martes, 24 de marzo de 2015

La Rebelión de la esencia en tiempos de revolución



Historia de la física de Pierre Duhem

El más importante historiador de la física, que fue importante físico y filósofo de la ciencia

A continuación, publico uno de los posts más importantes de este blog, en toda su historia. Se trata de la historia de la física que escribió para la Catholic Enyclopedia of America el gran Pierre Duhem, cuya semblanza coloco en el prólogo que escribí para la traducción. La misma es muy importante y, lo mejor, es altamente resumida. Duhem escribió una gran historia en 10 tomos, que le requirió décadas de trabajo. Es tan importante, para el hombre de hoy, que yo hice la traducción pensando en los estudiantes de la universidad Santo Tomás de Santiago de Chile, en la que me desempeño, con la seguridad de que un escrito como éste serviría para derrotar, sin duda alguna, a la revolución en el alma de los muchachos. Excediendo los planes editoriales de la universidad, entonces me creo en la libertad y en el deber de ponerla a la disposición de todo el público de habla hispana. Pueden pensar que es megalomanía hablar así, que mi blog lo leen centenares de personas. Soy consciente de ello, no es megalomanía, pero, como dice Frank Morera, de EWTN, Dios nos dice: “habla”, no “que te oigan”: esta segunda parte no depende de mí, yo sólo hago lo mejor que pueda, por amor a Dios, a la Verdad, a la que Él Es y a las que participan de Él en nuestro intelecto, en su relación judicativa con la realidad, por amor a mis hermanos los hombres.
Como digo en el prólogo, les pongo notas muy importantes, me parece. Para empezar, notas aclaratorias de los conceptos físicos y, para culminar, notas que amplían los conceptos filosóficos, así como la visión histórica, de la sola historia física, a la historiografía general, especialmente de Occidente, aunque también la más amplia, de la humanidad entera. Sólo lean la primera nota final, sobre las supuestas edades y la “edad media” de los historiógrafos ideologistas y tendrán una primera degustación. Espero que este trabajo les deje los grandes frutos que espero de él, del brillo de Duhem, puesto al alcance del público de habla hispana, y de mis humildes comentarios: de seguro, como lo fue para mí, este escrito cambiará toda su visión de la realidad, en un sentido ampliamente luminoso… los acercará a la Luz de las naciones y Gloria de su Pueblo, el Nuevo Israel, la Iglesia Católica… Todo esto es lo que necesitamos, intensa y extensa REBELIÓN, REBELIÓN DE LA ESENCIA, EN ESTOS TIEMPOS DE REVOLUCIÓN…

Prólogo-Presentación, del traductor, del promotor del blog

Pierre Duhem (París, 1861-1916, Cabrespine, Francia), fue un físico, filósofo e historiador de la ciencia francés. Fue importante en varios campos de la física, como la termodinámica, la electrodinámica y elasticidad. Además, destacó en la filosofía de la física y las ciencias básicas, en general, de modo que, en las discusiones sobre el valor de las proposiciones científicas, se lo pone en conversación con Popper, Quine, Hume, Kant, Aristóteles, entre otros nombres grandes. Por otra parte, en el campo de la historia de la física, “la importancia de Duhem, como fundamento para la posición neo-aristotélica, yace en que él revolucionó la historia de la ciencia, una revolución que rehabilitó la importancia científica de los pensadores [mal llamados] medievales[i]. Él generó esta revolución dado que fue el primer historiador que prestó una consideración real (o aún leyó) los textos claves [mal llamados, n. t.] medievales; una consideración que lo llevó a concluir que la así llamada ‘revolución científica’ no ocurrió para nada en el siglo XVII, y no fue ninguna revolución, sino, en lugar de ello, fue un proceso continuo que empezó en la [mal llamada] edad media. Esta conclusión significa que la visión de la [mal llamada] ilustración [nota de pie de página] es falsa[ii]; y que la metafísica aristotélica no es incompatible con la ciencia, ya que la misma fue aceptada por científicos [mal llamados] medievales que fueron los que levantaron del suelo al proyecto científico moderno”[iii].
Duhem es, como hemos dicho, un pensador de estatura y cuyas observaciones sobre la relación entre el experimento y la teoría (en La física, su objeto y su estructura, pp. 173 y ss) sugirieron a Einstein la teoría de la relatividad general[iv]. Y, si bien las obras más importantes de este pensador, que influyó también en el más renombrado de los filósofos de la ciencia estadounidense de las últimas décadas, W. O. Quine[v], son La teoría física, su objeto y su estructura[vi] y El sistema del mundo: historia de las doctrinas cosmológicas de Platón a Copérnico, una historia de la ciencia en 10 tomos[vii], la historia que traducimos en esta edición, publicada originalmente en inglés, en 1912, en la Catholic Encyclopedia[viii], es un excelente esquema y una valiosa introducción, tanto a la historia de esta ciencia básica, como a la propia disciplina, que siempre se ha visto aquejada, en su enseñanza secundaria y básica universitaria, por una irrealidad: el ser presentada como ecuaciones en el aire, que resuelven problemas, pero sin que se transmita de dónde surgieron, bajo qué esquemas conceptuales, respondiendo a qué tipo de planteamientos científicos y por qué personas y de cuál talante. Lo cual ayudaría inmensamente a su más adecuada comprensión. Por otra parte, la obra presente tiene el mérito de haber dejado el relato del avance secular de la ciencia en el momento previo a la gran revolución que fue para la disciplina el trabajo de Plank, Marie Curie, Einstein, Bohr, Heisenberg, Dirac, Schrödinger, De Broglie, etc., a finales del XIX y principios de XX. De esa forma, teniendo una adecuada imagen del estado de la ciencia en el momento previo, así como de la manera en que se llegó a ese momento, puede ser mucho más claro el alcance, el significado y la importancia de los derroteros que ha ido tomando esta disciplina, en esta época posterior. Así, este trabajo que presentamos cumple una importante función propedéutica, para legos y, aún, para expertos en la disciplina. Faltaría, quizás, una buena introducción matemática que explicara la importancia que ha tenido el análisis para el progreso de la física; y cómo la nueva geometría, el giro de esta ciencia hacia posturas pre y post-euclidianas, contribuyeron decisivamente al avance de la ciencia natural. Y a eso habría que añadir el desarrollo de los métodos de observación y medición y la relación entre éstos y la física clásica. Heisenberg[ix], por un lado, y Einstein e Infeld[x], por el otro, han dedicado obras importantes a la información sobre estos temas. Finalmente, esta misma historia puede ampliarse, en cuanto a la física y a otras disciplinas científicas, además de con el trabajo citado de Duhem, con la Historia de la Ciencia de Agustín a Galileo, de A. C. Crombie[xi].
Ahora bien, el trabajo que presentamos tiene otros puntos de interés que quisiéramos destacar. Al leer una historia completa de la física, así sea una breve, como la presente –si esa historia es realmente completa–, saltan a la vista una serie de hechos, desconcertantes para el lector contemporáneo. El primero y más obvio es el ya señalado: Aristóteles no es un autor de fantasías trasnochadas metafísicas y anticientíficas, como se hizo popular en el siglo XVIII, en una postura que Kant llevó a su expresión más acabada y a límites “escatológicos”. De hecho, queda bastante claro que la ciencia vivió en un mundo filosófico aristotélico, aunque buena parte de su historia consistiera en un derribar el paralelo (sólo paralelo) universo de la física del Estagirita y de la parte de la cosmología que dependía de esa física. Eso sólo comenzó a cambiar de manera significativa con Descartes, en un momento muy tardío, en el segundo cuarto del siglo XVII.
De hecho, como apunta también Lamont: “El epicureísmo, por otra parte, cuyo atomismo fue el más cercano equivalente de la antigüedad a las posiciones filosóficas anti-aristotélicas celebradas por la visión de la [mal llamada, n. t.] ilustración, no hizo ninguna contribución significativa a la ciencia. (Epicuro mismo fue notorio por sostener, en su carta a Pitoclés, que el Sol era más o menos del mismo tamaño del que nos parecía a nosotros, unos 30 centímetros de diámetro, como lo refiere Cicerón; y sus sucesores fueron hostiles a la noción misma de geometría)”[xii]. Ya, por este solo punto, este trabajo es de inmensa importancia.
Pero hay mucho más. Siempre se cita al cardenal Newman cuando dijo que “conocer la historia es ser católico”. El converso cardenal, proveniente del anglicanismo, se refería a que, si se lee a los padres de la Iglesia y se sigue la historia, desde esos albores, hasta el mundo de hoy, se puede ver claramente la continuidad de una sola institución que nos trae la obra de Cristo y nos conecta con sus primeros discípulos y apóstoles: la Iglesia. Quizás, el cardenal no tenía una conciencia de la inmensa amplitud que puede tener su aserción. Si se conoce la historia, se ve que la inquisición no es la obra de gran malignidad que se nos ha dicho o que las cruzadas no fueron la empresa de agresión de los fanáticos, se ve que la Iglesia no persiguió a la ciencia ni España o el catolicismo fueron responsables de genocidios. Si se conoce la historia se sabe que, desde Platón, se sabía que la Tierra era esférica y hasta se había medido, con cierta precisión su perímetro, que no tuvimos que esperar a que Colón “se diera” con América para conocer estas cosas; que, desde Platón, desde la Academia, Heráclides Póntico había lanzado la primera hipótesis heliocéntrica de la historia y que esa hipótesis fue sostenida con fuerza por una persona importante, Aristarco de Samos, en el siglo III a. C. Quien conoce historia sabe que todos los científicos hasta el siglo XVIII fueron creyentes, que no hay incompatibilidad entre ciencia y religión, sino todo lo contrario. Quien conozca historia sabrá que muchos de los físicos más importantes de la vida han sido católicos: Filópono, Grossetesta, Roger Bacon, Freiberg, Ockham (monje franciscano), Oresme (obispo de Lyon), Buridán, Maricourt, Da Vinci, Nicolás de Cusa (cardenal), Domingo de Soto (dominico), Copérnico (sacerdote), Galileo, Roberval, Descartes, Mersenne (sacerdote), Gassendi (sacerdote), Torricelli, Pascal, Grimaldi (jesuita), Boscovich (jesuita), Fresnel, Navier, Marie Curie, Lemaitre (sacerdote). O aún cristianos, si bien protestantes: Tyco Brahe, Kepler, Leibniz, Huygens, Newton. Se le podría sacar punta a la frase del Cardenal John Henry Newman en muchos más sentidos, pero los dichos son extremadamente relevantes en el trabajo presente y tienen que ser tomados en cuenta y aún resaltados.
Así, pues, en una sustancial cantidad de pasajes de la obra que traducimos, añadimos notas de pie de página con aclaratorias de todos los tipos, que van desde la física a la historiografía, pasando por la filosofía, en general, y la filosofía de la ciencia, en particular, la historia, y otra serie de temas.
Finalmente, es una impresión común, al leer estas historias de la física y otros trabajos de divulgación, que el autor que tiene la venia de acercar al gran público la luz de la disciplina respectiva comete una falta –a veces inevitable–: usa términos técnicos, que da por sabidos, pero que terminan constituyendo un grave obstáculo para el correcto entendimiento y aprovechamiento consecuente del trabajo, por parte de sus destinatarios. Termina no teniendo sentido o no realizándolo plenamente. Por ello, aportamos una serie de notas, tratando de aclarar todo lo posible los conceptos físicos que el autor va manejando.


I. Una Mirada a la física antigua

Aunque en el tiempo del nacimiento de Cristo la ciencia helénica había producido casi todas sus obras maestras, todavía le faltaba dar al mundo la astronomía de Ptolomeo, para la cual había un camino que había sido pavimentado hacía más de un siglo por los trabajos de Hiparco [de Nicea o de Rodas]. Las revelaciones del pensamiento griego sobre la naturaleza del mundo exterior terminaron con el “Almagesto” [la obra maestra de Ptolomeo], que apareció hacia el 145 A.D.; y, entonces, empezó el declinar del conocimiento antiguo. Aquéllos de sus trabajos que escaparon de las llamas encendidas por los guerreros mahometanos fueron sujetos a las interpretaciones estériles de comentaristas musulmanes y, como semillas secas, esperaron el tiempo cuando la Cristiandad latina forjaría el suelo favorable en el cual pudieran florecer y dar fruto una vez más. De ahí que el tiempo cuando Ptolomeo puso los toques finales a su Gran sintaxis de la astronomía parezca el más oportuno para estudiar el campo de la física antigua. Una frontera impasable separó este campo en dos regiones en las cuales prevalecieron leyes diferentes. Desde la órbita de la Luna a la esfera que encierra al mundo, se extendía la región de los seres exentos de la generación, el cambio y la muerte, de seres perfectos y divinos y éstos eran las esferas de las estrellas y las estrellas mismas. Dentro de la órbita lunar, yace la región de la generación y la corrupción, donde los cuatro elementos y los cuerpos mezclados, generados por sus mutuas combinaciones, estaban sujetos al cambio perpetuo.
La ciencia de las estrellas estuvo dominada por un principio formulado por Platón y los pitagóricos, de acuerdo con el cual todos los fenómenos presentados a nosotros por los cuerpos celestes deben ser explicados por combinaciones de movimientos circulares y uniformes. Aún más, Platón declaró que estos movimientos circulares eran reductibles a la rotación de los globos sólidos, todos limitados por superficies esféricas concéntricas, con La Tierra como centro[xiii]; y algunas de estas esferas homocéntricas llevaban estrellas fijas o errantes [los planetas visibles]. Eudoxo de Cnido, Calipo y Aristóteles compitieron entre sí en la lucha por avanzar esta teoría de las esferas homocéntricas, cuya hipótesis fundamental se halla incorporada en la Física y en la Metafísica de Aristóteles. Sin embargo, la astronomía de las esferas homocéntricas no podía explicar todos los fenómenos celestes, de los que un número considerable mostraban que las estrellas errantes no permanecían siempre a una distancia igual de La Tierra. Heráclides Póntico, en el tiempo de Platón, y Aristarco de Samos, alrededor del 280 a.C., emprendieron la tarea de dar cuenta de todos los fenómenos astronómicos mediante un sistema heliocéntrico, que era un esquema de la mecánica copernicana; pero los argumentos de la física y los preceptos de la teología que proclamaban la inmovilidad de La Tierra obtuvieron briosamente la ascendencia sobre esta doctrina, que existía como un mero esbozo. Entonces, los trabajos de Apolonio de Perge (en Alejandría, 205 a.C.), de Hiparco (quien practicaba la observación en Rodas, en 128 y 127 a.C.) y, finalmente, de Ptolomeo (Claudio Ptolomeo de Pelusio) constituyeron un  nuevo sistema astronómico que pretendió que La Tierra era el centro del universo; un sistema que parecía que se iba a completar, como lo fue, en efecto, cuando, entre 142 y 146 A.D., Ptolomeo escribió un trabajo llamado Megale mathematike syntaxis tes astronomías, cuyo título árabe fue transliterado por los cristianos en la edad media[xiv], quienes lo llamaron el “Almagesto”. La astronomía del Almagesto explicaba todos los fenómenos astronómicos con una precisión que pareció satisfactoria por un largo tiempo, explicando dichos fenómenos mediante combinaciones de movimientos circulares; pero, de los círculos descritos, algunos eran excéntricos al mundo, mientras otros eran círculos epicíclicos; cuyos centros describían círculos deferentes concéntricos o excéntricos respecto del mundo; aún más, el movimiento sobre la deferente ya no fue uniforme, pareciendo de tal modo sólo cuando fuera visto desde el centro de la ecuante[xv]. En resumen, a fin de construir un arreglo cinemático por el que los fenómenos pudieran ser representados de manera precisa, los astrónomos cuyo trabajo Ptolomeo completó tenían que reducir a la nada [a sus efectos, al menos, n. t.] las propiedades adscritas a las sustancias celestes por la Física de Aristóteles; y, entre esta Física y la astronomía de las excéntricas y los epiciclos, se desató una violenta lucha que duró hasta la mitad del siglo XVI[xvi].
En el tiempo de Ptolomeo, la física del movimiento celeste estaba mucho más avanzada que la física de los cuerpos sublunares, mientras, en esta ciencia de los seres sujetos a generación y corrupción, sólo dos capítulos habían alcanzado algún grado de perfección, a saber, aquellos de la óptica (llamada perspectiva) y la estática. La ley de la reflexión era conocida en tiempos tan tempranos como los de Euclides, cerca del 320 a.C., y a este geómetra se le atribuye[xvii], aunque probablemente de manera errónea, un Tratado sobre los espejos, en el que fueron correctamente asentados los principios de la catóptrica[xviii]. La dióptrica[xix], dada su mayor dificultad, fue desarrollada menos rápidamente. Ptolomeo sabía que el ángulo de refracción no era proporcional al ángulo de incidencia; y, en orden a determinar la proporción entre éstos, realizó experimentos cuyos resultados fueron resaltantemente exactos.
La estática llegó a un desarrollo más completo que la óptica. Los “Problemas mecánicos”, atribuidos a Aristóteles, fueron el primer intento de organizar esa ciencia; y ellos contenían una especie de esbozo del principio de velocidades virtuales[xx], destinado a justificar la ley del equilibrio de la palanca[xxi]; además, ellos incorporan la idea feliz de referir a la teoría de la palanca la teoría de todas las máquinas simples. Una elaboración, en la que Euclides parece haber tenido alguna parte, trajo la estática al nivel de desarrollo en el cual es encontrada por Arquímedes (alrededor del 287-212 a.C.), quien iba a elevarla a un grado de perfección todavía mayor. Bastará mencionar aquí los trabajos en los que el gran Siracusano trató el equilibrio de los pesos suspendidos de los dos brazos de una palanca, la búsqueda del centro de gravedad[xxii] y el equilibrio de los líquidos y los cuerpos flotantes. Los tratados de Arquímedes eran demasiado académicos para ser ampliamente leídos por los mecánicos que sucedieron a este geómetra; esos hombres preferían escritos más fáciles y prácticos como, por ejemplo, aquéllos acerca de las líneas de los Problemas mecánicos de Aristóteles. Varios tratados de Hierón de Alejandría han preservado para nosotros el tipo de estos trabajos decadentes[xxiii].

II. La ciencia y los académicos cristianos tempranos

Poco después de la muerte de Ptolomeo, la ciencia cristiana echó raíces en Alejandría con Orígenes (alrededor de 180-253) y un fragmento de su Comentario sobre el Génesis, preservado por Eusebio; este fragmento nos muestra que el autor estaba familiarizado con los últimos descubrimientos astronómicos, especialmente la precesión de los equinoccios[xxiv]. Sin embargo, los escritos en los que los Padres de la Iglesia comentan sobre el trabajo de los seis días de la Creación –notablemente, los comentarios de San Basilio y San Ambrosio– toman prestado poco de la física helénica; de hecho, su tono parece indicar desconfianza respecto de las enseñanzas de la ciencia griega, siendo engendrada dicha desconfianza por dos prejuicios: en primer lugar, la astronomía se estaba convirtiendo más y más en la esclava de la astrología, cuyas supersticiones la Iglesia combatía diligentemente; en segundo lugar, aparecían contradicciones entre las proposiciones esenciales de la física peripatética[xxv] y lo que creemos que son las enseñanzas de la Sagrada Escritura; así, se creía que el Génesis enseñaba la presencia de agua sobre el cielo de las estrellas fijas (el firmamento) y esto era incompatible con la teoría aristotélica referida al lugar natural de los elementos. Los debates surgidos de esta cuestión dieron a San Agustín la oportunidad de asentar reglas exegéticas sabias y recomendar a los cristianos el no proponer de manera atolondrada, como artículos de Fe, proposiciones contradichas por la ciencia física basada en cuidadosos experimentos.
San Isidoro de Sevilla (m. 636), obispo, consideró que era legítimo que los cristianos quisieran conocer las enseñanzas de la ciencia profana y él trabajó para satisfacer esta curiosidad. Sus Etimologías y De natura rerum son meras compilaciones de fragmentos prestados de todos los autores paganos y cristianos que él conocía. En la cima de la [mal llamada, n. t.] edad media latina estas obras sirvieron como modelos para numerosas enciclopedias, de las que De natura rerum de Beda [el venerable] (alrededor de 672-735) y De universo de Rábano Mauro (776-856) fueron las más conocidas.
Sin embargo, las fuentes de las que los cristianos del Occidente bebieron un conocimiento de la antigua física vinieron a ser más numerosas cada día; y a la Historia natural de Plinio el Viejo, leída por Beda, se añadieron el comentario de Calcidio al Timeo de Platón y el De nuptiis Philologiae et Mercurii de Marciano Capella. Estos trabajos diversos inspiraron la física de Juan Escoto Eriúgena. Antes del 1000 A.D., una nueva obra platónica de Macrobio, un comentario sobre el Somnium Scipionis, tuvo un gran favor en las escuelas. Influido por los trabajos ya mencionados, Guillermo de Conchés (1080-1150 ó 54) y el desconocido autor del De mundi constitutione liber, el cual, por cierto, ha sido falsamente atribuido a Beda, propusieron una teoría planetaria en la que se pone a Venus y Mercurio como satélites del Sol; pero Eriúgena fue todavía más lejos y puso al Sol también como el centro de las órbitas de Marte y Júpiter. De haber extendido esta hipótesis a Saturno, él habría merecido el título de precursor de Tycho Brahe[xxvi].

III. Una mirada a la física arábiga

Los autores de los que hemos hablado hasta ahora sólo han conocido la ciencia griega a través de la tradición latina. Pero llegó el momento en que se iba a revelar de manera mucho más completa a los cristianos del Occidente, a través de la tradición musulmana.
No hay ciencia arábiga[xxvii]. Los hombres sabios del mahometanismo eran siempre discípulos más o menos fieles a los griegos, pero carecieron de toda originalidad. Por ejemplo, ellos compilaron muchos resúmenes del Almagesto de Ptolomeo, hicieron numerosas observaciones y construyeron una gran cantidad de tablas astronómicas[xxviii], pero no añadieron nada esencial a las teorías del movimiento astronómico; su única innovación en este respecto y, por cierto, una muy infortunada, fue la doctrina del movimiento oscilatorio de los puntos equinocciales, que la [mal llamada, n. t.] edad media atribuyó a Thabit ibn Qurrá (836-901), pero que  probablemente fue idea de Al-Zarqali [o Azarquiel, n. t.], quien vivió mucho después e hizo observaciones entre 1060 y 1080. Este movimiento era meramente la adaptación de un mecanismo concebido por Ptolomeo para un propósito totalmente diferente.
En física, los académicos árabes se confinaron a comentarios sobre las afirmaciones de Aristóteles, mientras su actitud, en oportunidades, era una de absoluto servilismo. Este servilismo intelectual hacia las doctrinas peripatéticas llegó a su clímax en Abdul ibn Roshd, a quien los escolásticos latinos llamaron Averroes (alrededor de 1120-98) y quien dijo: Aristóteles “fundó y completó la lógica, la física y la metafísica… porque nadie de aquéllos que lo siguieron hasta nuestro tiempo, es decir, por 400 años, han sido capaces de añadir nada a sus escritos o de detectar ahí un error de alguna importancia”. Este respeto ilimitado por las obras de Aristóteles empujó a una gran cantidad de filósofos árabes a atacar la Astronomía de Ptolomeo en nombre de la física peripatética. El conflicto entre las hipótesis de las excéntricas y los epiciclos fue inaugurado por Ibn Badja, conocido a los escolásticos como Avempace (m. 1138), y Abu Bekr ibn al-Tofeil, llamado Abubacer por los escolásticos (m. 1185). Y fue vigorosamente conducido por Averroes, el protegido y pupilo de Abubacer. Abu Ishak ibn Al-Bitrogi, conocido por los escolásticos como Alpetragius, otro discípulo de Abubacer y contemporáneo de Averroes, propuso una teoría sobre el movimiento planetario en la que él deseaba explicar los fenómenos peculiares a las estrellas errantes, mediante rotaciones combinadas de esferas homocéntricas: su tratado, que era más neoplatónico que peripatético, parecía un libro griego alterado o, dicho de otro modo, un simple plagio. Menos inflexible en su peripatetismo que Averroes y Alpetragio, Moisés ben Maimun, llamado Maimónides (1139-1204), aceptó la astronomía de Ptolomeo, a pesar de su incompatibilidad con la física aristotélica, aunque él tenía a la física sublunar aristotélica como absolutamente verdadera.

IV. La tradición arábiga y el escolasticismo latino

No se puede decir exactamente cuándo empezaron a recibir los cristianos Occidentales las traducciones de los escritos árabes, pero fue ciertamente antes del tiempo de Gerbert (Silvestre II; alrededor de 930-1003). Gerbert usó tratados traducidos del árabe y que contenían instrucciones sobre el uso de instrumentos astronómicos, preeminentemente el astrolabio, al cual instrumento Hermann von Reichenau (1013-54) dedicó parte de sus investigaciones. Al principio del siglo XII las contribuciones de la ciencia y la filosofía mahometanas a la cristiandad latina se hicieron más y más frecuentes e importantes. Cerca del 1120 ó 1130 Adelardo de Bath tradujo los Elementos de Euclides y varios tratados astronómicos; en 1141, Pedro el Venerable, Abad de Cluny, encontró dos traductores, Hermann Segundo (o el Dálmata) y Roberto de Retines, radicado en España; él los encargó de traducir el Corán al latín y, en 1143, estos mismos traductores dieron a conocer el planisferio de Ptolomeo a la Cristiandad. Bajo la dirección de Raimundo (arzobispo de Toledo, 1130; m. 1150), Domengo Gondisalvi (Gonsalvi, Gundissalinus), archidiácono de Segovia empezó a colaborar con el converso judío, Juan de Luna, erróneamente llamado Juan de Sevilla (Johannes Hispalensis). Mientras Juan de Luna se aplicaba a los trabajos matemáticos, también asistió a Gondisalvi a traducir al latín una parte de la Física de Aristóteles, el De Caelo, y la Metafísica, aparte de tratados de Avicena, Al-Gazali, Al-Farabí y, quizás, Salomón ibn Gebirol (Avicebrón). Aproximadamente en 1134, Juan de Luna tradujo el tratado Astronomía de Al-Fargani, el cual era una síntesis del Almagesto, introduciendo así a los cristianos en el sistema ptolemaico, mientras al mismo tiempo sus traducciones, hechas en colaboración con Gondisalvi, familiarizaron a los latinos con las doctrinas físicas y metafísicas de Aristóteles. En efecto, la influencia de la Física de Aristóteles ya era patente en los escritos de los celebérrimos maestros de la escuela de Chartres (desde el 1121 hasta antes del 1155) y de Gilberto Porreta.
El resumen de la Astronomía de Al-Fargani, traducida por Juan de Luna, no parece haber sido la primera obra en la que los latinos fueron capaces de leer la exposición del sistema de Ptolomeo; fue precedida, indudablemente, por un trabajo más completo, el De Scientia Stellarum de Albategnius (Al-Battani), latinizado por Platón de Tívoli, cerca del 1120. Sin embargo, el Almagesto mismo era desconocido. Movido por un deseo de leer y traducir la obra inmortal de Ptolomeo, Gerardo de Cremona (m. 1187) dejó Italia y fue a Toledo, haciendo, eventualmente, la traducción, que terminó en 1175. Además del Almagesto, Gerardo llevó al latín otros trabajos, de los cuales tenemos una lista contentiva de setentaicuatro diferentes tratados. Algunos de éstos fueron escritos de origen griego e incluían una gran parte de las obras de Aristóteles, un tratado de Arquímedes, los Elementos de Euclides (completados por Hypsicles) y libros de Hipócrates. Otros eran escritos arábigos, tales como el célebre Libro de los hermanos, compuesto por Beni Musa, la Óptica de Ibn Al-Haitam (el Alhazen de los escolásticos), la Astronomía de Geber y el De Motu de Octavae Spherae de Thabit ibn Qurrá. Más aún, en orden a propagar el estudio de la astronomía ptolemaica, Gerardo compuso en Toledo su Theoricae planetarum, la cual, durante la [mal llamada, n. t.] edad media se convirtió en uno de los clásicos de la instrucción astronómica. Los principiantes que obtenían su primera información cosmográfica a través del estudio de las Spherae, escrito alrededor del 1230 por Johannes de Sacrobosco, podían adquirir conocimiento de las excéntricas y los epiciclos leyendo la Theoricae planetarum de Gerardo de Cremona. De hecho, hasta el siglo XVI, la mayoría de los tratados astronómicos asumieron la forma de comentarios, sea de las Spherae o de la Theoricae planetarum.
“La filosofía de Aristóteles”, escribió Roger Bacon en 1267, “alcanzó un gran desarrollo entre los latinos, cuando Michael Scot apareció en 1230, trayendo consigo ciertas partes de los tratados matemáticos y físicos de Aristóteles y sus comentaristas eruditos”. Entre los escritos árabes que se hicieron conocidos a los cristianos por Michael Scott (antes de 1291; astrólogo de Federico II) estaban los tratados de Aristóteles y la Teoría de los planetas, los cuales Alpetragio había compuesto de acuerdo con la hipótesis de las esferas homocéntricas. La traducción de esta última obra fue completada en 1217. Mediante la propagación entre los latinos de los comentarios sobre Averroes y de la teoría de Alpetragio sobre los planetas, así como un conocimiento de Aristóteles, Michael Scott desarrolló en ellos una disposición intelectual que puede ser llamada averroísmo; la cual consiste en un respeto supersticioso por la palabra de Aristóteles y de su comentador.
Había un averroísmo metafísico, el cual, puesto que profesaba la doctrina de la unidad sustancial de todos los intelectos humanos, estaba en abierto conflicto con la ortodoxia cristiana. Pero había del mismo modo un averroísmo físico, el cual, en su confianza ciega en la física peripatética, sostenía como absolutamente cierto todo lo que esta última enseñaba sobre el tema de la sustancia celestial, rechazando en particular el sistema de los epiciclos y las excéntricas en orden a exaltar la astronomía de las esferas homocéntricas de Alpetragio.
El averroísmo científico encontró partisanos aún entre aquéllos cuya pureza de fe los constreñía  a luchar contra el averroísmo metafísico, los cuales, muy frecuentemente, eran peripatéticos hasta el límite de lo posible, sin contradecir las enseñanzas de la Iglesia. Por ejemplo, Guillermo de Auvernia (m. 1249), que fue el primero en combatir a “Aristóteles y sus sectarios” sobre el plano metafísico, se descaminó apreciablemente por la astronomía de Alpetragio, la cual, aún más, entendió imperfectamente. Alberto Magno (1193 ó 1205-1280) siguió en gran medida la doctrina de Ptolomeo, aunque a veces era influido por las objeciones de Averroes o afectado por los principios de Alpetragio. Vincent de Beauvais en su Speculum quadruplex, una vasta compilación enciclopédica publicada por el 1250, pareció atribuir gran importancia al sistema de Alpetragio, tomando prestada la exposición de la misma de Alberto Magno. Finalmente, aún Santo Tomás de Aquino (1224-1274) dio evidencia de estar extremadamente perplejo por la teoría  de las excéntricas y los epiciclos que justificaba los fenómenos celestiales contradiciendo los principios de la física peripatética y la teoría de Alpetragio, que honraba estos principios pero no llegaba a representar sus fenómenos en detalle.
Este titubeo, tan marcado en la escuela dominica, era difícilmente menos resaltante en la franciscana. Roberto Grossetesta o “gran-cabeza” [Greathead] (1175-1253), cuya influencia sobre los estudios franciscanos era tan grande, siguió el sistema ptolemaico en sus escritos astronómicos, mientras su física estaba imbuida de las ideas de Alpetragio. San Buenaventura (1221-1274) vaciló entre doctrinas que no entendía completamente; y Roger Bacon (1214-1292)[xxix], en varios de sus escritos, sopesó con gran cuidado los argumentos que podían tomarse como a favor o en contra de cada una de estas teorías astronómicas, sin llegar a tomar una decisión. Bacon, sin embargo, estaba familiarizado con el método de figuración en el sistema de excéntricas y epiciclos que Alhazen había derivado de los griegos; y, en esta figuración, todos los movimientos reconocidos por Ptolomeo fueron rastreados hasta volver a la rotación de órbitas sólidas calzadas una dentro de la otra. Esta representación, que refutaba la mayoría de las objeciones levantadas por Averroes contra la astronomía ptolemaica, contribuyó grandemente a propagar el conocimiento de esta astronomía y parece que el primero de los latinos en adoptarla y expandirla sobre sus méritos fue el franciscano Bernardo de Verdún (final del siglo XIII), quien había leído los escritos de Bacon. En la física sublunar, los autores que acabamos de mencionar no mostraron las dudas que hacían tan desconcertantes las doctrinas astronómicas, sino que, en casi todos los puntos, se adherían fuertemente a opiniones peripatéticas[xxx].

V. La ciencia de la observación y su progreso – Astrónomos – La estática de Jordano – Teodorico de Freiberg – Pierre Maricourt

El averroísmo había hecho imposible el progreso científico, pero, afortunadamente, en la Cristiandad Latina, el mismo iba a encontrar dos poderosos enemigos: la irrestricta curiosidad de la razón humana y la autoridad de la Iglesia. Alentados por la certeza que resulta de los experimentos, los astrónomos remecieron rudamente el yugo que la física peripatética les había impuesto, hasta quitárselo de encima[xxxi]. La Escuela de París, en particular, se destacó por sus visiones críticas y su libertad de espíritu hacia el argumento de autoridad. En 1290, Guillermo de Saint-Cloud determinó con maravillosa exactitud la oblicuidad  de la eclíptica[xxxii] y el tiempo del equinoccio de invierno; y sus observaciones lo llevaron a reconocer las inexactitudes que enturbiaban las “Tablas de Toledo”, realizadas por Al-Zarqali. La teoría de la precesión de los equinoccios, concebida por los astrónomos de Alfonso X de Castilla y las Tablas Alfonsinas, preparadas de acuerdo con esta teoría, dieron lugar, en la primera mitad del siglo XIV a las observaciones, cálculos y discusiones críticas de los astrónomos parisinos, especialmente de Jean des Linieres y su pupilo Juan de Sajonia o Connaught.
Al final del siglo XIII y el principio del XIV, la física sublunar debía un gran avance a los esfuerzos de los geómetras y los experimentadores –cuyo método y hallazgos son debidamente asumidos con alarde por Roger Bacon, quien, sin embargo, no tomó parte importante en su labor–. Jordano de Nemore, un talentoso matemático que, en fecha no posterior al principio del siglo XIII, escribió tratados de aritmética y geometría, dejó un muy corto tratado de estática, en el que, juntamente con posturas erróneas, encontramos la ley del equilibrio de la palanca recta, muy correctamente establecido con la ayuda del principio de los desplazamientos virtuales[xxxiii]. El tratado de Jordano, De ponderibus, provocó la investigación de parte de varios comentaristas y uno de ellos, cuyo nombre es desconocido y que debe haber escrito antes del final del siglo XIII, sacó, del mismo principio de los desplazamientos virtuales, demostraciones de la ley del equilibrio de la palanca doblada y del peso aparente (gravitas secundum situm) del cuerpo sobre un plano inclinado[xxxiv], admirables en exactitud y elegancia.
El Tratado sobre perspectiva de Alhazen fue leído íntegramente por Roger Bacon y su contemporáneo, John Peckham (1228-1291), el franciscano inglés, quien da un sumario del mismo. Por el 1270, Witelo (o Witek o Vitelo; el Thuringopolonus), compuso un tratado exhaustivo de óptica de 10 volúmenes, que permaneció como un clásico hasta el tiempo de Kepler, quien escribió un comentario sobre él.
Alberto Magno, Roger Bacon, John Peckham y Witelo estaban profundamente interesados en la teoría del arcoíris; y, como los antiguos meteorólogos, todos ellos tomaron al arcoíris por la imagen del Sol reflejado en una especie de espejo cóncavo formado por una nube puesta a llover. En 1300 Teodorico de Freiberg probó por medio de experimentos conducidos cuidadosamente, en los que usó bolas de cristal llenas de agua, que los rayos que hacen visible el arco iris se reflejan dentro de gotas de agua esféricas y trazó con gran exactitud el curso de los rayos que producen el arcoíris, de manera respectiva. El sistema de Teodorico de Freiberg, al menos la parte relativa al arcoíris primario, fue reproducido alrededor de 1360 por Themon, “el hijo del judío” (Themo judi), y, de su comentario a Los Meteoros, [el trabajo de Teodorico] llegó al [mal llamado, n. t.] Renacimiento, cuando, habiendo sido visiblemente distorsionado, reapareció en los escritos de Alessandro Piccolomini, Simón Porta y Marco y Antonio de Dominis, siendo así propagado hasta el tiempo de Descartes.
El estudio del imán también había experimentado un gran progreso en el curso del siglo XIII; la magnetización permanente del hierro[xxxv], las propiedades de los polos magnéticos, la dirección de la acción que La Tierra ejerce sobre los polos o su acción mutua, se encuentran todos descritos con exactitud en un tratado escrito en 1269 por Pierre de Maricourt (Petrus Peregrinus). Como los trabajos de Teodorico de Freiberg sobre el arcoíris, la Epístola de Magnete de Maricourt era un modelo del arte de la secuencia lógica entre experimento y deducción[xxxvi] [xxxvii].

VI. Los artículos de París (1277) – La posibilidad del vacío

La Universidad de París estaba muy inquieta a causa del antagonismo entre los dogmas cristianos y ciertas doctrinas peripatéticas; y en varias ocasiones combatió la influencia aristotélica. En 1277, Etienne Tempier, obispo de París, actuando bajo el consejo de los teólogos de la Sorbona [la Universidad de París, n. t.], condenó un gran número de errores, algunos de los cuales emanaban de la astrología y otros de la filosofía de los peripatéticos. Entre estos errores considerados peligrosos para la Fe, estaban varios que podrían haber impedido el progreso de la ciencia física y de ahí que los teólogos de París declararan errónea la opinión de que Dios no podía dar al universo entero un movimiento rectilíneo, debido a que el universo dejaría atrás entonces un vacío tras de sí; y declararon también falsa la noción de que Dios no pudo crear varios mundos[xxxviii]. Estas condenas destruían ciertos fundamentos esenciales de la física peripatética; porque, aunque, en el sistema de Aristóteles, tales proposiciones eran ridículamente insostenibles, la creencia en la omnipotencia divina decretaba su posibilidad, mientras se esperaba que la ciencia confirmara si eran verdaderas o no[xxxix]. Por ejemplo, la física de Aristóteles trataba a la existencia de un espacio vacío como un absurdo; en virtud de los Artículos de París, Richard of Middletown (alrededor de 1280) y, después de él, muchos maestros de París y Oxford admitieron que las leyes de la naturaleza ciertamente se oponían a la producción de un espacio vacío, pero que la realización de tal espacio no es, de suyo, contraria a la razón. Así, sin ningún absurdo, uno podía argüir sobre el vacío y el movimiento en el vacío. A continuación, a fin de que esos argumentos pudieran ser legitimados, era necesario crear esa rama de la ciencia mecánica conocida como la dinámica[xl].

VII. El movimiento de La Tierra – Oresme

Los Artículos de París tuvieron aproximadamente del mismo valor tanto para apoyar la cuestión del movimiento de La Tierra, como para hacer avanzar el progreso de la dinámica mediante la concepción del vacío como algo concebible.
Aristóteles mantuvo que el primer cielo (el firmamento) se movía con un movimiento rotativo uniforme y que la Tierra era absolutamente estacionaria; y, como estas dos proposiciones se obtenían necesariamente de los primeros principios relativos al tiempo y el espacio, habría sido absurdo negarlas. No obstante, al declarar que Dios pudo otorgar al mundo movimiento rectilíneo, los teólogos de la Sorbona reconocieron que ninguna de estas dos proposiciones aristotélicas podía imponerse como necesidad lógica. Entonces, mientras continuaban admitiendo, como un hecho, que la Tierra era inmóvil y que los cielos se movían con movimiento de rotación diaria, Richard de Middletown y Duns Scoto (cerca de 1275-1308) empezaron a formular hipótesis en el sentido de que estos cuerpos fueran animados por otros movimientos y toda la Escuela de París adoptó la misma opinión. Pronto, no obstante, el movimiento de la Tierra fue enseñado en la Escuela de París, no como una posibilidad, sino como una realidad. De hecho, procediendo a partir de cierta información provista por Aristóteles y Simplicio, se formuló un principio que por tres siglos iba a jugar un papel muy importante en la estática, esto es, que todo cuerpo pesado tiende a unir su centro de gravedad al centro de la Tierra[xli].
Cuando estaba escribiendo sus Cuestiones sobre el De Caelo de Aristóteles, en 1368, Alberto de Helmstadt (o de Sajonia) admitió este principio, el cual aplicó a toda la masa de los elementos terrestres. El centro de gravedad de esta masa está constantemente inclinado a ubicarse en el centro del universo, pero, dentro de la masa terrestre, la posición del centro de gravedad está cambiando incesantemente. La causa principal de esta variación es la erosión producida por las corrientes y los ríos que continuamente desgastan la superficie del terreno, haciendo más profundos sus valles y cargando toda la materia suelta al fondo del océano, produciendo así un desplazamiento del peso que conlleva un incesante cambio en la posición del centro de gravedad. Ahora, en orden a reemplazar este centro de gravedad en el centro del universo, La Tierra se mueve sin parar; y, mientras tanto, un intercambio, lento pero perpetuo, se va efectuando entre los océanos y los continentes. Alberto de Sajonia se aventuró a pensar que estos movimientos pequeños e incesantes de La Tierra podían explicar los fenómenos de la precesión de los equinoccios. El mismo autor declaró que uno de sus maestros, cuyo nombre no reveló, anunció que era favorable a la rotación diaria de La Tierra, en tanto que refutó los argumentos que se oponían a este movimiento. Este maestro anónimo tuvo un discípulo completamente convencido en Nicolás de Oresme quien, en 1377, siendo canónigo de Ruán [Rouen, n. t.] y luego obispo de Lisieux, escribió un comentario Francés del tratado De Caelo de Aristóteles, sosteniendo con casi tanta fuerza como claridad que ni el experimento ni el argumento podían determinar si el movimiento diario pertenecía al firmamento de las estrellas fijas o a la Tierra[xlii]. Él también mostró cómo interpretar las dificultades en “las Sagradas Escrituras en las que se afirma que el Sol gira, etc. Podría suponerse aquí que la sagrada Escritura se adapta al modo común del discurso humano, como también sucede en varios lugares, por ejemplo, en los que se escribe que Dios se arrepintió y estaba enfadado y se calmó y así sucesivamente, todo lo cual no ha de tomarse, no obstante, en estricto sentido literal”. Finalmente, Oresme ofrece varias consideraciones favorables a la hipótesis del movimiento diario de La Tierra. En orden a refutar una de las objeciones puestas por los peripatéticos contra este punto, Oresme fue llevado a explicar cómo, en lugar de este movimiento, los cuerpos pesados parecían caer en línea vertical; él admitió que su movimiento real se componía de una caída por la línea vertical y una rotación diurna idéntica a aquélla que tendrían si estuvieran adheridos a la Tierra. Éste es precisamente el principio al que Galileo se iba a volver más tarde.

VIII. Pluralidad de mundos[xliii]

Aristóteles mantuvo que la existencia simultánea de varios mundos era un absurdo, para lo que su argumento principal era sacado de su teoría de la gravedad, de donde él concluyó que dos mundos distintos no podían coexistir y ser cada uno rodeado por sus elementos; por lo que sería ridículo comparar cada uno de los planetas a una Tierra similar a la nuestra. En 1277, los teólogos de París condenaron esta doctrina como una negación de la omnipotencia divina; Richard de Middletown y Enrique de Gante (quien escribió cerca de 1280), Guillaume Varon (quien escribió un comentario sobre Las sentencias, alrededor de 1300) y, hacia 1320, Jean de Bassols, Guillermo de Ockham (m. luego de 1347) y Walter Burley (m. alrededor de 1348) no dudaron en declarar que Dios podía crear otros mundos similares al nuestro. Esta doctrina, adoptada por varios maestros parisinos, exigía que la teoría de la gravedad y el lugar natural desarrollada por Aristóteles fuera totalmente cambiada; de hecho, se la sustituyó por la siguiente teoría. Si alguna parte de los elementos que forman un mundo es despegada del mismo y llevada lejos, su tendencia será a moverse hacia el mundo al que pertenece y del que fue separada; los elementos de cada mundo están inclinados hacia su disponerse de tal modo que el más pesado estará en el centro y el más liviano en la superficie. Esta teoría de la gravedad apareció en Juan Buridán de Béthune, quien se convirtió en rector de París en 1327, enseñando en esa institución hasta más o menos 1360; y, en 1377, esta misma teoría fue formalmente propuesta por Oresme. También estaba destinada a ser adoptada por Copérnico y sus primeros seguidores y a ser mantenida por Galileo, William Gilbert y Otto von Guericke.

IX. Dinámica – Teoría del ímpetu – Inercia – Las mecánicas celeste y sublunar: idénticas

Si la Escuela de París transformó completamente la teoría peripatética sobre la gravedad, era igualmente responsable del derribo de la dinámica aristotélica. Convencido de que, en todo movimiento, el motor debía estar directamente contiguo al cuerpo movido, Aristóteles había propuesto una extraña teoría del movimiento de los proyectiles. Él sostuvo que el proyectil se movía por un medio fluido, sea agua o aire, a través del cual pasaba, y esto sucedía por virtud de la vibración que se produce en el fluido al momento del lanzamiento, que se expandía a través del mismo. En el siglo VI de nuestra era, esta explicación fue vigorosamente adversada por Juan Filópono, de acuerdo con el cual el proyectil se movía por una cierta fuerza comunicada a él en el instante del lanzamiento; empero, a pesar de las objeciones planteadas por Filópono, varios comentaristas de Aristóteles, en particular Averroes, continuaron atribuyendo el movimiento del proyectil a la perturbación del aire; y Alberto Magno, Santo Tomás de Aquino, Roger Bacon, Gil de Roma y Walter Burley persistieron en mantener el error. Por medio de la más animosa argumentación, Guillermo de Ockham dio a conocer el completo absurdo de la teoría peripatética del movimiento de los proyectiles. Volviendo a la tesis de Filópono, Buridán dio el nombre de ímpetu a la virtud o poder comunicado al proyectil por la mano o instrumento que lo lanzan; él sostuvo que, en cualquier cuerpo en movimiento, este ímpetu era proporcional a la velocidad y que, en diferentes cuerpos en movimiento, propalados por la misma velocidad, las cantidades de ímpetu eran proporcionales a la masa o cantidad de materia definida como fue luego expuesta por Newton.
En un proyectil, el ímpetu es gradualmente destruido por la resistencia del aire u otro medio y es destruido también por la gravedad del cuerpo en movimiento, la cual se opone al ímpetu si el proyectil es lanzado hacia arriba; esta lucha explica las diferentes peculiaridades del movimiento de los proyectiles. En un cuerpo que cae, la gravedad viene a asistir al ímpetu, el cual se incrementa a cada instante, de donde la velocidad de la caída crece incesantemente.
Con la asistencia de estos principios relativos al ímpetu, Buridán explica el mecerse del péndulo. Del mismo modo, analiza el mecanismo de impacto y rebote y, en este respecto, avanza visiones muy correctas sobre las deformaciones de las reacciones elásticas que surgen en las partes contiguas de dos cuerpos que llegan a colidir. Casi toda esta doctrina del ímpetus se transforma en una muy correcta teoría mecánica, si uno tiene cuidado de sustituir la expresión ímpetu por vis viva. La dinámica expuesta por Buridán fue adoptada en su integridad por Alberto de Sajonia, Oresme, Marsilio de Inghem y toda la Escuela de París. Alberto de Sajonia le anexó la afirmación de que la velocidad de un cuerpo en caída libre debe ser proporcional o bien al tiempo transcurrido desde el principio de la caída o a la distancia atravesada durante este tiempo. En un proyectil, el ímpetu es gradualmente destruido o por la resistencia del medio o por la tendencia contraria de la gravedad natural del cuerpo. Donde no existen estas causas de destrucción, el ímpetu permanece perpetuamente el mismo, como en el caso de una piedra de molino centrada exactamente y no rozando el eje; una vez puesta en movimiento dará vueltas indefinidamente con la misma velocidad. Fue de esta forma como la ley de la inercia se hizo evidente a Buridán y a Alberto de Sajonia. Las condiciones manifiestas en esta piedra de molino hipotética se realizan en las órbitas celestes, ya que en éstas ni la fricción ni la gravedad impiden el movimiento; de ahí se puede admitir que cada órbita celeste se mueva indefinidamente por virtud de un ímpetu apropiado comunicado a la misma por Dios en el momento de la Creación. Es inútil imitar a Aristóteles y a sus comentaristas atribuyendo el movimiento de cada órbita celeste a un espíritu que la presida. Ésta fue la opinión propuesta por Buridán y adoptada por Alberto de Sajonia; y, mientras formulaban una doctrina de la que la dinámica moderna iba a surgir, estos maestros entendieron que la misma dinámica gobierna tanto los cuerpos celestes como los sublunares. Una idea tal estaba en directa oposición a la distinción esencial establecida por física antigua entre estas dos clases de cuerpos. Aún más, siguiendo a Guillermo de Ockham, los maestros de París rechazaron esta distinción; ellos reconocieron que la materia que constituye los cuerpos celestes era de la misma naturaleza que la que constituye los cuerpos sublunares y que, si los anteriores permanecían perpetuamente iguales, no era porque fueran por naturaleza incapaces de cambio y destrucción, sino simplemente porque no había un agente capaz de corromperlos en el lugar en el cual ellos estaban contenidos. Pasó un siglo entre las condenaciones pronunciadas por Etienne Tempier (1277) y la edición del Traité du Ciel et du Monde de Nicolás de Oresme (1377) y, dentro de ese tiempo, todos los principios esenciales de la física de Aristóteles fueron socavados y las grandes ideas que controlan la ciencia moderna fueron formuladas. Esta revolución fue principalmente el trabajo de franciscanos de Oxford, como Richard de Middletown, Duns Scoto y Guillermo de Ockham, y de maestros de la Escuela de París, herederos de la tradición inaugurada por estos franciscanos; entre los maestros parisinos, Buridán, Alberto de Sajonia y Oresme, estaban en los rangos de vanguardia.

X. La propagación de las doctrinas de la Escuela de París en Alemania e Italia – Purbach y Regiomontano – Nicolás de Cusa – Vinci

El Gran Cisma de Occidente envolvió a la Universidad de París en querellas político-religiosas de extrema violencia; los infortunios que tuvieron lugar por el conflicto entre Armañacs y Borgoñones, así como por la Guerra de los Cien Años, completó lo que estas guerras habían empezado y el maravilloso progreso hecho por la ciencia durante el siglo XIV en la Universidad de París repentinamente cesó. Sin embargo, el cisma contribuyó a la difusión de las doctrinas parisinas, puesto que hizo salir un gran número de hombres brillantes, que enseñaron allí con gran éxito. En 1386, Marsilio de Inghem (m. 1396), quien había sido uno de los más dotados profesores de la Universidad de París, llegó a ser rector de la Universidad de Heidelberg, donde introdujo las teorías dinámicas de Buridán y Alberto de Sajonia.
Por la misma época, otro maestro, reputadamente de París, Heinrich Heimbuch de Langenstein, o de Hesse, ayudó a fundar la Universidad de Viena y, además del conocimiento teológico, llevó allí la tradición astronómica de Jean des Linieres y Juan de Sajonia[xliv]. Esta tradición fue cuidadosamente preservada en Viena, siendo magníficamente desarrollada a todo lo largo del siglo XV y pavimentando el camino para Georg Purbach (1423-1461) y para su discípulo Johann Müller de Königsberg, apodado Regiomontano (1436-76). A escribir teorías calculadas para dar a conocer el sistema ptolemaico, a diseñar y construir instrumentos exactos, a multiplicar las observaciones, y a preparar tablas y almanaques (efemérides) más exactos que los usados por los astrónomos hasta esos tiempos, a eso fue que dedicaron sus energías prodigiosas Purbach y Regiomontano. Perfeccionando todos los detalles de la teoría de Ptolomeo, que ellos nunca pusieron en duda, ellos cooperaron en poner de manifiesto los defectos de estas teorías y en preparar los materiales por medio de los cuales Copérnico iba a levantar su nueva astronomía.
El averroísmo floreció en las universidades italianas de Padua y Boloña, que eran notorias por su adherencia a las doctrinas peripatéticas. Empero, desde el principio del siglo XV las opiniones de la Escuela de París empezaron a encontrar entradas a estas instituciones, gracias a la enseñanza de Paolo Nicoletti de Venecia (acmé, alrededor de 1420). Allí fue desarrollada por su discípulo Gaetano de Tiene (m. 1465). Estos maestros dedicaron especial atención a la propagación de la dinámica del ímpetu en Italia.
Por la época en que Paolo de Venecia estaba enseñando en Padua, Nicolás de Cusa llegó allí a cursar su doctorado en derecho. El asunto de si fue entonces o luego que fue iniciado en la física de la Escuela de París importa poco, mientras que, a todo evento, fue de París que él adoptó esas doctrinas que sacudieron los más pequeños detalles del peripatetismo. Él estaba consustanciado con la dinámica del ímpetu y, como Buridán y Alberto de Sajonia, atribuyó el movimiento de las esferas celestiales al ímpetu que Dios les había comunicado al crearlas y que se perpetuaba porque, en estas esferas, no había elemento  de destrucción. Él admitía que la Tierra se movía incesantemente y que su movimiento podía ser la causa de la precesión de los equinoccios. En una nota descubierta mucho después de su muerte, él llegó hasta a atribuirle a la Tierra una rotación diaria. Él imaginó que el Sol, la Luna y los planetas eran otros tantos sistemas, cada uno de los cuales contenía una tierra y elementos análogos a nuestra Tierra y elementos; y, para explicar la acción de la gravedad en cada uno de estos sistemas, él siguió de cerca la teoría de la gravedad propugnada por Oresme.
Leonardo Da Vinci (1452-1519) estuvo quizás más completamente convencido de los méritos de la física parisina que ningún otro maestro italiano. Un observador agudo y dotado de curiosidad insaciable, estudió un gran número de obras, entre las cuales podemos mencionar varios tratados de la escuela de Jordano, varios libros de Alberto de Sajonia y con toda probabilidad las obras de Nicolás de Cusa; entonces, sacando provecho del saber de estos académicos, formalmente enunció o simplemente tomó como muy cercanas muchas ideas nuevas. La estática de la escuela de Jordano lo llevó a descubrir la ley de la composición de las fuerzas concurrentes expresada de la manera siguiente: las dos fuerzas componentes tienen momenta iguales en lo que se refiere a la dirección resultante; y la resultante y una de las componentes tienen iguales momenta en lo relativo a la dirección de la otra componente. La estática derivada de las propiedades que Alberto de Sajonia atribuyó al centro de gravedad causó que Da Vinci reconociera la ley del polígono de apoyo y determinara el centro de gravedad del tetraedro. También presentó la ley del equilibrio de dos líquidos de diferente densidad en vasos comunicantes; y el principio del desplazamiento virtual parece haber ocasionado que reconociera la ley hidrostática conocida como Ley de Pascal[xlv]. Da Vinci se mantuvo meditando en las propiedades del ímpetu, que llamó impeto o forza, y las proposiciones que formuló acerca de este poder muy frecuentemente mostraron un claro discernimiento de la ley de la conservación de la energía[xlvi]. Estas proposiciones lo condujeron a conclusiones resaltantemente exactas y correctas concernientes a la imposibilidad del movimiento perpetuo. Desafortunadamente, él entendió mal la explicación, preñada de provecho, aportada por la teoría del ímpetu, relacionada con la aceleración de los objetos en caída libre y, como los peripatéticos, atribuyó esta aceleración al impulso del aire que los rodea. Sin embargo, a manera de compensación, aseveró que la velocidad de un cuerpo que cae libremente es proporcional al tiempo que le toma la caída y entendió de qué forma esta ley se extiende a un plano inclinado. Cuando deseó determinar cómo se conectan la distancia recorrida por el cuerpo en su caída y el tiempo que le toma la misma, lo confrontó una dificultad que, en el siglo XVII, iba a confundir a Baliani y a Gassendi.
Da Vinci estuvo muy absorto en el análisis de las deformaciones y las reacciones elásticas que causan que un cuerpo rebote luego de ser golpeado por otro y él aplicó esta doctrina, formulada por Buridán, Alberto de Sajonia y Marsilio de Inghem, de tal modo que obtuvo de ella la explicación para el vuelo de los pájaros. Este vuelo es un alternar de caídas durante el cual el ave comprime el aire bajo sí y rebota debido a la fuerza elástica de este aire. Hasta que el gran pintor descubrió esta explicación, el asunto del vuelo de los pájaros fue siempre visto como un problema de estática y fue asimilado al nado de un pez en el agua. Da Vinci dio gran importancia a las concepciones desarrolladas por Alberto de Sajonia en relación al equilibrio de la Tierra. Como el maestro parisino, él sostuvo que el centro de gravedad en la masa terrestre está cambiando constantemente bajo la influencia de la erosión y que La Tierra está moviéndose continuamente a objeto de llevar este centro de gravedad al centro del mundo. Estos movimientos pequeños e incesantes llevan, eventualmente, a la superficie de los continentes aquellas porciones de tierra que una vez ocuparon el fondo del océano y, para colocar esta afirmación de Alberto de Sajonia más allá del alcance de la duda, Da Vinci se dedicó al estudio de los fósiles y a observaciones extremadamente cautelosas que hicieron de él el creador de la estratigrafía. En muchos pasajes en sus notas, Da Vinci asegura, como Nicolás de Cusa, que la Luna y las otras estrellas errantes son mundos análogos al nuestro, que tienen mares sobre sus superficies y están rodeados de aire; y el desarrollo de esta opinión lo llevó a hablar de una gravedad que ata a cada una de estas estrellas los elementos que le pertenecen. Respecto de esta gravedad, él profesó una teoría similar a la de Oresme. De ahí podría parecer que, en casi todo particular, Da Vinci fue un fiel discípulo de los grandes maestros parisinos del siglo XIV, de Buridán, de Alberto de Sajonia y de Oresme[xlvii].

XI. Averroísmo italiano y sus tendencias a la rutina – Intentos de restaurar la astronomía de las “esferas homocéntricas”

Mientras Da Vinci recogía una rica cosecha de descubrimientos, gracias a la influencia anti-peripatética de la Escuela de París, innumerables italianos se dedicaban a la adoración estéril de ideas difuntas, con un servilismo verdaderamente asombroso. Los averroístas no querían reconocer la verdad de nada que no fuera conforme con las ideas de Aristóteles, en cuanto interpretadas por Averroes; con Pomponazzi (1462-1526), los alejandristas, buscando inspiración más atrás en el tiempo, se rehusaron a entender a Aristóteles de manera distinta a como lo hiciera Alejandro de Afrodisias; y los humanistas, solícitos sólo por la pureza de las formas, no consentían el uso de ningún lenguaje técnico en lo absoluto y rechazaban todas las ideas que no fueran los suficientemente vagas como para ser atractivas a oradores y poetas[xlviii]. Así, averroístas, alejandristas y humanistas proclamaron una tregua a sus vehementes discusiones de modo que pudieran combinarse contra el “lenguaje de París”, la “lógica de París” y la “física de París”. Es difícil concebir los absurdos a los que estas mentes fueron llevadas por su rastrera rendición a la rutina. Un gran número de físicos, rechazando la teoría parisina del ímpetu, volvieron a la insostenible dinámica de Aristóteles y mantuvieron que el proyectil era movido por el aire del ambiente. En 1499, Nicolo Vernias de Chieti, un profesor averroísta de Padua, enseñó que, si un cuerpo pesado caía, era como consecuencia del movimiento del aire que lo rodeaba.
Una adoración servil del peripatetismo llevó a muchos así llamados filósofos a rechazar el sistema ptolemaico (el único que, para esa época, podía satisfacer las exigencias legítimas de los astrónomos) y a adoptar de nuevo las hipótesis de las esferas homocéntricas. Ellos sostenían que eran nulas y vacías las observaciones innumerables que mostraban cambios en la distancia de cada planeta de la Tierra. Alesandro Achillini de Boloña (1463-1512), un averroísta inflexible y un fuerte oponente de la teoría del ímpetu y de todas las doctrinas parisinas, inauguró, en su tratado De orbibus (1498), una extraña reacción contra la astronomía ptolemaica. Agostino Ninfo (1473-1538) trabajó por el mismo fin en una obra que no nos ha llegado. Girolamo Fracastorio (1483-1553) nos dio, en 1535, su libro De homocentricis. Y Gianbattista Amico (1536) y Giovanni Antonio Delfino (1559) publicaron pequeñas obras en un esfuerzo por restaurar el sistema de las esferas homocéntricas.

XII. La revolución copernicana

Aunque dirigidos por tendencias diametralmente opuestas al verdadero espíritu científico, los esfuerzos hechos por los averroístas de restaurar la astronomía de las esferas homocéntricas fueron quizás un estímulo al progreso de la ciencia, en cuanto acostumbraron a los físicos al pensamiento de que el sistema ptolemaico no era la única doctrina astronómica posible, o aún la mejor que podía desearse. Así, a su manera, los averroístas pavimentaron el camino para la revolución copernicana. Los movimientos que presagiaban esta revolución eran manifiestos a mediados del siglo XV, en los escritos de Nicolás de Cusa y al principio del siglo XVI en las notas de Da Vinci[xlix], siendo versados en la física de París ambos eminentes científicos.
Celio Calcagnini propuso, a su vez, explicar el movimiento diario de los planetas atribuyendo a la Tierra una rotación del oeste al este, completa en un día sideral. Su estudio, Quod celum stet, terra vero moveatur, aunque parece haber sido escrito alrededor de 1530, no fue publicado sino hasta 1544, cuando apareció en una edición póstuma de las obras del autor. Calcagnini declaró que la Tierra, originalmente en equilibrio en el centro del universo, recibió un primer impulso que le impartió un movimiento rotatorio, y este movimiento, al cual nada se oponía, era preservado indefinidamente por virtud del principio asentado por Buridán y aceptado por Alberto de Sajonia y Nicolás de Cusa. De acuerdo con Calcagnini, la rotación diaria de la Tierra era acompañada por una oscilación que explica el movimiento de precesión de los equinoccios. Otra oscilación pone las aguas del mar en movimiento y determina los flujos y reflujos de las mareas. Esta última hipótesis iba a ser mantenida por Andrea Cesalpino (1519-1603) en sus Quaestiones peripateticae (1569) y a inspirar a Galileo, quien, desafortunadamente, iba a buscar en los fenómenos de las mareas su prueba favorita de la rotación de la Tierra[l].
El De revolutionibus orbium celestium libri sex fue imprimido en 1543, unos pocos meses antes de la muerte de Copérnico (1473-1543), pero los principios del sistema astronómico propuesto por este hombre de genio habían sido publicados en la temprana fecha de 1539 en la Narratio prima, de su discípulo Joachim Rheticus (1514-1576). Copérnico se adhirió a la antigua hipótesis astronómica que pretendía que el mundo era esférico y limitado; y que todos los movimientos celestes podían descomponerse en movimientos circulares y uniformes; pero sostuvo que el firmamento de estrellas fijas era inmóvil, lo mismo que el Sol, al cual emplazó en el centro de este firmamento. Le atribuyó tres movimientos a la Tierra: un movimiento circular por el que el centro de la Tierra describía un círculo con velocidad uniforme, situado en el plano de la eclíptica y excéntrico respecto del Sol. Una rotación diaria sobre el eje inclinado hacia la eclíptica. Y, finalmente, una rotación de este eje alrededor de un eje normal a la eclíptica y que pasa a través del centro de la Tierra. El tiempo empleado por esta última rotación era un poco más largo que el requerido para el movimiento circular del centro de la Tierra, el cual producía el fenómeno de la precesión de los equinoccios. A los cinco planetas, Copérnico les adscribía movimientos análogos a aquellos de los que la Tierra estaba provista; y mantuvo que la Luna se movía en círculo alrededor de la Tierra.
De las hipótesis copernicanas, la más nueva era aquélla de acuerdo con la cual la Tierra se movía en círculos alrededor del Sol. Desde los días de Aristarco de Samos y Seleuco, nadie había adoptado esta visión. Los astrónomos [mal llamados, n. t.] medievales la habían rechazado, porque suponían que las estrellas estaban demasiado cerca de la Tierra y el Sol; y ese movimiento circular anual de la Tierra podría dar a las estrellas un paralaje perceptible. Mas, por otro lado, hemos visto que varios autores habían propuesto atribuir a la Tierra uno u otro de los dos movimientos que Copérnico añadía al movimiento anual. Para defender la hipótesis del movimiento diario de la Tierra contra las objeciones formuladas por los físicos peripatéticos, Copérnico invocó exactamente las mismas razones que Oresme; y, en orden a explicar cómo retiene las varias partes de sus elementos cada planeta, él adoptó la teoría de la gravedad propuesta por el eminente maestro. Copérnico se mostró como un adherente de la física parisina aún en la siguiente opinión, enunciada accidentalmente: la aceleración de la caída de los cuerpos pesados se explica por el continuo crecimiento del ímpetu que recibe de la gravedad[li].

XIII. Fortunas del sistema copernicano in el siglo XVI

Copérnico y su discípulo Rheticus muy probablemente creyeron que los movimientos que adscribieron a la Tierra y los planetas, el reposo del Sol y el del firmamento o estrellas fijas eran los movimientos y reposos reales de estos cuerpos. El De revolutionibus orbium caeslestium libri sex apareció con un prefacio anónimo que inspiró una idea completamente diferente. Este prefacio fue obra del teólogo luterano Osiander (1498-1552), quien expresó allí la opinión de que las hipótesis propuestas por los filósofos, en general, y por Copérnico, en particular, no estaban calculadas para hacernos conocida la realidad de las cosas: “neque enim necesse est eas hypoteses esse veras, imo, ne verosímiles quidem, sed sufficit hoc unum si calculum observationibus congruentem exhibeant”. La visión de Osiander de las visiones astronómicas no era nueva. Aún en los días de la antigüedad griega un número de pensadores había mantenido que el único objeto de estas hipótesis era “salvar las apariencias [los fenómenos, los datos de los sentidos, n. t.]”, sozein ta phainomena; y, en la [mal llamad, n. t.] edad media, como en la antigüedad, este método siguió siendo el de los filósofos que deseaban hacer uso de la astronomía ptolemaica mientras al mismo tiempo sostenían la física peripatética, absolutamente incompatible con dicha astronomía. La doctrina de Osiander fue, por tanto, recibida con buena disposición, primero que nada por los astrónomos, quienes, sin creer que el movimiento de la Tierra fuera real, aceptaban y admiraban las combinaciones cinéticas concebidas por Copérnico, dado que estas combinaciones les proporcionaban mejores medios de los que les pudiera ofrecer el sistema ptolemaico para explicar el movimiento de la Luna y los fenómenos de la precesión de los equinoccios[lii].
Uno de los astrónomos que más distintamente asumieron esta actitud en relación con el sistema de Ptolomeo fue Erasmo Reinhold (1511-53), quien, aunque no admitiera el movimiento de la Tierra, profesó gran admiración por el sistema de Copérnico y lo usó para computar las tablas astronómicas, las Prutenicae Tabulae (1551), que fueron de gran ayuda para introducir a los astrónomos en las combinaciones cinéticas originadas por Copérnico. Las Prutenicae tabulae fueron empleadas especialmente por la comisión que, en 1582, efectuó la reforma gregoriana del calendario. Aunque no creían en el movimiento de la Tierra, los miembros de esta comisión no dudaron en usar tablas fundadas en una teoría de la precesión de los equinoccios y que le atribuía movimiento a la Tierra.
Sin embargo, la libertad, que les permitía a los astrónomos usar todas las hipótesis calificadas para explicar los fenómenos, iba pronto a ser restringida por las exigencias de los filósofos peripatéticos y los teólogos protestantes. Osiander había escrito su célebre prefacio al libro de Copérnico con miras a guardarlo de los ataques de los filósofos, pero no tuvo éxito. Martín Lutero, en su Tischrede, fue el primero en expresar indignación hacia la impiedad de aquéllos que admitían la hipótesis del reposo solar. Melanchton, aunque reconocía las ventajas puramente astronómicas del sistema copernicano, combatió fuertemente la hipótesis del movimiento de la Tierra (1549), no sólo con la ayuda de argumentos preparados por la física peripatética, sino, de igual modo y principalmente, con la asistencia de numerosos textos tomados de los escritos sagrados. Kaspar Peucer (1525-1602), yerno de Melanchton,  aunque se esforzó por armonizar su teoría de los planetas con el progreso que el sistema copernicano había hecho en este respecto, sin embargo, rechazó la hipótesis copernicana como absurda (1571).
Entonces comenzó a requerirse a las hipótesis astronómicas no sólo que conformaran sus cálculos a los hechos, como había deseado Osiander, sino también que no fueran refutadas “tanto en nombre de principios de la física ni en el nombre de la autoridad de las Sagrada Escrituras”. Este criterio fue formulado explícitamente en 1578 por un luterano, el astrónomo danés Tycho Brahe (1546-1601), y fue precisamente a causa de estos dos requerimientos que las doctrinas de Galileo iban a ser condenadas por la Inquisición en 1616 y 1633. Ávido  de no admitir ninguna hipótesis que pudiera entrar en conflicto con la física aristotélica o que fuera contraria a la letra de las sagradas Escrituras; y, no obstante, más deseoso de retener todas las ventajas del sistema copernicano, Tycho Brahe propuso un nuevo sistema que virtualmente consistía en dejar la Tierra inmóvil y en mover los otros cuerpos celestes de tal modo que su desplazamiento en relación a la Tierra pudiera permanecer igual al del sistema de Copérnico. Aún más, aunque se presentaba como el defensor de la física aristotélica, Tycho Brahe le asestó un golpe desastroso. En 1572, una estrella, hasta entonces desconocida, apareció en la constelación de Casiopea y, al mostrar mediante observaciones precisas que el nuevo cuerpo celeste era en realidad una estrella fija, Tycho Brahe probó conclusivamente que el mundo celeste no estaba, como Aristóteles nos había hecho creer, de una sustancia exenta de generación y corrupción.
La Iglesia no había permanecido indiferente a la hipótesis del movimiento de la Tierra hasta el tiempo de Tycho Brahe, ya que fue entre sus miembros que esta hipótesis halló sus primeros defensores, contando adherentes aún en la extremadamente ortodoxa Universidad de París. Cuando estaba defendiendo esta hipótesis, Oresme era canónigo de Ruán e inmediatamente después fue promovido al obispado de Lisieux. Nicolás de Cusa era obispo de Brixen y cardenal y fue encargado de importantes negociaciones por Eugenio IV, Nicolás V y Pío II. Calcagnini era protonotario apostólico. Copérnico era canónigo de Thorn [o Torun, n. t.] y fue el cardenal Schomberg quien lo urgió a publicar su trabajo, cuya dedicatoria aceptó Pablo III. Además, Oresme había dejado en claro cómo interpretar los pasajes escriturísticos que se pretendía fueran opuestos al sistema copernicano. Y, en 1584, Dídacus a Stunica [o Diego de Zúñiga, n. t.] de Salamanca encontró en la Sagrada Escritura textos que podían invocarse con la misma certeza a favor del movimiento de la Tierra. Sin embargo, en 1595, el senado protestante de la Universidad de Tubinga  forzó a Kepler a retractarse del capítulo en su Mysterium cosmographicum, en el que emprendía el poner de acuerdo al sistema copernicano con la Escritura.
Christopher Clavius (1537-1612), jesuita y miembro influyente de la comisión que reformó el Calendario Gregoriano, pareció ser el primer astrónomo católico en adoptar el doble examen impuesto sobre las hipótesis astronómicas por Tycho Brahe y en decidir (1581) que las suposiciones de Copérnico debían rechazarse en cuanto opuestas tanto a la física peripatética como a la Escritura. Por otro lado, al final de su vida y bajo la influencia de los hallazgos de Galileo, Clavius parece haber asumido una actitud mucho más favorable hacia las doctrinas copernicanas. Los enemigos de la filosofía aristotélica adoptaron alegremente el sistema de Copérnico, considerando sus hipótesis como otras tantas proposiciones físicamente correctas. Éste fue el caso de Pierre de La Ramée, llamado Petrus Ramus (1502-1572), y, especialmente, Giordano Bruno (alrededor de 1550-1600). La física desarrollada por Bruno, en la que incorporó la hipótesis copernicana, procedía de Nicolás de Oresme y Nicolás de Cusa, pero, principalmente, de la física enseñada en la Universidad de París en el siglo XIV. La extensión infinita del universo y la pluralidad de mundos fueron admitidas como posibles por muchos teólogos al final del siglo XIII; y la teoría del movimiento lento, que causa que las porciones centrales de la Tierra se muevan hacia la superficie habían sido enseñadas por Alberto de Sajonia antes que atrajeran la atención de Da Vinci. La solución de los argumentos peripatéticos contra el movimiento de la Tierra y la teoría de la gravedad propuesta a causa de la comparación de los planetas con la Tierra parecía ser tomada por Bruno de Oresme. La apostasía y las herejías por las que Bruno fuera condenado en 1600 no tenían nada que ver con las doctrinas físicas que él había hecho suyas, las cuales incluían, en particular, a la astronomía copernicana. De hecho, no parece que, en el siglo XVI, la Iglesia manifestara la más mínima ansiedad concerniente al sistema de Copérnico[liii].

XIV. Teoría de las mareas

Indudablemente, es a los grandes viajes que dieron brillo adicional al cierre del siglo XV que debemos atribuir la importancia que asumió en el siglo XVI por el problema de las mareas, así como el gran progreso que hizo en ese tiempo hacia la solución de este problema. La correlación existente entre el fenómeno de las mareas altas y bajas y el curso de la Luna era conocida aún en tiempos antiguos. Posidonio la describió con exactitud; los astrónomos árabes también estaban familiarizados con el mismo y la explicación dada de él en el siglo noveno por Albumazar en su Introductorium magnum ad Astronomiam se mantuvo como un clásico a todo lo largo de la [mal llamada, n. t.] edad media. La observación de los fenómenos de las mareas de manera muy natural llevó a la suposición de que la Luna atraía las aguas del océano y, en el siglo XIII, Guillermo de Auvernia comparó esta atracción a la del imán por el hierro. Sin embargo, la mera atracción de la luna no bastaba para explicar la alteración de la primavera ni las mareas muertas[liv], el cual fenómeno indicaba cierta intervención del Sol. En sus Questions sur les libres des Météores, el cual apareció durante la segunda mitad del siglo XIV, Themon, “hijo del judío”, introdujo de un modo vago la idea de dos mareas superpuestas, una debida al Sol y otra a la Luna. En 1528, esta idea fue muy claramente respaldada por Federico Grisogone de Zara, un dálmata que enseñaba medicina en Padua. Grisogone declaró que, bajo la acción exclusiva de la Luna, el mar asumiría una forma ovoidea, estando dirigido su eje mayor hacia el centro de la Luna; y que la acción del Sol también daría una forma ovoidea, menos estirada que la primera, estando dirigido su eje mayor hacia el centro del Sol; y esa variación del nivel del mar, en todo tiempo y lugar, se obtendría mediante la elevación o depresión producida por la marea solar a la elevación o depresión producida por la marea lunar. En 1557, Girolamo Cardano aceptó y explicó brevemente la teoría de Grisogone. En 1559, un trabajo póstumo de Delfino dio una descripción de los fenómenos de las mareas, idéntico al deducido del mecanismo concebido por Grisogone. La doctrina del médico dálmata fue reproducida por Paolo Gallucci, en 1558, y por Annibale Raimondo, en 1589; y, en 1600, Claude Duret, quien había plagiado el tratado de Delfino, publicó en Francia la descripción de las mareas aportada en esa obra.

XV. La estática en el siglo XVI – Stevino

Cuando Cardano estaba escribiendo sobre estática, tomó de dos fuentes: los escritos de Arquímedes y los tratados de la escuela de Jordano; además, probablemente, plagió notas dejadas por Da Vinci y fue quizás de esta fuente que él tomo el teorema: un sistema provisto de peso está en equilibrio cuando el centro de gravedad de este sistema está lo más bajo posible.
Nicolo Tartaglia (alrededor de 1500-57), un antagonista de Cardano, sin vergüenza alguna se apropió indebidamente de un tratado de un comentarista de Jordano supuestamente olvidado. Ferrari, fiel discípulo de Cardano, censuró bruscamente a Tartaglia por el robo, el cual, no obstante, tenía el mérito de restablecer la fortuna de ciertos descubrimientos del siglo XIII, especialmente, la ley del equilibrio de un cuerpo apoyado en un plano inclinado. Mediante otro plagio no menos descarado, Tartaglia publicó bajo su propio nombre una traducción del Tratado sobre los cuerpos flotantes de Arquímedes, hecha por Guillermo de Moerbecke al final del siglo XIII. Esta publicación, deshonesta como fue, ayudó a dar prominencia al estudio de Arquímedes en los trabajos mecánicos, el cual estudio ejerció la mayor influencia sobre el progreso de la ciencia al final del siglo XVI: la combinación de la matemática arquimídea con la física parisina generó el movimiento que culminó en la obra de Galileo. La traducción y explicación de los trabajos de Arquímedes reclutó la atención de geómetras tales como Francesco Maurolycus de Mesina (1494-1575) y Federico Commandino de Urbino (1509-75); y estos dos autores, continuando el trabajo del gran siracusano, determinaron la posición del centro de gravedad de varios sólidos; y, aparte, Commandino tradujo y explicó la Colección matemática de Pappus y el fragmento de la Mecánica de Hierón de Alejandría que estaba como apéndice de la obra anteriormente nombrada. La admiración por estos monumentos de la ciencia antigua inspiró el desprecio hacia la estática [mal llamada, n. t.] medieval a un número de italianos. La fecundidad del principio de desplazamiento virtual, tan felizmente empleado por la escuela de Jordano, fue ignorada; y, privados de las leyes descubiertas por esta escuela y de las adiciones hechas a ellas por Da Vinci, los tratados de estática escritos por admiradores exageradamente entusiastas del método arquimídeo fueron notablemente deficientes. Entre los autores de estos tratados, Guidobaldo dal Monte (1545-1607) y Giovanni Battista Benedetti (1530-90) merecen especial mención.
De los matemáticos que, en estática, pretendieron seguir los rigurosos métodos de Arquímedes y de los geómetras griegos, el más ilustre fue Simón Stevinus de Brujas (1548-1620). Por su medio, la estática de los cuerpos sólidos recobró todo lo que se había ganado por la escuela de Jordano y Da Vinci y perdido por el desprecio de tales hombres como Guidobaldo dal Monte y Benedetti. La ley del equilibrio de la palanca, una de las proposiciones fundamentales de las que usó Stevino, fue establecida por él con la ayuda de una ingeniosa demostración que Galileo iba a emplear también y la cual se halla en un opúsculo anónimo del siglo XIII. Con el objeto de confirmar otro principio esencial de esta teoría, la ley del equilibrio de un cuerpo sobre un plano inclinado, Stevinus recurrió a la imposibilidad del movimiento perpetuo, el cual había sido afirmado con gran precisión por Da Vinci y Cardano. La principal gloria de Stevinus yace en sus descubrimientos de hidrostática[lv]; y la determinación de la extensión y punto de aplicación de la presión que ejerce un líquido contenido en un vaso sobre el lado interno inclinado del mismo vaso era en sí misma suficiente para otorgar a este geómetra de brujas un lugar eminente entre los creadores de la teoría del equilibrio de los fluidos[lvi].
Benedetti estuvo a punto de enunciar el principio conocido como Ley de Pascal y una adición insignificante permitió a Mersenne inferir este principio y la idea de la presión hidráulica de lo que el geómetra italiano había escrito. Benedetti había justificado sus proposiciones mediante el uso de un axioma de la ley del equilibrio de los líquidos en vasos comunicantes[lvii] y, antes de esta época, Da Vinci había seguido el mismo procedimiento lógico.

XVI. La dinámica en el siglo XVI

Los geómetras que, a pesar de los métodos estereotipados del averroísmo y las burlas del humanismo, continuaron el cultivo de la dinámica parisina del ímpetu fueron premiados por los más espléndidos descubrimientos. Disipando la duda en la que Alberto de Sajonia había permanecido envuelto, Da Vinci había declarado que la velocidad adquirida por un cuerpo en caída libre era proporcional al tiempo empleado en la caída, pero él no supo cómo determinar la ley que conecta el tiempo consumido en la caída con el espacio atravesado por el cuerpo que cae. Sin embargo, para encontrar esta ley habría bastado invocar la siguiente proposición: en un movimiento uniformemente variado, el espacio atravesado por el cuerpo que se mueve es igual a aquél que atravesaría en un movimiento uniforme cuya duración sería aquella del movimiento precedente y cuya velocidad sería la misma que la de aquél afectado por el movimiento precedente en el instante medio de su duración. Esta proposición fue conocida por Oresme, quien la había demostrado exactamente como sería demostrada luego por Galileo; la misma fue enunciada y discutida al final del siglo XIV por los lógicos que, en la Universidad de Oxford, componían la escuela de Guillermo de Heytesbury, Canciller de Oxford en 1375; fue subsecuentemente examinada o invocada en el siglo XV por todos los italianos que se hicieron comentaristas de estos lógicos; y, finalmente, los maestros de la Universidad de París, contemporáneos de Da Vinci, la enseñaron y demostraron como lo había hecho Oresme[lviii].
Esta ley, que Da Vinci no fue capaz de determinar, fue publicada en 1545 por el dominico español, Domingo de Soto (1494-1560), un alumno de la Universidad de París y profesor de teología en la Universidad de Alcalá de Henares y luego de Salamanca. Él formuló así estas dos leyes:
La velocidad de un cuerpo que cae se incrementa proporcionalmente al tiempo de la caída.
El espacio atravesado en un movimiento uniformemente variado es la misma que la de un movimiento uniforme que toma el mismo tiempo, si su velocidad es equivalente a la velocidad media del primero.
En adición a ello, Soto declaró que el movimiento de un cuerpo lanzado verticalmente hacia arriba es uniformemente retardado. Debería mencionarse que todas estas proposiciones fueron formuladas por el célebre dominico como si tuvieran relación con verdades generalmente admitidas por los maestros entre los que vivió.
La teoría parisina, que mantiene que la caída acelerada de los cuerpo se debía al continuo incremento del ímpetu causado por la gravedad, fue admitida por Julius Caesar Scalinger (1484-1558), Benedetti y Gabriel Vásquez (1551-1604), el célebre teólogo jesuita. El primero de estos autores presentó esta teoría de tal manera que la aceleración uniforme del movimiento parecía seguirse naturalmente de ella.
Soto, Tartaglia y Cardano hicieron arduos esfuerzos, a la manera de Da Vinci, para explicar el movimiento de los proyectiles mediante la apelación al conflicto entre el ímpetu y la gravedad, pero sus intentos se frustraron por un error peripatético, que varios maestros parisinos habían rechazado hacía mucho tiempo. Ellos creyeron que el movimiento del proyectil se aceleraba desde el principio; y le atribuían esta aceleración inicial a un impulso comunicado por la vibración del aire. En efecto, a todo lo largo del siglo XVI, los averroístas latinos continuaron atribuyendo al aire ambiente la transportación misma del proyectil.
Tartaglia descubrió empíricamente que una pieza de artillería alcanzaba su más larga distancia cuando se apuntaba en un ángulo de 45 grados respecto del horizonte. Bruno insistió en la explicación de Oresme del hecho de que un cuerpo parece caer en línea vertical a pesar del movimiento de la Tierra; para obtener la trayectoria de este cuerpo es necesario combinar la acción de su peso con el ímpetu que la Tierra le imparte. Benedetti propuso la ley que se sigue de tal ímpetu, de la manera que se expone a continuación. Un cuerpo que rota en círculo y repentinamente es dejado a sí mismo se moverá en línea recta tangente al círculo en el mismo punto en el que se encontraba al momento en que fue soltado. Por este logro, Benedetti merece ser contado entre los más valiosos contribuyentes al descubrimiento de la ley de inercia. En 1553, Benedetti avanzó el siguiente argumento: en el aire o en cualquier fluido, diez piedras iguales caen a la misma velocidad que una sola de las mismas; por tanto, en un fluido, dos piedras, una de las cuales es diez veces más pesada que la otra, caerá a la misma velocidad. Benedetti alabó la novedad extrema de este argumento con el cual, en realidad, muchos escolásticos habían estado familiarizados, pero el cual ninguno de ellos había declarado que fuera concluyente, por la resistencia que el aire ofrece a la piedra más pesada ciertamente no podía ser diez veces mayor que la que le oponía a la más liviana. Achillini era uno de aquéllos que claramente mantuvo este principio. Para que pudiera llevar a una conclusión correcta, el argumento de Benedetti tenía que restringirse al movimiento de los cuerpos en el vacío y esto fue lo que hizo Galileo.

XVII. La obra de Galileo

Galileo Galilei (1564-1642) había sido en su juventud un inconmovible peripatético, pero se convirtió luego al sistema copernicano; y dedicó la mayoría de sus esfuerzos a su defensa. El triunfo del sistema de Copérnico sólo podía asegurarse mediante el perfeccionamiento de la mecánica y, especialmente, mediante la solución del problema presentado por la caída de los cuerpos, cuando la Tierra se supone que está en movimiento[lix]. Fue hacia esta solución que se dirigieron muchas de las investigaciones de Galileo; y, para llevar sus trabajos a un exitoso destino tenía que adoptar ciertos principios de la dinámica parisina. Desafortunadamente, en lugar de usarlos todos, él dejó a otros el agotar su fecundidad.
La estática galileana era un compromiso entre el método incorrecto inaugurado en las Cuestiones matemáticas de Aristóteles y el método correcto de los desplazamientos virtuales exitosamente aplicado por la escuela de Jordano. Imbuido de ideas que eran todavía intensamente peripatéticas, introdujo la consideración de cierto impeto o momentum, proporcional a la velocidad del cuerpo móvil y no distinto del ímpetu de los parisinos. La hidrostática galileana también mostraba una forma imperfecta del principio de los desplazamientos virtuales, que parece haber sido sugerido al gran pisano por las investigaciones efectivas hechas sobre la teoría del agua corriente por su amigo Benedetto Castelli, un benedictino (1577-1644). Al principio, Galileo aseveraba que la velocidad de un cuerpo en caída libre se incrementaba proporcionalmente al espacio atravesado y, luego, por una ingeniosa demostración, él probó el total absurdo de esa ley. Entonces, él enseñó que el movimiento de un cuerpo en caída libre era uniformemente acelerado; a favor de esta ley, él se contentó con apelar a su simplicidad, sin considerar el incremento continuo de ímpetu bajo la influencia de la gravedad. La gravedad crea, en períodos iguales, un ímpetu nuevo y uniforme el cual, añadido a ése ya adquirido, causa que el ímpetu total crezca en progresión aritmética de acuerdo al tiempo empleado en la caída; de ahí resulta la velocidad de la caída del cuerpo que cae. Este argumento, hacia el cual la tradición parisina había estado tendiendo y el cual, en último lugar, había sido formulado por Scalinger, lleva a nuestra ley moderna: una fuerza constante produce movimiento uniformemente acelerado. En el trabajo de Galileo, no hay trazos ni del argumento ni de conclusiones que se deduzcan de él; sin embargo, el argumento mismo fue desarrollado por el amigo de Galileo, Giambattista Baliani (1582-1666).
De la definición misma de velocidad, Baliani emprendió la deducción de la ley de acuerdo con la cual el espacio atravesado por un cuerpo se incrementa proporcionalmente al tiempo empleado en la caída. Aquí lo confrontaba una dificultad que también había desconcertado a Da Vinci; sin embargo, él eventualmente anticipó su solución, que fue dada, luego de un titubeo similar, por otro discípulo de Galileo, Pierre Gassendi (1592-1655). Galileo había llegado a la ley que conecta el tiempo empleado en la caída con el espacio atravesado por un cuerpo, mediante el uso de una demostración que llegó a ser célebre como la “demostración del triángulo”. Fue textualmente aquella dada por Oresme en el siglo XIV y, como hemos visto, Soto había pensado en usar la proposición de Oresme en el estudio de la caída acelerada de los cuerpos. Galileo extendió las leyes de los cuerpos en caída libre a la caída por un plano inclinado y sometió al examen del experimento la ley del movimiento de un peso sobre un plano inclinado.
Un cuerpo que, sin fricción o resistencia de ninguna clase, describiría la circunferencia de un círculo concéntrico a la Tierra retendría un impeto o momentum, puesto que la gravedad no tendería a incrementar o destruir este impeto de ningún modo: este principio que pertenecía a la dinámica de Buridán y Alberto de Sajonia, fue reconocido por Galileo. En una pequeña superficie, una esfera concéntrica con la Tierra se funde aparentemente en el plano horizontal; un cuerpo lanzado sobre un plano horizontal y libre de toda fricción asumiría, por tanto, un movimiento aparentemente rectilíneo y uniforme. Sólo bajo esta forma restringida y errónea Galileo reconoció la ley de la inercia y, en esto, él fue fiel discípulo de la escuela de París.
Si un cuerpo pesado movido por un impeto que lo haría describir círculos concéntricos a la Tierra es, más aún, libre de caer, el impeto de la rotación uniforme y la gravedad son fuerzas compuestas. Sobre una pequeña extensión, el movimiento producido por este ímpeto podría asumirse que fuera rectilíneo, horizontal y uniforme; de ahí que la ley aproximada deba enunciarse como sigue: un cuerpo pesado, al cual se ha transmitido una velocidad horizontal inicial en el mismo momento en el que es abandonado a la acción de la gravedad, asume un movimiento que es sensiblemente la combinación de un movimiento horizontal uniforme con el movimiento vertical que asumiría sin velocidad inicial. Galileo entonces demostró que la trayectoria de este cuerpo pesado es una parábola con eje vertical. Esta teoría del movimiento de los proyectiles descansa sobre principios que de ninguna manera son conformables con el conocimiento exacto de la ley de la inercia y que son, en el fondo, idénticos con aquéllos invocados por Oresme cuando quiso explicar cómo, a pesar de la rotación de la Tierra, un cuerpo parece caer verticalmente. El argumento empleado por Galileo no le permitía establecer cómo se mueve el proyectil cuando su velocidad inicial no es horizontal[lx].
Evangelista Torricelli (1608-47), discípulo de Castelli y de Galileo, extendió el método de este último al caso de un proyectil cuya velocidad inicial tenía una dirección otra que la horizontal; y probó que la trayectoria se mantenía siendo una parábola con eje vertical. Por otro lado, Gassendi mostró que, en este problema del movimiento de los proyectiles, la ley real de la inercia, que acababa de ser formulada por Descartes, debía sustituir los principios admitidos por la dinámica parisina del siglo XIV.
Debe hacerse mención de las observaciones de Galileo sobre la duración de la oscilación de un péndulo, dado que estas observaciones abrieron un nuevo campo a la dinámica[lxi]. El progreso en la dinámica sirvió como defensa para el sistema copernicano y los descubrimientos que, con la ayuda del telescopio, fue capaz de hacer en los cielos contribuyeron al mismo fin. Las manchas en la superficie del sol y las montañas, similares a las de la Tierra, que escondían de la vista ciertas partes del disco lunar, dieron amplia prueba del hecho de que los cuerpos celestes no estaban, como la física aristotélica había sostenido, formados de una sustancia incorruptible distinta de los elementos sublunares; aún más, el papel de satélite que, en la astronomía heliocéntrica, jugaba la Luna en relación a la Tierra fue llevado en relación a Júpiter por los dos “planetas mediceos”[lxii], que Galileo había sido el primero en descubrir. No satisfecho luego de haber derrotado los argumentos opuestos al sistema copernicano mediante la argumentación de estas razones excelentes, Galileo estaba ávido de establecer positivamente la prueba a favor de este sistema. Inspirado quizás por Calcagnini, creyó que el fenómeno de las mareas le preparaba la prueba deseada y, consecuentemente, rechazó toda explicación del flujo y reflujo de las mareas fundada en la atracción de la Luna y el Sol, en orden a atribuir el movimiento de los mares a la fuerza centrífuga producida por la rotación terrestre. Tal explicación conectaría el período de la marea alta con el día sideral en lugar del día lunar, contradiciendo así la más ordinaria de las observaciones antiguas. Este comentario solo debió haber contenido a Galileo y haberle evitado el producir un argumento mejor calculado para derribar la doctrina de la rotación de la Tierra que para establecerla y confirmarla[lxiii].
En dos ocasiones, en 1616 y 1633, la Inquisición condenó a lo que Galileo había escrito a favor del sistema de Copérnico. La hipótesis del movimiento de la Tierra fue declarada falsa in Philosophia et ad minus erronea in fide; la hipótesis de que el Sol  estuviera en reposo fue sentenciada falsa in Philosophia et formaliter haeretica[lxiv]. Adoptando la doctrina formulada por Tycho Brahe en 1578, el Santo Oficio prohibió el uso de toda hipótesis astronómica que no estuviera de acuerdo con los principios de la física aristotélica y con la letra de la Sagrada Escritura[lxv].

XVIII. Intentos iniciales en la mecánica celeste – Gilbert – Kepler

Copérnico se había esforzado en describir con exactitud el movimiento de cada uno de los cuerpos celestes; y Galileo había bregado para extender a las estrellas lo que se sabía de la dinámica de los movimientos sublunares o determinar las fuerzas que sustentan los movimientos celestes. Ellos se satisficieron con sostener que la rotación diaria de la Tierra se perpetúa por virtud de un ímpetu dado de una vez y para siempre; que las varias partes de un elemento perteneciente a una estrella tienden hacia el centro de esta estrella por razón de la gravedad peculiar a cada uno de los cuerpos celestes por la cual el cuerpo está capacitado para preservar su integridad. Así, en mecánica celeste, estos dos grandes científicos contribuyeron magramente a lo que ya habían enseñado Buridán, Oresme y Nicolás de Cusa. Por el tiempo de Galileo, descubrimos los primeros intentos de constituir una mecánica celeste, es decir, de explicar el movimiento de las estrellas mediante la ayuda de fuerzas análogas a aquéllas cuyos efectos sentimos sobre la Tierra; los más importantes de estos intentos iniciales fueron hechos por William Gilbert (1540-1603) y Johann Kepler (1571-1631).
A Gilbert le debemos un tratado exhaustivo sobre magnetismo, en el cual incorporó sistemáticamente lo que fue conocido en tiempos [mal llamados, n. t.] medievales sobre fenómenos eléctricos y magnéticos, sin añadir nada muy esencial; él también dio los resultados de sus propios y valiosos experimentos. Fue en este tratado que él empezó a exponer su Filosofía Magnética, es decir, su mecánica celeste, pero el trabajo en el que la desarrolló completamente no fue publicado sino hasta 1651, mucho después de su muerte. Como Oresme y Copérnico, Gilbert mantuvo que en cada estrella había una gravedad particular por de la cual las partes materiales que pertenecen a la estrella y a ella sola tendían a reunirse a la estrella, cuando se habían separado de ella. Él comparó esta gravedad, peculiar a cada estrella, a la acción por la cual un pedazo de hierro vuela hacia un imán cuya naturaleza el hierro comparte. Esta opinión, sostenida por tantos predecesores de Gilbert y adoptada por un gran número de imitadores, descaminó a Francis Bacon. Bacon fue el entusiasta heraldo del método experimental que, sin embargo, nunca practicó y del cual tenía una concepción completamente falsa[lxvi]. De acuerdo con Gilbert, la Tierra, el Sol y las estrellas eran animados y el principio animador de cada una comunicaba al cuerpo el movimiento de rotación perpetua. Desde la distancia, el Sol ejercía una acción perpendicular al radio vector que va desde el centro del Sol al planeta y esta acción causaba que el planeta diera vueltas alrededor del Sol, tal como un caballo hace girar el molino al que está subyugado.
Kepler mismo admitió que en estos primeros tanteos sobre la línea de la mecánica celeste él estaba bajo la influencia de Nicolás de Cusa y de Gilbert. Inspirado por el primero de estos autores, atribuyó la rotación de la Tierra sobre su eje a un ímpetu comunicado por el Creador al principio del tiempo; pero, bajo la influencia de la teoría de Gilbert, declaró que este ímpetu terminaba por ser transformada en un alma o un principio de animación. En el sistema más temprano de Kepler, como en el de Gilbert, se decía que el distante Sol ejerce un poder perpendicular al radio vector sobre cada planeta, el cual poder producía el movimiento circular del planeta. Sin embargo, Kepler tuvo el feliz pensamiento de proponer una atracción universal en lugar de la atracción magnética que Gilbert había considerado como peculiar a cada estrella. Él asumió que cada masa material tendía hacia toda otra masa material, sin importar a qué cuerpo celeste perteneciera cada una de ellas; que una porción de materia ubicada entre dos estrellas tendería hacia la más grande y más cercana, aunque podría no haber pertenecido nunca a la misma; que, al momento de la marea alta, las aguas del mar subían hacia la Luna, no porque ellas tuvieran una especial afinidad con esta estrella húmeda, sino por virtud de la tendencia general[lxvii] que hace que todas las masas materiales se atraigan cada una a las demás.
En el curso de numerosos intentos de explicar el movimiento de las estrellas, Kepler fue llevado a complicar su primera mecánica celeste. Él asumió que todos los cuerpos celestes estaban inmersos en un fluido etéreo, que la rotación del Sol engendraba un vórtice dentro de este fluido, cuyas reacciones se interponían para desviar a cada planeta del camino circular. También pensó que cierto poder, similar a aquél que dirige la aguja magnética, preservaba invariable en el espacio la dirección del eje alrededor del cual la rotación de cada planeta es efectuada. El sistema inestable y complicado de mecánica celeste enseñado por Kepler manó de una muy deficiente dinámica que, en muchos puntos, era más afín a la de los peripatéticos que a la de los parisinos. Sin embargo, estas muchas hipótesis vagas ejercieron una incontestable influencia en las tentativas de los científicos, de Kepler a Newton, para determinar las fuerzas que mueven a las estrellas. Si, en efecto, Kepler preparó el camino para el trabajo de Newton, fue principalmente por el descubrimiento de las tres admirables leyes que inmortalizaron su nombre[lxviii]; y, por la enseñanza de que los planetas describen elipses en lugar de círculos, él produjo en la astronomía una revolución, por mucho, más grande que la causada por Copérnico; él destruyó el último venerable principio de la física antigua, de acuerdo con el cual todos los movimientos celestes eran reductibles al movimiento circular.

XIX. Controversias referidas a la geoestática

La filosofía “magnética” adoptada y desarrollada por Gilbert no sólo fue rechazada por Kepler sino fuertemente maltratada en una disputa sobre los principios de la estática. Un número de escolásticos parisinos del siglo XIV, y Alberto de Sajonia en particular, habían aceptado el principio de que en todo cuerpo hay un punto fijo y determinado que tiende a unirse al centro del mundo, siendo idéntico este punto al centro de gravedad considerado por Arquímedes. Desde este principio, varios autores, entre los que destacaba Da Vinci, dedujeron corolarios que conservaban un lugar en la estática. La revolución copernicana había modificado este principio apenas un poco, habiendo sustituido, simplemente, el centro del universo por un punto particular de cada estrella, hacia el cual tendía el centro de gravedad de cada masa que pertenecía a esa estrella. Copérnico, Galileo y Gilbert admitían el principio, modificado de ese modo, pero Kepler lo rechazó. En 1635, Jean de Beaugrand dedujo de este principio una teoría paradójica de la gravedad de los cuerpos y, particularmente, sobre la variación en el peso de un cuerpo cuya distancia respecto del centro del universo cambia. Opiniones semejantes a ésa propuesta por Beaugrand en su geoestática fueron sostenidas en Italia por Castelli y, en Francia, por Pierre Fermat (1608-65). La doctrina de Fermat fue discutida y refutada por Etienne Pascal (1588-1651) y Gilles Persone de Roberval (1602-75); y la admirable controversia entre estos autores y Fermat contribuyó en gran medida a la clara exposición de cierto número de ideas empleadas en estática, entre las que se encuentra ésa del centro de gravedad. Fue esta controversia la que llevó a Descartes a revivir el asunto de los desplazamientos virtuales en precisamente la misma forma en que fue adoptada por la escuela de Jordano, a fin de que pudiera dársele fundamento estable a las proposiciones esenciales de la estática[lxix]. Por otro lado, Torricelli basó sus todos argumentos referentes a las leyes del equilibrio sobre el axioma citado arriba, esto es: un sistema dotado de peso está en equilibrio cuando el centro de gravedad de todos los cuerpos que lo forman está en el nivel más bajo posible. Cardano y, quizás, Da Vinci habían derivado esta proposición de la doctrina de Alberto de Sajonia, pero Torricelli tuvo cuidado de usarla bajo circunstancias en las que todas las verticales eran consideradas paralelas entre sí y, de esta manera, él cortó la conexión entre el axioma que él admitía y la dudosa hipótesis de la física parisina o de la filosofía magnética. De ahí en adelante, los principios de la estática fueron formulados con exactitud. John Wallis (1616-1703), Pierre Varignon (1654-1722) y Jean Bernoulli (1667-1748) tuvieron meramente que completar y desarrollar la información proporcionada por Stevinus, Roberval, Descartes y Torricelli.

XX. La obra de Descartes

Sólo hemos manifestado qué parte tomó Descartes en la edificación de la estática al proponer el método de los desplazamientos virtuales, pero su interés activo en la construcción de la dinámica fue todavía más importante. Él claramente formuló la ley de la inercia según había sido observada por Benedetti: todo cuerpo en movimiento está inclinado, si nada lo impide, a continuar su movimiento sobre la línea recta y con velocidad constante; un cuerpo no puede moverse en círculo a menos que sea impelido hacia el centro por un movimiento centrípeto en oposición a la fuerza centrífuga por la cual el cuerpo tiende a huir del centro. Dada la similitud de las visiones de Descartes y Benedetti en lo que respecta a esta ley, podemos concluir que el descubrimiento de Descartes fue influido por el de Benedetti, especialmente, por cuanto las obras de Benedetti eran conocidas por Martin Mersenne (1588-1648), el fiel amigo de Descartes con el que se carteaba este último. Descartes conectó la siguiente verdad con la ley de la inercia: un peso constante en volumen y dirección causa un movimiento uniformemente acelerado[lxx]. Además hemos visto cómo, con la ayuda de los principios de Descartes, Gassendi fue capaz de rectificar lo que Galileo había enseñado en lo relativo a los cuerpos en caída libre y en el movimiento de proyectiles.
En estática, un cuerpo pesado puede a menudo ser reemplazado por un punto material ubicado en su centro de gravedad; pero, en dinámica, surge el problema de si el movimiento de un cuerpo puede ser tratado como si este cuerpo estuviera enteramente concentrado en uno de estos puntos y, también, el de cuál sería ese punto, el correspondiente, de los diversos puntos del referido cuerpo. Este asunto relativo a la existencia y hallazgo del centro de impulso había absorbido la atención de Da Vinci y, luego de él, de Bernardino Baldi (1553-1617). Baldi aseveró que, en un cuerpo bajo movimiento de traslación, el centro de impulso no difiere del centro de gravedad. Ahora, ¿hay un centro de impulso y, si tal es el caso, dónde se lo ha de encontrar en un cuerpo bajo un movimiento otro que el de traslación, por ejemplo, de rotación sobre un eje? En otras palabras, ¿hay un péndulo simple que se mueva de la misma forma que un péndulo compuesto dado? Inspirado, sin dudas, por Baldi, Mersenne puso este problema frente a Roberval y Descartes; y ambos hicieron grandes esfuerzos para resolverlo, pero se enemistaron por la diferencia de sus respectivas propuestas. De los dos, Descartes llegó más cerca de la verdad, pero los principios dinámicos que usó no fueron suficientemente precisos como para justificar su opinión de una manera convincente; la gloria estaba reservada a Christian Huygens.
Los jesuitas, que habían sido los preceptores de Mersenne y Descartes en el colegio de La Flèche, no enseñaban física peripatética en su integridad estereotipada, sino física parisina; el tratado que guiaba la instrucción impartida en esta institución podría representarse por los Comentarios sobre Aristóteles, publicado por los jesuitas de Coímbra al final del siglo XVII. De ahí que pueda entenderse que la dinámica de Descartes tenga muchos puntos en común con la de Buridán y los parisinos. En efecto, las relaciones eran tan cercanas entre la física parisina y la de Descartes que ciertos profesores de La Flèche, tales como Etienne Noël (581-1660), se hicieron cartesianos. Otros jesuitas intentaron construir una suerte de combinación de las mecánicas galileana y cartesiana con la enseñada por el escolasticismo parisino; y en el primer lugar de estos hombres debe mencionarse a Honoré Fabri (1606-88), amigo de Mersenne[lxxi].
Descartes mantuvo que, en cada cuerpo en movimiento, existía un cierto poder para continuar su movimiento en la misma dirección y con la misma velocidad; y él medía este poder, que llamó cantidad de movimiento[lxxii], mediante la estimación del producto de la masa del cuerpo en movimiento por la velocidad que lo impele. La afinidad entre el papel que Descartes atribuyó a esta cantidad de movimiento y la que Buridán asignó al ímpetu es cercana. Fabri estaba plenamente consciente de esta analogía y el momentum que discutió era, al mismo tiempo, el ímpetu de los parisinos y la cantidad de movimiento de Descartes. En estática, él identificó este momentum con lo que Galileo llamó momentum o impeto; y esta identificación fue, ciertamente, conforme a la idea del pisano. La síntesis de Frabri estaba bien adaptada para hacer clara esta verdad, que la dinámica moderna, cuyos fundamentos fueron puestos por Galileo y Descartes, procedía casi directamente de la dinámica enseñada durante el siglo XIV en la Universidad de París[lxxiii].
Si las verdades físicas especiales demostradas o anticipadas por Descartes fueron fácilmente rastreables hasta la filosofía del siglo XIV, los principios en los que el gran geómetra deseaba basar estas verdades eran absolutamente incompatibles con esta filosofía. De hecho, al negar que en la realidad hubiere nada cualitativo, Descartes insistió en que la materia fuera reducida a extensión y a los atributos de los que él creyó que la extensión podía ser sujeto, a saber, las proporciones numéricas y el movimiento; y, de acuerdo a su gusto, era por combinaciones de diferentes figuras y movimientos que todos los efectos de la física podían explicarse. Por tanto, el poder en virtud del cual un cuerpo tiende a preservar la dirección y velocidad de su movimiento no es una cualidad distinta del movimiento, tal como el ímpetu reconocido por los escolásticos; no es ninguna otra cosa que el movimiento mismo tal como fue enseñado por Guillermo de Ockham al principio del siglo XIV[lxxiv]. Un cuerpo en movimiento y aislado retendría siempre la misma cantidad de movimiento, pero no existe el cuerpo aislado en el vacío. Por la materia, puesto que ella es idéntica de la extensión, el vacío es imposible, como también lo es la compresibilidad. Los únicos movimientos concebibles son aquéllos que se pueden producir en medio de la materia incompresible, es decir,  movimientos de vórtices confinados dentro de su propia masa.
En estos movimientos, los cuerpos sacan cada uno al otro del lugar que han ocupado y, en tal transmisión de movimiento, la cantidad de movimiento de cada uno de estos cuerpos varía; sin embargo, la cantidad total de movimiento de todos los cuerpos que se chocan entre sí permanece constante, ya que Dios siempre mantiene la misma suma total de movimiento en el mundo. Esta transmisión de movimiento por impacto es la única acción que los cuerpos pueden ejercer cada uno sobre el otro y, en la física cartesiana, como en la aristotélica, un cuerpo no puede poner a otro en movimiento salvo por contacto, la acción inmediata a la distancia está fuera de esta concepción.
Hay varias especies de materia, que difieren entre sí sólo en el tamaño y forma de las partículas contiguas de las que están formadas. El espacio que se extiende entre los distintos cuerpos celestes se llena con cierta materia sutil, cuyas muy finas partículas penetran fácilmente los intersticios dejados entre los constitutivos más densos y vastos de los otros cuerpos. Las propiedades de la materia sutil juegan una parte importante en toda la cosmología cartesiana. Los vórtices en los que se mueve la materia sutil y la presión generada por los movimientos de estos vórtices sirven para explicar todos los fenómenos celestes. Leibniz tenía razón al suponer que, para esta parte de su trabajo, Descartes había tomado de Kepler. Descartes también se esforzó en explicar, con la ayuda de las figuras y del movimiento de la materia sutil y de la otra materia, los diferentes efectos observables en la física, particularmente las propiedades de los imanes y de la luz. La luz es idéntica a la presión que la materia sutil ejerce sobre los cuerpos y, como la materia sutil, es incompresible, la luz es instantáneamente transmitida a cualquier distancia, por grande que sea.
Las suposiciones con las que Descartes trató de reducir todo fenómeno físico a combinaciones de figuras y movimientos tienen, si acaso, una parte insignificante en los descubrimientos que él hizo en física; por tanto, la identificación de la luz con la presión ejercida por la materia sutil no cumple ningún papel en el hallazgo de las nuevas verdades que Descartes enseñó en la óptica[lxxv]. En un primer plano, entre estas verdades, está la ley de la refracción de la luz que pasa de un medio a otro, aunque queda todavía la cuestión de si Descartes descubrió esta ley él mismo o si, como Huygens lo acusó, la tomó de Willebrord Snellius (1591-1626), sin ninguna mención real de su autor[lxxvi]. Por esta ley, Descartes dio la teoría de la refracción por un prisma, que le permitió medir los índices de refracción; aún más, él perfeccionó grandemente el estudio de los lentes y, finalmente, completó la explicación del arcoíris, en cuya línea no había habido ningún progreso desde el año 1300, cuando Teodorico de Freiberg había aportado su tratado sobre esto. Sin embrago, la razón por la cual los rayos emergen de las gotas de agua coloreados de manera variada no fue mejor conocida para Descartes que para Aristóteles; quedaba para Newton hacer este hallazgo.

XXI. El progreso de la física experimental

Aún en el trabajo de Descartes, los descubrimientos en física eran casi independientes del cartesianismo. El conocimiento de las verdades naturales siguió avanzando sin la influencia de este sistema y, a veces, aún en oposición a él, aunque aquéllos a quienes este progreso era debido eran frecuentemente cartesianos[lxxvii]. Este avance era en gran medida el resultado de un uso más frecuente y habilidoso del método experimental. El arte de diseñar experimentos lógicamente conectados y de deducir de ellos sus consecuencias es en efecto muy antiguo; de algún modo los trabajos producidos por este arte no eran más perfectos que las investigaciones de Pierre de Maricourt sobre el imán o de Teodorico de Freiberg sobre el arcoíris. Sin embargo, si el arte seguía siendo el mismo, su técnica se mantuvo mejorando; hombres de trabajo más hábiles y procesos más poderosos prepararon mejores y más intrincados instrumentos para los físicos y, así, hicieron posibles experimentos más delicados. Los exámenes más bien imperfectos hechos por Galileo y Mersenne cuando se esforzaban por determinar el peso específico del aire señalan el comienzo del desarrollo del método experimental, el cual fue vigorosamente empujado hacia delante de una vez por las discusiones sobre el vacío.
En la física peripatética, la posibilidad del vacío era una contradicción lógica; pero, luego de la condenación pronunciada en París por Tempier, en 1277, la existencia del vacío dejó de ser considerada absurda. Era simplemente enseñada como un hecho que los poderes de la naturaleza son construidos de tal modo que se oponen a la producción del espacio vacío. De las variadas conjeturas propuestas en lo referente a las fuerzas que evitan la aparición del vacío, la más sensata y, por lo que parece, la más generalmente aceptada entre los parisinos del siglo XVI, fue la siguiente: cuerpos contiguos se adhieren cada uno al otro y esta adhesión se mantiene por fuerzas que se asemejan a aquéllas por las que un pedazo de hierro se adhiere a un imán que él toca. Al nombrar a esta fuerza horror vacui, no hay intención de considerar a los cuerpos como seres animados[lxxviii]. Un pedazo pesado de hierro se despega a sí mismo de un imán que debería sostenerlo, siendo su peso lo que  logra vencer a la fuerza por la que lo retenía el imán; del mismo modo, el peso de un cuerpo muy pesado puede evitar que el horror vacui levante al tal cuerpo. Este muy lógico corolario de la hipótesis que acabamos de mencionar fue formulado por Galileo, quien vio ahí una explicación para un hecho muy conocido para los fabricantes de cisternas de su época; a saber, que la manguera de succión no podía levantar el agua más de treintaidós pies. Este corolario conllevaba la posibilidad de producir el espacio vacío, un hecho conocido para Torricelli, quien, en 1644, hizo el célebre experimento con el mercurio que estaba destinado a inmortalizar su nombre[lxxix]. Sin embargo, al mismo tiempo, él anticipó una nueva explicación para su experimento: el mercurio es apoyado en el tubo no por el horror vacui, que no existe, sino por la presión que el aire pesado ejerce sobre la superficie exterior de la vasija.
El experimento de Torricelli rápidamente atrajo la atención de los físicos. En  Francia, gracias a Mersenne, el mismo reclutó por sí mismo, así como por parte los que tenían relaciones con el propio Mersenne, muchos experimentos; entre los que destacan aquéllos en los que Roberval y Pascal (1623-62) disputaban mutuamente en ingenio. Y, en orden a tener los recursos de la técnica más fácilmente a su disposición, Pascal hizo sus asombrosos experimentos en una fábrica de vidrios en Ruán[lxxx]. Entre los numerosos investigadores interesados en el experimento de Torricelli[lxxxi], algunos aceptaban la explicación ofrecida de la “columna de aire”, propuesta por el gran italiano mismo; mientras otros, tales como Roberval, sostuvieron la antigua hipótesis de una atracción análoga de la atracción magnética. A la larga, con la mirada puesta en arreglar las diferencias, se hizo un experimento que consistió en medir a qué altura el mercurio permanecía suspendido en el tubo de Torricelli; observándolo primero que nada a los pies de una montaña y luego en su cima. La idea de este experimento parece haberse sugerido a sí misma a varios físicos, entre los que resaltan Mersenne, Descartes y Pascal y, con la ayuda del últimamente nombrado y cortesía de Pèrier, su cuñado, se llevó a cabo entre la base y la cima de Puy-de- Dôme el 19 de septiembre de 1648. El Traité de l’equilibre de liqueurs et de la pesanteur de la masse de l’air, que Pascal compuso a continuación, es justamente citado como modelo del arte de los experimentos lógicamente conectados con deducciones. Entre atomistas y cartesianos había muchas discusiones sobre si la parte alta del tubo de Torricelli estaba realmente vacía o llena de materia sutil; pero estas discusiones dieron poco fruto. No obstante, afortunadamente para la física, el método experimental seguido con tanta precisión por Torricelli, Pascal y sus rivales continuó progresando.
Otto von Guericke (1602-86) parece haber precedido a Torricelli en la producción de un espacio vacío, pues, entre 1632 y 1638, él parece haber construido su primera máquina neumática, con la ayuda de la cual hizo, en 1654, los célebres experimentos de Magdeburgo, publicados en 1657 por su amigo Caspar Schoot, S. J. (1608-60). Informado por Schoot de las investigaciones de Guericke, Robert Boyle (1627-91) perfeccionó la máquina neumática y, asistido por Richard Townley, su discípulo, siguió los experimentos que hicieron conocida la ley de la compresibilidad de los gases perfectos. En Francia, estos experimentos fueron tomados y seguidos por Mariotte (1620-84). El uso de la dilatación de un fluido para mostrar los cambios de temperatura ya le era conocido a Galileo, pero es incierto si el termoscopio fue inventado por Galileo o por alguno de los numerosos físicos a quienes la prioridad les es atribuida, entre los que están Santorio, llamado Sanetorius (1560-1636), Fray Paolo Sarpi (1552-1623), Cornelis van Drebbel (1572-1634) y Robert Fludd (1574-1637). Aunque los diversos termoscopios, de aire o de líquido, usados en el mismo principio admitían sólo graduación arbitraria, no obstante, sirvieron para indicar la constancia de la temperatura o de la dirección de sus variaciones y, consecuentemente, contribuyeron al descubrimiento de un número de leyes de la física. De ahí que este aparato fue usado en la Accademia del Cimento, abierta en Florencia, el 19 de junio de 1657, y dedicada al estudio de la física experimental. A los miembros de esta academia les tenemos una especial deuda por la demostración de la constancia del punto de fusión del hielo y de la absorción del calor que acompaña a esta fusión. Observaciones de este tipo, hechas por medio del termoscopio, crearon un  ardiente deseo de transformación de este aparato en un termómetro, con la ayuda de una graduación definida, dispuesta de tal modo que en todas partes pudieran hacerse instrumentos que serían comparables entre sí[lxxxii]. Este problema, uno de los más importantes de la física, no fue resuelto sino hasta 1702, cuando Guillaume Amontons (1663-1705) lo resolvió de la manera más resaltante. Amontons tomó como punto de partida estas dos leyes descubiertas o verificadas por él: el punto de ebullición del agua, bajo presión atmosférica, es constante[lxxxiii]. Las presiones sostenidas por dos masas de aire, calentadas de la misma manera en dos volúmenes constantes cualesquiera, tienen una relación independiente de la temperatura. Estas dos leyes capacitaron a Amontons para usar el termómetro de aire bajo volumen constante y para graduarlo de tal modo que dio lo que hoy se llama temperatura absoluta. De todas las definiciones del grado de temperatura dadas desde los tiempos de Amontons, él, de un primer golpe, encontró la más perfecta. Equipada con instrumentos capaces de medir la presión y registrar la temperatura, la física experimental no podía sino hacer rápidos progresos, siendo esta aumentada aún más esta capacidad en razón del interés mostrado por las sociedades instruidas que se habían fundado recientemente[lxxxiv]. La Accademia de Cimento fue descontinuada en 1667, pero la Royal Society de Londres había empezado sesiones en 1663 y la Académie des Sciences de París fue fundada por Colbert en 1666. Estas diferentes academias inmediatamente se convirtieron en los centros entusiastas de la investigación científica en relación a fenómenos naturales[lxxxv].

XXII. La teoría ondulatoria de la luz

Fue a la Académie des Science de París a la que, en 1678, Christian Huygens (1629-95) presentó su Tratado de la Luz. De acuerdo al sistema cartesiano, la luz se transmitía instantáneamente a cualquier distancia a través de un medio de materia sutil incompresible. Descartes no dudó en asegurarle a Fermat que toda su filosofía se desmoronaría en lo que se demostrara que la luz se propaga con velocidad limitada. En 1675, Ole Röemer (1644-1710), el astrónomo danés, anunció a la Académie des Science la extensión de la considerable pero finita velocidad con que la luz atraviesa el espacio que separa a los planetas. El estudio de los eclipses de los satélites de Júpiter fue lo que lo llevó a esta conclusión. La teoría óptica de Descartes quedó destruida y Huygens emprendió la construcción de una nueva teoría de la luz. Él fue constantemente guiado por la suposición de que, en medio del éter comprimible, compresible, que sustituía a la materia sutil incompresible, la luz se propaga por ondas exactamente similar a aquéllas que transmiten el sonido a través de un medio gaseoso. Esta comparación lo llevó a una explicación, que todavía es la estándar, de las leyes de reflexión y refracción. En esta explicación, el índice de refracción de la luz pasando de un medio a otro es igual a la proporción de la velocidad de propagación en el primer medio en relación a la velocidad de propagación en el segundo. En 1850, esta ley fundamental fue confirmada por los experimentos de Foucault. Sin embargo, Huygens no se detuvo allí. En 1669, Erasmus Berthelsen, conocido como Bartholinus (1625-98), descubrió la doble refracción  del espato de Islandia. Mediante una generalización, tan ingeniosa como atrevida, de la teoría que había dado para medios no cristalinos, Huygens trazó con éxito la forma de la superficie de una onda luminosa dentro de un cristal de cuarzo o de espato; así como definió, también exitosamente, las leyes aparentemente complejas de la doble refracción de la luz en el interior de estos cristales. Al mismo tiempo, él llamó la atención hacia los fenómenos de polarización[lxxxvi] que acompañan esta doble refracción; él fue, sin embargo, incapaz de sacar la explicación de estos efectos de su teoría óptica.
La comparación entre luz y sonido causó que Malebranche (1638-1715) hiciera unas conjeturas muy efectivas, en 1699. Él asumió que la luz es un movimiento vibratorio análogo al producido por el sonido; mientras mayor o menor sea la amplitud de este movimiento, según el caso, genera una intensidad mayor o menor, pero, mientras en el sonido cada período corresponde a una nota particular, en la luz corresponde a un color particular[lxxxvii]. Mediante esta analogía, Malebranche llegó a la idea de la luz monocromática, la cual Newton iba a deducir por medio de experimentos admirablemente conducidos; aún más, él estableció la conexión, entre el color simple y el período de vibración de la luz, que iba a ser preservada en las ópticas de Young y Fresnel.

XXIII. El desarrollo de la dinámica

Tanto los cartesianos como los atomistas mantuvieron que el impacto era el único proceso por el cual los cuerpos podían ponerse en movimiento entre sí; de ahí que, para cartesianos y atomistas, la teoría del impacto parecía el primer capítulo de la física racional. Esta teoría ya había captado la atención de Galileo, Marcus Marci (1639) y Descartes, cuando, en 1669, la Royal Society de Londres propuso someterla a competencia y, de las tres memorias enviadas a las crítica de esta sociedad por John Wallis, Christopher Wren (1632-1723) y Huygens, la última es la única que podemos considerar. En este tratado, Huygens adoptó el siguiente principio: si un cuerpo material, sujeto meramente a la acción de la gravedad, comienza en cierta posición, con velocidad inicial igual a cero, el centro de gravedad de este cuerpo no puede en ningún momento subir por encima del punto en que se hallaba al principio del movimiento. Huygens justificó este principio mediante la observación de que, si fuera falso, el movimiento perpetuo sería posible. Para hallar el origen de este axioma, sería necesario volver al De Subtilitate de Cardano, quien probablemente lo sacó de las notas de Da Vinci; la proposición en la que Torricelli había basado su estática era un corolario de este postulado. Manteniendo la exactitud de este postulado, aún en el caso en el que las partes del sistema choquen, combinándolo con la ley de la caída acelerada de los cuerpos, tomada de las obras de Galileo, y con otro postulado sobre la relatividad del movimiento, Huygens llegó a la ley del impacto de los cuerpos rígidos. Él mostró que la cantidad cuyo valor permanece constante, a pesar de este impacto, no es, como declaró Descartes, la del total de cantidad de movimiento, sino la de aquélla que Leibniz llamó cantidad de vis viva (fuerza viva)[lxxxviii].
Huygens extendió luego el axioma, que tan felizmente le sirvió en el estudio del impacto de los cuerpos, a un cuerpo oscilante alrededor de un eje horizontal; y su Horologium oscillatorium, que apareció en 1673, resolvió de la manera más elegante y completa el problema de los centros de oscilación que previamente habían manejado Descartes y Roberval. Que el axioma de Huygens era la subversión de la dinámica cartesiana fue mostrado por Leibniz en 1686. Si, como Descartes, medimos la eficiencia de una fuerza por el trabajo que realiza y si, más aún, admitimos el axioma de Huygens y la ley de los cuerpos en caída libre, encontramos que esta eficiencia no se mide por el incremento de la cantidad de movimiento del cuerpo móvil, sino por el incremento en la mitad del producto de la masa del cuerpo móvil por el cuadrado de su velocidad. A este producto fue al que Leibniz llamó vis viva. El Horologium oscillatorium de Huygens no solo dio la solución al problema del centro de oscilación[lxxxix], sino, de igual forma, dio una declaración de la leyes que, en el movimiento circular, gobiernan la magnitud de las fuerza centrífuga; y así fue que el eminente físico preparó en camino para Newton, el legislador de la dinámica.

XXIV. La obra de Newton

La mayoría de las verdades dinámicas se descubrieron entre el tiempo de Galileo y Descartes y el de Huygens y Leibniz. La ciencia de la dinámica requería de un Euclides que la organizara como la geometría había sido organizada y este Euclides apareció en la persona de Isaac Newton (1642-1727), quien, en sus Philosophiae naturalis principia mathematica, publicado en 1687, dedujo con éxito la integridad de la ciencia del movimiento, con tres postulados: la inercia[xc]; la independencia de los efectos de fuerzas y movimientos previamente adquiridos; y la igualdad de la acción y la reacción[xci]. Si los Principia de Newton no hubieran contenido nada más que esta coordinación de la dinámica en un sistema lógico, habrían constituido, no obstante, una de las más importantes obras nunca escritas; pero, además, ellos dieron la más grande aplicación posible de esta dinámica al utilizarla para el establecimiento de la mecánica celeste. En efecto, Newton mostró con éxito que las leyes de los cuerpos en caída libre en la superficie de la Tierra, las leyes que presiden sobre el movimiento de los planetas alrededor del Sol y los satélites alrededor de los planetas que acompañan y, finalmente, las leyes que gobiernan la forma de la Tierra y de otras estrellas, así como el nivel de las mareas, no son sino corolarios de esta única hipótesis universal: dos cuerpos, cualquiera que sea su origen y naturaleza, ejercen cada uno sobre el otro una atracción proporcional al producto de sus masas y en proporción inversa al cuadrado de la distancia que los separa[xcii].
El principio dominante de la física antigua declaraba la distinción esencial entre las leyes que dirigían el movimiento de las estrellas –las cuales estaban exentas de generación, cambio y corrupción– y las leyes que presiden los movimientos de los cuerpos sublunares, sujetos a generación y corrupción[xciii]. Desde el nacimiento de la física cristiana y, especialmente, desde el final del siglo XIII, los físicos habían estado esforzándose por destruir la autoridad de este principio y por  presentar a los mundos celeste y sublunar como sometidos a las mismas leyes: la doctrina de la gravitación universal era el resultado de este prolongado esfuerzo[xciv]. En proporción, a medida que el tiempo se acercaba, cuando Newton iba a producir su sistema, los esfuerzos para formar una cosmología se multiplicaron, de modo que su descubrimiento tuvo un buen número de predecesores. Cuando, en 1672, Guericke tomó de nuevo la mecánica celeste de Kepler, no le hizo sino una enmienda, la cual, desafortunadamente, causó la desaparición de la única proposición por la que este trabajo llevó a los descubrimientos de Newton. Kepler había mantenido que dos masas materiales de cualquier tipo se atraen entre sí, pero, a imitación de Copérnico, Gilbert y Galileo, Guericke limitó esta atracción mutua a las partes de la misma estrella, de modo que, lejos de ser atraídos por la Tierra, porciones de la Luna serían repelidas de la Tierra si se colocaran sobre su superficie. Pero, en 1644, bajo el pseudónimo de Aristarco de Samos, Roberval publicó un sistema de mecánica celeste, en el que la atracción era quizás mutua entre dos masas sin importar de qué tipo; en el que, a todo evento, la Tierra y Júpiter atraían a sus satélites con un poder idéntico a la gravedad de la que ellos dotan a sus propios fragmentos. En 1665, bajo la pretensión de explicar los movimientos de los satélites de Júpiter, Giovanni Alfonso Borelli (1608-79) trató de avanzar una teoría que simultáneamente abarcaba los movimientos de los planetas alrededor del Sol y de los satélites alrededor de los planetas. Él fue el primero de los científicos modernos (habiendo sido precedido por Plutarco en este punto) en sostener la opinión de que la atracción que causa que un planeta tienda hacia el Sol y un satélite hacia la estrella que acompaña, está en equilibrio con la fuerza centrífuga producida por el movimiento circular del planeta o satélite en cuestión. En 1674, Robert Hooke (1635-1702) formuló la misma idea con gran precisión. Habiendo ya supuesto que la atracción de dos masas varía inversamente al cuadrado de sus distancias, él estaba en posesión de las hipótesis fundamentales de la teoría de la gravitación universal, las cuales hipótesis fueron sostenidas por Wren hacia el mismo tiempo. Sin embargo, ninguno de estos científicos fue capaz de deducir la mecánica celeste de todos estos hallazgos y principios, puesto que todos estaban desprovistos de un conocimiento adecuado de las leyes de la fuerza centrífuga, publicado en esta época por Huygens. En 1684, Edmund Halley (1656-1742) luchó para combinar las teorías de Huygens con las hipótesis de Hooke, pero, antes que terminara su trabajo, Newton presentó sus Principia a la Royal Society, habiendo estado meditando silenciosamente por 20 años sobre su sistema del mundo. Halley, quien no pudo anticipar o impedir la salida de Newton, tuvo la gloria de ampliar el dominio de la gravitación universal haciendo que incluyera a los cometas (1705).
No satisfecho con producir la mecánica celeste, Newton también contribuyó grandemente al progreso de la óptica[xcv]. Desde los tiempos antiguos, el espectro de colores, producido por el paso de la luz blanca a través de un prisma de cristal, había producido la maravilla de los observadores y había apelado a la penetración de los físicos sin haber sido explicado satisfactoriamente, no obstante. Finalmente, se dio una explicación completa por Newton, quien, al delinear una teoría de los colores, conquistó lo que todos los filósofos, desde Aristóteles hasta él, en vano se habían esforzado en lograr. La teoría propuesta por el físico inglés estaba de acuerdo con la propuesta por Malebranche al mismo tiempo. Mas, la teoría de Malebranche no era más que una hipótesis sugerida por la analogía entre la luz y el sonido, mientras que la explicación de Newton fue obtenida de experimentos, tan simples como ingeniosos, cuya exposición por el autor es uno de los más bellos ejemplos de inducción experimental[xcvi]. Desafortunadamente, Newton ignoró esta analogía entre sonido y luz que había preparado para Huygens y Malebranche tan fructíferos descubrimientos. La opinión de Newton era que la luz está formada por proyectiles infinitamente pequeños lanzados con extrema velocidad por cuerpos incandescentes. Las partículas del medio en el cual estos proyectiles se mueven ejercen sobre ellos una atracción similar a la universal; sin embargo, esta nueva atracción no varía de manera inversamente proporcional al cuadrado de las distancias, sino de acuerdo a otra función de la distancia y de tal manera que ejerce un gran poder entre la partícula material y el corpúsculo luminoso que son contiguos. No obstante, esta atracción se hace completamente insensible tan pronto como las dos masas entre las que opera se separan la una de la otra por una brecha perceptible.
Esta acción, ejercida por las partículas de un medio sobre los corpúsculos luminosos que los inundan, cambia la velocidad con la que estos cuerpos se mueven y la dirección que ellos siguen al momento de pasar de un medio al otro; de ahí el fenómeno de la refracción. Este índice de refracción es la proporción de la velocidad de la luz en el medio en el que entra respecto de la velocidad que tenía en el medio que abandona. Ahora bien, como el índice de refracción entendido así era precisamente el reverso del atribuido por la teoría de Huygens, en 1850 Foucault los sometió a ambos al examen del experimento, con el resultado de que la teoría de la emisión de Newton fue condenada.
Newton explicó las leyes experimentales que gobiernan la coloración de una lámina delgada, tales como las burbujas de jabón, y tuvo éxito en obligar a estos colores a asumir, mediante formas apropiadas de estas láminas delgadas,  el orden regular conocido como Anillos de Newton. Para explicar este fenómeno, él imaginó que los proyectiles luminosos tienen una forma que puede, en la superficie de contacto de dos medios, o pasar fácilmente o ser fácilmente reflejados, de acuerdo con la manera de su presentación, al momento del paso; un movimiento rotativo causa que pasen alternativamente en “exhalaciones de transmisión fácil o de fácil reflexión”.
Newton pensó que él había explicado los principales fenómenos ópticos, al suponer que, además de esta atracción universal, existía una atracción, perceptible sólo a muy corta distancia, ejercida por las partículas de los cuerpos sobre las partículas luminosas; y, naturalmente, llegó a creer que estas dos clases de atracción bastarían para explicar todos los fenómenos físicos. La acción que se extiende a una distancia considerable, tal como la eléctrica y la magnética, debe seguir leyes análogas a aquéllas que gobiernan la gravedad universal; por otro lado, los efectos de la capilaridad y la cohesión, la descomposición y la reacción químicas[xcvii] deben depender de la atracción molecular que se extiende sólo a distancias extremadamente pequeñas y similares a aquéllas ejercidas sobre corpúsculos luminosos. Esta hipótesis comprehensiva propuesta por Newton en una “cuestión”, situada al final de la segunda edición de su Óptica (1717), dio una suerte de esbozo del programa que la física del siglo XVIII iba a intentar llevar a cabo.

XXV. El progreso general de la mecánica celeste y general en el siglo XVIII

Este programa hacía tres exigencias: primero, que la mecánica general y la mecánica celeste avanzaran de la manera indicada por Newton; segundo, que los fenómenos eléctricos y magnéticos se explicaran por una teoría análoga a ésa de la gravitación universal; tercero, que la atracción molecular formara las explicaciones detalladas de los diversos cambios investigados por la física y la química.
Muchos siguieron el camino delineado por Newton y trataron de extender el campo de la mecánica general y de la celeste, pero hubo tres que parecieron sobrepasar a todos los demás: Alexis-Claude Clairaut (1713-65), Jean- Baptiste Rond d’Alembert (1717-1783) y Leonhard Euler (1707-83). El progreso que se hizo en la mecánica general, gracias a estos tres capaces hombres, puede resumirse como sigue: en 1743, por su principio de equilibrio de los canales, que se conectó fácilmente con el principio de los desplazamientos virtuales, Clairaut obtuvo las ecuaciones generales del equilibrio de los líquidos[xcviii]. En el mismo año, d’Alembert formuló una regla por la que todos los problemas del movimiento eran reducidos a problemas de equilibrio y, en 1744, aplicó esta regla a la ecuación de la hidrostática aportada por Clairaut y llegó a las ecuaciones de la hidrodinámica. Euler transformó estas ecuaciones y, en sus estudios acerca del movimiento de los líquidos, fue capaz de obtener resultados no menos importantes que aquéllos que había obtenido del análisis del movimiento de los sólidos. Clairaut extendió las consecuencias de la atracción universal en todas direcciones y, en 1743, las ecuaciones de la hidrostática que había establecido le permitieron perfeccionar la teoría de la figura de la Tierra. En 1752, publicó su teoría de las desigualdades lunares, de las que, en un principio, él había desesperado de poder explicar mediante los principios de Newton. Los métodos que diseñó para el estudio de las perturbaciones que los planetas producen en el camino de una estrella le permitieron anunciar, en 1758,  la exactitud del tiempo de regreso del cometa Halley. La confirmación de esta predicción, en la que Clairaut había recibido la ayuda de Lalande (1732-1807) y de Madame Lepaute, ambos matemáticos capaces, puso fuera de dudas la aplicación de las hipótesis de Newton a los cometas.
Por más que fueran grandes los logros de Clairaut en perfeccionar el sistema de atracción universal, no fueron tan importantes como los de d’Alembert. Newton no pudo deducir de sus suposiciones una teoría satisfactoria de la precesión de los equinoccios y este fracaso manchó la armonía de la doctrina de la gravitación universal. En 1749, d’Alembert dedujo, de la hipótesis de la gravitación, la explicación de la precesión de los equinoccios[xcix] y la mutación del eje de la Tierra; y, poco después, Euler, tomando de los admirables recursos de su genio matemático, hizo ulteriores mejoras sobre la base del descubrimiento de d’Alembert.
Clairaut, d’Alembert y Euler fueron las estrellas más brillantes de una entera constelación de teóricos y astrónomos mecánicos; y a este grupo sucedió otro, en el que brillaron dos hombres de inteligencia superior, Joseph-Louis Lagrange (1736-1813) y Pierre-Simon Laplace (1749-1827). Se dice que Laplace nació para completar la mecánica celeste, si, en efecto, estuviera en la naturaleza de una ciencia el admitir su completo acabado[c]; y se puede decir casi lo mismo de Lagrange con relación a la mecánica general. En 1787, Lagrange publicó la primera edición de su Mecanique analytique; la segunda, que fue grandemente aumentada, se publicó luego de la muerte del autor. La Mecanique céleste, de Laplace, fue publicada de 1799 a 1805 y estos trabajos dan una explicación de la mayor parte de las conquistas mecánicas hechas en el curso del siglo XVIII, con la ayuda de los principios que Newton había establecido a la mecánica general y las leyes que había impuesto sobre la gravitación universal. No obstante cuán exhaustivos y efectivos sean estos trabajos, ellos no incluyen, de ningún modo, todos los descubrimientos en la mecánica general y celeste por los que estamos en deuda con sus autores. Para hacerle aunque sea una magra justicia a Lagrange, sus competentes investigaciones deberían ponerse a la par de su Mecanique analytique; y nuestra idea del trabajo de Laplace sería muy incompleta, si omitiéramos la gran hipótesis cosmológica con la que, en 1796, él coronó su Exposition du système du monde[ci]. Al desarrollar esta hipótesis el ilustre geómetra era inconsciente de que Kant, en 1755, había expresado suposiciones similares que estaban manchadas por serios errores en las teorías dinámicas.

XXVI. El establecimiento de la teoría de la electricidad y el magnetismo

Por largo tiempo, el estudio de la acción eléctrica fue meramente superficial y, al principio del siglo XVIII, estaba todavía en las condiciones en que lo había dejado Tales de Mileto, quedando lejos del punto al que había sido llevado el estudio de la atracción y repulsión magnética por Pierre de Maricourt. Cuando, en 1733 y 1734, Charles-Francois de Cisternay du Fay distinguió dos clases de electricidad, resinosa y vítrea, y cuando él probó que los cuerpos cargados con la misma carga de electricidad se repelen los unos a los otros, mientras que dos cargados con diferentes clases de electricidad se atraen, la ciencia eléctrica fue elevada al nivel al que la ciencia magnética había alcanzado tiempo atrás; y, en adelante, estas dos ciencias, unidas por la más cercana analogía, progresaron lado a lado. Avanzaron rápidamente, dado que, en el siglo XVIII, el estudio de los fenómenos eléctricos se convirtió en frenesí popular. Los físicos no eran los únicos dedicados al mismo; hombres de mundo atiborraban los salones donde propagandistas de la ciencia, tales como el Abbé Nollet (1700-70), enlistaron, como sacerdotes acicalados del culto, a marqueses e impetuosas marquesas[cii]. Innumerables experimentadores se aplicaban a multiplicar observaciones sobre la electricidad y el magnetismo, pero nos restringiremos a nombrar a Benjamín Franklin (1706-90) quien, por sus investigaciones lógicamente conducidas, contribuyó más que cualquier otro hombre a la formación de las teorías de la electricidad y el magnetismo. Las investigaciones de Henry Cavendish (1731-1810) merecen ser colocadas en el mismo rango que las de Franklin, aunque ellas fueron muy poco conocidas antes de su muerte.
Por medio de los experimentos de Franklin y los suyos propios, Aepinus (Franz Ulrich Theodor Hoch, 1724-1802) fue el primero en intentar resolver el problema sugerido por Newton[ciii] y fue también el primero en explicar, mediante la hipótesis de las fuerzas atrayentes y repelentes, la distribución de electricidad y magnetismo en los cuerpos que los mismos afectan. Sus investigaciones no pudieron llevarse muy lejos, pues todavía no se conocía que estas fuerzas dependen de la distancia a la que ellas se ejercen. En adición a ello, Aepinus tuvo éxito en acercar todavía más la conexión ya establecida entre las ciencias de la electricidad y el magnetismo, mostrando la polarización de cada uno de los elementos de la placa aislante que separa las dos placas colectoras del condensador. El experimento que hizo por esta línea en 1759 estaba destinado a sugerir a Coulomb el experimento de los imanes quebrados y la teoría de la polarización magnética, la cual es el fundamento del estudio de los imanes; descripción y estaba destinada a ser el punto de partida de un rama entera de la ciencia eléctrica, a saber, el estudio de los cuerpos dieléctricos, el cual fue desarrollado en el siglo XIX por Michael Faraday y James Clerk-Maxwell.
Su analogía con la fértil ley de la gravitación universal indudablemente llevó a los físicos a suponer que las fuerzas eléctricas y magnéticas varían de manera inversa al cuadrado de la distancia que separa a los elementos actuantes; pero, hasta ese momento, esta opinión no había sido confirmada por el experimento. Sin embargo, en 1780, la hipótesis recibió confirmación de Charles-Augustin de Coulomb, con la ayuda de una balanza de torsión. Por el uso de esta balanza y del plano de prueba, él pudo hacer experimentos detallados sobre el asunto de la distribución de la electricidad sobre los cuerpos conductores; nunca antes se habían llevado a cabo pruebas tales. Aunque los experimentos de Coulomb ubicaban a las leyes elementales de la electricidad y el magnetismo fuera de toda duda, todavía estaba por establecerse, por análisis matemático, cómo se distribuía la electricidad sobre la superficie de cuerpos conductores de una forma dada y cómo un pedazo de hierro blando era magnetizado bajo circunstancias dadas. Coulomb y, también, en 1787, Haüy intentaron dar solución a estos problemas, pero ninguno de estos dos sabios llevó sus pruebas muy lejos. El establecimiento de los principios que permitirían un análisis de la distribución de electricidad en los conductores y del magnetismo en el hierro suave requirió el genio de Simon-Denis Poisson (1781-1840).
En 1812, Poisson mostró cómo la investigación de la distribución de electricidad en equilibrio sobre conductores pertenecía al dominio del análisis; y él dio una solución completa a este problema en el caso de dos esferas conductoras que se influyen mutuamente, sea que se ubiquen a distancias dadas o que se pongan en contacto. Los experimentos de Coulomb, en conexión con las esferas contiguas, estableció la verdad de la teoría. En 1824, Poisson estableció sobre el tema de los conductores huecos limitados interior o exteriormente por una cavidad esférica, teoremas que, en 1828, fueron extendidos por George Green (1793-1841) a toda clase de conductores huecos y que Faraday iba a confirmar inmediatamente después, mediante experimentación. Entre 1813 y 1824, Poisson emprendió el estudio de las fuerzas magnéticas y de la magnetización por impulso y, a pesar de las pocas imprecisiones que el futuro iba a corregir, las fórmulas que estableció permanecen en la base de toda investigación de la que el magnetismo ha sido objeto, desde él hasta hoy. Gracias a las memorias de Poisson, la teoría de las fuerzas ejercidas en proporción inversa al cuadrado de la distancia, mediante la anexión del área de la electricidad estática y el magnetismo, amplió señaladamente el campo que al principio sólo incluía a la mecánica celeste. El estudio de la acción de la corriente eléctrica iba a abrir a esta teoría un territorio nuevo y fértil.
Los descubrimientos de Aloisio Galvani (1737-98) y Alessandro Volta (1745-1827) enriquecieron la física con la batería voltaica. Sería imposible enumerar, aún brevemente, las investigaciones causadas por este descubrimiento. Todo físico ha comparado al conductor, la sede de la corriente, a un espacio en el que un fluido circula. En sus trabajos sobre hidrodinámica, Euler había establecido las fórmulas generales que se aplican al movimiento de todos los fluidos e, imitando el método de Euler, Jean-Baptiste-Joseph Fourier (1768-1830) empezó el estudio de la circulación del calor –considerado entonces un fluido y llamado calórico– dentro de los cuerpos conductores. Las leyes matemáticas a las que tuvo recurso una vez más mostraron la importancia extrema de los métodos matemáticos inaugurados por Lagrange y Laplace en el estudio de la atracción universal y, al mismo tiempo, extendidos por Poisson al estudio de la electrostática. A fin de tratar matemáticamente la circulación del fluido eléctrico en el interior de los cuerpos conductores, bastaba tomar el análisis de Fourier casi textualmente, sustituyendo la palabra calor por la palabra electricidad, lo cual se hizo en 1827 por Georg Simon Ohm (1789-1854).
Mientras tanto, el 21 de Julio de 1820, Hans Christian Oersted (1777-1851) había descubierto la acción de la corriente eléctrica en la aguja magnética. A este hallazgo, André-Marie Ampere (1775-1836) añadió el de la acción mutua ejercida entre dos conductores sobre los que fluye corriente; y aplicó un método al estudio de las fuerzas electrodinámicas y electromagnéticas similar al que aplicó Newton cuando estudió la atracción universal. En 1826, Ampere aportó la teoría completa de todas estas fuerzas en su Mémoire sur la théorie mathématique des phénomènes électro-dynamiques uniquement deduite de l’experience, una obra que puede soportar, sin quedarse corta, el examen de la comparación con los Philosophiae naturalis principia mathematica.
Dado que no se desea llevar la historia de la electricidad y el magnetismo más allá de esta fecha, deberemos contentarnos con hacer otra comparación entre estas dos obras que acabamos de mencionar. Así como el tratado de Newton dio lugar a numerosos descubrimientos por parte de sus sucesores, la memoria de Ampere dio ímpetu a investigaciones que han ensanchado el campo de la electrodinámica y el electromagnetismo. Michael Faraday (1791-1867), un físico experimental cuyas actividad, habilidad y buena fortuna quizás no hayan sido igualadas jamás, estableció, en 1831, las leyes experimentales de la electrodinámica y la inducción electromagnética; y, entre 1845 y 1847, Franz Ernst Neumann (1798-1895) y Wilhelm Weber (1804-91), a causa de que siguieron de cerca el método de estudio de la fuerza electrodinámica de Ampere, finalmente, establecieron la teoría matemática de estos fenómenos de inducción. Michael Faraday se oponía a las doctrinas newtonianas y reprobó altamente la teoría de la acción a distancia; de hecho, cuando él mismo se aplicó al análisis de la polarización de los medios aislados, que llamó dieléctricos[civ], esperó eliminar la hipótesis de tal acción[cv]. Mientras tanto, por la extensión a los cuerpos dieléctricos de las fórmulas que Poisson, Ampere y Neumann habían establecido, James Clerck-Maxwell (1831-79) fue capaz de formar una nueva rama de la electrodinámica y, con ello, dio a luz al largamente buscado vínculo que conecta las ciencias de la electricidad y la óptica[cvi]. Este maravilloso descubrimiento no fue una de las menos importantes conquistas del método definido y practicado por Newton.

XXVII. La atracción molecular

Mientras la atracción universal, que varía proporcionalmente al producto de las masas e inversamente al cuadrado de la distancia, estaba siendo establecida a todo lo largo y ancho de la ciencia de la astronomía; y, mientras, gracias al estudio de otras fuerzas que también varían de manera inversa al cuadrado de la distancia, la electricidad y el magnetismo estaban siendo organizados; otras partes de la física recibieron no menor luz de otra hipótesis newtoniana, a saber, la suposición de que, entre dos partículas materiales, hay una atracción extremadamente poderosa y distinta de la atracción universal, mientras las dos partículas estén ubicadas de manera contigua, pero que deja de ser apreciable tan pronto como las dos masas sobre las que actúa se separan por una distancia perceptible. Entre los fenómenos a ser explicados por tales atracciones, Newton ya había señalado el efecto de la capilaridad en conexión con la cual Francis Hauksbee (m. 1705) había hecho interesantes experimentos. En 1718, James Jurin (1684-1750) trató de seguir la idea de Newton pero sin ningún éxito destacado y fue Clairaut quien, en 1743, mostró cómo los métodos hidrostáticos permitían la aplicación de esta idea a la explicación los fenómenos capilares[cvii]. Desafortunadamente, su hábil razonamiento no llevó a ningún resultado importante, pues  él adscribió demasiado valor a la extensión de la atracción  molecular.
La acción química fue una de las acciones que Newton hizo objeto de atracción molecular; y John Keill (1671-1721), John Freind y Pierre-Joseph Macquer (1718-84) creían en el carácter fructífero de esta opinión newtoniana. La hipótesis de la atracción molecular probó ser una gran molestia para un hombre cuya mediocridad científica no había evitado la adquisición por su parte de una gran influencia, nos referimos a Georges-Louis-Leclerc de Buffon (1707-88). Incapaz de entender que la atracción podía ser otra que la inversamente proporcional al cuadrado de la distancia, Buffon entró en discusión sobre este asunto con Clairaut e imaginó fascinado que había triunfado sobre el modesto saber de su oponente. Ruggiero Giuseppe Boscovich, S.J. (1711-87), publicó una detallada exposición de las concepciones atacadas por Buffon y defendidas por Clairaut e, inspirado igualmente por las opiniones de Newton y Leibniz, concibió una cosmología en que el universo se compone solo de puntos materiales, que se atraen los unos a los otros por pares[cviii]. Cuando estos puntos se separan por una distancia perceptible, su atracción se reduce a mera atracción universal, mientras que, cuando están muy próximos, [la atracción que les es propia en esas condiciones] asume una importancia preponderante[cix]. La cosmología de Boscovich proporcionó a la teoría física un programa para cuya realización trabajaron asiduamente los geómetras del siglo XVIII y de gran parte de los del XIX.
Los esfuerzos de Johann Andreas von Segner (1704-77) y, subsecuentemente, de Thomas Young (1773-1829) atrajeron la atención a los fenómenos capilares de nuevo; y, con la ayuda de la hipótesis de la atracción molecular, así como del método de Clairaut, Laplace aportó, en 1806 y 1807, una teoría admirable que Karl Friedrich Gauss (1777-1855) mejoró en 1829. Siendo un partidario entusiasta, completamente convencido, de la doctrina cosmológica de Boscovich, Laplace comunicó sus convicciones a numerosos geómetras, que se rindieron a la influencia de su genio; sólo mencionaremos a Claude-Louis-Marie Navier (1785-836), Poisson y Augustin Cauchy (1789-1857). Al desarrollar las consecuencias de la hipótesis de la atracción molecular, Navier, Poisson y Cauchy construyeron con éxito la teoría del equilibrio de los pequeños movimientos de los cuerpos elásticos[cx], una de las más finas y fructíferas teorías de la física moderna. El descrédito en el que el progreso de la termodinámica de hoy ha llevado a  la cosmología de Boscovich, sin embargo, ha afectado apenas nada de lo que Laplace, Gauss, Navier, Poisson, Cauchy y muchos otros han deducido de los principios de esta cosmología. Las teorías que ellos establecieron siempre han sido justificadas afanosamente con la ayuda de nuevos métodos, mientras que la manera de realizar dicha justificación fue señalada por el mismo Cauchy y George Green.
Después de Macquer, muchos químicos usaron la hipótesis de la atracción molecular en un intento de desenmarañar las leyes de reacción que ellos estudiaban; y, entre estos científicos, podemos mencionar a Torbern Bergman (1735-1784) y, sobre todo, Claude-Louis Berthollet (1784-1822). Cuando, más tarde, publicó su Statique chimique, en 1803, él creyó que la ciencia de los equilibrios químicos, sometidos, finalmente, al método de Newton, había encontrado su verdadera dirección. Sin embargo, no iba a entrar por este derrotero sino muy posteriormente, cuando sería guiada por preceptos muy diferentes, que serían formulados por la termodinámica.

XXVIII. La reviviscencia de la teoría ondulatoria de la luz

La teoría de la emisión de la luz no sólo condujo a Newton a concebir la hipótesis de la atracción molecular, sino pareció suministrar una oportunidad de mayor éxito a esta hipótesis, permitiéndole a Laplace encontrar, en el sistema de la emisión, las leyes de la doble refracción del espato de Islandia, las cuales habían sido descubiertas por Huygens mediante el uso de la teoría ondulatoria. De este modo, la óptica de Newton parecía robarle a la óptica de Huygens una de las ventajas en las que la misma se glorificaba. Sin embargo, en el mismo momento en que el descubrimiento de Laplace pareció asegurarle el triunfo al sistema de la emisión, la teoría ondulatoria conquistó nuevas y deslumbrantes victorias, ganadas principalmente por los esfuerzos de Thomas Young y Augustin-Jean Fresnel (1788-1827). Entre 1801 y 1803, Young hizo los descubrimientos memorables que provocaron la reviviscencia de la óptica ondulatoria. La comparación del éter que brilla en un rayo de luz con el aire que vibra en un tubo resonante lo llevó a explicar los contornos alternativamente luminosos y oscuros que aparecen en un lugar iluminado por dos rayos iguales ligeramente inclinados el uno sobre el otro. El principio de interferencia[cxi], fundamentado así, le permitía conectar con la teoría ondulatoria la explicación de los colores en láminas delgadas que Newton había exigido de las “exhalaciones de fácil trasmisión y fácil reflexión” de las partículas de luz.
En 1815, Fresnel, quien combinó este principio de interferencia con los métodos delineados por Huygens, retomó la teoría de los fenómenos de difracción[cxii] que habían sido descubiertos por Francesco Maria Grimaldi, S.J. (1618-63)[cxiii], y se había mantenido como un misterio para los ópticos. Los intentos de Fresnel de explicar estos fenómenos lo llevaron en 1818 a escribir una memoria que, en un grado muy acentuado, reveló el carácter esencial de su genio, esto es, un extraño poder de adivinación ejercido independientemente de todas las reglas del razonamiento deductivo. A pesar de la irregularidad de este procedimiento, Fresnel dio a conocer fórmulas muy complicadas, cuyos detalles más minuciosos fueron verificados por el experimento; y, mucho tiempo después, fueron justificadas de acuerdo con el método lógico de los matemáticos. Nunca un físico conquistó verdades más importantes y menos pensadas y, no obstante, nunca fue empleado un método más capaz de llevar al error a la mente común. Hasta este momento, se había supuesto que las vibraciones del éter en un rayo de luz eran longitudinales, como sucede con el aire en un tubo resonante, pero, en 1808, Etienne-Louis Malus (1775-1812) descubrió la polarización de la luz cuando es reflejada en un cristal y, en 1817, cuando estaba estudiando este fenómeno, Young fue llevado a suponer que las vibraciones luminosas son perpendiculares al rayo que las transmite. Fresnel, quien concibió la misma idea, completó un experimento (1816), en colaboración con Arago (1786-1853), que probó la concepción según la cual las vibraciones luminosas son transversales a la dirección de propagación.
La hipótesis de las vibraciones transversales fue para Fresnel la llave para todos los secretos de la óptica; y, desde el día en que la adoptó hizo descubrimientos con gran rapidez. Entre estos descubrimientos estuvieron:
La teoría completa de los fenómenos de polarización que acompañan a la reflexión o a la refracción de la luz sobre la superficie de contacto de dos medios isotrópicos[cxiv]. Las peculiaridades que acompañan a la reflexión total dieron a Fresnel una oportunidad de desplegar de la manera más impactante su extraño poder de adivinación y así lanzó un verdadero reto a la lógica. Esta adivinación no fue menos eficiente en el segundo descubrimiento.
Al estudiar la doble refracción, Huygens se limitó a determinar la dirección de los rayos luminosos en el interior de los cristales que ahora se llaman uniaxiales, sin poder explicar, empero, la polarización de estos rayos; mas, con la ayuda de la superficie ondulada, Fresnel dio exitosamente la forma más elegante a la ley de la reflexión en cristales biaxiales, logró formular las reglas por las que los rayos se polarizan en el interior de todos los cristales, tanto uniaxiales como biaxiales.
Aunque todas estas maravillosas teorías destruyeran la teoría de la emisión, la hipótesis de la atracción molecular estaba lejos de perder terreno. De hecho, Fresnel creyó que podía encontrar en la elasticidad del éter, que transmite vibraciones luminosas, la explicación de todas las leyes ópticas que él había verificado mediante el experimento y buscó la explicación de esta elasticidad y sus leyes en la atracción que creyó que existía entre las partículas contiguas de un fluido[cxv]. Siendo poco matemático y poco mecánico para llegar muy lejos en el análisis de tal problema, él dejo su solución a sus sucesores. Para esta tarea, tan claramente definida por Fresnel, Cauchy dedicó los más poderosos esfuerzos de su genio como algebrista y, gracias a este pupilo de Laplace, la física newtoniana de la atracción molecular se convirtió en un factor activo en la propagación de la teoría ondulatoria de la óptica.
Los descubrimientos de Fresnel no agradaron a todos los newtonianos tanto como a Cauchy. Arago no pudo admitir nunca que las vibraciones luminosas fueran transversales, a pesar de que él había contribuido con Fresnel en la elaboración del experimento por el cual este punto se verificó; y Jean-Baptiste Biot (1774-1862), cuyas investigaciones experimentales fueron numerosas y hábiles y quien había suministrado valioso material a la óptica reciente, se mantuvo fuertemente apegado al sistema de la emisión, por el que él se había esforzado en explicar todos los fenómenos que Fresnel había descubierto y explicado por el sistema ondulatorio. Más aún, Biot no reconocería vencido o condenado el sistema de la emisión sino hasta que Foucault (1819-68) probó que la luz se propaga mucho más rápido en el aire que en el agua.

XXIX. Teorías sobre el calor

La idea de la cantidad de calor y la invención del calorímetro, cuyo fin era medir la cantidad de calor emitido o absorbido por un cuerpo bajo circunstancias dadas, se deben a Joseph Black (1728-99) y Adair Crawford (1749-95), quienes, dado que unieron la calorimetría con el termómetro, verdaderamente crearon la ciencia del calor, la cual permaneció no nacida mientras lo único que se hizo fue comparar temperaturas. Como Descartes, Newton sostuvo que el calor consistía en una muy activa agitación de las más pequeñas partes de las que los cuerpos se componían. Mostrando que al hielo se le suministra una cierta cantidad de calor por el que se funde, sin subir, no obstante, la temperatura del hielo y que este calor permanece en “estado latente” en el agua resultante de la fundición y, en fin, que se hace manifiesto cuando el agua vuelve al hielo, los experimentos de Black y Crawford llevaron a los físicos a cambiar su opinión sobre la naturaleza del calor. En él, ellos veían un cierto fluido que se combinaba con otra materia cuando el calor pasa al estado latente y se separaba de ella cuando el calor era liberado otra vez; y, en la nueva nomenclatura que perpetuaba la revolución a la que dio lugar Antoine-Laurent Lavoisier (1743-94), a este imponderable fluido se le asignó un lugar entre los cuerpos simples y se le denominó calórico.
El aire se calienta cuando es comprimido y se enfría de nuevo cuando se rarifica bajo el receptor de la máquina neumática. Johann Heinrich Lambert (1728-77) Horace de Saussure (1740-79) y John Dalton (1766-1844) reconocieron la importancia de este ya viejo experimento, pero es Laplace hacia quien estamos en deuda por la explicación completa de este fenómeno. El experimento probó a Laplace que, a una temperatura dada, una masa de aire contiene una cantidad de calórico proporcional a su volumen. Si admitimos la exactitud de la ley de compresibilidad enunciada por Boyle y Mariotte, esta cantidad de calor combinada con una masa de aire dada, a una temperatura también dada, es proporcional al volumen de este aire. En 1803, Laplace formuló estas proposiciones en una nota corta inserta en Statique chimique de Berthollet. A objeto de verificar las consecuencias que Laplace dedujo de ahí, referidas a la expansión de los gases, Louise-Joseph Gay-Lussac (1778-1850) comenzó a investigar sobre este asunto y, en 1807, empezó también a indagar sobre las variaciones de temperatura producidas cuando un gas contenido en un receptor entra en otro receptor que estaba vacío anteriormente.
Las concepciones de Laplace implican un corolario evidente: para subir la temperatura de un gas de volumen fijo a un cierto número de grados, se requiere comunicar menos calor que si este gas se expandiera bajo una presión invariable. De ahí que un gas admita dos tipos de calor específico que dependen de si es calentado a un volumen constante o bajo una presión constante; siendo mayor el calor específico en el segundo caso que en el primero. A través de estos comentarios, el estudio del calor específico de los gases fue señalado como uno de los más importantes a los que los experimentadores se podían dedicar. El Instituto[cxvi] hizo de este estudio el objeto de una competencia que convocó dos notables memorias, una de Delaroche y Bérard sobre la medida de los calores específicos de varios gases bajo presión constante; y el otro de Desormes y Clément, publicado en 1812, sobre la determinación del incremento de calor debido a una compresión dada en una masa de aire dada. Los experimentos de Desormes y Clément permitieron a Laplace deducir, en el caso del aire, la proporción de calor específico, bajo presión constante, respecto del calor específico, bajo volumen constante; y, de ahí, examinar ideas que él había formado acerca de la propagación del sonido. Al aplicar al aire la ley de la compresibilidad descubierta por Boyle, Newton había intentado calcular la velocidad de la propagación del sonido en este fluido y la fórmula que había establecido dio valores muy inferiores a los que eran el resultado de la determinación experimental. Lagrange ya había mostrado que, mediante la modificación de la ley de la compresibilidad de Boyle, se podía superar este desacuerdo; sin embargo, se debía justificar la modificación no por lo que Lagrange dijo, sino por lo que Laplace había descubierto. Cuando el sonido se propaga en el aire por condensaciones y rarefacciones alternas, la temperatura en cada punto, en lugar de permanecer inalterada, como Boyle había supuesto, es alternativamente elevada y disminuida respecto del valor intermedio. De ahí que la velocidad del sonido ya no se expresaba en la fórmula que Newton había propuesto, esta expresión tenía que multiplicarse por la raíz cuadrada de la proporción de calor específico bajo presión constante en relación al calor específico bajo volumen constante. Laplace tenía este pensamiento en mente en 1803 (Berthollet, Statique chimique); siendo desarrolladas sus consecuencias en 1807 por Poisson, su discípulo. En 1816, Laplace publicó su nueva fórmula; nuevos experimentos realizados por Desormes y Clément y análogos experimentos llevados a cabo por Gay-Lussac y Welter le dieron valores tolerablemente exactos de la relación de los calores específicos de los gases. De ahí en adelante, el gran geómetra pudo comparar el resultado dado por su fórmula con aquél provisto por determinación directa de la velocidad del sonido, estos últimos en metros sobre segundo, siendo representados por el número 340,889 y los anteriores por el número 337,715. Este acuerdo pareció una fuerte confirmación de la hipótesis del calórico [fluido térmico entre los cuerpos simples, vid. supra, n. t.], así como de la teoría de la acción molecular, de los que, a ambos, esta confirmación se podía atribuir. Parecería que Laplace tenía derecho a decir: “los fenómenos de la expansión del calor y la vibración de los gases lleva a las fuerzas de atracción y repulsión perceptibles sólo a distancias imperceptibles. En mi teoría de la acción capilar, he rastreado los efectos de la capilaridad hasta fuerzas similares. Todos los fenómenos terrestres dependen de esta especie de fuerza, lo mismo que los fenómenos celestes dependen de la gravitación universal; y el estudio de estas fuerzas ahora me parece el objeto principal de la filosofía matemática” (escrito en 1823).
En 1824, se formula una nueva verdad de la que iba a desarrollarse, una doctrina que iba a derrocar, en gran medida, la filosofía natural tal como la concibieron Newton y Boscovich y fue llevada adelante por Laplace y sus discípulos. Empero, Sadi Carnot (1796-1832), el autor de esta nueva verdad[cxvii], todavía asumía que la teoría del calórico era correcta. Él propuso extender a motores de calor el principio de la imposibilidad del movimiento perpetuo, reconocida para motores de temperatura constante y fue llevado a la siguiente conclusión: a fin de que cierta cantidad de calórico pueda producir un trabajo de la clase que requiere la industria humana, este calórico debe pasar de un cuerpo caliente a uno frío; cuando la cantidad de calórico es dada, como cuando las temperaturas de estos dos cuerpos son elevadas, el trabajo útil producido admite un límite superior independiente de la naturaleza de las sustancias que transmiten el calórico y del aparato por el cual se efectúa la transmisión. El momento en que Carnot formuló esta fértil verdad, los fundamentos de la teoría del calórico fueron sacudidos. No obstante, en la hipótesis del calórico, ¿cómo podía explicarse la generación de calor por fricción? El caso era que dos cuerpos frotados entre sí podían obtener su máximo nivel de calórico; por tanto, ¿de dónde podía venir que el calórico creciera por fricción?
En la temprana fecha de 1783, Lavoisier y Laplace estaban perturbados por el problema, el cual también capturó la atención de los físicos; como en 1798, cuando Benjamin Thompson, conde de Rumford (1753-1814), hizo experimentos precisos acerca del calor desarrollado por fricción; y, en 1799, cuando Sir Humphrey Davy (1778-1829) hizo experimentos similares. En 1803, aparte de las notas en las que Laplace anunció algunas de las más grandes conquistas de la doctrina del calórico, Berthollet, en su Statique chimique, dio una explicación de los experimentos de Rumford, tratando en vano de reconciliarlos con la opinión dominante. Estos experimentos, que eran incompatibles con la hipótesis de que el calor es un fluido contenido en una cantidad en cada cuerpo, traían ahora a la memoria la suposición de Descartes y Newton, quienes aseguraban que el calor era una viva agitación de las pequeñas partículas de los cuerpos. Fue a favor de esta visión que finalmente se declararon Romford y Davy.
En los últimos años de su vida, Carnot consignó en papel unas pocas notas que permanecieron sin publicar hasta 1878. En estas notas, él rechazó la teoría del calórico por ser inconsistente con los experimentos de Rumford. “El calor –añadió– es, por [cxviii]consiguiente, el resultado del movimiento. Es muy claro que se puede producir por el consumo de la fuerza motriz y que puede producir esta fuerza. Dondequiera que haya destrucción de fuerza motriz, hay, al mismo tiempo, producción de calor en una cantidad exacta a la fuerza motriz destruida; e, inversamente, dondequiera que hay destrucción de calor, hay producción de fuerza motriz”.
En 1842, Robert Mayer (1814-78) encontró el principio de equivalencia entre el calor y el trabajo y mostró que, una vez que se conoce la diferencia entre dos calores específicos de un gas, es posible calcular el valor mecánico del calor. Este valor difería poco del encontrado por Carnot. El agradable trabajo de Mayer ejerció apenas más influencia en el progreso de la teoría del calor que las notas no publicadas de Carnot. Sin embargo, en 1843, James Prescott Joule (1818-89) fue el siguiente en descubrir el principio de equivalencia entre el calor y el trabajo; y condujo varios de los experimentos que Carnot pidió en sus notas que se hicieran. El trabajo de Joule transmitía renovados bríos a la nueva teoría. En 1849, William Thompson y, posteriormente, Lord Kelvin (1824-1907), indicaron la necesidad de reconciliar el principio de Carnot con el, en adelante, incontestable principio del equivalente mecánico del calor; y, en 1850, Rudolf Clausius (1822-88) completó la tarea. Así, se fundó la ciencia de la termodinámica. Cuando, en 1847, Hermann von Helmholtz publicó su opúsculo titulado Ueber die erhaltung der Kraft, mostró que el principio de equivalencia mecánica del calor no sólo establecía una relación entre la mecánica y la teoría del calor, sino también vinculaba los estudios de la reacción química, la electricidad y el magnetismo; y, de este modo, la física enfrentó la necesidad de llevar adelante un programa totalmente nuevo, cuyos resultados en el momento presente son muy incompletos para ser juzgados aún por los científicos[cxix].
Bibliography
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Prólogo-Presentación
  1. Una Mirada a la física antigua
  2. La ciencia y los académicos cristianos tempranos
III. Una mirada a la física arábiga
  1. La tradición arábiga y el escolasticismo latino
  2. La ciencia de la observación y su progreso – Astrónomos – La estática de Jordano – Teodorico de Freiberg – Pierre Maricourt
  3. Los artículos de París (1277) – La posibilidad del vacío
VII. El movimiento de La Tierra – Oresme
VIII. Pluralidad de mundos
  1. Dinámica – Teoría del ímpetu – Inercia – Las mecánicas celeste y sublunar: idénticas
  2. La propagación de las doctrinas de la Escuela de París en Alemania e Italia – Purbach y Regiomontano – Nicolás de Cusa – Vinci
  3. Averroísmo italiano y sus tendencias a la rutina – Intentos de restaurar la astronomía de las “esferas homocéntricas”
XII. La revolución copernicana
XIII. Fortunas del sistema copernicano in el siglo XVI
XIV. Teoría de las mareas
  1. La estática en el siglo XVI – Stevino
XVI. La dinámica en el siglo XVI
XVII. La obra de Galileo
XVIII. Intentos iniciales en la mecánica celeste – Gilbert – Kepler
XIX. Controversias referidas a la geoestática
  1. La obra de Descartes
XXI. El progreso de la física experimental
XXII. La teoría ondulatoria de la luz
XXIII. El desarrollo de la dinámica
XXIV. La obra de Newton
XXV. El progreso general de la mecánica celeste y general en el siglo XVIII
XXVI. El establecimiento de la teoría de la electricidad y el magnetismo
XXVII. La atracción molecular
XXVIII. La reviviscencia de la teoría ondulatoria de la luz
XXIX. Teorías sobre el calor
[i] Un primer paso para entender bien la historia, en el mundo de hoy, es rechazar toda referencia a edades y a una supuesta edad media, ya que tales etiquetas carecen de sentido, fuera del ámbito de la propaganda ideologista. La historia humana no se divide en Edades, salvo que se considere desde una perspectiva teológica, por ejemplo, y se tome a un hecho como definitivo: la venida de Jesucristo, por ejemplo. De resto, ni siquiera hay una línea que divida a la totalidad de la humanidad. Pues, para empezar, lo que hay es sociedades distintas, que tienen cronologías distintas. Un chino o un musulmán se retorcerían de dolor, de saber el pleno significado que se le atribuye a este término, desde la mal llamada ilustración en la sociedad occidental. Según este modo de ver, la humanidad se divide en tres etapas: dos luces y una oscuridad. Las dos luces son la antigüedad y la modernidad; y la oscuridad es la “edad media”, la etapa cristiana de Occidente mismo. Ahí no caben, pues, muchas consideraciones sobre que esa antigüedad abarque a unas 16 civilizaciones (Cínica [China antigua], Índica [India antigua], Egipto, Minoico-Micénica, Sumeria [Mesopotamia], Babilonia, Siria, Persa, Helénica, Romana, Tolteca, Maya, Azteca, Inca, China, Hinduista) y un número indeterminado de sociedades bárbaras contemporáneas de estas civilizaciones. No hay manera de meter en el único saco de la “antigüedad” a todas estas sociedades, las cuales, para colmo, concebirán en sí mismas, etapas tempranas y “modernas”, épocas de crisis y decaimiento mortal. Por supuesto, casi siempre este tipo de cuentas de la historia, a la manera de Hegel, toman como antigüedad una visión más o menos difusa del mundo mediterránea, entre los siglos VI antes de Cristo y IV de la era cristiana. En muchos casos, a las demás sociedades se las despachan, casi siempre sin muchas explicaciones, para que quede bien claro que este ideologismo tiene como un componente esencial un “eurocentrismo” o, más bien, un “occidente-centrismo” bastante potente. Occidente es una civilización independiente, no forma parte del mismo ni Grecia ni Roma, aunque Occidente sea una civilización hija de aquéllas dos; pero cristiana, a diferencia de sus madres paganas (si bien Roma, en buena parte, al final de su vida, se convirtió). El término “edad media”, por otra parte, halla su origen en el mal llamado renacimiento, cuando un bibliotecario papal, Giovanni Andria en 1469, la usó por primera vez. En el siglo siguiente fue usada por varios otros autores y, con el tiempo se usó más y más, pero en círculos bien circunscritos. Hasta que, en 1829, apareció una Historia General de la edad media, de Desmichels, rector de Aix-en-Provence, Francia. En cuanto término de guerra cultural del ideologismo con la Iglesia, es espurio y sólo admisible por ignorancia o acerva enemistad contra la Iglesia de Jesucristo. Se usa para destacar el “oscurantismo”, la “ignorancia”, el “fanatismo”, la “tiranía” de la civilización cristiana, no rara vez porque esa sociedad creyó en Cristo e, incluso, centró su vida en Dios, lo que, para los ideologistas “antropoteístas”, constituye superstición. De ahí, precisamente, procede ese otro término espurio, el ‘renacimiento’, y este otro, la ‘ilustración’. Para los “renacentistas”, para los europeos de los siglos XV y XVI, esto procedía de que creyeron que el helenismo y Roma eran la luz que se había perdido por el escolasticismo, más que de un fervor anticristiano. El protestantismo impulsó una manera nueva, más virulenta de entender el término. En el mundo de la mal llamada ilustración, el virus había mutado y se había convertido en lo que conocemos hoy. Si bien en la historia, entre el romanticismo y la etapa previa a la revolución cultural y sexual de los años 60 y siguientes, la sociedad se debatió sobre el mismo. Ahora sí, luego de la última revolución, la más radical de la historia, el término parece haber adquirido plena ciudadanía. Vid. H. Daniel Rops, Cathedral and Crusade, E. P. Dutton and Company, New York, 1957, pp. 4-7; y Arnold Toynbee, Estudio de la Historia, Compendio (de Somervell, revisado por Toynbee), Volumen I, Alianza Editorial, octava reimpresión, Madrid, 1994, pp. 68-76, especialmente: toda la inmensa obra de Toynbee destruye esta pretensión ideologista. Se puede revisar también: Vicens Vives, Historia General Moderna, 1ra parte, Editorial Vicens Vives, Barcelona, 1.999, pp. 1-3.
[ii] Gracias a la mal llamada ilustración y a su esqueje, el ideologismo, hoy en día, las personas, en general, muchos científicos e innumerables ideólogos, mayores y menores, estudiosos de la ciencia y la epistemología, creen que la ciencia y la religión son incompatibles. Esa pretensión no tiene ningún fundamento en la realidad. De hecho, hasta el siglo XVIII de la era cristiana, el llamado, en Occidente, “siglo de las luces”, todos los grandes científicos habían sido creyentes, desde los sacerdotes egipcios y babilónicos y Tales de Mileto hasta Newton. D’Alembert, Clairaut y otros son los primeros que comienzan a ser excepciones a la regla. Sin embargo, aún en el mundo contemporáneo y posterior, Pasteur, Fleming, Mendel, Lemaistre, Fermi, Curie y muchos otros muestran que no hay ninguna conexión necesaria entre la increencia religiosa y la ciencia. De hecho, si, como dice Einstein (en: La evolución de la física, Editorial Salvat, Biblioteca Científica Salvat, Barcelona, 1986, pp. 144-145,2, 160, 178, 197, 198, 214 y 221) la investigación científica supone un mundo inteligible, lo razonable es pensar, como Newton en su Óptica, III, que el mundo es hechura de un ser muy superior e inteligente, como abundaremos en el transcurso de estas notas, al presente trabajo.
[iii] John Lamont, “Fall and Rise of Aristotelian Metaphysics in the Philosophy of Science”, Science & Education (2007), Vol. 18, Nos. 6-7, pp.861-884. Yo tomé una versión en PDF, de esta página web: http://www.isnature.org/articles.htm.
[iv] Vid. Donald Gillies, The Duhem Thesis and the Quine Thesis, pp. 308 y 318; En: Philosophy of Science, The Central Issues, Martin Curd and J. A. Cover –editors–, W. W. Norton and Company, New York and London, 1998, pp. 302-319. A su vez, este libro es citado por Carlos Augustro Casanova, Reflexiones metafísicas sobre la ciencia natural, Ril editores, Santiago de Chile, 2007, p. 122, nota 192.
[v] Lamont, ibíd.
[vi] Aquí consultamos la traducción de María Pons Irazazábal, de Editorial Herder, Barcelona, 2003.
[vii] Le système du monde: histoire des doctrines cosmologiques de Platon à Copernic.
[viii] The Catholic Encyclopedia: An International Work of Reference on the Constitution, Doctrine, Discipline, and History of the Catholic Church. La misma salió entre 1907 y 1912. Publicada originalmente por: Robert Appleton Company, New York. Si bien la versión consultada y traducida por nosotros es la que aparece en: http://www.newadvent.org/cathen/12047a.htm.
[ix] Phisics and Philosohy, the revolution in Modern Science, Harper and Brothers, New York, 1962. Y Diálogos sobre la física atómica, Biblioteca de Autores Cristianos, Universidad de Salamanca, España. 1975.
[x] La evolución de la física, Editorial Salvat, Biblioteca Científica Salvat, Barcelona, 1986.
[xi] Alistair Cameron Crombie, Historia de la ciencia de Agustín a Galileo, Alianza Editorial, sexta reimpresión, Madrid, 1.993.
[xii] Loc. cit.
[xiii] Esta descripción del universo astronómico, con todo lo que tiene de asunción por mera imaginación, no es para nada criticable, es simplemente un punto de partida para la ciencia que tendría que ir desarrollándose, merced a mejores observaciones, del ojo desnudo como del ojo ayudado por el telescopio, y merced a mejores desarrollos teóricos. Hoy sabemos, gracias a la relatividad, que estos comienzos, en lo que tienen de cinemáticos, de descripción del mero movimiento (peor aún, de las apariencias, de los meros datos sensibles), no son, per se, criticables. Ya abajo se comentará lo importante que fue dejar en la cuneta a esta física, en el sentido moderno de la palabra, ‘ciencia particular’; lo que no quita ni un ápice de la validez de la filosofía, metafísica, antropología filosófica, ética, política, lógica, filosofía natural, aristotélicas, en cuanto tales. Finalmente, este dato histórico: cómo era el universo según los platónicos, incluido, Aristóteles, muestra cómo es falso decir que, cuando Colón se echó al océano Atlántico se descubrió que la Tierra era esférica, eso no fue importante para determinar ni la forma ni la longitud del radio de la Tierra, su único aporte a la geografía “teórica” fue el descubrimiento de América: algo casual… Se sabía que la Tierra era esférica, pues, desde Platón, al menos.
[xiv] Este término no es aceptable, por lo dicho en la nota número 1. Sin embargo, por ser de uso común, se entiende que Duhem lo use, como algo natural.
[xv] Este sistema, de manera sencilla, consiste en el movimiento compuesto que se describe por parte de los astros, en el que un primer movimiento de traslación, el epiciclo, consiste en un movimiento circular “pequeño” sobre un centro que no es fijo. Ese centro, a su vez, se mueve de manera circular sobre otro recorrido más grande, llamado deferente. El ecuante es el punto alrededor del cual se da el movimiento deferente. En el centro se halla la Tierra.
[xvi] Cuando, merced a la tradición, coronada por Copérnico, principalmente, y por otros, la revolución copernicana tomó el lugar de Ptolomeo en la misma lucha.
[xvii] Para entender bien el texto, es menester aclarar desde el principio los siguientes conceptos básicos. La MECÁNICA es la parte de la física que se encarga de estudiar las fuerzas que se aplican a cuerpos en reposo o equilibrio como en movimiento. La misma tiene como ramas a la 1) cinemática, 2) la estática y 3) la dinámica. 1) La CINEMÁTICA, que consiste en la mera descripción del movimiento, sin atender a fuerzas, energías y demás cualidades que causan el movimiento o influyen en él. 2) Además, estudia la ESTÁTICA, la cual tiene como objeto el análisis de las fuerzas y pesos que operan sobre los cuerpos en reposo o en equilibrio estático, es decir, sin que se mueva de posición respecto del entorno. 3) La DINÁMICA, por su parte, estudia al movimiento local de los cuerpos en relación con las fuerzas que lo causan o que influyen en él, así como las relaciones entre el movimiento y sus causas, por un lado, y características como la masa y otras, por el otro lado.
[xviii] Es la parte de la óptica que se encarga del estudio de los espejos.
[xix] Esta parte de la óptica estudia las superficies refractantes.
[xx] Se trata de un principio, útil a la estática y a la mecánica, en general (vid. nota 4), que trata de las diversas fuerzas que actúan sobre un cuerpo en equilibrio, cuando éste se mueve en un movimiento local irreal, infinitesimal.
[xxi] En su libro sobre El equilibrio de los planos, Arquímedes despliega esta ley, en la conclusión del primer volumen, asevera el gran matemático siracusano: “las magnitudes están en equilibrio a distancias recíprocamente proporcionales a sus pesos” sobre una balanza. En el postulado uno, dice que “pesos iguales, a distancias iguales, están en equilibrio”. En las proposiciones cuatro y cinco, Arquímedes asegura que el centro de gravedad de cualquier sistema, que consista en un número par de pesos iguales, distribuido de maneras iguales por la balanza, se ubicará en el centro del sistema, en el medio de ambos grupos de pesos. Luego, pesos distintos, se podrán equilibrar a distancias distintas, pero proporcionales al centro, sobre la barra de la balanza: conservando la proporción, aunque se aumenten las distancias, el equilibrio permanece.
[xxii] Para entender lo que es el centro de gravedad, basta con ir al capítulo XIX de esta historia y leer sobre la controversia que, sobre él, se presentó en el siglo XVII. Mas, para que quede claro aquí, de que estaban hablando estos científicos anteriores al siglo XVII d. C., cuando se referían a él, copiamos este pasaje del mismo capítulo XIX: “Un número de escolásticos parisinos del siglo XIV, y Alberto de Sajonia en particular, habían aceptado el principio de que en todo cuerpo hay un punto fijo y determinado que tiende a unirse al centro del mundo, siendo idéntico este punto al centro de gravedad considerado por Arquímedes”.
[xxiii] Y, sin embargo, a Hierón debe la humanidad las primeras máquinas de vapor y cierto desarrollo de autómatas, máquinas de viento, la máquina vendedora, etc. Pero este tipo de adelanto tecnológico era casi completamente despreciado por el mundo heleno-romano, en el que estos asuntos pragmáticos son cosas de esclavos. Por otra parte, esto muestra la distinción entre ciencia y tecnología; las cuales, empero, se acercarían mucho, en la práctica, en la era de la revolución industrial, como se verá aquí mismo, más abajo, en el desarrollo de la termodinámica, en el siglo XIX. Sobre la importancia de Hierón y, en general, de los griegos, en el avance tecnológico, por el avance de la investigación teórica, que sirve de base a los adelantos técnicos, tanto en la antigüedad como en la etapa de la Cristiandad latina, vid. Alistair Cameron Crombie, Historia de la ciencia de Agustín a Galileo, volumen I, Alianza Editorial, sexta reimpresión, Madrid, 1.993, pp. 161-179.
[xxiv] Éste es un movimiento del eje de rotación de la Tierra, que completa su ciclo cada 25.776 años. El eje de la Tierra se halla, en realidad a 23,5°, aproximadamente, de la perpendicular de la elíptica de la traslación o eclíptica. Ahora bien, ese eje de rotación rota, a su vez, muy lentamente, alrededor de la mencionada perpendicular de la elíptica, a razón de un grado cada 71,6 años.
[xxv] Peripatético se refiere a la filosofía aristotélica: Aristóteles fundó una academia de saber, a la que llamó Liceo, en el mismo, los estudiosos solían caminar alrededor de un jardín, de ahí el nombre de los que en el Liceo estudiaban y, por extensión, de los discípulos de Aristóteles de épocas posteriores.
[xxvi] Este pasaje nos da una importante lección: solemos tener una visión despreciativa, especialmente en lo que se refiere al saber respecto de esta época de la historia de Occidente. Esa concepción es falsa, autores de gran importancia dejaron una obra luminosa, de manera incluso más o menos independiente de la tradición griega, con gran originalidad.
[xxvii] Ahora caerá otra falsedad de ciertas tendencias historiográficas que se han impuesto en el Occidente moderno: “el Cristianismo del Occidente inicial (y, por extensión, muchas veces, el Cristianismo mismo, en cuanto tal) es bárbaro y oscurantista; los árabes son mucho mejores, pacíficos e ilustrados e inteligentes”. Duhem ayuda a dar un cuadro más apegado a la verdad histórica.
[xxviii] Una tabla astronómica es un registro de movimientos de los astros sobre la línea eclíptica (ésta es la línea que “describe” el Sol en su movimiento aparente alrededor de la Tierra); las mismas se usan como parámetros tabuladores para el cálculo astronómico de la posición del sol, los planetas y los demás cuerpos celestes.
[xxix] Los lentes, es decir, los cristales usados para ampliar la luz o para enfocarla, son antiguos. Empero, fue en el siglo XIII, en la Cristiandad, donde se encontró el uso como ayuda para ver mejor, como anteojos, primer principio del desarrollo que llevó a la invención del microscopio y el telescopio. Muchos atribuyen la invención a Roger Bacon (vid. Alistair Cameron Crombie, Historia de la ciencia de Agustín a Galileo, volumen I, Alianza Editorial, sexta reimpresión, Madrid, 1.993, pp. 171-172).
[xxx] Como observó Dawson (La cultura científica en la edad media, en: loc. cit., pp. 297-324; aparecido originalmente en: Medieval Essays, Sheed and Ward, Doubleday, New York, 1954), al final del siglo XIII, se había completado la obra de asimilación más grande de la historia, en el tiempo récord de 100 y tantos años. Todo lo escrito por griegos y árabes (y lo que éstos habían tomado de los indios, los sirios, los babilonios, persas, aún cristianos) se había digerido con gran éxito. Por otra parte, lo que esto muestra no es una actitud cerrada y “oscurantista”, todo lo contrario: se probó y se asimiló y se discutió de todo, viniera de donde viniera. Se fue capaz de todo esto merced a ésa, la más grande invención institucional cristiana, desde la formación de la Iglesia universal y las parroquias: la universidad, el más formidable órgano de búsqueda y transmisión del saber que haya dado a luz la humanidad. Finalmente, nótese que, una vez asimilados los legados del pasado, la etapa de crítica y avance entraba en juego, de eso hablará Duhem, a continuación.
[xxxi] Aquí se hace muy necesario intercalar la siguiente anotación: en verdad, en el grueso de la explicaciones mecánicas, astronómicas y, en general, de lo que hoy se conoce como ciencia natural, especialmente lo conocido como física, en sus distintas ramas, en ese ámbito, fue una bendición que se deslastrara el pensamiento humano de las creencias, que, hoy, muchas veces nos parecen extrañas y hasta fantásticas (en lo que se refiere a aquel tiempo, es otro cantar, no por un progreso lineal de la humanidad, como una “ley” física, sino por lo concreto de la historia, por la manera como sucede que tuvo lugar). Eso, indiscutiblemente es así. Mas, en lo que se refiere a la filosofía, la situación es muy diferente. Las doctrinas del Estagirita conservan plena vigencia y, de hecho, como dice el propio Duhem [La teoría física, su objeto y su estructura, pp. XY], es muy razonable sostener que el filósofo más adecuado para coronar los conocimientos humanos, hoy y siempre, es Aristóteles y, añadimos, completado por Santo Tomás. Es, pues, la situación exactamente contraria a la de Descartes, sus descubrimientos ópticos, mecánicos, son muy importantes; su filosofía es insostenible, como dice Duhem y como ampliamos en nota al pasaje respectivo del capítulo XX de esta historia de la Física.
[xxxii] La eclíptica ésta es la línea que “describe” el Sol en su movimiento aparente alrededor de la Tierra.
[xxxiii] El desplazamiento virtual es concepto abstracto que consiste en el cambio infinitesimal de posición en un tiempo equivalente a cero.
[xxxiv] El peso es una fuerza que resulta de multiplicar la masa del cuerpo por la gravedad, que lo “hala” hacia “abajo”; así, sometido a fuerzas de vector contrario a la gravedad, “ascendentes” (como cuando está en un líquido o bajando en un ascensor), el vector resultante es el peso aparente. Jordano fue capaz de encontrar las condiciones de equilibrio de pesos diversos sobre planos inclinados a diferentes ángulos.
[xxxv] La magnetización es un proceso por el que un material, el hierro, en este caso, se polariza, forma dos polos desde los que surgen campos magnéticos vectoriales, posiblemente producidos por corrientes eléctricas internas al material. La magnetización puede ser permanente, como en el caso del texto, o no.
[xxxvi] Estos experimentos del siglo XIII, los de Teodorico de Freiberg y los de Pierre de Maricourt, ya deberían ser suficientes para movernos a revisar la imagen que nos hemos forjado del mundo de los siglos XII a XIV.
[xxxvii] La deducción es una operación mental, lo mismo que la inducción. Ambas, aunque son de lo más naturales, son de vital importancia para la ciencia. En cuanto operaciones intelectuales, son estudiadas por la lógica y, del mismo modo, su correcta comprensión depende fuertemente de la metafísica. Para empezar, por la inducción, al captar un rasgo de un individuo, se capta que el tal rasgo se puede atribuir a toda la especie o, más aún, al género al que el mismo pertenece. La misma implica que hay en todas las cosas principios esenciales, en los que comunican todos los miembros de la especie o del género; lo mismo que rasgos cualitativos o, aún, cuantitativos que van unidos universal y necesariamente a aspectos genéricos o específicos de la referida esencia [vid. nota 21 del traductor de Los Tópicos, Miguel Candel Sanmartín, en: “Tratados de Lógica (Organón)”. Editorial Gredos, Madrid, España, 1.988. pp. 101 y 102]. La deducción consiste en concluir, a partir de principios captados por inducción o de premisas a las que se ha llegado por deducción o, en fin, en las que se cree o que se adelantan por alguna razón [como algún modo de conveniencia teórica], en otros rasgos que lógicamente se deben seguir de los tales principios o premisas. Tales inferencias, o paso de las premisas, de los principios, a las conclusiones, por deducción, siguen reglas estrictas que rigen la validez de la actividad racional. En metafísica, estas operaciones son estrictas, no admiten suposiciones ni aproximaciones. Para las ciencias particulares, innumerables veces, caben ambas posibilidades, de modo que se pueden construir sistemas que son meras aproximaciones a la realidad y, por eso, un sistema puede venir a derribar a otro por ser una aproximación más certera o más completa, por ejemplo. Esto último ha pasado numerosas veces en la historia, como se verá en el curso del trabajo de Duhem. La importancia de la relación entre el experimento y la deducción y, también, la inducción es clara de lo dicho: el experimento se sigue de hipótesis que se formulan por deducciones, que buscan ser confirmadas; del mismo se pueden inducir principios o deducir conclusiones, aparte, de las referidas confirmaciones.


Sin embargo, Duhem es conocido ampliamente por  atribuir un valor meramente aproximativo a las proposiciones de la teoría física, las cuales, según él, nunca describen la realidad, sino son meras clasificaciones de “leyes” experimentales, para lograr una economía de pensamiento. Según él, por inducción, la abstracción permite que una intención mental universal o general guarde los resultados de infinidad de experimentos, a esta economía es a la que se refiere. Las “leyes” de la teoría, sus hipótesis y conclusiones y corolarios, son condensación de muchas leyes experimentales. Ahora, ya no con el valor de las leyes experimentales, sino simplemente hipotético y de salvado de fenómenos. Así avanza la ciencia física: el experimentador presenta sin cesar hechos insospechados hasta entonces y, de ellos, formula leyes nuevas; el teórico imagina sin cesar representaciones más condensadas, sistemas más económicos. Dice el autor: “el desarrollo de la física da lugar a una lucha continua entre ‘la naturaleza que no se cansa de proporcionar’ y la razón que no quiere ‘cansarse de concebir’”. En segundo lugar, la teoría es una clasificación natural (La teoría física, su objeto y su estructura, cit., pp. 27-36). Los experimentadores no suelen poner orden entre sus leyes experimentales, los teóricos ponen orden, clasificando según afinidades naturales, agrupando de manera lógica, tratan de constituir los capítulos reales del plan de un libro de la física. Así, hace que luzca la belleza de la física, poniendo el orden en la misma. “La facilidad con que cada ley experimental halla su lugar en la clasificación creada por el físico, la claridad deslumbrante que se esparce sobre este conjunto ordenado con tanta perfección nos convencen de forma irrefutable de que semejante clasificación no es puramente artificial, que un orden semejante no es el resultado de una agrupación puramente arbitraria impuesta a las leyes por un organizador ingenioso. Aunque no podamos dar cuenta de nuestra convicción, tampoco podemos librarnos de ella, vemos en la ordenación exacta de este sistema la marca en la que se reconoce una clasificación natural. Sin pretender explicar la realidad que se oculta bajo los fenómenos cuyas leyes agrupamos, percibimos que las agrupaciones establecidas por nuestra teoría corresponden a afinidades reales entre las cosas mismas” (ibíd., 30,2). Para él, pues, todo parte de la inducción, pero ésta tiene un valor de economía y para una clasificación, que se nos muestra tan bella y perfecta, que se nos impone como verdadera, aunque no tengamos ninguna certeza al respecto. Aunque tiene que notarse que él traza una distinción muy importante entre las leyes del teórico y las del experimentador: se pueden fecundar mutuamente, pero trabajan en planos muy diversos.
[xxxviii] Aquí, la palabra ‘mundo’ no significa universo, es decir, no se trata de diversos todos que subsisten en planos y órdenes distintos e incomunicables. Se trata de que los astros otros que la Tierra y de los que vemos gran cantidad en el cielo sean, por ejemplo, centros de gravedad distintos e independientes de la Tierra.
[xxxix] Así, la “tolerancia” habría sido el peor obstáculo para el avance de la ciencia: algo muy contrario a la imagen que se tiene del quehacer humano en el mundo moderno.
[xl] La definición de estos conceptos está en la nota 17.
[xli] Aquí, valga acotar, se da un caso interesante e importante históricamente de varios puntos tocados en la nota 37: se ve la relación de unas conclusiones y unos “principios” en la cosmología aristotélica, se ve la necesidad de revisar los principios, a partir de que se ve que las conclusiones a las que llevan son cuestionables; o, viceversa, a revisar las conclusiones, cuando se ve que los principios no son más que figuraciones erróneas; o, como en este último caso, porque se ve que un principio lleva por derrotero distinto del que se creía, al estar en el contexto de proposiciones que se cuestionan ahora, dadas otras consideraciones, etc.
[xlii] He aquí a la relatividad, como principio cinemático, en plena acción: el sistema de referencias visuales, a falta de una comprobación mecánica, podía ponerse de un modo o de otro o, aún, de otro, sin daño, en cuanto a la descripción de los fenómenos: cae otro de los errores historiográficos que nos hemos forjado modernamente: el poner a la Tierra en el centro del universo, en esas sociedades, era simplemente algo natural, nada de “oscurantismo”: el observador, quien desde su punto de vista, es el centro, de manera natural (él es quien observa), construyó un sistema, válido completamente, en cuanto a la lógica, en el que el centro era el planeta en el que él se hallaba. Por otra parte, se ha de destacar lo siguiente: la colocación de la Tierra en el centro del universo no es una “operación” cristiana ni, mucho menos, guiada por el oscurantismo o la “mala fe de la jerarquía católica”. La Tierra fue puesta en el centro en los sistemas cosmológicos desde muy antiguo, seguramente, por la razón que explicamos arriba, en esta misma nota. Sin embargo, mayormente, son cristianos quienes derriban esta percepción, Copérnico, Galileo, Kepler, Newton, Roberval, etc. Entonces, queda el asunto en su justa medida: los modernistas dicen que los “antiguos” son luz y los cristianos sombra, cuando los antiguos pusieron la Tierra en el centro y los cristianos, derrotando poderosas tradiciones, superaron esta creencia. ¿Dónde queda aquí la justicia historiográfica?
[xliii] Vid. nota 38.
[xliv] El autor dice, literalmente, John of Saxony, pero, de seguro, es un error: debe tratarse de Juan Buridán y Alberto de Sajonia o de alguno de los dos.
[xlv] Vasos comunicantes son un conjunto de varios recipientes comunicados por el interior; cuando poseen un fluido, el mismo se halla en el mismo nivel en todos los recipientes; este equilibrio es independiente de la posición de los vasos y de sus formas y se mantiene si se varía la cantidad del líquido (Principio de Pascal). Si se toman dos puntos A y B situados en el mismo nivel, sus presiones hidrostáticas han de ser las mismas, es decir: luego si pA = pB necesariamente las alturas hA y hB de las respectivas superficies libres han de ser idénticas hA = hB. Si se emplean dos líquidos de diferentes densidades y no miscibles, entonces las alturas serán inversamente proporcionales a las respectivas densidades. En efecto, si pA = pB, se tendrá: Esta ecuación permite, a partir de la medida de las alturas, la determinación experimental de la densidad relativa de un líquido respecto de otro y constituye, por tanto, un modo de medir densidades de líquidos no miscibles si la de uno de ellos es conocida (esta definición de esta aplicación del Principio de Pascal a líquidos de distintas densidades las tomé de La estática de fluidos, en: http://www.monografias.com/trabajos5/estat/estat.shtml). La ley de Pascal es un principio de la mecánica de los fluidos según el cual la presión ejercida en cualquier parte de un fluido incompresible se transmite de manera igual en todas direcciones a todo lo largo del fluido, de modo que todas las variaciones de presión permanecen iguales. El principio de desplazamientos virtuales lo expusimos en la nota 37.
[xlvi] La energía no se crea ni se destruye, se transforma.
[xlvii] Así, queda resuelto otro misterio que se nos plantea hoy merced a una historiografía defectuosa, frecuentemente descaminada a causa de cierta propaganda ideologista: Leonardo no es un átomo luminoso e incomprensible suspendido en un vacío de oscuridad que llena al universo del que es contemporáneo, no. Leonardo es un genio, sin dudas, pero es un genio que se inscribe en una luminosa tradición de la que depende y que ya, en su momento, era varias veces secular.
[xlviii] Éste es otro punto en el que la historiografía ha estado distorsionada: los humanistas no fueron, en cuanto tales, de manera necesaria, faros de ciencia y progreso; en ocasiones, fueron todo lo contrario, sobre todo en casos de fanatismo respecto de formas de estilo y arte. La única explicación admisible a esta tergiversación historiográfica es otra, un poco más fundamental: la idea falsa de que los humanistas eran anticristianos o anticatólicos radicales: ¿quién, el Mártir Tomás Moro, uno de los más importantes humanistas, ejecutado por no plegarse al cisma lujurioso de Enrique VIII; o el cura Erasmo, que se separó de Lutero cuando vio a dónde llevaba su violencia fanática y rebelde? Claro que hubo “humanistas” heterodoxos: los magos Giordano Bruno, Pico de la Mirándola, Johannes Reuchlin, etc.; o el “político” Maquiavelo. Mas el asunto no es tan fácil y, de hecho, la mayoría de los humanistas era, simplemente, un grupo de hombres plegado a un estilo de cristianismo esnobista de la época.
[xlix] Aquí, una vez más, tiene que haber una errata del autor: los siglos que atribuye a Cusa y Vinci son los anteriores, el XIV y el XV.
[l] Con esto, sobre lo que, por supuesto, abundará cuando exponga la obra de Galileo, queda destruido uno de los más importantes libelos del mundo “moderno” contra la Iglesia católica, a saber: Galileo habría probado, demostrado, la traslación de la Tierra y los oscurantistas papales lo habrían perseguido por científico. En la realidad, fuera de los mitos, luego de Galileo, la humanidad esperaría un buen tiempo para ver demostrados los movimientos de la Tierra.
[li] Así, la justamente famosa Revolución Copernicana consistió en retomar el heliocentrismo propuesto en el mundo helénico por Aristarco y, antes, por Seleuco, y en adoptar las explicaciones y defensas de la Escuela Parisina en dinámica en la reunión de todo el universo en un mundo, etc. De modo, pues, que, aunque, como se dijo, es completamente justo atribuir una importancia enorme a la obra del sacerdote polaco, su importancia no se la puede medir a la manera como lo hace el ideologismo modernista.
[lii] Aquí hay que hacer la siguiente interpolación, sin embargo: Duhem mismo reconoce que las teorías físicas tienen un valor aproximativo y que, mayormente, lo que hacen es salvar los fenómenos [La teoría física, su objeto y su estructura, cit., pp. 37-67, especialmente, desde 48]. Al mismo tiempo, no extraña que un luterano como Osiander le atribuyera el mismo valor a las doctrinas filosóficas, que nadie les habría atribuido antes de su padre Lutero, salvo los sofistas, antiguos y nuevos: todos enemigos de la razón. Platón [La República, libro VI, capítulo XXI] hace claramente la distinción entre ciencias físicas, matemáticas y filosofía; mientras que aquéllas pueden operar con hipótesis, la filosofía opera con principios verdaderos, estrictamente, y seguros. Más tarde, fue Kant quien invirtió completamente esta relación: según el rector de Köenigsberg, las ciencias particulares eran las inconmovibles y el modelo de la razón humana era la física; mientras que la filosofía no es más que un conjunto de elucubraciones, a lo más, hipotéticas de la razón, pero desprovista ésta de toda experiencia. De esta forma, puesto que las ciencias particulares no estudian el ser ni la esencia de las cosas, a un mundo signado por el kantismo, aún en las reacciones contra el mismo, no le quedó mucho fundamento para erigir y sostener una cultura plenamente racional. En el mundo católico, se preservó la racionalidad, más o menos, hasta el asalto impresionante de la mente católica que, en las últimas décadas, perpetrara el modernismo pseudo-católico, falseando las doctrinas infalibles del Concilio Vaticano II, como dijo el Papa Benedicto XVI, en su alocución del 14 de febrero de 2013, a los sacerdotes de Roma: “Sabemos que este Concilio de los medios fue accesible a todos. Así que fue dominante, más eficaz, y en realidad creó tantas calamidades, causó tantos problemas, tanta miseria; los seminarios se cerraron, los conventos se cerraron, la liturgia se trivializó… y el verdadero Concilio ha luchado por emerger y realizarse: el Concilio virtual fue más fuerte que el Concilio verdadero”.
[liii] Giordano Bruno se sumergió en las aguas empantanadas de la superstición, la magia y la invocación de ángeles [vid. E. Michael Jones, The Jewish Revolutionary Spirit and its Impact in World History, Fidelity Press, South Bend, Indiana, 2008, pp. 349, 377, 380, etc.]; y sostuvo una serie de doctrinas religiosas fuertemente heterodoxas, entre las que destaca el unitarismo, la negación del misterio del Dios trinitario. Pero lo más importante de este pasaje de la historia está en otra parte: por lo que se ve, la Iglesia nunca fue enemiga de la ciencia, como pretende la propaganda ideologista del modernismo y se repite hoy hasta el cansancio, sin ningún pudor. Lo que ocurrió, en realidad, en un ambiente enrarecido por las guerras de religión y la fractura de la Cristiandad latina, merced a la Reforma luterana, fue la adopción de un criterio de aceptación de las doctrinas científicas, nacido en ambientes protestantes y adoptado por algunos importantes pensadores católicos, por las influencias que se dan dentro de una sociedad. Este estado de rigidez duró apenas unas décadas y afectó, que sepamos, a un solo hombre: Galileo; si bien hizo que gente como Roberval y Descartes tomaran medidas preventivas, como escribir anónimamente y bajo pseudónimos. Por otra parte, la manera como afectó a Galileo fue bastante suave; y, de hecho, él se habría salvado de toda consecuencia, si hubiera adoptado el modo hipotético del discurso, como le propuso su “acusador”, el Cardenal San Roberto Belarmino, SJ (Duhem, La teoría física, su objeto y su estructura, cit., pp. 51-53).
[liv] La marea en su punto más bajo, merced a la posición relativa de la Luna, la Tierra y el Sol.
[lv] Hidrostática es la parte de la mecánica de los fluidos que estudia los fluidos en reposo, las condiciones en las que se encuentran en equilibrio. La hidrodinámica estudia, por el contrario, a los líquidos en movimiento.
[lvi] Esto es, de la hidrostática.
[lvii] Vid. nota 52, supra.
[lviii] El pasaje muestra, de que no existe un progreso lineal e irrevocable de la humanidad. No se olvide que la religión que se erige como verdadero rival del Cristianismo es, precisamente, ésta laicista del progresismo, como muestra Dawson [La secularización de la cultura occidental y el surgimiento de la religión del progreso, en: cit., pp. 375-385; y El significado de la cultura occidental, en loc. cit., 389-402, pero, especialmente, en pp. 389-395; este último ensayo apareció, originalmente, en: Religion and the Rise of the Westernn Culture, Sheed and Ward, Doubleday, New York, 1960].
[lix] El problema que, ya mucho antes, se había planteado Nicolás de Oresme.
[lx] Hasta aquí, pues, se ve la inscripción del genio pisano en una tradición plurisecular, de la que es tributario y respecto de la que, en ciertos puntos, no está a la altura. Nada de las fábulas ideologistas: el genio prometeico, capaz, él solo, de sacar a la ciencia de las cavernas, venciendo con su luz incandescente a las fuerzas de la oscuridad, que lo persiguieron con violencia y a las que, poéticamente, venció post mortem. Así, por supuesto, en los puntos en que fue original e innovador, Galileo, como cualquier otro hombre, fue también alguien apoyado en el trabajo corporativo de una comunidad de genios de muchas procedencias y talantes, de los que la mayoría era católica y de los así llamados “siglos oscuros” de la “edad media”, dominada por la “intolerante” y “anticientífica” y “tirana” Iglesia Católica.
[lxi] Un péndulo es un peso suspendido de un pivote por una vara o una cuerda u otro adminículo de manera que pueda, por causa de la gravedad, oscilar hacia adelante y hacia atrás; el tiempo completo de la oscilación se llama período; mientras que la medida de la variación máxima del movimiento se llama amplitud. Sin fricción en el pivote, con un hilo o vara de masa despreciable y sin resistencia del aire, un péndulo ideal oscilaría sin cesar con una amplitud constante. Los péndulos simples reales están sometidos a esas fuerzas, por lo que su amplitud disminuye, sólo se utilizan como útil matemático. Por ello, se utilizan los péndulos compuestos o “físicos”, en realidad. En 1602, Galileo descubrió la propiedad crucial de los péndulos como relojes útiles, llamada isocronismo: él pensó que el período del péndulo es independiente de la amplitud o ancho de la oscilación. Por otra parte, descubrió que el período es independiente de la masa del peso suspendido y proporcional a la raíz cuadrada de la longitud del péndulo. Él fue el primero en emplear péndulos de oscilación libre en aplicaciones simples de medición del tiempo. En 1673, Christian Huygens probó que el isocronismo sólo tiene lugar en oscilaciones pequeñas.
[lxii] Se trata de los cuatro satélites mayores de Júpiter, que Galileo descubrió y que, siendo cuatro, los llamó “mediceos”, en honor a los cuatro hermanos Medici. También son llamados “planetas galileanos”, en honor al científico pisano.
[lxiii] He aquí, pues, señoras y señores, damas y caballeros, la causa de la debacle del buen Galileo: la ciencia, que ignoró, nadie sabe por qué; no el oscurantismo: en este punto, el oscurantista fue él y nadie más.
[lxiv] Hay un aspecto de la decisión que no reproduce Duhem y que cambia severamente el juicio histórico que podamos hacer de esta sentencia: la misma, como nos informa Vittorio Messori [Leyendas negras de la Iglesia, 14ª Edición. Barcelona, Editorial Planeta, 2008; empero, usamos, para este trabajo, por cuestiones de disponibilidad, el resumen que facilita está página web: http://leyendasnegrasdelaiglesia.wordpress.com/%5D, se dictó donec corrigatur, “hasta que sea corregida” la doctrina heliocéntrica. Quizás, Duhem quiere dejar bien clara su propia hostilidad a un modo de proceder que toma al aristotelismo como normativo para la física. Lo mismo sucede con cualquier pretensión de mezclar ciencia con filosofía, según queda claro de su La Teoría física, su objeto y su estructura, cit. Pp. 5-20. En ella, no sólo condena que se haga tal cosa con el aristotelismo, sino también con el cartesianismo, el atomismo y cualquier postura que pretenda ser norma de la teoría física, sin ser estrictamente eso, física. Ahora bien, la interpretación, inspirada por luteranos, pero adoptada por un tribunal católico, “peripatética” de la Biblia y de lo que está permitido en física, que no tiene nada que ver con Aristóteles (él se habría retorcido de saber que iba a ser “usado” de tal modo), es un error muy pernicioso, como puede ver Duhem y no hay duda. La física no está para confirmar doctrinas filosóficas, esto es ruina para la filosofía y para la física por igual: éste es el centro del rechazo de estas promiscuidades por Duhem, expresado en el pasaje citado en último lugar. El problema está en que Galileo también incurría en esto, hasta querer, basado en hipótesis y en argumentos probatorios espurios, como los que da de las mareas, cambiar la interpretación tradicional de la Biblia. Ambos campos estaban ignorando los sabios consejos dados, entre otros, por San Agustín y Oresme, citados por Duhem (Santo Tomás, Suma Theologiae, I, q 32, a 1, ad 2°, entre otros pasajes, tiene consejos semejantes). Por otra parte, no hay que olvidar que Galileo es la única persona que “sufrió” una condena de tal tipo; y el espíritu en que se basó duró apenas unas décadas. Y nadie se metió con ningún otro de los aspectos de su obra, con ninguna otra proposición, con ningún razonamiento: sólo con el punto en cuestión: no era LA CIENCIA, como gusta decir la propaganda ideologista, la que estaba en la mira, sino un punto muy concreto que fungió como manzana de la discordia. Además, el genio pisano trató con arrogancia a todo interlocutor que se le presentara y hasta se atrevió a referirse al Papa, que lo había tratado con total benevolencia, de “un imbécil con la cabeza llena de pájaros”, alguien “apenas digno de ser llamado hombre”, “una mancha en el honor del género humano”, en el Diálogo sobre los dos sistemas mayores sobre el mundo, en el que el propio Santo Padre es un personaje, llamado Simplicio, para mayor afrenta [Messori, loc. cit.]. Finalmente, Messori apunta que, en este caso, como en tantos otros, la Iglesia se portó de modo profético: así como rechazó el modernismo, que se ha venido a manifestar como movimiento totalitario, aquí la Iglesia defendía la dignidad entera del hombre del totalitarismo cientificista, dice el periodista italiano. Trae una entrevista realizada al cardenal Ratzinger sobre el caso Galileo, en la que, para sorpresa de su eminencia, no fue sentado en el banquillo de los acusados por el cargo de oscurantistas perseguidores de la libertad: “aquella periodista quería saber por qué la Iglesia no había frenado a Galileo, no le había impedido proseguir con un trabajo que está en los orígenes del terrorismo científico, del autoritarismo de los nuevos inquisidores: los tecnólogos, los expertos… Ratzinger explicaba que no se había sorprendido demasiado: simplemente, aquella redactora era una persona informada, que había pasado del culto ‘moderno’ de la Ciencia a la conciencia ‘posmoderna’ de que científico no puede ser sinónimo de sacerdote de una nueva fe totalitaria”. Las pretensiones desbocadas de Galileo movían a esta dama alemana. Para rematar, traigamos este texto de Messori, sobre los “dolores” de Galilei: “Galileo no pasó un solo día en la cárcel: llamado a Roma para el juicio, se alojó (a cargo de la Santa Sede) en una vivienda de cinco habitaciones con vistas a los jardines del Vaticano y con servidor personal. Después de la sentencia, fue alojado en la maravillosa Villa Medici en el Pincio; luego se trasladó como huésped al palacio del arzobispo de Siena, y finalmente llegó a su elegante villa en Arcetri, cuyo nombre significativo era ‘Il gioiello’ (‘La joya’). Nunca se le impidió proseguir su trabajo, continuando sus estudios y publicando un libro –Discursos y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias– que es su obra maestra científica. Tampoco se le prohibió recibir visitas, y pronto le levantaron la prohibición de alejarse a su antojo de la Villa. Sólo le quedó la obligación de rezar una vez por semana los siete salmos penitenciales, que continuó rezando voluntariamente pasados los tres años de su penitencia. El que había sido el benjamín de los Papas, lejos de erigirse en defensor de la razón contra el oscurantismo clerical, pudo escribir con verdad al final de su vida: ‘En todas mis obras no habrá quien pueda encontrar la más mínima sombra de algo que recusar de la piedad y reverencia de la Santa Iglesia’. Murió a los setenta y ocho años con  la indulgencia plenaria y la bendición papal. Una de sus hijas recogió su última palabra: ‘¡Jesús!’”.
[lxv] En este nuevo aspecto de la decisión, reproducimos lo dicho en la nota anterior.
[lxvi] Y, según la propaganda ideologista, éste es un gran científico y un padre de la modernidad y del método científico.
[lxvii] Exacto: no es que no haya nada en la esencia de las cosas corporales que hace que, en virtud de su corporalidad, se atraigan por una fuerza que llamamos gravedad; es que eso no es específico de éste o aquel cuerpo, sino, como se dijo, genérico o general.
[lxviii] El de Kepler, las leyes de Kepler.
[lxix] Aquí tenemos al “padre de la modernidad”, al “comienzo absoluto”, al autor de “la ciencia admirable”, al que sacó todo de su inmanencia, tomando doctrinas de “oscurantistas” y, para colmo, “medievales” y “a fin de que pudiera dársele fundamento estable a las proposiciones esenciales de la estática”: a los ideologistas esto los debe incomodar grandemente.
[lxx] Aquí, pensamos, sólo se puede intuir algún defecto en el inglés del autor, de nacionalidad francesa.
[lxxi] Ya se puede decir claramente: descanse en paz varios de los mitos de la propaganda ideologista-modernista: Descartes fue perseguido por la oscurantista Iglesia, Descartes padre de la modernidad destruyendo al oscurantismo de la Iglesia, burlándose de su absurda educación, la Iglesia y todos sus miembros, escolásticos oscurantistas, etc.
[lxxii] En virtud de su materialismo del mundo de la res extensa, que no admitía cualidades ni “poderes”. En efecto, Descartes sólo admite cantidad de materia y movimiento y no fuerzas y energías, etc., ya que éstas son cualidades, que no caben en su materialismo radical del mundo físico.
[lxxiii] No se trata de Descartes, no se trata de Galileo ni de nadie en particular, la ciencia moderna procede de los siglos XIII y XIV. La cantidad de cosas de gran valor que proceden del movimiento cultural de estos siglos e, incluso, de los dos precedentes, cuando se superó al barbarismo de las infinitas oleadas desde la debacle de Roma, y, todavía, de los seis siglos anteriores, cuando se conservó la cultura, en las circunstancias más adversas, la vida, cuando la muerte asomaba a cada paso y rincón, la deuda que tenemos hacia los protagonistas de los movimientos es tan enorme, que no hay manera de que podamos pagarles con alguna moneda de bien. Pero el ideologismo, en la máxima aberración, nos pone a vituperar de ellos, a burlarnos de nuestros padres, a denigrar de los prohombres que formaron nuestra civilización. De ahí la gran necesidad de rescate de la verdadera historia: nuestra identidad, así como el destino de las artes y las ciencias y la racionalidad humana, en general, dependen de esta obra. Autores tan disímiles como Toynbee y Voegelin, de quien no hay ninguna sospecha del “crimental” del Cristianismo, o Dawson, cristiano, pero gran historiador, simpliciter, cuyas obras se dedican en gran parte a esta labor, coinciden en la imperiosa necesidad que esta labor presenta al hombre civilizado. El mismo Comte, padre del positivismo cientificista, un furibundo antiteísta, sabía que algo como esto (muy alterado, convertido en la sociedad de los científicos, supuestamente ateos, pero reunidos en una sociedad copia de la Iglesia cristiana) era fundamental para sacar a Occidente de la tremenda crisis cuya fea cara ya asomaba en sus días [Etienne Gilson, Las metamorfosis de la ciudad de Dios, Rialp, Madrid, 1965, pp. 293-316].
[lxxiv] Véase la nota 84, sobre el materialismo de Descartes. Por otra parte, aquí se ve claramente su nominalismo  y las relaciones entre materialismo, nominalismo y, con un poco de esfuerzo explicativo adicional, entre esas dos corrientes y el gnosticismo modernista, ambiente vital del ideologismo. Podemos definir al nominalismo como un conjunto de doctrinas, cuya característica principal es la negación de la inteligibilidad del mundo sensible, de un orden que le sea intrínseco, de formalidades que se den en él, de esencias y naturalezas, a las que correspondan de algún modo nuestras ideas sobre las especies y géneros de seres que se existen en ese mundo (sobre el nominalismo, puede verse: Servais Pinkaers, Elementos de Teología Moral Cristiana. EUNSA. Pamplona. p. 316). El gnosticismo, de la manera más general, es una especie de sentimiento de extrañamiento frente al mundo, al que se ve como un desorden, un pecado, un lugar de destierro, al que se puede redimir, sin embargo, por la aplicación de un conocimiento esotérico y salvador: eso es, estrictamente, la gnosis, conocimiento, en griego. El gnosticismo modernista es una variante muy particular, se trata de lo que denominamos antropoteísmo ateo: el modernista se cree Dios o un dios y, o bien niega la existencia del verdadero o lo pone a distancia infinita del mundo, en el que no interviene, al que puso sus engranajes y leyes, como un relojero, que vende su reloj y se desentiende de él. El modernista ve al mundo como una masa informe, sin orden, a la manera del nominalista, y como un lugar de “destierro”, a la manera del gnóstico general. Por una inmensa voluntad de poder, el modernista se cree con derecho a cambiar al mundo y a diseñar un orden a imagen y semejanza suya. Ese orden es SU gnosis, su MODELO, su IDEOLOGÍA. Por su medio, aplicando sus fórmulas cabalísticas, cree transfigurar la realidad de manera salvadora. En eso andan cientificistas, marxistas, nietzscheanos y existencialistas, psicoanalistas, capitalistas, feministas y demás ideólogos de género, estructuralistas, “realistas”-sociologistas, deconstructivistas, constructivistas y toda la gama, en general, de modernos y “postmodernos” (vocablo infeliz, por el que parece que a estos historiógrafos se les hubiera acabado la capacidad “logo-génica” o para la “logo-gonía”). Sólo hace falta citar a Marx o a Nietzsche, para quienes Dios es una proyección que hace el hombre del superhombre, en la que nos alienamos; para recuperar la dignidad, tendríamos simplemente que devolver la proyección al proyector: pasaríamos a ser ese superhombre. Marx, por otra parte, sirve como ejemplo de todos los demás aspectos que hemos descrito: Voegelin, cita la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel (1843): “la crítica de la religión es lo que presupone toda crítica”, Dios es un producto del hombre y, si se sabe esto, el hombre llega a su plenitud: Dios es una proyección de lo mejor del hombre [como en la psicología de la religión de Feuerbach], si se borra la proyección, queda lo proyectado, el superhombre. El hombre religioso, el iluso, es un no-hombre, el verdadero hombre es el ateo, el que absorbe al superhombre-dios: éste es el hombre nuevo, un superhombre-dios. Ya la religión está en su sitio, ahora viene la política, a lo que Marx iba desde el principio, o sea, pasado el presupuesto necesario, pasa al meollo: la lucha contra la religión es una lucha contra el mundo del que ella es el aroma, es el comienzo para salir del ‘valle de lágrimas’. El hombre real está en la sociedad, cuando ésta se pervierte, produce la religión, el corazón y espíritu del mundo des-corazonado y des-almado, es el grito desesperado del oprimido, es el opio del pueblo. No es buena ni siquiera como un analgésico, es anestesia para evitar la lucha, o sea que es radicalmente mala, en los parámetros del Manifiesto Comunista. Por eso, la crítica de la religión es crítica de este mundo malvado; y tiene que completarse con la crítica total del derecho y la política. Pero la crítica no es teórica, es práctica: “a lo que se refiere [la sociedad des-almada] es su enemigo, que no busca refutar, sino aniquilar… La crítica ya no actúa como un fin en sí mismo, sino sólo como un medio. Su emoción esencial es la indignación [no habla de principios intelectuales, sino de emociones]; su tarea esencial es la denuncia [no la búsqueda de la verdad]”. Dice Voegelin: “aquí habla la voluntad de asesinato del mago gnóstico. Los lazos de la realidad se han roto. Los prójimos humanos ya no comparten el ser con él; la crítica ya no es debate racional. Se ha pasado sentencia; lo que sigue es la ejecución” (Science, Politics and Gnosticism, Henry Regnery Company, U.S.A., 1.968, pp. 64-67; la alusión al Manifiesto comunista es nuestra). Descartes, pues, es uno de los grandes propulsores tempranos de la gnosis modernista-antropoteísta en la historia de nuestra civilización, lo que no le quita nada de sus méritos en matemática y en física.
[lxxv] Arriba, en la nota 76, sobre el juicio a Galileo, en el capítulo XVII, anotábamos que Duhem tiene una fuerte conciencia del carácter pernicioso que tienen las interferencias de unas disciplinas intelectuales en otras, en este caso concreto, de la filosofía en la física, para más señas, del materialismo y las otras fantasías cartesianas en su investigación científica. Esta observación muestra plenamente lo acertado de esta conciencia del físico, historiador y filósofo francés, autor de esta historia de la física.
[lxxvi] Si bien no poseemos nosotros, menos aún que Duhem, elementos para juzgar de este caso particular, hay que observar que este modo de proceder es típico de Descartes. Este genio matemático tomó, de hecho, muy probablemente, inauguró la vía del yo, según la que el investigador sólo se debe a sí mismo todo hallazgo que realice, aunque esto sea completamente falso e injusto para con los otros sabios de los que toma sus afirmaciones. Esta actitud la observa en filosofía, en teología y en todas las áreas, de modo que su famoso cogito es una tergiversación de San Agustín, su Dios arbitrario y caprichoso es tomado de Ockham; su esencialismo, de Suárez; su adscripción a la tradición del esse objectivum (un “ser de objeto”, una verdad independiente del ser real), inaugurada por Escoto, la debe a éste, a Ockham y a Suárez; y otra serie infinita de posturas, incluso en física, como destaca Duhem mismo, en las que toma de otros y pretende y finge que él se apoya en los solos principios de su método, LA CIENCIA ADMIRABLE, el orgullo de uno de los seres más orgullosos que ha dado la humanidad.
[lxxvii] Aunque Duhem esté hablando aquí del mismo tema al que nos referimos en la nota, 76 del capítulo XVII, y la 87, del capítulo anterior, es decir, sobre lo inconveniente de las interferencias entre las disciplinas intelectuales, de la filosofía en la física y viceversa; hay también que anotar lo siguiente. El extravío del que habla aquí Duhem sucede innumerables veces: la gente no encuentra reflexivamente lo que sucede en su mente y en su hacer en general, aún personas inteligentes y preparadas. Orestes Brownson (en: Orestes Brownson, The American Republic, ISI Books, Wilmington, Delaware, 2.002, pp. 125 y ss.) trae un caso análogo, en el terreno de la acción política: las pretensiones contractualistas de los fundadores de los Estados Unidos. Si lo que hacían al fundar esa nación sus “padres” hubiera sido el suscribir un contrato voluntario, como la afiliación a un club, tal como ellos concebían, no habría tenido justificación la Guerra Civil estadounidense, los sureños deberían haber podido hacer secesión, revocar su voluntad de pertenecer a esa federación. Pero ésa no es la verdad, las sociedades políticas son realidades que están por encima de la voluntad individual de sus miembros, como puede ver cualquiera que no esté cegado por las ideologías que dominan las visiones políticas de una sociedad enferma, que no es capaz de ver su propio sentido existencial, como la Atenas de Platón (vid. La República, libro II). Aquí es lo mismo: si se encerraran en su inmanencia y negaran las cualidades y se dejaran dominar completamente por el nominalismo y el materialismo cartesianos, los científicos no encontrarían nada en la realidad natural.
[lxxviii] La intencionalidad no es exclusiva de los seres personales y conscientes. Evidentemente, en la naturaleza hay tendencias estables, de hecho, si no fuera así, no habría manera de estudiarla ni de hablar de ella: parte de esas tendencias son, precisamente, las leyes de la física, que los cuerpos se atraen en proporciones directas e inversas matematizables, por ejemplo; o que las ondas electromagnéticas sean transversales y las de sonido longitudinales; que los diversos modos de magnetismo y de electricidad se atraigan o se repelan, que la luz y las demás ondas electromagnéticas se polaricen en tales circunstancias; que los seres vivos tiendan al desarrollo según sus especies; que la morfología y la fisiología de tal especie animal se pueda estudiar de tal y tal modo, atribuyendo los hallazgos de manera universal a todos los individuos de la especie o a la especie misma, en cuanto tal, según se da en esos individuos y un larguísimo y anchísimo etc. De hecho, si hablamos de anomalías y monstruosidades, hablamos de tendencias, pues lo anormal y lo monstruoso son casos en que algo interfiere y no se da el resultado “de ley”, regular, normal. El asunto está en que el tender no es lo mismo que el decidir o deliberar, una persona, en cuanto tal, puede pretender algo que quiere con deseo deliberado, los cuerpos tienden cada uno al otro de manera muy distinta; los que se burlan de las tendencias, aduciendo el ridículo de atribuir deliberación a los electrones que fluyen por un conductor, por ejemplo, actúan de manera infantil, cometiendo una burda falacia, atribuyendo el carácter de un tipo muy especial de tendencia, la deliberada, a toda tendencia (vid. Santo Tomás, Comentarios a la Física de Aristóteles, libro II, lecciones 12 a 14). Lo peor es que las más de las veces eso es realizado por ideologistas con segundas intenciones: negar el orden en la naturaleza, para tratar obturar toda vía al Ordenador inteligente; pero éste es otro tema.
[lxxix] En 1644, Torricelli hizo un experimento con un tubo de un metro completamente lleno de mercurio, al cual hizo descender, por la presión atmosférica, produciendo el llamado vacío de Torricelli. Este experimento lo convierte en el padre del barómetro.
[lxxx] En este pasaje, más que en el resto de la obra, tuvimos que corregir la casi incomprensible redacción del original. En virtud de ello, copiamos al mismo, en inglés: “In France, thanks to Mersenne, it called forth on his part, and on that of those who had dealings with him, many experiments in which Roberval and Pascal (1623-62) vied with each other in ingenuity, and in order to have the resources of technic more easily at his disposal, Pascal made his startling experiments in a glass factory at Rouen”.
[lxxxi] Para entender el relato de lo que sigue de este párrafo, véase aquí arriba, la nota 91.
[lxxxii] Caso típico: la idea y esperanza de la medida, del patrón, vienen después del hallazgo de un punto constante, capaz de servir como patrón universal de referencia.
[lxxxiii] Vid. Nota anterior: al punto constante anterior, se añade éste, como contra-referencia necesaria. Aparte, se añade el elemento relevante de la presión.
[lxxxiv] Aquí se trata de uno de los más importantes fundamentos de la ciencia, de los llamados fundamentos extrínsecos: su desarrollo en una sociedad que valora la razón, que tiene altos estándares de racionalidad, una tradición fuerte e institucional de búsqueda e investigación racional. Hoy en día, con el desprecio inclemente del intelecto, la sociedad está poniendo en grave peligro a la actividad científica y filosófica. Para entender bien esto, véase arriba, la nota 86, sobre el nominalismo y el gnosticismo modernista, que dominan avasallantemente el mundo de hoy.
[lxxxv] De las tres grandes academias mencionadas, dos estaban situadas en países católicos.
[lxxxvi] Las ondas son un fenómeno muy común, obviamente, y muy importante en física. Ellas muestran, entre otras cosas, que la realidad no es pura materia, que la física no puede reducirse a causalidades mecánicas. Una onda se mueve y mueve partículas materiales, pero no se reduce a ellas, es una energía trasladándose, a través de la materia, que la mueve, pero que va moviéndose, también, independiente de ella: las partículas se mueven, pero la onda se va transmitiendo de unas a otras: es como un chisme, que viaja de Santiago de León de Caracas a Santiago de Chile, moviendo a las personas, pero sin confundirse con ellas. Ahora bien, hay dos tipos de onda; las que se propagan de manera longitudinal, moviendo las partículas en su misma dirección, como pulsiones de una bomba en un líquido; y las transversales, que se mueven en línea recta, mientras mueven a las partículas de lado a lado, perpendicularmente, como oscilaciones de una lavadora en una gelatina. El sonido se transmite longitudinalmente; la luz y las demás ondas electromagnéticas son transversal (vid. Einstein e Infeld, La evolución de la física, cit., pp. 74-91). La polarización de la onda consiste en lo siguiente, de manera sencilla: las ondas lumínicas, por ejemplo, se componen de dos campos, el eléctrico y el magnético, que viajan en diferentes direcciones, aunque, como se dijo, en línea recta y de manera transversal. Eso se mantendrá así al pasar por medios comunes, como el aire (que son isotrópicos, vid. Nota 126); mas, al pasar por un determinado medio (pueden ser los materiales birrefringente o doblemente refractante, no isótropa, anisótropa; o los materiales ópticamente activos; vid. la misma nota 126) o, incluso, al reflejarse, los campos pueden alinearse de manera diferente, colocándose los campos de manera perpendicular entre sí y perpendicular, ambos, al vector de propagación de la onda. El fenómeno de la polarización es muy importante en temas tecnológicos, como en la producción de rayos láser, comunicación inalámbrica y por fibra óptica y para el radar. Asimismo, es muy importante en óptica, radio y microondas. Finalmente, tiene muchas utilidades en asuntos de la vida cotidiana, como, por ejemplo, cuando los fabricantes de anteojos usan lentes polarizados, haciendo que la luz que se refleja del piso no afecte a los ojos, protegiéndolos así.
[lxxxvii] Malebranche, otro clérigo católico de enorme importancia científica y filosófica: violento oscurantista.
[lxxxviii] Así, en este temprano cara a cara del materialismo y la sensatez, en el estrecho marco de la física “moderna”, el materialismo quedó reducido a cenizas, por la existencia de cualidades… llamadas “vivas” por los más importantes pensadores.
[lxxxix] Vid. nota 73, sobre el péndulo y su movimiento oscilatorio.
[xc] El principio de inercia reza así: “todo cuerpo en movimiento tiende a permanecer en movimiento; todo cuerpo en reposo tiende a permanecer en reposo”. Consideramos que este principio es un caso particular de una verdad antigua que, al menos, defendió Santo Tomás: todo ser tiende a la conservación y a la plenitud.
[xci] Este postulado es otro caso particular de, al menos, un principio aportado por la filosofía aristotélica: la causa y el efecto son proporcionales.
[xcii] En esta formulación, la cláusula “independientemente de su naturaleza” no entraña que la cualidad implicada se dé sin naturaleza, sin un orden esencial, sino que aquí el género es, precisamente, ‘corpóreo’, de modo que todo lo corpóreo está inmerso en este orden de lo real, ahora sí, independientemente de sus diferencias específicas.
[xciii] Por más que esta distinción fuera una fantasía, la refutación de la misma no anula en nada, ni en un ápice, la validez de los principios metafísicos que gobiernan, de hecho, el orden del mundo visible y material, fundados en formalidades inmateriales; es más, lo que hace es confirmarlo, mucho más allá de lo que habría soñado Aristóteles.
[xciv] Mientras que estos esfuerzos por derribar las doctrinas celestes de Aristóteles eran muy antiguos y llevados por muchos genios, más bien pocos se dedicaron a tratar de destruir su metafísica o, al menos, la platónica o la neoplatónica, heredera de ambos maestros: casi nadie practicaba un materialismo del mundo material creado. El primer gran materialista occidental es, quizás, Ockham y el de mayor impacto es Descartes, al menos en estas etapas tempranas del avance del gnosticismo modernista. Todo esto muestra, claro, que el ámbito científico de una y otra tesis de Aristóteles es completamente distinto, de modo que la de las esferas y los cuerpos celestes podía quedar derribada y la del orden de la naturaleza, fundado en las formas inmateriales, podía quedar con plena vigencia, con importantes defensores en el mundo de hoy. Para una explicación de los puntos en que el aristotelismo parece invencible y, aún, confirmado por los datos que puede aportar a la reflexión la ciencia, véase infra, nota 112.
[xcv] En su tratado que lleva este nombre, Newton dio, sin pretenderlo, una espléndida confirmación del aristotelismo. Allí, él puso a dirigir los eventos del mundo a un tremendo orden inmanente, utilizando incluso expresiones que proceden del filósofo de Estagira: “¿Cómo es posible que la naturaleza no haga nada en vano, y de dónde vienen el orden y la belleza que vemos en el mundo? … ¿Cómo pueden haber sido concebidos los cuerpos de los animales con tanto arte y a qué fines sirven sus partes? ¿El ojo ha sido inventado sin conocimientos de óptica y la oreja sin los del sonido? ¿Cómo pueden resultar de la voluntad los movimientos de los cuerpos y de dónde viene el instinto de los animales?” [Esto lo tomé de Gilson, De Aristóteles a Darwin y vuelta, EUNSA, tercera edición, Pamplona, 1988, p. 72]. Luego, en el mismo pasaje, el gran físico atribuyó el origen de éstos y otros fenómenos a la existencia de una Causa primera inteligente, como para que quedara claro que Santo Tomás no iba por mal camino, por supuesto, al pensar en su V vía para demostrar la existencia de Dios.
[xcvi] La cual, por supuesto, es absolutamente imposible, si no hay un algo en lo que comuniquen los términos universales de las hipótesis que guían a los experimentos, los casos particulares de los experimentos mismos y los términos universales de las proposiciones extraídas de los experimentos: un orden compartido de esencias específicas y genéricas, fundado en las formalidades de los seres particulares que, en cuanto naturalezas, son modos estables de operar.
[xcvii] La acción capilar es la capacidad de un líquido para fluir en espacios angostos sin la ayuda u oposición de fuerzas externas, como la gravedad. El efecto puede verse en la subida de los líquidos entre las cerdas de una brocha para pintar, en un tubo delgado, en materiales porosos, tales como el papel, o en algunos no porosos, como la fibra licuada de carbono. El mismo ocurre por fuerzas intermoleculares entre el líquido y las superficies sólidas de su entorno. Si el diámetro del tubo es suficientemente pequeño, entonces la combinación de la tensión superficial (causada por la cohesión dentro del líquido) y las fuerzas adhesivas  entre el líquido y el continente actúan para elevar el líquido. En resumen, la acción capilar se debe a la presión de la cohesión y la adhesión que causan que el líquido actúe de manera contraria a la gravedad. La cohesión, por su parte, es la acción o propiedad de las moléculas de mantenerse juntas, dado que son mutuamente atrayentes. Es una propiedad intrínseca de una sustancia que es causada por la forma y estructura de las moléculas, que hace que la distribución de los electrones orbitando sea irregular cuando las moléculas se acercan mutuamente, creando una atracción eléctrica que puede mantener una estructura microscópica tal como una gota de agua. En otras palabras, la cohesión permite una tensión superficial, creando un estado similar al de un sólido en el que pueden colocarse materiales livianos o de baja densidad. Una reacción química es todo proceso termodinámico en el cual una o más sustancias (llamadas reactantes), por efecto de un factor energético, se transforman, cambiando su estructura molecular y sus enlaces, en otras sustancias llamadas productos. Esas sustancias pueden ser elementos o compuestos. Un ejemplo de reacción química es la formación de óxido de hierro producida al reaccionar el oxígeno del aire con el hierro de forma natural, o una cinta de magnesio al colocarla en una llama se convierte en óxido de magnesio, como un ejemplo de reacción inducida.
[xcviii] Como se dice arriba, de lo que se trata es de los principios esenciales de la hidrostática.
[xcix] La precesión de los equinoccios es causada por las fuerzas gravitacionales que el Sol, la Luna y otros cuerpos ejercen sobre la Tierra. la Tierra no es una esfera perfecta, sino que es esferoidal, con una diferencia de 43 kilómetros entre el diámetro ecuatorial y el polar. Como hay un ángulo (de 23,5°) entre el eje de rotación y el de traslación, durante la mayor parte del año la mitad de esta masa que está más cerca del Sol está descentrada, sea hacia el norte o hacia el sur, y la otra parte también está descentrada, pero en sentido contrario. Fuerza gravitacional de la parte más cercana es más fuerte, pues la gravedad decrece con la distancia, de manera que esto crea una pequeña fuerza de torsión sobre la Tierra, ya que el Sol hala con más fuerza un lado de la Tierra que el otro. El eje de esta fuerza es casi perpendicular al eje de rotación de la Tierra, por lo que el eje de rotación se mueve como el bamboleo de un trompo, aunque muy leve (vid. nota 8888, sobre la velocidad angular de este movimiento), en el sentido de la precesión. Si la Tierra fuera una esfera perfecta, no habría precesión.
[c] Por supuesto que, en la naturaleza de la ciencia, está la posibilidad de su consumación. Los objetos sobre los que versan las ciencias son seres inteligibles, que se nos dan; y nuestro intelecto fue hecho para recibir esa donación, es más, fue hecho para darse a su vez, para realizarse en tal comunión cognoscitiva, que, por cierto, engendra el amor, la respuesta voluntaria y afectiva. Pero el problema es que la realidad es muy amplia, demasiado; y llega, por muchos caminos, a profundidades en las que, ahora sí, se nos escapa en el misterio, esto es, en lo que supera nuestros límites. Sin contar con que hay aspectos que, estando más acá de esos límites, nos son muy difíciles por causas diversas: su impresionante velocidad; la pequeñez de sus dimensiones, que evade de nuestras capacidades, aún ayudadas por los instrumentos de la técnica; la conjunción de las anteriores, la conjunción de las anteriores con complejidades reales, etc. A veces, lo anterior se mezcla con la amplitud del horizonte. Así, cuando se ve el panorama de la historia, uno se consigue a los sistemas sucederse o combatirse sobre la base de elucubraciones, aunque estuvieran asentadas en la observación y el cálculo matemático preciso, como en el caso de la disputa entre el aristotelismo, el sistema ptolemaico y el copernicano. En buena parte, lo que era elucubración en aquellas épocas pasadas, ha dado paso a certezas, en la época presente. Sin embargo, la incertidumbre no se desvanece, la enseñanza de la historia está mucho más en el carácter ilimitado de la realidad, en los muchos aspectos en que nos supera, que en una conquista total de nuestra parte sobre ella. La realidad no parece agotarse, se muestra más profunda y amplia. Y eso desde el punto de vista de las ciencias; o, más bien, desde el punto de vista de ciertas esperanzas utópicas del cientificismo, desde fines del XVII hasta el XX. Aristóteles tenía muy claro que la realidad nos superaba con mucho en muchas direcciones. Y, sin embargo, de una manera insospechada, la física y la ciencia moderna, en general, no ha hecho sino reforzar esa imagen: el mundo no es un conjunto de esferas cerradas como pensó el Estagirita, es un “infinito”, al menos, poético, si no real, una inmensidad de trillones de años luz, compuesta de partículas que son trillones de veces más pequeñas que nosotros, conectadas de maneras muy diversas, física y químicamente, formando estructuras increíbles, coronadas por las estructuras simpar de los seres vivos. Lo que queda en pie, lo que nada puede demoler, es esos viejos principios socráticos, transmutados por el poder de análisis aristotélico: unas inmaterialidades que sustentan el orden de todas estas estructuras, sus unidades sustanciales y de orden, que sustentan sus modos de actuar natural, desde las cuales las podemos estudiar. Quedan ellas y la necesidad de un Ser inteligente y personal, infinito, del que participen, gracias a su causalidad todopoderosa, todos aquéllos entes que, sin ser “el Ser”, poseen una medida limitada de realidad, no de manera necesaria, sino contingente, pues no son eternos, sino temporales y causados. En conclusión, pues, una vez más, queda en pie el esquema del último capítulo del libro sexto de La República: la metafísica, la dialéctica, siempre quedará en pie, pues trabaja sobre principios seguros; mientras que las ciencias, moviéndose sobre hipótesis (levantadas sobre certezas, por supuesto, pero no por ello menos conjeturales), van avanzando sobre operaciones casi infinitas de acercamientos sucesivos que no llegarán a la meta de una unificación total y completa del saber humano ni, siquiera, a un cuerpo definitivo, en ningún campo. Así, la ciencia llevada a consumación es algo conceptualmente posible, pero no por el hombre, no en esta vida: desde esta perspectiva, Duhem tiene plenamente la razón.
[ci] La hipótesis cosmológica laplaciana, conocida luego como el “demonio de Laplace”, consiste en que el universo está fuertemente determinado, hay, pues, una especie de destino. Pero el mismo no radica en algo fuera del mismo universo, sino en un fuerte materialismo-mecanicismo: todo tiene una causa física, sometida a una ley mecánica o, en general, estudiada por la ciencia natural; así, quien supiera todos los aconteceres y causas, podría conocer el curso completo del cosmos, ad infinitum. Es decir, esta hipótesis no sólo ignora que hay libertad y contingencia y aspectos inmateriales del mundo y realidades más altas que la física y la mecánica, ignora también la infinitud del mundo, de la que se habló en la nota anterior.
[cii] E. Michael Jones (vid. The Jewish Revolutionary Spirit and its Impact in World History, Fidelity Press, South Bend, Indiana, 2008, pp. 507,últ-508,1) ha observado que el materialismo modernista encuentra en la electricidad a uno de sus más poderosos motores, en esta época. El fenómeno llega hasta el mundo de hoy. La electricidad (juntamente con la química, muchas veces vista de manera reduccionista) ha venido a ser lo que nunca antes había conocido el mundo: el sustituto del alma y de la vida misma (así es en Searle, Dennett, Dawkins y una miríada más de “pensadores” contemporáneos). Radicales ateos y antropoteístas se lanzan a la negación de la evidencia más palmaria, la distinción vida-cosas inanimadas, con fines ideológicos de arrinconamiento de los creyentes, de la influencia de la Fe en la sociedad e, incluso, de la práctica religiosa: elevaron al hombre a la categoría divina, para terminar rebajándolo por debajo de las piedras, todo en nombre de la libertad, tomado en falso para el caso. Como señala Christopher Dawson (Historia de la Cultura Cristiana, cit., pp. 375-379, vid., también, Voegelin, The New Science of Politics, University of Chicago Press, Chicago, Illinois, 1952, p. 117-119), éste, juntamente con la escatología del progreso, escatología cristiana sin segunda venida de Cristo, el sentido lineal de la Historia, pero intramundano (el progreso), éste, digo, es el meollo de la modernidad, es decir, una religión, calcada en la cáscara vacía del Cristianismo, pero sin Dios. De ahí el tremendo entusiasmo que generó, descrito aquí por Duhem. Finalmente, como apuntó Voegelin (en Ibíd., pp. 76-81), este abandono de la sabiduría clásica y cristiana, este materialismo rampante, que rechaza la metafísica y la antropología más altas, el gnosticismo antropoteísta descrito en la nota 86, tenía que terminar en tremendas amenazas de totalitarismo, reducción del hombre a lo más bajo, su sujeción a las fuerzas físicas, etc. El infierno del mundo contemporáneo (mundo del progreso: las drogas, el aborto, el suicidio, la destrucción de la familia, la “normalidad” de las aberraciones contra natura, hasta el llamado “polimor”, las guerras infinitas, encabezadas por las mundiales, las tiranías más despiadadas y asesinas, del suicidio como mal social endémico, en países “desarrollados”, de la depresión y los antidepresivos, de la química como medio de enfrentar los problemas personales, del ritalín para los niños, de los niños abandonados como nunca antes, de los niños ilegítimos en proporciones inauditas y descomunales) y su tremendas amenazas en el horizonte: el totalitarismo, la guerra y la hecatombe nuclear, por lo menos. En la nota 86, ya citada, sobre materialismo, nominalismo y gnosticismo modernista, se describen estos fenómenos; el cuadro está mucho más completo, conjugando ambas notas, aquélla y ésta.
[ciii] Por lo que dice a continuación de las fuerzas atrayentes y repelentes y la distribución de la electricidad y el magnetismo en los cuerpos, es claro que Duhem se refiere aquí al programa entero que, para la física del siglo XVIII, delineó Newton, según dice Duhem, al final del capítulo XXIV, sobre la obra del gran científico. A saber: a la atracción molecular y su presencia en toda una serie de fenómenos físicos relativos a la óptica, a la química, a la mecánica de los fluidos. En el capítulo siguiente, la exposición comienza de este modo: “Este programa hacía tres exigencias: primero, que la mecánica general y la mecánica celeste avanzaran de la manera indicada por Newton; segundo, que los fenómenos eléctricos y magnéticos se explicaran por una teoría análoga a ésa de la gravitación universal; tercero, que la atracción molecular formara las explicaciones detalladas de los diversos cambios investigados por la física y la química”.
[civ] Un medio dieléctrico es precisamente eso: un medio en el aislante, es decir, por el que no fluye la electricidad; pero que se polariza bajo la acción de un campo eléctrico o magnético, de modo que en él se puede almacenar energía, haciendo que las cargas del campo se desplacen vectorialmente, de modo que las positivas se orienten hacia el campo y las negativas lo hagan en dirección contraria.
[cv] Esto es sorprendente, Einstein e Infeld (en: La evolución de la física, Editorial Salvat, Biblioteca Científica Salvat, Barcelona, 1986, pp. 103-113) aseguran que el trabajo de Faraday y Maxwell destrozó al mecanicismo en la física, precisamente, porque, gracias al tal trabajo, se reforzó la teoría del campo, precisamente, la acción a distancia.
[cvi] Descubrió que la luz es una onda electromagnética.
[cvii] Ver capilaridad y cohesión arriba, en nota 109.
[cviii] Esto hizo de Boscovich el padre o el antepasado de la física atómica moderna.
[cix] Aquí hube de completar el texto de Duhem, pues el mismo era ilegible, en sí mismo, sin esta completación: decía “whereas when they are in very close proximity it assumes a dominant importance”; el ‘it’ que resalto es lo que sustituí por el texto que agregué entre corchetes.
[cx] Hay sólidos que pueden, bajo alguna fuerza, como la que se da en la colisión, deformarse, comprimirse, por ejemplo, sin que su energía termodinámica se altere de manera irreversible, mientras que la deformación es también reversible. Esta característica, así como la plasticidad y la viscosidad, son estudiadas por la mecánica de los sólidos deformables; y se considera que Navier es el padre de esta rama de la física.
[cxi] La interferencia es un fenómeno en el cual dos ondas se superponen entre sí, de modo que forman una onda resultante de mayor o menor amplitud. La interferencia usualmente se refiere a la interacción de ondas que se relacionan o son coherentes entre sí, sea porque proceden de la misma fuente o porque son de la misma frecuencia. Los efectos de la misma se pueden ver en todo tipo de ondas, como, por ejemplo, la luz, la radio, las sonoras y las ondas acuáticas superficiales. De hecho, los primeros experimentos de Young se realizaron sobre estas últimas. El experimento de Young, en el que proyectó un rayo de luz sobre una lámina con dos orificios por los que pasaban dos nuevos rayos, luego de los cuales se producía el fenómeno, ayudó a demostrar la naturaleza ondulatoria de la luz, aunque, para su triunfo definitivo, se requirió también del trabajo de Fresnel y de la contribución de Arago.
[cxii] La difracción es un fenómeno característico de las ondas que se basa en la desviación de éstas al encontrar un obstáculo o al atravesar una rendija. La difracción ocurre en todo tipo de ondas, desde ondas sonoras, ondas en la superficie de un fluido y ondas electromagnéticas como la luz visible y las ondas de radio. También sucede cuando un grupo de ondas de tamaño finito se propaga; por ejemplo, por causa de la difracción, un haz angosto de ondas de luz de un láser deben finalmente divergir en un rayo más amplio a una cierta distancia del emisor. La interferencia se produce cuando la longitud de onda es mayor que las dimensiones del objeto, por tanto, los efectos de la difracción disminuyen hasta hacerse indetectables a medida que el tamaño del objeto aumenta comparado con la longitud de onda. La difracción, siendo una especie de quiebre de una onda en varias, termina produciendo el efecto de la interferencia, en el que las ondas pequeñas se superponen unas sobre otras. Un efecto visible se da cuando un rayo de luz atraviesa una abertura muy pequeña en una pantalla: cuando alcanza otra superficie, se ven patrones circulares que se superponen.
[cxiii] Grimaldi fue el primero que llamó difracción al fenómeno descrito en la nota anterior, siendo la palabra de origen latino diffringere o descomponer en partes, pues notó que la luz se “partía” y se separaba en diferentes direcciones.
[cxiv] En óptica, la isotropía significa que un material tiene las mismas propiedades ópticas, en todas direcciones, de modo que el mismo no refleja ni refracta ni polariza la luz que pasa por él. Un medio isotrópico, en electromagnetismo, es uno tal que la permitividad (o constante dieléctrica) y la permeabilidad (electromagnética) de un medio son uniformes en todas las direcciones del medio, de la que el ejemplo más simple es el espacio libre. Mientras que la permitividad se refiere a la manera como un medio, una sustancia, es afectado por un campo eléctrico, de manera que el mismo se polariza, por el desplazamiento eléctrico debido a la fuerza del campo, disminuyendo el campo interno del medio; la misma se mide en faradios por metro. La permeabilidad magnética, por su parte, se refiere a la capacidad de una sustancia o medio para atraer y hacer pasar a través de ella campos magnéticos, la cual está dada por la relación entre la inducción magnética existente y la intensidad del campo magnético que aparece en el interior de dicho material. Entonces, un medio isotrópico, en electromagnetismo, se refiere a una sustancia o medio en el que la polarización electromagnética se puede medir en cualquier dirección.
[cxv] Es decir, él vio en esa atracción el fundamento de todos los fenómenos y leyes ópticos que pudo descubrir: ella sustentaría la elasticidad del éter, que sustenta, a su vez, a los fenómenos lumínicos y sus leyes.
[cxvi] Se refiere a la Academia Francesa de las Ciencias.
[cxvii] Éste es un modo típico de hablar de los físicos: por supuesto, Sadi Carnot no crea ni fabrica ninguna verdad, ni Laplace ni Newton ni Juan Buridán o Filópono; pero sí la descubren o formulan. Einstein, en La evolución de la física, cit., por ejemplo, hablaba de manera aún más impropia, para él los físicos creaban realidades, de una manera que parece heideggeriana o hegeliana; aunque, se entiende, lo que ellos, tanto Duhem como Einstein, quieren decir es que estos autores descubren y, así, abren panoramas nuevos: ésos son las nuevas “verdades”, las nuevas “realidades”, así “crea” un investigador. La verdad está ahí, en la realidad creada por Dios y en Dios mismo, para que la descubramos o nos la descubra uno de estos genios.
[cxviii]
[cxix] Se trata de la nueva física, que tiene por padres y exponentes a Plank, Marie Curie, Bohr, Einstein, Heisenberg, Pauli, Dirac, Schrödinger, De Broglie, la física cuántica y atómica, en general, la relatividad, etc. Esta obra que culmina en este punto constituye, pues, una introducción apta para la física del siglo XX, pues llega al umbral de los grandes hallazgos y formulaciones que han sacudido a la ciencia natural, en los últimos 120 años. La invitación es, entonces, a lanzarse, una vez cubierto este panorama, con mejores aptitudes, a la comprensión de la gran transformación que todavía está en marcha.




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