En agosto anunciaron que no era papa. Le habían elegido simplemente para escapar de la
muerte que les aguardaba si procedían de otra manera. Entretanto habían
conseguido sembrar dudas en otros personajes, especialmente en el rey de
Francia, Carlos v (1364-1380). Cuando los trece cardenales se reunieron en Fondi,
una carta del rey francés puso fin a su última vacilación. Procedieron a una
nueva elección y, sin que votasen los tres italianos, eligieron por unanimidad
al cardenal Roberto de Ginebra, que durante algunos años había sido, como legado
en Italia, el afortunado generalísimo del ejército pontificio, e indudablemente
algo más que un simple
condottiere. Adoptó el nombre de Clemente
VII.
Todos los
cardenales, excepto uno, reconocieron a Clemente como papa. ¿Qué debía hacer la
cristiandad? ¿Cómo iba a decidir entre las dos posiciones en pugna? ¿Y cómo
podía saber si este mismo grupo de cardenales había elegido realmente papa en
abril, hacía unos meses, o más bien ahora en septiembre? Pronto se dividió la
cristiandad en dos bandos cón marcada orientación política, según que las
simpatías fueran francesas o antifrancesas. Y los dos bandos eran igualmente
representativos de la Iglesia, hallándose personas de vida santa, posteriormente
canonizadas, tanto entre los defensores del papa de Aviñón como entre los de su
antagonista romano. ¿Es que estaba dividida la Iglesia? Tan sólo en el punto
concreto de si era Urbano el verdadero papa o lo era Clemente. En el conjunto
doctrinal, en el punto de los poderes papales y la obediencia debida al papa,
todos estaban de acuerdo. En parte alguna se produjo una rebelión contra el papa
reconocidamente legal. La división no era un cisma, en el sentido real de la
palabra. Pero era una división muy real y que duró poco menos de cuarenta años.
Urbano vi murió, y
sus cardenales — el nuevo sacro colegio que él creó después de su elección de
septiembre de 1378 y de haber excomulgado a cuantos tomaron parte en ella —
eligieron a Bonifacio IX (1389). Luego murió Clemente VII (1394), y sus
cardenales, rehusando terminar la división por sí mismos eligiendo a Bonifacio,
eligieron a Pedro Luna, que tomó el nombre de Benedicto XIII. Cuando Bonifacio
ix murió (1404), los cardenales romanos le reemplazaron primero por Inocencio
VII y después por Gregorio XII (1406). Hay
que afrontar la triste verdad de que ningún papa, así de un lado como del otro,
estaba a la altura de su cargo. Todos ellos eran jefes partidistas de facciones
rivales, y al fin la Iglesia como un todo, cansada de ambos, rechazó su
autoridad y, reuniéndose en un singular concilio general en Pisa (1409), eligió
un tercer papa por su cuenta, Alejandro v.
La Iglesia en modo
alguno se resignaba pasivamente a la división. Desde el primer momento en que se
dió cuenta de que la división existía, se formularon planes para una reunión y
se discutieron por ambas partes. Y como tales proyectos tenían que justificarse
haciendo referencia a principios teológicos, empezaron a circular nuevas y
extrañas ideas, y esto bajo las firmas más respetables. La idea de que debía
convocarse un concilio general para
entender en el asunto era bastante natural, y estaba muy generalizada. Los
partidarios de esta idea empezaron luego a explicar que la verdadera autoridad
de la Iglesia residía primariamente en el episcopado como cuerpo, y que los
concilios ecuménicos eran superiores a los papas. Uno de los personajes más
famosos de la época, Juan Gerson, canciller de la universidad de París, fue un
paso más lejos. No sólo los obispos, sino los sacerdotes, y aun todos los
bautizados, constituían el verdadero fundamento de la autoridad papal. El poder
reside en la Iglesia como un todo, y sólo puede conferirlo la elección legal.
Como la Iglesia tiene el derecho de elegir, así tiene el derecho de corregir, y
de castigar, y aun de deponer al papa en caso necesario. En un concilio general
todos los católicos tienen derecho al voto.
Otra corriente de
opinión se resignaba a la división, por considerarla una manifestación de la
voluntad de Dios en el asunto, y si no, la división nunca se hubiera producido.
¿Por qué sólo dos papas, seguían argumentando, y no uno para cada país ?
El movimiento
general para poner fin a la división empezó de hecho con la elección de Gregorio
XII en 1406, pues todos los cardenales
romanos en el conclave habían jurado que, cualquiera de ellos que saliese
elegido, estaría dispuesto a renunciar si el papa de Aviñón, Benedicto XIII,
hacía lo mismo. Así quedaría abierto el camino para una sola elección conjunta
de un papa, al cual ambas partes, y por tanto la Iglesia toda, habrían de
reconocer. Inmediatamente después de su elección, Gregorio XII renovó
solemnemente su juramento.
Los dos años
siguientes se pasaron en negociaciones para convenir un encuentro entre los dos
papas, fijar el lugar y señalar la fecha. Benedicto se mostraba hábil y
escurridizo; Gregorio, aunque honrado, vacilante. Nunca llegaron a encontrarse,
aun cuando en una ocasión sólo les separaba un día de camino. "El uno era un
animal terrestre que no podía arrostrar el mar, dijo un testigo de la época; el
otro un animal marino que había de morir en tierra." Y cuando el rey de Nápoles
conquistó Roma, nadie se alegró tanto como Gregorio
XII, pues ahora tenía
como nunca un argumento para justificar su imposibilidad de reunirse con su
rival (1408).
El rey de Francia
abandonó entonces al papa de Aviñón y se declaró neutral. La universidad de
París hizo lo mismo, y rogó a los dos grupos de cardenales que establecieran
contacto y se esforzasen por lograr la reunión. Esto tuvo efecto en el término
de unas semanas, y la
mayoría de los cardenales de ambos papas se
reunieron en una asamblea conjunta, convocando un concilio en Pisa. Cada uno
de los papas convocó también un concilio a su vez. Pero mientras los concilios
convocados por los papas resultaron tristes fracasos, a Pisa acudieron, además
de los veinticuatro cardenales, numerosos obispos y trescientos doctores
en teología y derecho canónico. A las nuevas teorías sobre la
constitución de la Iglesia se les presentaba ahora su oportunidad.
Ambos papas fueron
citados en Pisa, y en vista de que no comparecían se les condenó en su ausencia
por cisma, herejía y perjurio, y fueron depuestos. Luego los cardenales
eligieron al arzobispo .de Milán, uno de los antiguos defensores del
papa romano. Tomó el nombre de Alejandro v. A continuación el concilio procedió
a la promulgación de una serie de decretos para la reforma de la vida
eclesiástica, encaminados principalmente a defender la autoridad tradicional de
los obispos.
La situación era
ahora, en muchos aspectos, peor que nunca. Había tres papas en lugar de dos, y,
en definitiva,
era al tercer papa — el que de los tres,
precisamente, con mayor certeza no era papa — a quien prácticamente obedecía
toda la cristiandad, pues Benedicto no tenía sostenedores fuera de la pequeña
localidad española donde ahora moraba, y Gregorio sólo contaba con la lealtad
de unos príncipes italianos que variaba según las perspectivas políticas de los
mismos.
El papa Alejandro
duró sólo diez meses, eligiendo a continuación el partido pisano como sucesor a
Baldassare Cossa, que tomó el nombre de Juan XXIII. Era éste un financiero
eclesiástico con fama de haber sido pirata en otro tiempo, y ahora negociante de
indulgencias tan indigno de cualquier cargo eclesiástico, que, por último, el emperador Segismundo intervino y puso en
marcha la serie de acontecimientos que al fin salvaron a la Iglesia.
Como papa, Juan XXIII
no mostró nada de la habilidad política que le había
valido la tiara. Durante tres años fue dando traspiés, cayendo de error en error
y alejando de sí a todos sus valedores, uno tras otro. De no haberle obligado el
emperador, Segismundo, a convocar un nuevo concilio, no es improbable que la
Iglesia hubiera visto una nueva división, y aun un cuarto pretendiente al
papado.
Este concilio, que
se celebró en Constanza (noviembre de 1414), es el más extraño de toda la
historia de la Iglesia por su composición, su actuación y la naturaleza de lo
que se llevó a cabo en el curso del mismo. Los frutos de cuarenta años de caos
quedaron ahora de manifiesto. Las más disparatadas teorías sobre el principio de
la autoridad eclesiástica parecía que iban a tener efecto cuando acudieron a la
ciudad, además de los
185 obispos, 300 doctores en teología y derecho,
18.000
eclesiásticos más y una inmensa
multitud de magnates, príncipes y representantes de ciudades y corporaciones,
hasta un número superior a los cien mil. La figura dominante era el emperador, y
él fue quien había de salvar la situación en el momento crítico, cuando Juan
xxiii, dándose cuenta de que debía afrontar un juicio y, con toda seguridad, su
propia deposición, huyó de la ciudad con el intento de revocar su convocación,
declarar nulo el concilio y provocar un movimiento contrario. El papa fue
arrestado y puesto bajo vigilancia, y el concilio prosiguió sus deliberaciones.
Todos los doctores
tenían voto, lo mismo que los obispos, y las decisiones se tomaban, no
computando los votos individuales, sino los votos de las naciones representadas
en el concilio, que eran cinco : Italia, Francia, Inglaterra, Alemania y España.
Cada una de ellas con derecho a un voto. Los cardenales, que juntos tenían derecho
a un sexto voto, no tenían más autoridad de la de cualquier otro miembro
particular de la propia nación. El papa fue juzgado por diversos cargos y,
seguidamente, condenado por simonía, malversación de los bienes de la Iglesia y
desleal administración en los asuntos tanto espirituales como temporales. El 29
de mayo de 1415 fue depuesto, y seis días después aceptó su condena.
Entretanto, el papa
romano, Gregorio
XII,
que
contaba ochenta y nueve años de edad, seguía manteniéndose firme en Rímini.
Había rehusado la invitación del emperador al concilio, así como la cita del
propio concilio. Pero, finalmente, decidió abdicar y reconocer el concilio como
una asamblea convocada por el emperador. El 15 de junio de 1415 llegaron a
Constanza sus delegados, no acreditados ante el concilio, sino ante el
emperador, y el 4 de julio dieron lectura a la bula de Gregorio para el
concilio.
En primer lugar
convocaba solemnemente el concilio, y después anunciaba su dimisión al concilio
así convocado. El concilio se lo agradeció formalmente y le notificó su
nombramiento como cardenal-obispo de Oporto, por lo cual el expapa expuso su
agradecimiento e hizo un acto de sumisión al concilio.
Todavía quedaba, en
la lejana España, el sucesor del papa que había iniciado el cisma : Pedro de
Luna, Benedicto
XIII,
que se
mantuvo obstinado hasta el fin, y a la condenación de que le hizo objeto el
concilio (26 de julio de 1417) replicó con una renovada excomunión y amenazas de
deposición de los príncipes. Sus valedores quedaban ahora reducidos a sus
sirvientes particulares y a un puñado de guardas.
Por fin, el día de
San Martín, 11
de noviembre de 1417, el conclave (integrado por veintitrés cardenales y cinco
prelados de cada una de las seis naciones) eligió papa al cardenal Odón Colonna,
con el nombre de Martín v. El cisma había terminado. Toda la Iglesia estaba
unida en obediencia a un solo papa.
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