Vida
I. Desde su nacimiento hasta su conversión (354-386)
EUGÈNE PORTALIÉ
EnciCato
EnciCato
La extraordinaria vida de San
Agustín se desdobla ante nosotros en documentos de riqueza sin rival, y no
tenemos información de ningún otro carácter de la antigüedad comparable al de
las "Confesiones", que relatan la conmovedora historia de su alma; las "Retractationes",
que exponen la historia de su mente; y la Vida de San Agustín, escrita
por su amigo Posidio, que nos habla del apostolado del santo.
Nos limitaremos a esbozar los tres
períodos de esta extraordinaria vida: (1) el gradual retorno a la Fe del joven
descarriado; (2) el desarrollo doctrinal del filósofo cristiano hasta el momento
de su episcopado; (3) el completo desarrollo de sus actividades una vez en el
trono episcopal de Hipona.
I. Desde su nacimiento hasta su conversión (354-386)
Agustín nació en Tagaste el 13 de
noviembre de 354. Tagaste, hoy Souk Ahras, a unas 60 millas de Bona (la antigua
Hippo-Regius), era por aquel tiempo una ciudad pequeña y libre de la Numidia
preconsular que se había convertido recientemente del donatismo. Su familia no
era rica aunque sí eminentemente respetable, y su padre, Patricio, uno de los
decuriones de la ciudad, todavía era pagano; sin embargo, las admirables
virtudes que hicieron de Mónica el ideal de madre cristiana
consiguieron, a la larga, que su esposo recibiera la gracia del bautismo y una
muerte santa, alrededor del año 371.
Agustín recibió una educación
cristiana. Su madre hizo que fuera señalado con la cruz e inscrito entre los
catecúmenos. Una vez, estando muy enfermo pidió el bautismo pero pronto pasó
todo peligro y difirió recibir el sacramento, cediendo así a una deplorable
costumbre de la época. Su asociación con "hombres de oración" dejó profundamente
grabadas en su alma tres grandes ideas: La Divina Providencia, la vida futura
con terribles sanciones y, sobre todo, Cristo Salvador. "Desde mi más tierna
infancia llevaba dentro de lo más profundo de mi ser, mamado con la leche de mi
madre, el nombre de mi Salvador, Vuestro Hijo; lo guardé en lo más recóndito de
mi corazón; y aún cuando todo lo que ante mí se presentaba sin ese Divino
Nombre, aunque fuese elegante, estuviera bien escrito e incluso repleto de
verdades, no fue bastante para arrebatarme de Vos" (Confesiones, I, iv).
Pero una enorme crisis moral e
intelectual sofocó todos estos sentimientos cristianos durante cierto tiempo,
siendo el corazón el primer punto de ataque. Patricio, orgulloso del éxito de su
hijo en las escuelas de Tagaste y Madaura decidió enviarlo a Cartago a preparase
para una carrera forense; mas, desgraciadamente, se necesitaban varios meses
para reunir los medios precisos y Agustín tuvo que pasar en Tagaste el
decimosexto año de su vida disfrutando de un ocio que resultó ser fatal para su
virtud, pues se entregó al placer con toda la vehemencia de una naturaleza
ardiente. Al principio rezaba, pero sin el sincero deseo de ser escuchado, y
cuando llegó a Cartago a finales del año 370 todas las circunstancias tendían a
apartarlo de su verdadero camino: las muchas seducciones de la gran ciudad, aún
medio pagana, el libertinaje de otros estudiantes, los teatros, la embriaguez de
su éxito literario y el orgulloso deseo de ser el primero en todo, incluso en el
mal. Al poco tiempo se vio obligado a confesar a Mónica que se había metido en
una relación pecaminosa con la persona que dio a luz a su hijo (372), "el hijo
de su pecado"
¾ un enredo del que tan sólo se redimió
a sí mismo en Milán, al cabo de quince años de esclavitud. Al evaluar esta
crisis deben evitarse dos extremos. Algunos la han exagerado, como Mommsen, tal
vez engañados por el tono de pesar en las "Confesiones": en la "Realencyklopädie"
(3d ed., II, 268) Loofs reprueba a Mommsen por este motivo y, sin embargo, él
mismo es demasiado indulgente con Agustín, al alegar que en aquellos días la
Iglesia permitía el concubinato. Solamente las "Confesiones" ya demuestran que
Loofs no entendió el Canon 17º de Toledo. No obstante puede decirse que Agustín,
incluso en su caída, conservó cierta dignidad y sintió compungimiento, lo que le
honra; y desde los diecienueve años tuvo un sincero deseo de romper con sus
costumbres. De hecho, en 373, después de leer el "Hortensio" de Cicerón, de
donde absorbió ese amor a la sabiduría que Cicerón elogia tan elocuentemente, se
manifestó en su vida una inclinación totalmente nueva para él. A partir de
entonces, Agustín consideró la retórica únicamente como una profesión; la
filosofía le había ganado el corazón.
Desgraciadamente, tanto su fe como
su moralidad iban a atravesar una crisis terrible. En este mismo año, 373,
Agustín y su amigo Honorato cayeron en las redes de los maniqueos. Parece
mentira que una mente tan extraordinaria hubiera podido caer víctima de las
vaciedades orientales sintetizadas en un dualismo tosco y material que el persa
Mani (215-276) había introducido en África hacía apenas cincuenta años. El mismo
Agustín nos dice que se sintió seducido por las promesas de una filosofía libre
sin ataduras a la fe; por los alardes de los maniqueos, que afirmaban haber
descubierto contradicciones en la Sagrada Escritura; y, sobre todo, por la
esperanza de encontrar en su doctrina una explicación científica de la
naturaleza y sus más misteriosos fenómenos. A la mente inquisitiva de Agustín le
entusiasmaban las ciencias naturales, y los maniqueos declaraban que la
naturaleza no guardaba secretos para su doctor, Fausto. Además, Agustín se
sentía atormentado por el problema del origen del mal y al no resolverlo,
reconoció dos principios opuestos. Por añadidura, existía el poderoso encanto de
la irresponsabilidad moral en una doctrina que negaba el libre albedrío y
atribuía la comisión del delito a un principio ajeno.
Una vez conquistado por esta secta,
Agustín se dedicó a ella con toda la fuerza de su ser; leyó todos sus libros,
aceptó y defendió todas sus opiniones. Su frenético proselitismo llevó al error
a su amigo Alipio, y a Romaniano, el amigo de su padre que fue su mecenas en
Tagaste y estaba sufragando los gastos de estudios de Agustín. Fue durante este
período maniqueo cuando las facultades literarias de Agustín llegaron a su
completo desarrollo, y todavía era estudiante en Cartago cuando abrazó el error.
Dejó los estudios que, de haber continuado, lo habrían ingresado en el forum
litigiosum, pero prefirió la carrera de letras, y Posidio nos cuenta que
regresó a Tagaste a "enseñar gramática". El joven profesor cautivó a sus alumnos
y uno de ellos, Alipio, apenas algo más joven que su maestro, sintiéndose reacio
a abandonarlo lo siguió hasta el error; después recibió con él el bautismo en
Milán, y más adelante llegó a ser obispo de Tagaste, su ciudad natal. Pero
Mónica deploraba profundamente la herejía de Agustín y no lo habría aceptado ni
en su casa ni en su mesa si no hubiera sido por el consejo de un santo obispo,
quien declaró que "el hijo de tantas lágrimas no puede perecer". Poco después
Agustín fue a Cartago, donde continuó enseñando retórica. En este escenario más
amplio, su talento resplandeció aún más y alcanzó plena madurez en la búsqueda
infatigable de las artes liberales. Se llevó el premio en un concurso poético en
el que tomó parte, y el procónsul Vindiciano le confirió públicamente la
corona agonistica. Fue en este momento de embriaguez literaria, cuando
acababa de completar su primera obra sobre æscetics, ahora perdida, que empezó a
repudiar el maniqueísmo. Las enseñanzas de Mani habían distado mucho de calmar
su intranquilidad, incluso cuando Agustín disfrutaba del fervor inicial, y
aunque se le haya acusado de haber sido sacerdote de la secta, nunca lo
iniciaron ni nombraron entre los "electos", sino que permaneció como "oyente",
el grado más bajo de la jerarquía. Él mismo nos explica el por qué de su
desencanto. En primer lugar estaba la espantosa depravación de la filosofía
maniquea
¾ "destruyen todo y no construyen nada";
después, esa terrible inmoralidad que contrasta con su afectación de la virtud;
la flojedad de sus argumentos en controversia con los católicos, a cuyos
argumentos sobre las Escrituras la única respuesta que daban era: "Las
Escrituras han sido falsificadas". Pero lo peor de todo es que entre ellos no
encontró la ciencia
¾ ciencia en el sentido moderno
de la palabra ¾ ese conocimiento de la naturaleza y
sus leyes que le habían prometido. Cuando les hizo preguntas sobre los
movimientos de las estrellas, ninguno de ellos supo contestarle. "Espera a
Fausto", decían, "él te lo explicará todo". Por fin, Fausto de Mileve, el
celebrado obispo maniqueo, llegó a Cartago; Agustín fue a visitarlo y le
interrogó; en sus respuestas descubrió al retórico vulgar, un completo ignorante
de toda sabiduría científica. Se había roto el hechizo y, aunque Agustín no
abandonó la secta inmediatamente, su mente ya rechazó las doctrinas maniqueas.
La ilusión había durado nueve años.
Pero la crisis religiosa de esta
gran alma sólamente se resolvería en Italia, bajo la influencia de Ambrosio. En
el año 383, a la edad de veintinueve años, Agustín cedió a la irresistible
atracción que Italia ejercía sobre él, pero -como su madre sospechara su partida
y estaba determinada a no separarse de él- recurrió al subterfugio de embarcarse
escabulléndose por la noche. Recién llegado a Roma cayó gravemente enfermo; al
recuperarse abrió una escuela de retórica, pero repugnado por las argucias de
los alumnos que le engañaban descaradamente con los honorarios de las clases,
presentó una solicitud a una cátedra vacante en Milán, la obtuvo y Sínmaco, el
prefecto, lo aceptó. Cuando visitó al obispo Ambrosio se sintió tan cautivado
por la amabilidad del santo que comenzó a asistir con regularidad a sus
discursos. Sin embargo, antes de abrazar la Fe, Agustín sufrió una lucha de tres
años en los que su mente atravesó varias fases distintas. Primero se inclinó
hacia la filosofía de los académicos con su escepticismo pesimista; después la
filosofía neoplatónica le inspiró un genuino entusiasmo. Estando en Milán,
apenas había leído algunas obras de Platón y, más especialmente, de Plotinio
cuando despertó a la esperanza de encontrar la verdad. Una vez más comenzó a
soñar que él y sus amigos podrían dedicar la vida a su búsqueda, una vida limpia
de todas las vulgares aspiraciones a honores, riquezas o placer, y acatando el
celibato como regla (Confesiones, VI). Pero era solamente un sueño; todavía era
esclavo de sus pasiones. Mónica, que se había reunido con su hijo en Milán,
insistió para que se desposara, pero la prometida en matrimonio era demasiado
joven y, si bien Agustín se desligó de la madre de Adeodato, enseguida otra
ocupó el puesto. Así fue como atravesó un último período de lucha y angustia.
Finalmente, la lectura de las Sagradas Escrituras le iluminaron la mente y
pronto le invadió la certeza de que Jesucristo
es el único camino de la verdad y de la salvación. Después de esto, sólo se
resistía el corazón. Una entrevista con Simpliciano, futuro sucesor de San
Ambrosio, que contó a Agustín la historia de la conversión del celebrado
retórico neoplatónico Victorino (Confesiones, VIII, I, I,ii), abrió el camino
para el golpe de gracia definitivo que a la edad de treinta y tres años lo
derribó al suelo en el jardín, en Milán (septiembre, 386). Unos cuantos días
después, estando Agustín enfermo, se aprovechó de las vacaciones de otoño y,
renunciando a su cátreda, se marchó con Mónica, Adeodato, y sus amigos a
Casicíaco, la propiedad campestre de Verecundo, para allí dedicarse a la
búsqueda de la verdadera filosofía que para él ya era inseparable del
Cristianismo.
II. Desde su
conversión hasta su episcopado (386-395)
Gradualmente, Agustín se fue
familiarizando con la doctrina cristiana, y la fusión de la filosofía platónica
con los dogmas revelados se iba formando en su mente. La ley que le condujo a
este cambio de pensar ha sido frecuentemente mal interpretada en estos últimos
años, y es lo bastante importante como para definirla con precisión. La soledad
en Casicíaco hizo realidad un anhelo soñado desde hacía mucho tiempo. En sus
libros "Contra los académicos", Agustín ha descrito la serenidad ideal de esta
existencia, que sólo la estimula la pasión por la verdad. Completó la enseñanza
de sus jóvenes amigos, ya con lecturas literarias en común, ya con conferencias
fisosóficas?, conferencias a las que a veces invitaba a Mónica y que,
recopiladas por un secretario, han proporcionado la base de los "Diálogos". Más
adelante Licentius recordaría en sus "Cartas" esas deliciosas mañanas y
atardeceres filosóficos en los que Agustín solía evolucionar los incidentes más
corrientes en las más elevadas discusiones. Los tópicos favoritos de las
conferencias eran la verdad, la certeza ( Contra los académicos), la verdadera
felicidad en la filosofía (De la vida feliz ), el orden de la Providencia en el
mundo y el problema del mal (De Ordine) y, por último, Dios y el alma
(Soliloquios, Acerca de la inmortalidad del alma).
De aquí surge la curiosa pregunta
planteada por los críticos modernos: ¿Era ya cristiano Agustín cuando escribió
los "Diálogos" en Casicíaco? Hasta ahora, nadie lo había puesto en duda; los
historiadores, basándose en las "Confesiones", habían creído todos que el doble
objetivo de Agustín para retirarse a la quinta fue mejorar la salud y prepararse
para el bautismo. Pero hoy en día ciertos críticos aseguran haber
descubierto una oposición radical entre los "Diálogos" filosóficos que escribió
en este retiro, y el estado del alma que describe en las "Confesiones". Según
Harnack, cuando Agustín escribió las "Confesiones" tuvo que haber proyectado los
sentimientos del obispo del año 400 en el ermitaño del año 386. Otros van más
lejos y sostienen que el ermitaño de la quinta milanesa no podía haber sido
cristiano de corazón, sino platónico; que la conversión en la escena del jardín
no fue al cristianismo, sino a la filosofía; y que la fase genuinamente
cristiana no comenzó hasta 390. Pero esta interpretación de los "Diálogos" no
encaja con los hechos ni con los textos. Se ha admitido que Agustín recibió el
bautismo en Pascua, en 387; ¿a quién puede ocurrírsele que esta ceremonia
careciera de sentido para él? Y, ¿cómo puede aceptarse que la escena en el
jardín, el ejemplo de sus retiros, la lectura de S. Pablo, la conversión de
Victorino, el éxtasis de Agustín al leer los Salmos con Mónica, todo esto fueran
invenciones hechas después? Además, Agustín escribió la hermosa apología "Sobre
la Santidad de la Iglesia Católica" en 388 ¿cómo puede concebirse que todavía no
fuera cristiano en esa fecha? No obstante, para resolver el argumento lo único
que hace falta es leer los propios "Diálogos" que son, con certeza, una obra
puramente filosófica y, tal como Agustín reconoce ingenuamente,
¾ una obra de juventud, además, no sin cierta
pretensión (Confesiones, IX, iv); sin embargo, contienen la historia completa de
su formación cristiana. Ya por el año 386, en la primera obra que escribió en
Casicíaco nos revela el gran motivo subyacente de sus investigaciones. El objeto
de su filosofía es respaldar la autoridad con la razón y, "para él, la gran
autoridad, ésa que domina todas las demás y de la cual jamás deseaba desviarse,
es la autoridad de Cristo"; y si ama a los platónicos es porque cuenta con
encontrar entre ellos interpretaciones que siempre estén en armonía con su fe
(Contra los académicos, III, c. x). Esta seguridad y confianza era excesiva,
pero permanece evidente que el que habla en estos "Diálogos" es cristiano, no
platónico. Nos revela los más íntimos detalles de su conversión, el argumento
que lo convenció a él (la vida y conquistas de los apóstoles), su progreso
dentro de la Fe en la escuela de San Pablo (ibid., II,ii), las deliciosas
conferencias con sus amigos sobre la Divinidad de Jesucristo, las maravillosas
transformaciones que la fe ejerció en su alma, incluso conquistando el orgullo
intelectual que los estudios platónicos habían despertado en él (De la vida
feliz), y por fin, la calma gradual de sus pasiones y la gran resolución de
elegir la sabiduría como única compañera (Soliloquios, I, x).
Ahora es fácil apreciar en su justo
valor la influencia que el neoplatonismo ejerció en la mente del gran doctor
africano. Sería imposible para cualquiera que haya leído las obras de San
Agustín negar que esta influencia existe, pero también sería exagerar
enormemente esta influencia pretender que en algún momento sacrificó el
Evangelio por Platón. El mismo crítico docto sabiamente deduce de su estudio la
siguiente conclusión: "Por lo tanto, San Agustín es francamente neoplatónico
siempre y cuando esta filosofía esté de acuerdo con sus doctrinas religiosas; en
el momento que surge una contradicción, no duda nunca en subordinar su filosofía
a la religión, y la razón a la fe. Era ante todo cristiano; las cuestiones
filosóficas que constantemente tenía en la cabeza iban siendo relegadas con más
y más frecuencia a un segundo plano" (op. Cit., 155). Pero el método era
peligroso; al buscar así armonía entre las dos doctrinas creyó, demasiado
fácilmente, encontrar la cristiandad en Platón o el platonismo en el Evangelio.
Más de una vez, en "Retractationes" y en otros lugares, reconoce que no siempre
ha evitado este peligro. Así, imaginó haber descubierto en el platonismo la
doctrina completa del Verbo y el prólogo entero de San Juan. Asimismo, desmintió
un gran número de teorías neoplatónicas que al principio lo habían conducido al
error ¾ la tesis cosmológica de un alma universal,
que hace del mundo un animal inmenso- las dudas platónicas sobre esa grave
pregunta: ¿Hay un alma única para todo el universo o cada uno tiene un alma
distinta? Pero, por otra parte, como Schaff observa muy adecuadamente (San
Agustín, Nueva York, 1886, p. 51), siempre había reprochado a los platónicos el
que rechazaran o desconocieran los puntos fundamentales del cristianismo:
"primero, el gran misterio, el Verbo hecho carne; y después, el amor,
descansando sobre una base de humildad". También ignoran la gracia, dice, dando
sublimes preceptos de moralidad sin ninguna ayuda para alcanzarlos.
Lo que Agustín perseguía con el
bautismo cristiano era la gracia Divina. En el año 387, hacia principios de
cuaresma, fue a Milán y, con Adeodato y Alipio, ocupó su lugar entre los
competentes y Ambrosio lo bautizó el día de Pascua Florida o, al menos,
durante el tiempo Pascual. Cuenta la tradición que en esta ocasión el obispo y
el neófito, alternándose, cantaron el Te Deum, pero esto es infundado. Sin
embargo, esta leyenda ciertamente expresa la alegría de la Iglesia al recibir
como hijo a aquel que sería su más ilustre doctor. Fue entonces cuando Agustín,
Alipio, y Evodio decidieron retirarse en aislamiento a África. Agustín, no hay
duda, permaneció en Milán hasta casi el otoño continuando sus obras: "Acerca de
la inmortalidad del alma" y "Acerca de la música". En el otoño de 387 estaba a
punto de embarcarse en Ostia cuando Mónica fue llamada de esta vida. No hay
páginas en toda la literatura que alberguen un sentimiento más exquisito que la
historia de su santa muerte y del dolor de Agustín (Confesiones, IX). Agustín
permaneció en Roma varios meses, principalmente ocupándose de refutar el
maniqueísmo. Después de la muerte del tirano Máximo (agosto 388) navegó a
África, y al cabo de una corta estancia en Cartago regresó a Tagaste, su tierra
natal. Al llegar allí, inmediatamente deseó poner en práctica su idea de una
vida perfecta comenzando por vender todos sus bienes y regalar a los pobres el
producto de estas ventas. A continuación, él y sus amigos se retiraron a sus
tierras, que ya no le pertenecían, para llevar una vida en común de pobreza,
oración, y estudio de las cartas sagradas. El libro de las "LXXXIII cuestiones"
es el fruto de las conferencias celebradas en este retiro, en el que también
escribió "De Genesi contra Manichaeos", "De Magistro", y "De Vera Religione."
Agustín no pensó en entrar en el
sacerdocio y, por temor al episcopado, incluso huyó de las ciudades donde
obligatoriamente tenía que elegir. Un día en Hipona, donde lo había llamado un
amigo cuya salvación del alma estaba en peligro, estaba rezando en una iglesia
cuando de repente la gente se agrupó a su alrededor aclamándole y rogando al
obispo, Valerio, que lo elevara al sacerdocio. A pesar de sus lágrimas, Agustín
se vio obligado a ceder a las súplicas y fue ordenado en 391. El nuevo sacerdote
consideró esta reciente ordenación un motivo más para volver a su vida religiosa
en Tagaste, lo que Valerio aprobó tan categóricamente que puso cierta propiedad
de la iglesia a disposición de Agustín, permitiendo así que estableciera un
monasterio en el mismo momento que lo había fundado. Sus cinco años de
ministerio sacerdotal fueron enormemente fructíferos; Valerio le había rogado
que predicara, a pesar de que en África existía la deplorable costumbre de
reservar ese ministerio para los obispos. Agustín combatió la herejía,
especialmente el maniqueísmo, y tuvo un éxito prodigioso. A Fortunato, uno de
sus grandes doctores al que Agustín había retado en conferencia pública, le
humilló tantísimo verse derrotado que huyó de Hipona. Agustín también abolió el
abuso de celebrar banquetes en las capillas de los mártires. El 8 de octubre del
año 393 tomó parte en el Concilio plenario de África, presidido por Aurelio,
obispo de Cartago, y a petición de los obispos se vió obligado a dar un discurso
que, en su forma completa, más tarde llegó a ser el tratado de "De Fide et
symbolo."
III. Como obispo de
Hipona (396-430)
Valerio, obispo de Hipona,
debilitado por la vejez, obtuvo la autorización de Aurelio, primado de África,
para asociar a Agustín con él, como coadjutor. Agustín se hubo de resignar a que
Megalio, primado de Numidia, lo consagrara. Tenía entonces cuarenta y dos años y
ocuparía la sede de Hipona durante treinta y cuatro. El nuevo obispo supo
combinar bien el ejercicio de sus deberes pastorales con las austeridades de la
vida religiosa y, aunque abandonó su convento, transformó su residencia
episcopal en monasterio, donde vivió una vida en comunidad con sus clérigos, que
se comprometieron a observar la pobreza religiosa. Lo que así fundó, ¿fue una
orden de clérigos corrientes o de monjes? Esta pregunta ha surgido con
frecuencia, pero creemos que Agustín no se paró mucho a considerar estas
distinciones. Fuera como fuere, la casa episcopal de Hipona se transformó en una
verdadera cuna de inspiración que formó a los fundadores de los monasterios que
pronto se extendieron por toda África, y a los obispos que ocuparon las sedes
vecinas. Possidio (Vita S. August., xxii) enumera diez de los amigos del santo y
discípulos que ocuparon el trono episcopal. Fue por esto que Agustín ganó el
título de patriarca de los religiosos y renovador de la vida del clero en
África.
Pero, ante todo, fue defensor de la
verdad y pastor de las almas. Sus actividades doctrinales, cuya influencia
estaba destinada a durar tanto como la Iglesia misma, fueron múltiples:
predicaba con frecuencia, a veces cinco días consecutivos, y de sus sermones
manaba tal espíritu de caridad que conquistó todos los corazones; escribió
cartas que divulgaron sus soluciones a los problemas de la época por todo el
mundo entonces conocido; dejó su espíritu grabado en diversos concilios
africanos a los que asistió, por ejemplo, los de Cartago en 398, 401, 407, 419 y
Mileve en 416 y 418; y por último, luchó infatigablemente contra todos los
errores. Describir estas luchas sería interminable; por tanto, seleccionaremos
solamente las principales controversias y en cada una indicaremos cuál fue la
postura doctrinal del gran obispo de Hipona.
A. La controversia maniquea y el
problema del mal
Después de ser ordenado obispo, el
entusiasmo que Agustín había demostrado desde su bautismo en acercar a sus
antiguos correligionarios a la verdadera Iglesia tomó una forma más paternal,
sin llegar a perder el prístino ardor -"dejad que se encolericen contra nosotros
aquellos que desconocen cuán amargo es el precio de obtener la verdad… En cuanto
a mí, os mostraría la misma indulgencia que mis hermanos mostraron conmigo
cuando yo erraba ciego por vuestras doctrinas" (Contra Epistolam Fundamenti, iii).
Entre los acontecimientos más memorables ocurridos durante esta controversia,
cuenta la gran victoria que en 404 obtuvo sobre Félix, uno de los "electos" de
los maniqueos y gran doctor de la secta. Estaba propagando sus errores en Hipona,
y Agustín y le invitó a una conferencia pública cuyo tema necesariamente
causaría un gran revuelo; Félix se declaró derrotado, abrazó la Fe y, junto con
Agustín, contribuyó a los actos de la conferencia. Agustín, en sus escritos,
sucesivamente refutó a Mani (397), al famoso Fausto (400), a Secundino (405), y
(alrededor de 415) al fatalista Prisciliano a quien Pablo Orosio había
denunciado. Estos escritos contienen claramente el pensamiento incuestionable
del santo sobre el eterno problema del mal, pensamiento basado en un optimismo
que, igual que los platónicos, proclama que todo lo que procede de Dios es bueno
y la única fuente del mal moral es la libertad de las criaturas (De Civitate Dei,
XIX, c. xiii,n.2). Agustín defiende el libre albedrío, incluso en el hombre como
es, con tal ardor que sus obras contra los maniqueos son una inagotable reserva
de argumentos en esta controversia todavía en debate.
Los jansenistas han sostenido en
vano que Agustín era inconscientemente pelagiano, y que después reconoció la
pérdida de la libertad por el pecado de Adán. Los críticos modernos, sin duda
desconocedores del complicado sistema del santo y de su peculiar terminología,
han ido mucho más lejos. En la "Revue d'histoire et de littérature religieuses"
(1899, p. 447), M. Margival muestra a San Agustín como una víctima del pesimismo
metafísico absorbido inconscientemente de las doctrinas maniqueas. "Nunca" dice,
"la idea oriental de la necesidad y la eternidad del mal, ha tenido un defensor
con más entusiasmo que este obispo". Agustín reconoce que todavía no había
comprendido cómo la primera inclinación buena de la voluntad es un don de Dios (Retractations,
I, xxiii, n, 3); pero hay que recordar que nunca se retractó de sus principales
teorías sobre el libre albedrío y nunca modificó su opinión sobre lo que
constituye la condición esencial, es decir, la plena potestad de elegir o de
decidir. ¿Quién se atrevería a decir que cuando revisó sus propios escritos le
faltó claridad de percepción o sinceridad en un punto tan importante?
B. La controversia donatista y la teoría de la Iglesia
B. La controversia donatista y la teoría de la Iglesia
El cisma donatista fue el último
episodio en las controversias de Montano y Novato que habían agitado la Iglesia
desde el siglo segundo. Mientras en Oriente se discutían aspectos variados del
problema Divino y Cristológico del Verbo, Occidente, sin duda por su carácter
más práctico, se ocupó del problema moral del pecado en todas sus formas. El
dilema general era la santidad de la Iglesia; ¿Podía ser perdonado el pecador y
dejar que continuara en su seno? En África, el dilema concernía especialmente a
la santidad de la jerarquía. Los obispos de Numidia, que en el año 312 habían
rehusado aceptar como válida la consagración de Ceciliano, obispo de Cartago,
habían introducido el cisma por un traditor, y al mismo tiempo
propusieron estas graves preguntas: ¿dependen los poderes jerárquicos del mérito
moral del sacerdote? ¿cómo puede la santidad de la Iglesia ser compatible con la
falta de mérito de sus ministros?
Cuando Agustín llegó a Hipona, el
cisma ya había alcanzado enormes proporciones y se había identificado con las
tendencias políticas
¾ quizás con un movimiento
nacional contra la dominación romana. De todas formas, es fácil descubrir una
oculta corriente de venganza antisocial que los emperadores tuvieron que
combatir con leyes estrictas. La extraña secta conocida por "Soldados de
Cristo", y llamadas por los católicos Circumcelliones (bandoleros,
vagabundos), era semejante a las sectas revolucionarias de la Edad Media en un
momento de destrucción fanática
¾ hecho que no debe
perderse de vista si se va a apreciar debidamente la severa legislación de los
emperadores.
La historia de las luchas de
Agustín contra los donatistas también es la de su cambio de opinión en cuanto a
la rigurosas medidas a emplear contra los herejes; y la Iglesia en África, de
cuyos concilios él había sido el alma, siguió su ejemplo. Este cambio de
posición lo atestigua solemnemente el mismo obispo de Hipona, especialmente en
sus Cartas, xciii, (en el año 408). Al principio buscó restablecer la unidad por
medio de conferencias y amistosas discusiones. Inspiró varias medidas
conciliadoras en los concilios africanos, y envió embajadores a los donatistas
invitándolos a reintegrarse a la Iglesia o, al menos, apremiándolos a que
enviaran diputados a una conferencia (403). Al principio los donatistas
respondieron con silencio, después con insultos, y por último con una violencia
tal que Posidio, obispo de Calamet, amigo de Agustín, tuvo que huir para
librarse de la muerte, el obispo de Bagaïa quedó cubierto con horribles heridas,
y el mismísimo obispo de Hipona sufrió varios atentados contra su vida (Carta
lxxxviii, a Januarius, el obispo donatista). Esta locura de los circumcelliones
exigía una represión dura y Agustín, siendo testigo de las muchas conversiones
que surgieron de todo esto, aprobó a partir de entonces unas rígidas leyes. No
obstante, hay que señalar esta importante salvedad: San Agustín jamás deseó que
la herejía se castigara con la muerte ¾ Vos
rogamos ne occicatis (Epístola c, al procónsul Donato). Pero los obispos aún
estaban a favor de celebrar una conferencia con los cismáticos, y en 410 Honorio
proclamó un edicto que puso fin a la negativa donatista. En junio de 411 tuvo
lugar una conferencia solemne en Cartago, en presencia de 279 obispos donatistas
y 286 católicos. Los portavoces de los donatistas eran Petiliano de
Constantinopla, Primiano de Cartago, y Emeritus de Cesárea; los oradores
católicos eran Aurelio y Agustín. En cuanto a la cuestión histórica que entonces
se debatía, el obispo de Hipona demostró la inocencia de Cecilio y de su
consagrante Félix; y en el debate dogmático estableció la tesis católica de que
la Iglesia puede, sin perder su santidad, tolerar bajo su palio a los pecadores
a fin de convertirlos. En nombre del emperador, el procónsul Marcelino declaró
la victoria de los católicos en todos los puntos. Poco a poco el donatismo fue
decayendo hasta desaparecer con la llegada de los vándalos.
Agustín desarrolló su teoría de la
Iglesia tan amplia y magníficamente que, según Specht, "merece que se le llame
el Doctor de la Iglesia además de "Doctor de la Gracia"; y Möhler (Dogmatik,
351) no tiene miedo de escribir: "Desde los tiempos de San Pablo, no se ha
escrito nada sobre la Iglesia que tenga la profundidad de sentimiento y la
fuerza de concepto comparable a las obras de S.Agustín". Ha corregido,
perfeccionado e incluso superado las hermosas páginas de San Cipriano sobre la
institución divina de la Iglesia, su autoridad, sus notas esenciales, y su
misión en la distribución de la gracia y administración de los sacramentos. Los
críticos protestantes, Dorner, Bindemann, Böhringer y especialmente Reuter,
proclaman bien alto, e incluso a veces exageran, este papel que desempeñó el
doctor de Hipona; y si bien Harnack no está completamente de acuerdo con ellos
en todos los aspectos, no duda en decir (Historia del Dogma, II, c., iii): "Es
uno de los puntos en los que Agustín especialmente afirma y vigoriza la idea
católica… Fue el primero [!] en transformar la autoridad de la Iglesia en una
potencia religiosa, y en conferir a la religión práctica el don de doctrina de
la Iglesia". No fue el primero, pues Dorner reconoce (Agustinus, 88) que Optato
de Mileve ya había expuesto la base de la mismas doctrinas. Sin embargo Agustín
profundizó, sistematizó y completó las ideas de San Cipriano y Optato; pero aquí
es imposible meterse en más detalles. (Véase Specht, Die Lehre von der Kirche
nach dem hl. Augustinus, Paderborn, 1892.)
C. La Controversia Pelagiana y
el Doctor de la Gracia
El final de la lucha contra los
donatistas casi coincidió con los comienzos de una gravísima disputa teológica
que no sólo iba a exigir la plena atención de Agustín hasta el momento de su
muerte, sino que también se convertiría en un eterno problema para los
individuos y para la Iglesia. Más adelante nos extenderemos en el sistema de
Agustín; aquí sólo necesitamos señalar las fases de la controversia. África,
donde Pelagio y su discípulo Celestio habían buscado refugio después de la toma
de Roma por Alarico, fue el centro principal de los primeros desórdenes
pelagianos; ya en 412 un concilio celebrado en Cartago condenó a los pelagianos
por sus ataques a la doctrina del pecado original. Entre otros libros que
Agustín escribió en contra de ellos estaba el famoso "De naturâ et gratiâ",
gracias al cual los concilios celebrados más tarde en Cartago y Mileve
confirmaron la condena a estos innovadores que habían conseguido engañar a un
Sínodo reunido en Diospolis en Palestina, condena que fue reiterada después por
el papa Inocencio I (417). Un segundo período de intrigas pelagianas se suscitó
en Roma, pero el papa Zósimo, a quien las estratagemas de Celestio tuvieron
momentáneamente cegado hasta que Agustín le hizo abrir los ojos, pronunció la
solemne condena de estos herejes en 418. A partir de entonces el combate se hizo
por escrito contra Julián de Eclanum, que asumió el liderazgo del partido y
atacó violentamente a Agustín. Hacia 426 se unió a las listas una escuela que
después se llamó semipelagiana, sus primeros miembros eran monjes de Hadrumetum
en África, a los que siguieron otros de Marsella, dirigidos por Cassian, el
celebrado abad de San Victor. Sin poder admitir la absoluta gratuidad de la
predestinación, buscaron un punto medio entre San Agustín y Pelagio, y sostenían
que la gracia se debe otorgar a aquellos que la merezcan y negarla a los demás;
por lo tanto, la buena voluntad tiene precedencia, pues desea, pide y Dios
recompensa. Cuando Próspero de Aquitania le informó sobre estas ideas, una vez
más, el santo doctor expuso en "De Prædestinatione Sanctorum" cómo incluso estos
primeros deseos de salvación existen en nosotros debido a la gracia de Dios, lo
que por tanto controla absolutamente nuestra predestinación.
D. Luchas contra el Arrianismo y los últimos años
D. Luchas contra el Arrianismo y los últimos años
En 426, el santo obispo de Hipona a
los setenta y dos años de edad, deseando ahorrar a su ciudad episcopal la
agitación de una elección después de su muerte, hizo que tanto el pueblo como el
clero proclamaran la elección del diácono Heraclio como auxiliar y sucesor suyo,
y le transfirió la administración de materias externas. Agustín podría haber
disfrutado de algo de descanso (427) si no hubiera sido por la agitación en
África debido a la inmerecida desgracia y a la revuelta del conde Bonifacio. Los
godos, enviados por la emperadora Placidia para oponerse a Bonifacio, y los
vándalos, a quienes llamó después en su ayuda, eran todos arrianos. Maximino, un
obispo arriano, entró en Hipona con las tropas imperiales. El santo doctor
defendió la fe en una conferencia pública (428) y en varios escritos.
Profundamente apenado por la devastación de África, se afanó por conseguir una
reconciliación entre el conde Bonifacio y la emperatriz. Efectivamente la paz
volvió a establecerse, pero no con Genseric, el rey vándalo. Vencido Bonifacio,
buscó refugio en Hipona, donde muchos obispos ya habían huído en busca de
protección y esta ciudad bien fortificada iba a padecer los horrores de
dieciocho meses de asedio. Con gran esfuerzo por controlar su angustia, Agustín
continuó refutando a Julián de Eclanum pero cuando comenzó el asedio fue víctima
de lo que resultó ser una enfermedad mortal, y al cabo de tres meses de
admirable paciencia y ferviente oración, partió de esta tierra de exilio el 28
de agosto de 430, en el año septuagésimo octavo año de su vida.
EUGÈNE PORTALIÉ
Transcrito por Dave Ofstead
Traducido por Roxana S. Gahan
Transcrito por Dave Ofstead
Traducido por Roxana S. Gahan
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