martes, 6 de enero de 2015

SAN LEÓN MAGNO. TEXTOS.

TEXTOS
Sus Homilías han sido publicadas en versión castellana por M. GARRIDO BONAÑO, con el título de Homilías sobre el año litúrgico, BAC n. 291, Madrid 1969; los fragmentos que siguen han sido tomadós de esa edición.

Homilías
¡Despiértate, oh hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza! ¡Acuérdate que has sido creado a imagen de Dios, imagen que aunque corrompida en Adán, ha sido restaurada por Cristo! Usa como es menester de las criaturas visibles, del mismo modo que usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos, y todo cuanto en ellos encuentres de bello y admirable refiérelo a la alabanza y a la gloria del Creador. No te entregues a este astro luminoso, en el cual se alegran los pájaros y las serpientes, las bestias salvajes y los animales domésticos, las moscas y los gusanos. Déjense bañar tus sentidos por esta luz sensible y con todo el afecto de tu espíritu abraza esta luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo, y de la cual dice el profeta: Volveos todos a Él, y seréis iluminados y no cubrirá el oprobio vuestros rostros. Si somos, pues, el templo de Dios y el Espíritu Santo habita en nosotros, lo que cada fiel lleva en su alma tiene más valor que lo que se admira en el cielo.
Aunque os damos estas exhortaciones y estos consejos, amadísimos, no es para que despreciéis las obras de Dios o para que penséis que en las cosas que Dios ha creado buenas puede haber algo contrario a la fe, sino para que uséis con mesura y razonablemente de toda la belleza de las criaturas y del ornato de este mundo, ya que, como dice el Apóstol, las cosas visibles son temporales, las invisibles son eternas. Hemos nacido para la vida presente, pero hemos renacido para la vida futura; no nos entreguemos, pues, a los bienes temporales, sino apliquémonos a los eternos; y, a fin de que podamos contemplar más de cerca el objeto de nuestra esperanza, consideremos, en el misterio mismo de la natividad del Señor, lo que la gracia divina ha conferido a nuestra naturaleza. Escuchemos al Apóstol, que nos dice: Estáis muertos, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando se manifieste Cristo, vuestra vida, entonces también os manifestaréis gloriosos con Él, el cual vive y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.
(Homilía 7, 6; Migne, 7; BAC 291, 105-106)
Algunos, partiendo de ciertos signos exteriores del nacimiento de nuestro Señor Jesucristo que lo presentaban como un verdadero hijo del hombre, han creído que no era más que un hijo del hombre. No han juzgado un deber atribuir la divinidad al mismo del cual habían constatado la semejanza con el resto de los mortales en los primeros momentos de su infancia, en su crecimiento corporal y en su condición paciente hasta la cruz y la muerte. Otros, por el contrario, maravillados ante sus obras portentosas y comprendiendo que la novedad de su nacimiento y el poder de sus palabras y de sus actos revelan una naturaleza divina, han pensado que nada había en Él de nuestra naturaleza. Todo lo que fue en Él actividad y condición corporal, o habría tenido, según ellos, su principio en una naturaleza más elevada, o no habría tenido más que una falsa apariencia de carne, para engañar con una imagen ilusoria los sentidos de los que lo veían o lo tocaban. Finalmente, ciertos herejes han llegado a esta persuasión de pretender demostrar que, de la sustancia misma del Verbo, algo se había cambiado en carne, y que Jesús, nacido de la Virgen María, nada tenía de la naturaleza de su madre; sino que lo que era Dios y lo que era hombre, ambas cosas pertenecían a la esencia del Verbo, de modo que en Cristo, por la diversidad de sustancia, fue falsa la humanidad, y, por la imperfección de la mutabilidad, no fue verdadera la divinidad.
Estas afirmaciones impías, amadísimos, y otras más, concebidas por la inspiración del diablo y extendidas, para perdición de muchos, por hombres instrumentos de perdición, han sido destruidas en otro tiempo por la fe católica, que tiene a Dios por maestro y apoyo. El Espíritu Santo, por el testimonio de la Ley, por los oráculos de los profetas, por la proclamación del Evangelio y por las enseñanzas de los apóstoles, nos exhorta y nos apremia a creer con firmeza e inteligencia que, como lo dijo San Juan; el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Sí, entre nosotros, pues la divinidad del Verbo nos ha unido a Él, y nosotros somos su carne, que Él ha tomado del seno de la Virgen. Si su carne no era la nuestra, es decir, verdaderamente humana, el Verbo hecho carne no habría habitado entre nosotros. Pero Él ha habitado entre nosotros, pues ha hecho suya la naturaleza de nuestro cuerpo; la Sabiduría se construyó una casa hecha no de una materia cualquiera, sino de una sustancia que es propiamente la nuestra, y cuya asunción está claramente indicada por las palabras el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
De esta santa proclamación se hace eco la enseñanza del apóstol San Pablo en estos términos: Nadie os engañe con filosofías vanas y falaces, fundadas en tradiciones humanas, en los elementos del mundo y no en Cristo, pues en Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, y estáis llenos de Él. Toda la divinidad llena, pues, a todo el cuerpo, y así como nada falta de su majestad, con cuya habitación se llena esa morada, así tampoco nada falta del cuerpo, que no sea llenado por quien lo habita. En cuanto a las palabras y estáis llenos de Él, significan en realidad nuestra naturaleza, pues esta plenitud no nos afectaría si el Verbo de Dios no hubiese unido a sí el cuerpo y el alma propios de nuestra raza.
(Homilía 10, 2-3.5; Migne 30; BAC 291, 115-119)
Alegraos, carísimos, en el Señor; de nuevo os lo digo: alegraos, ya que en breve espacio de tiempo, después de la solemnidad del nacimiento de Cristo, ha brillado la fiesta de su manifestación, y al mismo a quien en aquel día dio a luz la Virgen, hoy lo ha conocido el mundo. El Verbo hecho carne dispuso de este modo el origen de su aparición entre nosotros: que, nacido Jesús, se manifestase a los creyentes y se ocultara a sus perseguidores. Por eso ya desde entonces los cielos pregonaron la gloria de Dios, y la voz de la verdad se extendió por toda la tierra, cuando, por una parte, el ejército de los ángeles se mostraba para anunciar el nacimiento del Salvador, y, por otra, la estrella conducía a los Magos para que le adoraran. Así se verificó que desde el Oriente hasta el Occidente resplandeciera el nacimiento del verdadero Rey, ya que, por medio de los Magos, los reinos de Oriente conocieron la verdad de lo sucedido y no quedó oculto al imperio de los romanos. La crueldad de Herodes, pretendiendo dar muerte en su cuna al Rey que le infundía sospecha, contribuía, sin pensarlo, a esta difusión de la fe. Mientras se dedicaba a perpetrar un crimen detestable y procuraba, por la matanza de los Inocentes, deshacerse de aquel Niño para él desconocido, la fama de esta matanza publicaba por todas partes el nacimiento del Rey de los cielos. La nueva se difundió tanto más pronto y con tanto mayor prestigio cuanto más inusitada fue la señal prodigiosa del cielo y más cruel la impiedad del perseguidor. Entonces también el Salvador fue llevado a Egipto, para que aquellos pueblos, entregados a los antiguos errores, se dispusieran, mediante una gracia oculta, a recibir su próxima salvación, y para que, aun antes de rechazar las viejas supersticiones, ofreciera ya aquel país morada a la verdad.
Justamente, amadísimos, es honrado en el mundo entero con una dignidad especial este día consagrado por la manifestación del Señor. Por eso debe brillar en nuestros corazones con un resplandor especial para que veneremos el orden de estos acontecimientos no sólo creyendo, sino también entendiéndolos.
Cuántas gracias debemos dar al Señor por la iluminación otorgada a los paganos, lo muestra la misma ceguera de los judíos. ¿Qué hay tan ciegos y tan extraños a la luz como estos sacerdotes y escribas de Israel? A las cuestiones de los Magos, a la pregunta de Herodes sobre el testimonio de la Escritura acerca del lugar donde había de nacer Cristo, respondieron con el oráculo profético lo mismo que indicaba la estrella en el cielo. Ésta, ciertamente, habría podido conducir a los Magos con sus indicaciones, como lo hizo en seguida, hasta la cuna del Niño, dejando a un lado Jerusalén; pero no sin motivo, para confundir la dureza de los judíos, fue conocido el nacimiento del Salvador no sólo por el camino que mostraba la estrella, sino también por la declaración de los mismos judíos. Así pues, la palabra profética pasaba ya a los paganos para instruirlos y los corazones de los extraños se disponían a conocer a Cristo anunciado por los antiguos oráculos. Los judíos infieles, por el contrario, manifestaban con sus labios la verdad, pero guardaban la mentira en su corazón. Rehusaron conocer, en efecto, con sus ojos lo que habían indicado por medio de los Libros santos; de modo que no adoraron al que se humillaba en la debilidad de la infancia y crucificaron más tarde al que resplandecería por el poder de sus obras.
(Homilía 2, 1-2; Migne 32; BAC 291,126-127)
Lo que cada cristiano debe hacer en todo tiempo, amadísimos, hay que hacerlo ahora con más fe y amor; de este modo satisfaremos con esta instrucción apostólica de ayunar cuarenta días, no sólo reduciendo nuestro alimento, sino principalmente absteniéndonos de pecado. Puesto que esta mortificación tiene por fin suprimir los focos de los deseos carnales, ninguna abstinencia es tan ventajosa que aquella por la que somos sobrios de malos deseos y ayunamos de acciones inmorales. Tal devoción no descuida a los enfermos ni abandona a los inválidos, pues aun en un cuerpo lánguido e inútil se puede encontrar un alma sana si los fundamentos de la virtud se aseguran donde antes tuvo su asiento el vicio. El mal de una carne enferma es tal, que con frecuencia sobrepasa los límites de un sufrimiento impuesto voluntariamente, tanto que el espíritu cumple las partes de su oficio, y el que no usa del festín para el cuerpo, no se nutre de ninguna iniquidad.
Pero nada se une más útilmente a los ayunos razonables y santos que estas buenas obras que son las limosnas. Con el nombre de obras de misericordia se conocen también los actos laudables de bondad, gracias a los cuales las almas de todos los fieles pueden tener el mismo valor. El amor que se debe igualmente a Dios y a los hombres, jamás es impedido por tantos obstáculos que no sea siempre libre el querer el bien. Si los ángeles han dicho: Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad, es que no sólo la virtud de la benevolencia, sino también el bien de la paz, hacen felices a los que, por su caridad, compadecen toda miseria de los que sufren. Las obras de bondad están muy extendidas, y su misma variedad da a los verdaderos cristianos, sean ricos o pobres, parte de la distribución de las limosnas, de modo que los que son diferentes por la cantidad de sus bienes sean al menos iguales por el afecto del corazón. Cuando, a los ojos del Señor, muchos echaban en el gazofilacio grandes sumas de la abundancia que tenían, y una viuda sólo dos piezas de plata, mereció ser honrada con tal testimonio de Jesucristo, que su don tan pequeño fue preferido a las ofrendas de los otros, ya que, en relación a las grandes sumas de aquellos a los que aún quedaba mucho, el suyo, tan pequeño, era todo lo que tenía. Si alguien es reducido a una pobreza tan estrecha que no pudiese dar dos monedas a un pobre, encuentra también en los preceptos del Señor cómo cumplir el deber de la benevolencia. Pues el que haya dado un vaso de agua fresca a un pobre sediento recibirá la recompensa de su gesto. ¡Cuántos recursos ha preparado el Señor a sus servidores para conseguir su reino, si el mismo don del agua, cosa gratuita y común, no quedará sin recompensa! Y para que ninguna dificultad ponga obstáculo, se propone como ejemplo de misericordia el agua fresca, no sea que alguno, no teniendo con qué calentarla, creyese que le faltaría su galardón. Advierte, no obstante, el Señor, y no sin razón, que este vaso de agua ha de ser dado en su nombre, porque es la fe la que hace preciosas estas cosas ordinarias en sí mismas, y los dones de los infieles, aunque sean muy considerables, están vacíos de toda justificación.
(Homilía 6, 2; Migne 44; BAC 291, 187-188)
Ved, amadísimos, y examinad prudentemente qué gérmenes y qué frutos nacen de la estirpe de la avaricia; con razón la ha definido el Apóstol raíz de todos los males. Ningún pecado se comete, efectivamente, sin que intervenga la «cupiditas», y todo deseo ilícito es un mal causado por esa avidez. Por amor del dinero, toda afección es vil, y un alma ávida de lucro no teme perecer por una ganancia exigua. Ningún vestigio de justicia hay en un corazón en el que la avaricia ha construido su morada. El pérfido Judas, embriagado con ese veneno, en su sed de ganancia llegó hasta la horca. Y fue tan insensatamente impío, que llegó a vender por treinta monedas a su Señor y a su Maestro.
Pero mientras el Hijo de Dios se ofrecía para sufrir un juicio inicuo, el bienaventurado apóstol Pedro, cuya fe ardía con tal devoción que estaba dispuesto a sufrir y a morir con su Señor, se deja atemorizar por la calumnia de una sirvienta del sumo sacerdote, y por debilidad cayó en el peligro de renegar. Hesitación permitida, parece, para que en el jefe de la Iglesia fuese fundado el remedio de la penitencia y para que ninguno se atreviese a fiarse de su virtud, cuando el mismo San Pedro no había podido escapar del peligro de la inconstancia. Mas el Señor, cuyo solo cuerpo estaba en medio de la congregación de los pontífices, vio fuera con su mirada divina la turbación de su discípulo. Después que le miró, se levantó el corazón del que temblaba y lo incitó a las lágrimas del arrepentimiento. ¡Felices lágrimas las tuyas, santo apóstol, que para limpiar la culpa de tu negación tuvieron la virtud del santo bautismo! Cuando te resbalaste, la mano del Señor Jesucristo estuvo allí para sostenerte antes de que cayeses a tierra, y recibiste la fuerza de permanecer en pie en el momento mismo en el que el peligro te haría caer. El Señor vio en ti no una fe vencida, no un amor que vuelve la espalda, sino una firmeza conturbada. Las lágrimas abundaron allí donde el amor no había faltado, y la fuente de la caridad lavó las palabras del temor; ni tardó el remedio del perdón allí donde la voluntad no asintió. De este modo, la piedra recobró rápidamente su solidez, y recibió tan gran resistencia, que más tarde no temería en su propio suplicio lo que le había hecho temblar en la pasión de Cristo, a quien pertenece el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén.
(Homilía 9, 4; Migne 60; BAC 291, 249-250)
Después de celebrar el orden de las santas solemnidades y una vez terminada la alegría de la espiritual alegría, es necesario recurrir a la salubridad de la abstinencia y al remedio del ayuno para ejercitar el espíritu y mortificar el cuerpo; puesto que hemos sido enseñados con la doctrina divina y la propia experiencia, primero demos gracias a Dios por la celebración de los días sagrados; luego, deseando las santas delicias de la templanza, sustraigamos algo de la abundancia de los alimentos terrenos, de modo que aproveche a las limosnas lo que no se pone en la mesa. Pues la medicina del ayuno ayuda a sanar el alma si la abstinencia del que ayuna quita el hambre del necesitado. Conocemos que para Dios misericordioso es más excelente la limosna generosa que los ayunos, según dice el Señor: Dad limosnas según vuestras facultades, y todo será puro para vosotros. Si deseamos limpiar nuestra alma de las manchas del pecado, no neguemos la limosna a los pobres, a fin de que en el día de la retribución seamos ayudados para merecer la misericordia de Dios con nuestras obras misericordiosas. Por Cristo nuestro Señor. Amén.
(Homilía 3; Migne 80; BAC 291, 327)
En estas obras, amadísimos, aun aquellos que se abstienen de los deleites de la comida han de conseguir los frutos de la misericordia, a fin de que cuanto más abundantemente hayan sembrado, mucho mayor será la cosecha. Jamás engaña al agricultor esta recolección, ni es incierta la esperanza de la obra que proviene de la práctica de la misericordia. Lo que de este modo es esparcido por la mano del sembrador, no lo abrasa el calor, ni lo arrastra el torrente, ni lo tira por tierra la tempestad. Las expensas de la misericordia se salvan siempre; no sólo se conservan siempre, sino que muchas veces se aumentan e incluso mudan su cualidad. De terrenas pasan a ser celestiales, de pequeñas se convierten en grandes, y el don temporal se muda en premio eterno. Cualquiera que seas que amas las riquezas, que ambicionas que se multipliquen las que posees, acude a este negocio, suspira por este acrecentamiento de tus cosas, de las cuales nada roba el ladrón, ni las corroe la polilla, ni las consume el orín. No desesperes de la usura ní desconfíes del que recibe. Lo que hicisteis a uno de éstos, a mí me lo hicisteis; entiende bien quién lo dice y reconoce sútilmente y sin pasión alguna ante quién has colocado tus riquezas. No se dude de recibir a aquel a quien de Cristo es deudor. No sea molesta la libertad ni triste el ayuno, pues al que da con alegría lo ama Dios, que es fiel en sus palabras y retribuye abundantemente la limosna que para ser dada benignamente donó Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
(Homilía 2, 4; Migne 87; BAC 291, 332-333)

A imagen de Dios
(Homilía 12 sobre el ayuno, 1-2; 4)

Si fiel y sabiamente, amadísimos, consideramos el principio de
nuestra creación, hallaremos que el hombre fue formado a
imagen de Dios, a fin de que imitara a su Autor. La natural
dignidad de nuestro linaje consiste precisamente en que
resplandezca en nosotros, como en un espejo, la hermosura de
la bondad divina. A este fin, cada día nos auxilia la gracia del
Salvador, de modo que lo perdido por el primer Adán sea
reparado por el segundo.

La causa de nuestra salud no es otra que la misericordia de
Dios, a quien no amaríamos si antes Él no nos hubiera amado y
con su luz de verdad no hubiera alumbrado nuestras tinieblas
de ignorancia. Esto ya nos lo había anunciado el Señor por
medio de su profeta Isaías: guiaré a los ciegos por un camino
ignorado y les haré caminar por senderos desconocidos. Ante
ellos tornaré en luz las tinieblas, y en llano lo escarpado.
Cumpliré mi palabra y no les abandonaré (Is 42, 18). Y de
nuevo: me hallaron los que no me buscaban, y me presenté
ante los que no preguntaban por mí (Is 65, 1).

De qué modo se ha cumplido todo esto, nos lo enseña el
Apóstol Juan: sabemos que el Hijo de Dios vino y nos dio
inteligencia para que conozcamos la Verdad, y estamos en la
Verdad, que es su Hijo (1 Jn 5, 20). Y también: amemos a Dios,
porque Él nos amó primero (1 Jn 4, 19). Dios, cuando nos ama,
nos restituye a su imagen, y para hallar en nosotros la figura de
su bondad, nos concede que podamos hacer lo que Él hace,
iluminando nuestras inteligencias e inflamando nuestros
corazones, de modo que no sólo le amemos a Él, sino también a
todo cuanto Él ama.

Pues si entre los hombres se da una fuerte amistad cuando
les une la semejanza de costumbres—y sin embargo, sucede
muchas veces que la conformidad de costumbres y deseos
conduce a malos afectos—, ¡cuánto más deberemos desear y
esforzarnos por no discrepar en aquellas cosas que Dios ama!
Pues ya dijo el Profeta: porque la ira está en su indignación y la
vida en su voluntad (Sal 29, 6), ya que en nosotros no estará de
ningún modo la majestad divina, si no se procura imitar la
voluntad de Dios.

Dice el Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón
y con toda tu alma (...) Amarás al prójimo como a ti mismo (Mt
12, 37-39). Así pues, reciba el alma fiel la caridad inmarcesible
de su Autor y Rector, y sométase toda a su voluntad, en cuyas
obras y juicios nada hay vacío de la verdad de la justicia, ni de
la compasión de la clemencia (...).

Tres obras pertenecen principalmente a las acciones
religiosas: la oración, el ayuno y la limosna, que han de
ejercitarse en todo tiempo, pero especialmente en el
consagrado por las tradiciones apostólicas, según las hemos
recibido.

Como este mes décimo se refiere a la costumbre de la
antigua institución, cumplamos con mayor diligencia aquellas
tres obras de que antes he hablado. Pues por la oración se
busca la propiciación de Dios, por el ayuno se apaga la
concupiscencia de la carne y por las limosnas se perdonan los
pecados (cfr. Dan 4, 24).

Al mismo tiempo, se restaurará en nosotros la imagen de Dios
si estamos siempre preparados para la alabanza divina, si
somos incesantemente solícitos para nuestra purificación y si de
continuo procuramos la sustentación del prójimo.

Esta triple observancia, amadísimos, sintetiza los afectos de
todas las virtudes, nos hace llegar a la imagen y semejanza de
Dios, y nos une inseparablemente al Espíritu Santo. Así es: en
las oraciones permanece la fe recta; en los ayunos, la vida
inocente, y en las limosnas, la benignidad. 

* * * * *
La Encarnación del Señor
(Homilía I sobre la Natividad del Señor)
NV/LEON-MAGNO

Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos.
No es justo dar lugar a la tristeza cuando nace la Vida,
disipando el temor de la muerte y llenándonos de gozo con la
eternidad prometida. Nadie se crea excluido de tal regocijo,
pues una misma es la causa de la común alegría. Nuestro
Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie
halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte
el santo, porque se acerca al premio; alégrese el pecador,
porque se le invita al perdón; anímese el pagano, porque se le
llama a la vida.

Al llegar la plenitud de los tiempos (cfr. Gal 4, 4), señalada
por los designios inescrutables del divino consejo, tomó el Hijo
de Dios la naturaleza humana para reconciliarla con su Autor y
vencer al introductor de la muerte, el diablo, por medio de la
misma naturaleza que éste había vencido (cfr. Sab 2, 24). En
esta lucha emprendida para nuestro bien se peleó según las
mejores y más nobles reglas de equidad, pues el Señor
todopoderoso batió al despiadado enemigo no en su majestad,
sino en nuestra pequeñez, oponiéndole una naturaleza humana,
mortal como la nuestra, aunque libre de todo pecado.

No se cumplió en este nacimiento lo que de todos los demás
leemos: nadie está limpio de mancha, ni siquiera el niño que
sólo lleva un día de vida sobre la tierra (Job 14, 4-5). En tan
singular nacimiento, ni le rozó la concupiscencia carnal, ni en
nada estuvo sujeto a la ley del pecado. Se eligió una virgen de
la estirpe real de David que, debiendo concebir un fruto
sagrado, lo concibió antes en su espíritu que en su cuerpo. Y
para que no se asustase por los efectos inusitados del designio
divino, por las palabras del Ángel supo lo que en ella iba a
realizar el Espiritu Santo. De este modo no consideró un daño
de su virginidad llegar a ser Madre de Dios. ¿Por qué había de
desconfiar Maria ante lo insólito de aquella concepción, cuando
se le promete que todo será realizado por la virtud del Altísimo?
Cree Maria, y su fe se ve corroborada por un milagro ya
realizado: la inesperada fecundidad de Isabel testimonia que es
posible obrar en una virgen lo que se ha hecho con una estéril.


Asi pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba
en Dios, por quien han sido hechas todas las cosas, y sin el
cual ninguna cosa ha sido hecha (cfr. Jn 1, 1-3), se hace
hombre para liberar a los hombres de la muerte eterna. Al tomar
la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su
majestad, se ha humillado de tal forma que, permaneciendo lo
que era y asumiendo lo que no era, unió la condición de siervo
(cfr. Fil 2, 7) a la que Él tenía igual al Padre, realizando entre las
dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior fue
absorbido por esta glorificación, ni lo superior fue disminuido
por esta asunción. Al salvarse las propiedades de cada
naturaleza y reunirse en una sola persona, la majestad se ha
revestido de humildad; la fuerza, de flaqueza; la eternidad, de
caducidad.

Para pagar la deuda debida por nuestra condición, la
naturaleza inmutable se une a una naturaleza pasible;
verdadero Dios y verdadero hombre se asocian en la unidad de
un solo Señor. De este modo, el solo y único Mediador entre
Dios y los hombres (cfr. 1 Tim 2, 5) puede, como lo exigía
nuestra curación, morir, en virtud de una de las dos naturalezas,
y resucitar, en virtud de la otra. Con razón, pues, el nacimiento
del Salvador no quebrantó la integridad virginal de su Madre. La
llegada al mundo del que es la Verdad fue la salvaguardia de su
pureza.

Tal nacimiento, carísimos, convenía a la fortaleza y sabiduría
de Dios, que es Cristo (cfr. 1 Cor 1, 24), para que en Él se
hiciese semejante a nosotros por la humanidad y nos
aventajase por la divinidad. De no haber sido Dios, no nos
habría proporcionado remedio; de no haber sido hombre, no
nos habría dado ejemplo. Por eso le anuncian los ángeles,
cantando llenos de gozo: gloria a Dios en las alturas; y
proclaman: en la tierra, paz a los hombres de buena voluntad
(Lc 2, 14). Ven ellos, en efecto, que la Jerusalén celestial se
levanta en medio de las naciones del mundo. ¿Qué alegría no
causará en el pequeño mundo de los hombres esta obra
inefable de la bondad divina, si tanto gozo provoca en la esfera
sublime de los ángeles?

Por todo esto, amadísimos, demos gracias a Dios Padre por
medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa
misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros; y,
estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida en Cristo
(cfr. Ef 2, 5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una
nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo
con sus acciones (cfr. Col 3, 9) y renunciemos a las obras de la
carne, nosotros que hemos sido admitidos a participar del
nacimiento de Cristo.

Reconoce, ¡oh cristiano!, tu dignidad, pues participas de la
naturaleza divina (cfr. 2 Re 1, 4), y no vuelvas a la antigua
miseria con una vida depravada. Recuerda de qué Cabeza y de
qué Cuerpo eres miembro. Ten presente que, arrancado del
poder de las tinieblas, has sido trasladado al reino y claridad de
Dios (cfr. Col 1, 13). Por el sacramento del Bautismo te
convertiste en templo del Espíritu Santo: no ahuyentes a tan
escogido huésped con acciones pecaminosas, no te entregues
otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la Sangre
de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará
conforme a la verdad. El cual con el Padre y el Espiritu Santo
reina por los siglos de los siglos. Amén.
* * * * *
Nacimiento virginal de Cristo
(Homilía 2 sobre la Navidad del Señor, 1-3, 6)

Dios todopoderoso y clemente, cuya naturaleza es bondad,
cuya voluntad es poder, cuya acción es misericordia, desde el
instante en que la malignidad del diablo nos hubo emponzoñado
con el veneno mortal de su envidia, señala los remedios con
que su piedad se proponía socorrer a los mortales. Esto lo hizo
ya desde el principio del mundo, cuando declaró a la serpiente
que de la Mujer nacería un Hijo lleno de fortaleza para
quebrantar su cabeza altanera y maliciosa (cfr. Gn 3, 15); es
decir, Cristo, el cual tomaría nuestra carne, siendo a la vez Dios
y hombre; y, naciendo de una virgen, condenaría con su
nacimiento a aquél por quien el género humano había sido
manchado.

Después de haber engañado al hombre con su astucia,
regocijábase el diablo viéndole desposeído de los dones
celestiales, despojado del privilegio de la inmortalidad y
gimiendo bajo el peso de una terrible sentencia de muerte.
Alegrábase por haber hallado algún consuelo en sus males en
la compañía del prevaricador y por haber motivado que Dios,
después de crear al hombre en un estado tan honorífico,
hubiese cambiado sus disposiciones acerca de él para
satisfacer las exigencias de una justa severidad. Ha sido, pues,
necesario, amadísimos, el plan de un profundo designio para
que un Dios que no se muda, cuya voluntad por otra parte no
puede dejar de ser buena, cumpliese—mediante un misterio
aún más profundo— la primera disposición de su bondad, de
manera que el hombre, arrastrado hacia el mal por la astucia y
malicia del demonio, no pereciese, subvirtiendo el plan divino.

Al llegar, pues, amadísimos, los tiempos señalados para la
redención del hombre, Nuestro Señor Jesucristo bajó hasta
nosotros desde lo alto de su sede celestial. Sin dejar la gloria
del Padre, vino al mundo según un modo nuevo, por un nuevo
nacimiento. Modo nuevo, ya que, invisible por naturaleza, se
hizo visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido
hacerse comprensible; el que fue antes del tiempo, ha
comenzado a ser en el tiempo; señor del universo, ha tomado la
condición de siervo, velando el resplandor de la majestad (cfr.
Fil 2, 7); Dios impasible, no ha desdeñado ser hombre pasible;
inmortal, se somete a la ley de la muerte.

Ha nacido según un nuevo nacimiento, concebido por una
virgen, dado a luz por una virgen, sin que atentase a la
integridad de la madre. Tal origen convenía, en efecto, al que
sería salvador de los hombres (...). Pues el Padre de este Dios
que nace en la carne es Dios, como lo testifica el arcángel a la
Bienaventurada Virgen María: el Espíritu Santo vendrá sobre ti y
el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, porque el Hijo
que nacerá de ti será santo, y será llamado Hijo de Dios (Lc 1,
35).

Origen dispar, pero naturaleza común. Que una virgen
conciba, que una virgen dé a luz y permanezca virgen, es
humanamente inhabitual y desacostumbrado, pero revela el
poder divino. No pensemos aquí en la condición de la que da a
luz, sino en la libre decisión del que nace, naciendo como
quería y podía. ¿Quieres tener razón de su origen? Confiesa
que es divino su poder. El Señor Cristo Jesús ha venido, en
efecto, para quitar nuestra corrupción, no para ser su víctima;
no a sucumbir en nuestros vicios, sino a curarlos. Por eso
determinó nacer según un modo nuevo, pues llevaba a nuestros
cuerpos humanos la gracia nueva de una pureza sin mancilla.
Determinó, en efecto, que la integridad del Hijo salvaguardase
la virginidad sin par de su Madre, y que el poder del divino
Espíritu derramado en Ella (cfr. Lc 1, 35) mantuviese intacto ese
claustro de la castidad y esta morada de la santidad en la cual
Él se complacía, pues había determinado levantar lo que estaba
caído, restaurar lo que se hallaba deteriorado y dotar del poder
de una fuerza multiplicada para dominar las seducciones de la
carne, para que la virginidad—incompatible en los otros con la
transmisión de la vida—viniese a ser en los otros también
imitable gracias a un nuevo nacimiento.

Mas esto mismo, amadísimos, de que el Señor haya escogido
nacer de una virgen, ¿no aparece dictado por una razón muy
profunda? Es a saber, que el diablo ignorase que había nacido
la salvación para el género humano; que ignorando su
concepción por obra del Espíritu Santo, creyese que no había
nacido de modo diferente de los otros hombres. Efectivamente,
viendo a Cristo en una naturaleza idéntica a la de todos,
pensaba que tenía también un origen semejante a todos; no
conoció que estaba libre de los lazos del pecado Aquél a quien
veía sujeto a la debilidad de la muerte. Pues Dios, que en su
justicia y en su misericordia tenía muchos medios para levantar
al género humano (cfr. Sal 85, 15), ha preferido escoger
principalmente el camino que le permitía destruir la obra del
diablo no con una intervención poderosa, sino con una razón de
equidad.

(...) Alabad, pues, amadísimos, a Dios en todas sus obras
(cfr. Sab 39, 19) y en todos sus juicios. Ninguna duda oscurezca
vuestra fe en la integridad de la Virgen y en su parto virginal.
Honrad con una obediencia santa y sincera el misterio sagrado
y divino de la restauración del género humano. Abrazaos a
Cristo, que nace en nuestra carne, para que merezcáis ver
reinando en su majestad a este mismo Dios de gloria, que con
el Padre y el Espíritu Santo permanece en la unidad de la
divinidad por los siglos de los siglos. Amén. 
* * * * *
Infancia espiritual
(Homilía 7 en la Epifanía del Señor)

Amadísimos, el recuerdo de lo que ha sido realizado por el
Salvador de los hombres es para nosotros de gran utilidad, si
de este objeto de nuestra fe y de nuestra veneración hacemos
el ideal de nuestra imitación. En la economía de los misterios de
Cristo, los milagros son gracias y estímulos que refuerzan la
doctrina, para que sigamos también el ejemplo de las acciones
de Aquél a quien confesamos en espíritu de fe.

Aun estos mismos instantes vividos por el Hijo de Dios, que
nace de la Virgen, su Madre, nos instruyen para nuestro
progreso en la piedad. Los corazones ven aparecer en una sola
y misma persona la humildad propia de la humanidad y la
majestad divina. Los cielos y los ejércitos celestiales llaman su
Creador al que, recién nacido, se encuentra en una cuna. Este
Niño de cuerpo pequeño es el Señor y el Rector del mundo.
Aquél a quien ningún límite puede encerrar, se contiene todo
entero sobre las rodillas de su Madre. Mas en esto está la
curación de nuestras heridas y la elevación de nuestra
postración (...).

Los remedios destinados a nosotros nos han fijado una
norma de vida, y de lo que era una medicina destinada a los
muertos ha salido una regla para nuestras costumbres. No sin
razón, cuando los tres Magos fueron conducidos por el
resplandor de una nueva estrella para venir a adorar a Jesús,
ellos no lo vieron expulsando a los demonios, resucitando a los
muertos, dando vista a los ciegos, curando a los cojos, dando la
facultad de hablar a los mudos, o en cualquier otro acto que
revelaba su poder divino; sino que vieron a un Niño que
guardaba silencio, tranquilo, confiado a los cuidados de su
Madre. No aparecía en Él ningún signo de su poder; mas les
ofreció la vista de un gran espectáculo: su humildad. Por eso, el
espectáculo de este santo Niño, el Hijo de Dios, presentaba a
sus miradas una enseñanza que más tarde debía ser
proclamada; y lo que no profería aún el sonido de su voz, el
simple hecho de verle hacía ya que Él lo enseñara.

Toda la victoria del Salvador, que ha subyugado al diablo y al
mundo ha comenzado por la humildad y ha sido consumada por
la humildad. Ha inaugurado en la persecución sus días
señalados, y también los ha terminado en la persecución. Al
Niño no le ha faltado el sufrimiento, y al que había sido llamado
a sufrir no le ha faltado la dulzura de la infancia, pues el
Unigénito de Dios ha aceptado, por la sola humillación de su
majestad nacer voluntariamente hombre y poder ser muerto por
los hombres.

Si, por el privilegio de su humildad, Dios omnipotente ha
hecho buena nuestra causa tan mala, y si ha destruido a la
muerte y al autor de la muerte (cfr. I Tim 1, 10), no rechazando
lo que le hacían sufrir los perseguidores sino soportando con
gran dulzura y por obediencia a su Padre las crueldades de los
que se ensañaban contra Él, ¿cuánto más hemos de ser
nosotros humildes y pacientes, puesto que, si nos viene alguna
prueba, jamás se hace esto sin haberla merecido? ¿Quién se
gloriará de tener un corazón casto y de estar limpio de pecado?
Y, como dice San Juan, si dijéramos que no tenemos pecado
nos engañaríamos a nosotros mismos y la verdad no estaría
con nosotros (I Jn 1, 8). ¿Quién se encontrará libre de falta, de
modo que la justicia nada tenga de qué reprocharle o la
misericordia divina qué perdonarle?

Por eso, amadísimos, la práctica de la sabiduría cristiana no
consiste ni en la abundancia de palabras, ni en la habilidad para
discutir, ni en el apetito de alabanza y de gloria, sino en la
sincera y voluntaria humildad, que el Señor Jesucristo ha
escogido y enseñado como verdadera fuerza desde el seno de
su Madre hasta el suplicio de la Cruz. Pues cuando sus
discípulos disputaron entre si, como cuenta el evangelista,
quién será el más grande en el reino de los cielos, Él, llamando
a si a un niño, le puso en medio de ellos y dijo: en verdad os
digo, si no os mudáis haciéndoos como niños, no entraréis en el
reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse
como un niño de éstos, éste será el más grande en el reino de
los cielos (Mt 18, 1-4).

Cristo ama la infancia, que Él mismo ha vivido al principio en
su alma y en su cuerpo. Cristo ama la infancia, maestra de
humildad, regla de inocencia, modelo de dulzura. Cristo ama la
infancia; hacia ella orienta las costumbres de los mayores, hacia
ella conduce a la ancianidad. A los que eleva al reino eterno los
atrae a su propio ejemplo.

Mas, si queremos ser capaces de comprender perfectamente
cómo es posible llegar a una conversión tan admirable y por
qué transformación hemos de ir a la edad de los niños dejemos
que San Pablo nos instruya y nos diga: no seáis niños en el
juicio; sed párvulos sólo en la malicia, pero adultos en el juicio (I
Cor 14, 20).

No se trata, pues, de volver a los juegos de la niñez ni a las
imperfecciones del comienzo, sino tomar una cosa que conviene
también a los años de la madurez; es decir, que pasen pronto
nuestras agitaciones interiores, que rápidamente encontremos
la paz, no guardemos rencor por las ofensas, ni codiciemos las
dignidades, sino amemos encontrarnos unidos, y guardemos
una igualdad conforme a la naturaleza. Es un gran bien, en
efecto, que no sepamos alimentar ni tener gusto por el mal,
pues inferir y devolver injuria es propio de la sabiduría de este
mundo. Por el contrario, no devolver mal por mal (cfr. Rm 12,
17) es propio de la infancia espiritual, toda llena de ecuanimidad
cristiana.

A esta semejanza con los niños nos invita, amadísimos, el
misterio de la fiesta de hoy. Ésa es la forma de humildad que os
enseña el Salvador Niño adorado por los Magos. Para mostrar
aquella gloria que prepara a sus imitadores, ha consagrado con
el martirio a los nacidos en su tiempo; nacidos en Belén, como
Cristo, han sido asociados a Él por su edad y por su pasión.
Amen, pues, los fieles la humildad y eviten todo orgullo; cada
cual prefiera su prójimo a sí mismo (cfr. I Cor 4, 6), y que nadie
busque su propio interés, sino el del otro (I Cor 10, 14), de
modo que, cuando todos estén llenos del espíritu de
benevolencia, no se encontrará en ninguna parte el veneno de
la envidia, pues el que se exalta será humillado y el que se
humilla será exaltado (Lc 14, 11). Así lo atestigua nuestro Señor
Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por
los siglos de los siglos. Amén. 
* * * * *
Un combate de santidad
(Homilía I en la Cuaresma, 3-6)
VCR/TENTACIONES

Entramos, amadísimos, en la Cuaresma, es decir, en una
fidelidad mayor al servicio del Señor. Viene a ser como si
entrásemos en un combate de santidad. Por tanto, preparemos
nuestras almas a las embestidas de las tentaciones, sabiendo
que cuanto más celosos nos mostremos de nuestra salvación,
más violentamente nos atacarán nuestros adversarios.

Pero el que habita en medio de nosotros es más fuerte que
quien lucha contra nosotros. Nuestra fortaleza viene de Él, en
cuyo poder hemos puesto nuestra confianza. El Señor permitió
que le visitase el tentador, para que nosotros recibiésemos,
además de la fuerza de su socorro, la enseñanza de su ejemplo.


Acabáis de oírlo: venció a su adversario con las palabras de
la Ley, no con el vigor de su brazo. Sin duda, su Humanidad
obtuvo más gloria y fue mayor el castigo del adversario, al
triunfar del enemigo de los hombres como mortal, en vez de
como Dios. Ha combatido para enseñarnos a pelear en pos de
El. Ha vencido para que nosotros del mismo modo seamos
también vencedores. Pues no hay, amadísimos, actos de virtud
sin la experiencia de las tentaciones, ni fe sin prueba, ni
combate sin enemigo, ni victoria sin batalla.

La vida transcurre en medio de emboscadas, en medio de
sobresaltos. Si no queremos vernos sorprendidos, debemos
vigilar. Si pretendemos vencer, hemos de luchar. Por eso dijo
Salomón cuando era sabio: hijo, si entras a servir al Señor,
prepara tu alma para la tentación (Sir 2, 1). Lleno de la ciencia
de Dios, sabía que no hay fervor sin trabajos y combates. Y
previendo los peligros, los advierte a fin de que estemos
preparados para rechazar los ataques del tentador.

Instruidos por la enseñanza divina, amadísimos, entremos en
el estadio escuchando lo que el Apóstol nos dice sobre esta
pelea: no es nuestra lucha contra la sangre y la carne, sino
contra los principados, contra las potestades, contra los
dominadores de este mundo tenebroso (Ef 6, 12). No nos
hagamos ilusiones. Estos enemigos, que desean perdernos,
entienden bien que contra ellos se encamina todo lo que
intentamos en favor de nuestra salvación. Por eso, cada vez
que deseamos algún bien, provocamos al adversario. Entre
ellos y nosotros existe una oposición inveterada, fomentada por
el diablo, porque, habiendo sido ellos despojados de los bienes
que nos alcanza la gracia de Dios, nuestra justificación les
tortura. Cuando nosotros nos levantamos, ellos se hunden.
Cuando volvemos a reponer nuestras fuerzas, ellos pierden la
suya. Nuestros remedios son sus llagas, pues la curación de
nuestras heridas los lastima: estad, pues, alerta, dice el Apóstol;
ceñidos vuestros lomos con la verdad, revestida la coraza de la
justicia, y calzados los pies, prontos para anunciar el Evangelio
de la paz. Embrazad en todo momento el escudo de la fe, con
que podáis hacer inútiles los encendidos dardos del maligno.
Tomad el yelmo de la salud y la espada del espiritu, que es la
palabra de Dios (Ef 6, 14-17).

Mirad, amadísimos, con qué dardos tan poderosos, con qué
defensas tan insuperables nos arma este jefe insigne por tantos
triunfos, este maestro invencible de la milicia cristiana. Nos ha
ceñido con el cinturón de la castidad, ha calzado nuestros pies
con las sandalias de la paz. En efecto, un soldado que no tenga
ceñidos los lomos es pronto derrotado por el instigador de la
impureza, y el que carece de calzado es fácilmente mordido por
la serpiente. Nos ha dado el escudo de la fe para proteger todo
el cuerpo, ha colocado en nuestra cabeza el casco de la
salvación, ha puesto en nuestras manos la espada, es decir, la
palabra de verdad. Así, el héroe de las luchas del espíritu no
sólo está resguardado de las heridas, sino que puede dañar
también a quien le ataca.

Confiando en estas armas, entremos sin pereza y sin temor
en la lucha que se nos propone, y, en este estadio en que se
combate por el ayuno, no nos contentemos con abstenernos de
la comida. De nada sirve que se debilite la fuerza del cuerpo si
no se alimenta el vigor del alma. Mortifiquemos algo al hombre
exterior, y restauremos al interior. Privemos a la carne de su
alimento corporal, y adquiramos fuerzas en el alma con las
delicias espirituales. Que todo cristiano se observe
detenidamente y, con un severo examen, escudriñe el fondo de
su corazón. Vea que no haya allí alguna discordia o se haya
instalado alguna concupiscencia. Mediante la castidad arroje
lejos la incontinencia, mediante la luz de la verdad disipe las
tinieblas de la mentira. Desinfle el orgullo, apacigüe la ira,
rompa los dardos nocivos, ponga un freno a la denigración de la
lengua, cese en las venganzas y olvídese de las injurias;
brevemente: toda planta que no ha plantado mi Padre celestial
será arrancada (Mt 15, 13). Pues, cuando las simientes
extrañas hayan sido arrancadas del campo de nuestro corazón,
entonces serán alimentadas en nosotros las semillas de la virtud
(...).

Acordándonos de nuestras debilidades, que nos han hecho
caer fácilmente en toda clase de faltas, no descuidemos este
remedio primordial y este medio tan eficaz en la curación de
nuestras heridas: perdonemos, para que se nos perdone;
concedamos la gracia que nosotros pedimos. No busquemos la
venganza, ya que nosotros mismos suplicamos el perdón. No
nos hagamos sordos a los gemidos de los pobres; otorguemos
con diligente benignidad la misericordia a los indigentes, para
que podamos encontrar también nosotros misericordia el día del
juicio.

El que, ayudado por la gracia de Dios, tienda con todo su
corazón a esta perfección, cumple fielmente el santo ayuno y,
ajeno a la levadura de la antigua malicia, llegará a la
bienaventurada Pascua con los ácimos de pureza y sinceridad
(cfr. l Cor 5, 8). Participando de una vida nueva (cfr. Rm 6, 4),
merecerá gustar la alegría en el misterio de la regeneración
humana. Por Cristo nuestro Señor, que con el Padre y el
Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

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