domingo, 4 de enero de 2015

LOS PADRES APOSTÓLICOS TESTIGOS DE LOS COMIENZOS (SIGLOS l-ll)

JOSÉ ANTONIO LOARTE
Después de la Ascensión del Señor al Cielo y de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, los Apóstoles, cumpliendo el mandato de Cristo, se dispersaron por todo el mundo entonces conocido para llevar a cabo la misión que el Señor mismo les había confiado: id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado. Y sabed que Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 19-20).
Muy pronto, comenzando por Jerusalén y por Judea, el Cristianismo se extendió por toda Palestina y llegó a Siria y Asia Menor, al norte de Africa, a Roma y hasta los confines de Occidente. En todas partes, los Apóstoles y los discípulos de la primera hora transmitieron a otros lo que ellos habían recibido, dando así origen a la Tradición viva de la Iglesia. Los primeros eslabones de esta larga cadena que llega hasta nuestros días son los Apóstoles; de ellos penden, como eslabones inmediatos, los Padres y escritores de finales del siglo I y primera mitad del siglo II, a los que habitualmente se denomina apostólicos por haber conocido personalmente a aquellos primeros. El nombre proviene del patrólogo Cotelier que, en el siglo XVI, hizo la edición príncipe de las obras de cinco de esos Padres, que según él «florecieron en los tiempos apostólicos». En esa primera edición, figuran la Epístola de Bernabé (que entonces se supuso equivocadamente que había sido escrita por el compañero de San Pablo en sus viajes apostólicos); Clemente Romano (que efectivamente, según el testimonio de San Ireneo, conoció y trató a los Apóstoles Pedro y Pablo); Hermas (a quien erróneamente se identificó con el personaje de ese nombre citado por San Pablo en la Epístola a los Romanos); Ignacio de Antioquía (que muy bien pudo conocer a los Apóstoles), y Policarpo (de quien San Ireneo testimonia explícitamente que había conocido al Apóstol San Juan).
A estas obras se unieron poco a poco las de otros Padres o escritores de esa época que se fueron descubriendo: la «Didaché» («Doctrina de los Doce Apóstoles»), que es el más antiguo de estos escritos; la homilía llamada «Secunda Clementis» (se atribuyó por algún tiempo a aquel gran Obispo de Roma), y otras obras, como las «Odas de Salomón» o los pocos fragmentos de Papías de Hierápolis que se conservan.
Característica común de este grupo de escritos, no muy numeroso, es que nos transmiten la predicación apostólica con una frescura e inmediatez que contrasta con su vetusta antigüedad. Son escritos nacidos en el seno de la comunidad cristiana, casi siempre por obra de sus Pastores, destinados al alimento espiritual de los fieles. La Iglesia estaba entonces recién nacida y, aunque desde el principio tuvo que sufrir contradicciones (basta leer el libro de los Hechos de los Apóstoles), no permitió el Señor que la asaltaran, en esta época tan joven, grandes herejías como las que surgirían más tarde. Como escribe el antiguo historiador de la Iglesia, Hegesipo, sólo «cuando el sagrado coro de los Apóstoles hubo terminado su vida, y había pasado la generación de los que habían tenido la suerte de escuchar con sus propios oídos a la Sabiduría divina, entonces fue cuando empezó el ataque de errores impíos, por obra del extravío de los maestros de doctrinas extrañas».
Estos , como los hemos llamado, no se proponen defender la fe frente a paganos, judíos o herejes (aunque algún eco de tal defensa se encuentra de vez en cuando), ni pretenden desarrollar científicamente la doctrina, sino que tratan de transmitirla como la han recibido, con recuerdos e impresiones a veces muy personales. Su estilo es, por eso, directo y sencillo; hablan de lo que viven y de lo que han visto vivir a los primeros discípulos: aquellos que conocieron a Cristo cuando vivía entre los hombres y tocaron—como afirma San Juan—al mismo Verbo de la vida (cfr. 1 Jn 1, 1).
La datación de estos escritos va desde el año 70 (en vida, por tanto, de algunos de los Apóstoles) hasta mediados del siglo II, cuando muere Policarpo de Esmirna, que había conocido al Apóstol San Juan. Un largo arco de tiempo, cuya parte final se superpone a los comienzos de la segunda etapa, la de los apologistas y defensores de la fe, que pondrán los fundamentos de la teología y pasarán el relevo de la Tradición—superando numerosas persecuciones, de dentro y de fuera—a los que serían las luminarias de los grandes Concilios ecuménicos de la antigüedad.
JOSÉ ANTONIO LOARTE
El tesoro de los Padres
Rialp, Madrid, 1998

JOSEP VIVES
Suelen llamarse padres apostólicos los autores de los escritos más antiguos del cristianismo (fuera de los que constituyen el Nuevo Testamento), que pertenecen a la generación inmediata a la de los apóstoles. En su mayor parte son cartas, instrucciones o documentos de carácter muy concreto y ocasional. No hay en ellos pretensión de exponer de manera ordenada o sistemática el mensaje cristiano, sino que responden a determinadas exigencias concretas de las cristiandades en un determinado momento. De ahí que predominen los temas más bien morales, disciplinares o cultuales sobre los propiamente dogmáticos, y que su contenido doctrinal no aparezca como muy rico o profundo. Sin embargo, se insinúan algunas de las que habían de ser líneas fundamentales del pensamiento cristiano: la Iglesia fundada sobre la tradición de los apóstoles, claramente diferenciada del judaísmo y con cierta organización cultual y administrativa; el valor soteriológico de la encarnación y muerte de Cristo, Hijo de Dios; el bautismo y la eucaristía como sacramentos fundamentales, etc.
Suelen incluirse entre los padres apostólicos: Clemente Romano, el desconocido autor de la Didakhe o Doctrina de los doce apóstoles, Ignacio de Antioquía, Policarpo de Esmirna, el autor de la llamada carta de Bernabé, Papías de Hierápolis y Hermas. Algunos de sus escritos, particularmente la primera carta de Clemente Romano, la carta de Bernabé y el Pastor de Hermas, parece que llegaron a tener en ciertas cristiandades una autoridad y consideración análogas a las de los escritos apostólicos que se incluyen en el canon del Nuevo Testamento.
JOSEP VIVES
Los Padres de la Iglesia
Ed. Herder, Barcelona, 1982

LOS PADRES APOSTÓLICOS
ENRIQUE MOLINÉ
Bajo esta denominación, que es del siglo xvii, se comprende a una serie de escritores cristianos del siglo i o de principios del ii y algún otro relacionado con ellos, caracterizados por una especial proximidad a los Apóstoles. Es una cercanía en el tiempo, hasta el punto de que algunos llegaron a conocer a los Apóstoles personalmente, o a través de alguno de sus discípulos inmediatos, lo que les hace testigos privilegiados de la primera tradición; si tenemos en cuenta que alguno de sus escritos es probablemente anterior al evangelio de San Juan, advertiremos hasta qué punto parte de esta literatura es temprana. Pero es una cercanía también en el fondo y en la forma de sus escritos, que recuerdan los del Nuevo Testamento; además, igual que éstos, no suelen ser tratados sistemáticos sino que obedecen a las necesidades concretas de unas determinadas comunidades, a unas situaciones específicas; quizá por eso nos dan informaciones aún más valiosas.
Estos escritos proceden de áreas geográficamente alejadas, pertenecen a géneros diferentes y tratan de temas distintos. Siguiendo un orden que quiere ser cronológico, y aunque la relación podría ser algo distinta, son:
1. La Didajé. Es fundamentalmente un conjunto de normas morales y de organización interna; posiblemente es del siglo 1, aunque tal vez se incluya materiales de la primera mitad del siglo u; quizá su origen es sirio o palestino.
2. SAN CLEMENTE DE ROMA, el tercer sucesor de San Pedro, escribió una Carta a los Corintios poco después del año 96, anterior por tanto al Evangelio de San Juan, y con un estilo que recuerda al de las cartas de los Apóstoles.
3. De SAN IGNACIO, obispo de Antioquía, se conservan siete cartas; las escribió en su camino hacia Roma, a donde era llevado hacia el año 110 para sufrir el martirio.
4. De SAN POLICARPO, obispo de Esmirna, tenemos también una carta, relacionada con las anteriores, y escrita hacia el año 130 o algo después.
5. PAPÍAS, obispo de Hierápolis, oyó predicar a San Juan y escribió hacia el 130; sólo nos ha llegado algún pequeño fragmento de sus escritos.
6. De antes del año 138 es también una llamada Epístola de Bernabé, de autor desconocido, quizá de Alejandría.
7. De un tal HERMAS se conserva el Pastor, una obra escrita bajo la forma de un apocalipsis («revelación») y que parece estar redactada en parte en tiempos de Clemente de Roma y en parte entre el 140 y el 150.
8. De mediados de siglo es también un escrito, falsamente atribuido a San Clemente de Roma con el nombre de Segunda Carta a los Corintios.
El conjunto de todas estas obras cabe en un volumen de proporciones reducidas. Sin embargo, su importancia es grande, especialmente la de la Didajé, y la de las cartas de Clemente de Roma y de Ignacio de Antioquía.

La Didajé
Didajé es una palabra griega que significa «enseñanza» y con la que se suele conocer abreviadamente la obra llamada «Instrucción del Señor a los gentiles por medio de los doce Apóstoles» o también «Instrucciones de los Apóstoles». Es una colección de normas morales, litúrgicas y de organización eclesiástica que debían de estar en vigor ya desde algún tiempo, recopiladas ahora sin pretender ordenarlas ni hacer una síntesis. Tenía tal prestigio en la antigüedad, que Eusebio de Cesarea tuvo que hacer notar que no se trataba de un escrito canónico. Sin embargo, después se perdió, y no fue recuperada hasta finales del siglo xix, cuando se encontró en un códice griego del siglo xI del patriarcado de Jerusalén.
La época de su composición no se conoce, aunque se ha investigado con mucha atención. En general, se puede resumir lo que sabemos diciendo que, si por su contenido, que parece reflejar una situación ya alejada de la era apostólica, se podría suponer que es del período que va del año 100 al 150, la ausencia de citas de los Evangelios sinópticos y otros argumentos hacen pensar que es muy anterior, quizá de los años 50 al 70; ahora se suele opinar que podría muy bien pertenecer ya al siglo i, al menos en algunas de sus partes.
A lo largo de sus 16 capítulos, en general muy breves, se encuentra una profusión de consejos morales, presentados bajo el esquema del camino de la vida y el de la muerte, así como instrucciones litúrgicas y normas disciplinares.
Respecto a la liturgia, son interesantes las normas que se dan para la administración del bautismo, que al parecer se solía hacer por inmersión en los ríos, aunque se admitía el bautismo por infusión, derramando agua sobre la cabeza; la prescripción del ayuno antes del bautismo, y de los ayunos en los días señalados, que son los miércoles y los viernes, distintos a los de los judíos; los ejemplos que se dan de plegarias eucarísticas; y la insistencia en la necesidad de purificación, tanto para la Comunión como para la oración en general; también se alude a la Eucaristía como sacrificio.
Respecto a la jerarquía, no se describe con detalle su organización; se habla de obispos y diáconos, pero no de presbíteros; el papel que dentro de la jerarquía tienen los profetas itinerantes es aún considerable.
Se regula la asistencia a los peregrinos, recordando la necesidad de trabajar para no ser gravosos a los hermanos.
La palabra «iglesia» se utiliza con el sentido de asamblea, de reunión de los fieles para la oración; pero también con el otro sentido de Iglesia universal, el pueblo nuevo de los cristianos, subrayando especialmente que esta Iglesia es una y santa. Es de la Didajé de donde arranca la comparación de la unidad de la Iglesia con la del pan hecho de muchos granos de trigo que se hallaban antes dispersos por los montes.

San Clemente de Roma y su epístola a los Corintios
Según San Ireneo, al que debemos la lista más antigua de obispos de Roma, y tal como se recogió mucho más tarde en el canon romano de la misa, es el tercer sucesor de San Pedro: Lino, Cleto, Clemente; quizá conoció a San Pedro y San Pablo. Parece que era de origen judío.
Sólo nos ha llegado un escrito suyo, la Epístola a los Corintios. Por los datos que ella misma nos da referentes a una segunda persecución, que sería la de Domiciano, parece que fue escrita poco antes del año 96. Era tan apreciada que aún en los tiempos de Eusebio de Cesarea, según él nos dice, se seguía leyendo en las reuniones litúrgicas de algunas Iglesias; de hecho, aunque la carta obedece a unas circunstancias determinadas, está escrita de manera que tenga un valor permanente y pueda ser leída ante la asamblea de los fieles.
El suceso que la motivó es muy interesante en sí mismo. En Corinto, la comunidad había depuesto a los presbíteros, y el obispo de Roma, al parecer sin ser solicitado, interviene para corregir el abuso, con unas expresiones que parecen ir más allá de la normal solicitud de unas Iglesias por otras y que se comprenden mejor desde la perspectiva del primado de la sede romana: Clemente casi pide perdón por no haber intervenido antes, como si éste fuera un deber suyo.
Además, la epístola presenta el testimonio más antiguo que poseemos sobre la doctrina de la sucesión apostólica: Jesucristo, enviado por Dios, envía a su vez a los apóstoles, y éstos establecen a los obispos y diáconos. Los corintios han hecho mal al deponer la jerarquía y nombrar a otras personas; la raíz de estas discusiones es la envidia, de la que da muchos ejemplos, bíblicos en especial, y Clemente les exhorta a la armonía, de la que también da muchos ejemplos, sacados hasta del orden que se observa en la naturaleza. Incidentalmente, la epístola nos atestigua la estancia de San Pedro en Roma, la muy probable de San Pablo en España, el martirio de ambos, y la persecución de Nerón.
La resurrección de la carne ocupa también un lugar importante en la epístola. Se distingue además claramente entre laicado y jerarquía, a cuyos miembros llama obispos y diáconos y, a veces, presbíteros, nombre con el que parece englobar a unos y a otros; la función más importante de éstos es la litúrgica. Recoge también una oración litúrgica, muy interesante, que termina con una petición en favor de los que detentan el poder civil.

San Ignacio de Antioquía
Como hemos dicho, Ignacio escribió sus famosas siete cartas de camino hacia Roma, a donde era llevado a sufrir el martirio.
Cuatro fueron escritas desde Esmirna a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralles y Roma; en ellas les da las gracias por las muestras de afecto hacia su persona, les pone en guardia contra las herejías y les anima a estar unidos a sus obispos; en la dirigida a los romanos, les ruega que no hagan nada por evitar su martirio, que es su máxima aspiración.
Las otras tres las escribió desde Tróade: a la Iglesia de Esmirna y a su obispo Policarpo, a los que agradece sus atenciones, y a la Iglesia de Filadelfia; son semejantes a las otras cuatro, añadiendo la noticia gozosa de que la persecución en Antioquía ha terminado y, en la dirigida a Policarpo, da unos consejos sobre la manera de desempeñar sus deberes de obispo.
Estas cartas son una fuente espléndida para el conocimiento de la vida interna de la primitiva Iglesia, con su clima de mutua solicitud y afecto; nos muestran también los sentimientos de Ignacio, llenos de amor a Cristo.
A través de ellas, Ignacio deja ver con especial claridad la pacífica posesión de algunas de las verdades fundamentales de la fe, lo que resulta aún de mayor interés por lo temprano de su testimonio. Así, Cristo ocupa un lugar central en la historia de la salvación, y ya los profetas que anunciaron su venida eran en espíritu discípulos suyos; Cristo es Dios y se hizo hombre, es Hijo de Dios e hijo de María, virgen; es verdaderamente hombre, su cuerpo es un cuerpo verdadero y sus sufrimientos fueron reales, todo lo cual lo dice frente a los docetas (del griego dokéo, parecer), que sostenían que el cuerpo de Cristo era apariencia.
Es en estas cartas donde encontramos por vez primera la expresión «Iglesia católica» para referirse al conjunto de los cristianos. La Iglesia es llamada «el lugar del sacrificio»; es probable que con esto se refiera a la Eucaristía como sacrificio de la Iglesia, pues también la Didajé llama «sacrificio» a la Eucaristía; además, «la Eucaristía es la Carne de Cristo, la misma que padeció por nuestros pecados».
La jerarquía de la Iglesia, formada por obispos, presbíteros y diáconos, con sus respectivas funciones, aparece con tanta claridad en sus escritos, que ésta fue una de las razones principales por las que se llegó a negar que las cartas fueran auténticas por parte de quienes opinaban que se habría dado un desarrollo más lento y gradual de la organización eclesiástica; pero esta autenticidad está hoy fuera de toda duda.
El obispo representa a Cristo; es el maestro; quien está unido a él está unido a Cristo; es el sumo sacerdote y el que administra los sacramentos, de manera que sin contar con él no se puede administrar ni el bautismo ni la Eucaristía, y hasta el matrimonio es conveniente que se celebre con su conocimiento. Respecto a éste, Ignacio sigue de cerca la enseñanza de San Pablo: que las mujeres amen a sus maridos y los maridos a sus mujeres, como el Señor ama a su Iglesia; pero a los que se sientan capaces les recomienda la virginidad.
En el saludo inicial de la carta a los romanos, Ignacio se excede y trata a la Iglesia de Roma de forma distinta a como trata a las demás, con especiales alabanzas. El tono general de la salutación se puede tomar como un testimonio del primado de Roma, aún de mayor interés por provenir del obispo de la sede de Antioquía: una sede antigua, que cuenta a San Pedro como su primer obispo, establecida en una de las ciudades mayores y más influyentes del Imperio, en la que además comenzaron a llamarse cristianos los seguidores de Cristo. Alguna de sus frases, aunque de interpretación difícil, subraya esta impresión: es la Iglesia «puesta a la cabeza de la caridad», cuyo significado más probable parece ser que es la Iglesia que tiene la autoridad para dirigir en lo que se refiere a lo esencial del mensaje de Cristo.
Para San Ignacio, la vida del cristiano consiste en imitar a Cristo, como Él imitó al Padre. Esa imitación ha de ir más allá de seguir sus enseñanzas, ha de llegar a imitarle especialmente en su pasión y muerte; es de ahí de donde nace su ansia por el martirio: «soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para poder ser presentado como pan limpio de Cristo». Por otra parte, esa imitación viene facilitada porque Cristo vive en nosotros como en un templo y nosotros llegamos a vivir en Él; por eso los cristianos estamos unidos entre nosotros, porque estamos unidos a Cristo.

San Policarpo de Esmirna y su epístola a los Filipenses
Según San Ireneo, Policarpo había sido discípulo de San Juan, y hecho obispo de Esmirna por los Apóstoles. Su prestigio era grande, y trató con el papa Aniceto de la unificación de la fecha de la Pascua, que en las Iglesias de Asia era distinta, sin que llegaran a un acuerdo. El año 156 Policarpo murió mártir; conocemos los detalles de su martirio por una carta contemporánea que lo relata y que forma por tanto parte del grupo que en sentido amplio llamamos actas de los mártires, y que estudiaremos más adelante.
De las varias cartas que Policarpo escribió a Iglesias vecinas y a otros obispos, de las que tenía conocimiento Ireneo, nos ha llegado sólo una Epístola a los Filipenses, con la que acompañaba una copia de las de San Ignacio; en realidad, es probable que se trate de dos cartas escritas con unos años de diferencia y que al ser copiadas juntas han llegado a unirse, pues la nota acompañando al envío no parece estar muy de acuerdo con la extensión y el tipo de temas que se tratan después y que recuerdan la de Clemente de Roma a los corintios. En ella insiste en que Cristo fue realmente hombre y realmente murió; que hay que obedecer a la jerarquía de la Iglesia (por cierto, menciona sólo presbíteros y'diáconos en Filipos), que hay que practicar la limosna, y que hay que orar por las autoridades civiles.

Papías de Hierápolis
De nuevo según San Ireneo, Papías había escuchado a San Juan en su predicación, y era amigo de Policarpo. Escribió una Explicación de las sentencias del Señor, en la que al parecer mostró poca discreción, tanto en los comentarios como en la crédula aceptación de muchos testimonios que debían de ser poco de fiar. Esta obra se ha perdido; pero nos ha llegado un fragmento de ella, recogido por Eusebio de Cesarea, que es importante por la información que da sobre los evangelios y sus autores. Papías era milenarista, es decir, creía que después del juicio habría mil años más de vida en un mundo renovado, opinión que como veremos aparece en más de un autor.

La Epístola de Bernabé
La llamada Epístola de Bernabé, atribuida antiguamente al compañero de San Pablo, ciertamente no es suya, y no es propiamente una carta sino un tratado teológico. Nada se sabe de su autor, pero se piensa en Alejandría como su lugar de origen o de formación, tanto por las influencias que revela de Filón como por el uso que de ella hicieron los teólogos de Alejandría.
En la primera parte de este escrito se explica que la ley de los judíos estaba desde el principio dirigida a los cristianos, y tenía un sentido espiritual que aquéllos, al interpretarla literalmente, no entendieron: por eso todo el culto judío es tan rechazable como el pagano; la actitud antijudía es extrema. La segunda parte expone los caminos del bien y del mal, de modo semejante a la Didajé,  ilustrados con un gran número de preceptos morales y una lista de pecados y vicios. La epístola señala también el comienzo de esa interpretación alegórica de la Escritura hecha por cristianos, que será luego tan querida de los alejandrinos.
En este escrito, entre otras cosas se afirman: Cristo estaba ya presente cuando Dios creó el mundo, y se encarnó para poder padecer; en el bautismo, Dios adopta al hombre como hijo, imprime su imagen en su alma, y le transforma en templo del Espíritu Santo; en lugar del sábado se celebra el domingo, en que resucitó Cristo; la vida del niño está protegida por la ley de Dios ya desde el seno de su madre; finalmente, el autor cree también en el milenio.

Hermas y su Pastor
El Pastor, aunque tiene la forma de un libro de visiones y revelaciones, de un apocalipsis apócrifo, se suele tradicionalmente estudiar con los Padres Apostólicos. Su autor, Hermas, parece ser judío de origen o de formación; había sido vendido como esclavo y enviado a Roma, donde consiguió ir abriéndose paso; como liberto se dedicó a los negocios y compró algunas fincas, que luego había ido perdiendo; sus hijos apostataron en la persecución y vivían mal, y con su mujer no se llevaba demasiado bien, según él mismo nos va contando. Se ve en él a un hombre piadoso; es posible, como afirma el fragmento muratoriano del que ya hablaremos, que fuera hermano del papa Pío I (140-150); parece que comenzó a escribir el Pastor a comienzos del siglo o antes, pero que la redacción definitiva es de este último período.
Hacia el principio del libro, Hermas cuenta cómo la Iglesia se le aparece en una visión, bajo la forma de una anciana que exhorta a la penitencia; la anciana le muestra una torre en construcción, para decirle que las piedras que no sirven han de labrarse por la penitencia, y tienen que hacerlo pronto, antes de que se acabe de construir la torre; luego es un ángel el que se le aparece, bajo la forma de un pastor, que es el que da nombre al libro, para insistirle igualmente en la necesidad de la penitencia y para proclamar una serie de mandamientos y de parábolas, las cuales encierran también preceptos morales.
El objetivo principal del libro es esta exhortación a la penitencia; se trata de la penitencia pública sacramental, que sólo se puede recibir una vez después del bautismo, y que abarca a todos los pecados sin ninguna exclusión, lo cual es un dato muy característico de Hermas. Esta penitencia hay que hacerla ya enseguida y ha de producir una conversión profunda y una enmienda verdadera, pues la santificación que produce en el alma es comparable a la del bautismo.
En todo este contexto, la Iglesia se presenta como necesaria para la salvación, una Iglesia que es la primera de las criaturas, y por esto se aparece como anciana, y que es también una torre mística, la Iglesia de los escogidos y de los predestinados. Se entra en ella por el bautismo, que es un auténtico sello, y tan necesario que, según Hermas, los apóstoles descendieron al limbo para bautizar a los justos que habían muerto antes de Cristo. Es en cambio poco claro lo que Hermas nos dice de Cristo: no utiliza este nombre ni el de Logos, habla de Dios Padre, llama Hijo de Dios al Espíritu Santo (lo cual es un error) y nombra luego al Salvador, hecho hijo adoptivo como premio por sus sufrimientos y unido así a las otras dos personas (lo que es otro error).
En cuanto a los preceptos morales, distingue entre lo que está mandado y lo que está aconsejado, y dice que un ángel bueno y otro malo influyen en el corazón del hombre; respecto al matrimonio, permite las segundas nupcias; también manda repudiar a la adúltera, aun cuando su marido no puede volver a casarse mientras ella viva. Bajo la imagen de siete mujeres, da una lista de siete virtudes, que son la fe, continencia, sencillez, ciencia, inocencia, reverencia y caridad.

Escritos falsamente atribuidos a San Clemente de Roma
La llamada Segunda epístola de San Clemente a los Corintios no es, como ya hemos dicho, de San Clemente, y tampoco es en realidad una carta; más bien parece una homilía, la primera que tenemos. Pero sí es de la época y estilo de los Padres Apostólicos. Su interés es notable. La divinidad y la humanidad de Cristo se muestran con toda claridad. La Iglesia es el cuerpo místico de Cristo, esposa suya y madre de los cristianos; existía, aunque estéril y sin carne, antes de la creación del sol y de la luna. El bautismo es un sello que se ha de conservar entero; existe una penitencia para los pecados cometidos después del bautismo, a la que se exhorta a los cristianos. Las buenas obras son necesarias, especialmente la limosna, que es el medio principal para conseguir el perdón de los pecados, aun mejor que el ayuno y la oración.
En cambio, los escritos que siguen ni siquiera pertenecen a este período. Si los mencionamos aquí y no en otro lugar es sencillamente para no apartarnos del uso común. Son:
Las dos Cartas de San Clemente a las vírgenes, que hay que situar hacia la primera mitad del siglo iii. Se trata en realidad de una sola carta, dividida después en dos, y es una de las fuentes más antiguas para el conocimiento del ascetismo cristiano primitivo.
Las Pseudo clementinas, un largo relato novelado construido alrededor de la figura de San Clemente. Escrito probablemente en las primeras décadas del siglo IIl, quedan de él fragmentos considerables, las Homilías y las Recognitiones; su finalidad es instruir en la fe y dar argumentos que sirvan para defenderla.
ENRIQUE MOLINÉ
LOS PADRES DE LA IGLESIA
Edic. Palabra. Madrid 2000



P A P Í A S  (+ 100?)


«SECUNDA CLEMENTIS»  (homilía anónima del s. Il, hacia 150)

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