lunes, 2 de marzo de 2015

CULTURA/ACULTURACIÓN


SUMARIO: I. Concepto de cultura y de aculturación. II. Biblia y culturas: 1. Antiguo Testamento: a) Cultura nómada, b) Cultura fenicio-cananea, c) Culturas mesopotámicas, d) Cultura egipcia, e) Cultura hitita, f) Cultura persa, g) Cultura helenista. 2. Nuevo Testamento: a) Jesús de Nazaret y la cultura judía, b) La Iglesia primitiva frente al judaísmo (palestino y helenista), c) La Iglesia primitiva frente a la cultura grecorromana, d) Iglesia primitiva y gnosticismo. III. Consideraciones finales.

I. CONCEPTO DE CULTURA Y DE ACULTURACIÓN. Las modernas acepciones de cultura son sustancialmente tres: a) proceso objetivo de desarrollo de la producción (p.ej., "cultura del neolítico", "feudal", "industrial"); b) visión del mundo y sistema de valores propios de un pueblo, de un período o de un grupo (p.ej., "cultura francesa", "cultura del renacimiento", "cultura de los bantúes"); c) género y agrupación particular de actividades intelectuales y artísticas (p.ej., "cultura filosófica", "musical", "literaria", "histórica", "científica"). En cualquier caso, hay que tener presente la distinción ele-mental entre cultura en sentido subjetivo (como sinónimo de instrucción), equivalente a un bagaje más o menos grande y armónico de conocimientos variados, y cultura en sentido objetivo, como calificación de un conjunto estructurado de expresiones materiales y espirituales, que caracteriza la identidad de un pueblo o de un momento histórico. El significado subjetivo (no necesariamente sólo en sentido individual) fue propio de la antigüedad en general, tanto griega (cf la paideía) como romana (cf la humanitas). De hecho va unido siempre a una visión etnocéntrica, que llevaba a calificar a los demás pueblos como "bárbaros" (cf, p.ej., Tito Livio, Hist. 31,29: "Siempre hay y habrá guerra entre los bárbaros y todos los griegos") y todo lo más a organizar "colonias" en sus territorios con la intención de helenizar o de romanizar a las poblaciones.
El etnocentrismo cultural (a pesar de los grandes descubrimientos geográficos de los siglos xvi y xvii y de algunos intentos de inserción, como el de Mateo Ricci en China) fue el que dominó hasta el siglo xviii, cuando en el ambiente alemán se formó la palabra Cultur (luego Kultur), para indicar la totalidad de las formas y de los procesos de la vida social y de los éxitos del trabajo tanto espiritual como material. Pensadores como Montesquieu, G.B. Vico, Voltaire, con sus teorías pioneras sobre los condicionamientos ambientales, sobre las evoluciones e involuciones de la historia y con el incipiente estudio comparativo de los pueblos, contribuyeron a la afirmación de una nueva aproximación al problema.
Fue J.G. Herder (1744-1803) el primero en proponer que se hablase de "culturas" en plural, abriendo el ca-mino a una comprensión socio-antropológica, y por tanto diversifica-da, del fenómeno, que ha seguido prevaleciendo hasta hoy. Este camino fue recorrido y ampliado de diversas formas, no sólo por K. Marx (1844; para el que la cultura es "la naturaleza transformada en hombre"), sino sobre todo por E.B. Taylor (1871; la cultura es "aquel conjunto complejo que comprende el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, la costumbre y cualquier otra capacidad y hábito adquirido por el hombre en cuanto miembro de una sociedad"), por B. Malinowski (1944; respecto a la naturaleza, la cultura constituye el ambiente artificial del hombre, en cuanto creado por él en función del incremento del nivel de vida intelectual y colectivo), por A.L. Kroeber (1952; la cultura implica siempre solidaridad de rasgos, sincronicidad, interacciones indisolubles de las partes entre sí, hasta el punto de que el conjunto es superior a sus elementos y los condiciona), por C. Lévi-Strauss (la cultura se despliega en el ámbito del estructuralismo y significa una producción de símbolos, es decir, de realidades significantes, relativamente autónomas de la conciencia de los individuos, y que obedecen a una lógica profunda, guiada por categorías invariantes-inconscientes), hasta las más recientes aportaciones de la psiquiatría transcultural (que estudia el problema de las desviaciones individuales en relación con los modelos culturales).
Se fue dibujando de este modo la disciplina de la antropología cultural, que, a diferencia de la pura etnología, no se contenta con describir las costumbres de los diversos pueblos, sino que "pone el acento en las diferencias o semejanzas como problema para el conocimiento de sí mismo, y por tanto del hombre en cuanto universal" (I. Magli, Introduzione, 5); distingue, además, la cultura de la civilización, a la que atribuye un significado más amplio. En el centro de la moderna investigación antropológica sigue estando el problema de los contactos entre culturas diversas. El fenómeno puede asumir históricamente tanto un aspecto pacífico (como transmisión-recepción recíproca) como un aspecto conflictivo (bien como imposición desde fuera, bien como defensa de la propia identidad que se considera de algún modo amenazada); en todo caso requiere una capacidad de intercomunicación tal que no induzca ni a la abdicación de sí ni a la intolerancia del otro, sino que permita una ósmosis eventual que pueda desembocar en nuevas síntesis culturales.
Desgraciadamente, en este terreno parece ser que no se ha fijado aún un vocabulario unívoco, especialmente en lo que se refiere a los términos "aculturación" e "inculturación". Cada uno de estos dos términos, en la literatura específica, puede verse referido o bien a la adquisición subjetiva de una cultura personal o bien a la adaptación objetiva de un individuo o de un grupo a la cultura de otro ambiente o de otro pueblo (incluso la Enciclopedia Europea III, 956, entiende el primer término en el sentido negativo de una absorción cultural de cuño occidentalizante y destructivo de las diversas características étnico-culturales).
En el ámbito de los textos eclesiásticos conviene señalar que, mientras que el Vaticano II recurría solamente a los términos adaptatio y accomodatio (cf, p.ej., AG 22), la palabra "inculturación" se usó por primera vez en el Mensaje al pueblo de Dios (n. 5), del Sínodo de los obispos de 1977; pero ya en 1953 el misionólogo P. Charles había empleado la palabra "aculturación" incluso en el título de un estudio [/Bibliografía]. Cada uno de los dos términos se utiliza en el actual lenguaje cristiano en relación con la evangelización y en el contexto de la obra misionera. Se entiende entonces una praxis eclesial que, partiendo del conocimiento y de la aceptación de culturas diferenciadas, reconoce la posibilidad de injertar en ellas el germen del evangelio, de forma que, sobre la base de una fecundación mutua, se realice tanto una auténtica encarnación del evangelio como una fructuosa regeneración de la cultura respectiva.
Esto supone una concepción preliminar del evangelio (y de los conceptos correlativos de palabra de Dios y de fe) como una realidad no vinculada a priori a un determinado modelo cultural, sino hasta tal punto trascendente y formal que pueda conjugarse con las más variadas expresiones de la cultura humana. Al mismo tiempo, el mensaje cristiano es comprendido de antemano como destinado no ya a sobrevivir en una especie de limbo desencarnado o, peor aún, a oponerse o yuxtaponerse polémicamente a los diversos fenómenos culturales, sino a descender y a mezclarse con ellos lo mismo que la sal en la comida (cf Mt 5,13), como la levadura en la masa (cf Mt 13,33), como la semilla en la tierra (cf Jn 12,24). Juan Pablo II, durante su viaje a Africa en mayo de 1980, dijo al episcopado de Kenya: "La aculturación o inculturación que vosotros hacéis bien en promover será realmente un reflejo de la encarnación del Verbo cuando una cultura, transformada y regenerada por el evangelio, produzca desde su propia transición expresiones originales de vida, de celebración, de pensamiento cristiano". En efecto, la empresa no es de poca monta, y el interrogante en que se basa no es ciertamente académico. Están implicados en él ciertos aspectos que interesan tanto a la vida de la Iglesia en general como a la de cada bautizado. Si se piensa que el mensaje cristiano ha caído del cielo como un meteorito, ya definitivamente confeccionado incluso antes de tocar la historia, entonces las relaciones Iglesia-mundo sólo se considerarán en términos de diversidad inconciliable, si no de choque y de conflicto, y en definitiva de rechazo. Pero si se piensa que las mismas culturas humanas han contribuido históricamente de alguna manera a la formulación (formación) de este mensaje, entonces no sólo se descubre la dignidad nativa de las mismas culturas, sino sobre todo la necesidad imprescindible de una actitud dialógica, que no es táctica, sino que expresa una mutua disponibilidad requerida por la naturaleza de las cosas y que tiende a un enriquecimiento mutuo.
Es precisamente esta segunda posibilidad la que persigue la revelación divina, tal como vamos a verificar ahora en el nivel bíblico.
II. BIBLIA Y CULTURAS. Según el cristianismo, la Biblia no es un libro increado y celestial, dictado por un arcángel (cf la concepción musulmana del Corán), ni una tórah en la que cada signo gráfico tiene un valor teológico, sino que es la transcripción de la revelación de Dios (y de la experiencia que se realizó de ella), la cual obró por medio de unos hombres escogidos, según las condiciones históricas y sociales de la vida humana (cf DV 12: "per homines more hominum"). El contexto inmediato en que se llevó a cabo esta revelación es el del pueblo de Israel y el de la primitiva comunidad cristiana. Pero el cuadro de conjunto es mucho más vasto. El mismo Yhwh es confesado como "Dios del cielo y de la tierra" (Gén 24,3), y por tanto no definible dentro de los límites de un solo pueblo (¡cf incluso Am 9,7!). Por lo demás, la categoría bíblica de "gentes" o "naciones", aunque usada ordinariamente en sentido polémico, califica el marco histórico-cultural dentro del cual vivió siempre Israel codo con codo con otros pueblos, sin recorrer un propio pasadizo aséptico ni encerrándose en un gueto [/Escritura; /Exégesis bíblica].
En el comienzo de la carta a los Hebreos leemos que Dios habló a los padres antiguos "muchas veces y en diversas formas" (polymerós kai polytrópós), en donde los dos adverbios griegos aluden a una comunicación divina, realizada, respectivamente, de forma gradual (o sea, no toda de golpe, sino respetando los ritmos históricos del devenir humano) y en formas diversas (o sea, sin vincularse a un solo género de comunicación, sino con una versatilidad tal que no excluye ningún vínculo cultural). De este modo se combinan conjuntamente el autor divino de la "palabra" y el lenguaje humano que le da expresión. El libro del profeta Isaías, aunque en términos poéticos, captó muy bien la complejidad de este hecho, que no es unidimensional: "¡Derramad, cielos, el rocío, y lluevan las nubes la victoria! Abrase la tierra y produzca la salvación; brote también la justicia: yo, el Señor, lo he creado" (Is 45,8). La revelación divina es precisamente el fruto de esta conjunción, de una cooperación entre el cielo y la tierra. Y cuando el cuarto evangelista proclame que "el Verbo se hizo carne" (Jn 1,14), expresará ciertamente la típica fe cristiana en la encarnación del Lógos divino en Jesús de Nazaret; pero podrá también entenderse analógicamente en relación con la sucesión de variedades y de modos con que Dios se comunicaba desde hacía tiempo con los hombres. Hasta el punto de que san Justino, en el siglo ti, podrá sorprendentemente escribir: "El es el Lógos del que participó todo el género humano; y los que vivieron según el Lógos son cristianos, aunque fueran juzgados como ateos, como entre los griegos Sócrates y Heráclito y otros como ellos" (/Apología 46,2-3).
Pero, quedándonos estrictamente en el ámbito de la tradición bíblica, Juan Pablo II, dirigiéndose a la Pontificia Comisión Bíblica el 27 de abril de 1979, afirmaba que, aun antes de hacerse carne, "la misma palabra divina se había hecho lenguaje humano, asumiendo los modos de expresarse de las diversas culturas, que desde Abrahán hasta el vidente del Apocalipsis han ofrecido al misterio adorable del amor salvífico de Dios la posibilidad de hacerse accesible y comprensible a las diversas generaciones, a pesar de las múltiples diversidades de sus situaciones históricas". Esto es verdad incluso solamente a nivel lingüístico-léxico y literario, por lo que la palabra de Dios adoptó las lenguas humanas que ya existían, desde el hebreo hasta el arameo y el griego (comprendidas sus variaciones históricas) y los diversos géneros de hablar propios de los diferentes momentos y ambientes culturales (como la historiografía, la narración popular, la poesía, el género legislativo, el de los anales, sapiencial, epistolar, apocalíptico) para hacerse comprender adecuadamente del interlocutor humano. No es que las tres lenguas mencionadas o los géneros literarios citados sean de suyo realidades "divinas", ya que pertenecen por completo al genio de la expresividad humana, sino que frente a la utilización bíblica vale la constatación atónita del Deuteronomio: "En el desierto el Señor, tu Dios, te sostenía, como un padre sostiene a su hijo, durante todo el camino recorrido hasta llegar aquí" (Dt 1,31; cf Os 11,3-4).
Así, en la historia bíblica, las culturas sucesivamente nómada, fenicio-canana, mesopotámica, egipcia, hitita, persa, helenista; y luego, para el NT, la cultura judía (tanto del judaísmo palestino como del de la diáspora helenista) y la grecorromana y gnóstica fueron sirviendo en cada ocasión a la revelación de aquella verdad que Dios quiso que se consignara en los libros sagrados nostrae salutis causa (DV 11). Es toda una serie de modelos culturales, cada uno de los cuales dio su aportación a la formación del patrimonio ideal propio de la Biblia, aunque hay que decir que su fisonomía típica está aún más allá, no sólo de las aportaciones particulares, sino incluso de su suma [/infra, III]. Presentamos ahora algunos ejemplos para ilustrar las conexiones que ha habido por una parte entre el pueblo de Israel y las primeras generaciones cristianas, y por otra los diversos ambientes culturales con que entraron en contacto en los sucesivos momentos históricos. Esta exposición seguirá el hilo de las diferentes culturas que fue encontrando la palabra de Dios en su camino.
1. ANTIGUO TESTAMENTO. a) Cultura nómada. La cultura nómada representó la experiencia histórico-social más antigua de Israel (cf Dt 26,5) y dejó en su identidad, incluso religiosa, algunos elementos no ciertamente secundarios. Podríamos citar ya el mismo tema del camino, que sigue siendo fundamental a partir de 1 Abrahán (cf Gén 17,1: "Camina según mi voluntad y sé perfecto") hasta la antigua designación del cristianismo como hodós = "sendero, camino" (cf He 9,2; 19,9.23). Un dato específico y concreto es la costumbre de la circuncisión (propia todavía de algunos pueblos primitivos africanos, aparte de los árabes): entendida algún tiempo como rito prenupcial (de lo que quizá sea una supervivencia Ex 4,25-26), se transformó más tarde en rito de alianza con Dios mismo (cf Gén 17,10-14). Todavía es más importante el sacrificio del cordero pascual, que parece hundir sus raíces en una celebración de los pastores en primavera para proteger la trashumancia de los rebaños (cf Éx 12,1-14; quizá 5,1 [/Pascua I-II]).
b) Cultura fenicio-cananea. Dejó numerosas huellas en la configuración del pueblo de Israel a partir de su sedentarización en la tierra de Canaán y de la asunción de su cultura urbana y agrícola. Precisamente la agricultura está en el origen de las tres grandes festividades litúrgicas, cuando todos los varones tenían que comparecer ante el Señor en su santuario: la fiesta de los "ácimos" o massót, la fiesta de la "siega" o gasir (llamada luego de las "semanas" o .sebuót, o también de pentecostés) y la fiesta de la "cosecha" o asif (llamada luego de las "chozas" o sukkót): correspondían en líneas generales al comienzo de la primavera, del verano y del otoño, y por eso estaban vinculadas al ciclo de las estaciones (cf Ex 23,15-16; Lev 23,4-22; sólo en un segundo tiempo y en momentos distintos se pusieron en relación con los sucesos históricos fundamentales del éxodo). También el "sábado" es ya un nombre que se le daba al descanso del séptimo día entre los semitas de Canaán septentrional (Ugarit), quizá como reinterpretación de los antiguos días nefastos que ponían ritmo al mes lunar (así H. Cazelles), aun cuando la interpretación israelita está inspirada en la fe yahvista (cf Gén 2,2-3; Ex 31,12-17).
Lo mismo hay que decir del nombre divino de 'El, venerado como dios supremo del panteón cananeo-fenicio. En cuanto al nombre de Yhwh, si es gratuito (como alguien ha dicho) verlo atestiguado ya en el tercer milenio a.C. en Ebla, basándose en los recientes descubrimientos de las tablillas de Tell el-Mardik (Siria), en cambio se discute su eventual origen premosaico de las poblaciones de los kenitas o de los madianitas (entre Palestina del sur y Arabia del norte). También el nombre divino de Baalpasó a formar algunos nombres de persona israelitas (cf l Crón 8,33-34). Probablemente, también la estructura arquitectónica del templo de Jerusalén está inspirada en los templos paganos cananeos o sirio-fenicios (documentada además por la presencia de obreros de Tiro, de Sidón y de Biblos durante su construcción: cf 1Re 5,15-32). Un elemento de especial importancia es la asunción de la lengua y de la escritura fenicias, de la que el hebreo no es más que una variante, que en Is 19,18 es llamada incluso "la lengua de Canaán", sometida posteriormente a su evolución autónoma. Como apéndice, hay que señalar que durante cierto período los hebreos dependieron por completo del progreso técnico-cultural de los filisteos, pueblo de importación en el suelo cananeo, vecinos y enemigos mortales de los israelitas: "En todo el territorio de Israel no había ni un herrero", y por eso "los israelitas tenían que ir a los filisteos para afilar cada uno su reja, su azadón, su sierra y su hoz" (1Sam 13,19-22) [/Liturgia y culto I].
c) Culturas mesopotámicas. Las culturas sumerio y asirio-babilónica no fueron tampoco extrañas a la constitución del patrimonio teológico de Israel, teniendo además en cuenta el hecho de que el clan de Abrahán procedía de allí (cf Gén 11,27-12,1), y que más tarde, en la época de la monarquía, Palestina se vio sujeta a aquellos imperios. Aquí hay que tener en cuenta ciertas costumbres patriarcales, como la unión de Abrahán con la esclava Agar (cf Gén 16), que es conforme con el derecho establecido en la primera mitad del siglo xvin a.C. por el código de Hammurabi (cf VIII, 40-59 = § 146; XII, 60-89=§ 171). Sobre todo hay que recordar los grandes poemas babilonios del Enuma eli. , de Gilgames y de Atrahasis, que han influido de varias maneras en la redacción de los primeros capítulos del Génesis, es decir, en el replanteamiento de los grandes temas de la cosmogonía, del hombre, del pecado, del diluvio, relativos al origen de la humanidad, aunque su patrimonio mitológico pasó a través del filtro purificador de la fe monoteísta típica de Israel. Además, no es improbable que en el fondo del célebre capítulo 53 del libro de Isaías esté la fiesta babilonia del akitu, o sea, del comienzo de año, cuando el rey era humillado para verse luego integrado en sus funciones, con la consiguiente influencia en la descripción de la figura del siervo doliente de Yhwh. También se puede aludir, aunque sea como elemento secundario, a los monstruos asirios alados, medio hombres y medio animales, llamados karibu = "querubines", colocados incluso en el sancta sanctorum del templo de Salomón (cf l Re 6,23-29), a pesar de la fuerte prohibición del decálogo de hacer imagen alguna de seres creados (cf Ex 20,4s). Finalmente, no hay que olvidar la presencia en el texto bíblico (cf Tob 1,21s; 2,10; 11,8; 14,10) del sabio Ajicar, ministro de los reyes Senaquerib y Asaradón, al que se le atribuye una colección sapiencial (Máximas de Ajicar), célebre en la antigüedad y afín a algunas partes de los libros bíblicos de los /Proverbios y del /Sirácida. Habría que recordar igualmente los diversos descubrimientos arqueológicos que atestiguan los sucesos acaecidos entre los hebreos y los asirios (cf el obelisco negro de Salmanasar III, que reproduce el homenaje prestado por Jehú, rey de Israel; el prisma hexagonal de Senaquerib, que atestigua el asedio de Jerusalén el 701 a.C.; las tablillas cuneiformes babilonias, que mencionan la conquista de Jerusalén y la presencia del rey Joaquín en Babilonia).
d) Cultura egipcia. Ofreció una aportación de especial importancia a la historia sagrada, bien porque Israel sufrió su influencia durante su servidumbre en Egipto, bien porque hasta David todo Canaán pertenecía a la esfera de influencia de los faraones, y también porque se trataba de una cultura tan rica y espléndida que irradiaba inevitablemente y con fuerza sobre las poblaciones de la cuenca oriental del Mediterráneo. Según muchos autores, el mismo nombre de /Moisés (en contra de la etimología popular propuesta en / Éx 2,10) es de origen egipcio y significa "hijo de", con supresión de un nombre divino del que inicialmente podía ser portador (cf Tut-moses, Ra-moses). También es interesante que sea precisamente el Egipto de la XIX Dinastía el que ofrece el testimonio más antiguo de nombre de Israel, obviamente en jeroglífico, que puede fecharse por el año 1230 a.C. (en la estela del faraón Merneptah, encontrada en Tebas en 1897), aunque no es fácil precisar en qué consistió su destrucción, de la que nos habla el texto. Hay que recordar además la praxis de la "unción" del rey (que está incluso en el origen de la formulación de la esperanza mesiánica); significaba ya en la época preisraelítica la sumisión y la representación de los diversos reyes cananeos ante el faraón (cf las cartas de El-Amarna, del siglo xtv a.C.). También la administración del nuevo reino constituido por David y Salomón parece reflejar las estructuras de un modelo egipcio, particularmente en lo que se refiere a la figura de los escribas de la corte (cf 2Sam 8,15-18;1 Re 3,1; 4). No hay que olvidar tampoco que un salmo entero (el 104) es un eco del célebre Himno al Sol del faraón Amenofis IV Akenaton (siglo xiv a.C.), que había intentado una reforma religiosa en sentido henoteísta, atacada y luego aplastada por sus sucesores. Parcialmente comparable con la personificación bíblica de la sabiduría es la diosa Maat, que personifica la justicia-verdad y el orden universal, es decir, la ley divina que gobierna el mundo. Por tanto, no hay que asombrarse de que, además de los numerosos contactos de estilo y de contenido de la literatura sapiencial bíblica con una producción análoga del país de los faraones, haya incluso una sección entera del libro de los Proverbios (22,17-24,22) que hace eco a una composición egipcia llamada Sabiduría de Amenemope (de los siglos ix-viii a.C.), que instruye en términos paralelos sobre diversos aspectos de la vida concreta (relaciones con los poderosos, la corrección de los jóvenes, las relaciones con la mujer, el uso del vino, el trato con los malvados).
e) Cultura hitita. Tampoco la antigua, y en parte misteriosa, cultura hitita fue extraña a la tradición bíblica. Ligada al imperio homónimo (con Hattusas por capital en el centro-norte de Anatolia), que desapareció prácticamente sin ninguna explicación aparente por el 1200 a.C., parece ser (según algunos autores, como Mendenhall, K. Baltzer, D.J. McCarthy) que dejó algunas huellas muy interesantes en la misma formulación de la /alianza entre Dios e Israel. Las páginas en cuestión son esencialmente el / decálogo (cf Ex 20,1-17; Dt 5,6-22) y algunos textos de renovación o de ratificación del pacto (como Jos 24,1-28). El punto de comparación son los llamados tratados hititas de vasallaje (que, por otra parte, deben insertarse en el marco más amplio de la realidad jurídica del antiguo Oriente, incluso del período poshitita), donde es posible encontrar elementos estructurales análogos del formulario, sobre todo el prólogo histórico, la declaración fundamental, las determinaciones particulares. Esto no significa establecer necesariamente una vinculación genética entre los dos ámbitos: "Los científicos no usarán fácilmente formas literarias como argumentos para señalar fechas... Con ello, sin embargo, no hay que negar ni mucho menos que el formulario del tratado haya influido en el AT" (D.J. McCarthy, Per una teologia del Patto nell AT, Turín 1972, 48). De todas formas, la comparación pone de relieve que la exigencia preceptiva de determinados comportamientos morales se explica solamente a partir de intervenciones precedentes, puramente gratuitas, por parte del soberano-Dios en favor de su pueblo.
f) Cultura persa. También hemos de tomar en consideración la cultura persa, con la que entró en contacto Israel a partir de la conquista de Babilonia por parte de Ciro (en el 539 a.C.) hasta la sumisión del país por parte de Alejandro Magno (332 a.C.). Se trata de un período histórico que, a pesar de los libros bíblicos de /Esdras y Nehemías, no es muy conocido; tampoco es muy fácil señalar qué tipo de ósmosis cultural se verificó en sus contactos respectivos. Por ejemplo, es posible observar que durante la época persa aparece en la Biblia un nuevo título dado a Yhwh: "Dios del cielo" (Esd 1,2; 5,11; 6,9; Neh 1,4-5; 2,20; cf simplemente "Cielo" en lMac 3,18.19.22.60; 4,24.55); pero es difícil decir si este título tiene alguna conexión con el zoroastrismo. De mayor importancia, pero objeto de discusión, es la hipótesis de algunos autores, según la cual la fe bíblica en la resurrección de los muertos tendría igualmente raíces persas. Realmente, en las fuentes iranias hay que distinguir entre los "Himnos" (Gathas) de Zaratustra, en donde está ausente la fe en la resurrección, y las partes más recientes del Avesta, en donde se habla de ella (cf Yast 19,11.89). La noticia sobre este artículo de fe nos la dan sobre todo las fuentes griegas (cf Herodoto, 3,62; Plutarco, De Is. et Osir. 47; Diógenes Laercio, 1,9), que se lo atribuyen al patrimonio ideal de la tribu de los magos; también el culto a Mitra, difundido por el imperio romano y de origen iranio, parece ser que comprendía esta misma fe (cf Tertuliano, De praescr. haer. 40). Pero resulta difícil afirmar una derivación de esta fe bíblica de Persia (bien sea de los aqueménides o bien de los partos). Sin embargo, es posible notar una coincidencia: en Israel esta fe es más tardía, es decir, toma forma en el período posterior al destierro.
g) Cultura helenista. Representa al último interlocutor con el que el AT entró históricamente en contacto. Después de las fulgurantes empresas de Alejandro Magno (muerto en Babilonia el 323 a.C.), la espléndida cultura griega se propagó y se implantó por toda el área del próximo Oriente. Fueron dos las áreas geoculturales en donde Israel tuvo que enfrentarse con ella: Palestina y Egipto; y en cada uno de los dos casos las actitudes fueron distintas y hasta opuestas: respectivamente, de rechazo y de asimilación. En Palestina, como reacción frente a los intentos de colonización cultural-religiosa del seléucida Antíoco IV Epífanes, tomó cuerpo la gloriosa resistencia de los t Macabeos (cf 1-2Mac), que llevó a la recuperación de la independencia del país. No obstante, el hecho no fue tal que impidiera la infiltración del helenismo en la tierra de Israel (aunque con la oposición de los fariseos), como resulta de la difusión de la lengua griega (cf ya los óstraka de Khirbet el Kóm, al oeste de Hebrón, del siglo nt a.C.) y de nombres griegos (p.ej., Jasón, Alejandro, Andrés, Felipe...); de la declaración de un presunto parentesco entre los judíos y los espartanos (cf 1 Mac 12,6-23); de la influencia del griego en los mismos libros sapienciales bíblicos de / Qohélet y del Sirácida (cf M. Hengel, Judentum, 199-275), y de las actitudes filohelénicas de los asmoneos.
Pero la simbiosis cultural se verificó como fenómeno realmente llamativo en Egipto, y especialmente en Alejandría. Aquí el /judaísmo, que se había implantado ya bajo los primeros Tolomeos, llevó a cabo una verdadera ósmosis con el ambiente circundante. Prueba de ello es ya la traducción de los textos bíblicos hebreos y arameos a la lengua griega (cf los LXX), de manera que el idioma de Homero y de Platón se utilizó para reproponer (y parcialmente reinterpretar) los grandes conceptos propios de la fe israelita. Por su parte, el segundo libro de los Macabeos ofrece una configuración literaria de cuño helenista (cf 2,23-32; 15,38-39): es él el primero que acuña el término ioudaismós de evidente talante léxico griego (ib, 2,21), usando además por primera vez el raro sustantivo ellénismós en el sentido amplio de vida y cultura griega (ib, 4,13). En el libro de la / Sabiduría aparece igualmente con toda claridad la idea típicamente griega de la inmortalidad individual "post mortem"(cf Sab 2,23; 3,4), que anteriormente en la Biblia estaba solamente sobreentendida y bastante confusa. Con el mismo libro (cf 8,7) entran en el lenguaje bíblico (-cristiano) las llamadas cuatro virtudes cardinales de la "templanza, prudencia, justicia y fortaleza", de origen platónico (cf Platón, República IV, 427e-433e). Y no tomamos aquí en consideración la enorme producción literaria extrabíblica del judaísmo alejandrino, que va al menos desde Aristóbulo (comienzos del siglo II a.C.) hasta la novela de José y Aseneth (finales del siglo I d.C.), pasando por las grandes obras de Filón el judío.
2. NUEVO TESTAMENTO. No menos que en el AT encontramos también aquí este mismo fenómeno del encuentro cultural entre Jesús y las primeras generaciones cristianas, por un lado, y el ambiente circundante, por otro. Pero, por motivos histórico-ideales, es obligado establecer una cuádruple distinción de momentos.
a) Jesús de Nazaret y la cultura judía. Jesús de Nazaret vivió plenamente inserto en la cultura judía de su época. En este lugar no tomamos tanto en consideración los factores de superación y de innovación de la tradición religiosa del judaísmo, a pesar de que son fuertes e innegables, como más bien los elementos de asunción y de simpatía con los mismos. Por lo demás, entre estas dos actitudes se da una relación dialéctica bien expresada en Mt 5,17: "No he venido a derogar la ley, sino a perfeccionarla". En efecto, se da una continuidad entre Jesús y su ambiente inmediato (= judaísmo palestino del siglo 1), como lo demuestran muy bien las célebres antítesis de Mt 5,21-48, en donde se ve claramente cómo él injerta la novedad de su mensaje en el tronco antiguo y robusto de la tórah de Israel. Impresiona además el hecho de que, cuando se le pregunta cuál era el primero y el mayor mandamiento, Jesús contestó citando simplemente y al pie de la letra un pasaje del AT, sin formular nada nuevo: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas"(Lc 10,27 = Dt 6,5: el sema); y añadió como segundo mandamiento el amor al prójimo, citando una vez más un texto del AT: Lev 19,18. Al obrar de este modo (y podríamos aducir otros muchos casos), Jesús manifiesta que considera igualmente válidas para sí mismo, e indirectamente para sus discípulos, las Escrituras sagradas del pueblo judío; véase también la fórmula tan frecuente "como está escrito" (cf Mc 7,6; 9,13; 11,17; etc.), que no remite a ninguna otra literatura que no sea la de los libros santos de Israel.
Podrían continuar los ejemplos en relación con el judaísmo contemporáneo: a partir de la inserción en el marco litúrgico judío (cf la celebración de las fiestas judías; la asistencia tanto a la sinagoga como al templo; el conocimiento de la plegaria del Qaddis, que se refleja parcialmente en el Padrenuestro; la vinculación de la última cena con la cena pascual judía), y desde la praxis de su manera de enseñar (que hay que comparar en cada caso con la enseñanza rabínica de su tiempo), hasta llegar al núcleo de su típica predicación (como el concepto de "reino de Dios", el título de "Hijo del hombre", la polémica sobre lo puro y lo impuro, la técnica de las parábolas, cierto material del discurso /apocalíptico y varios loghia paralelos con la tradición ambiental). Pero también ciertas tomas de postura originales por parte de Jesús de Nazaret se comprenden mejor sobre el trasfondo del ambiente, con el que pueden estar en franco contraste (cf, p.ej., el mandamiento del amor a los enemigos en Mt 5,44, frente al odio vigente en Qumrán, 1QS 1,9-10), pero que sigue constituyendo su horizonte semántico; al contrario, puede verse la frase sobre la pertenencia irreversible del sábado al hombre en Mc 2,27, que tiene un claro paralelismo en el antiguo midras rabino Mekilta Ex 23,13. De forma que no sería ninguna enormidad releer la afirmación de Jn 1,14 ("El Verbo se hizo carne") con estos términos: "El Verbo se hizo judío", sin que esto signifique una absolutización de esta cultura (que de hecho no se realizó: cf infra). Tanto en un caso como en el otro, la fe cristiana permanece intacta; pero la segunda formulación especifica y concreta más aún la primera, dado el hecho indiscutible de que Jesús no nació ni vivió en Grecia ni en la India ni en otra parte, sino que se ligó a una cultura determinada, muchos de cuyos elementos —ciertamente no secundarios— han pasado a ser patrimonio estable e irrevocable de su movimiento (cf Jn 4,22).
b) La Iglesia primitiva frente al judaísmo (palestino y helenista). También la primitiva comunidad cristiana se vio confrontada por no poco tiempo con el judaísmo. Como el mismo Jesús, así también todos los cristianos de la primera hora fueron de origen judío, y cada uno de ellos habría podido decir junto con Pablo de Tarso a propósito de los judíos: "Mis hermanos, los de mi propia raza" (Rom 9,3). Pero el judaísmo de las primeras generaciones cristianas se extendía en dos direcciones: palestina y helenista (que conviene mantener distintas, aun cuando el primero no se vio ni mucho menos inmune de la irradiación del helenismo: cf supra). El primero está caracterizado, aparte de la lengua hebrea o aramea, por la creciente influencia del fariseísmo rabínico, tendencialmente hostil a la cultura grecorromana; efectivamente, mientras que una sentencia rabínica posterior admitirá que "por lo que se refiere a los libros de Homero..., quien los lee es como si leyera una carta" (Talmud palest., Sanhedrin 10,28a; cf Talmud babil., Meghillah 9b: comentando Gén 9,27 se dice que "la cosa más bella que tiene Jafet [es decir, la lengua griega] tiene que entrar en las tiendas de Sem"), en el siglo i se justificaba el conocimiento del griego por parte de los familiares de R. Gamaliel tan sólo "porque mantenían relaciones con el gobierno romano" (Tosephta Sota 15,8), y en el siglo II el célebre R. Aqiba puso entre quienes no habrían de tomar parte en el mundo futuro "también a los que leen libros extranjeros" (Misnah Sanhedrin 10,1; cf Sota 9, 14). El segundo, sin embargo, el judaísmo helenista, por su misma colocación en la diáspora (occidental), además de emplear habitualmente la lengua griega, sufrió conscientemente en sus más ilustres representantes la influencia de la cultura helenista, mostrándose ecuménicamente abierto, hasta el punto de que Filón de Alejandría hablará un tanto atípicamente del "santísimo Platón" (Quod omnis probus liber sit 13); pero desaparecerá definitivamente con los primeros decenios del siglo II, totalmente suplantado, por el primero.
La Iglesia de los orígenes estuvo en contacto con estos dos ámbitos del judaísmo de la época y se vio condicionada por ellos. Sobre todo por las relaciones de simbiosis con el judaísmo palestino llegó a formarse aquel fenómeno que se llama "judeo-cristianismo". Este siguió siendo fiel a la tórah de Israel, hasta el punto de que incluso algunos fariseos se adhirieron al movimiento cristiano permaneciendo tales (cf He 5,33-39; 15,5; 21,20), por lo que resulta explicable el shock experimentado en la conversión del centurión Cornelio, que prescindía de las leyes rituales (cf ib, 10,14.45; 11,2ss); permaneció fiel al templo y a las oraciones que allí se hacían (cf He 2,46; 3,1; 5,12; 5,20s.25.42); su fe en el inminente retorno de Jesús, Hijo del hombre, mesías y Señor (cf los títulos arcaicos cristológicos en He 3,13-15, que no aparecerán ya a continuación en el NT), parece insertarse en el marco de la esperanza escatológica judía (cf la invocación aramea Maranathá en lCor 16,22); en él no aparece para nada el interés por una misión entre los paganos. De manera que la primitiva comunidad cristiana de Palestina "no se percibió ni mucho menos como una nueva religión distinta del judaísmo" (J.D.G. Dunn, Unity, 239). Elementos de esta actitud es posible observar en la redacción de Mt 5,18-19 sobre el valor insuperable de la "ley"; en la escasa dimensión cristiana de la carta de Santiago y sobre todo en la difamación del apóstol Pablo (cf 2Cor 10-13; Gál 2s), a quien la secta judeocristiana de los ebionitas rechazó como "rebelde contra la ley" (en Ireneo, Adv. haer. I, 26,2). Uno de los aspectos que merecerían una atención particularmente profunda es la influencia del judaísmo apocalíptico, en especial sobre /Pablo, tal como podría deducirse de una confrontación entre los conceptos paulinos de "justificación por medio de la fe" y de "misterio" con los textos de Qumrán.
Por lo que se refiere a la corriente helenista, cuando el cristianismo salió de las tierras de Palestina, su primer interlocutor siguió siendo el judaísmo; pero esta vez el de la diáspora, cuyas sinagogas visitaban normalmente los misioneros cristianos (cf He 9,20; 13,5; 14,1; 17,1.10; etc.). Realmente, ya en Jerusalén la comunidad cristiana de los comienzos experimentó la presencia de un grupo de convertidos del judaísmo helenista, cuyo mayor exponente fue Esteban (cf He 6,1), acusado de proferir "palabras ofensivas" contra el templo y contra la ley (cf He 6,13-14). Pero será sobre todo en los grandes,centros de Antioquía, Corinto y Efeso donde el mensaje cristiano sufrirá la influencia del judaísmo extrapalestino, cuya sede de mayor prestigio era Alejandría. Pensemos solamente en la indudable influencia de las especulaciones judeo-helenistas sobre la Sophía y el Lógos de Dios en la formulación de la fe cristológica, especialmente en Pablo y en Juan. Los temas correlativos de la preexistencia y de la misión de Cristo, presentes en estos dos escritores neotestamentarios (cf Rom 1,3; 8,3; Gál 4,4; Jn 1,1.14; etc.), encuentran su preparación más adecuada precisamente en las elaboraciones del judaísmo alejandrino sobre los conceptos de sabiduría y de palabra como hipóstasis divinas (cf Si 24; Sab 9; Filón Alejandrino, De opificio mundi 139; De confusione linguarum 146).
En conclusión, el cristianismo naciente reprodujo dentro de sí la misma complejidad del judaísmo de la época; con la diferencia de que, mientras en el campo judío se disolvió el elemento helenista, en el campo cristiano el que llegó a sucumbir, aunque de forma gradual, fue más bien el judeo-cristiano (cf, ya en plan polémico, Ignacio de Antioquía, Ad Magnesios 10,3: "Es absurdo tener a Jesucristo en los labios y vivir al estilo de los judíos; en efecto, no ha sido el cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo el que creyó en el cristianismo"; véase, por el contrario, el tono más conciliador de Clemente Romano, Ad Corinthios, passim; pero ya en los años 80 del siglo 1 el sínodo judío de Yamnia insertó una invocación "contra los nazarenos y los herejes" en la Plegaria de las 18 Bendiciones: cf Talmud babil., Berakót 28b-29a). Por eso el cristianismo se desgajará, no sin traumas, de su innegable tronco judío; y no resulta fácil emitir un juicio de valor sobre este hecho, que, desgraciadamente, estuvo en el origen de no pocas incomprensiones y oposiciones, incluso violentas, en los siglos posconstantinianos.
c) La Iglesia primitiva frente a la cultura grecorromana. El encuentro con el ambiente pagano grecorromano se reveló históricamente sumamente fecundo. Ya en los escritos del NT, además de las innumerables citas de las Escrituras bíblicas, se encuentran también tres referencias, todas ellas atribuidas a Pablo, a otros tantos escritores griegos: Arato de Soles, Fenómenos 5 (siglo 111 a.C.; en He 17,28: "Porque somos de su linaje"); Menandro, Taide fr. 218 (siglo 1va.C.; en lCor 15,33: "Las malas compañías corrompen las buenas costumbres"), y Epiménides de Creta, fr.1 (siglo vi a.C.; en Tit 1,12: "Los cretenses son siempre mentirosos, malas bestias, glotones y gandules"). Pero la presencia de la cultura helenista en el NT ha de medirse no tanto por las citas explícitas de los autores griegos como más bien por las conexiones objetivas que se encuentran en sus páginas. El problema, en definitiva, se plantea de manera especial para el epistolario paulino (y para todo lo que en Hechos se refiere a Pablo, como el discurso en el Areópago: He 17,22-31); por lo que atañe al cuarto evangelio, el tema del Lógos hay que confrontarlo con Heráclito y con el estoicismo. Dejando bien sentado de antemano que se ha de evitar un malentendido bastante difuso, consistente en confundir la influencia del judaísmo helenista con la del helenismo pagano (por lo que algunos desarrollos cristológicos se atribuyen erróneamente al segundo en lugar de al primero), es preciso reconocer que los contactos con la cultura del mundo grecorromano se reducen sustancialmente a tres sectores principales.
En primer lugar, se advierten ciertas afinidades con la filosofía entonces dominante, que era el estoicismo; todos los más ilustres filósofos de la Nueva Stoa (L.A. Séneca, Musonio Rufo, Epicteto, Marco Aurelio) presentan relaciones con algunas ideas del NT, como, por ejemplo, los conceptos de bastarse a sí mismo, que ya habían defendido los cínicos (cf Flp 4,11); de la dignidad humana, inherente también a los esclavos y a las mujeres (cf Gál 3,28); de la relación con las cosas eternas (cf 2Cor 4,17-18); del celibato por una causa superior (cf 1 Cor 7,35); del amplio contexto unitario y cósmico en que vive el hombre (cf Ef 4,4-6), y hasta del perdón de las ofensas (cf Lc 23,44).
En segundo lugar, la praxis de los cultos mistéricos plantea el problema de un influjo eventual sobre el mensaje de la muerte-resurrección de Jesús. Pero en esta materia es preciso ser muy cautos; efectivamente, mientras que el tema de la muerte del dios es bastante marcado (cf Perséfone, Osiris, Adonis, Atis), el de su renacimiento parece bastante problemático (bien sea porque falta un vocabulario específico de resurrección, bien porque las fuentes son bastante tardías y escasas, bien, finalmente, porque en gran medida proceden de la parte cristiana). Es distinto el tema de una participación por parte de los fieles en el destino de la divinidad que se venera; y el lenguaje paulino del morir y resucitar con Cristo podría ser un eco de este trasfondo de las religiones mistéricas, al menos en su nivel expresivo (cf Rom 6,1-5; Col 2, 18), dado que los contenidos son muy divergentes; en particular, el concepto paulino de la comunión sacramental con Cristo (cf ICor 10,14-22) so-lamente puede cotejarse con el dato helenista de la koinónía con el dios cultual en el banquete sagrado (cf especialmente Dionisos), estando este tema totalmente ausente de la tradición bíblica.
En tercer lugar, el culto helenista a los soberanos (que en el siglo I confluía en el culto al emperador) pudo haber influido en cierta terminología cristológica sobre todo en los títulos más honoríficos de "Señor", "Dios", "Salvador" (p.ej., la locución "Dios de Dios", que se encontrará luego en el símbolo niceno-constantinopolitano, está ya presente en la conocida Piedra de Roseta del 196 a.C. en relación con Tolomeo V Epífanes: OGIS 90,10). El problema de la llamada helenización del cristianismo interesa sobre todo a los siglos siguientes de la época patrística (cf J. Daniélou, Message), pero desborda el marco de nuestra exposición.
d) Iglesia primitiva y gnosticismo. Es un capítulo aparte el que se refiere al gnosticismo; puesto que el gnosticismo no se considera actualmente como un fenómeno interno de la Iglesia de los comienzos, sino más bien de origen y de composición bastante diversificados, se plantea también la cuestión de las relaciones que pueden existir entre sus doctrinas y el cristianismo primitivo. No se puede negar racionalmente que se comprueban ciertas afinidades, por ejemplo con el Corpus Hermeticum y con los manuscritos coptos de Nag Hammadi. Por poner un ejemplo, podemos citar: la idea del mundo dominado por potencias enemigas (cf 2Cor 4,4; Ef 6,12; Jn 14,30); el vocabulario dualista "luz-tinieblas", "arriba-abajo", "Verdad-mentira" (característico de Juan); el concepto de una "venida de Jesús a este mundo" (Juan); la terminología "psíquico-pneumático" para definir dos categorías diversas de personas (cf 1 Cor 2,12-15); ciertas tendencias ascético-encratistas (combatidas en 1Tim 4,3); la idea de la resurrección ya realizada (cf 2Tim 2,18); la mención explícita de los "nicolaítas" en Ap 2,6.16. Pero este he-cho tiene que considerarse no tanto como expresión de un proto-gnosticismo, sino más bien como manifestación de un pregnosticismo (pueden verse también estos elementos gnostizantes tanto en Qumrán como en Filón de Alejandría), dado que este movimiento, aunque con matices muy diversos, sólo se impondrá de forma muy llamativa y sistemática en los siguientes siglos n y in. De todas formas, se percibe que el NT tampoco es extraño a todo este complejo fenómeno cultural de la antigüedad tardía (aunque de hecho se ponga en alternativa contra él).
III. CONSIDERACIONES FINALES. Así pues, la revelación bíblica no solamente es progresiva,sino que sobre todo no se lleva a cabo en una tierra de nadie, no se realiza en un mundo etéreo, no recorre un camino aséptico y aislado. Al contrario, "encuentra sus delicias con los hijos de los hombres" (Prov 8,31), manifestando así aquella "incalculable sabiduría de Dios" (Ef 3,10) que el Señor "derramó sobre todas sus obras, sobre toda carne con generosidad" (Si 1,7s). La ley bíblica es que Dios, precisamente para manifestar su philánthrópía (Tit 3,4), interviene "continuamente para reedificar humanamente al hombre"(G. Ungaretti, Mio fiume anche tu 3,9-10). Hay, por consiguiente, mil hilos que atan la palabra de Dios a las palabras de los hombres dentro de una mutua compenetración, de tal manera que no siempre resulta fácil desligar la una de las otras con una indiscutible precisión.
Por eso mismo se comprende que sea sumamente difícil, aunque ineludible y precioso, el trabajo de la / hermenéutica bíblica. Efectivamente, está en juego la distinción entre la variable de las culturas y la constante del mensaje divino. Por ejemplo, cabe muy bien preguntarse: ¿Hasta qué punto el fuego inextinguible de la gehenna (cf Mc 9,48) o la imposición del velo o las mujeres (cf lCor 11,2-16) pertenecen al patrimonio irrenunciable de la revelación, y no más bien a sus condicionamientos culturales? En el campo católico, incluso el magisterio eclesiástico es consciente de la complejidad del fenómeno, dado que sus pronunciamientos autoritativos sobre determinados textos bíblicos se cuentan con los de-dos de la mano.
En cualquier caso es preciso dar razón de una paradoja típica, según la cual las personas-acontecimientos-lenguajes históricamente contingentes son portadores de un mensaje trascendente y absoluto. Lo cierto es que las culturas pasan (Isaías 40,8diría que "la hierba se seca, la flor se marchita"; y Pablo en 2Cor 4,7 habla de "vasijas de barro", que no son ciertamente irrompibles), "pero la palabra de nuestro Dios permanece por siempre" (Is 40,8); sin embargo, esta palabra sigue estando indeleblemente caracterizada por sus repetidas inculturaciones. Hablando en lenguaje escolástico, hemos de decir que, si las culturas son sólo un quo, lo cierto es que el quod de la revelación llega hasta el hombre siempre y solamente pasando por su mediación; y la cultura no está con la palabra de Dios en una relación de mera extrinsecidad, sino de mutua contaminación. De aquí a hablar de sincretismo en sentido nivelador hay mucho que recorrer; hoy vemos perfectamente que no tienen nada que hacer las posturas de comienzo de siglo, las llamadas del movimiento Bibel und Babel (que querían explicar todo el AT sobre la base de una comparación con las culturas mesopotámicas) y de la Religionsgeschichtliche Schule (que pretendía resolver el NT en una óptica totalmente helenista). En efecto, en este punto habría que recordar la constante preocupación interna de la misma Biblia por salvaguardar en todas las ocasiones su propia identidad original; pensemos, por ejemplo, en la insistente y hasta violenta predicación de los profetas en contra de la idolatría, o en las advertencias paulinas de no conformarse con los esquemas de este mundo (aun cuando, de todas formas, estas mismas intervenciones están condicionadas por los lenguajes de la época, respectivamente deuteronomista y apocalíptico).
Pero es posible deducir con claridad dos consecuencias, al mismo tiempo diversas y complementarias. En primer lugar, resultan evidentes en la Biblia el valor y la dignidad de las culturas humanas, puesto que ellas han sido de hecho capaces de servir de sostén y. de vehículo a la palabra de Dios. Esto significa que hay en ellas algo altamente positivo y noble ya a nivel nativo; según la ley del injerto, tiene que haber cierta homogeneidad entre una planta y la otra para que la una pueda influir en la otra sin recurrir en un rechazo. Por eso mismo el Vaticano II proclama que los cristianos "se alegran de descubrir y están dispuestos a respetar aquellos gérmenes del Verbo que se esconden en las tradiciones nacionales y religiosas de los otros" (AG 11). En segundo lugar, es inevitable reconocer la relatividad histórica de las culturas, sometidas como están a evolución y a cambios intensos, según lo demuestra su misma pluralidad. En este sentido son espejo del hombre, al que Dios ha creado no monocorde, sino sumamente variado, a imagen de su propia plenitud de posibilidades. Por eso, parafraseando un texto paulino, es posible decir que "la palabra de Dios no está encadenada" (2Tim 2,9) a una sola cultura, sino que corre libremente (cf 2Tes 3,1), realizando siempre aquello para lo que ha sido mandada (cf Is 55,11).
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R. Penna

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