Si
el cielo puede designar a la vez el reino de los astrónomos y de los
astronautas y la morada en que Dios reúne a sus elegidos, no es por una
confusión grave, de la que sería responsable el lenguaje infantil de la
Biblia; es el reflejo de una experiencia humana universal y necesaria:
Dios se revela al hombre a través de su creación entera, com prendidas
sus estructuras visibles. La Biblia transmite esta revelación en una
forma a veces compleja, pero exenta de no pocas confusiones. Distingue
perfectamente el cielo físico, de la misma naturaleza que la tierra, “el
cielo y la tierra”, y el cielo de Dios, “el cielo que no es la tierra”.
Pero el primero es siempre el que permite al hombre pensar en el
segundo.
1. EL CIELO Y LA TIERRA.
Para
los hebreos como para nosotros es el cielo una parte del universo,
diferente de la tierra, pero en contacto con ella, una semiesfera que la
engloba y constituye con ella el universo que el hebreo, no teniendo
palabra propia para designarlo, llama siempre “el cielo y la tierra”
(Gén 1,1; Mt 24.35).
Si
el israelita es sensible al esplendor de este cielo y ávido de su luz,
si sabe admirar su transparencia (Éx 24,10), se impresiona sobre todo
por la inquebrantable solidez del firmamento (Gén 1,18). El cielo es
para él una construcción tan sólidamente edificada y organizada como la
tierra, sostenida por columnas (Job 26,11) y por fundamentos (2Sa 22,8),
provista de depósitos para la lluvia, la nieve, el granizo, el viento
(Job 38,22ss; 37,9ss; Sal 33,7), provista de “ventanas” y de “esclusas”
por donde, llegado el momento, salen los elementos así almacenados (Gén
7,11; 2Re 7,2; Mal 3,10). Los astros fijados en este firmamento, el
ejército innumerable de las estrellas (Gén 15,5), revela por la
magnífica regularidad de su ordenamiento topoderoso de esta arquitectura
(cf. Is 40,26; Job 38,31s).
II. EL CIELO QUE NO ES LA TIERRA.
El
cielo, tal como se ofrece a las miradas, con su amplitud, su luz, su
armonía maravillosa e inexplicada, impone al hombre en forma visible y
permanente el sentimiento inmediato de todo lo que el universo comporta
en materia de misterio impenetrable. Sin duda también las profundidades
de la tierra y del abismo son inaccesibles al hombre (Job 38,4ss.16ss),
pero la inaccesibilidad de él está constantemente expuesta y como
revelada visiblemente; el hombre pertenece a la tierra, y el cielo se le
escapa: “Nadie ha subido al cielo” (In 3,13; cf. Prov 30,4; Rom 10,6).
Es necesaria la locura del rey de Babel para pensar en subir al cielo
(cf. Gén 11,4): esto es igualarse con el Altísimo (Is 14,13s). Así se
establece como la cosa más natural una relación entre el cielo y Dios:
Dios está en su casa en el cielo: “Los cielos son los cielos de Yahveh,
pero él ha dado la tierra a los hijos de Adán” (Sal 115,16).
Esta
impresión religiosa, espontá neamente evocada por el cielo, explica el
empleo frecuente en los LXX, del plural “cielos”: el judaísmo y el NT
acentuaron el valor religioso de este plural, hasta tal punto que reino
de los cielos resulta idéntico a reino de Dios. Sin embargo, no se puede
establecer como regla que en el AT y el NT el cielo designa el cielo
físico, y los cielos, la morada de Dios. Y si se da el caso de que este
plural pueda expresar la concepción propagada en Oriente, de vários
cielos superpuestos (cf. 2Cor 12,2; Ef 4,10), con frecuencia no es sino
una expresión del entusiasmo lírico y poético (cf. Dt 10, 14; 1Re 8,27).
La Biblia no conoce dos tipos de cielos, uno que sería material, y otro
espiritual. Pero en el cielo visible descubre el misterio de Dios y de
su obra.
III. EL CIELO, MORADA DE DIOS.
El
cielo es la morada de Dios; después de haberlo desplegado como una
tienda, ha construido por encima de sus aguas los pisos de su palacio
(Sal 104,2s); de ahí se lanza a cabalgar sobre las nubes (Sal 68, 5.34;
Dt 33,26) y hacer resonar su voz por encima de las grandes aguas, en el
estruendo de la tormenta (Sal 29,3). Allí tiene su trono y allí convoca
su corte, “el ejército de los cielos”, que expide y cumple sus órdenes
hasta las extremidades del mundo (1Re 22,19; cf. Is 6,1s.8; Job 1,6-12).
Es en verdad el Dios del cielo (Neh 1,4; Dan 2,37).
Estas fórmulas no son imágenes infantiles o hipérboles poéticas, sino
visiones poéticas sí, pero profundas y verdaderas de la realidad de
nuestro mundo, de un universo sometido en su totalidad a la soberanía de
Dios y penetrado por su mirada. Si el Señor “domina en los cielos”, es
porque se ríe de los reyes de la tierra y de sus complots (Sal 2,2ss;
cf. Gén 11,7), es que “sus párpados escrutan a los hijos de Adán” (Sal
11,4) y que le es necesaria esta al tura suprema para hacer justicia a
todos, “una gloria por encima de los “cielos”, para “levantar al pobre
del polvo” (Sal 113,4ss), para que le llegue “la súplica de todo hombre
y de todo su pueblo Israel” (1Re 8,30...); es que si es un Dios de
cerca, no es menos un Dios de lejos (Jer 23,23s). Es porque “su gloria
llena toda la tierra” (Is 6,3), pero es también porque nada en el mundo,
aunque sean “los cielos y los cielos de los cielos”, es capaz de
contenerle (l Re 8,27). La morada celestial de Dios evoca sin duda al
guna en primer lugar su transcendencia invulnerable, pero no menos
significa, como la omnipresencia del cielo en torno al hombre, su pre
sencia sumamente próxima. Más de un texto asocia en forma explícita esta
distancia infinita y esta proximidad, desde la escala que vio Jacob en
Betel, que “apoyándose en la tierra tocaba con la cabeza en los cielos”
(Gén 28,12) hasta los oráculos proféticos: “El cielo es mi trono... ¿Qué
casa podríais edificarme?... Mis miradas se posan sobre los humildes y
sobre los de contrito corazón” (Is 66,1s; cf. 57,15).
IV. “CIELOS, DERRAMAD EL ROCÍO..”
Puesto que el Dios de Israel es un Dios salvador y que está en su casa,
está allí, por tanto, con su verdad (Sal 119,89s), su gracia y su
fidelidad (Sal 89,3), está allí para derramar la salud sobre la tierra.
El cielo, símbolo de la presencia soberana y envolvente de Dios, es
también el símbolo de la salvación preparada para la tierra. Por lo
demás, del cielo descienden como bendición la lluvia fertilizante y el
rocío, expresiones de la genero sidad divina y de su gratuidad. Símbolos
naturales y recuerdos históricos convergen para hacer de la esperanza de
Israel la espera de un acontecimiento venido del cielo: “¡Oh si rasgaras
los cielos y bajaras!” (Is 63,19; cf. 45,8).
Ya
el rapto de Henoc (Gén 5,24) y el de Elías (2Re 2,11) invitaban a buscar
en esta dirección la familia ridad divina, a la que habían sido
admitidos. A su vez los videntes de los apocalipsis. Ezequiel, Zacarías,
Daniel sobre todo, reciben del Dios que está en el cielo la revela ción
de los misterios concernientes al destino de los pueblos (Dan 2,28): la
salvación de Israel se halla, por tanto, escrita en el cielo, del cual
va a descender. Desde el cielo des ciende Gabriel sobre Daniel (9,21)
para prometerle el fin de la desolación (9,25); sobre las nubes del
cielo ha de aparecer el Hijo del hombre para que sea dado el imperio a
los santos (7,13.27). Finalmente, del cielo, donde “está delante de
Dios” (Lc 1,19), es enviado Gabriel a Zacarías y a María, y al cielo
retornan los ángeles venidos a cele brar “la gloria de Dios en lo más
alto de los cielos y la paz en la tierra” (2,11-15). La presencia de sus
ángeles entre nosotros es el signo de que Dios ha desgarrado verdade
ramente los cielos y de que es Emmanuel, Dios con nosotros.
V. EN JESUCRISTO ESTÁ EL CIELO PRESENTE EN LA TIERRA.
1. Jesús habla del cielo.
El
cielo es una palabra muy frecuente en el lenguaje de Jesús, pero no
designa jamás una realidad que existe por sí misma, independientemente
de Dios. Jesús habla del reino de los cielos, de la recompensa en
reserva en los cielos (Mt 5,12), del tesoro que se ha de constituir en
los cielos (6,20; 19,21), pero es porque piensa siem pre en el Padre que
está en los cielos (5,16.45; 6,1.9), que sabe, que “está en lo secreto y
ve en lo se creto” (6,6.18). El cielo es esa presencia paternal,
invisible y atenta, que envuelve al mundo, a las aves del cielo (6,26),
a los justos y a los injustos (5,45) con su inagotable bondad (7,11).
Pero en estado normal los hombres están ciegos a esta pre sencia; para
que venga a ser una realidad viva y triunfante, rara que venga el reino
de los cielos, vino Je sús a hablar de lo que sabe, a dar testimonio de
lo que ha visto (Jn 3,11).
2. Jesús viene del cielo.
En
efecto, cuando habla Jesús del cielo no habla como de una realidad
maravillosa y lejana, sino como del mundo que es el suyo y que es para
él la realidad más profunda y más seria de nuestro propio mundo. Del
reino de los cielos posee él los secretos (Mt 13,11); al Padre que
tenemos en los cielos lo conoce como a su propio Padre (12,50; 16,17;
18,19). Para hablar así del cielo hay que venir de él, pues “nadie ha
subido al cielo, sino el que ha bajado del cielo, el Hijo del hombre que
está en el cielo” (Jn 3,13).
Porque es el Hijo del hombre, un hombre cuyo destino pertenece al cielo,
un hombre venido del cielo para retornar a él (Jn 6,62), sus obras son
del cielo, y su obra esen cial, el sacrificio que hace de su carne y de
su sangre, es el pan que Dios nos da, el pan “venido del cielo” (Jn
6,33-58) y que da la vida eterna, la vida del Padre, la vida del cielo.
3. En la tierra como en el cielo.
Si
bien Jesús viene del cielo y vuelve a él, y si bien se dice también con
verdad que los cristianos están ya en el cielo con él y que el Padre los
ha “resucitado y hecho sentar en los cielos” (Ef 2,6; cf. Col 2,12;
3,1-4), sin embargo la obra de Jesús continúa; ésta consiste en unir
indisolublemente la tierra al cielo, en hacer que “venga el reino” de
los cielos, que se haga la voluntad de Dios “en la tierra como en el
cielo” (Mt 6,10), “que todos los seres sean reconciliados por él en la
tierra como en los cielos” (Col 1,20). Habiendo recibido en su
resurrección todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt 28,18), habiendo
penetrado por la sangre de su sacrificio en el santuario de Dios, el
cielo (Heb 4,14; 9,24); habiendo sido exaltado “más arriba de los
cielos” (7,26) y estando sentado a la diestra de Dios, ha sellado entre
la tierra y el cielo la nueva alianza (9,25), e inviste a la Iglesia de
su poder, realizando él en el cielo los gestos que ella hace sobre la
tierra (Mt 16,19; 18,19).
4. Los cielos abiertos.
De
esta reconciliación operada por Jesús nos han sido dados signos. Sobre
él se abrieron los cielos (Mt 3,16), descendió el Espíritu de Dios (Jn
1,32); a su vez, los suyos conocieron esta experiencia: en un gran ruido
(Hech 2,2), en una luz (9,3), en una visión (10,11) se abrió sobre ellos
el cielo y descendió el Espíritu. Cristo cumplió su promesa: “Veréis el
cielo abierto... sobre el Hijo del hombre” (Jn 1,51).
VI. LA ESPERANZA DEL CIELO.
“Nues tra ciudad está en el cielo, de donde esperamos ardientemente como
salvador a nuestro Señor Jesucristo, que reformará el cuerpo de nuestra
vileza conforme a su cuer po glorioso en virtud del poder que tiene para
someter a sí todas las cosas” (Flp 3,20s). Aquí están reunidos todos los
rasgos del cielo de la esperanza cristiana. Es una ciudad, una comunidad
hecha para nosotros; una nueva Jerusalén (Ap 3,12; 21,3.10ss); desde
ahora es nuestra ciudad, en ella se construye la morada a que aspiramos
(2Cor 5,1). Es un nuevo universo (Ap 21,5), compuesto, como el nuestro,
de “nuevos cielos y nueva tierra” (2Pe 3,13; Ap 21,1), pero de donde
habrán desaparecido “muerte, llanto, grito, pe na” (Ap 21,4), “impureza”
(21,27) y noche (22,5). Cuando aparezca, el universo antiguo, “el primer
cielo y la primera tierra” habrán desapare cido (21,1) en la fuga
(20,11), como un libro que se enrolla (6,14). Será, no obstante, nuestro
universo, pues nuestro universo es para siempre el del Verbo hecho carne
y de su cuerpo; el cielo no sería nada para nosotros si no fuera la
comunión con el Señor (1Tes 4,17; 2Cor 5,8; F1p 1,23), que somete a sí
todas las cosas para entregarlas todas a Dios Padre (1Cor 15,24-28).
JEAN-MARIE FENASSE y JACQUES GUILLET
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