun de las visibles y mudables, las cuales fueron hechas y criadas por ésta. Porque Dios no ejecutó operación alguna ignorando lo que debía de hacer, lo cual no puede decirse propiamente de cualquier artífice. Y si sabiendo hizo todas las cosas, hizo sin duda las que sabía. De lo cual ocurre al entendimiento una idea maravillosa, aunque verdadera: que nosotros no podíamos tener noticia de este mundo, si no existiera; pero si Dios no tuviera noticia de él, era imposible que fuera.


CAPITULO XI: Si hemos de creer que los espíritus que no perseveraron en la verdad participaron de aquella bienaventuranza que siempre tuvieron los santos ángeles desde su principio.


Lo cual, siendo innegable en ninguna manera aquellos espíritus que llamamos ángeles fueron primero tinieblas por algún espacio de tiempo, sino que luego que fueron criados los crió Dios luz; con todo, no fueron criados sólo para que fuesen como quiera y viviesen como quiera, sino que también fueron iluminados para que viviesen sabia y felizmente. Desviándose algunos de esta ilustración divina, no solamente no llegaron a conseguir la excelencia de la vida sabia y bienaventurada (la cual, sin duda, no es sino la eterna y muy cierta y segura de su eternidad), pero aun la vida racional, aunque no sabia, sino ignorante y destituida de razón, la tienen de manera que no la pueden perder, ni aun cuando quieran. Y cuánto tiempo fueron partícipes de aquella sabiduría eterna antes que pecasen, quién lo podrá determinar? Sin embargo, cómo podremos decir que en esta participación éstos fueron iguales a aquéllos, que son verdadera y cumplidamente bienaventurados porque en ninguna manera se engañan, sino que están ciertos de la eternidad de su bienaventuranza? Pues si en ella fueran iguales, también éstos perseveraran en su eternidad igualmente bienaventurados, porque estaban igualmente ciertos. Pues así como la vida se puede decir vida, entretanto que durare, no así podrá decirse con verdad la vida eterna si ha de tener fin; por cuanto la vida sólo, se llama vida si se vive; y eterna, si no tiene fin. Por lo cual, aunque no todo lo que es eterno es bienaventurado, con todo, si verdadera y perfectamente la vida bienaventurada no es sino eterna, no era tal la vida de éstos, porque alguna vez se había de acabar; y, por lo tanto, no era eterna, ya supiesen esto, ya ignorándolo imaginasen otra cosa; porque el temor a los que lo sabían y el error a los que lo ignoraban no les permitían ser eternamente felices. Y si esto no lo sabían, de modo que no estribaban ni confiaban en cosas falsas o inciertas, ni se inclinaban con firme determinación a una parte ni a otra acerca de si su bien había de ser sempiterno, o alguna vez había de tener fin; la misma suspensión y duda sobre tan grande felicidad no tenía aquel colmo y plenitud de vida bienaventurada que creemos hay en los santos ángeles. Porque al nombre de vida bienaventurada no le queremos acortar y limitar tanto su significación, que sólo llamemos a Dios bienaventurado, quien sin embargo, de tal manera es verdaderamente bienaventurado, que no puede haber mayor bienaventuranza, en cuya comparación nada significa que los ángeles sean bienaventurados con una bienaventuranza suya, tanta cuanta en ellos puede haber.


CAPITULO XII: De la comparación de la bienaventuranza de los justos que no han alcanzado aun el premio de la divina promesa, con la bienaventuranza de los primeros hombres en el Paraíso antes del pecado.


Ni éstos solos por lo que toca a la naturaleza racional e intelectual se deben llamar bienaventurados: porque quién se atreverá a negar que los primeros hombres en el Paraíso antes de caer en el pecado, fueron bienaventurados, aunque no estuviesen ciertos de su bienaventuranza, cuán larga había de ser, o si había de ser eterna; la cual, seguramente, hubiera sido eterna si no pecaran? Pues sin reparo alguno llamamos hoy bienaventurados a los que viven justa y santamente con esperanza de la futura inmortalidad, sin culpa que les estrague la conciencia, consiguiendo fácilmente la divina misericordia para los pecados de la presente flaqueza humana, los cuales, aunque están ciertos del premio de su perseverancia, con todo, se hallan inciertos de ella; porque qué hombre habrá que sepa que ha de perseverar hasta el fin en el ejercicio y aprovechamiento de la justicia, si no es que con alguna revelación se lo certifique el que no a todos da parte de este sublime arcano por justos y secretos juicios, aunque a ninguno engañe? Así que por lo perteneciente al gusto y deleite del bien presente, más bienaventurado era el primer hombre en el Paraíso que cualquier justo existente en esta humana carne mortal; pero respecto a la esperanza del bien futuro, cualquiera que sabe con evidencia, no con opinión, sino con verdad cierta e inefable, que ha de gozar sin fin, libre de toda molestia, de la amable compañía de los ángeles en la participación del sumo Dios, es más bienaventurado con cualesquiera aflicciones y tormentos del cuerpo que lo era aquel hombre estando incierto de su caída en aquella grande felicidad del Paraíso.


CAPITULO XIII: Si de tal manera crió Diós a todos los ángeles con la misma felicidad, que ni los que cayeron pudieron saber que habían de caer, ni los que no cayeron, después de la ruina de los caídos, recibieron la presciencia de su perseverancia.


Por lo cual, podrá cualquiera fácilmente echar de ver que de lo uno y de lo otro resulta juntamente la bienaventuranza que con recto propósito desea la naturaleza intelectual, esto es, de gozar del bien inmutáble y eterno que es Dios, sin ninguna molestia, y de saber que ha de perseverar en él para siempre, sin que duda alguna le tenga suspenso, ni error alguno le engañe. De ésta piadosamente creemos que gozan los ángeles de la luz, y que no la tuvieron antes que cayesen los ángeles pecadores que por su malicia fueron privados de aquella luz, lo colegimos por consecuencia; con todo, se debe creer o ciertamente que si vivieron antes del pecado, tuvieron alguna bienaventuranza, aunque no la presciencia de si habían de perseverar. Y, si parece cosa dura el creer, que cuando Dios crió a los ángeles, a unos los crió de modo que no tuvieron la presciencia de su perseverancia o de su caída, y a otros los crió de manera que con verdad cierta e inefable conocieron la eternidad de su bienaventuranza, sino que a todos desde su principio los crió con igual felicidad, y que así estuvieron hasta que éstos, que ahora son malos, por su voluntad cayeron de aquella luz de la suma bondad; sin duda, que es más duro de creer que los santos ángeles estén ahora inciertos de su eterna bienaventuranza, y que ellos de sí mismos ignoren lo que nosotros pudimos alcanzar y conocer de ellos por la divina Escritura. Porque qué católico cristiano ignora que no ha de haber ya ningún nuevo demonio de los buenos ángeles, así como tampoco el demonio ha de volver ya más a la sociedad de los ángeles buenos? Porque, prometiendo en el Evangelio, a los santos fieles, que serán iguales a los ángeles de Dios, asimismo les ofrece que irán a gozar de la vida eterna; y si es cierto que nosotros estamos seguros de que jamás hemos de caer de aquella inmortal bienaventuranza, y ellos no lo están, seremos necesariamente de mejor condición que ellos, y no iguales; mas porque de ningún modo puede faltar la verdad de que seremos iguales a ellos, sin duda ellos están también ciertos de su eterna felicidad. De la cual, porque los otros no estuvieron ciertos (porque no iba a ser eterna la felicidad, de la cual pudieran estar asegurados, pues había de tener fin), resta confesar que, o fueron desiguales, o si fueron iguales, después de la caída y ruina de ellos, alcanzaron los otros la ciencia cierta de su felicidad sempiterna. A no ser que quiera decir alguno que lo que el Señor dice del demonio en el Evangelio: que el demonio fue homicida desde el principio, y no perseveró en la verdad, debe entenderse de tal modo, que no sólo fue homicida desde el principio, esto es, desde el principio del linaje humano, o sea, desde que fue criado el hombre, a quien con engaños pudiese matar, sino también que desde el principio de su creación no perseveró en la verdad; por lo cual, nunca fue bienaventurado con los santos ángeles, no queriendo sujetarse a su Criador, y complaciéndose, por su soberbia, en su alta potestad, como si fuera propia, con lo cual quedó engañado y engañoso, pues quedó para siempre subyugado a la elevada potestad y omnipotencia del que es Todopoderoso; y el que cón suave sujeción no quiso conservar lo que verdaderamente es, con altivez y soberbia procura fingir lo que no es, para que así se entienda con más claridad lo que insinúa el Apóstol y Evangelista San Juan cuando dice que el diablo peca desde el principio, esto es, desde que fue criado rehusó la justicia, la cual no puede caber sino en la voluntad piadosa y rendida a Dios. Los que adoptan esta opinión, pregunto, no sienten lo mismo con otros herejes, esto es, con los maniqueos, y si hay otras sectas pestilenciales que sostengan que tiene el demonio procedente como de un principio contrario a su propia naturaleza mala? Los cuales disparatan tan vanamente, que teniendo con nosotros y en nuestro abono la autoridad de estas palabras evangélicas, no advierten ni consideran que no dijo el Señor: no tuvo verdad, sino no perseveró en la verdad; queriendo manifestar que cayó del conocimiento de la verdad, en la cual, seguramente, si perseverara participando de ella, perseveraría también, en la bienaventuranza con los santos ángeles.


CAPITULO XIV: Con qué frase o modo de hablar dice la Escritura del demonio que no perseveró en la verdad, porque no hay en él verdad.


Y añadió la razón, como si preguntáramos por dónde consta que no perseveró en la verdad y dice: Porque no hay verdad en él. Y, sin duda, la hubiera en él si perseverára en ella. Esta causa está expuesta bajo un método de raciocinar no muy corriente y usado, pues parece que suena así; no perseveró en la verdad porque no hay verdad en él, como si la causa de que no haya perseverado en la verdad fuera porque no hay verdad en él, siendo más bien la causa de no haber verdad en él en no haber permanecido en la verdad. Pero este mismo lenguaje hallamos también en el Salmo, donde dice: Yo clamé porque me oíste; mi Dios. Debiendo, al parecer, decir: Me oíste mi Dios porque clamé a ti. Pero habiendo dicho yo clamé, como si le preguntaran por qué señal demostró el haber clamado, manifestando el deseado efecto de haberle oído Dios, muestra, sin duda, el afecto de su clamor como si dijera: por esto doy a entender expresamente que he clamado, porque me habéis oído.


CAPITULO XV: Cómo ha de entenderse la autoridad de la Escritura: desde el principio peca.

el demonio

La expresión que profiere San Juan hablando del demonio: Desde el principio, el demonio peca, no entiende que si es natural, de ningún modo es pecado. Pero qué responderán a los testimonios incontrastables de los Profetas, o a lo que dice Isaías, significando al demonio bajo la persona del príncipe de Babilonia: Cómo cayó Lucifer, que nacía resplandeciente de mañana; o a lo que dice Ezequiel: Estuviste en los deleites del Paraíso de Dios, adornado de todas las piedras preciosas? De cuyos testimonios se deduce que estuvo alguna vez sin pecado, porque más expresamente le dice poco después: Anduviste en tus días sin pecado. Cuyas autoridades, puesto que no pueden entenderse de otra manera, vienen en confirmación de lo que se dice: que no perseveró en la verdad, para que lo entendamos de manera que estuvo en la verdad, pero que no perseveró en ella; y aquella expresión, que desde el principio el demonio peca, no desde el principio que fue criado se ha de entender que peca, sino desde el principio del pecado, porque de su soberbia resultó el haber pecado. Ni lo que se escribe en el libro de Job hablando del demonio: Esta es la primera o principal criatura que hizo el Señor para que se burlasen de él sus ángeles, con lo que parece concuerda la expresión del real Profeta cuando dice: Este dragón que formaste para que se burlen de él, se debe entender de tal modo, que creamos que le crió desde el principio, para que los ángeles se burlasen de él, aunque después de cometido su execrable crimen, le ordenó Dios este castigo. Su principio, pues, es ser hechura del Señor; pues no hay naturaleza alguna, aun entre las más viles y despreciables sabandijas del mundo, que no la haya criado y formado aquel Señor de quien procede toda formación, toda especie y hermosura, todo el orden de las cosas, sin el cual no puede hallarse o imaginarse cosa alguna criada, cuanto más la criatura angélica que en dignidad de naturaleza excede a todas las demás que Dios crió.


CAPITULO XVI: De los grados y diferencias de las críaturas, las cuales de una manera se estiman respecto del provecho y utilidad, y de otra respecto del orden de la razón.


Entre las criaturas que son de cualquiera especie, y no son lo mismo que es Dios, por quien fueron criadas, se anteponen y aventajan las vivientes a las no vivientes, como también las que tienen facultad de engendrar o apetecer a las que carecen de esta tendencia; y entre las que viven se anteponen las que sienten a las que no sienten, como a los árboles, los animales; y entre las que sienten se anteponen las que entienden a las que no entienden así como los hombres a las bestias; y entre las que entienden se anteponen las inmortales a las mortales, como los ángeles a los hombres. Pero se anteponen así siguiendo el orden de la naturaleza; sin embargo, hay otros muchos modos de estimación, conforme a la utilidad de cada cosa; de que resulta que antepongamos algunas cosas insensibles a algunas que sienten, en tanto grado, que si pudiésemos, quisiéramos desterrarlas del mundo; ya sea ignorando el lugar que en él tienen, ya sea, aunque lo sepamos, posponiéndolas a nuestras comodidades e intereses. Porque quién hay que no quiera más tener en su casa pan que ratones, dineros que pulgas? Pero qué maravilla, citando aun en la estimación de los mismos hombres, cuya naturaleza es tan sublime, por la mayor parte se compra más caro un caballo que un esclavo, una piedra preciosa que una esclava? Así que donde hay semejante libertad en el juzgar, hay mucha diferencia entre la razón del que lo considera y la necesidad del que lo ha menester, o el gusto del que lo desea; puesto que la razón estima qué es lo que en sí vale cada cosa según la excelencia de la naturaleza; y la necesidad estima qué es aquel objeto por lo que le desea; buscando la razón lo que juzga por verdad la luz del entendimiento; y el deleite y gusto lo que es agradable a los sentidos del cuerpo. No obstante, tanto vale en las naturalezas racionales un como peso de la voluntad y amor, que aunque por la naturaleza se antepongan los ángeles a los hombres; con todo, por la ley de la justicia, los hombres buenos son preferidos y antepuestos a los ángeles malos.


CAPITULO XVII: Que el vicio de la malicia no es la naturaleza, sino que es contra la naturaleza; a quien no da ocasión o causa de pecar su Criador, sino su propia voluntad.


Por razón de la naturaleza, no por la malicia del demonio, inferimos que está con justa causa dicho: Esta es la primera o principal criatura que hizo el Señor. Porque, sin duda, donde no había vicio de malicia, procedió la naturaleza no viciada, y el vicio es contra la naturaleza, de manera que no puede ser sino en daño de la naturaleza. Así que no fuera vicio el apartarse de Dios, si a la naturaleza, cuyo vicio es el apartarse de Dios, no le correspondiese mejor el estar con Dios; por lo cual, aun la voluntad mala es gran testigo de la naturaleza buena. Pero Dios, así como es Criador benignísimo de las naturalezas buenas, así también justísimarnente ordena y dispone de las voluntades malas, porque cuando ellas usan mal de las naturalezas buenas, el Señor usa bien aun de las voluntades malas. Por eso hizo que el demonio, que en cuanto es producción de su poderosa mano es bueno, y por su voluntad malo, habiéndole dispuesto y ordenado acá abajo, entre las cosas inferiores, fuese burlado por sus ángeles, esto es, que sacasen fruto y aprovechamiento de sus tentaciones los santos, a quienes desea y procura dañar con ellas. Y porque Dios, cuando le crió, sin duda, no ignoraba la malicia que había de tener, y preveía los bienes que el espíritu infernal había de sacar de su malicia, por este motivo dice el Salmo: Este dragón que formaste para que le escarnezcan, aun de que por el mismo hecho de haberle formado, aunque por su bondad, bueno, se entienda que por su presciencia tenía ya prevenido y dispuesto cómo había de usar de él aunque fuese malo


CAPITULO XVIII: De la hermosura del Universo, la cual, por disposición divina, campea aún más.

con la oposición de sus contrarios

Dios no criara no digo yo a ninguno de los ángeles, pero ni de los hombres, que supiese con su soberana presciencia había de ser malo, si no tuviera exacta ciencia de los provechos que de ella habían de sacar los buenos; disponiendo de esta manera el orden admirable del Universo, como un hermoso poema, con sus antítesis y contraposiciones. Porque las que llamamos antítesis son muy oportunas y a propósito para la elegancia y ornamento de la elocuencia; y en idioma latino se distinguen con el nombre de oposición, o lo que con más claridad se dice, contraposición. No está recibido entre nosotros este vocablo, aunque también la lengua latina usa de esos artificios y adornos de la elocuencia, como los idiomas de todas las naciones. Y el Apóstol San Pablo, con estas antítesis en su Epístola Segunda a los Corintios, suave y enérgicamente declara aquel lugar donde dice: Mostrémonos armados de justicia y buenas obras, a diestro y siniestro, para que caminemos seguros por la gloria y por la ignominia; por la infamia y la buena fe: teniéndonos el mundo por embusteros, siendo hombres de verdad; por no conocidos, siendo, sin embargo, conocidos; por muertos perseverando vivos; por castigados, y no muertos; por tristes, estando siempre alegres; por pobres, enriqueciendo a muchos; como quien nada posee; poseyéndolo todo. Así como contraponiendo los contrarios a sus contrarios se adorna la elegancia del lenguaje, así se compone y adorna la hermosura del Universo con una cierta elocuencia no de palabras, sino de obras, contraponiendo los contrarios. Con toda claridad nos enseña esta doctrina el Eclesiástico cuando dice: Así como es contrario al mal el bien, y como es contraria la vida a la muerte, así es contrario al justo, el pecador y esta conformidad observarás en todas las admirables obras del Altísimo de dos en dos las cosas, una contraria a la otra.


CAPITULO XIX: Qué debe sentirse de lo que dice la Sagrada Escritura que dividió Dios entre.

la luz y las tinieblas

Así que aun cuando la oscuridad de la divina palabra sea también útil para adquirir exacto conocimiento de aquel Señor que produce verdades sensibles, y las saca a la luz del conocimiento, mientras uno la entiende de un modo y otro de otro (pero de tal manera que lo que se percibe en un lugar oscuro se confirme, o con el irrefragable testimonio de cosas claras y manifiestas, o con otros lugares que no admiten duda; ya sea porque revolviendo muchas cosas se viene a conseguir también la inteligencia de lo que sintió el autor de la Escritura; ya sea que aquel arcano, se nos oculte a nuestra escasa trascendencia y, sin embargo, con ocasión de tratar de la profunda oscuridad, se expresan algunas otras verdades); por consiguiente, no me parece absurda y ajena de las obras de Dios aquella opinión sobre si cuando crió Dios la primera luz se entiende que crió los ángeles; y que hizo distinción entre los ángeles santos y los espíritus inmundos, donde dice: Dividió Dios la luz y las tinieblas, y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche. Porque sólo pudo distinguir estas cosas el que pudo saber primero que cayesen, que habían de caer; y que privados de la luz de la verdad habían de quedar en su tenebrosa soberbia. Porque entre este tan conocido día y noche, esto es, entre esta luz y estas tinieblas, mandó que las dividiesen estos luminares del cielo tan patentes a nuestros sentidos: Háganse, dice, los luminares en el firmamento del cielo, para que den su luz sobre la tierra y dividan el día y la noche; y poco después: Hizo Dios, dice, dos luminares grandes, el luminar mayor para que presidiese al día, y el menor a la noche, y con ellos las estrellas, y los colocó en el firmamento del cielo para que difundiesen su luz sobre la tierra y fuesen señores del día y de la noche y para que dividiesen la luz y las tinieblas. Porque entre aquella luz, que es la santa congregación de los ángeles, y resplandece con la inteligible ilustración de la verdad y entre las contrarias tinieblas, esto es, entre aquellas abominables inteligencias de los ángeles malos que se desviaron de la luz de la justicia, aquel Señor pudo hacer división, a quien tampoco pudo estar oculta o incierta la futura malicia, no de la naturaleza, sino de la voluntad.


CAPITULO XX: De lo que dice después de hecha la distinción entre la luz y las tinieblas: Y vio Dios que era buena la luz.


Finalmente, tampoco debe pasarse en silencio que cuando dijo Dios: Hágase la luz, y se hizo la luz, añadió en seguida: Y vio Dios la luz que era buena; no dijo estas expresiones después que hizo distinción entre la luz y las tinieblas, llamando a la luz día, y a las tinieblas noche; porque ninguno se persuadiese que le agradaban también aquellas tinieblas, como la luz. Pues cuando éstas son ya inculpables (entre las cuales y la luz que percibimos con nuestros ojos hacen distinción y división los luminares del cielo), no antes, sino después, se infiere claramente que vio Dios que era bueno Y púsolos, dice, en el firmamento del cielo, para que difundiesen su luz sobre la tierra, presidiesen al día y a la noche, y dividiesen entre sí la luz y las tinieblas y vio Dios que era bueno. Entonces ambos resplandecientes luminares le agradaron, porque ambos eran inculpables. Pero cuando dijo Dios hágase la luz, y se hizo la luz; sigue inmediatamente: Y vio Dios la luz que era buena; e infiere luego: Separó Dios la luz de las tinieblas, y llamó Dios a la luz día y a las tinieblas noche; pero no añadió aquí: y vio Dios que era bueno, por no llamar buenos a ambas cosas, siendo la una de ellas mala, no por su naturaleza, sino por su propia culpa. Y por eso sólo agradó la luz a su Criador; mas las tinieblas angélicas, aunque las había de disponer en su respectivo lugar, sin embargo, no las había de aprobar.


CAPITULO XXI: De la eterna e inmutable ciencia y voluntad de Dios, con que todo lo que hizo en el Universo le agradó antes de hacerlo, como lo hizo después.


Porque qué otra cosa debe entenderse en aquella expresión que frecuentemente repite: Vio Dios que era bueno, sino la aprobación de la obra practicada conforme a la idea, que es la sabiduría de Dios? Porque es cierto que Dios no llegó a comprender entonces que la cosa era buena cuando la crió; pues si no lo supiera, no hiciera cosa alguna de las que crió. Así que, cuando advierte que es bueno (lo cual si no lo hubiera visto antes de hacerlo, sin duda no lo hiciera), nos enseña y demuestra que áquello es bueno, mas no lo aprende. Platón se atrevió a decir más aún: que se llenó Dios de gozo luego que acabó de ejecutar la admirable obra de la creación del mundo. De cuya doctrina no hemos de inferir que procedía con tanta ignorancia que entendiese que se le había acrecentado a Dios alguna bienaventuranza con la novedad de su obra, sino que quiso manifestar con este su sentir que agradó a su artífice lo mismo que había hecho, como le había complacido en idea cuando lo pensaba hacer; no porque en modo alguno haya variedad en la ciencia de Dios, de suerte que sean diferentes en ella las cosas que aún no son de las que ya son y las que serán; pues no de la misma manera que nosotros prevé Dios lo que ha de ser, o ve lo presente, o mira lo pasado, sino con otra muy diferente de la que acostumbran nuestros discursos y pensamientos. Pues el Señor no ve, discurriendo de uno en otro, mudando el pensamiento, sino totalmente de un modo inmutable; de forma que entre las cosas que se hacen temporalmente, las futuras aún no son, las presentes ya son, y las pasadas ya no son; pero Dios todas las comprende con una estable y eterna presciencia; no de una manera con los ojos y de otra con el entendimiento, porque no consta de alma y cuerpo; ni tampoco las comprende de un modo ahora y de otro después, pues su ciencia no se muda, como la nuestra, con la variedad del presente, pretérito y futuro: En quien no hay mudanza ni sombra alguna de vicisitud. Porque su conocimiento no pasa de pensamiento en pensamiento, sino que a su vista incorpórea están patentes y presentes juntamente todas las cosas que conoce; pues así comprende los tiempos sin ninguna temporal noción, como mueve las cosas temporales sin ninguna mudanza temporal suya. Así que entonces vio que era bueno lo que hizo, cuando vio que era bueno para hacerlo, y no porque lo vio hecho duplicó la ciencia o en alguna parte la acrecentó, como si tuviera menor ciencia primero que hiciese lo que veía, pues no obrara con tanta perfección si no fuera tan consumada su inteligencia, que sus obras no le puedan añadir cosa alguna. Por lo cual, si a nosotros solamente se nos hubiera de significar quién crió la luz, bastara decir: hizo Dios la luz; pero si nos dijeran no solo quién la hizo, sino por qué medio la hizo, sería suficiente decir así: Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, para que entendiéramos que no solamente hizo Dios la luz, sino que también la hizo por el Verbo; mas porque convenía que se nos intimasen tres cosas que debíamos saber sobre la creacion de la criatura racional, es a saber, quién la hizo, por quién la hizo, y por qué la hizo, por eso dice: Dijo Dios: hágase la luz, y se hizo la luz, y vio Dios que la luz era buena. Por este motivo, si quéremos saber quién la hizo, Dios; si por quién la hizo, dijo: hágase, e hizose; si por qué la hizo, porque era buena. No hay autor más excelente que Dios, ni arte más eficaz que la palabra de Dios; ni causa mejor que lo bueno para que lo criara Dios bueno. Esta causa dice Platón que es la justísima de la creación del mundo, para que por el buen Dios fueran hechas buenas obras, ya sea que esto lo hubiese leído, ya lo hubiese quizá entendido de los que lo habían leído, ya con su agudísimo y perspicaz ingenio hubiese llegado a tener conocimiento de las cosas invisibles de Dios, por medio de las criadas, ya las hubiese aprendido de los que las habían conocido.


CAPITULO XXII: De aquellos a quienes no satisfacen algunas cosas que hizo el buen Criador en la creación del Universo bien hechas, y juzgan que hay alguna naturaleza mala.


Pero la causa que hubo para criar las cosas buenas, que es la bondad de Dios, esta causa, digo, tan justa y tan idónea, que considera diligentemente, y piadosamente meditada y ponderada, resuelve todas las controversias de los que disputan acerca del principio y origen del mundo; algunos herejes no la comprendieron, porque advierten que a esta necesitada y frágil mortalidad, que procede del justo castigo, la ofenden muchas cosas que no la convienen; como el fuego, el frío, la ferocidad de las bestias u otras cosas semejantes, y no observan y consideran cuánto campean estas mismas en sus propios lugares y naturaleza; cuánta es la hermosura y orden de su disposición; cuánto todas ellas contribuyen por su parte con su hermosura y ornato a formar como una común república; y a nosotros mismos cuántas comodidades nos prestan, usando de ellas con congruencia y discreción, tanto, que los mismos venenos que son perniciosos por la inconveniencia, si convenientemente se aplican, se convierten en saludables medicamentos; y al contrario, cuán dañosos sean aún los objetos del mayor gusto y diversión, como la comida y la bebida, y esta luz, usando de ellas sin moderación y oportunidad. Por lo que nos advierte la divina Providencia que no despreciemos neciamente las cosas, sino con diligencia procuremos saber la utilidad y provecho que tienen, y cuando nuestro ingenio limitado no lo comprendiese, creamos que está oculto, así como lo estaban algunas otras cosas que apenas pudimos descubrir; pues la utilidad que resulta del secreto, o sirva para ejercitar nuestra humildad o para quebrantar nuestra soberbia, puesto que no hay naturaleza que sea mala, y este nombre de malo no denota otra cosa que una privación de lo bueno. Sin embargo, desde las cosas terrenas hasta las celestiales, desde las visibles hasta las invisibles, algunas buenas son mejores que otras, a fin de que todas fuesen desiguales; pero Dios, artífice grande en las cosas grandes, no es menor en las pequeñas, cuya pequeñez no debe estimarse ni medirse por su grandeza, sino por la sabiduría del artífice; así como si al rostro de un hombre le rayasen una ceja, cuán cortísima porción seria lo que se le quitaría al cuerpo, y cuán grande a la hermosura, que consta, no de la grandeza, sino de la igualdad y dimensión de los miembros. Y verdaderamente no hay motivo para que nos admiremos que los que piensan que hay alguna naturaleza mala, nacida y propagada de un principio contrario suyo, no quieran admitir esta causa de la creación del mundo, es a saber: que Dios, siendo bueno, hizo cosas buenas; pues creen que forzado y compelido de la extrema necesidad, rebelándose contra él el mal, llegó a formar la fábrica del mundo; y que en la batalla, procurando reprimir y vencer el mal, vino a mezclar con él su naturaleza buena, la cual, habiendo quedado abominablemente profanada y cruelmente cautivada y oprimida con grandes molestias, apenas la puede purificar y librar, aunque no toda, sino que lo que de ella no se pudo purificar de aquella coinquinación, viene a servir de prisión al enemigo que tiene dentro vencido y encerrado. Pero los maniqueos no fueran tan necios o, por mejor decir, tan insensatos y frenéticos, si creyeran que la naturaleza divina es inmutable, como es totalmente incurruptible, a la cual no hay cosa que pueda ofender o dañar, y con cristiana cordura y juicio sano sintieran que el alma, que pudo mudarse y empeorarse con la voluntad y corromperse con el pecado, y así privarse de la felicidad de gozar de la luz de la inmutable verdad, no era parte de Dios ni de la naturaleza que es Dios, sino criada, por lo que es muy diferente y desigual a su Criador.


CAPITULO XXIII: Del error con que culpan la doctrina de Origenes.


Pero es mucho más digno de admiración que algunos que con nosotros admiten un principio de todas las cosas y que ninguna naturaleza que no sea Dios puede tener ser sino del que es su autor, sin embargo, no quisieron creer bien y sencillamente esta causa tan justa y tan sencilla de la creación del mundo, que Dios, siendo, como es, bueno, crió cosas buenas que existieran después de Dios, las cuales, aunque buenas, no eran como Dios, y no las pudo hacer sino Dios bueno; antes dicen que las almas, aunque no son partes de Dios, sino hechas y criadas por Dios, pecaron apartándose de su Criador, y por diferentes progresos, según la diversidad de los pecados, en el espacio que hay desde el cielo y la tierra, merecieron diferentes cuerpos como cárceles y prisiones y que éste es el mundo, y que ésta fue la causa de hacer el mundo, no para que se criaran cosas buenas, sino para que se corrigieran y reprimieran las malas. De este error con razón culpan y reprenden a Orígenes, porque en los libros que él intitula Periarjon o de los Principios, esto mismo sintió y escribió. Examinando esta obra me lleno de admiración al observar que persona tan docta y ejercitada en la literatura eclesiástica, no advirtiese lo primero cuán contrario era esta opinión a la intención de la Sagrada Escritura, obra tan admirable y de tanta autoridad, que, concluyendo la relación de todas las obras de Dios, y vio Dios que era bueno, e infiriendo después de haberlas concluido todas: Y vio Diós todas las cosas que hizo y eran por extremo buenas, no quiso que se reconociese otra causa de la creación del mundo, sino la de que hizo cosas buenas, Dios bueno. Donde se lee que si ninguno pecara, el mundo estuviera adornado y lleno solamente de naturalezas buenas; y no porque acaeció pecar se llenó todo el Universo de pecados, supuesto que mucho mayor número de justos conservaron en los cielos el orden de su naturaleza. Y la mala voluntad, no porque rehusó guardar el orden de la naturaleza, por eso se eximió de las leyes del justo Dios, que ordena y dispone rectamente todas las cosas; porque así como una pintura, colocado en su respectivo lugar el color negro, es hermosa, así el mundo, si uno le pudiese ver, aun con los mismos pecadores es hermoso, aunque a éstos, considerados de por sí, los haga torpes y abominables su propia deformidad.
Lo segundo debiera advertir Orígenes, y todos los que esto sienten, que si fuera verdadera la opinión de que el mundo fue criado, porque las almas conforme a los méritos de sus pecados tomaran cuerpos como mazmorras, donde estuviesen encerradas pagando su pena; las que pecaron menos, en los cuerpos superiores y más ligeros, y las que más, en inferiores y más graves, sin duda se seguiría que los demonios, que, son lo peor que puede haber, habían de tener cuerpos terrenos, que es lo más inferior y más grave que hay, antes que no los hombres buenos. Mas para que entendiéramos que los méritos de las almas no deben estimarse por la calidad de los cuerpos, el demonio, que es el peor de todos, tiene cuerpo aéreo, y el hombre, aunque al presente es malo, sin, embargo, su malicia es mucho menor y menos grave, y por lo menos lo era antes de que pecara: no obstante, el hombre, digo, tomó cuerpo de lodo y barro. Y qué mayor desatino puede decirse, que fabricando Dios el sol para que fuese único en el mundo, no atendió su artífice al decoro y ornato de la hermosura, o al bien y conservación de las cosas corporales, sino que se debió a que un alma pecó, de tal suerte, que mereció que la encerrasen en semejante cuerpo? Y, por consiguiente, si sucediera que no una, sino dos, y no dos, sino diez o ciento, pecaran igualmente de una manera, tuviera este mundo cien soles. Lo cual, para que no aconteciera, no lo previno la admirable providencia del artífice para la conservación y hermosura de las cosas corporales, sino que aconteció por haber progresado tanto un alma pecando que sola se hizo digna de tal cuerpo. Verdaderamente y con justa causa se debe reprimir, no el progreso y desmán de las almas, acerca de las cuales no saben lo que dicen, sino el progreso de los que sienten semejantes disparates, desviándose tanto de la verdad. Así que cuando en cualquiera criatura se preguntan y consideran las tres cosas que he insinuado: quién la hizo, por qué medio la hizo y por qué la hizo, de modo que se responda: Dios, por el Verbo, y porque es bueno; si en ello con la profundidad del sentido místico se nos intima la misma Trinidad, esto es, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, o si ocurre alguna dificultad porque algún lugar de la Escritura nos impida entenderlo así, es cuestión larga y difusa, y no es razón obligarnos a explicarlo todo en un libro.


CAPITULO XXIV: De la Santísima Trinidad, la cual por todas sus obras sembró y esparció algunos indicios para significársenos.


Creemos, tenemos y fielmente confesamos que el Padre engendró al Verbo, esto es, a la sabiduría, por quien crió todas las cosas, al Unigénito Hijo, siendo el uno igual al otro, eterno con el coeterno, sumamente bueno con el sumamente bueno; y que el Espíritu Santo es justamente espíritu del Padre y del Hijo, y el mismo consustancial y coeterno con ambos; y que todo esto es una Trinidad por la propiedad de las personas, y un solo Dios por la inseparable divinidad, así como es un solo Dios, todopoderoso por la inseparable omnipotencia, pero de tal modo, que cuando de cada uno de por sí se pregunta sobre estas cualidades, se responda que cualquiera de ellos es Dios, y es todopoderoso; y cuando juntamente de todos digamos que no son tres dioses o tres todopoderosos, sino un solo Dios todopoderoso, tan grande es alli la inseparable unidad en los tres, la cual así se quiso predicar. Pero si me preguntaren si el Espíritu Santo del buen Padre y del buen Hijo, porque es común a ambos, se puede decir expresamente la bondad de ambos, no me atrevo arrojadamente a determinarlo; sin embargo, más fácilmente me atrevería a llamarle santidad de ambos, no como cualidad común a ambos, sino siendo la misma sustancia y tercera persona en la Trinidad. Y este sentir me parece más probable al observar que siendo el Padre espíritu, y el Hijo espíritu, y el Padre santo, y el Hijo santo, sin embargo, propiamente es la tercera persona la que se llama Espíritu Santo, como santidad sustancial y consustancial de ambos. Pero si no es otra cosa la bondad divina que la santidad, seguramente que aquella cuestión es igualmente conforme a razón, y no atrevida presunción; para que en las obras de Dios, por medio de cierto secreto e incomprensible lenguaje con que se ejercita nuestro entendimiento, entendamos que se nos insinúa y significa la misma Trinidad, donde dice quién hizo cada criatura, por quién la hizo y por qué la hizo. El Padre del Verbo dijo hágase, y lo que, diciéndolo el mismo Señor, se hizo, sin duda, se hizo por el Verbo; y sobre lo que dice que vio Dios que era bueno, no se nos significa bien claro que Dios, sin necesidad alguna suya, sino solamente por su bondad, hizo lo que hizo esto es, porque es bueno; y lo dijo después de haberlo hecho, para indicarnos que el objeto que fue criado cuadra y conviene a la bondad de aquel por quien fue hecho; cuya bondad, si se entiende que es el Espíritu Santo, toda la Trinidad se nos manifiesta en sus obras. De aquí la Ciudad Santa habitada de los angélicos espíritus celestiales, toma su origen, su información y bienaventuranza. Porque si preguntan sobre el principio de dónde viene, Dios la fundó; si de dónde es sabia, Dios es el que la ilumina; si de dónde es bienaventurada, Dios es de quien goza; subsistiendo se modifica, con la contemplación se ilustra y con la unión goza de perpetua alegría; vive, ve y ama; vive en la eternidad de Dios, luce en la verdad de Dios y goza en la bondad de Dios.


CAPITULO XXV: Cómo toda la filosofía está dividida en tres partes.


Fundados en estos principios, a lo que puede entenderse, opinaron y quisieron los filósofos que la disciplina o arte de la sabiduría, esto es, la filosofía, se dividiese en tres partes, o, por mejor decir, pudieron advertir que estaba dividida en tres; a cuyas partes pudieron llamar: a una, física; a otra, lógica, y a otra, ética (las cuales acostumbran llamar ya muchos escritores en idioma latino: natural, racional y moral, y de ellas brevemente hicimos mención en el Libro VIII); no porque se infiera que en estas tres partes imaginasen o formasen alguna idea, según Dios, de la Trinidad; aunque dicen que Platón fue el primero que halló y enseñó esta división, el cual fue de parecer que no había otro autor que Dios de todas las naturalezas, ni dador de la inteligencia, ni inspirador del amor con que pueda vivirse bien y bienaventuradamente. Aunque los filósofos sientan diversamente acerca de la naturaleza del Universo, del método de rastrear e indagar la verdad, y del fin del bien a que debemos enderezar y referir todas nuestras acciones, con todo, en estas tres célebres y generales cuestiones ocupan y emplean toda su atención. De modo que habiendo en cada una de ellas mucha variedad de opiniones, sin embargo, ninguno duda que hay alguna causa efectriz de la naturaleza, alguna forma de ciencia y resumen de la vida. También se consideran tres circunstancias en cualquier artífice, para que pueda sacar una buena producción: la naturaleza, la doctrina y el uso. La naturaleza debe atenderse y estimarse según el ingenio, la doctrina según la ciencia y el uso según el fruto. Tampoco ignoro que propiamente el fruto es del que goza y el uso, del que usa, en lo cual, al parecer, se nota esta diferencia: que gozamos de aquella cosa que, no debiéndose referir a otra, ella por sí misma nos deleita; pero usamos de aquella que buscamos, no por sí, sino por otra (por lo que debemos usar más de las temporales que gozarlas; para que merezcamos gozar de las eternas, no como los ignorantes y los que proceden con error queriendo gozar del dinero y usando de Dios, porque no expenden el dinero por amor de Dios, sino que adoran a Dios por el dinero); con todo, adoptando el modo de hablar recibido más comúnmente, digo que usamos también del fruto y gozamos del uso, porque en un sentido propio se dicen frutos los del campo, de todos los cuales usamos en la vida presente. Así que según esta costumbre llamo yo uso en las tres circunstancias que advertí debían considerarse en el hombre, que son la naturaleza, la doctrina y el uso. Por éstas hallaron los filósofos, como insinué, las tres disciplinas o ciencias que creyeron necesarias para conseguir la vida bienaventurada: la natural por amor a la naturaleza, la racional por la doctrina y la moral por el uso. Luego si la naturaleza que tenemos la tuviéramos de nosotros mismos, sin duda que nosotros fuéramos también autores de nuestra sabiduría, y no procuráramos alcanzarla por medio de la doctrina, esto es, aprendiéndola de otra parte. Y nuestro amor, procediendo de nosotros y referido a nosotros, bastara para vivir felizmente, sin tener necesidad de otro algún bien para gozarle; pero supuesto que nuestra naturaleza, para que tuviese ser, necesitó tener a Dios por autor y su Criador, sin duda para que sigamos la verdad al mismo debemos tener por doctor, y al mismo igualmente para que seamos bienaventurados por dador de la suavidad y gozo interior.


CAPITULO XXVI: De la imagen de la Santísima Trinidad, que en cierto modo se halla en la naturaleza del hombre aún no beatificado.


Y aun nosotros en nosotros mismos reconocemos la imagen de Dios, esto es, de aquella suma Trinidad, aunque no tan perfecta y cabal como es en sí misma, antes sí en gran manera diferentísima; ni coeterna con ella, ni de la misma sustancia que ella; sino que naturalmente no hay cosa en todas cuantas hizo el Señor que más se aproxime a Dios, la cual aún debemos ir perfeccionando con la reforma de las costumbres, para que venga a ser también muy cercana en la semejanza. Porque nosotros somos y conocemos que somos y amamos nuestro ser y conocimiento. Y en estas tres cosas que digo no hay falsedad alguna que pueda turbar nuestro entendimiento; porque estas cosas no las atinamos y tocamos con algún sentido corporal como hacemos con las exteriores, como el color con ver, el sonido con oír, el olor con oler, el sabor con gustar, las cosas duras y blandas con tocar; y también las imágenes de estas mismas cosas sensibles, que son muy semejantes a ellas, aunque no son corpóreas, las revolvemos en la imaginación, las conservamos en la memoria y por ellas nos movemos a desearlas, sino que sin ninguna imaginación engañosa de la fantasía, me consta ciertamente que soy, y que eso lo conozco y amo. Acerca de estas verdades no hay motivo para temer argumento alguno de los académicos, aunque digan: qué, si te engañas? Porque si me engaño ya soy; pues el que realmente no es, tampoco puede engañarse, y, por consiguiente, ya soy si me engaño. Y si existo porque me engaño, cómo me engaño que soy, siendo cierto que soy, si me engaño? Y pues existiría si me engañase aun cuando me engañe, sin duda en lo que conozco que soy no me engaño, siguiéndose, por consecuencia, que también en lo que conozco que me conozco no me engaño; porque así como me conozco que soy, así conozco igualmente esto mismo: que me conozco. Y cuando amo estas dos cosas, este mismo amor es como un tercero, y no de menor estimación. Porque no me engaño en que me amo, no engañándome en las cosas que amo, pues aun cuando ellas fuesen falsas, sería cierto que amaba la falsas. Porque cómo me reprendieran rectamente y con justa razón me prohibieran el amor de las cosas falsas, si fuese falso que yo las amaba? Pero siendo ellas verdaderas y ciertas, quién duda que cuando las amo, también su amor es verdadero y cierto? Y tan cierto es que no hay uno solo que no quiera ser, como que no hay ninguno que no quiera ser bienaventurado. Pues cómo puede ser bienaventurado si es nada?


CAPITULO XXVII: De la esencia, de la ciencia y del amor de ambos.


El mismo ser, en virtud de cierto impulso natural; es tan suave y gustoso, que no por otra causa, aun los que son miserables y extremadamente indigentes no apetecen morir, y advirtiendo que son miserables, no quiren que los Iibren de la miseria. Aun aquellos que conocen que son y en realidad de verdad son miserables, y no sólo los juzgan por miserables los sabios, por observar que son ignorantes, sino también los que se estiman por dichosos y bienaventurados, porque son pobres y mendigos; aun a ésos, si alguno les concediese la inmortalidad con la condición de que juntamente con ella jamás les faltase la miseria, proponiéndoles que si no quisiesen vivir siempre en la misma miseria no habían de tener de ningún modo ser, sino habían de perecer; seguramente que saltaran de contento y eligieran primero el vivir siempre así, que no el dejar de ser del todo. Testigo es de este aserto la experiencia y la conocida opinión de estos filósofos. Porque, cuál es la causa por que temen morir, y gustan más vivir en aquella miseria que concluir y acabar con ella de una vez con la muerte, sino porque bastantemente se deja entender cuánto rehusa la naturaleza el no ser? Y por eso, como advierten que han de morir, desean se les conceda por gran beneficio la especial gracia de que les permitan vivir algún tiempo más en la misma miseria y morir más tarde. Luego sin duda manifiestan con cuánto aplauso recibirían la inmortalidad, aun la que no pudiese dejar de ser pobre y menesterosa. Y qué diremos de los animales irracionales, a quienes no se les concedió facultad de considerar sobre este punto, contando desde los más corpulentos y desaforados dragones hasta los más pequeños e imperceptibles gusanillos e insectos? Acaso no dan a entender que quieren y aman el vivir y el ser, y por eso huyen y rehusan el morir con todos los movimientos y demostraciones que pueden? Pues qué, las plantas y todas las matas y arbustos que carecen de sentido para poder evitar con manifiestas mociones su daño, para poder lanzar al aire su renuevo, no fijan y encaminan otro de raíces por la tierra con que poder atraer el sustento y conservar así en cierto modo su ser? Finalmente, los mismos cuerpos, que no solamente carecen de todo sentido, sino también de vida seminal, de tal modo o suben arriba, o bajan abajo, o se nivelan en medio, que conservan su ser, donde pueden existir según su naturaleza.
Y cuánto estime y aprecie el conocer, y cuánto desee no ser engañada la naturaleza, puede deducirse de que más quiere uno quejarse y lamentarse disfrutando de juicio sano, que alegrarse estando demente. La cual virtud e impulso admirable, a excepción del hombre, no la llegan a comprender los demás animales, aunque algunos de ellos, para examinar esta brillante luz corporal, tengan más agudo y perspicaz el sentido de la vista; mas no pueden arribar al exacto conocimiento de aquella luz incorpórea, con la que de algún modo se ilumina nuestro entendimiento, para que podamos juzgar rectamente de estas cosas; pues conforme a las ilustraciones que recibimos de ella, podemos entender. Sin embargo, los sentidos de los animales irracionales, aunque no contengan en sí ciencia alguna, tienen a lo menos una semejanza de ciencia; pero las demás cosas corporales se llaman sensibles, no porque sienten, sino porque se dejan sentir. Entre ellas, las plantas tienen la semejanza o propiedad común con los sentidos de sustentarse y crecer; y aunque éstas y todos los objetos corpóreos tienen sus causas secretas en la naturaleza, no obstante, por sus formas y varias apariencias con que se hermosea la visible fábrica del Universo, abren camino a los sentidos para que las vean y sientan, de suerte que, en vez de ser incapaces de conocimiento, parece que quieren en cierto modo darse a conocer. Sin embargo, nosotros las conocemos con el sentido corporal, y no juzgamos de ellas con el sentido del cuerpo, porque disfrutamos de otro sentido correspondiente al hombre interior mucho más excelente y noble, con el cual sentimos y conocemos las cosas justas y las injustas: las justas por una especie inteligible, y las injustas por su privación. Al oficio peculiar de este sentido no llega ni la agudeza de los ojos, ni la viveza de los oídos, ni el espíritu del olfato, ni el gusto de la boca, ni el tacto del cuerpo. Allí es donde estoy cierto que soy, y estoy cierto que lo sé, y esto amo; y asimismo estoy firmemente seguro que lo amo.


CAPITULO XXVIII: Si debemos amar tambien al mismo amor con que amamos el ser y saber, para acercarnos más a la imagen de la Trinidad divina.


Pero ya hemos dicho lo bastante, y cuanto parece que exige la naturaleza de esta obra, sobre la esencia y noticia en cuanto son amadas en nosotros; y cómo se halla también en los demás objetos inferiores a ellas, aunque diferente, una cierta semejanza suya; pero no hemos raciocinado sobre el amor con que se aman; es decir, si amamos ese mismo amor. Es innegable que se ama y lo probamos así: porque los hombres que más rectamente aman, lo aman más. Porque no se llama hombre bueno el que sabe lo que es bueno, sino el que ama lo bueno.
Por qué, pues, no advertimos en nosotros mismos que amamos también al mismo amor con que amamos todo lo bueno? Supuesto que también es amor aquel con que se ama lo que no debe amarse, y este amor aborrece en sí el que ama aquel amor con que se ama lo que debe amarse. Pues ambos pueden hallarse en un hombre; y esto es un bien para la humana criatura, para que, elevándose aquél con que vivimos bien, se humille éste con que vivimos mal hasta que perfectamente sane y se mude en bien todo lo que vivimos. Porque si fuéramos bestias, apreciaríamos la vida carnal y lo que es conforme a sus sentidos, y esto sin duda fuera suficiente bien nuestro, y conforme a esta máxima, yéndonos bien con ello no buscáramos otra cosa. Asimismo, si fuéramos árboles, aunque no pudiéramos amar objeto alguno con la potencia sensitiva, sin embargo, se daría a entender que apetecíamos en cierto modo el ser más fértiles y fructuosos. Si fuéramos piedra, agua, aire o fuego u otra cosa semejante, aunque destituidos de todo sentido y vida, con todo, no estuviérámos privados de cierto apetito en su orden, deseando hallarnos en nuestro propio lugar. Porque las inclinaciones de la balanza del peso son como un peculiar amor de los cuerpos, ya procuren con su gravedad el lugar humilde, ya siendo leves el alto y más elevado. Pues así como al cuerpo le lleva y conduce su propio peso, así al ánimo su amor dondequiera que vaya. Y puesto que somos hombres criados según la imagen y semejanza de nuestro Criador, a quien pertenece realmente la verdadera eternidad, la eterna verdad, el eterno y verdadero amor, y él mismo es la eterna, verdadera y amable Trinidad, no confusa, ni tampoco separada; discurriendo ahora por los objetos que nos son inferiores (porque tampoco tuvieran ser ni se contuvieran debajo de especie alguna, ni apetecieran o conservaran orden metódico, si no los formara aquel Señor que es sumo, súmamente sabio y sumamente bueno), discurriendo, pues, digo por todas las cosas que hizo Dios con admirable estabilidad; vamos recogiendo algunos como vestigios suyos, que nos ha dejado impresos, en partes más, y en partes menos; pero considerando y observando en nosotros mismos su imagen, como el hijo menor del Evangelio, y volviendo sobre nosotros, levantemos nuestra contemplación y volvamos a aquel Señor de quien nos habíamos apartado, ofendiéndole con nuestros enormes pecados. Allí nuestro ser no tendrá muerte; allí nuestro saber no padecerá error; allí nuestro amor no sufrirá ofensa. Y ahora, aunque estemos seguros de estas tres cosas y no las creemos por otros testigos, sino que nosotros mismos las sentimos presentes y las vemos con la infalible vista interior del alma; con todo, porque con nuestras limitadas luces no podemos saber cuánto tiempo han de permanecer, o si nunca han de faltar, y adónde han de llegar si obrasen bien, y adónde si mal; por este motivo, o buscamos o tenemos otros testigos, de cuya fe y crédito y de la razón por qué no deba dudarse de ellos, por no ser este lugar propio para tratarlo, lo expondremos después con más exactitud y diligencia. Asi que en este libro hemos hablado de la Ciudad de Dios, a saber, de la que no es peregrina en la presente vida mortal, sino que vive siempre inmortal en los cielos; esto es, de los santos ángeles que están unidos con Dios, y que jamás le desampararan ni desampararán eternamente. Ya hemos dicho cómo entre éstos y aquéllos, que desamparando la luz eterna se convirtieron en tinieblas, Dios al principio puso distinción; prosigamos, pues, con su divino auxilio lo comenzado, y declarémoslo según alcanzaren nuestras débiles fuerzas.


CAPITULO XXIX: De la ciencia de los santos ángeles con que conocen a la Trinidad en su misma divinidad, y ven las causas de las obras en el mismo que las obras, primero que en las mismas obras del artífice.


Los santos ángeles no tienen noticia de Dios por medio de palabras, sino por la misma presencia de la inmutable verdad, esto es, por el Verbo unigénito del Padre. Y al mismo Verbo, al Padre y al Espíritu Santo; y que ésta es una Trinidad inseparable, de modo que cada persona de por sí en ella es una substancia, y, sin embargo, todas tres no son tres Dioses, sino un solo Dios, lo saben de tal suerte, que no conocen mejor que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Y aun a la misma criatura la conocen mejor allí, esto es, en la divina sabiduría, como en el arte o idea con que fue criada, mejor digo, que en sí misma, y, por consiguiente, a sí mismos mejor allí que en sí mismos, aunque también se conocen a sí en sí mismos, porque son criaturas y un ser distinto de aquel que los crió. Allí, pues, se conocen como un conocimiento diurno; pero en sí mismos, como un conocimiento vespertino, según dijimos ya. Porque hay mucha diferencia en que se conozca un objeto en la forma y razón, según la cual fue criado, o en sí mismo; así como de un modo distinto se sabe la rectitud de las líneas o la verdad de las figuras con las luces del entendimiento, y de otra manera cuando se escriben en el polvo; de un modo la justicia en la inmutable verdad, y de otro en el alma del justo Y así consecutivamente lo demás, como el firmamento que observamos haber entre las aguas superiores y las inferiores que se llamó cielo; como en la tierra la congregación de las aguas y la aparición y descubrimiento de la tierra, la creación y formación de las hierbas y de las plantas; como la creación del sol, luna y estrellas; como la de los animales que viven en el aire y en las aguas, es a saber, de los volátiles y peces, y las de las bestias grandes que nadan; como la de otras cualesquiera que andan a pie o arrastrando por la tierra, y la del mismo hombre que excede en excelencia y nobleza a todos los seres creados. Todas estas cosas, de una manera las conocen los ángeles en el Verbo divino, donde existen sus causas y razones inmutablemente permanentes, según las cuales fueron criadas; y de otra manera en sí mismas, allí participan de un conocimiento más claro, aqui de uno más confuso, como en el conocimiento del arte y de las obras; las cuales obras, cuando se refieren a alabanza y honra de su Criador, amanece y sale la luz como una apacible mañana en los entendimientos de los que las contemplan atentamente.


CAPITULO XXX: De la perfección del número senario, que es el primero que sale cabal, con la cantidad de sus partes.


Y éstas por la perfección del número senario, repitiendo un mismo día seis veces, se refiere que se concluyó su creación en seis días, no porque Dios tuviese necesidad de tanto espacio de tiempo, o porque no pudo criar juntamente todas las cosas, y que después ellas mismas con sus acomodados movimientos hicieron los tiempos, sino porque nos significó por el número senario la perfección y consumación de sus obras. Pues el número senario es el primero que se completa con sus artes; esto es, con su sexta parte, con la tercera y con la media, que son una, dos y tres; las cuales, sumadas, hacen seis. Y cuando se consideran así los números, deben entenderse las partes de las que podamos señalar la cuota, esto es, qué parte de cantidad sea; asi como la media, la tercera, la cuarta y las demás que se dominan de algún número. Porque, supongamos, v. gr., el número nueve, en el cual el cuarto es una parte suya, pero no por eso podemos decir qué parte de cantidad sea; uno bien pueden caberle, porque es su nona parte, y tres también, porque es su tercera; pero unidas estas dos partes suyas, es, a saber, la nona y la tercera, esto es, una y tres, distan mucho de toda la suma, que es nueve. Y asimismo en el denario; el cuaternio es una parte suya, pero cuanta sea su cuota no puede asignarse; pero una bien puede caberle, porque es su décima parte. Tiene también la quinta, que son dos; tiene igualmente la mitad, que son cinco; pero sumadas éstas, sus tres partes, la décima, quinta y media, esto es, una, dos y cinco, no llenan el número de diez, porque son ocho; y sumadas las partes del número duodenario, trascienden y suben a más, porque contiene la duodécima, que es una; tiene la sexta, que son dos; tiene también la cuarta, que son tres; tiene la tercera, que son cuatro; tiene la mitad, que son seis; pero una, dos, tres, cuatro y seis hacen, no doce, sino mucho más, porque vienen a ser dieciséis. Me ha parecido conducente decir esto en compendio, para recomendar la perfección del número senario, que es el primero, como dije, que se viene a formar él mismo de sus partes unidas y sumadas, en el cual finalizó Dios las maravillosas obras de su creación. Por lo cual no debe despreciarse la razón del número; y cuánto debe estimarse, lo advertirán en muchos lugares de la Sagrada Escritura los que con exactitud y escrupulosidad lo consideraren; pues no sin grave fundamento se dice entre las divinas alabanzas: Todo lo ordenaste, Señor, y dispusiste con medida, número y peso.


CAPITULO XXXI: Del día séptimo, en que se nos encomienda la plenitud y el descanso.


En el séptimo día, esto es, en un mismo día siete veces repetido, se nos manifiesta y recomienda el descanso de Dios y la santificación de este día. Y así Dios no quiso consagrar como santo este día con ninguna otra obra suya, sino con su reposo, el cual carece de tarde, o de la hora vespertina, porque no hay en él criatura que, siendo conocida de una manera en el Verbo divino y de otra en sí misma, cause diferente noticia; una como diurna, y otra como nocturna o vespertina. Y aunque sobre la perfección del número septenario pueden decirse muchas cosas, sin embargo, este libro crece ya demasiado, y recelo asimismo crea alguno que, aprovechándome de la ocasión, quiero hacer ostentación con más altivez que utilidad de lo poco que sé, así, que conduce atender a la modestia y gravedad que exige el asunto, para que, hablando quizá con extensión del número, no se entienda que me he olvidado de la medida y del peso. Por lo que baste solamente advertir que el primer número impar total es el ternario, y el total par o igual el cuaternario, y que de estos dos consta el septenario. Por cuyo motivo en repetidas ocasiones se pone por el todo, como cuando se dice: siete veces caerá el justo y se levantará, esto es siempre que cayere no perecerá, lo cual no se entiende de las culpas y pecados, sino de las tribulaciones que humillan nuestra soberbia; y siete veces al dia te alabaré, que es lo que en otro lugar dice el mismo real profeta, aunque en otro sentido, siempre estará su alabanza en mi boca. Hállanse en las sagradas letras muchas autoridades semejantes a éstas, donde el número septenario se pone, como insinué, por el todo del asunto que se trata, y por eso con este mismo número se nos significa muchas veces el Espiritu Santo, de quien dice Jesucristo que nos instruirá en la verdad. Allí esta el descanso de Dios, con el cual se reposa en Dios. Porque en el todo, esto es, en la plenitud de la perfección se halla el descanso, pero en la parte el trabajo y la fatiga. Por eso trabajamos, cuando sabemos en parte; pero cuando llegare lo que es perfecto y consumado, desaparecerá lo que es imperfecto y en parte. Y de aquí es que con suma molestia escudriñamos y examinamos estas escrituras santas; pero los santos ángeles, a cuya amable compañía y congregación aspiramos y suspiramos en esta penosísima peregrinación, así como participan de una eternidad permanente, así disfrutan de una singular facilidad en conocer y de una inalterable felicidad en descansar, porque sin molestia suya nos ayudan, pues con los movimientos espirituales, que son puros y libres, no trabajan.


CAPITULO XXXII: Sobre la opinión de los que sostienen que la creación de los ángeles ha sido anterior a la del mundo.


Pero para que ninguno porfíe con pesadas altercaciones, y digan que no fueron significados los espíritus angélicos en la expresión de la Escritura, hágase la luz, y se hizo la luz, y enseñe que crió Dios en primer lugar alguna luz corpórea; y que crió los ángeles, no sólo antes de formar el firmamento, sino aún antes de lo que se dice: que en principio hizo Dios el cielo y la tierra; y que cuando dice en el principio, no lo dice porque aquello fuese lo primero que hizo, habiendo criado antes los ángeles, sino porque todo lo hizo en la sabiduría, que es su Verbo eterno, al cual llama la Escritura principio (así como el mismo Verbo encarnado, según se dice en el Evangelio, preguntado por los judíos quién era, les respondió que era el principio), tampoco me pondré a altercar sobre este punto y argüir contra ellos, señaladamente porque esta opinión me cuadra y me lisonjeo de ver que hasta en el principio del santo libro del Génesis se nos recomienda la Trinidad. Pues cuando dice en el principio hizo Dios al cielo y la tierra, lo dice para que se entienda que el Padre lo hizo en el hijo, como lo confirma el real profeta cuando dice: Cuán grandes y magníficas son, Señor, tus obras; todas las hiciste en el espíritu de la sabiduría! Y muy al caso, poco después, hace también mención del Espíritu Santo; pues habiendo explicado la calidad de la tierra que al principio hizo Dios, o a qué especie de materia, destinada para la futura construcción del mundo, había llamado con el nombre de cielo y tierra, prosiguiendo el mismo asunto, dijo: que la tierra era invisible y descompuesta, y que había tinieblas sobre el abismo de las aguas; luego para que se verificase la exacta mención que hacía de la Trinidad, dice: y el espíritu de Dios se movía y extendía por las aguas. Por lo cual cada uno entenderá el texto como más le agradare, porque es tan profundo y misterioso que para inteligencia de los que lean puede producirnos muchos sentidos, que todos ellos no desdigan ni discrepen de las reglas de la fe cristiana; pero con la condición de que ninguno ponga duda en que los santos ángeles residen en las sublimes moradas del cielo, y aunque no son coeternos a Dios, están, sin embargo, seguros y ciertos de su eterna y verdadera bienaventuranza. Y cuando nos enseña el Señor que los pequeñuelos pertenecen a la compañía de los espíritus celestiales, no sólo dijo vendrán a ser iguales a los ángeles de Dios, sino que nos manifiesta, también la contemplación y visión beatífica de que gozan los mismos ángeles, cuando dice: Mirad, no desprecéis uno de estos pequeñuelos, porque os digo que sus ángeles en los cielos están siempre mirando el rostro de mi Padre, que está en los cielos.


CAPITULO XXXIII: De las dos compañías diferentes y desiguales de los ángeles, que no fuera de propósito se entiende haberlas comprendido y nombrado bajo de los nombres de luz y tinieblas.


Que hubiesen pecado algunos ángeles, y Dios los arrojase a los lugares más profundos de la tierra, que es como una cárcel suya, donde perseverasen hasta la última condenación que ha de verificarse el día terrible del juicio, lo demuestra con toda evidencia el príncipe de los apóstoles, San Pedro, por estas palabras: que Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los arrojó al abismo, donde las tinieblas les sirven de maromas para ser atormentados y tenidos como en reserva para el día del juicio. Quién duda que entre éstos y los otros que se conservaron en la gracia del Señor incóIumes de todo pecado, hizo Dios una notable distinción, o con su presciencia o efectivamente por la obra, y que con razón fueron llamados luz? Puesto que a nosotros, que vivimos todavía con la fe y estamos aún en la expectativa de igualarnos con ellos, nos llamó ya el Apóstol luz: fuisteis, dice, alguna vez tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor. Que estos ángeles apóstatas sean designados expresamente con el nombre de tinieblas lo advertirá el que crea realmente que son peores que los hombres infieles. Por lo cual, aun cuando haya de entenderse otra luz en este lugar, del Génesis, donde leemos: dijo Dios hágase la luz, y se hizo la luz; y signifique otras tinieblas, cuando dice: hizo Dios división entre la luz y las tinieblas; con todo, nosotros entendemos que se significan estas dos angélicas compañías: una, que está gozando de la visión intuitiva de Dios, y otra, que está desesperada por su soberbia; una, a quien dice el real profeta, adoradle todos sus ángeles, y otra, cuyo príncipe y caudillo atrevidamente dice: todo esto te daré, si te postrares y me adorares; una que está abrasada en el santo amor de Dios; otra, que está humeando de altivez con el amor inmundo de su propia altura; y porque, como insinúa la Sagrada Escritura: Dios se opone a los soberbios y a los humildes da su gracia; la una vive y mora en los cielos de los cielos, y la otra, echada y desterrada de ellos, anda tumultuando en este ínfimo cielo aéreo; la una vive tranquila y pacifica con la luz de la piedad; la otra camina turbada y borrascosa con las tinieblas de sus apetitos; la una, teniéndolo por conveniente la divina Providencia, nos favorece con clemencia y nos castiga con justicia; la otra se deshace y abrasa de pura soberbia con el insaciable deseo de sujetarnos y hacernos daño; la una es mensajera de la bondad divina, para que nos aconseje y notifique todo lo que procede de la voluntad divina; la otra anda reprimida y refrenada por la omnipotencia del Altísimo, para que no nos cause tantos perjuicios como quisiera; la una se lisonjea y burla de la otra para que, contra su voluntad, no aprovechen sus persecuciones; la otra tiene envidia de aquella, porque va recogiendo piadosamente sus peregrinos y descaminados. Habiendo, pues, entendido nosotros en este lugar del Génesis, bajo nombre de luz y tinieblas, significadas estas dos compañías angélicas, entre sí diferentes y contrarias, la una que es de naturaleza buena y de voluntad recta, y la otra también de naturaleza buena, pero de perversa voluntad, y habiéndolas declarado y apoyado con otros testimonios más convincentes de la Sagrada Escritura aunque acaso sintió lo contrario sobre este lugar el que lo escribió, no hemos ventilado inútilmente la oscuridad de esta autoridad; porque cuando no hayamos podido aclarar rastreando la voluntad del autor de este libro, sin embargo, no nos hemos separado de la norma de la fe cristiana, la cual es bien notoria a los fieles por otros testimonios de la Sagrada Escritura que tienen igual autoridad. Pues aunque aquí se refieren las obras corporales que hizo Dios, tienen, sin duda, cierta analogía con las espirituales, según la cual, dice el Apóstol: todos vosotros sois hijos de la luz e hijos de Dios, pues no lo somos de la noche ni de las tinieblas Y si también sintió lo mismo que decimos el que lo escribió, nuestra intención y deseos habrán llegado al complemento y único fin del objeto que controvertíamos, de manera que el hombre de Dios, dotado de sabiduría insigne y divina, o, mejor dicho, por Él, el Espíritu Santo refiriendo las obras que hizo Dios, todas las cuales dice que las concluyó al sexto día, de ninguna manera se crea que omitió los ángeles, ya sea cuando dice: en el principio, por que los crió el primero; ya sea lo que más a propósito se entiende en el principio, porque las hizo en el Verbo Unigénito del Padre, según su expresión: en el principio hizo Dios el cielo y la tierra, en cuyas palabras nos significa todas las criaturas, las espirituales y corporales, que es lo más creíble o las dos mayores partes del mundo que contienen en su seno todas las cosas criadas; de tal suerte, que primero las propuso todas en general, y después continuó sus partes respectivas según el número misterioso de los días.


CAPITULO XXXIV: Sobre lo que algunos opinan, que debajo del nombre de las aguas que fueron divididas cuando Dios crió el firmamento, se nos significaron los ángeles, y sobre lo que algunos entienden que las aguas no fueron criadas.


Algunos han entendido que bajo el nombre de las aguas en cierto modo se nos significó la congregación de los ángeles, y que esto es lo que quiere decirse en estas expresiones: Hágase el firmamento entre agua y agua; de modo que se entienden colocados sobre el firmamento los ángeles; y debajo del firmamento o de las aguas visibles, la multitud de los ángeles malos, o toda la especie humana. Lo cual, si es cierto, no aparece en el sagrado texto cuándo fueron criados los ángeles, sino sólo que fueron separados los unos de los otros; aunque también hay algunos que niegan que Dios crió las aguas, por cuanto no hallan lugar alguno donde dijese Dios: háganse las aguas. Lo cual podría decir asimismo de la tierra, puesto que no se lee en la Escritura que dijese Dios: Hágase la tierra. Pero responden que dice el sagrado texto: En el principio crió Dios el cielo y la tierra. Luego allí debe entenderse también el agua, porque a ambas comprende con un mismo nombre, puesto que suyo es el mar y él le hizo, hechura de sus manos es la tierra. Pero los que por las aguas que están sobre los cielos quieren que se entiedan los ángeles, fúndanse en el peso de los elementos, y por eso no imaginan que pudo dar asiento a la naturaleza fluida y grave en la parte superior del mundo; los cuales, si a su modo, y según sus razones y discursos pudieran formar al hombre, no le pusieran en la cabeza la pituita que en griego se llama phlegma, y que en los respectivos elementos de nuestro cuerpo ocupa el lugar de las aguas, porque allí es donde tiene la phlegma su asiento muy a propósito, sin duda, según que Dios así lo hizo; pero conforme a la conjetura de éstos, tan absurdamente que si lo ignoráramos y estuviera asimismo escrito en este libro que Dios puso el humor fluido y frío, y por consiguiente grave, en la parte superior a todas las demás del cuerpo humano, estos especuladores y examinadores de los elementos de ningún modo lo creyeran. Y cuando fueran de los que se sujetaron a la autoridad de la misma Escritura, se persuadirían que bajo este nombre se debía entender alguna otra cosa. Mas porque si cada asunto de los que más se escriben el divino libro de la Creación del Mundo, le hubiéramos de desenvolver y tratar de propósito, fuera indispensable alargarnos y desviarnos demasiado del objeto de esta obra, ya que hemos disputado lo que ha parecido conducente y bastante acerca de las dos clases de ángeles, diferentes y contrarias entre sí, en las cuales se hallan igualmente ciertos principios de las dos ciudades que se conocen en las cosas humanas, de las cuales pienso hablar desde ahora en adelante, concluyamos ya aquí con este libro.

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