SUMARIO: Premisa:
Ámbito y metodología de la investigación - I. El emisor y el receptor deben
estar "motivados": 1. Conocimiento recíproco; 2. Correspondencia con los
intereses reales; 3. Respuesta a los problemas concretos - II. La codificación y
la descodificación deben ser correctas: 1. Códigos que se refieren al espacio:
a) Espacio y comunicación, b) Espacio y celebración litúrgica, e) Algunas
transformaciones recientes, d) Silencio y sonoridad, e) El uso del
espacio-iglesia por parte de los fieles; 2. Códigos icónicos; 3. El código de
los objetos; 4. El código "vestido"; 5. El código de los gestos: a) La falta de
espontaneidad, b) La gesticulación del celebrante; 6. Los códigos
verbales: a) Los códigos paralingüísticos, b) El código lingüístico -
III. Debe haber una verdadera interacción ("feed-back"): 1. Lo "predeterminado"
en la misa; 2. El canto; 3. La homilía - IV. Debe darse apertura a lo real: 1.
Signos reveladores; 2. El "aquí y ahora" y la universalidad - V. Conclusión.
Premisa: Ámbito y metodología de la investigación
Queremos abordar en esta voz un estudio del acontecimiento misa asumiendo
el punto de vista típico de las ciencias que se interesan por la comunicación
humana. En este sentido, estudiaremos solamente una dimensión de la celebración
eucarística: la misa en cuanto grupo de personas reunidas que realizan
una serie de procesos comunicativos. No se trata de un punto de vista que
permita la formulación de juicios globales, ya que la misa es mucho más que un
hecho comunicativo humano: es la celebración conmemorativa y sacramental del
sacrificio que Cristo realizó en la cruz. No obstante, las conclusiones a que
lleguemos pueden ser de alguna utilidad para agentes de pastoral, teólogos y
liturgistas.
La materia es vastísima y sería preciso afrontarla provistos de un bagaje de
conocimientos muy amplio, extraído de diversas disciplinas científicas; haría
falta el trabajo de un equipo. Pero nuestra intención es simplemente sugerir
que el tema misa puede y debe ser estudiado también desde el punto de
vista de la comunicación para llegar a conclusiones operativas.
Este será nuestro modo de proceder: destacaremos y explicitaremos sucesivamente
cuatro condiciones que parecen esenciales para que de algún modo se pueda dar
una situación de auténtica comunicación humana, y después aplicaremos en cada
caso los datos adquiridos a la situación comunicativa
misa.
La misa de que se habla en esta voz no es la que se celebra en I grupos
particulares, o la presidida por el obispo con ocasión de una visita pastoral,
sino la misa normal que se celebra en nuestras parroquias todos los domingos
per annum.
Casi no hace falta indicar otro límite de esta voz: estudia únicamente la
misa en cuanto acontecimiento de comunicación; pero tal investigación podría
extenderse legítimamente a todo el mundo litúrgico, y por tanto también a la
celebración de los otros sacramentos y
sacramentales (que, en cualquier caso, la mayor parte de las veces ocurre
durante la misa).
I. El emisor y el receptor deben estar "motivados"
La primera de las condiciones fundamentales para que un encuentro humano llegue
a ser un momento de auténtica comunicación es que emisor y receptor estén
personalmente motivados para realizar este encuentro; y parece
legítimo añadir que la riqueza humana de un momento de comunicación es
proporcional al nivel de participación de las personas que están implicadas en
ella.
Esta motivación puede analizarse así: a) incluye un conocimiento
recíproco (quizá mínimo inicialmente), que garantice un encuentro capaz de
aportar elementos nuevos para enriquecer la experiencia propia: hay una
confianza recíproca; b) conlleva la convicción de que el argumento de que
se trata
corresponde a intereses
reales, a necesidades concretas; c) supone la razonable expectativa de que
del diálogo surgirán indicaciones y apoyos para llegar a soluciones concretas
de los problemas tratados: al que busca un verdadero encuentro con la gente
que le rodea no le interesan conversaciones siempre iguales ("ya
sé lo que va a decir"), sin perspectivas de solución de los problemas reales
("no sirve para nada"), con tan poco gancho que le dejan deprimido y
desilusionado ("es un discurso abstracto, que se va por las nubes...").
Estos elementos, que dan cuerpo a la motivación y establecen las condiciones
para la realización de un verdadero encuentro humano, ¿se hallan en la asamblea
de los que participan en la misa? Una respuesta documentada exigiría los
resultados de una investigación que todavía no se ha realizado. Para que la misa
resulte motivada y sea un verdadero encuentro humano ha de reunir las
siguientes condiciones.
1. CONOCIMIENTO RECÍPROCO.
Mucha gente ve en la misa un rito a través del cual entra en un diálogo
personal-individual con Dios, y no un encuentro comunitario de los
creyentes, en el que se descubre la presencia y la palabra de Dios tanto en el
acto litúrgico como en la vida. En este caso, la presencia de los otros es
solamente ocasional, secundaria, y no hay ninguna razón especial que empuje al
conocimiento-diálogo con ellos; es más, los otros podrían convertirse en una
molestia. Por el contrario, quien busca el encuentro comunitario desea que este
encuentro con los otros sea una especie de signo-sacramento del encuentro con
Dios.
Motivaciones tan diversas llevan a comportamientos asimismo diferentes, no
conciliables de hecho.
Depende de la primera actitud el hecho de que en nuestras asambleas generalmente
no exista el deseo de establecer relaciones de amistad con las personas que nos
rodean o con el mismo sacerdote que celebra. Por lo menos, no se aprecian
signos que prueben lo contrario: si no hay un conocimiento anterior, el
gesto de la paz se reduce a un gesto entre extraños; no es un gesto
abierto, de ruptura de esa lejanía. Al final de la misa, fuera de la
iglesia, la situación es la misma que se da a la salida de cualquier reunión; es
más, después de una obra de teatro o de un concierto la gente no desaparece tan
rápidamente.
Por lo demás, el mismo sacerdote no parece que busque una relación directa,
personal: en general, evita el contacto visual con los que están delante; no hace
referencia a la situación concreta del aquí y ahora, no siente la
necesidad de presentarse cuando se encuentra ante una asamblea que no le conoce
y que quizá esperaba a otra persona. Es totalmente excepcional que alguna
persona se quede después de la celebración para profundizar junto con el
sacerdote los temas propuestos por las lecturas o por la homilía.
2. CORRESPONDENCIA CON LOS INTERESES REALES. En cuanto al
valor existencial atribuido a la celebración eucarística, se podría afirmar
que existen notables diferencias entre persona y persona: hay quien está
presente en la misa porque se trata de un hecho habitual, ritual ("el domingo
no es domingo sin misa"); otros están presentes por presión del grupo o de la
familia...; otros, en fin, por una convicción muy precisa.
Que existen estas diferencias, se puede deducir de algunos
hechos: el retraso con que la gente llega a misa; los puestos ocupados en el
espacio disponible; el comportamiento que se consiente a los niños... A pesar
de todo, la situación actual es ciertamente mejor que la del pasado más
reciente: hoy las presiones llevan solamente a la iglesia a los que tienen una
vaga intención de ir.
3. RESPUESTA A LOS PROBLEMAS CONCRETOS. No es fácil afirmar si
son muchos o pocos los que buscan en la misa una respuesta a sus problemas
concretos o si encuentran caminos de solución y ayuda para la vida cotidiana.
Más bien la impresión común es que la misa no afronta nunca esos problemas y
es aburridamente repetitiva ("ya se sabe cómo se desarrolla y cómo va a
acabar"; "las palabras
del sacerdote son siempre las mismas"; "es siempre un discurso abstracto"...).
Así la presencia en la celebración termina por convertirse en un soliloquio con
la propia fantasía y con los propios problemas.
Un signo revelador de esta situación puede ser el automatismo con que la
asamblea responde a las palabras del celebrante; por ejemplo, en algunos
prefacios el primer párrafo ("En verdad es justo...") acaba con las palabras
"por Cristo Señor nuestro", y muchos responden puntualmente: "Amén". Por otra
parte, el modo como el sacerdote lee las partes fijas de la misa
lleva en ocasiones a pensar que también para él se trata de un acto repetitivo,
automatizado: préstese atención, por ejemplo, al modo como se pronuncia la
conclusión de las oraciones: "Por nuestro Señor..." Se tiene la impresión de que
solamente se quiere provocar la respuesta de los fieles: "Amén".
Es más bien raro, en cambio, que la misa, y en especial la homilía, se
concreticen en un momento de comunicación en torno a un tema conductor único (no
sobre mil problemas, dejados después sin resolver); un tema claro, relacionado
de modo evidente con la vida concreta de los presentes.
II. La codificación y la descodificación deben ser correctas
La segunda "condición" para que pueda darse una auténtica comunicación humana es
que se den los procesos de codificación y descodificación adecuados. Esta
afirmación pone en contacto con un tema muy amplio, que conviene analizar por
partes. Precisemos ante todo que por codificación y descodificación se
entiende el doble procesodel que vive la comunicación, a través del cual,
por una parte, se, confían contenidos mentales a elementos perceptibles
(escritura, gesto, palabra, imágenes...); por otra parte, partiendo de estos
signos sensibles, se reconstruyen los significados que les han sido confiados:
para indicar "prohibido circular" pongo una determinada señal de tráfico
(codificación); por esta señal el conductor entiende que está prohibido pasar
(descodificación).
a) Para comunicarse, evidentemente, es necesario
que las personas interesadas conozcan y utilicen de hecho el mismo lenguaje,
el mismo código. Es importante recordar este principio por dos
razones al menos.
La primera es la necesidad de subrayar que el uso del mismo lenguaje significa
radicalmente que se hace referencia a experiencias humanas comparables (si no
exactamente iguales). Obviamente, para hablar de cosas superficiales o de fondo
puramente técnico, lo que acabamos de afirmar tiene una importancia sólo
relativa: también con el uso aproximado de una lengua puedo charlar... o comprar
y vender. Pero si la comunicación trata de temas como la familia, el amor, el
pecado, el sentido de la sociedad, la imagen de Dios..., ni siquiera una lengua
común entre los interlocutores es suficiente si la cultura y la experiencia
personal son radicalmente diversas. En tal caso, en efecto, las palabras tienen
sólo aparentemente el mismo significado: es necesaria una comunión de vida para
superar la pobreza de las palabras y descubrir la riqueza de los significados de
los mensajes pertenecientes a las diversas culturas.
La segunda razón que motiva nuestra atención a este principio esque para
comunicarse no es suficiente conocer la misma lengua y participar de la
misma experiencia de vida; es necesario que el receptor decida descodificar
el mensaje según las instrucciones dadas por el emisor: de hecho, nosotros,
cuando enviamos un mensaje, damos también las instrucciones según las cuales el
receptor debe operar si quiere comprendernos. El emisor "hombre"
envía mensajes muy complejos; es más, envía muchos mensajes al mismo tiempo (el
modo de vestir, de mirar, el tono de voz, las palabras que usa...); en un
determinado momento puede usar signos con un significado diverso del
acostumbrado, modificándolos en un instante (por ejemplo, puedo decir "eres un
burro" como una broma, con el significado de "¡eres simpático al aparentar que
no entiendes!"). Si las cosas son así, es evidente que para recibir el mensaje
transmitido por el emisor, el receptor no sólo debe conocer los códigos que se
usan, sino que también debe obedecer a las instrucciones dadas por el emisor
para una perfecta descodificación. Nuestro lector, por ejemplo, en vez de seguir
el sentido explícito del discurso, podría prestar atención al tipo de estructura
.gramatical usada en el texto, a la puntuación correcta o no, a la pobreza o
riqueza de la terminología; en tal caso, aunque conozca perfectamente la lengua
acabará por no captar los contenidos de lo que se escribe.
b) Para codificar de modo que se garantice al máximo la comprensibilidad
de lo que se quiere decir, es necesario prestar atención a las características
del medio que se utiliza y conocer (para adecuarse a ellas) la
disponibilidad-capacidad del receptor en la situación concreta en que recibe el
mensaje. Así, no es un modo eficaz de comunicación hablar "con tono familiar"
cuando se debe hacer un informe en una reunión oficial: sería rechazado incluso
antes de ser escuchado. Y cuando hablo confidencialmente con un grupo de
personas, aunque sea una conferencia, no puedo usar el mismo lenguaje que al
redactar un curso universitario; en efecto, el texto escrito deja a cada uno la
libertad de usar su propio ritmo, y permite leer de nuevo lo que no se ha
comprendido, cuando es necesario; por el contrario, la comunicación oral
solamente puede apoyarse en la familiaridad del tema tratado y de los términos
utilizados, así como en la memoria inmediata del receptor, que está obligado a
seguir el ritmo impuesto por el fluir de nuestras palabras, sin posibilidad de
volver a escucharlas, sin pausas para la reflexión escogidas individualmente: la
comunicación oral debe ofrecer más elementos para explicitar y relacionar los
diversos conceptos que un texto escrito.
c) Para codificar y descodificar correctamente es necesario que emisor y
receptor tengan en cuenta los respectivos puntos de partida; en efecto,
cada afirmación se hace, y por tanto puede ser comprendida, a partir de lo que
ya se ha expresado, y está condicionada por lo que, aunque no se haya dicho
explícitamente, influye sobre la comunicación. El receptor comprende cuanto se
le comunica a la luz de un contexto de conocimientos precedentes, `así como en
función de un cierto tipo de expectativas: la descodificación es fruto también
de una precomprensión. Si estos conocimientos precedentes y estas
expectativas dan una imagen negativa del emisor, cada mensaje proveniente de
esta fuente estará marcado por un prejuicio negativo. De
nada sirve lamentarse; es más productivo trabajar para mejorar la propia imagen.
Si en cierto contexto la iglesia es considerada la longa manus de las
potencias y culturas occidentales, no se puede pretender que sus mensajes y sus
actividades sean correctamente comprendidas. Es necesario actuar directamente, a
fin de que cambie la imagen de la iglesia; y no sólo planteando el mensaje de
modo que se prevean o desmientan eventuales interpretaciones falsas, sino
actuando concretamente, porque los signos y los hechos constituyen el contexto
global en el que se da la comunicación. Es, pues, ingenua la pretensión de que
los mensajes particulares sean descodificados en un ambiente aséptico. La
comunicación es un hecho global, un continuum (como un flujo
continuo); los mensajes individuales son segmentos particulares de este
flujo y están afectados por el conjunto. Así, también comunican los silencios,
al menos cada vez que para el receptor una toma de posición del emisor se da por
descontada. Si, por ejemplo, sucede cualquier cosa muy grave para el país, y la
predicación (o las transmisiones de radio o televisión de carácter religioso) no
la hace objeto de una reflexión desde el punto de vista cristiano, es inevitable
que este silencio —aunque quizá no haya sido intencionado porque la transmisión
pudo haberse grabado con antelación—sea significativo, negativamente
significativo. La iglesia tiene una imagen pública: no puede hablar o guardar
silencio sin que ello deje de influir en la comunicación. Esto es más verdad
hoy, gracias a los medios de comunicación, socialmente omnipresentes. Así, un
papa no puede confesar en San Pedro sin valorar la gran resonancia que este
gesto tendrá en la opinión pública.
Ser conscientes de esta realidad de la comunicación hoy es indispensable; es
útil incluso. Juan Pablo II nos recordó a todos la importancia del sacramento de
la reconciliación con un simple gesto.
Resumiendo esquemáticamente cuanto se ha dicho: para que los procesos de
codificación y deseodificación sean los adecuados se requiere: 1) que los
interlocutores conozcan y utilicen correctamente los mismos códigos (los mismos
sistemas de signos); 2) que los
mismos interlocutores hagan referencia a experiencias al menos de algún modo
comunes; 3) que el emisor se adecúe a la situación en que se realiza la
comunicación; 4) que se tenga presente el influjo de cuanto ha sido expresado
antes (peso determinante de las precomprensiones y de las expectativas de los
receptores). A este esquema haremos referencia, en particular [-> infra, 6, b]
cuando hablemos del código lingüístico.
Esta segunda condición, cuyo objeto es la exactitud de la codificación y
descodificación, ¿se realiza en la misa? Es imposible responder en abstracto y
genéricamente, porque la pregunta apunta a cada una de las situaciones
concretas. La respuesta debería buscarla cada celebrante (junto con su
comunidad), ya que sobre él pesa de un modo especial el deber de garantizar la
comprensión y la riqueza del mensaje anunciado en la misa. La aportación que
aquí se ofrece puede ser un instrumento para este trabajo; se concreta en una
reseña de los códigos y mensajes existentes en la celebración, y en un análisis
un poco más atento del uso de los códigos verbales.
1. CÓDIGOS QUE SE REFIEREN AL
ESPACIO. El primer bloque de mensajes sobre los que se pretende
llamar la atención es el que se refiere a los diversos elementos que constituyen
el espacio en que se realiza la celebración.
a) Espacio y comunicación. Es un error considerar
al hombre y al ambiente como dos entidades separadas, y no como partes
integrantes de un sistema verdadero y típico de interacciones. Desde siempre y
en cada cultura el hombre expresa mensajes a través de los distintos modos de
situarse en el ambiente y de modelar constructivamente el espacio. La
arquitectura, entendida como modo de construir, independientemente del
valor artístico de los resultados, interpreta en cada momento la concepción que
el hombre tiene de sí mismo, de su relación con los otros y con Dios; traduce en
estructuras más o menos sólidas (también esto es significativo) el valor
atribuido a los diversos momentos de la vida humana individual, familiar,
comunitaria y social. Es reciente el nacimiento de una ciencia —la proxémica—
que estudia precisamente cómo utiliza el hombre el espacio, cómo
interpreta el espacio que le rodea, qué mensajes confía a su
comportamiento espacial. Para ninguno de nosotros es indiferente (= sin
significado) la distancia a la que nos
colocamos con respecto a otra persona: no tiene el mismo diámetro el círculo de
gente que se forma alrededor del campeón deportivo después de una victoria que
el que se forma alrededor del obispo en la visita pastoral. La diferencia es
significativa de las diversas relaciones que unen a las personas en ambos casos.
También nuestro comportamiento en la iglesia utiliza una serie de señales
espaciales con un significado muy preciso.
Pero el espacio no se define sólo por las estructuras arquitectónicas, por la
decoración o por las diversas posturas adoptadas por las personas presentes:
también la dimensión sonido entra en juego. Para darse cuenta de ello,
préstese atención a la importancia que tiene la música de fondo en un
supermercado. Aunque se han dejado fuera los ruidos de la calle, en definitiva
nos encontramos en una situación análoga (gente que va y viene, carritos que
circulan, productos que se descolocan o caen...). En cambio, la música se
sobrepone a esos ruidos y crea una atmósfera a la medida para todos los
que entran. Se deja a cada uno a solas con sus pensamientos, porque todos los
ruidos capaces de recordarle realidades poco o muy extrañas están sofocados.
b) Espacio y celebración litúrgica. Para construir su ambiente de culto
los primeros cristianos escogieron el modelo de la basílica romana y no
el del templo; optaron, por tanto, por una estructura concebida para ser
esencialmente lugar de encuentro. Con esta elección, decididamente
revolucionaria (no sin razón los paganos les llamaban ateos), los cristianos se
situaban fuera de toda tradición religiosa: todas las religiones del ambiente
europeo, del Medio Oriente y egipcias concebían el templo esencialmente como
casa de Dios; el lugar de los fieles se encontraba fuera de este espacio. En
la basílica, por el 'contrario, el espacio es único, y es en el encuentro de la
comunidad donde se celebra el encuentro con Dios.
A través de los siglos y de las culturas, el ambiente cultual cristiano ha sido
diversamente estructurado, según los diferentes modos de concebir los.roles en
la comunidad y el sentido de la presencia y la trascendencia de Dios y según el
modo de celebrar la eucaristía [-> Lugares de celebración, I-II].
c) Algunas transformaciones recientes. Tomemos en
consideración algunos de los cambios más llamativos efectuados en los últimos
veinte años. Las iglesias ya no se han desarrollado en vertical y según líneas
paralelas o como ejes cartesianos (naves, crucero, con el altar bastante lejano
o sobre una serie de peldaños). La forma que ha prevalecido es de tipo más o
menos circular, y se desarrolla en sentido horizontal: el altar está en medio de
la asamblea, elevado apenas uno o dos peldaños. La iglesia se ha convertido así
en signo de la comunidad que se encuentra alrededor del memorial del Señor.
La trascendencia ya no se expresa a través de la verticalidad de la construcción
o de la suntuosidad de los mármoles: es como decir que Dios no está en lo alto
en sentido material ni ama la riqueza... La trascendencia (el misterio de Dios,
la diversidad y la sacralidad del ambiente) se expresa, al parecer, en la
severidad de la construcción de cemento armado, privada de todo adorno, y en el
uso de la luz, que cae sobre el altar.
Así en las nuevas construcciones. En las iglesias más tradicionales, el mensaje
de la iglesia como lugar de la comunidad se manifiesta en la construcción
del altar vuelto al pueblo, la eliminación de la balaustrada, la colocación de
las sillas. No siempre la solución es significativa: a veces la nueva
disposición resulta inexpresiva. Piénsese en las sillas situadas al lado del
altar, de modo que el celebrante termina por encontrarse trasversalmente con
respecto a la dirección en que está orientado el público: no se ha querido (o
podido) dar la espalda al altar principal, pero se ha impedidoel diálogo
directo, el encuentro cara a cara con la comunidad.
d) Silencio y sonoridad. Pienso que el sonido ha adquirido una
nueva dimensión en nuestro tiempo —en lo que se refiere a la "iglesia"—, al
menos por dos motivos. Antes se usaban materiales de construcción menos
reverberantes y más aislantes de los ruidos (un muro de ladrillos o de piedra,
de un metro de ancho o más, es acústicamente incomparablemente inferior a la
pared elástica con una simple capa de cemento); hoy el nivel del ruido se ha
elevado enormemente. El espacio-iglesia debería dar al que entra la sensación de
paz, de ausencia de tensión: el silencio (verdadero y propio
silencio-ausencia-de estímulos-sonoros) es un componente esencial. Si
estuviéramos convencidos del valor decisivo de cuanto se ha dicho, le daríamos
más importancia, independientemente de las consideraciones de la originalidad
con que el arquitecto se propone tratar las estructuras principales; no se
construiría, por ejemplo, una iglesia en el cruce de dos calles con mucho
tráfico, una de las cuales tenga un semáforo (= aceleraciones continuas); no se
construiría con cemento armado y con grandes superficies de vidrio, porque el
espacio-iglesia resultaría mucho más ruidoso y ninguna instalación acústica
podrá restituir a la comunidad las condiciones necesarias para sentirse en "su
casa", escuchando su propia oración y sus propios cánticos.
Además del silencio, es preciso cuidar la sonoridad del espacio-iglesia. Tampoco
en las iglesias antiguas es siempre fácil obtener que en todos los lugares se
oiga bien la voz del celebrante o del lector. Sin embargo, esto es mucho
más urgente hoy, cuando la celebración vive de la escucha. Antes, como se
celebraba en latín, la comprensión no era esencial, porque la música de fondo
durante la misa funcionaba en cierto modo como la música en los supermercados:
ayudaba a cada uno a hacer su oración. Hoy, cuando la escucha se ha hecho
esencial, a veces ha habido más preocupación por dar una mano de pintura a las
paredes o por revestirlas de mármol que por estudiar las soluciones aptas que
permitan en todo momento una escucha digna de la liturgia.
e) El uso del espacio-iglesia por parte de los fieles.
Entre los fieles hay quien prefiere el lugar más alejado del
altar y más cercano a la puerta; otros se distribuyen diversamente por los
bancos: unos se sitúan en los primeros puestos, otros permanecen junto a las
paredes laterales y algunos se refugian en el coro, quizá completamente alejados
de cuanto sucede en el altar. Hay quien se aísla y quien se acerca a los otros.
Todos preferimos el extremo del banco; ocupamos primero los bancos libres,
manteniendo una determinada distancia de la persona más cercana (si es posible),
distancia proporcional a la relación que se tenga con ella. El modo de escoger
el puesto en la iglesia no carece de significado: expresa nuestra disponibilidad
para dejarnos envolver por la celebración y la comunidad. Las misas celebradas
en iglesias en las cuales los puestos más ocupados son los más cercanos al altar
alcanzan un nivel comunicativo no comparable al de las iglesias donde los
puestos preferidos son los que están junto a las salidas.
Adelantamos ahora algunas ideas sobre la importancia de las posturas que
asumimos durante la celebración. Antes estábamos sentadoso de rodillas,
raramente de pie: tres posturas consagradas por ese extraño mueble que es el
banco, que ordena a toda la asamblea en filas precisas, determina el puesto de
las personas importantes y consiente las tres posiciones recordadas, impidiendo
los cambios. Hoy estamos sentados o en pie, raramente de rodillas; salvo en
circunstancias especiales, no existen puestos reservados. Quizá el banco en la
iglesia deje de ser un instrumento organizador del espacio y no se lo considere
necesario; en efecto, ya ha desaparecido donde se ha redescubierto el valor de
otras posturas para la oración.
2. CÓDIGOS ICÓNICOS. Nos referimos al sistema de signos, más variado y complejo que nunca, que son las
imágenes. La iglesia, especialmente la tradicional, es lugar de imágenes; son
patentes desde la entrada; por ejemplo, el viacrucis, los cuadros, las estatuas
de santos (quizá el cepillo para las ofrendas). En las construcciones más
recientes, por el contrario, las paredes están totalmente desnudas. Las iglesias
son como libros diferentes, abiertos, en los que se puede leer mucho sobre el
tipo de religiosidad vivido por la comunidad que en ellas se reúne. Las imágenes
son uno de los signos más elocuentes para esta lectura. Muchas de ellas son puro
adorno, sin la menor inspiración religiosa. Esto es verdad sobre todo en
muchísimas iglesias del siglo pasado y de comienzos de éste. Una comparación con
el arte románico, por ejemplo, con las portadas de iglesias y monasterios (Ripoll,
Vezelay, Moissac) o también de otras comunidades más pobres de la misma época
resulta iluminador: el arte tiene ahí un papel importante.
Hoy, desgraciadamente, persiste
una grave incomprensión entre el mundo del arte y la comunidad cristiana.
También es verdad que resulta más bien difícil introducir en nuestras iglesias
algunas expresiones del arte religioso moderno; sin embargo, no existen
solamente las formas exasperadas de búsqueda lingüística. Tampoco es una
solución recaer en lo obvio, en lo banal, olvidando la gran lejanía que se
advierte entre las nuevas generaciones y muchos de los modos tradicionales de
representar a los santos, a la Virgen o a Cristo.
La comunidad tiene necesidad de artistas, tanto como de profetas y testigos. El
arte es la forma más alta que tenemos para celebrar el misterio, la grandeza y
la bondad de Dios. De aquí la urgencia de preguntarse cuál es el mensaje o, si
se prefiere, la impresión que el individuo y la comunidad reciben del conjunto
de las imágenes de una iglesia. Ciertamente contribuyen a construir el contexto
de la celebración: una imagen cambia el espacio en el que se coloca, lo
determina, lo banaliza y lo exalta. Parece útil recordar el uso litúrgico que la
iglesia ortodoxa hace de los iconos. En el umbral de la iglesia, sobre un
solemne atril, se coloca un icono que representa el misterio del Señor celebrado
en cada período litúrgico. Nadie puede entrar sin sentirse acompañado de una
precisa sugestión para su oración.
3. EL CÓDIGO DE
LOS OBJETOS.
Los objetos no son solamente cosas concretas. Son signos, contienen mensajes. No
sólo por el hecho de que estén o no estén, sino también por el modo de ser
utilizados, presentados o conservados.
El cirio pascual es un signo bien definido por la liturgia: recuerda la vigilia
pascual, la luz de Cristo resucitado, alfa y omega, Señor del tiempo, el
bautismo... Los otros cirios son ordinariamente de dos tipos: la vela común más
o menos adornada, que se consume normalmente; y la vela artificial, que no debe
consumirse: lleva en su interior otra vela, de poco costo, empujada hacia lo
alto por un resorte a medida que se va consumiendo. ¿Por qué se recurre tan a
menudo a la segunda solución? Por razones de estética (el cirio permanece entero
durante todo el tiempo en que se usa); por razones económicas (las velas
internas son de tipo estándar para todos los candeleros y se consumen por
completo); por razones prácticas (el sistema es más rápido, la cera no gotea y,
por tanto, no necesita mucho mantenimiento); son razones de orden sobre todo
material, sin preocupación por la autenticidad del símbolo.
Lo mismo puede decirse de las flores naturales en comparación con las
artificiales; de las lámparas votivas eléctricas, que simulan el movimiento de
la llama... Como es natural, las flores naturales exigen un cuidado diario para
que no se estropeen demasiado rápidamente, y también las velas de verdad exigen
cuidados: sustituirlas, limpiarlas, etc. E igualmente, si no se cubre el mantel
blanco con plástico más o menos transparente, habrá que cambiarlo con
frecuencia.
Pero estas elecciones y estos cuidados ¿no son quizá significativos, es decir,
signos de la fe de la comunidad que celebra? Es ciertamente dificil comprender
el valor del cirio pascual cuando ha quedado reducido a medio cirio, sobre el
que se ha empalmado en el mejor de los casos otro medio cirio de color y
diámetro diversos (ia menos que por otros signos no quede claro que esto es lo
máximo que la comunidad se puede permitir!). Por lo mismo es también
problemáticodescubrir el valor del misterio eucarístico si la limpieza del altar
y de los vasos sagrados deja que desear.
En estos últimos años se ha modificado claramente la forma del cáliz, del copón
y de la patena. Parece ser que se tiende a modelarlos conforme a los objetos que
usamos en la mesa. Sin embargo, hay límites que no se deben superar: un objeto
debe aparecer como signo de la función a la que es destinado. No es correcto
usar sobre el altar el mismo plato y el mismo vaso que usamos en la mesa. Si se
hiciese así, se manifestaría la voluntad de indicar que la misa es una cena
parecida a las comidas familiares; pero entonces, ¿a qué confiaremos los demás
significados que no se deben perder, a saber: que se trata de la cenamemorial
del sacrificio de Cristo, cena simbólica de una comunidad a la que se ha
confiado un rito, al que se mantiene fidelidad desde hace siglos en todas las
partes de la tierra?
4. EL CÓDIGO
"VESTIDO". Que el
modo de vestir es un modo de comunicarse, es indudable. El vestido no sirve
solamente para cubrir y proteger. Sirve para decir si es día de fiesta o de
trabajo, si hay alguna circunstancia especial o no, si tenemos un papel "preciso
en la sociedad (el uniforme) o no; sirve para definir la relación que queremos
establecer con los otros, el modo de vivir nuestra sexualidad; dice de nuestro
descaro o nuestra simplicidad... También el modo de vestirse de las personas que
entran en la iglesia merece nuestra atención. Sobre este tema o, mejor, sobre un
aspecto de él ha habido una cierta preocupación desde hace tiempo: si existiese
una colección de los avisos fijados a las puertas de las iglesias
para recomendar un vestido decente, se podría deducir de los mismos no sólo la
evolución de las situaciones y de la sensibilidad, sino también los diversos
modos, más o menos respetuosos, utilizados por el clero para dirigirse a la
gente que entra en la iglesia. La necesidad de intervenir a este respecto
significa, desgraciadamente, que ciertos comportamientos están ya introducidos.
El talante de la comunidad (que se supone existe) no es capaz de hacerlos
desaparecer, haciendo resaltar su incongruencia. Sin embargo, es verdad que cada
vez con más frecuencia esos comportamientos pertenecen a gente extraña, a
turistas, más que a miembros de la comunidad.
Desde este mismo punto de vista se debería examinar también el significado de
las vestiduras del celebrante y de los que sirven en el altar: no por la manía
de volver a discutir todo, sino por la exigencia de abandonar cuanto a lo largo
del tiempo se ha ido sobreponiendo a la simplicidad inicial. Es importante ser
austeros en el uso de los signos, sin permanecer sujetos a una suntuosidad que
es de otros tiempos y de otra sensibilidad.
5. EL CÓDIGO DE LOS
GESTOS.
Este tema, al que ya hemos aludido [-> supra, 1, e], es muy amplio:
nos interesa comprender el significado de los -> gestos realizados por el
particular, por la comunidad como tal y por el celebrante.
a) La falta de espontaneidad. En la misa no hay
prácticamente ningún gesto espontáneo, ni por parte de los fieles ni por parte
del celebrante, que exprese de modo inmediato y significativo la novedad,
la no repetibilidad del acontecimiento que se' celebra aquí y ahora.
La misa parece ser, por definición, la repetición de una serie de
prescripciones formales. Al decir esto, se pretende poner de manifiesto una
tendencia, más que un dato constante de hecho; tampoco se quiere hacer un
juicio, para cuya formulación se deben tener en cuenta muchos factores, entre
ellos la amplitud de la asamblea. De hecho, incluso el gesto de la paz es
frecuentemente realizado con la rigidez de un acto formal, a pesar de ser el
único propuesto como siempre nuevo (¡no sé quién estará junto a mí!) y el
único momento en que se establece explícitamente una comunicación
interpersonal entre los participantes en el rito que no sea el responder
juntos, cantar juntos o moverse juntos.
El deseo de recuperar este aspecto de la comunicación en la
misa se expresa hoy, especialmente en los grupos de personas que se conocen,
con el gesto de cogerse las manos durante el rezo del padrenuestro. Es un
gesto significativo, e incluso comprometedor; de hecho, algunas personas
sienten su intimidad invadida: no estrechan la mano, la prestan.
Obsérvese el modo en que los fieles entran y salen de la
iglesia: difícilmente se notarán gestos, maneras de comportarse, por los que
se reconozca que está reuniéndose o disolviéndose una comunidad.
El que preside la asamblea no participa en la realización
del encuentro comunitario sino a través de gestos ya programados por el
ritual: llega a la iglesia cuando la comunidad ya está reunida, no saluda (ni
despide) a la comunidad con gestos que expresen un conocimiento recíproco:
sitúa así el encuentro en un plano estrictamente ritual.
b) La gesticulación del celebrante. Con esta última
observación se introduce el tema de la gesticulación del celebrante, que
merecería un amplio tratamiento, precisamente porque parece que no se le da la
importancia debida; esto es, no es considerada como parte de la comunicación
confiada al presidente de la asamblea. Tómense, por ejemplo, los gestos que
constituyen el momento de la ofrenda del pan y del vino. Es más bien raro ver
a un sacerdote que haga coincidir las palabras referentes a la presentación
del pan, incluida la parte de la fórmula reservada a los fieles, con el
gesto de tal ofrecimiento; hay quien comienza a decir "Bendito seas..."
mientras coloca la hostia sobre la patena, y ya prepara el vino en el cáliz
cuando la comunidad aclama: "Bendito seas por siempre, Señor". El gesto ¿no
debería recibir su significado porque se lo realiza al mismo tiempo que el
celebrante y los fieles
formulan la ofrenda? Lo mismo puede decirse de la
elevación de la patena y del cáliz durante la doxología que concluye la
plegaria eucarística: no es frecuente ver a un celebrante que mantenga el
gesto incluso durante el amén de los fieles. A menudo, cuando se
pronuncia el que es el amén más solemne de la misa, las manos del
sacerdote están ya buscando el padrenuestro.
También el lavabo constituye, por así decir, un
problema desde el punto de vista de la comunicación. Si debe ser un gesto
simbólico, ¿por qué no es auténtico? ¿Qué comunica ese mojarse las
puntas de los dedos, aparte de la observancia formal de una rúbrica? (De
hecho, bajo ningún aspecto se puede considerar ese gesto como una purificación
de las manos.)
Es éste un punto decisivo: cada gesto que se realiza en
la misa, para poder llegar a ser expresión de un mensaje religioso, debe ser
antes que nada simple y humanamente verdadero. Lo banal no puede ser
portador de religiosidad. Si el signo es lavarse las manos, o se lavan de
verdad las manos o se omite; si el signo es mezclar el agua con el vino para
expresar nuestra participación en la vida y en el sacrificio de Cristo, no
debe convertirse en un jugar a contar las gotas de agua.
6. Los CÓDIGOS VERBALES. Son muchas las informaciones que
transmitimos al que escucha por medio de la palabra, el instrumento de
comunicación más dúctil y eficiente que tenemos a nuestra disposición. Sin
embargo, no es un instrumento de uso sencillo: tiene una complejidad
difícilmente agotable, como testimonia la gran cantidad de estudios que se
interesan por el lenguaje humano. El problema se complica más cuando se toma
como objeto de estudio el lenguaje religioso. Aquí queremos provocar y
encaminar una reflexión sobre la comunicación verbal en la misa.
a) Los códigos
paralingüísticos. El estudio del uso
concreto de la lengua propone una distinción bastante importante. El hecho,
cuando habla, utiliza una pluralidad de signos verbales que podemos dividir en
dos grandes categorías: los que se organizan en códigos lingüísticos y los que
se organizan en códigos paralingüísticos. Cada una de las lenguas es un código
lingüístico; por código paralingüístico se entienden aquellos sistemas que
organizan otras variantes y características introducidas por cada hablante: la
entonación, la pronunciación, el ritmo, la sonoridad... Las dos categorías de
signos son inseparables en cada hablante, mientras que en el texto escrito no
queda prácticamente ningún indicio de los textos paralingüísticos (excepto en
las escenificaciones teatrales o cinematográficas, etc., donde se indican los
diversos modos de pronunciar el texto: sonriendo, con sarcasmo...).
Los signos paralingüísticos participan en la definición del
mensaje: a menudo, en efecto, a través de estos signos proveemos al
interlocutor de la clave para descodificar correctamente lo que estamos
diciendo. Por ejemplo, la expresión ¡Felicidades! puede tener un significado
positivo o negativo, y es el tono con el que la pronunciamos el que indica el
significado que queremos darle.
Es interesante, durante la celebración de la misa, prestar
atención a los mensajes enviados a través de los códigos paralingüísticos. Se
puede conocer el origen del celebrante, de algún modo su carácter... Pero es
más importante observar que con frecuencia el tono adoptado por el celebrante
es lejano, profesional, con cantinelas e inflexiones (a veces) muy típicas. El
hecho merece también una reflexión, porque en todas partes usamos el
micrófono, que reproduce y agranda estas características negativas de la voz.
Además estamos acostumbrados a escuchar a los profesionales de la dicción del
cine, de la televisión y de la radio.
A través de los códigos paralingüísticos no se comunica
solamente nuestra participación en lo que realizamos: expresamos también
nuestra teología. En la misa hay un momento en el que la verdad de esta
afirmación resulta evidente: el relato de la institución. El tono con el que
el sacerdote pronuncia las palabras consecratorias está en estrecha
dependencia con su teología de la eucaristía. Es posible distinguir
fundamentalmente dos categorías de celebrantes: con una pizca de exageración
podremos decir que existe el sacerdote-mago y el sacerdote-historiador.
El primero, cuando llega a la fórmula consecratoria, se detiene (la asamblea
suspende todo rumor, incluso el toser), se inclina profundamente y, con un
tono totalmente diferente, pronuncia las palabras casi silabeándolas. Eleva
solemne y largamente la hostia, después se arrodilla profunda y lentamente.
Del mismo modo pronuncia las palabras sobre el cáliz, lo alza y se arrodilla
nuevamente. Ahora la asamblea respira, puede toser, se mueve: se puede
advertir siempre un cambio en la sonoridad del ambiente. El celebrante retoma
el tono anterior y se desliza sobre el texto velozmente, hasta el
padrenuestro. Por el contrario, el celebrante-historiador, cuando llega a la
fórmula, no interrumpe el tono de la lectura, ni introduce pausas lo
suficientemente largas como para separar las palabras consecratorias del
contexto de la narración; el gesto de ostensión a la asamblea es sólo un
ademán reverente; prefiere una sola genuflexión al final, como gesto
explicativo de la aclamación "Éste es el sacramento de nuestra fe".
La plegaria prosigue con calma: se pronunciará con mayor solemnidad la
doxología que acompaña a la elevación conclusiva de la plegaria eucarística.
Los dos diferentes modos de pronunciar la fórmula de la
consagración (junto, ciertamente, con otros signos de comportamiento) expresan
dos teologías diversas de la eucaristía, la una centrada en la
transustanciación, la otra en la misa como memorial. Con esta descripción un
poco forzada no se intenta dar un juicio de valor. Interesaba solamente llamar
la atención sobre este tipo de signos utilizado por nosotros.
b) El código lingüístico. Desde que la -> reforma
litúrgica introdujo la lengua vulgar, la importancia del código lingüístico
—en lo referente a la comunicación— ha llegado a ser determinante. Por
desgracia, la atención prestada a esta dimensión por parte de los celebrantes
no parece que sea la adecuada a su importancia. El mejor modo para estudiar
este aspecto de la "misa como comunicación" creemos que es el de referirse
al esquema presentado al final de la parte introductoria de este párrafo II.
1) Los interlocutores conocen y utilizan correctamente
los mismos códigos. Para que el mensaje sea comprendido por el receptor,
es necesario que el emisor lo codifique en signos comprensibles y que el
receptor lo descodifique refiriéndose al mismo sistema de signos. La
afirmación es tan obvia, que acaba por no tomársela en serio; de lo contrario,
los celebrantes se preocuparían más de explicar el sentido de las expresiones
rituales y se esforzarían por conocer las características de su auditorio.
La lengua usada en la liturgia es un lenguaje
especializado, y es normal esperar que el que frecuenta la iglesia lo posea,
al menos a un nivel elemental. Términos como "Espíritu Santo", "Hijo", "Padre"
(atribuidos a Dios), "amor", "con tu espíritu", "alianza", pueden ser
considerados —al menos en un primer nivel de comprensión— transparentes. Sin
embargo, no está fuera de lugar la hipótesis de que otras palabras, también
muy frecuentes, sean menos claras: "canon", "adviento", "la comunión del
Espíritu Santo", "gracia", "gloria", "temporal", "memorial",
"cordero de Dios", "efusión"... Hay frases enteras que son
repetidas frecuentemente, sin que su significado seaigualmente familiar: véase
el texto del Gloria o del Credo. Incluso el Padrenuestro
no es obvio del todo: por ejemplo, las palabras "santificado sea tu nombre".
Estas últimas deben ser explicadas.
Un dato importante que se ha de tener en cuenta: la cultura
religiosa incluye sólo para muchos fieles el vocabulario de preparación a la
primera comunión. Más aún: el ambiente católico español no se distingue por
una lectura asidua de la biblia (y una buena parte del lenguaje litúrgico está
sacado de la biblia). Ahora bien, el defecto de no situarse "en lugar de los
que escuchan" parece estar bastante difundido.
2) El emisor hace referencia a experiencias al menos de
algún modo comunes con el receptor. No basta
usar un lenguaje sencillo y términos claros o, en el caso de que sean nuevos,
que se haya explicado su significado: el emisor debe colocarse dentro del
horizonte experiencias y cultural del receptor. Es decir, debe hablar de temas
que pertenezcan a los intereses, las preocupaciones o las esperanzas de quien
le escucha; o bien, cuando se introducen temas que pueden parecer
absolutamente nuevos, es necesario relacionarlos con los intereses,
preocupaciones y esperanzas ya presentes, aunque no explícitas. Si se aceptan
estos principios, se siguen necesariamente algunas opciones importantes para
la comunicación en la misa. Por ejemplo, no se deberían proclamar ciertas
lecturas (en especial del AT) sin que las preceda una introducción que muestre
a qué problemas y esperanzas actuales responde el fragmento propuesto y sin
ofrecer el contexto necesario para comprenderlo, de modo que cada uno esté en
situación de escuchar personalmente lapalabra de Dios. No siempre se hace
esto; y no siempre, desgraciadamente, es posible hacerlo de una forma
razonablemente breve.
3) El emisor se
acomoda a la situación concreta en que la comunicación se realiza.
No es lo mismo hablar por teléfono, hablar cara a
cara o expresar las mismas cosas por carta. No es lo mismo leer un texto que
todos tienen a mano que leerlo para un grupo que está simplemente escuchando;
leerlo para un pequeño grupo o leerlo al micrófono en un ambiente mucho mayor.
Si el grupo es grande y el texto difícil, con mayor razón se deberá estudiar
con mucho cuidado la página que se va a leer, para determinar el ritmo de la
lectura, lo que se debe acentuar, los silencios: el objetivo es ofrecer al que
escucha casi una interpretación que facilite la comprensión del texto. No
supone la misma dificultad la redacción de un artículo que la preparación de
la homilía.
El modo como se efectúa la comunicación durante la misa es
conocido: el emisor tiene unos textos para leer a un público más o menos
amplio y ha de hacer un discurso; el receptor, normalmente, no tiene ni está
obligado a tener el libro, sino que está a la escucha. ¿Qué características
debería tener un texto o un discurso para que sea facilitada la atención y la
descodificación por parte del que está escuchando?
Además de las indicaciones propuestas hasta ahora, damos
aquí otras sugerencias: evitar los períodos complicados, con frases
subordinadas unas a otras, construidas de modo diferente al usual (que es:
sujeto, verbo y complemento); evitar hacer abstracto lo que puede ser
expresado en términos concretos; dar estímulos visuales, imágenes que ayuden a
hacer la síntesis continua de lo que se está diciendo.
Cuando escuchamos a alguien que está haciendo un discurso,
debemos memorizar las palabras que dice para poder relacionarlas con lo que
dirá después: esto es más difícil cuanto más aumenta el material que se debe
recordar, cuanto más compleja es la interdependencia entre las frases
pronunciadas, cuanto menos lineal es el período y cuanto más abstracto es el
discurso. Un período que comienza: "en la medida en que", impone la
memorización de toda la primera parte para que se pueda aferrar la lógica de
la afirmación principal. Por el contrario, un hablar hecho de frases lineales,
coordinadas más que subordinadas, es normalmente fácil de seguir.
No son un buen ejemplo, a este respecto, muchas de las
oraciones propuestas en la liturgia de la misa: la construcción de la frase
está calcada sobre la elegancia de la frase latina, con frecuentes añadiduras
y subordinadas, que interrumpen el lógico fluir de la idea, y con
frecuentísimos términos abstractos. Pero, como se puede comprender, aquí
tropezamos con los problemas de la -> tradición litúrgica.
¿Qué significa "proveer de estímulos visuales"?
Esencialmente significa ofrecer al auditorio la posibilidad de relacionar
entre ellos los diversos elementos que se van proponiendo. Cuanto más
numerosas sean las ideas en torno a las cuales se puede construir la síntesis,
mejor se retendrá el discurso. Las imágenes desarrollan de modo superior esta
función: un razonamiento abstracto no se sigue más allá de un cierto punto si
no se está preparado sobre el tema; una parábola se recuerda por largo tiempo.
Jesús hablaba a menudo en parábolas.
4) La precomprensión y las expectativas del receptor son
factores decisivos en la descodificación de un mensaje. Cada receptor,
siempre, llega a la escucha con una serie de expectativas, con unas ciertas
previsiones sobre lo que va a decirse; previsiones y expectativas que surgen
de la experiencia pasada y de las informaciones que proporciona la situación
actual.
Forma parte de la profesionalidad de un comunicador
no sólo documentarse sobre el contenido que debe transmitir, sino también
informarse del grado de conocimiento que sobre un tema concreto tiene ya el
público, cuáles son las objeciones y las resistencias a ese respecto, cuál la
orientación. Obviamente, este trabajo es más difícil cuanto más complejo es el
público que se tiene delante.
Los prejuicios que afectan a la persona del emisor, el
grado de autoridad que se le atribuye, el crédito que el público está
dispuesto a concederle: éste es el significado del término técnico imagen
del emisor. Es un factor decisivo. Cada emisor es valorado al menos a
partir de lo que se ha oído decir, o por el hecho de que la comunicación se
realiza de un cierto modo, desde un púlpito... Cuando se tenga conciencia de
no gozar de una imagen positiva, quizá se debería renunciar a hablar: es
preciso de todos modos tenerlo siempre en cuenta.
La imagen del emisor es decisiva, en especial cuando está
reconocido como personaje: el sacerdote habla como sacerdote, el
profesor como profesor, el político como político... El peligro está en ser
entendidos como si se hablase por oficio: se dicen esas cosas no porque sean
verdaderas, sino porque se deben decir. La solución está ciertamente en la
autenticidad; pero sobre todoes necesario que el receptor descubra que
la realidad verifica lo que se dice.
III. Debe haber una verdadera interacción ("feed-back")
Es la tercera condición necesaria para que la comunicación
humana sea auténtica.
Uno de los conceptos fundamentales aclarados por los
estudios sobre la comunicación es el concepto de feed-back. Conviene
detenerse un poco para aclararlo.
Un sistema autorregulado mantiene un nivel óptimo de
funcionamiento cuando el resultado del proceso está bajo control y cada
variación no deseada es señalada y provoca un reajuste del proceso mismo.
input >>
PROCESO >> output
feed-back
feed-back
Por input se entiende la señal que entra en el
sistema; por output, el resultado del proceso. Cuando el output
no corresponde a las previsiones, la variación se indica con el fin de
modificar proporcionalmente las condiciones iniciales del proceso mismo. La
vuelta de la información como medio de control de la fuente, para garantizar
la regularidad del proceso, es lo que se entiende con el término
feed-back.
El cuerpo humano, por ejemplo, tiende a mantener estable su
temperatura: cuando la temperatura externa se aleja de unos valores bien
determinados, llegan al cerebro informaciones que determinan (a nivel
inconsciente) toda una serie de modificaciones de la estructura de la piel
para contener las consecuencias negativas provocadas por la nueva situación:
estas modificaciones son controladas con el fin deque sean proporcionales a la
causa. Si no se diesen estos intercambios de información centro-periferia, el
hombre no podría sobrevivir. Debe observarse que las informaciones
provenientes de la periferia no son solamente respuesta a las órdenes
enviadas; son, a su vez, capaces de modificar las decisiones del centro; es
decir, funcionan como feed-back.
Estos conceptos son importantes también para el estudio de
la comunicación humana. Para que el proceso comunicativo pueda desarrollarse
de la mejor manera, una de las condiciones sine qua non es que el
receptor pueda informar sobre el mensaje que está descodificando y, por este
medio, influir sobre el emisor. Un proceso comunicativo unidireccional no
puede considerarse auténticamente humano; no sólo porque puede transformarse
en ejercicio de poder y de opresión, sino también porque ningún emisor puede
saber qué está comunicando (qué descodifica el receptor) sin la
relativa confirmación del receptor.
Nadie está en condiciones de garantizar por sí solo la
autenticidad del proceso comunicativo. La
interacción (el intercambio de papeles: el receptor toma a su vez la palabra)
es una dimensión necesaria de la comunicación humana; es garantía de idéntico
poder sobre el proceso que se realiza; la comunicación es la interacción de
personas libres; se convierte en un instrumento válido para la mutua
comprensión y para la búsqueda de la verdad.
¿Qué espacio hay en la celebración de la misa para una
verdadera interacción? Aunque seamos optimistas, es preciso decir que este
espacio no es grande. La misa es un momento de especial comunicación, en la
que participa contemporáneamente un considerable número de personas. Quizá no
se le puedan aplicar las mismas reglas que a la comunicación interpersonal.
Sin embargo, se pueden hacer a su respecto algunas observaciones.
1. LO "PREDETERMINADO"
EN LA MISA. Los mensajes enviados por el celebrante —excepto la homilía y poco
más— están todos predeterminados; así como están predeterminadas las
respuestas de los fieles: "El Señor esté con vosotros - Y con tu espíritu".
Cada vez que se reduce a la repetición formal de este diálogo
preconstruido, es preciso reconocer que la misa no es un momento de
comunicación. Es verdad que, en sí, puede ser superada la simple repetición; y
es posible advertir, por el modo como se responde, cuál es la
participación de la asamblea. Sin embargo, convendría preguntarnos si la
participación se debe reducir a esto y si no es legítimo el interpelarnos
sobre el uso tan amplio de lo predeterminado en la misa. La tendencia
es tan fuerte, que la misma oración de los fieles —oración que, por
definición, está unida a la comunidad que aquí y ahora celebra— se
limita muy a menudo a textos impresos, quizá leídos por el celebrante. El
libro ofrece seguridad, pero resta cercanía y verdad a lo que se vive.
2. EL CANTO. Un
espacio bastante interesante, apto para la participación, es el -> canto, al
menos donde es considerado como forma normal de expresar la propia adhesión a
la celebración. Esta convicción no está difundida por todas partes; en
ocasiones, el canto se reserva al grupito especializado o bien es tristemente
descuidado.
3. LA HOMILÍA.
Apenas hemos aludido a ello: ningún predicador puede garantizar por sí solo la
comunicación con su público. Lo demuestra incluso el hecho de que todo
verdadero orador busca una continua verificación del proceso que se está
realizando, obteniendo informaciones del rostro de los que escuchan, de su
actitud, de su participación (sonríen o no sonríen, ¡en el momento justo,
naturalmente!), del ruido ambiente... La impasibilidad del público destroza a
cualquiera.
¿No es demasiado poco este feed-back para
garantizar la libertad de los fieles y para producir una predicación rica,
interesante, adaptada al público y a la situación? Si hubiese algún espacio
disponible para la intervención de los fieles al objeto de profundizar,
completar o referir a situaciones vitales y concretas cuanto se está diciendo,
o bien para rechazar la superficialidad, la monotonía o la latencia de
la homilía... Indudablemente es más bien dificil introducir en la misma
celebración este espacio, sobre todo cuando la asamblea es muy amplia. Sin
embargo, o este espacio se inventa o se
deja la homilía sin ningún instrumento para mejorar sus resultados.
Una solución hoy difundida es la opción de
preparar la homilía con un grupo de fieles: un paso ulterior sería
someter a verificación lo que efectivamente se ha dicho.
IV. Debe darse apertura a lo real
La última de las condiciones que forman parte
esencial de una auténtica comunicación humana es la apertura a la realidad. La
comunicación humana es auténtica cuando, lejos de ser un juego verbal, es
búsqueda humilde y, luego, verificación de cuanto se ha encontrado, sin la
pretensión de ser expresión definitiva y exhaustiva de la realidad: es siempre
posible dar un paso más y descubrir un nuevo aspecto de la vida que vivimos.
La realidad a la que la comunicación-misa debe permanecer
abierta es (por decirlo así) doble: debe hablar de la verdad de Dios (de las
gestas admirables que ha realizado en favor de los hombres a lo largo de la
historia de la salvación, que culminan en el acontecimiento pascual de la
muerte y resurrección del Señor y en el consiguiente envío del Espíritu Santo
a los fieles convocados en la santa iglesia) y de la presencia de Dios; debe,
después, saber hablar también de nosotros tal como somos, con el peso de
nuestras derrotas, pero también con el consuelo de nuestras alegrías y de la
esperanza con la que también vivimos.
1. SIGNOS
REVELADORES. ¿Cuáles son los signos
con los que indicamos en la misa la verdad de Dios y testimoniamos que vivimos
en su presencia? Son muchos los signos que, por definición, deberían ser
indicadores de este significado; pero lo decisivo no es la materialidad del
signo. La arquitectura puede ser transparente, las imágenes expresivas,
los textos y lecturas claros..., pero únicamente el modo en que el celebrante.y
la comunidad viven estos signos es sacramento de la realidad de Dios. Lo que
importa es, por tanto, la cualidad del encuentro humano, el modo de orar y de
escuchar, el espesor del silencio...
En particular, el -> silencio, quizá, es una de las
expresiones más olvidadas en nuestras comunidades. Se dice que el silencio
intimida, incomoda; esto no es verdad siempre, sino sólo cuando el silencio
está vacío, cuando es señal de lejanía. El silencio entre las personas que
forman una comunidad es libertad,es tiempo de apropiación personal de lo que
se vive con los otros. Frente a Dios, el silencio es nuestro modo de
expresarnos.
¿Cuáles son los signos con los que afirmamos que la misa
no es un paréntesis, un momento de ausencia de nuestra historia personal y
comunitaria de todos los días? No son muchos. A veces, algún cartel a la
puerta de la iglesia; otras veces la colecta, destinada a una obra concreta...
El rito de acogida y de despedida, la oración de los fieles, la elección de
las lecturas, la homilía deberían favorecer la ubicación de la misa en nuestro
tiempo y en nuestro ambiente. Por el contrario, muchas oraciones de los fieles
son iguales en Bilbao y en Almería, en 1970 y en 1990; y la homilía no
variaría demasiado si se propusiese a cualquier otra asamblea de veinte años
atrás o de los próximos veinte años.
2. EL "AQUÍ Y
AHORA" Y LA UNIVERSALIDAD. Sin embargo, no se debe pensar que el único valor
objeto de celebración sea el aquí y el ahora de esta asamblea.
La realidad es más rica. La celebración de la misa no es un acto original,
de exclusiva propiedad de ese grupo de personas. Si el modo de celebrar,
para ser humano, debe ser expresión concreta de una comunidad, para ser
verdadero debe manifestar la pertenencia de esta comunidad a la comunidad
universal de los creyentes en Cristo, la iglesia, que vive en continuidad con
una tradición a la que permanece fiel. O sea, la misa debería ser al mismo
tiempo signo del encuentro con Dios y de nuestra pertenencia a una comunidad
que está aquí, pero que está también difundida por toda la tierra; comunidad
que vive el presente, pero cuyas raíces se hunden en el pasado. No debe
olvidarse ninguna de estas dimensiones. Aquí hemos insistido en una sola
dirección, porque la continuidad con el pasado y la universalidad de la
iglesia están garantizadas por la uniformidad de los textos ofrecidos por los
libros litúrgicos.
V. Conclusión
Nuestra intención era solamente proponer un instrumento que
permitiese verificar si y cómo se da en la misa una comunicación entre los
participantes en el sentido entendido por las ciencias de la comunicación.
Aunque nuestro punto de vista al estudiar la celebración eucarística ha sido
intencionalmente parcial, creemos haber sugerido algunas ideas útiles sobre
todo para la reflexión de los agentes de pastoral.
F. Lever
BIBLIOGRAFÍA:
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en nuestras celebraciones?, en "Phase"
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"Pastoral Litúrgica" 97-99 (1978) 24-28; Bini L, Comunicación social,
en DETM, Paulinas, Madrid 1975, 91-98; Burgaleta J., El arte de
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Madrid 1980, 39-62; Coll-Vinent R., La
comunicación en las homilías, en "Phase"
91 (1976) 55-59; Grabner-Haider A., Semiótica y teología, Verbo Divino,
Estella (Navarra) 1976; Nocent A., Gestos, símbolos y palabra en la
liturgia occidental contemporánea, en "Concilium" 152 (1980) 187-197; Palo
G., Comunicación, en DTI 2, Sígueme, Salamanca 1982, 51-63; Pou
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y técnicas de comunicación,
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129-138; Valverde J.M., Palabra y liturgia, ib, 103 (1978) 69-73;
Vergote A., La realización simbólica en
la expresión cultual, ib, 75
(1973) 213-233. Véase también la bibliografía de
Arte, Lengua/lenguaje litúrgico, Mass media y Signo/símbolo.
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