viernes, 13 de febrero de 2015

El cisma de Occidente


En agosto anunciaron que no era papa. Le habían elegido simplemente para escapar de la muerte que les aguardaba si procedían de otra manera. Entretanto habían conseguido sembrar dudas en otros personajes, especialmente en el rey de Francia, Carlos v (1364-1380). Cuando los trece cardenales se reunieron en Fondi, una carta del rey francés puso fin a su última vacilación. Procedieron a una nueva elección y, sin que votasen los tres italianos, eligieron por unanimidad al cardenal Roberto de Ginebra, que durante algunos años había sido, como legado en Italia, el afortunado generalísimo del ejército pontificio, e indudablemente algo más que un simple condottiere. Adoptó el nombre de Clemente VII.
Todos los cardenales, excepto uno, reconocieron a Clemente como papa. ¿Qué debía hacer la cristiandad? ¿Cómo iba a decidir entre las dos posiciones en pugna? ¿Y cómo podía saber si este mismo grupo de cardenales había elegido realmente papa en abril, hacía unos meses, o más bien ahora en septiembre? Pronto se dividió la cristiandad en dos bandos cón marcada orientación política, según que las simpatías fueran francesas o antifrancesas. Y los dos bandos eran igualmente representativos de la Iglesia, hallándose personas de vida santa, posteriormente canonizadas, tanto entre los defensores del papa de Aviñón como entre los de su antagonista romano. ¿Es que estaba dividida la Iglesia? Tan sólo en el punto concreto de si era Urbano el verdadero papa o lo era Clemente. En el conjunto doctrinal, en el punto de los poderes papales y la obediencia debida al papa, todos estaban de acuerdo. En parte alguna se produjo una rebelión contra el papa reconocidamente legal. La división no era un cisma, en el sentido real de la palabra. Pero era una división muy real y que duró poco menos de cuarenta años.
Urbano vi murió, y sus cardenales — el nuevo sacro colegio que él creó después de su elección de septiembre de 1378 y de haber excomulgado a cuantos tomaron parte en ella — eligieron a Bonifacio IX (1389). Luego murió Clemente VII (1394), y sus cardenales, rehusando terminar la división por sí mismos eligiendo a Bonifacio, eligieron a Pedro Luna, que tomó el nombre de Benedicto XIII. Cuando Bonifacio ix murió (1404), los cardenales romanos le reemplazaron primero por Inocencio VII y después por Gregorio XII (1406). Hay que afrontar la triste verdad de que ningún papa, así de un lado como del otro, estaba a la altura de su cargo. Todos ellos eran jefes partidistas de facciones rivales, y al fin la Iglesia como un todo, cansada de ambos, rechazó su autoridad y, reuniéndose en un singular concilio general en Pisa (1409), eligió un tercer papa por su cuenta, Alejandro v.
La Iglesia en modo alguno se resignaba pasivamente a la división. Desde el primer momento en que se dió cuenta de que la división existía, se formularon planes para una reunión y se discutieron por ambas partes. Y como tales proyectos tenían que justificarse haciendo referencia a principios teológicos, empezaron a circular nuevas y extrañas ideas, y esto bajo las firmas más respetables. La idea de que debía convocarse un concilio general para entender en el asunto era bastante natural, y estaba muy generalizada. Los partidarios de esta idea empezaron luego a explicar que la verdadera autoridad de la Iglesia residía primariamente en el episcopado como cuerpo, y que los concilios ecuménicos eran superiores a los papas. Uno de los personajes más famosos de la época, Juan Gerson, canciller de la universidad de París, fue un paso más lejos. No sólo los obispos, sino los sacerdotes, y aun todos los bautizados, constituían el verdadero fundamento de la autoridad papal. El poder reside en la Iglesia como un todo, y sólo puede conferirlo la elección legal. Como la Iglesia tiene el derecho de elegir, así tiene el derecho de corregir, y de castigar, y aun de deponer al papa en caso necesario. En un concilio general todos los católicos tienen derecho al voto.
Otra corriente de opinión se resignaba a la división, por considerarla una manifestación de la voluntad de Dios en el asunto, y si no, la división nunca se hubiera producido. ¿Por qué sólo dos papas, seguían argumentando, y no uno para cada país ?
El movimiento general para poner fin a la división empezó de hecho con la elección de Gregorio XII en 1406, pues todos los cardenales romanos en el conclave habían jurado que, cualquiera de ellos que saliese elegido, estaría dispuesto a renunciar si el papa de Aviñón, Benedicto XIII, hacía lo mismo. Así quedaría abierto el camino para una sola elección conjunta de un papa, al cual ambas partes, y por tanto la Iglesia toda, habrían de reconocer. Inmediatamente después de su elección, Gregorio XII renovó solemnemente su juramento.
Los dos años siguientes se pasaron en negociaciones para convenir un encuentro entre los dos papas, fijar el lugar y señalar la fecha. Benedicto se mostraba hábil y escurridizo; Gregorio, aunque honrado, vacilante. Nunca llegaron a encontrarse, aun cuando en una ocasión sólo les separaba un día de camino. "El uno era un animal terrestre que no podía arrostrar el mar, dijo un testigo de la época; el otro un animal marino que había de morir en tierra." Y cuando el rey de Nápoles conquistó Roma, nadie se alegró tanto como Gregorio XII, pues ahora tenía como nunca un argumento para justificar su imposibilidad de reunirse con su rival (1408).
El rey de Francia abandonó entonces al papa de Aviñón y se declaró neutral. La universidad de París hizo lo mismo, y rogó a los dos grupos de cardenales que establecieran contacto y se esforzasen por lograr la reunión. Esto tuvo efecto en el término de unas semanas, y la mayoría de los cardenales de ambos papas se reunieron en una asamblea conjunta, convocando un concilio en Pisa. Cada uno de los papas convocó también un concilio a su vez. Pero mientras los concilios convocados por los papas resultaron tristes fracasos, a Pisa acudieron, además de los veinticuatro cardenales, numerosos obispos y trescientos doctores en teología y derecho canónico. A las nuevas teorías sobre la constitución de la Iglesia se les presentaba ahora su oportunidad.
Ambos papas fueron citados en Pisa, y en vista de que no comparecían se les condenó en su ausencia por cisma, herejía y perjurio, y fueron depuestos. Luego los cardenales eligieron al arzobispo .de Milán, uno de los antiguos defensores del papa romano. Tomó el nombre de Alejandro v. A continuación el concilio procedió a la promulgación de una serie de decretos para la reforma de la vida eclesiástica, encaminados principalmente a defender la autoridad tradicional de los obispos.
La situación era ahora, en muchos aspectos, peor que nunca. Había tres papas en lugar de dos, y, en definitiva, era al tercer papa — el que de los tres, precisamente, con mayor certeza no era papa — a quien prácticamente obedecía toda la cristiandad, pues Benedicto no tenía sostenedores fuera de la pequeña localidad española donde ahora moraba, y Gregorio sólo contaba con la lealtad de unos príncipes italianos que variaba según las perspectivas políticas de los mismos.
El papa Alejandro duró sólo diez meses, eligiendo a continuación el partido pisano como sucesor a Baldassare Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. Era éste un financiero eclesiástico con fama de haber sido pirata en otro tiempo, y ahora negociante de indulgencias tan indigno de cualquier cargo eclesiástico, que, por último, el emperador Segismundo intervino y puso en marcha la serie de acontecimientos que al fin salvaron a la Iglesia.
Como papa, Juan XXIII no mostró nada de la habilidad política que le había valido la tiara. Durante tres años fue dando traspiés, cayendo de error en error y alejando de sí a todos sus valedores, uno tras otro. De no haberle obligado el emperador, Segismundo, a convocar un nuevo concilio, no es improbable que la Iglesia hubiera visto una nueva división, y aun un cuarto pretendiente al papado.
Este concilio, que se celebró en Constanza (noviembre de 1414), es el más extraño de toda la historia de la Iglesia por su composición, su actuación y la naturaleza de lo que se llevó a cabo en el curso del mismo. Los frutos de cuarenta años de caos quedaron ahora de manifiesto. Las más disparatadas teorías sobre el principio de la autoridad eclesiástica parecía que iban a tener efecto cuando acudieron a la ciudad, además de los 185 obispos, 300 doctores en teología y derecho, 18.000 eclesiásticos más y una inmensa multitud de magnates, príncipes y representantes de ciudades y corporaciones, hasta un número superior a los cien mil. La figura dominante era el emperador, y él fue quien había de salvar la situación en el momento crítico, cuando Juan xxiii, dándose cuenta de que debía afrontar un juicio y, con toda seguridad, su propia deposición, huyó de la ciudad con el intento de revocar su convocación, declarar nulo el concilio y provocar un movimiento contrario. El papa fue arrestado y puesto bajo vigilancia, y el concilio prosiguió sus deliberaciones.
Todos los doctores tenían voto, lo mismo que los obispos, y las decisiones se tomaban, no computando los votos individuales, sino los votos de las naciones representadas en el concilio, que eran cinco : Italia, Francia, Inglaterra, Alemania y España. Cada una de ellas con derecho a un voto. Los cardenales, que juntos tenían derecho a un sexto voto, no tenían más autoridad de la de cualquier otro miembro particular de la propia nación. El papa fue juzgado por diversos cargos y, seguidamente, condenado por simonía, malversación de los bienes de la Iglesia y desleal administración en los asuntos tanto espirituales como temporales. El 29 de mayo de 1415 fue depuesto, y seis días después aceptó su condena.
Entretanto, el papa romano, Gregorio XII, que contaba ochenta y nueve años de edad, seguía manteniéndose firme en Rímini. Había rehusado la invitación del emperador al concilio, así como la cita del propio concilio. Pero, finalmente, decidió abdicar y reconocer el concilio como una asamblea convocada por el emperador. El 15 de junio de 1415 llegaron a Constanza sus delegados, no acreditados ante el concilio, sino ante el emperador, y el 4 de julio dieron lectura a la bula de Gregorio para el concilio.
En primer lugar convocaba solemnemente el concilio, y después anunciaba su dimisión al concilio así convocado. El concilio se lo agradeció formalmente y le notificó su nombramiento como cardenal-obispo de Oporto, por lo cual el expapa expuso su agradecimiento e hizo un acto de sumisión al concilio.
Todavía quedaba, en la lejana España, el sucesor del papa que había iniciado el cisma : Pedro de Luna, Benedicto XIII, que se mantuvo obstinado hasta el fin, y a la condenación de que le hizo objeto el concilio (26 de julio de 1417) replicó con una renovada excomunión y amenazas de deposición de los príncipes. Sus valedores quedaban ahora reducidos a sus sirvientes particulares y a un puñado de guardas.
Por fin, el día de San Martín, 11 de noviembre de 1417, el conclave (integrado por veintitrés cardenales y cinco prelados de cada una de las seis naciones) eligió papa al cardenal Odón Colonna, con el nombre de Martín v. El cisma había terminado. Toda la Iglesia estaba unida en obediencia a un solo papa.

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